La literatura olvidada en el pasillo de las galletas.

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Hay lugares con encanto. Atrayentes, estéticos. Son esos a los que los cantautores suelen escribir canciones sentidas; los porqués de las explosiones cálidas y festivas de los lienzos de algunos artistas. 

Hay otros que no. Aburridos, simplones. De los que nadie elige escribir así, sin más. Porque no. Lo corriente, lo que no destaca, no es especial; mucho menos suficiente.

Los supermercados, esos espacios de pasillos largos y luminosos poblados de carteles gigantes que escupen ofertas de color rojo —paraísos terrenales de muchos niños que piden entre sollozos a sus padres lo más colorido de cada una de las baldas— pertenecen a la segunda división. A la liga sin glamur. La antítesis al arte. 

¿Quién, en su sano juicio, decide cantarle a un lugar como ese en vez de a uno de los «buenos»? ¿Qué lunático encuentra ahí, entre el pasillo de los congelados y el de las galletas, literatura?

Hace un siglo vivió en Reino Unido un tipo, de apellido Russell, que decía: «Todos los hombres viven rodeados de una nube de convicciones reconfortantes que se mueven con ellos como moscas en un día de verano». 

Es más que probable que fuese una de esas moscas «órbita» la que picó la piel y la curiosidad de la francesa Annie Ernaux, premio Nobel de Literatura en 2022, allá por el año 2012, cuando tomó la decisión de escribir Mira las luces, amor mío. La que la empujó a saltarse a la torera la dictadura categórica de lo bonito. 

Fueron once los meses —de noviembre de 2012 a octubre del año siguiente— durante los que la escritora escribió un diario de sus visitas a un hipermercado Alcampo ubicado en la población francesa de Cergy. 

Once los meses que se sucedieron después del día en el que se plantó: «Me pregunté por qué los supermercados nunca estaban presentes en las novelas que se publicaban, cuánto tiempo necesitaba una realidad nueva para acceder a la dignidad literaria». Pellizco al orden lógico. A la militancia de lo excepcional. 

Ernaux lo tuvo claro desde el principio. En lo ordinario también hay historias que contar. Muchas. Que contienen reflejos visibles de lo que somos. «No hay espacio cerrado donde cada uno de nosotros, decenas de veces al año, se encuentre más en presencia de sus semejantes, donde cada uno de nosotros tenga la oportunidad de atisbar la forma de ser y vivir de los demás». Por eso, «para contar la vida» eligió «sin dudarlo» ese lugar. Con ello, explica, «la oportunidad de dar cuenta de la práctica real de su concurrencia, lejos de discursos convencionales y a menudo teñidos de la animadversión que provocan esos supuestos no-lugares y que no concuerdan en absoluto con mi experiencia».

Gestos. Risas. Las palabras de una niña subida a un carrito. Una mujer sola. Una pareja que camina despacio con la mirada perdida. Las conversaciones a lo lejos. 

La atmósfera de un lugar que hace «andar más despacio, dejarse llevar por la tibieza; perder la noción del tiempo que no indica ningún reloj». Atrapar eso en un papel. Transcribirlo. Es la literatura de lo pequeño, de lo simple. La que más habla de nosotros. Lectura del mundo real, que —con más o menos acierto— habitamos todos. De los lugares en los que nos reímos, en los que lloramos, en los que pasamos el rato, en los que gastamos el dinero.

Las historias existen en silencio. 

En los lugares, en las cosas, en la gente. 

No es difícil —al menos, no suele— hacer que lo rompan, que se manifiesten; pero no es común el hecho de intentarlo. Ni mirar, ni observar, ni arrancarse a contarlo. 

Porque es demasiado corriente, porque no seduce. Cada día compartimos espacio y tiempo con cientos de personas. De camino al trabajo, en el metro o en el autobús, cruzamos, casi seguro, la mirada con alguien que se dirige a una consulta de hospital, blanca nuclear, a recibir la peor de las noticias. Maligno e inoperable. Triple A. Metástasis. 

Con alguien, que suda inseguridad y miedo, que va a perder la virginidad en unas horas entre tropezones y besos patosísimos. Que agita el pie contra el suelo al tiempo que responde a quien espera al otro lado: «Estoy llegando». También con alguna mujer, recién bautizada abuela, que cuenta los minutos para ver la cara de ese nuevo amor que casi seguro se parece a alguien de su familia y no al revés.

