Lo de la reivindicación extemporánea, improcedente, desatinada, es una impertinencia en las entregas de premios, ya clásica, sobre la que empiezan a advertir algunos cineastas. En el mejor de los casos, resulta tan molesto como el afán de los líderes y las lideresas de pastorear a las masas por las avenidas, obstruyendo la vía pública, petando la ciudad, con la pancarta, la batucada y las consignas voceadas como un mantra ensordecedor. El cine, la cultura en general, contaminada por la política, es una abyección: la perversión por la infamia y la demagogia del verdadero instrumento para la emancipación del ser humano: la cultura, por la mayor vileza: la política. Pero lo de las causas y las solidaridades en los repartos de laureles son un oportunismo de marca mayor. Las galas, básicamente, son una feria de las vanidades. Se va a ellas a ser halagado. Un festival del ego al que los premiados acuden para vanagloriarse; los que aplauden, la murga para la adulación de quien es menester en pos de medro. De modo que eso de solidarizarse con quienes sufren a miles de kilómetros del palacio donde se reparten las estatuillas, no es más que cinismo, retórica, una subrepticia forma de autopromoción.
Con todo, hace años hubo un caso excepcional, ante el que yo me descubro en la distancia. Corría 2002 cuando Halle Berry fue distinguida con el Oscar a la Mejor Interpretación Femenina por su trabajo en Monster ‘s Ball (Mark Foster, 2001). En esas palabras de agradecimiento, que se esperan breves y sin majaderías, aún se estilaban las peroratas sobre la supuesta grandeza del trabajo en equipo.
Pero Halle, muy emocionada, dedicó su estatuilla a la memoria de Dorothy Dandridge. Otra actriz de Cleveland (Ohio), como Halle, incluso nacieron en el mismo hospital. Dorothy 44 años antes. Ya estaba prácticamente olvidada cuando su rendida admiradora la recordó. Afortunadamente, Hollywood había cambiado mucho cuando Halle Berry recogió esa estatuilla que Dorothy Dandridge, aunque sí estuvo nominada, nunca llegó a recoger.
Llegado al fin el tiempo de honrar a las mujeres del pasado que supieron brillar por su trabajo en un mundo concebido por y para los hombres blancos, en una semana como la que hoy acaba, sí se antoja oportuno escribir sobre la Bess de Porgy y Bess, la adaptación de la ópera homónima de los hermanos Gershwin dirigida por Otto Preminger en 1959. Todo un clásico del repertorio musical estadounidense.
Ya entrando en materia, recuerdo la versión de I Love You, Porgy de la gran Billie Holiday —junto con Summertime la pieza más célebre de las diferentes adaptaciones jazzísticas que ha conocido la ópera en cuestión— y me pregunto cómo Lady Day —que llamaban a Billie cariñosamente los amantes del jazz— podía cantar tan dulcemente con esa vida horrorosa que el racismo de su país la dispensó. Lo suyo —o al menos a mí se me antoja— hubiera sido cantar con tanta fuerza como Janis Joplin. Sin embargo, y eso es algo que me parece sumamente femenino, Billie Holiday se enfrentó a la barbarie con su decadente dulzura. Uno de sus temas emblemáticos, «Strange Fruit», alude a los extraños frutos que penden de los árboles de un sur que el viento nunca se llevó. No son otros que los cadáveres de los afroamericanos linchados por el Ku Klux Klan, o cualquier turba caucásica sin capirote —al fin y al cabo, un linchamiento también es una manifestación de la voluntad popular—, y dejados allí —como los ajusticiados de La balada de los ahorcados (1463) de François Villon— para escarnio y advertencia de la gente de color.
Pues bien, no sé si será el tempo, la cadencia de su fraseo o esa dulzura decadente de las yonquis anteriores a la popularización del caballo de la muerte, como lo fue Billie. Pero hay algo en la interpretación de «Strange Fruit» por parte de Lady Day —en su voz la mejor canción del siglo XX según la revista Time y una de las primeras piezas del cancionero de la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos— que convierte en ironía la gravedad del asunto.
“Siempre quise el sonido de Bessie”, comentaba Billie. Se refería a Bessie Smith, la Emperatriz del blues, otra afroamericana digna del mayor de los encomios en estos tiempos nuestros. También de vida breve, por su alcoholismo y la Gran Depresión, a ella se deben clásicos del cancionero estadounidense, algunos de cuyos títulos hablan por sí solos: «Mi ginebra y yo», «Mándame a la silla eléctrica, cariño», «30 días en la cárcel» serían sus traducciones. Apenas comienza a entonar «After You’ve Gone» te sube al séptimo cielo. Murió de mala manera en un accidente de circulación. Cuando se encontraron sus restos en una tumba sin nombre, a comienzos de su reivindicación a finales de los años 60, Janis Joplin pagó la lápida que la recuerda debidamente en algún lugar de Pensilvania.
También se impone hablar en estos días de reivindicación de las grandes mujeres pretéritas de Sister Rosetta Tharpe, toda una pionera del rock & roll. Los riffs de su guitarra, vistos ahora, en esas rudimentarias grabaciones subidas a YouTube por los espontáneos, aún conmueven a cualquier amante de la queridísima música estadounidense del siglo XX.
Mujeres malditas todas ellas, por el simple hecho de ser afroamericanas nacidas en ese sur que el viento nunca se llevó. Todas son dignas de todos esos homenajes que nuestro tiempo tributa a todas sus congéneres por las que la historia no pasó. Pero hoy vengo a hablar sólo de una, Dorothy Dandridge, la Bess de Porgy and Bess.
Nacida en 1922, Dorothy creció en ese ambiente, mucho menos mediatizado por los odios seculares que el resto del país, que es la trastienda de la creación musical. Un pequeño limbo donde entonces se confundían el jazz, el blues y el boogie-woogie que acabaría siendo el germen del rock & roll.
Hija de una conocida actriz radiofónica, Ruby Dandridge, y de un ministro bautista, a su madre no le fue difícil convertir a sus dos hijas menores en un dúo de niñas cantantes y bailarinas. Los cinco años que pasó recorriendo el profundo sur actuando junto a su hermana Viviane, apenas le permitieron ir al colegio.
De vuelta al norte, las hermanas Dandridge también contaron entre los artistas afroamericanos que, para actuar en el célebre Cotton Club de Nueva York, entraban por la puerta de servicio. Hasta que la Gran Depresión puso fin a su carrera musical.
Su primera actuación ante las cámaras fue en un cortometraje de la Pandilla —todo un ejemplo de integración racial en los suburbios—, una serie con la que el gran Hal Roach —su productor— dio el paso del silente al parlante. Fueron varias las cintas en las que Dorothy intervino sin decir nada. De ahí que no aparezca acreditado su nombre.
Sin embargo, en Un día en las carreras (Sam Wood, 1937), uno de los mejores filmes protagonizados por los hermanos Marx, incluso canta una pieza. Pero tampoco aparece en los títulos de crédito. Eso sí, en el 43 era la vocalista en la orquesta de Count Basie en Hit Parade 1943, de Albert S. Rogell; en el 44 hizo otro tanto en la de Louis Armstrong en Atlantic City, de Ray McCarey, y Pillow to Post (Vincent Sherman, 1945).
Debido a su rechazo a los papeles escritos dentro del prototipo de las afroamericanas en el cine clásico estadounidense, sus colaboraciones se vieron muy reducidas.
Aun así, en el 41 compartió cartel con Gene Tierney en Sundown, una aventura africana de Henry Hathaway. Como sus facciones no eran las habituales de las mujeres negras, muy por el contrario, eran de blanca, esto hizo que los realizadores le confiasen papeles de princesas de fabulosos reinos africanos que a menudo eran villanas. Aproximadamente, ese fue el caso de Melmendi, la reina de Ashuba en Tarzán en peligro (Byron Haskin, 1951).
Y en 1954, cuando las manecillas del reloj dieron la hora de Dorothy Dandridge, fue para incorporar a otra villana. Ni más ni menos que Carmen, la protagonista de la célebre ópera de 1875 de Georges Bizet. Sobre un guión de Oscar Hammerstein II, Otto Preminger trasladó el asunto de la supuesta España decimonónica del original a un campamento militar del sur estadounidense de mediados del siglo XX. Interpretada toda ella por actores afroamericanos —Harry Belafonte era el coprotagonista—, se estrenó con el título de Carmen Jones y constituyó un éxito sin precedentes en las carteleras de todos los colores y del mundo entero. De entonces data su nominación al Oscar a la mejor actriz, que aquel año acabaron por dárselo a Grace Kelly.
Aunque Dorothy Dandridge, que nunca renunció a su carrera como vocalista, era una cantante muy reputada que actuaba en los mejores clubes estadounidenses. Sin ir más lejos, fue la primera afroamericana que cantó en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York, abriendo al hacerlo el camino a todos los músicos de color que la sucedieron. Pero en Carmen Jones fue doblada por una mezzosoprano.
Convertida en amante de Preminger tras separarse de su primer marido —el bailarín Harold Nicholas—, la Fox, el estudio que la tenía bajo contrato, escondió el asunto todo lo que pudo.
Tanto por lo mal vistas que estaban entonces las relaciones interraciales —perfectamente podían acabar con un linchamiento— como por ser el realizador un hombre felizmente casado. Así las cosas, parece ser que cuando Dorothy se quedó embarazada, el estudio la obligó a abortar.
Además de amante, el realizador también se convirtió en su consejero. Con el tiempo, cuando todo —como siempre hay que prever, aunque nunca se hace— se le vino abajo, se arrepintió de seguir la indicación de Preminger y aceptar sólo papeles protagónicos. Carmen Jones, al fin y al cabo, la había convertido en toda una estrella. Fue la primera afroamericana que ocupó la portada de la revista Life.
Tras tres años apartada del cine, volvió para protagonizar Porgy and Bess, que resultó ser una de esas películas que perduran en el tiempo. Pero el éxito no se repitió. Tuvo que volver a interpretar a personajes de reparto. A menudo en Europa.
Unos años antes había perdido la patria potestad de su única hija. Llegado el momento de dar a luz, se empeñó en esperar a que su marido volviera a casa para llevarla al hospital: el tipo estaba en brazos de su amante. El parto se complicó, Dorothy llegó tarde, tuvieron que extraer a la niña con fórceps y el cerebro de la muchacha quedó dañado. De modo que el juez le quitó a su hija, quien creció tutelada por el estado. Apenas pudo verla.
Partió con Preminger cuando comprendió que el realizador nunca iba a dejar a su mujer por ella. Creyó que las manecillas del reloj volvían a dar su hora cuando Rouben Mamoulian la eligió para protagonizar su Cleopatra.
Ya estaba muy avanzado el rodaje cuando los responsables de la Fox decidieron que todo lo rodado por Mamoulian no era comercial. Sustituyeron al realizador por Joseph L. Mankiewicz y a Dorothy Dandridge por Elizabeth Taylor. El equipo entero dio paso a otro. Fue el final de la carrera de Mamoulian, el arranque del desastre de Cleopatra y el comienzo de la ruina de Dorothy.
Después, cuando el fisco la reclamó un dinero que no había pagado, descubrió que su representante le había robado una cantidad algo mayor. Tuvo que vender su casa de Hollywood y mudarse a un apartamento. Sobrevivió cantando, aunque no la dejaban bañarse en las piscinas de los hoteles donde actuaba.
Su tiempo ya había pasado de una u otra manera. Se la encontraron muerta de una sobredosis de un tranquilizante. Se dijo que fue accidental. Kenneth Anger lo pone en duda. Ya en el olvido, Cicely Tyson, Jada Pinkett Smith, Halle Berry, Janet Jackson, Whitney Houston, Kimberly Elise, Loretta Devine, Tasha Smith o Angela Bassett sólo son algunas de las actrices y cantantes afroamericanas que la han reivindicado. Yo la evoco en su papel de Bess al escuchar «I Love You, Porgy» en la voz de la gran Lady Day, con el gran Lester Young al saxo.
Imagen de portada: Dorothy Dandridge
FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Javier Memba. Editor:Arturo Pérez-Reverte. 12 de marzo 2023.
Sociedad y Cultura/Cinematografía/Dorothy Dandridge/En memoria
Jueves en Zenda.Jueves de poesía. Jueves, en este caso, de Jarrón y tempestad, el último poemario, publicado póstumamente, de la escritora y antropóloga social madrileña Guadalupe Grande (Madrid, 1965 – 2021), publicado por el sello editorial La Uña Rota.
