Jaime Gil de Biedma, el gran seductor (1)

«Creía que quería ser poeta, pero más tarde me di cuenta de que, en realidad, quería ser poema».

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Puede ser quizá la cita más conocida de Jaime Gil de Biedma, lo cual resulta meritorio tratándose de un hombre que las produjo a centenares, y que elegía cada palabra, dicha o escrita, como si fuese la última. 

La razón de tal popularidad radica seguramente en que la sentencia en cuestión resume con concisión admirable el indiscutible enraizamiento de la obra poética de Gil en su experiencia vital, y a la inversa, el potente latido de realidad descarnada y poderosa que late en ella. 

Dicho de otro modo, en el lenguaje de los obsesos de la categorización, estas palabras ubican a Jaime Gil en el territorio de la llamada «poesía de la experiencia», un término acuñado originalmente por Langbaum para describir los poemas que se nutren tanto de las vivencias del poeta que acaban resultando, de modo deseado o no, en una simulación escrita de su propia vida.

Sin embargo, sin negar la parte de realidad que pueda contener esta interpretación —que su autor se encargó de matizar en más de una ocasión— se puede ofrecer otra quizá menos intelectualizante, pero más vívida, con cierto aliento profético y, según como se mire, ciertamente inquietante. Gil de Biedma no solo se propuso ser poema, sino que anudó de tal manera su yo real con su identidad (o identidades) literarias que, para los que estamos condenados a percibirlo como parte del pasado, resulta inevitable la confusión. 

El proceso iniciático funciona más o menos del siguiente modo: en algún momento de la vida, el apellido compuesto Gil de Biedma aparece ante uno con todo el poderío de su rancio abolengo. 

Puede que a la fortuna le apetezca hacernos un quiebro y nos comencemos enterando de que una expresidenta de la Comunidad de Madrid —sobrina del poeta— responde a esa denominación, pero lo más frecuente es que encontremos al susodicho asociado a una frase lapidaria, a una opinión sutil, irónica o acerada, a la historieta truculenta, al artículo académico de respetable profundidad, o a un poema. Sobre todo a un poema.

Es solo el primer fogonazo, una piedra de toque que puede causar cualquier grado de emoción en el receptor, de lo simplemente curioso a lo deslumbrante, de lo anecdótico a lo devastador. Sin embargo, sí que suele ser común que el nombre se fije en la memoria, de modo que en la segunda ocasión uno ya anda sobre aviso. 

A partir de cierto punto, la información ya no suele llegar al azar, sino que se busca, en unas ocasiones con interés, en otras con avidez, cuántos estados de ánimo nos llevan a él. Y lo duro, lo imprevisto, lo frecuentemente terrible de la vida y obra de este autor y también de la frase que encabeza estas líneas, es que es imposible sumergirse en aquellas sin salir indemne y marcado, a veces con frases que rozan el alma, frecuentemente con cicatrices que ya no se marcharán. 

Acorralado por sus propias contradicciones, sentenciado al disimulo de por vida por su tendencia sexual y bendecido por una inteligencia casi excesiva —con su némesis correspondiente de lucidez y pesimismo— Jaime Gil de Biedma jamás hizo prisioneros, y sigue sin hacerlos entre los que cometen la osadía de acercarse a él. Aunque lleve muerto décadas.

¿De dónde procede, pues, la inmensa fascinación que despierta el poeta barcelonés, hasta el punto de seguir reclutando en nuestros días legiones de lectores y estudiosos/hagiógrafos de su vida y obra? En principio, nunca es tarea sencilla decidir por qué razones alguien recorre en memoria colectiva el camino de persona a personaje, de personaje a figura histórica (o literaria), y de figura a mito, pero en nuestro caso resulta especialmente fascinante dilucidar cómo ocurrió esto para un oscuro directivo de Tabacalera, que publicó sus poemas de modo casi clandestino, y que jamás disfrutó de las simpatías del régimen político en el que vivió gran parte de su vida. 

