Las mejores películas de la historia (si me preguntaran)

«Conviene evitar la tentación del entusiasmo: abstenerse de identificar las diez mejores películas de la historia con nuestras diez películas favoritas».

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Dediqué la anterior entrada de este blog a comentar los resultados de la encuesta sobre las mejores películas de la historia que acaba de publicar, como viene haciendo periódicamente cada diez años desde la década 50, la revista británica Sight & Sound. 

No obstante las críticas que ha cosechado una selección caracterizada por ausencias escandalosas y contaminada por los criterios ideológicos dominantes, hay que reconocer la dificultad que tiene llevar a buen puerto una tarea sencillamente imposible. El cine arrastra ya una historia tan larga que sería preferible abandonar la idea de que una lista de apenas diez películas pueda hacerle justicia.

Ahora bien: el truco está en que la lista colectiva no se compone de diez filmes, sino de 100. Pero ese acumulado sale de la suma de las listas individuales; la variedad es un efecto agregado. 

Tiene así sentido que cada lista contenga la apuesta personal de cada participante, ente otras cosas porque este se ve obligado a hacerlas: en lista tan corta no caben todos los directores, géneros, épocas ni cinematografías. Tomar decisiones trágicas, dejando fuera a quien jamás habríamos querido dejar fuera, resulta inevitable. 

Para colmo, hay que tener cuidado con lo que se incluye: si queremos dar relieve a determinados realizadores, haríamos bien en elegir aquellas de sus películas que más probabilidad tienen de ser elegidas por los demás; si no, quedarán fuera de la lista colectiva. Va de suyo que los directores más prolíficos —aquellos con mayor número de obras dignas de ser elegidas— se ven perjudicados frente a colegas que tienen solo una o dos películas destacadas.

¿Y si me preguntaran a mí? ¿Cuáles son las diez películas que yo elegiría como greatest ever en toda la historia del cine? Aprovecharé la lista-acontecimiento de Sight & Sound para elaborar mi selección, ordenando de paso mis ideas al respecto. Se trata de un juego que hay que tomarse en serio: como todos los juegos.

Conviene evitar la tentación del entusiasmo: abstenerse de identificar las diez mejores películas de la historia con nuestras diez películas favoritas. 

Estas últimas son aquellas a las que volvemos una y otra vez con la misma alegría, sin que disminuyan la admiración que por ellas sentimos ni el placer que nos procuran. Por supuesto, nuestras favoritas podrían coincidir con las mejores de todos los tiempos, pero no será necesariamente el caso; hay que pensarlo dos veces antes de imprimir a nuestras preferencias un valor universal. 

¿Y cómo elegir? Hay que decidir si va a darse el mismo valor a lo reciente que a lo lejano, si se va a perseguir una representación equilibrada entre distintas cinematografías o se privilegiará a alguna en particular, si se harán esfuerzos por incluir realizadoras o se excluirán de antemano algunos géneros, si se incluirán rarezas —sin merma de la calidad— o se usará la ocasión para reivindicar obras que nos parezcan a la vez excelsas y desatendidas.

«Si uno quiere incluir a la vez realizadores emblemáticos, los principales géneros, distintas épocas y cinematografías diversas, las cuentas no salen ni pueden salir»

He aplicado un método sencillo. De una parte, he buscado incluir una representación equilibrada entre épocas, incluyendo el cine primitivo, el clásico y el moderno (para el tardomoderno o posmoderno, no obstante, me parece pronto); he tratado de hacer sitio a distintas cinematografías nacionales; he querido honrar el cine de género, que tanta importancia ha tenido en el Hollywood clásico y que la lista de Sight & Sound despreciaba de manera sorprendente; he reducido la representación del cine mudo a una sola película, pues su producción se reduce esencialmente a dos décadas y media; no he tratado de forzar equilibrios en materia de sexo ni procedencia étnica. 

Y de otra, sobre todo, he querido que cada una de las películas elegidas actuara como condensadora del valor artístico de muchas otras —o de algunas otras— con las que guarda relación, creando así un juego de correspondencias que permanece invisible o latente para el lector y sin embargo es crucial a la hora de explicar por qué elijo esas películas en lugar de otras. 

En cuanto a las que se quedan fuera, no hay más remedio que aceptar la necesidad del sacrificio; si uno quiere incluir a la vez realizadores emblemáticos, los principales géneros, distintas épocas y cinematografías diversas, las cuentas no salen ni pueden salir.

Lo que sigue es mi Top 10, en estricto orden cronológico. Para proporcionar alguna representatividad al cine posterior a 1970 (sin entrar en el siglo XXI), he incluido en cada caso una alternativa que, por razones que varían según el caso, puede asociarse a la elegida. Es un truco, claro, pero sirve para extender el rango temporal de la muestra y anima la conversación.

‘Tabú’ (F. W. Murnau, 1931)

Escoger una sola película del periodo mudo presenta dificultades evidentes, ya que supone discriminar entre pioneros de la talla de Griffith (El nacimiento de una nación, Lirios rotos), Von Stroheim (Avaricia), Lang (Los Nibelungos, el primer Mabuse), Dreyer (la superlativa Vampyr), Sjöstrom (El viento), Vidor (The Crowd), Keaton (mi favorita es Seven Chances), Chaplin (Tiempos modernos o Luces de la ciudad) y un largo etcétera que incluye a Eisenstein, Dovjenko, Vertov, Pabst, DeMille, Feuillade, Buñuel e incluso Hitchcock. Incluso si uno se decide por Murnau, realizador alemán que anticipa una pauta histórica reconocible al viajar de la poderosa UFA de entreguerras al primer Hollywood, se encuentra con una filmografía rica en prodigios: tanto Nosferatu como Amanecer —o la misma City Girl— son dignas rivales de la extraordinaria Tabú, poema visual de extraordinaria belleza que Murnau filmó en Tahití junto con el documentalista Robert Flaherty, si bien este último fue relegado a tareas secundarias después de que el director alemán se viera obligado a financiar el film y prefiriese imponer su criterio artístico sobre su colega norteamericano.

Tabú cuenta —sin intertítulos— el romance entre un buscador de perlas marinas y una bailarina, sobre el que pesa una sanción religiosa y los convierte en objeto de la cólera local. Rodada con actores no profesionales y enteramente en exteriores, sin las rigideces propias del estudio, la película posee una asombrosa cualidad atemporal que la eleva por encima de su época. No obstante, se trata de una de las últimas películas de la época muda; hacía ya cuatro años que Al Jolson había salido cantando en una sala de cine y la revolución tecnológica era ya imparable. Por desgracia, el absurdo fallecimiento de Murnau nos dejó sin saber qué dirección habría tomado la carrera de este maestro del expresionismo que tras probar suerte en Hollywood quiso resarcirse pasando un año en Tahití recreando una forma de vida en la que los cuerpos jóvenes al sol y el contacto con el medio natural dan forma a una cosmovisión idealizada y orientalista que sería colonial si no alcanzase tal excelencia universal. Tabú es una de las películas más hermosas que nos ha dado el cine.

Tabu: A Story of the South Seas (F.W. Murnau, 1931)

Alternativa: El sur (Víctor Erice, 1983).

‘La mujer de todos‘ (Max Öphuls, 1934)

Max Öphuls es otro cineasta itinerante que pasará de trabajar en el teatro vienés con Max Reinhardt a realizar películas en Francia, Italia y finalmente Hollywood. Es un maestro del melodrama, pero también se desempeñó de manera admirable en el noir durante sus años americanos. Sus inolvidables planos-secuencia brillan en obras tan admirables como Carta de una desconocida o la extraordinaria Madame De (que Scorsese hubo de tener en mente al hacer La edad de la inocencia, ya que en ambas lo más importante sucede en off). Estas dos últimas, junto a la inferior Lola Montes, son las películas de consenso en el caso de Öphuls. Menos conocida es La mujer de todos, que Öphuls hace en Italia trata el drama personal de una estrella del teatro que intenta suicidarse por amor y rememora desde el coma su intensa peripecia.