Hija de dos poetas fundamentales como Francisca Aguirre y Félix Grande —fallecidos, respectivamente, en 2019 y 2014—, Guadalupe Grande desarrolló la mayor parte de su labor como poeta a lo largo de la primera década del siglo XXI.
Durante los últimos años de su vida trabajó en diferentes ámbitos de la creación artística, inserta en una multidisciplinariedad en la que su barrio de toda la vida, Chamberí, desempeñó siempre un papel fundamental.
Tras una década de asueto poético, su repentino fallecimiento a comienzos de 2021 llegó poco después de que este libro, Jarrón y tempestad, fuese dado por terminado. Ahora es buena prueba de un legado extenso y crucial.
La propia Guadalupe Grande apuntaba, alrededor del libro: «Pienso que escribir poesía quizá sea una derrota necesaria. Pienso en la palabra derrota y me abrazo a ella como el náufrago se abraza a la última ola.
Pienso en la palabra naufragio. Escribo la palabra naufragio y veo las calles de esta ciudad, los coches, los trenes, las farolas, los alimentos llegando de no se sabe dónde, la gente que viene y va, como las olas, el movimiento confuso las cosas y los seres: tal vez los restos de un viaje transoceánico que nunca supimos a dónde conducía y que ha llegado hasta aquí, hasta la palabra naufragio, hasta la palabra derrota.
Escribo la palabra derrota y pienso en la palabra sentido: en el sentido de abrazarse a la última ola, de abrazarse al rescoldo, a la memoria que tartamudea en el centro de cada palabra, a la ceniza desde la que la memoria arde en los ojos, al hueco oceánico y ceniciento por el que se desploman las palabras y que siento como la única juntura posible. Ver, mirar, hablar. El horizonte, el tiempo, la historia. El corazón que trabaja, envejece y no comprende.
El alma que comprende, o lo intenta, que se abisma, se aturde, se ilumina, y como nadie sabe si existe dice su palabra con la cautela y la precaución del fantasma. Las palabras, su rescoldo, su ceniza, su sonido, su música de sentido. Pienso en la poesía como en las palabras de un náufrago. Pienso en cada poema como en las últimas palabras de este naufragio, de esta derrota necesaria».
En Grand Central Station me senté y lloré, publicado en Inglaterra en 1945, es el legado poético de esta mujer que a pesar de su inteligencia, eligió subordinarse al amor de un hombre y a sus hijos.
Guardaba entres las sábanas de su cama el boleto del autobús donde se encontró con George Barker por primera vez, se había enamorado de él antes de verlo, cuando leyó sus poemas publicados en revistas literarias amparado por T.S. Eliot (el mecenas de Barker) y cuando descubrió uno de sus libros en Better Books, la famosa librería de Charing Cross Road en Londres.
Después, solo tuvo que escribirle haciéndose pasar por una coleccionista de manuscritos a la Universidad de Sendai (en Japón, donde Barker era profesor de inglés), gracias a una celestina sin intenciones: Lawrence Durrell, editor en ese momento de The Booster, que le pasó el dato.
El boleto que ahora exhibe la Biblioteca Nacional de Canadá y que fue encontrado cuando Elizabeth murió es el vestigio inaugural de un amor cuestionado.
Ella era una canadiense rica, él, un británico casado, se fueron a vivir a California, tuvieron cuatro hijos y se peleaban a diario con un portazo estelar donde George quedaba del lado de afuera y volvía (cuando volvía) muchos días después. La mujer que se había enamorado del sonido de sus palabras, de ese “sonido jugoso que corre, burbujea, embriaga”, crió sola a sus hijos y escribió un libro para contar ese amor: En Grand Central Station me senté y lloré, publicado en Inglaterra en 1945.
Un legado ensordecedor, un tratado poético, un libro de culto, un espanto, una gloria y el lugar de la memoria que nombra sin nombrar porque para ella “él era un objeto de amor y no podía ser nombrado». La escena del boleto testigo, esa escena en la que está parada en una esquina “y todos los músculos de mi voluntad están reteniendo mi terror para enfrentar el momento que más deseo”, inicia el viaje iracundo.
Pero la vida en furia de Elizabeth no terminaba con la salida de George ni con los restos sangrientos sobre el cuerpo ni con las borracheras ni con los labios mordidos tras la pelea, la vida en furia, era -según escribió Christopher, uno de sus hijos- una vida en continuado dependiente: “a pesar de ser una autora consumada, siempre jugó un papel subordinado a los hombres en su vida (…) mi madre, la mujer de ‘corazón enmascarado’ solía preguntarle a mi padre si era una desventaja en la vida que una mujer tenga inteligencia”.
“Que nadie por más exquisita que sea su prosa poética escriba un libro así”, pidió en los años sesenta Angela Carter en una reseña en la que agregaba que era “como Madame Bovary atravesada por un rayo”, un rayo con versos que Morrissey rescató y cantó en los años ochenta.
Elizabeth que sabía de memoria los sonetos de Shakespeare, publicó su primer poema a los diez años y su primer libro a los quince. Su romane con Barker duró intermitentes décadas, él nunca se separó, tuvo muchos hijos con otras mujeres (dicen que quince) y ella vivió romances con algunos hombres, con algunas mujeres. Fue redactora de anuncios publicitarios que hoy serían un éxito en Instagram, vendió alfombras, tiaras y radios hasta que llegó a ser una de las editoras con mejor sueldo en la Inglaterra de los años sesenta.
Cuando su novela se reeditó en 1966 y se convirtió en un éxito de ventas se instaló en Suffolk, en una casa de campo y escribió relatos, poemas, novelas, libros de cocina, de vino y de jardinería. Lejos había quedado su familia canadiense que horrorizada por su amor publicado la había dejado sin dinero (su madre tiró los ejemplares que pudo y prohibió la publicación en Canadá), lejos los años de platos semi vacíos, las noches de los retratos (uno de Lucian Freud) y el aluvión de vodka, lejos las anfetaminas que la mantenían despierta toda la noche para trabajar en publicidad y pagar la escuela, todo estaba lejos, todo menos el rumor de las palabras de George y su boleto almohada.
Imagen de portada: Elizabeth Smart, la poeta desmesurada, en la época en que conoció a George Barker.
FUENTE RESPONSABLE: Página 12. Por Marisa Avigliano. 3 de marzo 2023.
La vida de Serguéi Prokófiev es su obra: siete óperas, otras tantas sinfonías, nueve sonatas para piano, ocho ballets, cinco conciertos para piano, dos para violín, uno para violonchelo, un concierto para violonchelo y orquesta, música para cine y diversas piezas menores. Todo ello lo hizo uno de los mayores compositores del siglo XX.
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Prokófiev nació en Ucrania, en Donetsk, hoy unazona en litigio,pues Rusia reclama su pertenencia desde antes de la reciente invasión. Llegó al mundo un 23 de abril de 1891 (el 11 de abril, según el viejo calendario gregoriano). Su padre fue un ingeniero agrónomo y su madre una ex sierva. Ella había aprendido a tocar el piano en la niñez y fue quien lo inspiró para dedicarse a la música.
A los cinco años compuso su primera obra, Galope indio, y a los siete ya sabía jugar ajedrez, una afición que se acrecentaría con el tiempo.
Luego de su primer viaje a Moscú, a los nueve años, regresó impresionado por la sinfónica de la ciudad. Esa fascinación lo llevó a componer su primera ópera, El gigante. Fue en ese momento cuando empezó a utilizar armonías disonantes y compases inusuales que expresó en piezas breves para piano, con lo que definiría el estilo que lo distinguió de todos los otros compositores.
En 1904, gracias a la iniciativa de su madre, fue a San Petersburgo donde conoció a Aleksandr Glazunov. El profesor quedó impresionado con la obra y la técnica de Prokófiev, quien para entonces había compuesto dos óperas más, Islas desiertas y La fiesta en la época de la peste y trabajaba en una cuarta, Undina. Serguéi fue uno de los alumnos más jóvenes del conservatorio y tuvo como uno de sus profesores a Nikolái Rimski-Kórsakov en la materia de orquestación.
Su padre murió en 1910, con lo que cesó el apoyo financiero, pero Serguéi ya era conocido como compositor fuera del conservatorio y aparecía en la programación de Noches de Música Contemporánea, donde interpretaba algunas de sus obras para piano. Los organizadores de aquellas sesiones lo invitaron a estrenar en Rusia Drei Klavierstücke, op. 11, de Arnold Schönberg.
Prokófiev ya era un experimentador avezado. Tenía sus disonantes Etudes, op. 2 y Sarcasmos para piano, op. 17, y con sus dos primeros conciertos para ese instrumento causó un escándalo, sobre todo con el segundo, estrenado en agosto de 1913. El público salió furioso: «¡Al diablo con esa música futurista!». Todo ello abonaría para hacerse una mala fama, pues no era identificado con el nacionalismo ruso.
Cuando viajó al extranjero por primera vez, en 1913, fue a París y Londres, donde conocería a Serguéi Diáguilev y los Ballets Rusos. Al año siguiente, a los veintitrés, finalizó sus estudios en el conservatorio y fue el mejor entre los cinco estudiantes distinguidos del colegio. Obtuvo como premio un piano de cola Schreder, además de la presea Anton Rubinstein. Prokófiev fue el primer alumno que se graduó ejecutando una pieza de su autoría, el Concierto para piano núm. 1.
***
El ajedrez era parte de su vida. Estudiaba, asistía a torneos y jugaba partidas informales con amigos.
El primer campeón mundial que enfrentó fue Alexander Alekhine, en 1914, en una exhibición de simultáneas a la ciega en Petrogrado. El músico jugó con su amigo, Bashkirov pero fueron superados en treinta y un movimientos. Desafortunadamente, la transcripción de la partida no es precisa.
En mayo de ese año José Raúl Capablanca fue a Moscú para participar en un torneo.Faltaban siete años para que se convirtiera en campeón del mundo, pero ya era una figura del ajedrez mundial. Los organizadores de la competencia le pidieron al cubano una exhibición de simultáneas durante tres días consecutivos.
Prokófiev anotó en sus Diarios: «A las ocho en punto fui a la apertura del Campeonato de Ajedrez y me trasladé inmediatamente a un reino encantado, un reino vivo con la actividad más increíble en las tres salas del Club de Ajedrez y tres salas más puestas a disposición por el Comité de la Asamblea. Este torneo es un asunto de alto nivel, todos con frac y ahí estaban los propios maestros, cada uno rodeado por una multitud de admiradores».
Y describe así a José Raúl Capablanca: «Es una persona absolutamente irresistible, vivaz, guapo, ingenioso y, este es el punto, un genio. Deberías haber visto lo rápido que mostró los errores de nuestros maestros de Petersburgo: ¡en el acto, en el instante en que terminaron sus partidas, y justo enfrente de sus propios ojos! Estaba fascinado».
El músico se anotó como participante en las tres rondas de simultáneas de Capablanca. Perdió las dos primeras partidas, pero ganó la última: «Estaba cerca de casa cuando me di cuenta horrorizado de que eran las ocho menos cuarto y el encuentro de simultáneas con Capablanca era a las ocho. Como un lunático me arranqué el frac, me puse una chaqueta y, sin comer, llegué al torneo en un auto que por casualidad pasaba por allí».
La primera partida se igualó rápidamente y parecía que llegarían al empate. «Desgraciadamente, todavía quedaban otras cinco o seis partidas y Capablanca jugó tan rápido que no tuve tiempo para analizar. De una forma u otra rompió la línea de mis peones y ganó la partida».
Sobre el segundo encuentro Prokófiev anotó el 15 de mayo de 1914: «La partida se inició así: 1. d4 d5, 2. Cf3 Af5, 3. c4 Cc6, con la amenaza de Cb4, tras lo cual Capablanca se paró frente a la pizarra durante dos o tres minutos con el ceño fruncido y tirando de su cabello. Yo estaba emocionado más allá de las palabras por haber puesto al campeón en un verdadero problema». Pero a pesar de todo el compositor perdió la partida.
Escribe en la siguiente entrada de su diario: «Por la tarde, una vez más al torneo de ajedrez para jugar con Capablanca. La partida comenzó como ayer, pero las cosas fueron un poco más difíciles: Capablanca no perdió la calidad, pero no ganó ninguna pieza. Él atacó, lo que hizo las cosas muy difíciles, pero resistí enérgicamente. Capablanca movió sus otras piezas con estilo, dejándolas expuestas para que las ataquen, pero yo hubiese perdido la partida. Después de dos horas de juego de repente vi una combinación y le dije a Iakhontov, quien estaba a mi izquierda, «voy a ganar la partida»».
