Artemisia, la mujer que combatió en la Batalla de Salamina.

La reina de Caria, Artemisia I, fue la única mujer que participó en las batallas navales de cabo Artemisión y de Salamina en el año 480 a.C. 

Su gran valentía y determinación le valieron una gran reputación como estratega, de tal modo que fue la única mujer comandante de una flota en el ejército del Gran Rey persa Jerjes I. Llegado el momento, y a pesar de que Artemisia le ofreció el mejor consejo para derrotar a los griegos, el monarca no la escuchó y envío a toda su flota a una derrota segura.

Artemisia I de Caria está considerada la primera mujer que fue almirante de una flota de la historia, además de hacer gala en situaciones difíciles de un gran sentido común. Y es que tal vez si el rey persa Jerjes I, en el año 480 a.C., le hubiera hecho caso la historia hubiera seguido otros derroteros.

En un mundo eminentemente masculino, Artemisia llegó a comandar una flota de cinco barcos que se enfrentarían a los griegos en el cabo Artemisión y en Salamina. Pero Jerjes I decidió hacer caso omiso del sabio consejo que le dio su comandante antes de la batalla y, en consecuencia, los griegos hundieron sin compasión la flota persa.

ORIGEN DESCONOCIDO

Algunos historiadores, como el macedonio Polieno o el romano Justino, ya hacían referencia a aquella mujer legendaria por su astucia y por su valentía, de la que, sin embargo, se sabe muy poco. 

Se cree que Artemisia nació en la ciudad de Halicarnaso en una fecha incierta del siglo V a.C. A pesar de sus orígenes helenos, la costa de Caria, en Asia Menor, fue anexionada al Imperio Aqueménida por el general Harpago, al servicio del soberano persa Ciro II, tras sofocar una rebelión dirigida por el rey lidio Creso en el año 545 a.C. 

Tras la conquista, las ciudades estado de Asia Menor disfrutaron de cierta autonomía, pero no dudaron en levantarse en armas contra Darío I, que acabó por convertir Halicarnaso en una satrapía del Imperio, gobernada por el padre de Artemisia, Lígdamis I.

La mayoría de historiadores opina que Artemisia nació en la ciudad de Halicarnaso en una fecha incierta del siglo V a.C.

Mapa que muestra el mundo griego durante las Guerras Médicas.Mapa: Juan Jose Moral (CC BY-SA 2.5 )

A día de hoy, el origen del nombre de Artemisia sigue sin estar muy claro. Hay investigadores que creen que hay que buscar su procedencia en la región de Frigia, en Asia Menor, y otros consideran que sus raíces proceden del persa, en cuyo caso la raíz arta, art o arte podría significar «grande» o «sagrado», en clara relación a la diosa griega de la caza, Artemisa. De hecho, muchos expertos se inclinan a aceptar una etimología cuyo significado sea «pura» o «doncella», como lo era la divinidad helena, una de las más antiguas y veneradas del panteón.

UNA HÁBIL ESTRATEGA

En sus Estratagemas, el macedonio Polieno dice que Artemisia heredó la personalidad de su madre, que era cretense, y que desde muy pronto se sintió atraída por la estrategia militar. 

Dio claras muestras de su habilidad en este terreno, según sigue narrando Polieno, cuando urdió un original plan para tomar la ciudad de Latmos: 

Artemisia encabezó una procesión religiosa y marchó a Latmos con la excusa de llevar a cabo allí un sacrificio ritual. Los habitantes, deseosos de contemplar el espectáculo, salieron en masa de la ciudad, y, mientras disfrutaban de la actuación, los hombres de Artemisia tomaron Latmos.

Pero más allá de esa anécdota, el episodio por el cual la estratega ha pasado a la historia fue por su participación en la Segunda Guerra Médica, cuando Jerjes I quiso invadir Grecia como castigo por la derrota que los griegos habían infligido a los persas en la batalla de Maratón en el año 490 a.C.

Jerjes I quiso invadir Grecia como castigo por la derrota persa en la batalla de Maratón en el año 490 a.C.

Relieve que representa al rey persa Jerjes I en el Museo Nacional de Irán, Teherán.

Relieve que representa al rey persa Jerjes I en el Museo Nacional de Irán, Teherán.Foto: Darafsh (CC BY 3.0)

Ante la inminente invasión, las polis griegas se unieron para hacer frente al colosal ejército persa, que trasladó la contienda a mar abierto. No era una sorpresa. De hecho, era lo que había previsto el general ateniense Temístocles, quien había impulsado la construcción de una enorme flota de más de 200 trirremes. 