Una escena de ‘La mujer de todos’.

Acentos folletinescos al margen, la película es una fiesta de la puesta en escena y por añadidura está llena de inventivos recursos visuales que todavía remiten —el sonoro apenas tiene siete años— a la efervescencia creativa del cine mudo. Jugando con la cámara y con el ritmo del film, Öphuls logra una musicalidad que permite a su obra «condensar» el género que empezaba por entonces a despegar en Hollywood, o sea el musical. De manera que por debajo de esta «señora de todos» corre un ancho caudal de cine melodramático y musical, con querencias por el vodevil o la ópera y tendencia a la estilización visual. Hay directores que destacaron en los dos géneros, como Minnelli; otros, como Visconti o Sirk, refinaron el mélo por caminos distintos, dando pie a reformulaciones posteriores tan brillantes como las de Fassbinder; en un registro más popular se sitúan Borzage o Materazzi, entre otros muchos. ¡Y qué decir del musical! Yo elegiría Melodías de Broadway 1955, pero la era dorada del género está llena de prodigios de interpretación y puesta en escena: de Sombrero de copa a Cantando bajo la lluvia y West Side Story. Incluso Francia replicaría la fórmula con vigor de la mano de Jacques Demy, que en Las señoritas de Rochefort hace bailar de nuevo al gran Gene Kelly.

Alternativa: La ansiedad de Veronika Voss (Rainer Werner Fassbinder, 1981).

‘Ser o no ser‘ (Ernst Lubitsch, 1942)

Ninguna lista de estas características debería ignorar la insuperable producción de comedias que se llevó a cabo en el Hollywood del sistema de estudios en los años 30 y 40, cima colectiva del género por mucho que este no haya dejado nunca de producir obras formidables en distintas latitudes; pensemos en Tati, Berlanga, la Ealing inglesa, la comedia italiana de las décadas de los 50 y 60, Woody Allen, Mel Brooks. ¿Puede soslayarse a Howard Hawks, autor de las vertiginosas Twentieth Century, La fiera de mi niña o Luna nueva? ¿Y a George Cukor, que en Historias de Filadelfia parece estar reescribiendo La regla del juego con el atractivo suplementario de reunir en la misma película a Cary Grant, James Stewart y Katherine Hepburn? ¿O a Preston Sturges, que no solo hizo Las tres noches de Eva o Un marido rico, sino que imprimió una velocidad extra a esos disparates que son El milagro de Morgan Creek o ¡Salve, héroe victorioso! Pero la lista es larga e incluye obras superlativas de Mitchell Leisen, Leo McCarey, Frank Capra, Billy Wilder, Gregory LaCava o los Marx Brothers. ¡Casi nada!

Ser o no ser

Pero se trata de elegir una sola de ellas y Ser o no ser, debida al temprano emigre Ernst Lubitsch, es sencillamente perfecta: una sátira del nazismo que siempre encuentra un nuevo giro con el que maravillar al espectador, contiene diálogos imbatibles —sobre el amor, la política e incluso Shakespeare— y se las apaña para reírse con agudeza de la solemnidad totalitaria. Tiene como protagonista a la maravillosa Carole Lombard, que moriría antes del estreno cuando se estrelló el avión que la llevaba a vender bonos de guerra. Y por cierto: su desenlace contrafáctico está en el Tarantino de Malditos bastardos, que el propio director norteamericano mejorará en Érase una vez en Hollywood. Solo pensar en esa troupe de bienintencionados actores polacos hace sonreír: ¿hay mejor chiste sobre el teatro que ese apuntador que se cree obligado a susurrar al protagonista de Hamlet el «To be or not to be…» con que comienza el monólogo más célebre jamás escrito?

Alternativa: La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1985).

‘Te querré siempre‘ (Roberto Rossellini, 1954)

Cuando Ingrid Bergman abandonó a su marido en Estados Unidos para hacer cine con Roberto Rossellini, con quien se casaría para escándalo del puritanismo nacional, no podía saber que sería la protagonista de una auténtica revolución en el cine moderno. Eso es lo que representa la gloriosa sucesión de sus grandes filmes italianos de los 50: Strómboli primero, Europa 51 después y, por último, Te querré siempre. Lo cierto es que Rossellini ya había hecho una revolución, la del neorrealismo, con Roma, ciudad abierta y Paisá, realizadas en condiciones de gran precariedad material; luego aún intentaría otra, más clandestina, echando mano de la televisión. En Te querré siempre, que pertenece a ese cine italiano que durante tantas décadas dobló invariablemente en el estudio las voces de los actores, Rossellini relata la historia de un matrimonio adinerado que se encuentra en crisis y viaja al Golfo de Nápoles para resolver un asunto hereditario.

«Te querré siempre» (Viaggio in Italia) 1954 – Trailer

La puesta en escena es brillante y conmovedora: el director italiano muestra a los espectadores el modo en que las emociones de los protagonistas cambian en contacto con su entorno, ya se trate del fling con una joven que el marido se trae entre manos o la contemplación del pasado profundo en Pompeya y el Museo Arqueológico en el caso de la esposa. No hay un plano de más; no falta ninguno. El contraste entre modos de ser septentrionales y meridionales es explorado sutilmente; también se hacen apuntes sobre la modernización de una sociedad tradicional. Por su parte, el célebre desenlace es una de las cumbres emocionales del cine de su autor, una suerte de milagro inexplicable sobre cuya continuidad después de que la película haya concluido habrá de juzgar cada espectador. Ni que decir tiene que Rossellini es el representante en esta lista de una cinematografía —la italiana— que ha dado incontables directores y películas de altísimo nivel, sobre todo en su era dorada entre 1945 y 1975: ¿qué sería de nosotros sin De Sica, Visconti, Antonioni, Monicelli, Comencini, Fellini, Lattuada, Bellochio o los hoy injustamente semi olvidados Francesco Rosi, Ermanno Olmi y Valerio Zurlini? Hay más: Bava, Argento, Corbucci, Leone. ¡Viva Italia!

Alternativa: El rayo verde (Eric Rohmer, 1986).

‘El intendente Sansho‘ (Kenji Mizoguchi, 1954).

No se puede hablar de la historia del cine sin hacerlo también del cine japonés, que no solo ha contribuido a la misma con un número considerable de autores tanto clásicos como modernos, sino que dispuso tras la Segunda Guerra Mundial de un sistema de estudios parangonable al estadounidense. Además de realizadores como Kurosawa, Ozu, Naruse, Mizoguchi, Kinoshita, Oshima, Kobayashi, Suzuki, Uchida, Shindo, Imamura, Kinugasa y tantos otros, contó con estudios robustos —Nikkatsu, Toho, Daei— dedicados a la producción de program pictures donde el género —los típicamente nacionales y los importados de USA— era dominante y sagas como la de Zatoichi o Godzilla llevaban multitudes a los cines. Pero también aquí hay que elegir una sola película y decidirse entre alguna de Ozu (Cuento de Tokyo es la obra de consenso y Primavera tardía no le va a la zaga), Kurosawa (Trono de sangre es una de las mejores adaptaciones de Shakespeare, pero es que además el «Emperador» hizo El perro rabioso, Los siete samuráis, Yojimbo y Dersu Uzala), Naruse (Cuando una mujer sube la escalera), o Mizoguchi (de Las hermanas de Gion a Cuentos de la luna pálida o La calle de la vergüenza, pese a que gran parte de su filmografía desapareció con la guerra y él falleció con apenas 58 años).