Un hombre que, fuera de algunos círculos muy limitados, no comenzó a ser conocido hasta los años de la transición, y a quien hoy se reconoce como figura señera de la cultura española en la segunda mitad del siglo XX. 

Un tipo que jamás escribió para caerle bien a nadie —en cierta ocasión declaró que si alguien le quisiese por sus poemas le parecería un idiota—, que se pasó sus últimos veinte años de vida casi sin escribir una sola poesía, y que nunca demostró ningún tipo de aprecio por la popularidad o la fama. 

Como mucho, hablaba de que su juventud le había dejado una imposible propensión al mito, y que a lo máximo que aspiraba era a dejar algunos buenos poemas, así que podemos suponer que, de ser posible, asistiría entre divertido y halagado a la huella tan profunda que ha dejado el panorama literario español. En este país de todos los demonios.

Jaime Gil de Biedma encarna desde todos los puntos de vista el prototipo del seductor, tanto en sentido etimológico —seducere viene de ducere, guiar a alguien, conducirlo-, como en todas las acepciones que de la palabra recoge el diccionario: engañar con arte y maña, persuadir suavemente para algo malo, atraer físicamente para obtener sexo, embargar el ánimo o cautivarlo. 

Desde el principio, los condicionantes naturales y sociales estuvieron de su lado: atractivo físico, familia acaudalada, posibilidad de acceso a los ambientes más selectos y a la mejor formación, facilidad de palabra, la demoledora inteligencia que ya hemos mencionado, y una inquebrantable curiosidad por los más diversos temas que acabaría volviéndole un erudito y una autoridad en el ambiente académico, pese a que raramente ocupó algún puesto de responsabilidad en este contexto. 

Un arsenal de recursos muy por encima de lo habitual, y que ya en edad madura le llevaría a recordar con amargura su gracia pasada, el desenfado y una sonrisa de muchacho soñoliento, seguro de gustar. De hecho, gustaría a personas de ambos sexos hasta el final de su vida.

Sin embargo, con ser abundantes y decisivas, estas virtudes no bastan para explicar más que una pequeña parte de la capacidad de seducción de nuestro hombre, y solo son válidas para quienes tuvieron la suerte o la desgracia de conocerlo en vida. Otro componente esencial del interés que despierta su figura, y que sí se transmite a la posteridad a través de su obra, tiene mucho que ver con su alma torturada. 

A pesar de que Jaime Gil se comportaba en el vis a vis como un perfecto gentleman y todos los que fueron sus interlocutores reconocen la brillantez chispeante de su conversación, un torrente oscuro de tristeza, pesimismo y dolor discurre por los rincones más recónditos de su biografía, se filtra en ocasiones —una frase suelta, una palabra inesperada— en retazos de entrevistas que han llegado hasta nosotros, y frecuentemente se desborda en su poesía. 

Rachas de versos terribles, las más de las veces sutiles, las menos, que queman sin piedad a quien se acerca a ellos, y que se recuerdan en soledad, cuando el lector está solo consigo mismo o, parafraseando al poeta, contra sí mismo.

Este sufrimiento que permea sin descanso la obra de Gil de Biedma viene motivado en una gran parte por la peripecia personal del autor, y muy especialmente por su bisexualidad, cuya vertiente homo constituía grave anatema en la España de la época, y en particular en el entorno familiar en que creció. 

Teórico de la identidad, sobre la que filosofó a menudo, en él acabaron coexistiendo dos personas: el empleado modelo e intelectual de postín, de día, y el hombre necesitado de afecto y sexo —frecuentemente mezclados, o confundidos— en el que se veía obligado a convertirse de noche, y fuera de la vista de su entorno más cercano; dicho de otro modo, la necesidad de ser aceptado frente a la necesidad de amar. 

Mientras que la idea de las identidades múltiples es recurrente en toda su poesía —alcanzando su cenit en el brutal Contra Jaime Gil de Biedma, según el poeta una receta contra la autocompasión— la necesidad del secreto le fuerza a solo aludir de modo tangencial al fuerte componente homosexual de su inclinación amorosa, patente únicamente en momentos muy puntuales. 