Con el corazón agitado le pidió al maestro cubano una vuelta más para analizar la posición: «Cuando volvió a aparecer, estaba bastante nervioso porque había ideado una trampa para darle mate en tres movimientos. Hice mi jugada. Capablanca estaba a punto de responder, pero se detuvo al ver la celada y después de reflexionar sacrificó una pieza. De lo contrario no habría podido salvarse. Así que tenía una pieza extra y ahora debía usarla. Hubo un momento en que realmente tuve miedo y parecía que Capablanca escaparía, pero no pudo y perdió. Celebré mi victoria y fui felicitado. Bashkirov me invitó a tomar el té a su casa y le dije que era tarde, pero sabiendo que Capablanca iba, acepté la invitación».
Durante la velada, el ajedrecista cubano se mostró exhausto y estuvo en silencio. Le pidieron a Prokófiev que interpretara Tannhäuser y, aunque pensó en negarse, finalmente lo hizo y también tocó el Preludio para arpa. Capablanca escuchó con atención, pero dijo no conocer mucho de música. Salieron en la madrugada y caminaron un buen rato hasta que se separaron para dirigirse cada quien a su destino. «Eran las tres de la madrugada y estaba bastante claro», cuenta el compositor.
Blancas: José Raúl Capablanca
Negras: Serguéi Prokófiev
Apertura de peón de Dama
1. d4 d5, 2. Cf3 Cf6, 3. c4 Af5, 4. Db3 Cc6, 5. Dxb7 Ca5, 6. Da6 Cxc4, 7. Cc3 e6, 8. e4 dxe4, 9. Bxc4 exf3, 10 Dc6+ Cd7, 11. g4 (diagrama) 11… Ag6 (si 11… Axg4, 12. Tg8 y las blancas tienen compensación por el peón entregado), 12. Ag5 Ae7 (claro que no Dxg5 porque se pierde la torre de a8), 13. Axe7 Rxe7, 14. 0-0-0 Te8, 15. h4 h5, 16. gxh5 Axh5, 17. Cb5 Rf8, 18. d5 Df6, 19. dxe6 Ce5, 20 Dc5+ Rg8, 21. exf7+ Axf7, 22. Axf7+ Dxf7, 23. Rb1 Tab8! (las negras están montando un fuerte ataque y amenazan con doblar las torres en la columna b), 24. Cxc7? (Capablanca perderá esa pieza. Diagrama. De todas formas, si 24. Cc3 Tb6, seguido de Teb8) 24… Tbc8, 25. Tc1 Te7, 26. Dd6 Texc7, 27. Txc7 Dxc7, 28. De6+ Rh8, 29. a3 Dc2+, 30. Ra1 Cd3, 31. Tb1 Cxf2, 32. h5 Dc6, 33. Df5 Ce4, 34. Dxf3 (esto simplifica aún más la posición) 34… Cd2, 35. Dxc6 Txc6, 36. Td1 Tc2, 37. Tg1 Tc5, 38. Tg6 Txh5, 39. Ta6 Cb3+, 40. Ra2 Ta5, 41. Txa5 Cxa5, 42. b4 g5, 43. Rb2 g4 Rinden blancas.
Después de 11. g4. Luego de 24. Cxc7.
La amistad entre el ajedrecista y el músico se consolidó y Prokófiev solía referirse al cubano como Capablanchik. En noviembre de 1918 escribió en sus diarios: «Con Capablanca para ver a la señorita Eleanor Young, la dama con la que vivió durante seis años. Es una joven refinadísima, esbelta, pálida, muy encantadora y muy americana. Éxito colosal (el mío con ella). Capablanca, que está a punto de casarse con otra mujer, me aconseja aprovechar este éxito».
***
Ígor Stravinski había sugerido a Diáguilev una colección de cuentos populares reunidos por Aleksandr Afanásiev como tema para un ballet. Diáguilev le sugirió a Prokófiev llevar a término el proyecto. El ballet se estrenó en París en mayo de 1921 y fue un gran éxito. Stravinski afirmó que «era la única pieza de música moderna que podría escuchar con placer» y Maurice Ravel la calificó como la «obra de un genio».
El año de la Revolución rusa fue uno de los más productivos de Prokófiev: el Primer concierto para violín, la sinfonía Clásica, la Tercera y Cuarta sonatas para piano, las Visiones fugitivas para piano y el inicio del Tercer concierto para piano.
En mayo de 1918, el comisario del pueblo para la Educación, Anatoli Lunacharski, firmó el permiso para que el músico viajara a Estados Unidos. «Eres un revolucionario en la música —le dijo Lunacharski—, somos revolucionarios en la vida. Debemos trabajar juntos. Si quieres ir a Estados Unidos no me interpondré en tu camino».
Sin embargo, la estadía en Estados Unidos no fue exitosa. Hizo conciertos en Nueva York, pero el contrato con la Chicago Opera Association para estrenar su ópera El amor de las tres naranjas nunca se realizó. Dos años después, frustrado, fue a París. Algunos de sus biógrafos afirman que no fue a Rusia porque implicaba reconocer su fracaso.
En París se reúne con Diáguilev para montar nuevamente El bufón. En la audición preparatoria estuvo presente Stravinski, pero solo escuchó el primer acto y le pidió a Prokófiev no «perder el tiempo componiendo óperas». Serguéi trató de dar una respuesta mesurada: «No estás en posición de establecer una dirección artística general, ya que no eres inmune al error». Según Prokófiev, Stravinski «se volvió incandescente por la ira y casi llegamos a las manos y nos separamos con dificultad. Nuestra relación se tensó y durante varios años la actitud de Stravinski hacia mí fue crítica». Al parecer el compositor de La consagración de la primavera convenció a Diáguilev de no trabajar con Prokófiev porque, en efecto, se cancelaron todas las representaciones del ballet.
Con el tiempo llegó la reconciliación, aunque a Prokófiev no le gustaba la «estilización al modo de Bach» de Stravinsky quien, a su vez, decía que aquél era el mejor compositor ruso de su tiempo… después de él.
***
En los años veinte conoció a Vasili Smyslov, quien entonces se debatía entre dedicarse al ajedrez o al canto operístico, pues era un barítono con grandes cualidades. Como sabemos, Smyslov fue el séptimo campeón mundial. Ambos se reunían en el Club de Ajedrez de Moscú para jugar partidas amistosas.
En febrero de 1922, Capablanca asistió al mítico Manhattan Chess Club para una exhibición de simultáneas contra cuarenta contrincantes y Prokófiev fue uno de los participantes. «Desarrollé un ataque furioso —cuenta el compositor—y pensé que iba a derribar a su eminencia. Hasta ahora no entiendo cómo logró liberarse y lanzar un contraataque. Aun así, aguanté más que nadie, y Capablanca, una vez que hubo despachado a todos, se sentó frente a mí con las palabras: «Manitenant je vais jouer avec mon ami» («Ahora voy a jugar con mi amigo»)».
De inmediato se reunieron cuarenta o cincuenta personas alrededor del tablero a seguir el desenlace de la partida. «Después de resistir heroicamente durante veinte movimientos, finalmente tuve que bajar los brazos. Mientras tanto, B. N., no sin mi ayuda, había empatado su partida, un empate genuino, que lo enorgullecía y lo alegraba mucho. En conjunto la velada fue una ocasión realmente excepcional».
***
Serguéi Prokófiev contrajo matrimonio el 8 de octubre de 1923 con Lina Codina, española de nacimiento e hija de Juan Codina, un tenor español y Olga Nemiskaia, una cantante de ópera. Prokófiev y Lina se habían conocido años antes en Nueva York. Ella tenía veintiún años y el compositor veintisiete. Cuando en 1920 Prokófiev dejó Estados Unidos para atender compromisos en Europa, Lina no dudó en acompañarlo, pese a la oposición de su madre. El primer hijo del matrimonio, Sviatoslav, nació en febrero de 1924 y años después Oleg.
Pero la relación no era auspiciosa y el músico conoció a la ucraniana Mira Mendelssohn, nacida en 1914, con quien se casaría sin haberse divorciado de Lina. Mira era guionista y fue la coautora de dos obras muy reconocidas de Prokófiev, Bodas en un monasterio y Guerra y paz. Fue la única hija de Abram Solomonovich (1885-1968) y Vera Natanovna (1886-1951). Su padre era economista y su madre era miembro destacado del Partido Comunista de la Unión Soviética. Estudió literatura en Moscú y se especializó en poesía y traducción al inglés.
Según sus memorias, conoció a Prokófiev en agosto de 1938 en un balneario en Kislovodsk, donde estaban de vacaciones. Mira lo calificó como «amor a primera vista».
Ella tenía veinticuatro, él cuarenta y nueve años.
De todas maneras, cuando durante la invasión nazi Prokófiev y centenares de artistas fueron evacuados de Moscú, el músico le propuso a Codina que lo acompañara, pero ella se negó y permaneció en la capital con sus dos hijos.
En 1948 Lina fue apresada, acusada de espionaje. Sus visitas a las diversas embajadas para conseguir alguna visa y abandonar la Unión Soviética fueron el pretexto para que la policía estalinista la acusara de traición. Torturada y sometida a un juicio al estilo del régimen, fue condenada a veinte años de prisión, pero luego de siete en el gulag fue liberada tres años después de la muerte de Stalin. Prokófiev ya había muerto y el gobierno soviético reconoció su matrimonio y le asignaron una pensión. Finalmente dejó Moscú en 1974 y moriría en Londres en 1989.
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En 1924 juega ajedrez con otro amigo, Maurice Ravel, y está registrada una partida disputada ese año en Mont-Joli, un suburbio parisino.
Blancas: Serguéi Prokófiev
Negras: Maurice Ravel
Mont La Joli 1924
Nimzoindia, variante Leningrado
1. d4 Cf6, 2. c4 e6, 3. Cc3 Ab4, 4. Ag5 Cc6, 5. e3 0–0, 6. Ad3 d5, 7. Cge2 a5, 8. Dc2 h6, 9. h4 hxg5? (un grave error estratégico. La columna h está abierta para atacar al enroque negro), 10. hxg5 Te8 (no hay más. Si 10… Cg4, 11. Ah7+ Rh8, 12. Ag8+ Rxg8, 13. Dh7 y mate a la siguiente. Diagrama), 11. gxf6 Dxf6, 12. 0-0-0 dxc4, 13. Ah7+ Rf8, 14. Ce4 De7, 15. Cf4 b5, 16. Th5 e5? (Ravel ve poco. El final ha llegado), 17. Cg6+ fxg6, 18. Axg6 Ae6, 19. Tdh1 Tad8, 20. Tf5+ (si 20. Th8+ Ag8, 21. Ah7 Rf7 y las negras aguantan) 20… Rg8, 21. De2 (definitiva entrada de la dama) 21… Axf5, 22. Th8+ Rxh8, 23. Dh5+ Rg8, 24. Dh7+ Rf8, 25. Dh8 mate.
En julio de 1933, en el famoso Café de la Régence —el lugar preferido de Napoleón y François André Danican, mejor conocido como Philidor— jugó dos partidas contra Saviely Tartakower y ganó la primera y empató la segunda. Por supuesto presumió sus resultados obtenidos ante el gran ajedrecista polaco. «Tartakower es uno de los jugadores más fuertes del mundo —le dijo a Ephraim Gottlieb— así que puedes imaginar lo orgulloso que estaba con la victoria. Cuando, después de las partidas le pedí a Tartakower que me mostrara qué error cometió para perder, respondió: «No cometí ningún error, simplemente jugaste bien»».
Tartakower, además, era conocido por su ingenio y buen humor. Su frase «los errores están ahí esperando que los cometas» debería escribirse en piedra.
En la posición del diagrama las blancas, conducidas por el compositor, fuerzan la continuación. Los comentarios son de Tartakower:
1. Txd6+ cxd6, 2. Rh5 d5, 3. exd5 cxd5, 4. Rxh6 Rc3, 5. Rxg5 Rxc2 (si 5… d4, 6. Rf4 Rxc2, 7. Re4), 6. d4!! (movimiento ganador. Por otro lado, después de 6. h4 Rxd3 7. h5 d4, 8. h6 Rc2, 9. h7 d3, 10. h8=D d2, etc., las negras se asegurarán las tablas) Rd3, 7. h4 Rxd4, 8. h5 Re3, 9. h6 d4, 10. h7 d3, 11. h8 =D, 12. Dh5 (una vez más, una delicadeza necesaria, mientras que después de cualquier otro golpe, como 12. Da1 o 12. Dh1 Re2, el empate estaría en camino) 12… Rd3 (con la última esperanza de llegar a c2), 13. Dd1 (una delicia para los entendidos). Las negras abandonan.
