El truco del artista torturado.

ANIVERSARIO

El 30 de septiembre de 1997, y después de varios años sin grabar un disco de canciones nuevas, Bob Dylan editaba Time out of mind, obra maestra que significó un nuevo comienzo en su carrera.

“Pensé que me faltaba poco para ver a Elvis”. Eso dijo Bob Dylan, con su humor lacónico, a principios de junio de 1997, recién recuperado de una histoplasmosis, enfermedad infecciosa causada por la inhalación de las esporas de un hongo que terminó por dañarle la membrana que recubre el corazón. Era como si el diagnóstico médico se hubiese inspirado en las canciones de Dylan, quien acababa de grabar Time out of mind, su mejor disco en años, puntapié inicial de su canonización en vida, la más formidable de la historia del rock. Sin embargo, hasta ese instante, la década le había sido esquiva.

El renacimiento que significó Oh Mercy (1989), disco producido por Daniel Lanois en el que Dylan había encontrado un lugar de enunciación a su medida, sin las afectaciones pop de sus intentos ochentosos, se advirtió efímero con la edición de Under the red sky, del año siguiente. 

El trabajo contó con la colaboración de varios pesos pesados, pero no tuvo buenas críticas y fue entendido como otro paso en falso. Uno de los invitados fue Slash, que después se quejó porque Dylan, enfundado en uno de sus clásicos buzos con capucha, no le había dado ni la hora cuando se lo cruzó en el estudio.

La estupefacción ante el comportamiento inexplicable de Dylan ya es un subgénero en el anecdotario del rock. Se podría escribir un libro entero que narrara los cientos de encuentros absurdos entre Dylan y sus colegas.

Desalentado por la frialdad ante sus nuevas canciones, con actuaciones irregulares en vivo, y, al parecer en la etapa más salvaje de su vínculo con el alcohol, por varios años pareció que Dylan había claudicado y se limitaría a sobrevivir como el dueño de una obra inalcanzable, pero anclada en otra era. 

Él mismo, en Crónicas(2005), explicó su situación por aquella época: “Dondequiera que vaya, soy un trovador de los sesenta, una reliquia del folk rock, un rapsoda de tiempos pasados, un jefe de Estado ficticio de un lugar que nadie conoce. Me encuentro en el abismo sin fondo del olvido cultural. Llámalo como quieras. No me lo puedo quitar de encima”.

En ese sentido, la edición de “Bootleg Series Vol. 1-3”, en 1991, el primero de sus aclamados discos con material de archivo -inteligente institucionalización de sus grabaciones piratas por parte de su sello-, no hizo más que corroborar que lo mejor ya había pasado, aunque una de las joyas del box set, “Series of dreams”, era un inédito que había quedado afuera del reciente Oh Mercy.

Good as I Been to You (1992) y World Gone Wrong (1993), dos recopilaciones basadas en el repertorio tradicional del folk norteamericano, sin canciones de su autoría, probaba que no era descabellado pensar que a Dylan se le hubiese mojado la pólvora. 

El gesto de regresar al útero del folk se divisaba también como el movimiento antagónico de su famosa y reprobada electrificación en el Free Trade Hall de Manchester, el 17 de mayo de 1996. Entre el grunge, el shoegaze y el trip hop estos dos discos pasaron algo desapercibidos para el gran público. Con el diario del lunes, los dylanólogos –la secta más extraordinaria surgida de la cultura rock- los señalan como el inicio de la resurrección.

Atrapado sin salida en ese contexto indudablemente retrospectivo, en octubre de 1992, Dylan festejó sus 30 años de carrera en el Madison Square Garden, junto a Eric Clapton, Lou Reed, Eddie Vedder y Neil Young entre otros. 

Fue la noche en la que el público de Dylan, más exigente que la platea San Martín del Monumental, abucheó a Sinéad O´Connor, que días atrás había destrozado una foto de Juan Pablo II en una presentación televisiva como forma de protesta por los abusos sexuales de la Iglesia.

Cinco años más tarde, unos días antes de la edición de Time out…, y aunque Joseph Ratzinger se opusiera, Dylan tocó para el Papa. 