Las historias ajenas chocan con nosotros constantemente. Se cruzan, revolotean. 

Pero vuelven, agotadas, por el mismo camino; porque pocas veces, poquísimas, consiguen penetrar en algo tan sagrado como la atención, tan nuestra y a la vez no, que solemos centrar en las estupideces más variopintas y en las cosas «bonitas». En el metro, el autobús, el supermercado. 

En el vestuario, la oficina o la estación. Posiblemente existan más libros por escribir en esos lugares que los que ya se han escrito. Historias pequeñas que son grandes a la vez. Historias que poca gente se atreve a escribir, que poca gente quiere leer.

Al igual que Ernaux lo entendió el también francés Georges Perec

Sabiduría que consagró en su libro Lo infraordinario: «Lo que realmente ocurre, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual». 

También en Pensar/Clasificar, un compendio de textos escritos entre 1976 y 1982. Sobre lo sencillo. La disposición de los objetos en la mesa de escritorio, la de los botiquines. Las maneras de ordenar una biblioteca. La ropa interior. Las chaquetas. 

Sucesiones de preguntas. ¿Por qué no hay libros en los cuartos de baño? ¿Por qué el alfabeto está ordenado así, con la b detrás de la a? ¿Cómo se hacía antes de qué existiesen las gafas? Recetas de cocina —ochenta y una, concretamente— para principiantes. Mollejas con puré de berro. Gazapo happy few. «Quizás se trata finalmente de fundar nuestra propia antropología: la que hablará de nosotros, la que buscará en nosotros lo que durante tanto tiempo hemos copiado de los demás. Ya no lo exótico sino lo endótico». Lo común. 

Secamanos, lápices y otros asuntos

Nadie utiliza bien los secamanos de los baños públicos. Suelen ser abandonados demasiado pronto, antes de que concluyan su tarea: llegar al punto óptimo de secado. Se opta, inexplicablemente, por acabar el asunto en los pantalones, en el jersey, una sacudida rápida. 

O directamente allí, porque sí. Así somos. Hablar de «nadie» puede ser demasiado categórico. Digamos casi nadie. Es curioso. Un tema que me obsesiona: esos comportamientos que compartimos, sin acuerdo previo, los mortales. Los pensamientos. Las crisis de la edad. Los agujeros en las gomas de borrar cuando somos pequeños. Las pinzas, del pelo o de la ropa, en la piel, en los mofletes de la cara, en los labios. 

Larga lista de recurrentes e inexplicables actos conjuntos, que no dejan de ser una —otra— muestra más de lo que somos. Lo que sabe Ernaux, lo que sabía Perec, de cuya obra, decía la francesa, «nada era ajeno a su propias preocupaciones». Lo que saben algunos otros pocos artistas, lo que llegarán a saber algunos otros. La disección del mundo. 

Georges Perec. Uno de los escritores favoritos del autor de Yoga, Emmanuel Carrère. «A los treinta años, convertido en un escritor profesional, casado, padre de un niño, estaba muy preocupado por afirmar mi singularidad en todo y constantemente devuelto a mi casilla sociológica. Cada vez que me creía original —en mis gustos o mi forma de vivir—, fue para descubrir que hacía exactamente lo que se hacía al mismo tiempo en mi entorno, en mi franja de edad. Hoy en día, ya no me molesta, en ese entonces me torturaba. Estaba preparado para releer Las cosas, que son —después de La educación sentimental, por supuesto— el gran poema de esa particular clase de humillación: la certeza de ser, hagamos lo que hagamos, desesperadamente como todo el mundo». 

Es la traducción de un crítico literario de las conclusiones de Carrère en una radio francesa, en el año 2017, sobre la literatura del que era, y asumo todavía es, su referente: Perec. Ese punto: «La certeza de ser, hagamos lo que hagamos, desesperadamente como todo el mundo».

No fueron pocos los dardos críticos disparados contra Annie Ernaux cuando la Academia Sueca de Estocolmo anunció el pasado 6 de octubre que el Nobel de Literatura era suyo «por la valentía y la precisión clínica con la que desvela las raíces, los extrañamientos y las trabas colectivas a la memoria personal». 

Críticas, y no pocas, en una misma dirección. «Escritura banal», «hueca». Simple. Demasiado simple. Por lo que la norma dicta: lo corriente no basta. Una lanza en contra de esas barreras y una pila de deseos. 