En los años treinta, Mijail Botvinnik, el padre del ajedrez soviético, maestro de varios campeones mundiales conoció al músico: «Conocí a Prokófiev en 1936 en el apogeo del Tercer Torneo Internacional de Ajedrez en Moscú. Él mismo era un ajedrecista de primer nivel y nunca se perdía un torneo. Mantuvo una actitud estrictamente neutral en todo momento, ya que sus simpatías estaban naturalmente conmigo como el joven campeón soviético, pero no podía desear la derrota del excampeón mundial Capablanca, que era un amigo personal suyo».
Varios meses después, en el torneo de Nottingham, Inglaterra, Botvinnik y Capablanca compartieron el primer lugar. Cuando terminó el torneo Botvinnik recibió un telegrama de felicitación del compositor y, sin pensarlo, se le mostró a Capablanca. «Inmediatamente me di cuenta de que había cometido un error: por la expresión del rostro de Capablanca me di cuenta de que no había recibido un telegrama de Prokófiev. Dos horas más tarde Capablanca vino a mí radiante: también había recibido un telegrama. Por supuesto Sergei Sergeyevich había enviado ambos telegramas al mismo tiempo, pero evidentemente los empleados de la oficina de telégrafos de Moscú sintieron que el campeón soviético debía recibir su mensaje primero».
Botvinnik recuerda el estilo ajedrecístico del músico como «vigoroso y directo». Ni la enfermedad al final de su vida disminuyó su interés por el juego. «En mayo de 1949 el conocido ajedrecista J. G. Rokhlin y yo visitamos a Prokófiev en su casa de campo. Estaba enfermo en cama y se veía muy mal, pero tan pronto vio a Rokhlin se animó. «¿Dónde está ese volumen del torneo Steinitz y Lasker de 1894 que me prometiste?», preguntó».
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El acercamiento y la posibilidad de regresar a la URSS llevó algunos años. Tal vez empezó en 1927 cuando, durante dos meses, realizó su primera gira en la Unión Soviética, donde se representó con éxito El amor de las tres naranjas. Los siguientes años, sobre todo en el periodo 1931-1935 el músico alternaría sus estancias entre París y Moscú.
En 1934 publica en Izvestia el artículo «El camino de la música soviética» donde asegura que «es necesario componer una gran música en la que tanto la forma como el contenido sean acordes con la grandeza de la época. Tal música debe, antes que nada, conducirnos a un mayor desarrollo de la forma musical y mostrarle al mundo nuestro verdadero rostro».
Finalmente, en 1936, se trasladó definitivamente a la capital soviética, año en el que compuso Pedro y el lobo, una de sus obras más famosas.
Pero cuando se instala en Moscú las condiciones habían cambiado drásticamente. El control estalinista se había acentuado y se vivía el gran terror, las grandes purgas y procesos que terminaron con la vida de centenas de miles de revolucionarios rusos. Organizaciones como la Asociación de Músicos Proletarios habían sido desmantelada y sustituida por la Unión de Compositores Soviéticos, que seguía incondicionalmente las directivas del partido.
Los historiadores se preguntan entonces por qué decidió Prokófiev ir a la Unión Soviética en esas condiciones.
Una respuesta la dio Igor Stravinski. Según Martín Baña, el regreso estaba fundado «en el interés material y en la ignorancia política. Stravinski sostenía que el regreso de Prokófiev a la URSS se debió a una combinación de factores estéticos y políticos».
Escribió Stravinski: «Fue un sacrificio a la perra deidad de la fama y no otra cosa. Por diversos motivos no había tenido éxito ni en Estados Unidos ni en Europa, mientras que su visita a Rusia fue un triunfo. Además, era políticamente ingenuo y no sacó ningún provecho del ejemplo de su buen amigo Miaskovsky. Regresó a Rusia y cuando finalmente comprendió cuál era su situación allí, ya era demasiado tarde».
Sin embargo, Simon Morrison, según nuevos hallazgos documentales matiza esta visión y asegura que la idea del compositor no era un regreso definitivo, sino que pensaba mantener los viajes a Europa, solo que con la base en Moscú y ya no en París. Morrison recuerda el artículo publicado en Izvestia donde «proponía una puesta al día con la nueva realidad política, aunque ello no significaba una sumisión total ni directa al régimen».
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Esto cuenta la esposa de Prokófiev, Lina: «Cuando nos instalamos en Moscú, en la calle Chkálov, descubrimos que teníamos de vecino a David Oistrak, un contrincante del ajedrez muy peligroso. En 1937 jugaron un torneo en la Casa de los Artistas en el que el brillante violinista ganó al compositor».
Además de deslumbrar al mundo con su técnica y sonoridad, Oistrak era un ferviente aficionado al ajedrez y acudía al Club de Ajedrez de Moscú para encontrarse con Vasily Smyslov, el cantante de ópera y campeón mundial. Muchas tardes-noches jugaban partidas amistosas que el violinista aprovechaba al máximo: «David era un alumno aventajado que absorbía todo lo que yo le indicaba», contaba Smyslov.
Prokófiev y Oistrak planearon un torneo a diez partidas que recibió todo el apoyo: un cartel y todos los ingredientes de un match oficial: reloj, planilla y árbitro. El perdedor daría un concierto para el que ambos estaban contratados, mientras que el ganador descansaría. Solo se ha encontrado una partida que terminó en tablas. Se jugaron siete partidas del match que ganó el violinista aunque no sabemos el marcador final.
Eneste enlacese puede ver la única partida registrada de aquel match, que terminó en empate.
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Pese a todo, los encargos gubernamentales no cesaban. Hizo la música para el filme El teniente kizhe y fue nombrado profesor consultor en el conservatorio de Moscú. Entró en contacto con Máximo Gorki, la mayor figura de la literatura soviética y a quien Prokófiev quería emular en el campo de la música.
En 1938 hizo la música para la película histórica de Serguéi Eisenstein, Alejandro Nevski, y pone manos a la obra en su primera ópera soviética, Semión Kotko que sería producida por Vsévolod Meyerhold. Pero la mala suerte perseguía al músico. Meyerhold fue arrestado por la policía el 20 de junio de 1939 y fusilado en febrero de 1940.
Intuyo que el compositor sabía del peligro que podía correr en la Unión Soviética. Así que no dudó en aceptar la invitación del régimen para componer la cantata Zdrávitsa («Brindis», «¡Salud!»), pero conocida en inglés como Hail to Stalin, op. 85, para colaborar en la celebración del sexagésimo cumpleaños de Iósif Vissariónovich.
A inicios de 1940 el Ballet Kírov puso en escena Romeo y Julieta. Para ello fue necesario superar la resistencia de los bailarines a quienes no gustaba el ritmo sincopado de la obra y habían amenazado con boicotear la producción. El ballet fue un éxito.
Con la invasión alemana en la segunda guerra el proyecto de una ópera basada en la novela de Tolstoi, Guerra y paz, parecía más oportuno que nunca. Invirtió dos años en la composición de la ópera, y durante la evacuación al Cáucaso, junto con otros muchos artistas, compuso su Segundo cuarteto de cuerdas.
Durante la guerra se reunió con Eisenstein en Alma Ata, la ciudad más grande de Kazajistán, para componer la música de la cinta Iván el Terrible y el ballet Cenicienta, op. 87, una de sus composiciones más celebradas. Hizo más música para cine, varias suites sinfónicas, el Cuarteto de cuerda núm. 2, la Sonata para flauta y piano, dos marchas militares, algunas canciones folclóricas, y la Sexta sinfonía y la Novena sonata para piano.
Y entonces Andrei Zhdánov emitió su decreto, conocido con su apellido, en el que se denuncia a Prokófiev, Shostakovich, Miaskovski y Jachaturian por un raro crimen: el formalismo que, según el decreto, «era una renuncia a los principios básicos de la música clásica a favor de sonidos confusos, angustiosos y cacofónicos». Ocho obras de Prokófiev fueron prohibidas y las otras nunca más fueron programadas.
Falleció a los 61 años, en marzo de 1953, el mismo día en que el de Stalin y con solo cincuenta minutos de diferencia, ambos de derrames cerebrales, pero los soviéticos se enteraron del fallecimiento del músico tres días después.
Vivía cerca de la Plaza Roja y durante aquellos días las masas lloraban al dictador, lo que imposibilitó celebrar el funeral del Prokófiev en la Unión de Compositores Soviéticos y su ataúd fue llevado a mano por calles secundarias y en dirección opuesta al río de personas que despedía a Vissiarónovich.
Apenas treinta personas asistieron a su funeral, que solo pudieron llevar flores de papel pues las naturales se habían utilizado en las exequias de Stalin. Su exesposa Lina no pudo asistir porque estaba recluida en un campo de trabajos forzados en Siberia. Entre los asistentes estaba Dmitri Shostakovich, para quien «escuchar obras como tu Séptima Sinfonía hace que sea mucho más fácil y alegre vivir».
Fue sepultado en el cementerio Novodévichi.
Bibliografía
S/A, «La muerte de Prokófiev», historihoy.com.ar
Ana María Lara, «Stalin y Prokófiev», senalmemoria.co
Edward Winter, «Prokófiev and chess», chesshistory.com
El carácter y los ideales sociales de la escritora de Concord, que murió el 6 de marzo de 1888, nada tenían que ver con la temática de su obra más conocida, de cuya primera versión se suprimieron capítulos enteros
Louisa May Alcott es una hija de Concord, Massachussets, el pueblo bostoniano hogar de Emerson, Thoreau, Hawthorne y el movimiento trascendentalista. Concord es un lugar recoleto al detalle donde conservan con cuidado los lugares y los hogares donde vivieron y pasaron su vida sus ilustres escritores coincidentes en el tiempo, casi en el colmo de la contemporaneidad.
La casa de Ralph Waldo Emerson, filósofo y poeta, autor de Nature y líder del trascendentalismo concordiano, aparece al llegar al lado izquierdo de la carretera casi recién construida, blanca, impoluta y enorme, con sus barandillas y su jardín abierto, el mismo en el que trabajaba Thoreau, por deseo propio, como empleado y amigo. El padre de Louisa, Amos Bronson Alcott, desarrolló un sistema de enseñanza distinto, basado en la conversación, por lo que siempre fue tachado de extravagante.
Casa de Ralph Waldo Emerson en Concord
La extravagancia en todo su amplio significado compuesto siempre fue una característica del grupo de los trascendentalistas, que creían en la intuición y en la naturaleza como leyes universales. Críticos de su sociedad, eran raros para la masa (unos más que otros, sobre todo Thoreau), pero figuras respetadas y admiradas por ella misma.
Louisa May Alcott nunca fue masa. Sufragista, abolicionista, escritora desde la infancia (durante años bajo el pseudónimo masculino A.M. Barnard), luchadora original por la igualdad de hombres y mujeres, se dedicó a escribir en la edad adulta para sacar de la pobreza a su familia tras el fracaso de la utopía que pretendía sacar adelante su padre. Demasiado para una familia en el ideal que llevó hasta sus últimas consecuencias el soltero y solitario Thoreau, poeta, narrador, pensador, activista de los bosques y de la libertad del individuo.
Louisa jugaba de pequeña con la hija de Emerson, Ellen, mientras veía como se llevaban a un tranquilo Thoreau a la cárcel por no pagar impuestos. Era la resistencia pacífica que tanto inspiró a Gandhi. Principios familiares basados en la libertad y en la intelectualidad. La casa de Hawthorne sigue en Concord como la dejó el autor de La Letra Escarlata dos siglos después, el vidrio borroso de sus ventanas a través de las cuales se aprecian mecedoras y suelos de madera crujientes.
The Old Manse, casa de Emerson que alquiló Hawthorne en Concord
Si Thoreau construyó con sus propias manos una cabaña en medio del bosque para demostrarse a sí mismo que podía ser autosuficiente en mitad de la naturaleza a orillas de la laguna de Walden (Walden fue el título de su gran obra), Louisa fue capaz de todo para sobrevivir más allá de los propios ideales atávicos.