«El intendente Sansho»

Son directores muy diferentes, cada uno con un estilo propio y perfectamente reconocible. Mizoguchi tiende a las tomas largas, elegantes, sin el vicio del manierismo; sus películas suelen centrarse en el drama de la mujer atrapada en una sociedad estratificada donde la libertad es apenas un lujo de los poderosos. Y aunque muchas de ellas están ambientadas en el Japón contemporáneo, abundan en su filmografía los jidaigeki o dramas de época. Eso es la sublime El intendente Sansho, que se centra en las desventuras que padece una mujer noble caída en desgracia y sus dos hijos, secuestrados y vendidos al gobernador del título; una narración épica y sin embargo atenta al detalle, con secuencias inolvidables (el rapto, el suicidio, el reencuentro) y atravesada de una belleza plástica sobrecogedora.

Alternativa: In the Mood for Love (Wong-Kar Wai, 2000).

‘Vertigo‘ (Alfred Hitchcock, 1958)

A mi juicio, la mejor película del mejor director: ese Alfred Hitchcock que tiene obras brillantes ya en el mudo (The Lodger, Murder!), aprende enseguida a hacer obras maestras en el sonoro inglés (de 39 escalones a Alarma en el expreso) y desembarca en Hollywood con el estruendo creativo reservado a los genios, construyendo sin concesiones un mundo propio a través de filmes como Rebeca, Encadenados, La sombra de una duda o Extraños en un tren, y redoblando la apuesta por medio de una sucesión sin precedentes ni réplicas posteriores: entre 1954 y 1964, aun dejando un escalón por debajo esos divertimentos fascinantes que son Atrapa a un ladrón y Pero… ¿quién mató a Harry?, el orondo director británico —que mientras tanto apuntala su fama con su show televisivo— nos regala La ventana indiscreta, El hombre que sabía demasiado, Falso culpable, Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis, Los pájaros y Marnie; antes de retirarse, todavía tuvo fuerzas para terminar con otras dos maravillas finales, Frenesí y La trama. De todas ellas, Vértigo es la más oscura y la más misteriosa; también aquella que menos hizo por complacer a un público norteamericano al que Hitchcock —como Wilder— tomó pronto la medida.

Vertigo de Hitchcock. Secuencia

Aquí nos las vemos con una película que nunca deja al descubierto sus significados y en todo momento envuelve al espectador en una atmósfera intoxicante que tiene en la música de Bernard Herrmann y en la fotografía de Robert Burks dos elementos decisivos. Hay de todo en la película: duplicidades, amour fou, la evocación del viejo San Francisco, impulsos autodestructivos y, por supuesto, ese portentoso giro dramático por medio del cual la narración se da la vuelta y accedemos a los hechos verdaderos —salvo que Scottie los sueñe— sin por eso llegar a comprenderlos. Pero, por otro lado, ¿qué películas «laten» debajo de Vértigo? Dejando a un lado precedentes concretos (la obsesión del protagonista en Ensayo de un crimen o el empleo de Wagner en Abismos de pasión, ambas de Buñuel; la escena del campanario en Niágara; la peripecia del pintor que se enamora de la mujer que viene de otro tiempo en Jennie), quien más cerca está de Hitchcock es el alemán Fritz Lang. Aunque esto debe decirse al revés: si de alguien aprendió Hitchcock, es del autor de M —obra que podría figurar en esta lista sin dificultad— o Deseos humanos. También Lang nos habla de la intrusión fatal del azar en el destino el ser humano y de las obsesiones del individuo; y también él filma con una exactitud impecable que no está reñida con la poesía. Hitchcock carecía de las preocupaciones sociopolíticas de Lang; Lang carecía del humor de Hitchcock. La preferencia por este último obedece a una sola razón suficiente: Lang no hizo Vértigo.

Alternativa: Beau Travail (Claire Denis, 1999).

‘Sed de mal‘ (Orson Welles, 1958)

Ese genio truncado o saboteado a sí mismo que fue Orson Welles nunca dejó de hacer gran cine, contra lo que pudiera pensarse tras la amarga experiencia de El cuarto mandamiento, película que abandonó en manos de Hollywood a pesar de que era cosa sabida que los productores miraban con recelo al niño prodigio que había revolucionado el lenguaje del medio con Ciudadano Kane. Es verdad que La dama de Shangái no es lo que Welles quería: la prodigiosa secuencia final del parque de atracciones había de ser mucho más larga de lo que es. Pero Othello es una portentosa adaptación de Shakespeare que demuestra lo poco que el cine le debe al teatro cuando quiere ser cine y adelanta aquella extraordinaria Campanadas a medianoche que fue rodada en España; tampoco Mr. Arkadin, dedicada una vez más al tema del hombre poderoso en cuyo centro hay un vacío, carece de fuerza a pesar de la proliferación de versiones del film que siguen en circulación. Elegir Sed de mal, sin embargo, tiene muchas ventajas. Además de ser un film extraordinario, lleno de fuerza visual y transgresión moral, que explora el ambiguo conflicto entre justicia y legalidad en un territorio fronterizo, estamos ante un noir; quizá, de hecho, sea el último noir.

Sed de mal – plano secuencia inicial

¿Y cómo podríamos nombrar a las diez mejores películas de siempre dejando fuera este género capital, que de hecho se cuenta entre los pocos que mantiene su vigencia a través de formas evolucionadas a partir del neo-noir de los años 70? El lugar de Sed de mal habría podido ser ocupado sin desdoro alguno por El sueño eterno (Hawks), Los sobornados (Lang), El tercer hombre (Reed), Al rojo vivo (Walsh), Le samurái (Melville), No toquéis la pasta (Becker), Laura (Preminger), La jungla de asfalto (Huston), Atraco perfecto (Kubrick), Forajidos (Siodmak); por no mencionar obras posteriores que vuelven al género una mirada revisionista que a menudo incorpora una reflexión sobre el cine como vehículo de estetización del criminal y su violencia: ahí están las variopintas El largo adiós (Altman), Chinatown (Polanski), El padrino (Coppola), El asesinato de un corredor de apuestas chino (Cassavetes) o Mikey and Nicky (May). Pero es Sed de mal la elegida, una película oscura donde hay corrupción, racismo, drogas y violencia; justo antes de que Hitchcock estrenase Psicosis, también el noir preparaba el terreno para el final de la autocontención moral de la industria (aventuro que en el western ese papel recae en Man of the West). En este caso, por medio de un superlativo ejercicio de estilo del mago Welles, que arranca la película con un plano-secuencia de más de dos minutos y la cierra con una persecución donde el sonido —terreno en el que Welles siempre fue un innovador— juega un papel capital. Entre medias, un capitán corrupto de aires shakespearianos y un obsesivo policía norteamericano de origen mexicano empeñado en hacer justicia se mueven velozmente a los sones del sincopado score de Henry Mancini, dejando al espectador sin aliento ante la exhibición de recursos visuales y dramáticos del genio de Kenosha.

Alternativa: Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976)

‘El ángel exterminador‘ (Luis Buñuel, 1962)

Una de las «decisiones» más controvertidas de los expertos convocados por Sight & Sound  —lo pongo entre comillas porque el resultado final es producto de miles de selecciones individuales no coordinadas entre sí— fue la de excluir a Luis Buñuel: ninguna de sus películas, al parecer, merece estar entre las 100 mejores de la historia. Puede apreciarse ahí un cambio en las sensibilidades críticas, que no saben lo que hacer con este salvaje español que formó parte de las vanguardias y filmó Un perro andaluz o Tierra sin pan antes de recalar en México, hacer incursiones en España y terminar en Francia. Pero lo que hay que hacer con Buñuel está bastante claro: venerarlo como el gran creador original que fue. Su aventura mexicana, en particular, carece de parangón: a diferencia de otros transterrados, Buñuel careció de los lujos de Hollywood y se dedicó a subvertir los géneros populares del folletín y el melodrama (la delirante Abismos de pasión, las superlativas Él o Ensayo de un crimen), experimentando cuando buenamente podía (Simón del desierto, Nazarín) e incluso recurriendo al realismo social sin asomo de sentimentalismos (Los olvidados, El bruto).