Cuando se saludaron, se quedó sin palabras: no supo qué decirle. “Tú dices que la respuesta está flotando en el viento, amigo mío. Es verdad”, le dijo Wojtyła, para romper el hielo, “pero la respuesta no está en el viento que dispersa todo en el torbellino de la nada, sino en el viento que es soplo y voz del Espíritu Santo, la voz que llama y dice: ven”. 

Dylan había pasado del judaísmo al cristianismo a fines de los setenta, lo que había desencadenado uno de sus periodos más discutidos, cuyo registro se halla en la trilogía de discos religiosos, uno de ellos una obra maestra del tamaño de Slow train coming (1979).

No hace falta decir que hacia 1997, con el enigma gigante que rodeaba su vida privada, nadie sabía a ciencia cierta si Dylan era judío, cristiano, agnóstico, ateo, masón, hincha de Wanderers de Montevideo o illuminati.

El año 1994 incluye dos hitos, a mitad de camino entre el revival y el renacimiento artístico, que ubicaron a Dylan en la centralidad. Uno fue la grabación de su MTV Unplugged, formato que bien podría ser definido como la propuesta para que cada artista del mainstream versione sus temas con el estilo del mismísimo Bob Dylan. 

En la conmovedora interpretación de “Knockin’ on Heaven’s Door” –tres años atrás un hit de Guns N’ Roses incluido en Use Your Illusion II- ya se nota que Dylan puede hacer maravillas con ese hilo de voz carrasposa que le quedaba. Su participación en Woodstock 1994, especie de resarcimiento histórico por su fuerte negativa a participar en el de 1969, lo encontró tocando de visitante ante jóvenes embarrados que habían hecho pogo y mosh con el número anterior: los Red Hot Chili Peppers. 

Según los testimonios de gente de su entorno en la biografía de Howard Sounes, fue la única vez que percibieron que Dylan estaba inseguro, un tanto temeroso ante la reacción del público. La ovación de los chicos de la Generación X, probablemente los hijos de sus fans de los 60’, insufló a Bob de una energía que lo llevó a concretar uno de sus mejores shows en años.

Fue entonces que, a mediados de los noventa, mientras continuaba su Never Ending Tour iniciada en junio de 1988, Dylan comenzó a idear un disco nuevo que terminaría por darle una vuelta de tuerca genial a su carrera. 

Para hacerlo reclutó otra vez a Daniel Lanois, el productor “atmosférico” que había sido muy elogiado por su trabajo en Oh Mercy, tal vez porque logró que la música de Dylan no sonará inofensiva, como había sucedido, por ejemplo, en el mencionado Under the red sky. 

La virtud de Lanois en sus dos trabajos fue sumergir su música en un océano de misterio y densidad dramática acorde al mito. Si algo incomodó de Empire Burlesque(1985) o Knocked out loaded (1986) fue percibir que Dylan, como si se tratara de un fulano cualquiera, tenía que adaptarse, y de manera forzada, al producto estándar de una época que poco tenía que ver con su naturaleza creativa. Hoy estos discos se pueden disfrutar porque su reputación no está en juego, pero en su momento ayudaron a dar la impresión de que el autor de “If you see her, say hello”, por decirlo claramente, estaba en cualquiera.

También fue durante la grabación de Oh Mercy, con Lanois, cuando Dylan encontró un método que según su propia explicación en Crónicas De ahí en más se convirtió en una herramienta fundamental para sus performances. Se trata de una combinación de elementos técnicos que le permitieron modificar los niveles de percepción, ritmo y estructura temporal de sus viejas canciones. Nadie entendió muy bien a qué se refirió Dylan al hablar de este método pero incidió para bien en su forma de tocar.

Time out…se grabó a principios del año 1997 en los estudios Criteria, en Miami. Dylan y Lanois tuvieron algunos entredichos por el armado de las canciones –la cantidad de sesionistas fue objeto de disputas- pero la sangre no llegó al río. De todos modos la producción de los siguientes álbumes –de Love and Theft(2001) a Triplicate(2017)- correría por cuenta de Jack Frost, alter ego del propio Bob Dylan. 