Louisa fue la Jo de su novela inmortal, solo que Jo estaba matizada. Los editores la obligaron a casarla, algo a lo que siempre se negó la autora, fiel a sus principios, para no depender de ningún hombre.
No porque los aborreciera, ni mucho menos, sino por su compromiso radical con la libertad. Cuando le ofrecieron escribir un libro sobre «chicas jóvenes», dijo que no le interesaba, hasta que le dijeron la cantidad del anticipo. Palabras mayores en la pobreza del trascendentalismo que se convirtió en un éxito de ventas después de los recortes enteros de capítulos inapropiados para el carácter que pretendían darle los editores a la obra.
Casa de Louis May Alcott, Orchard House, en Concord, donde escribió ‘Mujercitas’
Dicen que escribió Mujercitas en dos meses a razón de diez horas diarias de trabajo. La historia de su propia familia que se convirtió en el clásico universal que nunca quiso escribir y que quedó perfectamente podada para la posteridad, reluciente y presentable como la casa de Emerson y la de Hawthorne y su propia casa, Orchard House, incólumes como las lápidas timburtonianas del cementerio de Sleepy Hollow donde reposan todos juntos.
Imagen de portada: Louisa May Alcott
FUENTE RESPONSABLE: El Debate. Por Mario de las Heras. 6 de marzo 2023.
Sociedad y Cultura/Literatura/Novela/Mujeres pioneras/En memoria.
La vida cotidiana fue la materia principal de la obra del autor de “Paterson”, que marcó un quiebre en la poesía norteamericana.
Su padre, William George Williams, era un comerciante inglés que había vivido desde la infancia en República Dominicana; su madre, Raquel Helena Hoheb, una destacada pintora puertorriqueña educada en la París decimonónica. A diferencia de Borges, el primer idioma de William Carlos Williams (1863-1963) no fue el inglés sino el español; varios críticos atribuyen a su obra (entre las más importantes de la literatura estadounidense en el siglo pasado) “profundidades transculturales” caribeñas y latinas. “De ascendencia mixta, sentí desde la más tierna infancia que Estados Unidos era el único hogar que posiblemente podría llamar mío –le escribió al poeta Horace Gregory–. Sentí que fue fundado expresamente para mí, y que debe ser mi primer propósito en la vida poseerlo”. En cierto sentido, ese anhelo se concretó a través de su lenguaje poético, coloquial y misteriosamente reflexivo.
En su juventud, sus autores preferidos fueron John Keats y Walt Whitman; cada uno moduló la escritura elegante, metódica y vital de Williams, que publicó su primer libro en 1909. Después de pasar una temporada en Europa, donde completó su formación como médico en hospitales franceses y alemanes, se instaló con su familia en Rutherford, localidad de Nueva Jersey donde había nacido y donde murió, hace sesenta años, el 4 de marzo de 1963. Richard Ellman y Robert O’Clair lo llamaron “el médico literario más importante después de Chejov”. En su autobiografía, contó que su profesión le quitaba tiempo a la vez que le brindaba temáticas, personajes, voces. “Le encantaba ser médico, hacer visitas a domicilio y hablar con la gente”, reveló su esposa, Florence Herman, y agregó que Williams escribía en los ratos libres. “Me llaman, y yo voy. / El camino está helado / pasada la medianoche, un polvo / de nieve preso / en las huellas rígidas de los autos”, comienza uno de sus poemas.
Fue amigo de Ezra Pound, Hilda Doolittle, Denise Levertov y Kenneth Burke; en su madurez, se sintió eclipsado por el fulgor de La tierra baldía, de T. S. Eliot, y antes de su muerte fue reivindicado por la generación de los jóvenes poetas que tomaban distancia del academicismo, como Levertov, Robert Lowell, Charles Olson y Allen Ginsberg, al que Williams le dio varios consejos: no imitar a los viejos maestros, hablar con la propia voz y utilizar potentes imágenes visuales (también le sugirió que redujera a la mitad el célebre poema “Aullido”). Para ese entonces, ya había sido acusado sin pruebas de integrar una organización comunista, lo que le hizo perder el puesto de consultor de poesía en la Biblioteca del Congreso en Washington.
En 1950, se convirtió en el primer ganador del Premio Nacional del Libro en la categoría de poesía por Paterson, la epopeya modernista que volvió a ser centro de atención en 2016, con el estreno de la película homónima dirigida por Jim Jarmusch. En la Argentina, el libro fue publicado en 2020 por Ediciones en Danza con traducción de la poeta y profesora Silvia Camerotto.
“El Paterson de Williams es una de las obras más relevantes de la poesía norteamericana –dice Camerotto–. El poema es un trabajo de exploración que replantea orígenes y estructura. No hay conceptos sino ‘cosas’ de donde surgen las ‘ideas’ que constituyen su materia. En el relato todo cabe: lo interior y lo exterior. Williams creó lo que él mismo llamó ‘el idioma americano’, y, el sonido de ese idioma es un río que resuena y se multiplica. Todo cabe en Paterson: un hombre, su vida, una ciudad, las cataratas, la historia, el ascenso y el descenso. Lo que cabe se renueva en la belleza que existe en la emergencia cotidiana. Este Williams va mucho más allá de su conocido poema ‘La carretilla roja’. Cada lectura es una actualización de la lectura anterior: universal, interminable”.
“Williams expresó que para el poeta ‘no hay ideas sino en las cosas’ –recuerda el editor y escritor Javier Cófreces–. En Paterson las cosas son presentadas con una inercia que las crispa, las muta y descompone para volver a empezar. Desde un lenguaje atado a nuevos significados, el poeta elabora una síntesis universal desde una aldea imaginaria, y desde allí atraviesa los rincones más profundos de la sensibilidad humana”. En Kora en el infierno, donde Williams reunió anotaciones paradójicas (muchas escritas en recetarios), postulaba: “Con frecuencia un poema tendrá mérito por algún verso en particular o incluso por una palabra meritoria. Por eso cuelga pesadamente de su rama pero se mantiene firme, el árbol no está dispuesto a soltarlo”. Con el tiempo, el legado de Williams prospera, y no cae.ß
Imagen de portada: William Carlos Williams. Poeta y médico.
FUENTE RESPONSABLE: La Nación. Por Daniel Gigena. 4 de marzo 2023.
A 80 años de su nacimiento, se publica la primera biografía del autor de «Cuarteles de invierno» y «Triste, solitario y final», además piedra fundamental de Página/12.
Escrita por el periodista Ángel Berlanga, se sustenta en una recorrida por su obra literaria, sus escritos en la prensa, decenas de reportajes, las polémicas que encarnó, su correspondencia y charlas con quienes lo conocieron.
El 6 de enero pasado hubiera cumplido 80 años y se cumplieron 40, en febrero, desde la publicación en la Argentina de Cuarteles de invierno, la novela suya que más le gustaba.
Apenas después de eso, el 27 de marzo de 1983, tras siete años en el exilio, Osvaldo Soriano volvía a Buenos Aires. Todavía estaban los militares, aunque ya en retirada tras el desastre de Malvinas, el descalabro económico y la astronómica deuda con el FMI, las siniestras secuelas del terrorismo de Estado.
“El aterrizaje me parece interminable –escribe-. En todo el vuelo no he podido pegar un momento los ojos. Esa vigilia de diecisiete horas es una prolongación del extrañamiento. ‘El exilio es una especie de largo insomnio’, ha escrito Víctor Hugo. Y también: ‘Se puede arrancar un árbol de sus raíces, pero no se puede arrancar el día del cielo. Mañana es el amanecer » ‘.
Llega con Catherine Brucher, su compañera; en Ezeiza los recibe su amigo, el dramaturgo Tito Cossa. Por entonces Héctor Olivera ya trabaja en la adaptación al cine de No habrá más penas ni olvido, la segunda novela de Soriano, que será un invitado central en la Feria del Libro de ese año.
Es que estos dos libros encabezan los rankings de los más leídos de los principales diarios. Una situación que seguirá durante varios meses. Para marzo Bruguera ya saca una segunda edición de Cuarteles, en abril sacará otras dos, en mayo una más. Trascartón, en el transcurso de 1983 se reimprimiría su novela inicial, Triste, solitario y final, y publicaría su primer volumen de escritos periodísticos, Artistas, locos y criminales, con crónicas, notas y semblanzas aparecidas una década atrás en el diario La Opinión.
Es el comienzo de un fenómeno, como lo llamó alguna vez Guillermo Saccomanno: desde entonces, cada uno de sus libros encabezaría las listas de los más leídos.
Así fue hasta el final, cuando murió, en 1997. Incluso años después, cuando Juan Forn impulsó la reedición de la obra completa de Soriano, se dio otro fenómeno que pasó casi desapercibido en la prensa: entre mediados de 2003 y 2016 la editorial Seix Barral registró la venta de 412.200 ejemplares, unos 30.500 al año.
Creo que a esto ya lo anoté alguna vez: hay algo profundo, de raíz, entre Soriano y sus lectores, como para empezar a traducir cifras, ediciones, rankings, en los arcos que siguen vibrando entre lo que escribió y lo que produjo en quienes lo disfrutábamos en los diarios y en los libros.
“Si no hay emoción no pasa nada”, le dijo hace poquito el Indio Solari a Marcelo Figueras, y al toque pensé que claro, que eso está en la esencia de los escritos de Soriano. A propósito de la biografía que empieza a circular por estos días, un par de historias para calibrar un toque el cariño de sus lectores.
La rosarina Adriana Briff, licenciada en Comunicación que vive en California, me cuenta de la correspondencia que intercambió con él en sus últimos años, de cómo sigue latiendo en su recuerdo. El Negro Salasa, legendario productor y personaje de la radio, me dijo hace unos días: “Mirá que por mi trabajo estuve cerca de muchísimas figuras, pero en mi vida sólo pedí dos autógrafos: uno a León Gieco y el otro a Soriano, que me firmó Cuentos de los años felices”.
Con Catherine en Bariloche, 1985
En varios carriles anduvo en contramano: no terminó el secundario, sus novelas enfocaban y dialogaban con la política y la coyuntura cuando esto estaba muy contraindicado, mantuvo el humor y cierta desfachatez, reivindicó el fútbol como asunto cultural de muy variadas formas, trenzó una ristra de acusaciones contra las editoriales, encarnó unas cuantas polémicas, batalló contra los autoritarismos, desenmascaró las estrategias del neoliberalismo.
En una tradición en la que podría ubicarse a Roberto Arlt y Tomás Eloy Martínez, Soriano fue un extraordinario escritor-periodista, y están a la vista o pueden rastrearse los vasos comunicantes y las disrupciones entre una impronta y otra. “Creo que no hubo nadie que hiciera tan bien esto de juntar lo periodístico con lo literario”, me dijo Carlos Ulanovsky.
La recorrida de Soriano por la prensa escrita es fenomenal: desde los diarios tandilenses a la mitificada aventura de desembarcar en Primera Plana en 1969; desde la consolidación en la redacción de Panorama a convertirse en periodista estrella de La Opinión y del suplemento cultural que dirigía Juan Gelman; luego, la gesta de Sin censura desde el exilio y las notas que va enviando desde allí a la revista Humor.
A Andrés Cascioli, su director, le armó en 1984 el proyecto y el equipo de un semanario notable, El periodista, pero en una cena al poco de la salida se recontra putearon y Soriano renunció a la dirección. Tres años después fue protagonista central en la fundación de Página/12, un diario clave desde sus comienzos para el periodismo, los derechos humanos y la democracia: aquí escribió durante una década, hasta aquel 29 de enero fatal.
“Contar de sus pasiones era como plantar una bandera”, me dijo Antonio Dal Masetto, y son muy conocidas las que lo fueron caracterizando como personaje: los gatos, San Lorenzo, la noche, el box, Gardel, las computadoras desde que las tuvo a mano, los escritores que admiraba: Arlt, Borges, Bioy, Cortázar, Onetti, Simenon, Graham Greene, Hammett, Chandler.
El Soriano entusiasta convivía, al menos, con el escéptico: desde su juventud lo decepcionaron todos los gobiernos, a excepción quizás de los días de Cámpora, y de los comienzos de Mitterrand en Francia. El entusiasta y el escéptico suelen encarnarse en la dupla de protagonistas de sus novelas: la de Cuarteles de invierno está compuesta por el gigantón boxeador veterano Tony Rocha, que se tiene fe ante un joven e invicto teniente del ejército, y el cantor de tangos Andrés Galván, que dará un recital para “la gente selecta” de Colonia Vela, imaginaria localidad bonaerense en la que situó un par de ficciones.