El ángel exterminador 1962, by Luis Buñuel

Entre medias, como es sabido, se las apañó para hacer Viridiana y Tristana en la España franquista: obras mayores donde religión y sexualidad se entremezclan de forma malsana, sacando a la luz esa ambigüedad que caracteriza a las relaciones humanas y no digamos a las eróticas. Incluir a Buñuel es honrar al cine español y el latinoamericano, reconocer la conexión del cine con la poesía y las vanguardias, así como festejar la hazaña creativa de los realizadores incontenibles que dibujaron una trayectoria paralela con la del siglo XX, transitando del mundo al sonoro sin dejar de trabajar hasta el último suspiro: Fritz Lang, Alfred Hitchcock, John Ford, King Vidor, Jean Renoir, Yasujiro Ozu, Charles Chaplin. Pero, ¿qué Buñuel elegir entre tantos? Me decanto por El ángel exterminador, film de vanguardia realizado bajo el disfraz del cine popular mexicano que nos cuenta la historia de un grupo de burgueses que quedan a cenar y se ven afectados por la imposibilidad material de abandonar el salón de la casa cuando llega la hora de irse. Buñuel crea una pesadilla sin explicación, porque él mismo dejó dicho que ninguna dejaría de ser decepcionante (lección aprendida por el Peter Weir de Picnic en Hanging Rock) y lanza sus hipótesis acerca de la conducta humana en tan extraña circunstancia; en cuanto a las metáforas, quizá no poder salir del cuarto es no poder escapar de la muerte. O no: ¿quién sabe? Pero no necesitamos saberlo para disfrutar de esta película.

Alternativa: Blue Velvet (David Lynch, 1986).

‘Alphaville‘ (Jean-Luc Godard, 1965).

Indudablemente, el cine francés es uno de los grandes y lo ha sido siempre: de Gancé a Vigo y de Renoir a Bresson, pasando por la Nouvelle Vague y sus satélites, hasta llegar a la más difusa cosecha de la tardomodernidad (la portentosa Denis, el inventivo Assayas, el potente Audiard, la sutil Hansen-Love). De su sólida industria han salido películas memorables y si bien la opción más obvia para una lista como esta es el maestro Jean Renoir, elegir a un representante de la Nouvelle Vague  tiene también mucho sentido: Renoir estaba entre los maestros que inspiraban a estos jóvenes turcos y la mayoría de ellos hacen cine a partir de la memoria del cine del pasado, perdiendo en autenticidad lo que ganaban en referencialidad. Además, ¿cómo puede hacerse un Top 10 sin incluir ninguna obra perteneciente a eso que se llamaron «nuevos cines» de los 60 y 70? De hecho, podría incluirse más de un título: si solo en Francia tenemos a Rohmer, Rivette, Pialat, Resnais, Marker, Garrel o Varda, fuera del Hexágono la lista se amplía con la inclusión de Fassbinder, Altman, Scorsese, Coppola, Erice, Antonioni, Bertolucci, Bergman, Delvaux, Oshima, Rocha, Angelopoulos…

Escena de «Alphaville» (1965) – Jean-Luc Godard

Y valga esta relación no exhaustiva, incluso si algunos de ellos se subieron a la ola en plena madurez y otros hicieron un cine de factura más clásica que rompedora. Luego, claro, está Jean-Luc Godard: punta de lanza de la nueva ola francesa junto a su amigo François Truffaut, nos ha dejado a su muerte una obra vasta y original que se caracteriza por la experimentación visual y la coquetería intelectual. Entre 1959 y 1967, hizo una cantidad abrumadora de películas felices, antes de perderse en la telaraña del colectivismo y recuperar la forma a primeros de los años 80. En esos años gloriosos, Godard hizo pocas películas perfectas; no podían serlo. Creo que las mejores son El soldadito, El desprecio, Alphaville; si escojo esta última, es porque presenta alguna ventaja «representativa» sobre las otras. Aquí Godard mezcla ciencia-ficción, noir y cómic, cuenta con la carismática presencia de Eddie Constantine como el detective Lemmy Caution — encargado de frenar la deshumanización en un París futurista recreado sin atrezzo alguno a través de la magistral fotografía saturada de Raoul Coutard— y se las apaña para componer una intensa alegoría que también funciona como una narración literal —contada desde no sabemos bien dónde— tan absorbente como misteriosa. Alphaville «contiene» otros potentes experimentos modernistas con la ciencia-ficción, señaladamente Je t’aime, je t’aime de Resnais (¿no tiene también Marienbad algo de ciencia-ficción?) y La Jetée de Chris Marker, sin olvidarnos de Stalker y Solaris de Andrei Tarkovski; las que asoman más allá son Alien o Blade Runner.

Alternativa: Martin (George A. Romero, 1977).

‘Grupo salvaje’ (Sam Peckinpah, 1969)

Para un amante del western, nada más difícil que elegir un western de entre las docenas de obras maestras que pueblan la historia de un género que nace con el cine norteamericano y juega un papel capital en su desarrollo hasta bien entrados los años 70. Hay westerns de muy distinto tipo: primero están los fundacionales, que dan paso a los clásicos de serie A y serie B en coexistencia con obras de auteur en el sentido francés del término; después viene la gloriosa revisión del género, que arranca con los cineastas clásicos y es radicalizada por los jóvenes, ya sea mediante el cuestionamiento de sus presupuestos ideológicos o a través de su bastardización a la italiana. A maestros como John Ford, Howard Hawks, Henry King, Anthony Mann, André de Toth, Raoul Walsh, King Vidor, William Wellman, Delmer Daves o Michael Curtiz le salen continuadores tan dotados como Nicholas Ray, Budd Boetticher, Samuel Fuller, Sam Peckinpah, Robert Aldrich o Sergio Leone. Pero es que también hay películas importantes hechas por directores que trabajaron poco el western, como Fritz Lang (Encubridora) o George Stevens (Raíces profundas), así obras estimables de actores que se animaron a rodar (El rostro impenetrable de Marlon Brando) y, naturalmente, las reescrituras irónicas o desmitificadoras que trajo consigo el llamado Nuevo Hollywood (Robert Altman con Los vividores, Arthur Penn con Pequeño Gran Hombre, Blake Edwards con The Wild Rovers, sin olvidarnos de los westerns nihilistas de Monte Hellman). No han faltado westerns importantes en las últimas décadas, como atestiguan Sin perdón, Dead Man, The Sisters Brothers o First Cow, pero se trata obviamente de un género en declive.