Que llegue el día en el que no se cuestionen las historias que merecen abandonar el silencio. En contra del glamur. A favor de los relatos en los que cabe todo. Lo que hacemos, lo que compramos, lo que desayunamos. Porque también merece estar ahí. En el espacio de lo bonito. 

Imagen de portada: Annie Ernaux en 2020. Foto: Bruno Arbesú. galletas

FUENTE RESPONSABLE: JOT DOWN. Por Paula Ramos.

Sociedad y Cultura/Literatura/Annie Ernaux/George Perec/ Supermercados

Deseo, escritura y muerte en Annie Ernaux.

Es difícil imaginar una vida apasionada que consista en la repetición mecánica de ciertos hábitos. Se debe temer demasiado la vida para que la monotonía no produzca cierta dosis de desgana. La pasión oscurece en aguas estancadas, por ello muchas personas buscan encrucijadas emocionales, porque de ellas extraen el jugo de la inspiración, así fluye el manantial del deseo.

Annie Ernaux podría ser una de esas personas, su escritura tensa la cuerda entre el deseo y la muerte. La experiencia funambulista de la pasión (euforia del deseo) es el enamoramiento. Viviríamos eternamente en los instantes enamorados, pero repetiríamos solo la fuerza caudalosa de sus aguas, donde todo exige una nueva forma de nombrar. He aquí la paradoja: anhelamos la repetición de la pasión, pero si ocurriera de forma previsible y monótona, se desvanecería.

Perderse, publicado por Cabaret Voltaire, es un diario donde Ernaux retrata esta paradoja: para que el deseo goce de vitalidad debe comportarse como una promesa que siempre está a punto de cumplirse. Esta tensión puede triturar los nervios, pero en periodos breves trae consigo el arrebato de nuestro querer, así como el reclamo de nuestra más alta dosis de creatividad. En este diario, al igual que en su novela Pura pasión (Tusquets), Ernaux encuentra en el amante casado el pretexto para la escritura, porque vivir enamorada es sinónimo de vivir creativamente.

Habría que distinguir el amor del enamoramiento. El amor es un sentimiento basado en la recíproca repetición de una tendencia desiderativa. El cauce del deseo se cuida en convivencias y estructuras domésticas que ofrecen seguridad y estabilidad psicológica. Amar es descansar en el otro, sin despreciar la necesidad de ciertas turbulencias. Por el contrario, el enamoramiento es el periodo en el que el deseo nos desborda, acompañado de la incertidumbre acerca de si nuestro querer será o no correspondido, solo así se despliega un torrente creativo donde somos artífices de nuestra mejor versión. Esta forma de deseo no puede prolongarse, porque enamorarse implica el derroche y la disolución en el otro. Nos creamos en el enamoramiento, nos consolidamos en el amor.

Para Ernaux parece adictiva la incertidumbre pasional que emerge en los estados de añoranza. Me refiero a una especie de nostalgia que impulsa el recuerdo de algo que desearía ser repetido. Mediante ausencias brota el enamoramiento, sobre la fertilidad de un suelo que no es firme, porque está entre el pasado y el futuro, donde el presente se convierte en un secuestro que da lugar a la escritura. Si la incertidumbre de la espera del amante se transforma en la certidumbre de su despedida, entonces el apetito se transforma en desgana, ausencia de verbo y depresión. Las aguas se estancan. Ernaux aparece perdida en esta encrucijada, entre el deseo y la muerte, se sostiene en este diario, recreando el pasado y creando el futuro.

(c) Francesca Mantovani. Éditions Gallimard, 2022.

La denominada autoficción siempre me ha parecido un pleonasmo, todo artista obtiene de su vida la materia prima de su obra. Puede camuflarse mejor o peor, sabemos que en Ernaux apenas existe esa tarea de ocultarse en el texto. Invierte el valor de nuestras creencias: solo en la escritura existe el compromiso con la sombra de la verdad; por el contrario, junto al amante, para subsistir, debe disfrazarse de ficción, asumiendo la ley proustiana de no decir nunca demasiado, no mostrar nunca demasiado amor. La honestidad sentimental se oculta ante el amante en aras de la supervivencia personal (no morir visiblemente en el otro) y solo reaparece en el territorio seguro de la escritura. Enamórame sin que sepa que me amas, porque si me amas, dejaré de escribir, pero si me abandonas también, manténme entre la promesa del deseo y su muerte, parece confesarnos Ernaux.