El primer choque entre ambas escuadras tuvo lugar en el cabo Artemisión, donde Aquemenes, hijo de Darío I y hermano de Jerjes, había perdido un tercio de sus barcos a causa de una terrible tempestad. Aun así, la flota persa triplicaba en número a la de los griegos.

EL VALOR DE ARTEMISIA

Y aquí entraría en acción Artemisia. Su protagonismo aumentó justo en el momento en que los griegos parecían estar perdiendo la batalla. La retaguardia griega había conseguido retrasar el avance de los persas en el desfiladero de las Termópilas, pero, a pesar de ello, los griegos se vieron obligados a replegarse hacia el istmo de Corinto y la isla Salamina. El ejército del Gran Rey persa logró tomar y destruir Atenas, pero Jerjes dudaba entre librar un combate naval contra los griegos en Salamina o, por el contrario, concentrar sus esfuerzos en tierra firme, con su infantería apoyada por su inmensa flota.

El protagonismo de Artemisia aumentó justo en el momento en que los griegos parecían estar perdiendo la batalla.

La batalla de Salamina según una ilustración del siglo XIX realizada por Walter Crane. Foto: PD

Jerjes consultó a sus comandantes qué decisión tomar. Todos estuvieron de acuerdo: había que aprovechar que la flota griega se había retirado a Salamina para atacar y hundirla. 

Todos menos Artemisia. 

Aún a sabiendas de que su opinión contraria podía costarle la vida, la comandante se armó de valor y desaconsejó a Jerjes entrar en aquella bahía tan estrecha con la flota. También le instó a resguardar sus naves. Artemisia era consciente de que los marinos griegos eran superiores a los persas, como «lo son los hombres a las mujeres». Una apreciación que puede resultar curiosa en boca de una mujer que demostraba en aquellos decisivos momentos una sensatez mayor que la de sus pares masculinos. 

EL FIN DE UNA LEYENDA

A pesar de tener a sus compañeros en contra, Artemisia insistió en su idea de no entablar combate en Salamina mientras todas las miradas estaban puestas en Jerjes, temiendo su reacción. 

El Gran Rey no montó en cólera, pero tampoco hizo caso de la sugerencia de Artemisia, sino que prefirió tener en cuenta la opinión mayoritaria que abogaba por atacar a los griegos sin saber que aquello les conduciría al desastre. Y es que, tal como había profetizado Temístocles, la enorme cantidad de barcos persas que se adentraron en esa bahía de reducidas dimensiones hizo que se estorbasen continuamente los unos a los otros, lo que provocó que su superioridad numérica quedara reducida a la nada.

La Batalla de Salamina. Cuadro pintado por el artista Wilhelm von Kaulbach en 1868 en el que puede verse a Artemisia en el centro, disparando con su arco.Foto: PD

En medio de la cruenta batalla en aguas de Salamina, Artemisia, a cuya cabeza los griegos habían puesto precio, se encontró aislada del resto de la flota. 

Advirtiendo cómo se acercaba hasta su nave un barco enemigo para embestirla, la comandante prefirió adelantarse y atacar a uno de sus aliados para hacer creer a lo griegos que realidad era uno de los suyos. 

Cayendo en el engaño, los helenos dejaron de acosarla y Artemisia pudo escapar. Finalmente, tras la debacle de Salamina poco más se sabe de Artemisia. De hecho, su rastro se pierde en Caria, su patria, adonde al parecer regresó.

Siglos más tarde, el patriarca de Constantinopla, Focio el Grande, plasmó una historia sobre el final de Artemisia en su obra Myrobiblion

Según se cuenta en ella, la reina de Caria se enamoró de un hermoso joven llamado Dárdano, pero, al no ser correspondida, la despechada Artemisia se arrancó los ojos. 

Posteriormente, y siguiendo los dictados de un oráculo, la reina saltó desde lo alto de una roca en la isla de Léucade perdiendo de este modo la vida en el acto.

Imagen de portada: Efigie de Artemisia en una medalla del libro iconográfico Promptuarii Iconum Insigniorum realizado en 1553 por Guillaume Rouille´. Foto: PD

FUENTE RESPONSABLE: Historia National Geographic. Por José M. Sadurni. 2 de diciembre 2022.

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El truco del artista torturado.