Plena dictadura; Galván, el narrador del libro, decodifica los signos del régimen y el papel del abogado Exequiel Ávila Gallo, el anfitrión que los contrata para una fiesta local. La pata civil del gobierno militar. “Cuarteles es la novela de la que menos me hablan –decía Soriano en 1989, en el Buenos Aires Herald–.
Creo que se debe a que es un enjuiciamiento implícito a toda la sociedad argentina de aquellos tiempos, cuando cerraban los ojos al genocidio. En el final, cuando Galván lleva a Rocha en la camilla hacia la estación, todas las ventanas están cerradas, no hay un solo gesto de solidaridad. El único es el loco del pueblo, que termina colgado de un árbol. Solo las Madres de Plaza de Mayo rompieron el cerco de silencio en torno al terrorismo de Estado. Pero mi novela no era un panfleto denunciando lo que pasaba sino que contaba un incidente menor ocurrido en un pueblito de provincia; quizás por eso es un buen libro”.
En la presentación de Historia de vida de Hebe de Bonafini, 1985
La foto de la portada de Soriano – Una historia, es de la época en que empieza a escribir Cuarteles: Bruselas, otoño de 1977, la casa de la calle Palmerston, frente al lago en el que ejercería el oficio de contador de patos. Einaudi fue la primera editorial en publicarlo: Quarteri d’inverno, apareció en febrero de 1981 en Italia. Enseguida Czytelnik puso a circular la edición en polaco. Bruguera lo publicó en España en marzo de 1982, y recién al año siguiente llegaba a los lectores argentinos.
Yo lo encontré en una librería de usados cuando tenía 22, en 1988, después de la colimba y mientras cursaba, con entusiasmo en declive, materias de tercer año de Arquitectura en la UBA. La novela me deslumbró y, de a poco, fui poniendo en diálogo el ideario del libro con las contratapas que este Soriano publicaba en Página. Conseguí otros libros suyos. Para 1991 empecé a estudiar periodismo, a ver si podía dedicarme a escribir.
Acá al lado, dentro de aquel viejo ejemplar de Cuarteles editado por Bruguera, los colores de San Lorenzo en la tapa, quedó como señalador un billete de un austral.
Es asombroso el camino que puede trazar un libro.
En Barcelona, a comienzos de los 80, retratado por su amigo Carlos Bosch. Archivo Carlos Bosch. Fototeca ARGRA.
Un fragmento de la biografɨa Soriano – Una historia: El camino hacia Cuarteles de invierno, por Ángel Berlanga
Es en estas semanas de 1977 cuando Soriano intenta una novela con Gardel como protagonista. Era otra de sus supersticiones: ha dicho que da suerte, que conjura la mufa, que puede hacer algunos milagros, que su presencia reconforta. “Nunca he ocultado mi cariño por Gardel y mi adhesión a la leyenda”. En las cartas contaba si conseguía un disco, si lo perdía, si observaba intacta su vigencia en París, si era desconocido en Estrasburgo. Adoraba su talante y su generosidad, que se hubiera hecho de abajo “sin traicionar a nadie”, que se convirtiera en un ídolo mundial. Le contaba a Osvaldo Bayer: “El primer capítulo es de lo mejor que escribí; después no sé, porque no releí y sale algo que no esperaba, especie de monólogo sin diálogos ni acción, pero bastante fuerte. Lo peor es que no tiene continuidad, como si fueran cuentos separados sobre el mismo tema”. Un mes después le cuenta a Cossa que “Araca, París” está congelada: “La releí una vez y me pareció a medias entre una rabiosa y tierna historia y una cagada en varios tiempos”. Entre ambas cartas hay otra, fechada el 3 de abril, que alude al intento: “Estoy escribiendo otra novela, que pretende reflejar el exilio con humor y con rabia a través de aquel gran cantor de tangos que fue Carlos Gardel, a quien hago marchar por las calles de París en la miseria más absoluta, acompañado de un penoso guitarrista también exiliado”.
El destinatario era el periodista y escritor Giovanni Arpino, autor de veinticinco libros, amigo de Ítalo Calvino, que en 1974 había elogiado Triste, solitario y final en La Stampa: “Es una historia perfecta, con cada elemento necesario para un thriller: resacas y astucia, desencanto y ferocidad. Si alguna vez he envidiado un libro, es este (naturalmente, después de Cuore di cane, de Bulgakov)”. Zarandea la edición económica de Vallecchi, se queja de no haber leído una línea en la prensa sobre la novela, y cierra así: “Soriano, periodista deportivo y escritor carente de huellas hereditarias, tal vez no sea capaz de repetir. Pero sin duda, en la vena heroica, elegíaca o de denuncia sudamericana, representa el lado ariostesco [fantástico, maravilloso]: indispensable pimienta de la vida”.
Con Juan Rulfo y Osvaldo Bayer en Frankfurt, septiembre de 1976
Soriano le señala que supo recientemente del artículo, le agradece, le explica de su condición de exiliado por razones políticas, de su vida en Bélgica “sin demasiadas perspectivas”. También le dice que No habrá más penas ni olvido fue prohibida en la Argentina y que, a pedido de la editorial Bompiani, la envió a su sede en Milano: “Aunque no se dignaron siquiera a contestarme”. A vuelta de correo Arpino le pasa su teléfono y dirección en Torino y lo invita a enviar un cuento a Il Quaderno del Sale, una revista satírica que le pagará bien. Esta carta abre varios caminos; Soriano le confía que el contrato con Vallecchi está por vencerse y pregunta: “¿Usted cree que el libro tiene posibilidades aún como para interesar a otra editorial italiana?”. Arpino tiene un gesto magnífico: le habla de la novela al director de la Einaudi, Guido Davico Bonino, le recomienda su lectura y publicación, y le indica a Soriano que le escriba. Con algunos contratiempos, la cosa se encaminará. “Es mi padre espiritual y literario en Italia”, lo definirá al poco tiempo. En el crescendo del intercambio, Arpino le cuenta que trabaja en una novela “ambientada en el mundo del fútbol”: se trata de Azzurro tenebra, que protagoniza un reportero llamado Arp en su cobertura del seleccionado italiano en Alemania ’74. Es una conexión estimulante, porque el fútbol será tema en futuras ficciones de Soriano. Hacia fin de año se encontrarían en Lieja, para ver un partido entre Bélgica e Italia.
Encaró nomás, Soriano, un cuento para Il Quaderno del Sale. “Imaginé a un boxeador en decadencia y a un cantor de tangos que se encontraban en una estación de trenes y cuando llegué a las ocho páginas que me había pedido Arpino me di cuenta de que la historia era demasiado argentina y no hacía más que comenzar. Nunca iba a poder ganarme esos cien dólares que tanto necesitaba”. Así que le explica a Arpino: “El problema es que no tengo cuentos escritos; es un género al que siempre le tuve miedo y si una vez terminé uno el resultado fue penoso. No obstante, cualquier cosa que escriba se la haría llegar”.
En Barcelona, a comienzos de los 80, retratado por Carlos Bosch – Archivo Carlos Bosch. Fototeca ARGRA.
Araca, París seguía empantanada y ya no la retomaría. Pero se entusiasmó con la historia de los dos tipos que llegan una noche a la estación de Colonia Vela, el pueblo de No habrá más penas, aunque unos años después, ya en dictadura. La voz que narra en primera persona es la de Galván, el cantor de tangos; de Gardel en París a Galván en Vela. El boxeador ronda los dos metros y los cien kilos, está en la última etapa de su carrera y se llama Rocha. Por esos días Soriano se había emocionado con Rocky, la primera de la saga de Sylvester Stallone. También tiene presente a Ricardo González, Gonzalito, un peso pluma al que vio pelear en 1961 en General Roca, cuando ya era un veterano con 110 combates en sus espaldas, algunos de ellos en el Luna Park y en el Olympic de Los Ángeles. Le escribe a Cossa: “Cuando era joven, hace como 15 años, iba desde Cipolletti a ver pelear a Gonzalito, que era un mago del estilo y hasta me firmó un autógrafo. Roca era una ciudad pavimentada y eso tenía para nosotros un cierto aire de desafío”. Está con el origen de Cuarteles de invierno, su novela favorita entre las que publicó.
En julio cargó su Lettera y se instaló unos días con Bayer en Essen: cada jornada escribía varias páginas y se las mostraba. Por la mañana el anfitrión trabajaba y él dormía, por las noches se invertían los roles. Sobreviene una temporada fructífera, de la que va dando cuenta entre septiembre del ’77 y enero del ’78 en sucesivas cartas a Marta Degracia y Tito Cossa.
“Ahora son las cuatro de la matina y termino de bajarme cuatro páginas de la novelita (ayer otras cinco y en total tengo 74, las cuento porque para un fiaca cada página es como la conquista del Polo). Bueno, resulta que lo que me está saliendo me gusta”.
«Mi boxeador está encamado con la hija del promotor y tiene una mano rota pero va a pelear igual contra el crédito local que pega como caballo. Creo que va a perder por nocaut, pero me gustaría poder describir la pelea como si fuera una película de suspenso, aunque no sé si me da la tela. Creo que no te va a disgustar, ni a vos Marta, porque pase lo que pase yo escribir aburrido no sé, porque ni bien algo se pone pesado el primero que se apoliya soy yo. Eso sí: alguien dirá que estoy cada vez más influenciado por Chandler y el policial. Es cierto”.
Con su hijo Manuel en París, 1991
«Uso el viejo truco de Hemingway: abandonar cada día en medio de una escena que uno sabe bien cómo sigue para que al retomar el motor esté caliente y sea fácil sentarse a la máquina”.
«Llegué a la página 100 de la novela y me faltarán unas 20 o 30 con final dramático”.
«Primera carta que escribo en el ’78; acabo de meter un par de sinfonías de Beethoven en el estéreo de Catherine y aquí me tenés. No es que me haya vuelto terriblemente culto, pero hay un álbum del sordo Beethoven que me parece una maravilla como fondo para escribir. Acabo de terminar el original de la novela. Ayer, no anteayer. Y como siempre, uno empieza la relectura, las primeras correcciones y se agarra una depresión para quedar de catrera. Otra vez las dudas, oscilar entre ‘es una cagada’, ‘es mala pero la gilada no se va a avivar’, ‘es buena pero los giles me van a dar con todo’, ‘es genial pero el único que se aviva soy yo’”.
«Busco un título desesperadamente y no hay nada que hacer. Estoy pensando en La última pelea, pero me parece banal y descriptivo; Rochita hace acordar demasiado a Rocky, el boxeador del film; Serenata de otoño, demasiado romanticón; Tango de otoño no me dice mucho, Estos días, entre nosotros me gusta más pero no sé qué carajo quiere decir aparte de eso mismo; y por fin Cuarteles de invierno, que haría referencia a lo obvio y además a la decadencia y final de Rocha, el boxeador. Decime qué te parecen y si se te ocurre algo (el hijo de puta de Cortázar usó ya Último round, que me venía perfecto). No la leyó nadie todavía, así que no puedo comunicarte opiniones. Cuando haya un original limpio, en dos o tres semanas, trataré de hacértelo llegar del modo que sea más conveniente para que me des tu opinión. Eso sí: creo que los diálogos son muy justos, muy explícitos y si algo estoy haciendo que alguien recuerde alguna vez serán los diálogos. En cambio las descripciones son en general bastante banales. Tengo más oreja que vista, qué le vamos a hacer”.
En la entrega del Premio Cervantes a Bioy, abril de 1991
A mediados de los 90 Soriano advertía que sus personajes eran arrastrados por la historia del país. Y no hay necesidad de remontarnos al origen, miremos los años 70. Fulano daba un paso, después lo arrastraban unos cinco pasos más, y después ya estabas en medio del mar y había que nadar.
El boxeador y el cantor de tangos son dos soledades que se encuentran, que vienen a una fiesta chiquita en un pueblo de provincia. Su plan es irse al día siguiente a Buenos Aires: no tienen en cuenta que hay una dictadura, son personajes grises, comunes, de los que podrían haber dicho que no sabían lo que pasaba. El problema es que una vez que están en el pueblo toman conciencia de que la fiesta la dan los milicos. Como uno de ellos, el tanguero, tiene algún rasgo de dignidad, dice que no al pedido de un milico de que le firme un autógrafo. El otro ni lo piensa, pero ese “no firmo” los arrastra a los dos a un infierno del que salen empujando una camilla por el medio de la calle para tomar el tren e irse hechos mierda. Obviamente, el que no firmó hizo bien, creo yo. Me acuerdo que ese dato era de la realidad. El personaje trata de evitar firmar de manera elegante, y el milico le contesta: “Rivero me firmó”.