Cine. GRUPO SALVAJE, de Sam Peckinpah

¿Y bien? Dado que mis westerns favoritos son todos ellos obras relevantes, podía elegir libremente entre Pasión de los fuertes (que sin contener el aliento trágico ni la potencia autocrítica de Centauros del desierto es más redonda y representa impecablemente el western creador de mitos fundacionales), Winchester 73 (uno de los justamente célebres que Anthony Mann hizo con James Stewart, aunque a su misma altura está la portentosa Man of the West que protagoniza Gary Cooper), The Gunfighter (un western breve, conciso y perfecto de Henry King sobre la maldición del pistolero que no puede sentar la cabeza por culpa de su leyenda), Johnny Guitar (uno de mis filmes predilectos, con un arranque inigualable y una arrebatadora intensidad melodramática), y, naturalmente, Rio Bravo (un western original, lleno de comedia, con actores carismáticos y una banda sonora inolvidable de Dimitri Tiomkin, a la que se añade la deliciosa interpretación de es «My Pony, My Rifle, and Me» a cargo de Dean Martin y Ricky Nelson). Optar por Peckinpah permite, en cambio, situarse en un equilibrio entre la mitificación y el revisionismo: aun siendo los suyos eso que se ha llamado westerns crepusculares, siguen siendo elegías que expresan nostalgia por un mundo periclitado de horizontes abiertos y hazañas indecorosas. Eso está en Pat Garrett & Billy the Kid, que en la versión del director se sitúa a la altura de Grupo Salvaje a pesar de seguir siendo menos célebre. Pero esta última es insuperable: la prodigiosa secuencia del atraco inicial, el interludio mexicano, la relación de tintes homoeróticos de Holden y Borgnine, la redención moral en la madriguera de los revolucionarios liderados por el Indio Fernández… un canto a ese Far West que quizá solo existió en el cine y al que Peckinpah no solo mantuvo con vida, sino que hizo inmortal.

Alternativa: Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1978).

Y ya no caben más. Es lamentable no poder incluir ninguna película de Hawks, Dreyer, Bergman, Bresson, Fellini, Von Sternberg, Lang, Ray, Sirk, Powell y Pressburger, Rohmer, Ozu o Berlanga. También lo es dejar fuera algunos filmes posteriores: El largo adiós, La puerta del cielo, El padrino, Five Easy Pieces, Céline y Julie van en bote, Tiburón, El espejo, Chinatown, Lenny, El asesinato de un corredor de apuestas chino, Beau Travail y un largo etcétera.

Pero da igual: si a mí me preguntaran, esto es lo que respondería. Aunque a mí no me haya preguntado nadie.

Imagen de portada: Una icónica escena del film ‘Grupo Salvaje’, de Sam Peckinpah. | YouTube

FUENTE RESPONSABLE: The Objective. Por Manuel Arias Maldonado. Catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Málaga y colaborador habitual en prensa y medios culturales.28 de enero 2023.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Alfred Hitchcock/Listas/Luis Buñuel/Orson Wells/Películas.

Las palabras perdidas de Hitchcock y Truffaut.

Aunque nos parezca mentira, Alfred Hitchcock fue considerado durante mucho tiempo como un habilidoso entertainer capaz de facturar productos hollywoodenses de primera calidad sin mayor intención ni mérito artístico. El responsable de 39 escalones o Rebeca era una pieza más del engranaje industrial del cine de masas: un sistema sin conciencia social que retrasaba la emancipación del sujeto alienado en el capitalismo occidental. 

O, incluso, una figura prometedora que sucumbe a la tentación californiana: el cineasta inglés Lindsay Anderson escribió en 1949, cuando ejercía de crítico, que la promesa representada por las películas británicas de Hitchcock había sido defraudada tras su llegada a Hollywood. Nótese que Notorious se había estrenado en 1946: ojalá todas las decepciones alcanzasen semejante altura.

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Como es sabido, la suerte crítica de Hitchcock empieza a cambiar gracias al puñado de escritores franceses que enarbola la célebre política de los autores desde las páginas de la revista Cahiers du Cinéma: estos jóvenes turcos sostenían que el responsable de la puesta en escena —el director— había de ser considerado genuino «autor» de una película. 

Incluso en el marco del sistema de estudios, con su férrea división del trabajo y esa permanente supervisión del productor que tanto importuna a emigrados como Fritz Lang o Douglas Sirk, el realizador podía dejar su sello personal en un filme. 

De repente, era legítimo apreciar las decisiones estéticas o temáticas de Hawks, Ford, Fuller, Öphuls y, desde luego, el propio Hitchcock. De hecho, Claude Chabrol y Éric Rohmer fueron más lejos cuando publicaron en 1957 la primera monografía dedicada al orondo londinense, justamente considerado en ella como «uno de los más grandes inventores de formas de toda la historia del cine». 

Por las mismas fechas, V. F. Perkins y el resto de los críticos de la revista británica Movie llamaron asimismo la atención sobre el cine de Hitchcock, enfatizando la riqueza de sus soluciones narrativas. El terreno estaba preparado para la aparición en 1965 de Hitchcock’s Films, el libro de Robin Wood que empieza por formular una pregunta que ya lo dice todo: «¿Por qué habríamos de tomarnos a Hitchcock en serio?».

En realidad, Hitchcock même habría podido responder a esa pregunta si el resultado de su largo diálogo con François Truffaut no hubiera tardado tanto en llegar hasta los lectores. 

Hablamos, claro, de uno de los más conocidos libros que ha dado el cine o que se han dedicado al cine: Le Cinéma selon Hitchcock, que aparece en francés en 1966 y en inglés —con el más expeditivo título de Hitchcock— un año más tarde. 

Los españoles, como suele pasar, hubimos de esperar un poco: hasta 1974 no aparece una primera traducción en Alianza Editorial. Pero tampoco está mal; otros nunca han llegado. ¿Y por qué tantos retrasos? Si bien los encuentros entre ambos se celebraron en agosto de 1962, la edición del material resultante presentó tantas complicaciones que los dos realizadores hubieron de verse otra vez antes de la publicación con objeto de discutir Marnie, la ladrona y Cortina rasgada, concluidas entretanto —la segunda aún sin estrenar— por el prolífico Hitchcock. 

Y no cabe duda de que la espera mereció la pena: el libro no ha dejado de reeditarse —hay una edición inglesa revisada de 2017— ni de leerse, habiendo contribuido como pocos a la debida consideración del cine como una forma artística que plantea sus propios dilemas expresivos y merece la mayor atención intelectual.

El origen del diálogo está en la devoción militante con que los críticos de Cahiers defendían el valor de la obra del director londinense. Ya en 1957, Truffaut había publicado una elogiosa reseña del monográfico de Rohmer y Chabrol, señalando que lo distintivo en el cine hithcockiano es que la forma no embellece el contenido, sino que lo crea mientras se despliega. 

¡Así es! Cinco años después y convertido él mismo en realizador, Truffaut escribe a Hitchcock —tenía sesenta y tres años entonces— en los términos más elogiosos, proponiendo una semana de conversaciones —serían cuatro— en compañía de la traductora Helen Scott. 

Se trata de un detalle importante: esta conversación capital contó con la mediación de una tercera persona, debido al hecho escandaloso de que Truffaut no dominaba el inglés. Pero Scott no era una simple traductora profesional: neoyorquina judía criada en París, cuyo padre ejercía de periodista para Associated Press, se vio obligada a dejar la capital francesa en 1943 a fin de salvar la vida, recalando en el Congo —donde retransmite para la emisora Francia Libre— antes de asistir al juez Robert Jackson en los juicios de Núremberg, trabajar como editora en Naciones Unidas y dirigir las relaciones públicas de la Oficina de Cine Francés en Estados Unidos. 

Scott ejerce de impecable traductora simultánea durante la charla y ayudará a Truffaut con el largo proceso de transcripción de las cintas de cara a la publicación de las ediciones francesa e inglesa del libro. El tercer hombre era, esta vez, una mujer.

Su tarea no fue sencilla. Pese a que las sucesivas conversaciones entre los dos directores no presentaron especial dificultad para la intérprete, cómoda en su papel de puente entre el cinéfilo aplicado y el director consagrado, la transcripción de las cintas resultó ardua y condujo a un manuscrito inicial de ochocientas páginas que ningún editor se habría atrevido a publicar. 

