Mis dedos,
temblorosos
recorrieron
el sendero
de la arena pegada
a tu espalda.
Se detuvieron solo
al llegar
a tu cintura,
el agua de mar
cubría
con su blanca espuma
aun
tus largas piernas.
El sol
se escondía
en ese atardecer
que no quería morirse
y me abrazaste
tan fuerte;
que me sentí dichoso
de tenernos.
Aquel día
en que me contaste
una ínfima parte
de tu vida,
y bien sé
que como otras,
guardas para ti
tu propia historia.
Hablaste de penas
y de esfuerzos.
Pero sabes,
querida amiga
no pierdas tiempo,
porqué este
es tan
irremediablemente
perverso en su finitud,
que solo debo pedirte
vive y hazlo suavemente,
disfrutemos cada aliento.