Eso es porque, cuando estaba escribiendo el libro había visto que Edmundo Rivero, a quien adoraba, había acompañado a Videla en un viaje: es decir, firmaba. De alguna manera, mi personaje estaba diciendo: “Yo ni siquiera soy Rivero, pero no firmo”. Ricardo Piglia evaluaba que Cuarteles es, tal vez, la mejor novela que se escribió en el exilio sobre la dictadura. “Porque no es un libro con una denuncia directa, ni cuyo contenido explícito está ligado a las atrocidades y a los horrores que conocemos. Es una metáfora concentrada en el enfrentamiento de ese boxeador que se ve obligado a luchar, en una pelea decisiva, con el hombre que había elegido el ejército. Hay mucha gente que narra bien la historia, pero son muy pocos los capaces de construir en una historia sencilla un sentido suplementario. A mi juicio, ése es el gran mérito de la obra de Soriano”.
*Extracto de “Exilio”, capítulo 9 de Soriano, una historia, ed. Sudamericana.
Imagen de portada: En la casa de la calle Palmerston, Bruselas, 1977.
FUENTE RESPONSABLE: Página 12. Por Ángel Berlanga. 5 de marzo 2023.
Sociedad y Cultura/Literatura/En memoria/Nuestros escritores
Fascinados por el humor y la riqueza imaginativa (visual, sensorial) de sus libros de madurez, solemos olvidar que Simic empezó como un poeta ascético, capaz de hacer hablar al silencio y dar a cada poema su contorno preciso.
La primera vez que me topé con el nombre de Charles Simic (1938-2023) fue hace más de treinta años, en una entrevista con Paul Auster incluida en su libro de ensayos El arte del hambre, editado al calor de esa primera ola de austermanía que siguió a la aparición de la Trilogía de Nueva York.
Es un cameo característico en el que reconocemos de inmediato el tono del poeta: “Hace doce años, cuando nació mi hijo, Charlie Simic, un viejo amigo mío me escribió una carta de enhorabuena donde decía: ‘Los hijos son maravillosos. Si yo no tuviera hijos, iría por ahí creyéndome Rimbaud.’” La frase de Simic, con esa mezcla tan suya de ternura y humor iconoclastas, apunta a la raíz de su proyecto literario, esa modestia implícita que es también una forma de la mesura, del equilibro, por irónico y travieso que sea: hemos crecido en la lectura y la admiración de Whitman y Rimbaud, de Neruda y Perse, pero nosotros somos distintos, no cabe replicarlos ni seguirlos acríticamente.
El mundo ha cambiado y nosotros con él. Somos seres perdidos en la multitud (Poe) de sociedades complejas y el viejo papel de bardo o el más reciente de poeta maldito se agotaron, quedaron desfasados. Algo así viene a decir en un poema en prosa de El mundo no se acaba (1989) en el que traduce o actualiza otro anterior del serbio Aleksandar Ristović:
La era de los poetas menores se acerca. Adiós Whitman, Dickinson, Frost. Bienvenidos aquellos cuya fama jamás traspasará la frontera de vuestros familiares cercanos, y tal vez un par de buenos amigos congregados después de la cena ante una jarra de áspero vino tinto… mientras los niños se caen de sueño y se quejan del ruido que haces al revolver los cajones buscando tus viejos poemas, temeroso de que tu mujer los haya tirado a la basura después de la última limpieza general […]
Fascinados por el humor y la riqueza imaginativa (visual, sensorial) de sus libros de madurez, solemos olvidar que Simic empezó como un poeta ascético, capaz de hacer hablar al silencio y dar a cada poema su contorno preciso. Visto ahora, su aparición en 1971 con los poemas de Desmontando el silencio tiene mucho de acontecimiento.
Aquellos poemas se movían en el extremo contrario a la locuacidad desatada de los poetas beat o la enésima vuelta de tuerca vanguardista de los Black Mountain y la escuela de Nueva York. Su laconismo, la dureza escéptica de la mirada, el brillo de quitina de unas palabras bien plantadas y recortadas sobre la página, todo era como un imán que arrastraba al lector hasta un lugar extraño, hecho de sueño y sospecha y recuerdos de un desastre lejano:
Cada mañana olvido cómo es.
Veo subir el humo
a grandes pasos sobre la ciudad.
No pertenezco a nadie.
Me acuerdo entonces de mis zapatos,
de cómo he de ponérmelos,
de cómo, al agacharme para atar los cordones,
me veré con la tierra.
Sabemos que ese desastre fue la Segunda Guerra Mundial y lo que el niño Simic vio y vivió entonces en las calles de Belgrado y en su posterior exilio en París y en el Chicago de mediados de la década de 1950. Que el poeta maduro transmuta sus recuerdos de infancia y juventud en una sucesión de estampas absurdas y hasta cómicas no desmiente su carácter traumático. El tono siniestro y expresionista de esos primeros poemas (hasta la publicación de Austeridades en 1982) testimonia su deuda con la poesía de la Europa del Este, desde Vasko Popa a Zbigniew Herbert pasando por el checo Miroslav Holub, entre otros.
Es un mundo en blanco y negro (un “lugar iluminado por un vaso de leche”, como reza el título de su segundo libro), de resonancias folclóricas y ruralistas, fuertemente supersticiosas, un mundo que parece vivir a trasmano de los grandes acontecimientos pero que una y otra vez padece sus consecuencias, las secuelas del desastre. Hay humor en estos poemas, pero es un humor sombrío, resignado: el humor del insomne que fue durante muchos años. Es verdad que Simic coquetea con la magia implícita de los objetos, explorando sus posibilidades ocultas en poemas como “Tenedor”, “Escobas”, “Tapiz” o “Piedra” (“Adentrarme en la piedra, / tal es mi vocación”), pero el horizonte de la visión es oscuro, fatalista. Se parece a ese mandil que cuelga de un gancho en “Carnicería”: “manchado de sangre / como un mapa de los amplios continentes de sangre, / de los amplios ríos y océanos de sangre”.
La poesía de Simic da un quiebro a mediados de la década de 1980 y rompe de manera elocuente con la tentación castradora del silencio y la oscuridad. Él mismo me confesó en nuestro primer encuentro personal (en Londres, en el otoño de 1998) que se había cansado “del prestigio del silencio, de los espacios en blanco […] No deja de ser una retórica gastada y a mí, personalmente, me llevó a un callejón sin salida. Sentía que me estaba vaciando como poeta, que no podía expresarme plenamente”.
Expresarse plenamente, en su caso, era dar cabida al humor, a la ironía, al caudal exuberante no ya del mundo, sino de su percepción personal, hacer sitio para una fantasmagoría propia que seguía tomando elementos de sus maestros (no solo los poetas del este europeo, sino el cine mudo, ciertas vetas del surrealismo, la obra de Joseph Cornell, etc.) para crear una Norteamérica de su invención, en la que (en palabras de Seamus Heaney) “el método mítico se alía con Bart Simpson”.
A partir de Blues interminable y sobre todo de El mundo no se acaba, Simic da con el surco de su escritura más genuina y ya no se aparta de ella. Alimento para seguir en la brecha no le faltó, porque, según confiesa en El monstruo ama su laberinto:
Mi alma está constituida por miles de imágenes que no puedo borrar. Lo recuerdo todo vívidamente, desde una mosca en una pared de Belgrado a una calle de San Francisco a primera hora de la mañana. Soy una vieja película de mucho grano que parpadea y muchas veces parece muda.
La referencia a la película muda es sintomática: muchos de los escenarios de sus poemas parecen sacados de las viejas cintas de Chaplin o Buster Keaton, a los que profesaba devoción, o también de ciertas películas de cine negro: negocios de mala muerte, edificios ruinosos, ventanas con los vidrios rotos o cegadas con tablones, un ambiente de Gran Depresión que se superpone a lugares y referentes contemporáneos para crear un efecto de relieve y atemporalidad. Esto sucede ahora, nos dice Simic, pero lleva en sí un poso de años, lleva ocurriendo siempre y nunca dejará de ocurrir.
La pasión americana del poeta es la de alguien que llegó a ella de joven y es capaz de verla desde fuera, como un todo, convertida en una gran bola de cristal que incluye su mitología pop, su forma rutilante de presentarse al mundo. Sus poemas son el único lugar que conozco donde la avenida de Nueva York por la que camina el Travis Bickle de Taxi driver desemboca en las callejas destartaladas de El niño de Chaplin.
La capacidad plástica y evocadora de las imágenes de Simic está también detrás del éxito de sus memorias, Una mosca en la sopa, que vienen a darnos el marco de referencia o el contexto del que brota su poesía: una escritura ágil, cortante, que rehúye cualquier forma de ensimismamiento para testimoniar el retrato del poeta como joven outsider, amante del jazz, poeta caudaloso que quema etapas a ritmo vertiginoso para terminar –literalmente– quemando los frutos de su aprendizaje y así empezar de nuevo.
Lo mismo cabe decir de sus cuadernos de notas (reunidos en El monstruo ama su laberinto), estructurados en forma de fragmentos y ráfagas de pensamiento que no aspiran a otra coherencia que la que procuran las insistencias de su autor: el humor como antídoto y disolvente frente a las imposiciones del poder; la aversión a cualquier forma de dogmatismo y teoría simplificadora; la creencia en que somos mente y espíritu, pero también cuerpo que come y duerme y defeca; el amor a la paradoja y el carácter maravillosamente contradictorio y extravagante de la realidad; la fe en el carácter libre y abierto de la escritura…
Simic, el poeta, fue haciéndose más ligero y burlón y hasta despreocupado con los años, como si quisiera combatir así las sombras ideológicas y civiles que fueron creciendo sobre su país de adopción. Camus tenía razón, afirmaba: “la lucidez heroica ante el absurdo es más o menos todo con lo que contamos”. Incluso en la era de Trump, al que llamaba moron-in-chief con mucho sentimiento, “Charlie” supo no perder la perspectiva ni caer en formas de melancolía más o menos narcisistas. Tantos años de insomnio le habían enseñado, entre otras cosas, que no hay noches eternas: “El cielo es azul. El ruiseñor canta en un soneto renacentista, e inmediatamente alguien se va a la cama con un dolor de muelas.” ~
Imagen de portada: Caricatura de Charles Simic
FUENTE RESPONSABLE: Letras Libres
Sociedad y Cultura/Literatura/Poesía/Versátiles/En memoria
La primera novela que leí de Carmen Laforet, mujer, madre, escritora y referente, fallecida hoy, 28 de febrero pero de 2004, fue Nada.
La obra con la que ganó el premio Nadal en 1944 con sólo veintitrés años.
Veintitrés años que, vistos con distancia, verdaderamente no son nada. Pero más allá del juego de palabras, lo cierto es que a esa edad la vida se plantea como una flor que se está abriendo, o que ya abierta bebe del rocío de la mañana como si le fuera la vida en ello, como elixir que le prometiera una juventud terrenal y eterna. Hay prisas, ansias y hambre de experiencia, de libertad que anida en el espíritu del inconformista.
Un poco como lo fue Carmen Laforet, tan parecida, en ocasiones, a Andrea, la protagonista de la novela que nos descubre la belleza que puede esconder una ciudad —en este caso, Barcelona— decrépita y azotada por la guerra.
Tampoco las gentes ni los familiares de Andrea ni demás personajes que la acompañan durante poco más de un año se quedan atrás. Más bien parece que quisieran estar a la altura de la ciudad. Ser una prolongación de ella, de ese —como escribe Laforet— dualismo de fuerzas, que habita en nosotros y en lo que nos rodea, constantemente enfrentadas a una lucha enconada de la que no se sabe todavía cuál de las dos saldrá viva de la pelea.
Muchos críticos, y no tan críticos, han afirmado que el éxito de Nada reside en la descripción de una España de posguerra que ha perdido toda pureza, resplandor e inocencia; habitada por hombres y mujeres cínicos, desgraciados, cobardes, mezquinos, algo zalameros y, sobre todo, histéricos y hambrientos a los que sólo les mueve el interés, el beneficio propio a costa de los demás.