Truffaut se esforzó por reducir la extensión del texto y hasta el verano de 1963 no tuvo lista la edición francesa, que aún demoraría su aparición; fue entonces cuando pasó el testigo a Scott, encargada de trabajar en la versión inglesa. Sin embargo, esta última no conocía el cine de Hitchcock con el mismo grado de detalle que Truffaut, lo que ralentizó el proceso; para colmo, Hitchcock expresó reservas sobre una traducción que juzgaba poco coloquial. Por su parte, a los editores les preocupaba que el lector medio encontrase el libro demasiado técnico; y Truffaut, con buen criterio, quería hacer sitio para incluir una abundante selección de fotografías. Hecha la segunda entrevista, aún hubo que esperar seis meses a que el francés —distraído por sus propios proyectos— escribiese la introducción. Pero hay final feliz: ambas ediciones ven la luz entre 1966 y 1967, obteniendo un éxito inmediato y un duradero prestigio crítico.

Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. O mejor dicho: no todo lo que hablaron Hitchcock y Truffaut está en el libro, ni lo que está en el libro es siempre una trasposición fiel o precisa de lo que se dijeron. Lo sabemos gracias a la publicación parcial de los audios por parte de la emisora francesa «France Culture», doce horas de conversación que pueden escucharse online con el libro delante, así como por la indagación realizada personalmente por la académica Janet Bergstrom —publicada en forma de capítulo en el Companion to Alfred Hitchcock editado en 2011 por Thomas Leitch y Leland A. Poague— en la Margaret Herrick Library en Beverly Hills. Recomiendo vivamente al aficionado angloparlante que pulse el play y se solace con las inolvidables tonalidades de la voz de Hitchcock, ocasionalmente enfático y siempre inteligente a la hora de comentar su obra ante un colega que apenas tenía treinta años y en quien puede apreciarse una mezcla de entusiasmo romántico e ingenuidad juvenil. 

Pero acaso estas sean las cualidades indispensables para plantarse con una grabadora delante de un gigante del cine, que había agradecido con lágrimas en los ojos la propuesta del prometedor realizador de Los 400 golpes y —todo hay que decirlo— la lamentable Disparen sobre el pianista.

Cuando descendemos al detalle, nos encontramos con omisiones y divergencias de distinto tipo. Mientras que Hitchcock discutió con fruición la fase de preproducción de Los pájaros, en la que estaba inmerso cuando empezaron las conversaciones, el libro las resitúa cronológicamente y las reduce en exceso por el camino; la revolucionaria decisión de reemplazar la música por sonidos electrónicos, en particular, pasa tristemente a un segundo plano. Del mismo modo, Hitchcock pone mucho énfasis en el aspecto semidocumental de Falso culpable —basada en un caso real y rodada con el propósito de reproducir los escenarios de la pesadilla que sufre el músico de jazz Manny Balestrero— y el libro apenas destaca que el filme tiene su origen en una historia auténtica. 

Es divertido escuchar el silencio de Hitchcock cuando Truffaut explica por qué no le gusta esta película, a pesar de que disfruta con las escenas aisladamente consideradas: el material no era adecuado para usted, alega, a lo que Hitchcock responde sencillamente que no hizo la película para darse satisfacción a sí mismo, sino que la hizo gratis para Warner Brothers por razones contractuales. Truffaut se equivocaba: la película es excelente, y si fracasó en taquilla fue porque no era lo que el público esperaba de su realizador; poner el suspense al servicio del más oscuro pesimismo atrajo a pocos norteamericanos a las salas.

En otras ocasiones, el fraseo se pervierte de tal manera que el lector acaba viéndose perjudicado. Al comentar el intento de asesinato del personaje interpretado por Ingrid Bergman en Notorious (Encadenados), Hitchcock dice: «Es como matar a alguien con arsénico; se trata del método convencional del marido para acabar con la esposa». Y en la edición inglesa, de largo la más influyente, leemos: «Claude Rains y su madre tratan de matar a Ingrid Bergman con arsénico muy lentamente. 

¿Acaso no es el método convencional de hacer desaparecer a alguien sin ser atrapado?». En cambio, la española es más fiel y expansiva: «El personaje de Claude Rains y su madre van a asesinar a Ingrid Bergman envenenándola lentamente con arsénico, de la misma manera que un hombre hace para matar a su esposa, de una manera que me atrevería a calificar de auténtica, como cuando se quiere disponer de la vida de alguien sin dejar huellas y sin que nadie se dé cuenta».

Resulta asimismo decepcionante cuánto se ha cortado en el libro el debate sobre el significado simbólico y psicológico de las esposas policiales que encadenan a los protagonistas en 39 escalones; del mismo modo, apenas se mencionan en el libro los dos cortometrajes propagandísticos realizados por Hitchcock durante la guerra, pese a que él mismo los discute con detalle. También hay distorsiones innecesarias: Hitchcock habla de «nasty Nazi» en relación con Náufragos, pero Scott traduce «bad German»; de nuevo en Notorious, el primero se refiere a los «villanos» y nosotros leemos «espías». 

Más traicioneramente, el director dice que en The Lodger (El enemigo de las rubias) trata de poner en práctica por vez primera algún estilo visual, y en el libro leemos que es allí donde empieza a llevar a la práctica su estilo. ¡No es lo mismo! 

En el intercambio sobre Vértigo, el fervor del discípulo topa con el cinismo del veterano: Truffaut empieza por elogiar la cualidad poética del filme, pero Hitchcock replica que la actriz era terrible. Es injusto con Novak, dicho sea de paso; el juicio se matiza un poco más tarde. Truffaut pone mucho empeño en que Hitchcock discuta la cualidad onírica de la película e incluso sus propios sueños, pero este no tiene demasiado interés en el asunto; a cambio, le regala un titular que sirve para resumir toda su obra: «I am never satisfied with the ordinary». 

Hay pasajes intraducibles: cuando Hitchcock habla del miedo de Judy a ser convertida en Madeleine por Scottie una vez que ambos se han encontrado por la calle, Hitchcock subraya la diferencia entre being changed over (transformar a una desconocida en Madeleine) y being changed back (transformar en Madeleine a quien ya era Madeleine), ya que en este último caso surge la posibilidad del desenmascaramiento. Y hay pudor: Hitchcock habla de la «erección» de Scottie, que no aparece en el libro. Pero cuando señala que este último quiere «acostarse con una muerta», subraya el adverbio metafóricamente, y ni la edición inglesa ni la española introducen este importante matiz; importante, sobre todo, ahora que hemos entrado en una época marcada por la interpretación literal de las palabras.

No debería extraerse la conclusión equivocada: el libro funciona. Y por eso ha desempeñado un papel tan importante a la hora de mostrar al público que detrás de una obra cinematográfica hay un artista: alguien que reflexiona sobre el medio de expresión que tiene en sus manos y toma las decisiones necesarias para crear formas capaces de transmitir significados mientras producen emociones. Truffaut, seguramente, peca de superficialidad; el aspecto psicológico del cine de Hitchcock merecía mayor atención. 

Pero, sobre todo, es un desperdicio que tantas palabras se perdieran por el camino; el texto pierde matices, detalles, rigor. Dado que las grabaciones están a buen recaudo, podrían ponerse a disposición del público por medio de una página web: que los aficionados del mundo tengan la oportunidad de completar el diálogo más importante de la historia del cine. Aunque no se trate en modo alguno de un testamento traicionado, la herencia bien puede mejorarse con lo que hemos encontrado en el desván.

Imagen de portada: Hitchcock y Truffaut, 1962. Fotografía: Philippe Halsman. Imagen cortesía de Cohen Media Group.

FUENTE RESPONSABLE: JOT DOWN. Por Manuel Arias Maldonado.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Diálogos/Alfred Hitchcock/ Francois Truffaut

 

 

 

Daphne du Maurier, la preferida por Alfred Hitchcock. Final. 