La concepción del eterno retorno, según Nietzsche, es un filtro para discernir entre aquellas personas que viven fieles al deseo de las que viven inercialmente mediante certezas ajenas. Este filtro se basa en la siguiente prueba: ¿repetirías eternamente un instante de tu vida? La vocación artística recrea ese instante, pero con una condición: que haya desaparecido o que su retorno sea incierto. El deseo nunca puede satisfacerse completamente, porque implicaría su extinción, por eso inventamos el arte, para hacer eterno lo que en la vida sería insoportable. Solo en un libro, en una canción o en una pintura las aguas estancadas se vuelven cristalinas.

Ernaux encuentra refugio en la escritura como recreación de ese instante enamorado que desearía ser eterno. El amante casado cumple perfectamente con la tensión que se da en esta paradoja: la pasión debe rodearse de mortalidad. Aunque anhelamos su repetición, la posibilidad de su existencia proviene de su condición efímera, de lo contrario el enamoramiento acabaría frustrado en el peor de los casos; en el mejor, se convertiría en amor. Solo en la verdad de la escritura la pasión nunca muere, porque todo debe nombrarse por vez primera.

Imagen de portada: Annie Ernaux. (C) Francesca Mantovani. Editions Gallimard, 2022.

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Sergio Antoranz. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 5 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Literatura/Annie Ernaux/Estilo/Crítica Literaria/Recomendaciones.

Intimidad, coraje y agudeza: Annie Ernaux, Premio Nobel a uno de los mejores exponentes de la denostada literatura del yo.

Favorita en las apuestas, admirada por sus colegas y reconocida por los lectores, la escritora francesa ganó el mayor galardón de la literatura internacional por una obra que va de lo más personal a las reivindicaciones sociales.

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La espera llegó a su fin. Esta mañana, desde la sede de la Academia Sueca en Estocolmo, se anunció el nombre del Premio Nobel de Literatura 2022, que otra vez ganó una escritora: la francesa Annie Ernaux (Lilebonne, 1940). 

Era una de las favoritas en las apuestas que, en años recientes, no acertaron con los nombres de los laureados. La obra de Ernaux ha sido traducida al español (en especial por los sellos Tusquets y Cabaret Voltaire) y es muy admirada en la Argentina por el registro de la intimidad, sus retratos familiares y sociales, y la situación de las mujeres, trabajadores e inmigrantes a partir de la segunda mitad del siglo XX. 

La Academia Sueca destacó “el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las restricciones colectivas de la memoria personal”. En la puerta de su casa en las afueras de París, la autora, de 82 años, agradeció el galardón y se declaro “feliz y orgullosa” por el reconocimiento. “Lo considero un gran honor y al mismo tiempo una gran responsabilidad”, dije brevemente ante la prensa.

En el fallo se indicó, además, el modo en que Ernaux aborda la autobiografía (y la tan denostada “literatura del yo”) como una forma de construcción de la memoria comunitaria, donde no faltan (aunque sea de modo elíptico) las reivindicaciones sociales

Ernaux ha escrito sobre su familia, su ascenso social y la comparación con el de sus padres (con una “distancia de clase” por parte de la voz narrativa en El lugar y La vergüenza), el arrebato amoroso (Pura pasión), el declive de su matrimonio, un aborto que decidió realizarse en los años 1960 (cuando aún estaba penalizado, en El acontecimiento), la vida de los inmigrantes africanos en el “conurbano” parisino (donde ella vive), el Alzheimer de su madre y su propia enfermedad (cáncer de mama), el deseo sexual (Memorias de una chica) y el peso del pasado. Los que señalan que las “escrituras del yo” son frívolas y conservadoras no han leído todavía los libros de Ernaux.

“No soy una mujer que escribe, soy una persona que escribe -sostiene en Le vrai lieu, libro que está basado en sus conversaciones con la documentalista Michelle Porte-. Pero una persona con una historia de mujer, diferente de la de un hombre”. Escritores como Emmanuel Carrère, Virginie Despentes, Delphine de Vigan, Édouard Louis y Didier Eribon -que recurrieron de diversos modos en sus obras a las posibilidades narrativas de la autoficción, las memorias y la autobiografía (ficticia o no)- elogiaron los libros de Ernaux y la consideraron una precursora.