El disco se editó el 30 de septiembre de 1997 y contó con una aceptación instantánea. Para muchos no era lo mejor de Dylan desde Oh Mercy, sino desde Blood on the tracks(1975) o Desire(1976). Cuando se conoció la noticia de la histoplasmosis algunos medios sensacionalistas llegaron a sugerir que Dylan estaba entre la vida y la muerte. La temática del disco, que parece forjada desde un sentimiento de agonía, hizo pensar que Time out…retrataba su convalecencia, pero las canciones habían sido grabadas antes de la enfermedad. Por supuesto los dylanólogos no dudaron en afirmar que Bob había presagiado su muerte.

No importa qué, cualquier cosa que haga Dylan, desde la más significativa hasta la más trivial, podrá ser utilizada para fortalecer el mito.

Además del sonido quejumbroso, lo que más impactó del disco fue lo incisivo de las letras, tan directas y devastadoras que es chocante pensar que, más allá de la separación entre el autor y el sujeto poético, quien dice esas cosas terribles es nada menos que Bob Dylan. 

Pero ¿quién, a excepción de él (y Leonard Cohen), podría decirlas? Se objetará que no sólo Dylan y Cohen dicen cosas terribles y es cierto, ahora bien, la diferencia que hay entre ellos y los demás es la que podría existir entre una persona que sabe que va a llover porque vio el pronóstico en el noticiero y el jefe de una tribu que también sabe que va a llover pero porque conoce la ingeniería del cielo como la palma de su mano.

Hacia fines del siglo XX -porque Time out…es un disco finisecular, que captura el vértigo nostálgico de una era en vías de extinción- Dylan ya es un hombre que canta mientras el mundo que conoció se desmorona. “Love sick”, el tema de apertura, un reggae sulfatado que describe las vicisitudes de un amor enfermizo, suena a un hipotético Bob Marley que en vez de nacer en Jamaica, se hubiese criado en una caverna de Groenlandia rodeado por lobos hambrientos. 

El lloriqueo de la voz de Dylan es inquietante. “Dirt Road Blues” parece una versión rápida de “Meet me in the morning” (1975). Dylan dice lo que se intuía: que va a caminar por el camino sucio hasta que le sangren los ojos. Los cambios de época son tajantes: tal vez unos cinco años atrás un blues de la vieja escuela, a la antigua y adrede, sonaría como un anacronismo. Hacia 1997 la suma de “un anacronismo” más “Dylan” daba “cool”.

“Standing in the doorway” constituye la idea detrás de los discos post Time out of mind: ser la banda de sonido de un bar fantasma perdido en la noche de los tiempos. Dylan lleva 25 años lanzando su Blackstar. Lo que se oye es un blues lento concebido desde la quietud del centro mismo de la soledad total. 

Dylan parece evocar a una persona que se esfumó, como si fuera un fantasma. «Anoche bailé con una desconocida», dice la letra, «pero sólo fue para recordar que sos la única». “Million miles” es otra canción de pérdida, pero el tono de la voz de Dylan es el de un viejo zorro. Se ha caratulado a Time out…como un disco de divorcio. La aseveración puede ser cierta, siempre y cuando se entienda que más que de una mujer, Dylan se divorció de la vida. 

El sonido proviene de algún lugar de los años 50 (de ahí viene el uso del legendario micrófono Sony C-37A), una era pre-ideológica, anterior a la cultura rock, de la que Dylan fue su mayor emblema y a la vez su mejor desmitificador.

“Tryin’ to get to heaven” es una válvula de escape en medio de la oscuridad. No es demasiado distinta a las demás, pero dado el contexto podría pasar como una amable balada de rendición. 

Dylan sigue su apuesta por expresar, de todas las formas posibles, un estado de ánimo en el que estar de vuelta se confunde con una resignación deprimente: «Me dicen que todo va a estar bien/ Pero yo no sé ni lo que significa estar bien». Es como si líricamente las canciones (exceptuando “Highlands”) fueran la misma y ésta es una impresión que también pueden compartir los discos posteriores. Dentro de 50 años o media hora, Dylan tal vez sea estudiado como un continuador de Walt Whitman.