Lejos de Hitchcock

Además del caso del gran director inglés, varias novelas de Du Maurier despertaron interés para ser adaptadas al cine, la televisión e incluso a obras musicales. Entre ellas El pirata y la dama (Frenchman’s Creek-1944), un agradable film de aventuras románticas que dirigió con su habitual refinamiento Mitchell Leisen y protagonizaron Joan Fontaine, Arturo de Córdova, Nigel Bruce, Basil Rathbone y Cecil Kellaway.

Tres años más tarde, en 1947, fue el turno de Hungry Hill (Frutos de odio), de Brian Desmond Hurst, cuyo tema es el conflicto entre dos familias irlandesas en un contexto minero, con la participación de Margaret Lockwood, Michael Denison, Jean Simmons, Michael Golden y Eileen Herlie.

También en 1947 se filmó The years between (Los años perdidos), de Compton Bennett, con Michael Redgrave, Valerie Hobson, Flora Robson y Felix Aylmer como principales intérpretes de este melodrama basado en la obra teatral del mismo nombre de Daphne de Maurier, sobre una viuda de guerra dedicada a la política que, en vísperas de su nuevo matrimonio, verá como su primer marido vuelve a aparecer.

En 1952 se estrenó Mi prima Raquel (My cousin Rachel) de Henry Koster, basada en las sospechas de asesinato que un hombre tiene tras la muerte de su primo, creyendo que su fallecimiento fue provocado por su propia esposa. La pareja protagonista de esta obra de teatro de Du Maurier fue la de Richard Burton y Olivia de Havilland.

El libro es un envolvente relato en el que pone de relieve su maestría como narradora, su gran talento para la creación de atmósferas de intriga e inquietud. el acabado perfil sicológico de sus personajes, tanto centrales como secundarios, su ambigüedad moral y la excelente descripción de los escenarios naturales, siempre en torno a una misteriosa mansión donde se debaten unos seres impulsados por sus pasiones.

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Mi prima Rachel, Daphne du Maurier | RESEÑA

Mi prima… tiene evidentes semejanzas con Rebeca, pero no por ello deja de ser una novela que no ha perdido nada de su interés con el paso del tiempo y que continúa atrapando al lector desde el comienzo.

Posteriormente, en 1973, fue presentada Amenaza en la sombra (Don’t look now) de Nicolas Roeg, en la que Laura y John Baxter intentan recuperarse de la pérdida de su hija viajando a Venecia, pero en la ciudad italiana comienzan a ocurrir sucesos inquietantes. Una gran película de suspenso protagonizada por Julie Christie y Donald Sutherland.

En los años siguientes se realizaron varias adaptaciones más, especialmente repitiendo algunos de los títulos aquí citados, como La posada de Jamaica, Rebecca y El pirata y la dama.

El final

La autora inglesa a menudo fue catalogada como una «novelista romántica», término que deploraba dado que sus novelas rara vez tienen un final feliz, y a menudo muestran connotaciones siniestras y sombras de lo paranormal. En este sentido, ella tiene más en común con las «novelas de sensaciones» de Wilkie Collins (autor inglés con títulos como La piedra lunar) y otros, que ella admiraba. Entre los obituarios luego de su fallecimiento, alguien escribió: «Era la amante de la irresolución calculada. No quería dejar las mentes de sus lectores en reposo. Pretendía que sus acertijos persistieran, que las novelas siguieran acechándolos más allá de sus finales».

Una dama muy británica a la hora de escribir…

Daphne du Maurier murió el 19 de abril de 1989 a los 81 años en su casa en Cornualles, región que había sido escenario de muchos de sus libros. Fue incinerada y sus cenizas se esparcieron por los acantilados de Fowey.

Imagen de portada: Daphne du Maurier

FUENTE RESPONSABLE: Diario 10 Digital. Por Norberto Landeyro. 31 de agosto 2022. Fuentes: lecturalia.com; biografiasyvidas.com; furor.tv; relatosenconstruccion.com

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Daphne du Maurier, la preferida por Alfred Hitchcock. Primera Parte.

“Antes o después, a todos nos llega en esta vida un demonio propio que nos persigue y atormenta y al final de cuentas hemos de luchar contra él”.

Esta excelente escritora inglesa fue considerada, en forma bastante equivocada, dentro del género romántico. Misterio, casas encantadas, violencia, asesinatos, villanos siniestros, pasión, celos, incendios espectaculares, paisajes tenebrosos y el espectro de una mujer loca en el desván, fueron algunas de sus herramientas para fascinar al público y vender más de 30 millones de ejemplares. Si por algo debería ser celebrada, más allá de su innegable calidad, es por el dominio de lo «inacabado»: sus historias tienen finales abiertos a la interpretación del lector quien debe cerrar, si lo desea, la trama. Tenía una enorme habilidad para disfrazarse de narrador masculino o femenino según le conviniera. El gran director Alfred Hitchcock, “cazador” de talentos literarios que le sirvieran para los guiones de sus películas, no pasó por alto tres de los relatos de Daphne du Maurier, que se convirtieron bajo la genial interpretación del cineasta británico en éxitos de taquilla y plataforma de lanzamiento –aunque no lo necesitara- para la autora.

El inicio

Daphne du Maurier nació en Londres, Inglaterra, el 13 de mayo de 1907. Era la segunda de las tres hijas del prominente actor y manager Sir Gerald du Maurier y la actriz Muriel Beaumont. Su abuelo paterno fue el autor y caricaturista de la revista satírica Punch, or the London Charivari (Puñetazo, o el Tumulto Londinense, cerrada en 1992 luego de 150 años en el mercado), George du Maurier, quien creó el personaje de Svengali en Trilby, la gran novela victoriana de culto, el primer “best seller” del mundo.

De izq. a der.: Gerald con Jeanne y Daphne du Maurier, y en el auto con sus 3 hijas

Su madre era sobrina materna del periodista, autor y conferenciante Comyns Beaumont. Su hermana mayor, Angela, también se convirtió en escritora, y la menor, Jeanne, fue pintora. Además, era prima de los niños Llewelyn Davies, que sirvieron como inspiración a J.M. Barrie para los personajes de la obra Peter Pan or The Boy Who Would not Grow Up (Peter Pan o el niño que no quería crecer).

Daphne se formó en un ambiente culto y recibió de sus padres una muy buena educación. De pequeña, conoció a muchos destacados actores de teatro, gracias a la celebridad de Gerald. En este entorno de aristocrática bohemia la joven Daphne concibió, cuando tenía 21 años, historias perturbadoras, como El muñeco, un cuento gótico de suspenso protagonizado por una chica obsesionada sexualmente con un muñeco mecánico. «Una historia muy avanzada para su época», en palabras de Christian Browning, hijo de la escritora.

Su familia era adinerada, pero ella siempre quiso vivir de la escritura, aunque las conexiones de los parientes la ayudaron a establecer su carrera literaria, y publicó algunos de sus primeros trabajos en The Bystander (El Espectador), publicada por su tío William Comyns Beaumont, una revista sensacionalista semanal británica que presentaba reseñas, dibujos temáticos, comics y cuentos, notablemente exitosa durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Con poco más de veinte años, escribió su primera novela, The Loving Spirit (El Espíritu Amoroso), que se publicó en 1931 y cuyo título está tomado de un poema de Emily Brontë. Fue después del descubrimiento casual en Pont Creek de la goleta naufragada “Jane Slade”, llamada así por Janet Coombe, que a su vez la llevó directamente a investigar la historia de la familia Slade hasta 1929. En el libro cuenta la saga de la familia Coombe durante cuatro generaciones: Janet, Joseph, Christopher y Jennifer.