Además, Gil de Biedma siempre clamó contra los que definieron su poesía como puramente autobiográfica, defendiendo que lo que importante no es lo que escribe el poeta sino lo que ocurre en el poema, y que los protagonistas de estos siempre son personajes ficticios, incluso cuando adoptan la identidad de personas reales. Un argumento perfectamente respetable —a pesar de que contradiga en cierto sentido la cita con la que comenzábamos— y que le permitía extender un manto de disimulo sobre su identidad sexual. 

Siempre lúcido, analizó con precisión de cirujano el componente homosexual en la poesía de autores como Lorca o Cernuda (a quien dedicó un sentido poema, «Después de la noticia de su muerte»), pero dejó a la posteridad la tarea de analizar la suya propia. En sus palabras, nunca quiso ser catedrático de su propia poesía.

Aunque Jaime Gil es a menudo descrito como alguien que puso toda su vida en su poesía, hay algunos episodios que, quizá por demasiado impactantes o demasiado tristes, resulta muy difícil rastrear en ella. Por ejemplo, aparte una casi imperceptible referencia en «Infancia y confesiones», no hay vestigio alguno de los abusos sexuales que sufrió de niño, y que a todas luces condicionaron su vida; en cambio, tanto en sus poemas como en sus declaraciones públicas aparecen constantes referencias a una infancia feliz, cuidado por su familia y al margen de los horrores de la guerra y la posguerra. 

Quizá haya que leer en esta actitud, más que la vileza de la mentira, la necesidad del olvido. Tampoco es fácil encontrar alusiones a la difícil relación con su padre, más allá de la breve y extraña elegía «Son pláticas de familia» (no es casual la referencia al Tenorio), ni a las palizas, peleas y chantajes que jalonaron tantos años de vida nocturna y subterránea. 

Ni siquiera aparecen referencias a sus intentos de suicidio, aunque el poeta no tuvo inconveniente en reconocer que escribió «Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma» como antídoto contra él en una época en que la idea lo obsesionaba, y ni siquiera ahorró el detalle terrible de confesar que tras escribirlo pasó varios días insoportables, transido por el miedo.

Habrá quedado ya bastante claro que Gil de Biedma poseía una de esas personalidades bigger than life que actúan como imán para todo el que se encuentre con ellas, cautivo y desarmado, o para los que decidan asomarse a su biografía. Sin embargo, esto no basta para explicar los sentimientos que despierta en las generaciones posteriores, ni la admiración que genera en círculos tanto literarios como extraliterarios, ya que normalmente el conocimiento de la biografía es posterior al conocimiento de la obra, y no previo. 

El mayor motivo de todo esto no tiene tanto que ver estrictamente con la personalidad de Gil, sino con la identidad que desarrolló como poeta durante su breve periodo de floración, y que, como hemos visto, no reflejó tanto su vivencia personal, como sus intereses, sentimientos y actitudes ante la vida.

1. Peeping Tom 

Ojos de solitario, muchachito atónito

que sorprendí mirándonos

en aquel pinarcillo, junto a la Facultad de Letras,

hace más de once años,

al ir a separarme,

todavía atontado de saliva y de arena,

después de revolcarnos los dos medio vestidos,

felices como bestias.

Te recuerdo, es curioso

con qué reconcentrada intensidad de símbolo,

va unido a aquella historia,

mi primera experiencia de amor correspondido.

A veces me pregunto qué habrá sido de ti.

Y si ahora en tus noches junto a un cuerpo

vuelve la vieja escena

y todavía espías nuestros besos.

Así vuelve a mí desde el pasado,

como un grito inconexo,

la imagen de tus ojos. Expresión

de mi propio deseo.

2. Pandémica y celeste 

Imagínate ahora que tú y yo

muy tarde ya en la noche

hablemos hombre a hombre, finalmente.

Imagínatelo,

en una de esas noches memorables

de rara comunión, con la botella

medio vacía, los ceniceros sucios,

y después de agotado el tema de la vida.