“Til i feel in love whit you”, al igual que “Can’t wait”, es un ejercicio menor de rock and blues que recuerda a lo más ligero de Oh Mercy, y aunque simpático, se sabe que lo mejor de aquel disco no es “Everything is broken” sino “Man in the long black coat”.

“Not dark yet” merece un párrafo aparte por ser una de las mejores canciones de Dylan, lo que ya la ubica entre las mejores de la historia. 

Por momentos parece un poema de Fervor de Buenos Aires. Esto es Dylan alejándose, de la vida, de sí mismo, de los fans, de su estereotipo, de su familia, del Planeta. La tristeza se inventó para justificar este tema. Time out… podría constar sólo de “Not dark yet” e igual se hubiese llevado todos los premios. Además se trata de la mejor melodía del disco y de la mejor interpretación de este Dylan goyenechesco, que frasea y destila sabiduría mientras le hace una autopsia a su depresión. Un verso como «No busco nada en los ojos de nadie» dicho por Dylan está entre lo más devastador que puede escuchar un ser humano contemporáneo.

Cierran el disco canciones muy diferentes entre sí. Por un lado “Cold irons bound”, un rockabilly, el tema movido, el más cercano al rock and roll, como “Thunder on the mountain” (2006), “Beyond here lies nothin’” (2008) o “Pay in blood” (2012). A “Make you feel my love”, una balada de voz y piano (tocado por el mismo Dylan), le falta esa crueldad, esa dureza que siempre tuvo Dylan cuando le tiene que decir “adiós” a alguien (“Dirge”). 

Tuvo muchas versiones pero la más popular fue la de Adele, que dijo lo que todos pensaban y nadie se animó a decir: “es cursi”. «¡Si cierro los ojos, puedo imaginar a mi difunto esposo diciéndome esas palabras!», grita alguien en Youtube. Después de la pandemia se multiplicaron los comentarios elegiacos en los videos de Dylan. Bob asiste, impertérrito, a la muerte de sus viejos fans.

El final es para “Highlands”, una canción de más de 16 minutos, que tiene puntos de contacto con “Brownsville girl” (1986), escrita a cuatro manos con Sam Shepard. 

Perdida entre toneladas de palabras quizá se halle la clave de ese Dylan que volvía: “Me siento un preso en un mundo misterioso”, casi una actualización de aquella declaración de principios de Planet Waves (1974): “En esta era de fibra de vidrio estoy buscando un diamante”. 

Fue el track más largo de Dylan hasta “Murder Most Foul» (2020). El disco termina  con un recreo, un pretexto para descomprimir el acento tanático de la totalidad de las canciones. «Estoy escuchando a Neil Young y tengo que subir el volumen» recita en una parte. Hay algo así como un intercambio de palabras con una camarera que lo acusa por no leer escritoras y Dylan menciona a Erica Jong, uno de los cameos más extraño en su obra, incluso más que el de Alicia Keys.

Time out of mind marca el instante en el que el mundo descubre que mientras de fondo haya un colchón de música de salón, Dylan podrá frasear durante siglos y siempre tendrá algo trascendental para decir. 

Fue difícil asimilar la forma en que envejeció la voz de Dylan, como también lo hizo su figura, que a los 56 años aparentaba mucho más: el contraste entre su fisonomía y la de Mick Jagger, cuando en 1998 tocaron juntos en River, es elocuente. 

Se podría decir que Dylan tardó casi dos décadas en reinventarse, en dejar de lado su faceta de poster desdibujado para convertirse en el trovador que ya no se mueve en el tiempo sino en la eternidad. A su favor se puede concluir que su reinvención se postergó porque no sólo fue suya, sino el modelo que tomaron todos. Su itinerario indica que el problema no es ser un monstruo, sino el proceso, ir transformándose ante la mirada irónica de los demás.

Imagen de portada: Ilustración -Gentileza de BA Agenda.

FUENTE RESPONSABLE: BA Agenda. Por Martín Zariello. 3 de octubre 2022.

Sociedad y Cultura/Música/Leyendas/Bob Dylan

 

 

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