El matrimonio Browning-Du Maurier con sus tres hijos

Al año siguiente, el 19 de julio se casó con el teniente general Frederick Arthur Motague Browning, que llegó a ser un héroe en la Segunda Guerra Mundial y recibió tratamiento de Sir. Ella misma obtuvo la distinción de Dame. Tuvieron tres hijos, Tessa, Flavia y Christian, y residieron en el castillo de Menaville, una mansión situada en la costa de Cornualles, que le sirvió como escenario de algunas de sus obras. La mayor parte de su vida la vivió en el suroeste de Inglaterra; muchas de sus mejores obras tratan sobre este lugar. En sus últimos años se mudó a su casa en Fowey, junto al océano.

Las obras y el cine

En 1938 se publicó la novela Rebecca, una de las obras más exitosas de Daphne. Fue un éxito enorme: lleva vendidos más de 30 millones de copias, suma de a 4 mil mensuales –un goteo infinito- y ha sido adaptada para el escenario y la pantalla en varias oportunidades. En los Estados Unidos ganó el Premio Nacional del Libro del año de su publicación, votada por los miembros de la American Booksellers Association (Asociación Americana de Libreros). En el Reino Unido apareció en el 14° puesto de la lista «La novela más querida de la Nación», en una encuesta de la BBC (British Broadcasting Company) de 2003.

Du Maurier había comenzado a escribirla en 1937, en Alejandría (Egipto), para combatir el aburrimiento que la invadía por el hecho de ser la esposa de un oficial del ejército británico. A Manderley, la mansión donde transcurre la historia, la había descubierto en 1928 durante un paseo por un bosque lúgubre en Cornualles (Inglaterra). La casa se llamaba Menabilly, era majestuosa y misteriosa. Estaba abandonada. Fue un amor a primera vista para la escritora.

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Reseña: REBECA de DAPHNE DU MAURIER || moonlight books

El personaje de la siniestra señora Danvers surgió de los recuerdos de su infancia, de la severa gobernanta de la mansión de unos amigos de sus padres. Y el de Rebeca está inspirado en la joven Jan Ricardo, un fantasma del pasado amoroso de su marido. Los celos de Daphne du Maurier no desaparecieron ni siquiera al saber que aquella ex novia se había suicidado.

En esta novela de la autora inglesa se basa la película Rebeca, protagonizada por el extraordinario actor Laurence Olivier en el papel de Maxim de Winter, Judith Anderson como la amargada señora Danvers y la bella Joan Fontaine en el rol de la nueva señora de Winters. La dirigió Alfred Hitchcock, ganó dos premios Oscar (a la mejor película y a la mejor fotografía) y en España inspiró una prenda de vestir: la rebeca, el equivalente al cardigan, muy utilizada por Fontaine en el filme.

Rebeca (Subtitulada)

Otro aporte de la novela es que ha dado nombre al síndrome que lleva su nombre: celos obsesivos hacia un o una ex de la pareja. «Rebeca es una novela sobre los celos», repitió muchas veces la escritora, disgustada y harta de escuchar que su obra era una novela romántica. Es algo más: la primera gran novela gótica del siglo XX, según los críticos especializados. Contiene misterio, una casa encantada, violencia, un asesinato, un villano siniestro, pasión, un incendio espectacular, un paisaje tenebroso y el espectro de la mujer loca en el desván. Perfecta…

Du Maurier y Hitchcock discutiendo la adaptación de “Rebeca”

A la escritora le gustó la película que el maestro del suspenso hizo a partir de su novela, la primera que el director británico filmó en los Estados Unidos. Joan Fontaine lo pasó mal durante el rodaje: Laurence Olivier fue muy desagradable con ella y, además, Hitchcock le hizo creer que nadie la soportaba. Era falso: el taimado director pretendía que la actriz se impregnara así de la vulnerabilidad de su personaje. Este tipo de trucos era muy utilizado por el célebre cineasta con sus artistas elegidos.

Todo lo contrario fue la adaptación que el mismo director hizo de La posada de Jamaica: hubo muchos cambios para satisfacer el enorme ego del ya para entonces famoso actor inglés Charles Laughton, que había protagonizado anteriormente El jorobado de Notre-Dame. A Du Maurier no le satisfizo nada el resultado obtenido y se lo hizo saber al gran Alfred. La acción se desarrolla entre los últimos años del siglo XVIII e inicios del XIX, época en la que una banda de contrabandistas se dedica a atraer a las embarcaciones que navegan cerca de la escarpada costa de Cornualles, en el sudoeste de Inglaterra, con la intención de hacerlas naufragar y conseguir el correspondiente botín.

Un joven oficial de la marina sospecha quién puede estar detrás de esos misteriosos hechos, y pronto su vida correrá peligro. Una joven, sobrina del auténtico responsable de todo, intentará salvarle la vida.

Película La posada maldita Subtitulado HD

La tercera y última película de Hitchcock sobre un texto de Daphne du Maurier fue la recordada Los pájaros (The birds), protagonizada por Tippi Hedren, Rod Taylor, Jessica Tandy, Suzanne Pleshette y Veronica Cartwright. La historia se desarrolla en una zona rural en el suroeste de Inglaterra, un paraje en el que Du Maurier vivió durante buena parte de su vida y en el que situó bastantes de sus historias. Su casa en Fowey, junto al océano, era un espacio de paz y a la autora le gustaba observar las aves desde allí. Es de suponer que en una de esas observaciones surgió el germen de este relato temible, ya que enfrenta al hombre a lo desconocido y, sobre todo, devuelve a la naturaleza el poder místico del que se imbuyen muchos textos mitológicos.

A principios de diciembre llega por fin el cambio que augura un invierno inusitadamente frío, de «hielo negro». Un hombre, parcialmente discapacitado pero que sigue trabajando tres días a la semana en una granja vecina -granja que seguramente guardaría cierto parecido con el hogar de Du Maurier, de clase media alta-, observa que las aves marinas se agrupan en bandadas poco habituales por su cantidad, además de que su comportamiento es inusual. Al poco tiempo, se produce un primer ataque y a partir de ese momento el objetivo del hombre será proteger a su familia.

Los pájaros es un relato largo que contrasta con brillantez el campo abierto, dominio de los pájaros, con el espacio claustrofóbico en el que se encierra la familia protagonista, aislándolos progresivamente del mundo. Los breves contactos con otros seres humanos acaban reducidos a la nada, las emisiones radiofónicas desde Londres se ven interrumpidas, e incluso su espacio personal, su hogar, se verá reducido a una cocina tapiada. Las aves parecen ganar la batalla en un texto en el que Du Maurier no ofrece respuesta alguna, solo hechos, y deja en manos de las pesadillas de la humanidad la explicación de lo que sucede.

Alfred Hitchcock con los pájaros de Daphne du Maurier

Es, en cierta forma, un texto en el que la naturaleza busca recuperar un equilibrio que ha sido roto, supuestamente, por la mano del hombre. El relato resiste el paso del tiempo, tal vez porque la historia está condensada en tan solo un puñado de elementos que, con una gran efectividad, reviven los temores más primarios del ser humano. No resulta difícil situar el paraje con una visita rápida a una aplicación web de mapas o imaginar esa casa blindada, con las ventanas tapiadas, aislada de otras edificaciones cercanas.

La autora acierta al reducir su historia a lo mínimo, al simplificar cada elemento y negar la información al lector. Nada provoca más histeria y temor que lo desconocido.

Imagen de portada: Daphne du Maurier

FUENTE RESPONSABLE: Diario 10 Digital. Por Norberto Landeyro. 31 de agosto 2022. Fuentes: lecturalia.com; biografiasyvidas.com; furor.tv; relatosenconstruccion.com

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