Ese tipo de personas que defienden que el fin justifica los medios cuando no hay pan que llevarse a la boca en una casa sombría, fría, sórdida y violenta, llena de trastos, con paredes desconchadas y descoloridas, acordes al aspecto de sus inquilinos, y retratos que parecen atestiguar que antes de la guerra el futuro que se les presentaba cumpliría, con creces, las expectativas, esperanzas y anhelos que habían depositado en él casi sin querer, casi sin prever que de la noche a la mañana todo cambiaría y nada volvería a ser como lo fue ayer.
Y, de hecho, nunca más lo sería. Y a pesar de ello, de ese ambiente cerrado y hostil que descubre y nos descubre Andrea, también hay espacios donde prevalece el orden y el concierto; la contemplación y el silencio gracias a esos mismos personajes, humanos ambiguos que quieren y no saben lo que quieren; que, como decía aquella canción, traen enredada en el alma, una vida y una tristeza. Piedra y camino es su destino, ellos, peregrinos, y, como dice Román en un momento dado, basta que te agarren los sentidos para que ya no puedas escaparte.
Sujetos hechizantes como tantos que vemos día y noche vagabundeando libremente por las calles empedradas o asfaltadas con aspecto de hombres y mujeres normales que van por la vida como si nada les perturbase ni trastocase; que prosiguen su rumbo abstraídos, sumergidos en un ensimismamientos que no deja de intrigarnos, que nos atrae y, por eso, queremos acercarnos y presentarnos. Romper su burbuja si es necesario para entrar y formar también parte.
Personas difíciles de tratar porque aunque se revistan de lo que no son, por mucho que intenten cambiar o parecerse a los demás, les es imposible desprenderse de su genuina personalidad. Y éste es el tipo de contienda interna que sufren, y con la que viven, Andrea, Román, Ena e incluso la madre de ésta.
Gentes peculiares sin cura ni remedio, con visión “baci yelma” como nos hizo apreciar Landero en su particular huerto en un arrebato de espíritu quijotesco, capaces de ver el yelmo en la bacía y la bacía en el yelmo. Y así veo y siento yo esta ópera prima de Carmen Laforet. Así debiera también verse la vida, manteniendo el equilibrio entre la realidad y la fantasía, lo trascendente y lo mundano, lo verdadero y lo imaginario. ¿Cuántos de nosotros adoptamos esa visión, o actitud, ante lo que se nos presenta?
Además del realismo post-bélico y la sensibilidad que se distingue en la novela con sobrada evidencia, si se presta la debida atención y apreciación, notará el lector que estas páginas emiten un rumor tibio de atardecer y primavera. Suenan a habanera catalana, a balada francesa de Brel, al fado que canta María la portuguesa en las tabernas donde bebe vinho amargo por un amor desgraciado.
Y, por si fuera poco, toda la historia, de principio a fin, huele a mediterráneo, a noches de hoguera, coñac y olas de mar, pero también a tormenta y humedad que cala hasta hacerte tiritar, y saber, que lo único que puede entonarte de nuevo es contemplar el rostro del hombre que sólo duerme y descansa como debe cuando estás a su lado, y al mirarle y acariciarle lo ves sereno, tranquilo, perfecto.
Ese rostro serio, tímido y un poco distante de quien calla por miedo a romper la magia, de quien sigue tocando para hipnotizarte y mantenerte así, durante horas, en trance, porque tú eres el auditorio que necesitaba. Esto representa para mí Nada, más allá del reconocimiento, del premio y las alabanzas que recibiera por parte de los críticos, de los expertos, de los intelectuales, de poetas y escritores de la talla de Juan Ramón Jiménez o Valle-Inclán, porque en esta novela el vencedor y vencido no es el hombre sentado al piano de Billy Joel, sino ella, la mujer sentada al piano que toca y canta como pocas al no poder reprimir aquello que le desborda y le abrasa, consciente de que —como firma su autora—, aunque todo siga, se haga gris, se arruine viviendo y pensemos que no nos queda nada… en realidad, aún nos queda y tenemos mucho por lo que seguir adelante y vivir.
Por más novelas como Nada.
Por más voces como Laforet.
Imagen de portada: Carmen Laforet
FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Beatriz Eduarte. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 28 de febrero 2023.
La editorial Renacimiento publica las obras completas de la escritora nacida en Chile en cuya obra pueden verse ecos de Blake o Whitman, pero también de los simbolistas.
Con el cuidado y el rigor que acostumbra, la editorial Renacimiento acaba de publicar las obras completas de la poeta chilena Teresa Wilms Montt, que nació en Viña del Mar en 1893 y murió suicida en París por sobredosis de veronal el día de Nochebuena de 1921.
Los detalles de su atribulada vida los cuentan en el estupendo prólogo María Ángeles Pérez López y Mayte Martín Ramiro, ambas poetas y profesoras de Literatura y responsables también de la edición. Nada más abrir el volumen encontramos un retrato a toda página de Wilms Montt, de una belleza extraordinaria, que no mira exactamente al objetivo sino un poco más abajo, con un aire melancólico y retador a un tiempo. Te ve pero no te mira, como si dijera ya sé lo que hay, pero me concentraré en lo que yo quiera.
Menciono la foto que aparece en el volumen como ejemplo del cuidado puesto en la edición material del libro, pues es un detalle tan atractivo como la tinta verde en la página de portada y en la capitular del prólogo, que se añade también a lo agradable del gramaje y el color del papel, el prometedor peso del volumen, etcétera.
Pero la menciono también porque desde muy pronto en el prólogo advertimos que la llamativa belleza de la autora no es un detalle circunstancial. En la sección dedicada a La obra literaria de Teresa Wilms Montt, se recoge lo siguiente: “Desde el comienzo, su obra ha estado ensombrecida por la belleza física y su propia figura ha sido romantizada a causa del suicidio, aunque hubo excepciones notables como la de Enrique Gómez Carrillo [crítico literario nacido en Guatemala que, por cierto, estuvo casado con la actriz española Raquel Meller], que en 1918 publicó en El Liberal lo siguiente: ‘Esta mujer que lleva a cuestas la maldición de su belleza no es sino una escritora, una gran escritora que si fuese hombre y tuviese barbas formaría parte de todas las Academias y llevaría todas las condecoracione’”.
A juzgar por lo que leeremos más adelante en los poemas y los diarios que conforman el libro, no está claro que la poeta rebelde hubiese querido ingresar en ninguna academia −fue una maldita ejemplar− ni si las condecoraciones no las usaría de cenicero, pero sin duda su atractivo determinó el curso de su vida y en consecuencia también de lo que escribía, sobre lo que Gómez Carrillo no exagera.
Más adelante: “como ha afirmado Rosa García Gutiérrez [profesora de Literatura Española e Hispanoamericana de la Universidad de Huelva, en su artículo Un emprendedor distinto. Juan Ramón Jiménez lee a Teresa Wilms Montt], ‘no hay evocación de la época sin referencia a su belleza física, exotizada o demonizada, y casi todas menosprecian o ignoran su obra’”.
Nos sentimos instados a no fijarnos tanto en lo guapa que era aquella mujer y más en lo bueno que era lo que escribió, pero lo cierto es que no hay manera de comprender el amasijo de emociones que la asediaron y que ella expresó en palabras si pasamos por alto su aspecto físico. El cuerpo es la parte visible del alma. Esta es una idea, o una revelación más bien, que encontramos en las páginas de poetas anteriores como William Blake y Walt Whitman.
Apostaría a que Wilms Montt, como todos los poetas hispanoamericanos contemporáneos suyos, los leyó (Blake se tradujo más tarde, pero Whitman es una figura radiante para aquellos poetas: “Aquel que todo lo ha visto, que conoce todos los secretos sin ser Walt Whitman, pues jamás he tenido una barba blanca como las bellas enfermeras y los arroyos helados”, escribió Vicente Huidobro en el prefacio de Altazor. Precisamente con Vicente Huidobro es con quien Teresa Wilms Montt se escapó del convento en el que la había recluido su familia y huyó a Buenos Aires, donde se harían amigos de Borges.
Más tarde, en 1918, Teresa y Vicente se trasladarían a Madrid. Copio del diario de Teresa de aquellos días en Madrid algunas impresiones de aire modernista de su habitación de hotel: “Entretiene a mis ojos ociosos la contemplación de una puerta con raros arabescos, caprichosamente tallados por los dientes de una rata y la ventana rígida, espectral, que mira a la calle por el cuadrado de dos vidrios rotos”, o “Yo amo mis objetos, ellos me hablan del pasado, sencillamente, sin quejas teatrales ni recriminaciones amargas. El pasado, que se ha transformado para mí en rara paradoja, es lo único que me queda”).
Perdón, vuelvo atrás. He mencionado a Blake y Whitman a cuento del aspecto y los escritos de Teresa Wilms Montt, pero quienes nos vienen a la mente nada más ponernos a leerla son los decadentistas y simbolistas franceses (como era habitual en las clases pudientes de la época, las hermanas Wilms Montt estudiaron en francés), y los tonos un poco lautremont escos.
“Por la noche, penetro en mi alcoba como en un templo, tan fervorosamente que mis rodillas se doblan”, “Te extraje de la sangre más noble de mi corazón y te uní a mi destino para siempre”, “La tibieza de tu cuerpo ha quedado como un veneno insomne en mis miembros. Todos ellos se retuercen en convulsiones espasmódicas de delirio”, “Troqué el canto de tus aves por las palabras halagadoras y engañosas, y por la luz de tu sol, los fuegos fatuos del siglo, que me hicieron caminar como una sonámbula errante”, “¡Noche hermana! Pupila inconsolable que de tanto llorar has quedado ciega”, “Caminaba sin rumbo, abismada en la monotonía de la tarde, sin oír otro ruido que el de mis pasos. Iba sola, por no sé qué calle, de no sé qué país”, “Busco unos labios que sean fuente de olvido”, “Si enmudeciera el globo terrestre y dejara de rodar por los espacios, la fuerza de mi dolor lo haría reanimarse, como se reanimaría el lago muerto si desembocara en él un río”.
Imágenes como estas de Teresa (que a veces firmaba como Thérèse), donde solo los artículos y las preposiciones no tienen carga, parecen escritas desde el mismo país de su semejante y hermano Baudelaire.
Para una sensibilidad de esa clase, una mujer como Teresa sería como una aparición encarnada desde un soneto, una proyección de la fantasía hiperestésica, el sueño del bebedor de absenta. Solo que esa sensibilidad era también la suya y sobre esos paisajes escribía ella también.
De ese modo tenemos en ella al agente doble: escritora y objeto, exploradora de los misteriosos países condenados e ideal femenino maldito −que reina en esos dominios suyos que explora−. El ideal que escribe versos como los inspirados por el ideal. Es algo que asusta, irresoluble y peligroso.
Al poeta Horacio Ramos Mejía, que se suicidó delante de ella, lo evocó en su libro Anuarí (“Ha hecho de sus dedos mágicas flautas. Como no tiene carne, los sonidos suben todo a lo largo de sus brazos huecos”), publicado en España con prólogo de Valle-Inclán (“¿De qué mundo remoto nos llega esta voz extraña cargada de siglos y de juventud?”).
Pero al sentimiento de estar fuera de lugar en el mundo de Wilms Montt se añadían desdichas de otra naturaleza. Lo que más desgarro le provocó en su vida, y al parecer el detonante definitivo del suicidio, fue la separación de sus dos pequeñas hijas, sobre las que escribe a menudo, y que se quedó la familia de su marido desde su encierro en el convento. Tenía 28 años.
La primera vez que oí sobre Teresa Wilms Montt fue a través de Juan Ramón Jiménez, que la admiraba mucho, pero no la había leído hasta ahora. No esperaba una impresión tan fuerte como la que recibí al abrir la primera página, mientras hojeaba el libro, que no decayó a medida que seguía leyendo.
Allí estaba una enorme escritora que honró el momento más exacerbado de su sensibilidad y que rescató de sus viajes las flores del mal y las inasibles melodías, que era la misión que se dieron aquellos poetas condenados. Me pregunto con verdadera curiosidad qué cosas habría escrito con el correr del tiempo, si hubiese podido escapar de esos mundos, y deseo que al cabo hubiese podido reunirse con sus hijas.
Imagen de portada: Sporting Club Viña del Mar, Chile (1890)
FUENTE RESPONSABLE: Letras Libres. Pore Bárbara Mingo Costales. 21 de febrero 2023.
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