Que te voy a enseñar un corazón,

un corazón infiel,

desnudo de cintura para abajo,

hipócrita lector -mon semblable,-mon frère!

Porque no es la impaciencia del buscador de orgasmo

quien me tira del cuerpo a otros cuerpos

a ser posiblemente jóvenes:

yo persigo también el dulce amor,

el tierno amor para dormir al lado

y que alegre mi cama al despertarse,

cercano como un pájaro.

¡Si yo no puedo desnudarme nunca,

si jamás he podido entrar en unos brazos

sin sentir -aunque sea nada más que un momento-

igual deslumbramiento que a los veinte años!

Para saber de amor, para aprenderle,

haber estado solo es necesario.

Y es necesario en cuatrocientas noches

-con cuatrocientos cuerpos diferentes-

haber hecho el amor. Que sus misterios,

como dijo el poeta, son del alma,

pero un cuerpo es el libro en que se leen.

Y por eso me alegro de haberme revolcado

sobre la arena gruesa, los dos medio vestidos,

mientras buscaba ese tendón del hombro.

Me conmueve el recuerdo de tantas ocasiones…

Aquella carretera de montaña

y los bien empleados abrazos furtivos

y el instante indefenso, de pie, tras el frenazo,

pegados a la tapia, cegados por las luces.

O aquel atardecer cerca del río

desnudos y riéndonos, de yedra coronados.

O aquel portal en Roma -en vía del Balbuino.

Y recuerdos de caras y ciudades

apenas conocidas, de cuerpos entrevistos,

de escaleras sin luz, de camarotes,

de bares, de pasajes desiertos, de prostíbulos,

y de infinitas casetas de baños,

de fosos de un castillo.

Recuerdos de vosotras, sobre todo,

oh noches en hoteles de una noche,

definitivas noches en pensiones sórdidas,

en cuartos recién fríos,

noches que devolvéis a vuestros huéspedes

un olvidado sabor a sí mismos!

La historia en cuerpo y alma, como una imagen rota,

de la langueur goutée  a ce mal d’être deux

Sin despreciar

-alegres como fiesta entre semana-

las experiencias de promiscuidad.

Aunque sepa que nada me valdrían

trabajos de amor disperso

si no existiese el verdadero amor.

Mi amor,

íntegra imagen de mi vida,

sol de las noches mismas que le robo.

Su juventud, la mía,

-música de mi fondo-

sonríe aún en la imprecisa gracia

de cada cuerpo joven,

en cada encuentro anónimo,

iluminándolo. Dándole un alma.

Y no hay muslos hermosos

que no me hagan pensar en sus hermosos muslos

cuando nos conocimos, antes de ir a la cama.

Ni pasión de una noche de dormida

que pueda compararla

con la pasión que da el conocimiento,

los años de experiencia

de nuestro amor.

Porque en amor también

es importante el tiempo,

y dulce, de algún modo,

verificar con mano melancólica

su perceptible paso por un cuerpo

-mientras que basta un gesto familiar

en los labios,

o la ligera palpitación de un miembro,

para hacerme sentir la maravilla

de aquella gracia antigua,

fugaz como un reflejo.

Sobre su piel borrosa,

cuando pasen más años y al final estemos,

quiero aplastar los labios invocando

la imagen de su cuerpo

y de todos los cuerpos que una vez amé

aunque fuese un instante, deshechos por el tiempo.

Para pedir la fuerza de poder vivir

sin belleza, sin fuerza y sin deseo,

mientras seguimos juntos

hasta morir en paz, los dos,

como dicen que mueren los que han amado mucho.

3. Loca

La noche, que es siempre ambigua,

te enfurece -color

de ginebra mala, son

tus ojos unas bichas.

Yo sé que vas a romper

en insultos y en lágrimas

histéricas. En la cama,

luego, te calmaré

con besos que me da pena

dártelos. Y al dormir

te apretarás contra mí

como una perra enferma.

(Continuará)

Imagen de portada: Jaime Gil de Biedma en 1953. (DP)

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por Ramón Flores.

Sociedad y Cultura/Literatura/Poesía/En memoria.

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