Tenía entre cinco y seis años; una familia humilde pero digna en esa época en donde el sacrificio, era el ejercicio nuestro de cada día; para mantener viva la esperanza de alcanzar un futuro mejor traducido en un ascenso social como así deseaban sus padres.
Habitaban una casa antigua, de las llamadas “casa chorizo” en un barrio de gente de trabajo, llamado Flores, casualmente el mismo en que nació el que hoy es el Papa Francisco. Las particularidades de las numerosas casas de este tipo, poseían la particularidad de la distribución del lado izquierdo del terreno que ocupaban ambientes uno tras otro.
Así generalmente; primero el frente de la vivienda con dos pequeños balcones con piso de marmol y frente de hierro artesanalmente fundido hacia el exterior, constituyendo esa primera habitación lo que se denominaba como comedor, es decir un ambiente en que rara vez se festejaba algún acontecimiento, ya que en esa época era muy común que la familia tuviera como lugar de reunión y corazón de la casa, la cocina. Las ventanas de ambos balcones se encontraban protegidas por celosías de madera.
Dado que la familia constaba de seis miembros; los padres y cuatro hijos, el comedor contaba con dos sofás rebatibles que se conviertían en camas a la noche, para asegurar el sueño de las dos hermanas mayores. A continuación, otra habitación para el matrimonio y junto a su cama de dos plazas, una pequeña cama en que descansaba Roberto, el menor de la familia que no lograba dormirse, si no fuera porque su madre Sara le sostenía su mano, hasta que el sueño lo vencía.
A dicha habitación continuaba otra, la que era alquilada a terceros ya que para mantener a una familia con el único sueldo del marido y otros pequeños ingresos, se hacía difícil. Debemos ubicarnos temporalmente hace poco más de sesenta años en que los techos de estas casas eran abovedados bajados en yeso y en el exterior protegidos con chapas de zinc, lo que significaba que cada tanto el padre, se viera obligado a subir a retirar las hojas de los árboles que se juntaban en las canaletas o tapaban los desagües.
Siempre sobre la izquierda del terreno, continuaba con la cocina que carecía hasta hacía poco tiempo de gas natural y debía cocinarse con carbón o leña. También para los más chicos era el lugar ideal del baño en invierno, el que se llevaba a cabo dentro de un gran tacho de zinc, para no pasar el gélido frío de los inviernos crudos de aquella época.
Alguien se preguntará y se contestara ¿Pero cómo, no había baño? Si, obviamente había pero no con bidet, bañera o hidromasaje o bañador. En aquel entonces el baño solo poseía un lavabo simple y un inodoro, con una puerta de madera, que era una muy particular.En su parte inferior estaba abierta aproximadamente del nivel del piso unos 60 centímetros y en la parte superior igual centimetraje. Eso producía, que en invierno nadie se estuviera entreteniendo leyendo o meditando en el baño, ya que de lo contrario sufriría una hipotermia.
Al final del terreno; una escalera de chapa excesivamente ruidosa llevaba a una habitación pequeña, la que era ocupada por el hijo mayor y eventualmente por algún otro huésped.
Sobre toda la parte izquierda del terreno – pensemos que la dimensión del mismo era de 8.33 metros de frente por 23 metros de fondo.-se encontraba el patio y unos canteros a ras del piso de mosaicos en donde se hallaban algunas plantas y un par de árboles pequeños.
La entrada constaba de una puerta cancel -de dos hojas- de madera y con una cerradura común (en tiempos en donde las casas de la ciudad, generalmente se encontraban abiertas durante el día), tal que era más que rarisimo que hubiera delito alguno. Por el contrario; el vecino en aquel tiempo era más solidario que cualquier familiar que se encontraba lejos. Era común ver a las vecinas conversar amablemente de sus cosas y fabricar los “corrillos de rumores” tal cual en la “Vieja Aldea”.
Los niños tenían la posibilidad de estar jugando en la calle, en aquel momento considerada segura, en donde un vehículo a tracción a sangre (caballo) o los primeros jeep o Kaiser Carabela (fabricados en la Provincia de Córdoba) aparecian rara vez, interrumpiendo los juegos infantiles.
Hoy, ya adulto -aquel niño – es quien va describiendo los “variopinto” de una época que no volverá. Tal es así; que recuerda que las estaciones climáticas del año, eran propias de un país de clima templado como la Argentina. Así se podía observar en plena Ciudad de Buenos Aires, en invierno “escarcha sobre el espejo del agua de la vereda”, abrigos pesados, bufandas y todo lo que podía mitigar las heladas mañanas, yendo a la escuela.
Generalmente las mismas estaban ubicadas por distrito y a poca distancia de los educandos. Así se oía hablar mucho de “los sabañones” en los dedos de las manos u otras partes del cuerpo, debido al frío. Lo que hoy resulta algo de la prehistoria, ora el cambio climático, ora la rotación de la tierra o lo que fuera. Y pensar que pasaron sesenta años.
Hoy la Argentina, se ha convertido en un país cercano a subtropical con calores extremos en verano e inviernos no tan rigurosos. Volviendo a la fisonomía del barrio, eran todas casas bajas con propietarios e inquilinos por igual.
Un frigorífico frente a la casa que se ha descrito, llamado “Fontana” era el que daba movimiento en verano cuando hasta personas que vivían a una cuadras se acercaban a comprar una, media o un cuatro de barra de hielo en verano, para colocar en aquellas “viejas heladeras” que fueron reemplazadas con el tiempo la mayoría por las Siam o Garef.
También varios floristas mayoristas como asimismo otros productores de manzanas, llevaban sus productos que eran refrigerados a distintas temperaturas de dicho frigorífico.