“Al término de lo que se parece a un fragmento de una escritura de sí mismo, del ‘sí mismo’ literario, sigo preguntándome. Esperando aclarar el origen de una sensación y su función en la escritura de mis libros, ¿no estaré, sencillamente, exponiendo y consolidando un mito personal? -se preguntaba al final de su discurso al recibir el Premio Formentor, en 2019-. 

El que me permite ‘conservar la vergüenza’ como fuerza de escritura y pasaporte entre dos mundos. A menos que haya querido, subrepticiamente, introducir un poco de peligrosidad en un ejercicio que no se caracteriza precisamente por ello. Y, como creo haberlo hecho en mis libros, ofrecerme también yo misma como garantía, como prenda, a modo de agradecimiento”. La autora ha declarado en varias ocasiones que el resentimiento ha sido un motor de su escritura.

Ernaux vive hace más de dos décadas en Cergy-Pontoise, a cuarenta kilómetros de París. En Diario del afuera/La vida exterior (Milena Caserola), que reúne textos publicados en 1993 y 2000, compuso una suerte de bitácora con breves frases sobre su vida diaria y la de sus vecinos, muchos de ellos inmigrantes. “No se trata de una investigación periodística ni de un trabajo de sociología urbana, sino del intento de alcanzar la realidad de una época a través de una colección de instantáneas de la vida cotidiana colectiva”, anuncia en el prólogo. “Ninguna descripción, ningún relato. Solo instantes, encuentros. Etnotexto”.

Este año, en el Festival de Cannes, presentó la película Les années super 8, que ha dirigido con su hijo David, y donde cuenta la década que hizo de ella una de las voces más importantes de la literatura francesa, entre 1972 y 1981. Varias de sus obras fueron adaptadas al cine, entre ellas, El acontecimiento, una historia autobiográfica sobre el aborto clandestino que sufrió en 1964, y con la que la directora francesa Audrey Diwan ganó el León de Oro en la Mostra de Venecia en 2021. “Creo que podíamos esperar esta ola conservadora ya que cuando las mujeres toman el poder, o más bien cuando sus voces se hacen oír, los hombres son solidarios entre ellos”, declaró en Cannes al ser consultada por los cuestionamientos en Estados Unidos acerca del derecho al aborto.

Ernaux estudió en Ruan, Burdeos y Grenoble. Es autora de novelas inspiradas en experiencias personales como Pura pasión, La vergüenza, El acontecimiento, El lugar, Una mujer, Perderse y el “diario de supermercados” Mira las luces, amor mío. En 1974 publicó su primera novela, Los armarios vacíos, donde evidenciaba, con ira y desprecio, su origen proletario. 

Por su obra, obtuvo antes del Nobel varios galardones, como el Premio Renaudot 1984, el Premio Marguerite Duras 2008, el Premio Strega Europeo 2016, el Premio Marguerite Yourcenar 2017 por el conjunto de su obra y el Premio Formentor 2019, cuyo jurado sostuvo: “Ernaux devela sin pudor la condición femenina, comparte con el lector la intimidad de la vergüenza y refleja con un estilo despojado la desordenada fragmentación de la vivencia contemporánea”. Este año publicó Le jeune homme, donde se narra (y se reflexiona en simultáneo) la aventura amorosa de una mujer con un hombre treinta años menor.

La flamante Nobel de Literatura 2022 recibirá diez millones de coronas, que equivalen a poco más de un millón de dólares, y también se les obsequiará una moneda de oro con el grabado del creador del galardón, Alfred Nobel. La ceremonia será el 10 de diciembre en la capital sueca, pero antes, de este lado del mundo, se espera con ansia su llegada al Festival de Literatura Internacional de Paraty (Flip), que se desarrollará entre el 23 y el 27 de noviembre en Río de Janeiro, Brasil.

De los 119 ganadores del Nobel de las letras, que se entrega desde 1901, Ernaux es la 17º mujer. Y Francia, con diecisiete Nobel de Literatura (si se cuentan los nacidos en excolonias y los nacionalizados), sigue encabezando la lista del país con más escritores laureados.

Imagen de portada: La francesa Annie Ernaux, de 82 años, presentó en mayo un film en Cannes en mayo; hoy ganó el Premio Nobel de Literatura. ULISES RUIZ – AFP

FUENTE RESPONSABLE: La Nación. Por Daniel Gigena. 6 de octubre 2022.

Sociedad y Cultura/Literatura/Annie Ernaux/Premio Nobel 2022.