Era más que común; que la leche se vendiera suelta y por casa, a la que arribaba siempre el “vasco” con sus tarros y medidas, que ingresaba a cada casa como un amigo más y dejaba la leche que le pedía la mujer de la casa. Lo mismo sucedía con el “carrito” de Panadería Argentina, que con sus bocinazos avisaba de su llegada al atardecer, con esos primeros panes largos “tipo baguettes” crujientes y fresquitos”.
Así podríamos enumerar que los almacenes del barrio, que eran varios y todos tenían trabajo -vendían sueltos productos como galletitas, azúcar, arroz, legumbres, y tantos otros productos. Hasta existían vinerías, que vendían vino sueltos de los cascos que tenían en su negocio, de acuerdo a las necesidades de cada cliente.
En verano, para alegría de los chicos y de los “no tan chicos”, de la nada aparecían los blancos inmaculados de los carritos de los helados “Laponia”; únicos en ese tiempo.
Un mes antes de las fiestas de fin de años; aparecian arrogantes un “batallón de pavos”, controlados por la larga vara del “pavero” y se detenia cuando algun vecina o vecino, lo detenía para elegir a uno de ellos, llevándolo a su casa ´para engordar a base de nueces y otras semillas, generalmente para tenerlo unos días antes de Noche Buena, en que se lo sacrificaba y se lo enviaba a alguna panadería que lo cocinaba en su horno a leña.
Así también era común que hubiera para las “señoritas” academias de “corte y confección”, “de mecanografía” o de “idiomas”, además de los estudios oficiales, para prepararlas en las tareas cotidianas del hogar.
Hoy los “grupos feministas” que existían en aquel momento se pondrían tales como “mujeres al borde de un ataque de nervios”.
Pudo observar el niño ya adulto, también a las vacas pasar por su calle, en donde quien las guiaba vendía leche extraída en el momento. Obviamente al ser leche cruda, se debía realizar el proceso de hervido un par de veces, para evitar cualquier problema de salud en la familia.
El hombre – gozó y se felicitó internamente por recordar tantas cosas de sus cinco o seis años-, pero se dijo a sí mismo que seguramente saldrían situaciones vividas, mientras avanzara en sus relatos.
Pero rápidamente recordó lo que lo había conmocionado a los cinco años. Como detalló, él dormía con sus padres y de la mano de su madre cada noche terminaba durmiendo, debido al cansancio del día soltando su mano. Solo recuerda que era una noche de invierno.
Unos gritos feroces a la madrugada, que lo despertó bruscamente observando fuera de sí, a su padre martillando la pistola 45, apuntando hacia el techo diciendo frases ininteligibles, pudiendo sólo entender que pedía leche. Sus ojos se abrieron y el miedo que sintió lo petrificó. Ni sabe bien aún hoy, quién lo sacó de la habitación.
El hombre olvidó escribir, sin ningun proposito desde ya -que su padre estaba alistado hacia veinticinco años en la Policía Federal Argentina y hacía poco tiempo había estallado la Revolución Libertadora, que derrocó al Presidente Juan Domingo Perón, situación que lo había consternado seriamente pero que nadie supo darse cuenta. Además de su trabajo, a veces hacía guardia de 24 horas por 48 horas; cuando salía de su turno se dirigía a una curtiembre como a pulir vidrios, trabajos realmente insalubres pero que era necesario hacerlos para llevar un refuerzo para los gastos de la familia.
La madre del niño, como la mayoría de las mujeres de entonces era “Ama de casa y administradora del hogar”, y a veces él se preguntaba cómo podía llegar a trabajar tanto en la casa y siempre tener el tiempo como para llevar a sus hijos a controles médicos, odontológicos o los que pudieran necesitar. Lavar a mano cada semana 12 sabanas a mano, reciclar lo que había quedado de la comida anterior, coser o tejer para toda la familia, ir a la feria en donde puesto por puesto, buscaba el mejor precio y calidad, hacer escaldar cada tanto por un colchonero la lana de los colchones, hacer que la única fiesta familiar que se festejaba en el año fuera única y especial con todo su esfuerzo, así como tantas otras cosas hacían pensar hoy al niño ya adulto que escribe esta historia, qué mejor “Mujer Maravilla” que su madre, no ha existido jamás.
Pero esa madrugada quedó grabada “a fuego” en su memoria. Para un niño de 5 años es algo que no tiene explicación. Su padre fue internado por espacio de un año en un Instituto Neuropsiquiátrico; en lo que hoy hay una Plaza llamada “El Ángel Gris” en honor al libro del escritor Alejandro Dolina por su libro Crónicas del Angel Gris. Ese Instituto ocupaba un predio entre las calles Avellaneda, Bogota, Calcena y Donato Alvarez. Al niño le dijeron que padre había sufrido una “psicosis” -como si el, en ese momento pudiera comprender de qué se trataba- El hombre asulto sí, recordaba con una pequeña opresión en su corazón, cuando llevado los días domingos visitaba a su padre, que con sus ojos claros y esa sonrisa tan blanca como siempre, lo besaba apareciendo al momento una enfermera impecablemente de blanco, que muy amablemente le daba una naranja. El lugar, recuerda, tenía muchos edificios rodeados de parques con palmeras y distintos tipos de plantas. Sí recordaba que el Director era un tal Doctor Bosch. Se enteró de esto, cuando escuchó que a su padre le habían aplicado 20 electroshock. El momento más triste era la despedida de cada domingo durante esos doce meses; todo el perímetro del Instituto se encontraba alambrado hasta una altura de más de dos metros; el niño pasaba sus pequeños dedos para sentir el calor de la mano grande y buena de su padre. No había día; en que lágrimas inundaban sus ojos…
Esto continuará de acuerdo a que el adulto -ayer niño- pueda seguir recordando en detalle. Muchas gracias.