ANIVERSARIO

El 30 de septiembre de 1997, y después de varios años sin grabar un disco de canciones nuevas, Bob Dylan editaba Time out of mind, obra maestra que significó un nuevo comienzo en su carrera.

“Pensé que me faltaba poco para ver a Elvis”. Eso dijo Bob Dylan, con su humor lacónico, a principios de junio de 1997, recién recuperado de una histoplasmosis, enfermedad infecciosa causada por la inhalación de las esporas de un hongo que terminó por dañarle la membrana que recubre el corazón. Era como si el diagnóstico médico se hubiese inspirado en las canciones de Dylan, quien acababa de grabar Time out of mind, su mejor disco en años, puntapié inicial de su canonización en vida, la más formidable de la historia del rock. Sin embargo, hasta ese instante, la década le había sido esquiva.

El renacimiento que significó Oh Mercy (1989), disco producido por Daniel Lanois en el que Dylan había encontrado un lugar de enunciación a su medida, sin las afectaciones pop de sus intentos ochentosos, se advirtió efímero con la edición de Under the red sky, del año siguiente. 

El trabajo contó con la colaboración de varios pesos pesados, pero no tuvo buenas críticas y fue entendido como otro paso en falso. Uno de los invitados fue Slash, que después se quejó porque Dylan, enfundado en uno de sus clásicos buzos con capucha, no le había dado ni la hora cuando se lo cruzó en el estudio.

La estupefacción ante el comportamiento inexplicable de Dylan ya es un subgénero en el anecdotario del rock. Se podría escribir un libro entero que narrara los cientos de encuentros absurdos entre Dylan y sus colegas.

Desalentado por la frialdad ante sus nuevas canciones, con actuaciones irregulares en vivo, y, al parecer en la etapa más salvaje de su vínculo con el alcohol, por varios años pareció que Dylan había claudicado y se limitaría a sobrevivir como el dueño de una obra inalcanzable, pero anclada en otra era. 

Él mismo, en Crónicas(2005), explicó su situación por aquella época: “Dondequiera que vaya, soy un trovador de los sesenta, una reliquia del folk rock, un rapsoda de tiempos pasados, un jefe de Estado ficticio de un lugar que nadie conoce. Me encuentro en el abismo sin fondo del olvido cultural. Llámalo como quieras. No me lo puedo quitar de encima”.

En ese sentido, la edición de “Bootleg Series Vol. 1-3”, en 1991, el primero de sus aclamados discos con material de archivo -inteligente institucionalización de sus grabaciones piratas por parte de su sello-, no hizo más que corroborar que lo mejor ya había pasado, aunque una de las joyas del box set, “Series of dreams”, era un inédito que había quedado afuera del reciente Oh Mercy.

Good as I Been to You (1992) y World Gone Wrong (1993), dos recopilaciones basadas en el repertorio tradicional del folk norteamericano, sin canciones de su autoría, probaba que no era descabellado pensar que a Dylan se le hubiese mojado la pólvora. 

El gesto de regresar al útero del folk se divisaba también como el movimiento antagónico de su famosa y reprobada electrificación en el Free Trade Hall de Manchester, el 17 de mayo de 1996. Entre el grunge, el shoegaze y el trip hop estos dos discos pasaron algo desapercibidos para el gran público. Con el diario del lunes, los dylanólogos –la secta más extraordinaria surgida de la cultura rock- los señalan como el inicio de la resurrección.

Atrapado sin salida en ese contexto indudablemente retrospectivo, en octubre de 1992, Dylan festejó sus 30 años de carrera en el Madison Square Garden, junto a Eric Clapton, Lou Reed, Eddie Vedder y Neil Young entre otros. 

Fue la noche en la que el público de Dylan, más exigente que la platea San Martín del Monumental, abucheó a Sinéad O´Connor, que días atrás había destrozado una foto de Juan Pablo II en una presentación televisiva como forma de protesta por los abusos sexuales de la Iglesia.

Cinco años más tarde, unos días antes de la edición de Time out…, y aunque Joseph Ratzinger se opusiera, Dylan tocó para el Papa. 

Cuando se saludaron, se quedó sin palabras: no supo qué decirle. “Tú dices que la respuesta está flotando en el viento, amigo mío. Es verdad”, le dijo Wojtyła, para romper el hielo, “pero la respuesta no está en el viento que dispersa todo en el torbellino de la nada, sino en el viento que es soplo y voz del Espíritu Santo, la voz que llama y dice: ven”. 

Dylan había pasado del judaísmo al cristianismo a fines de los setenta, lo que había desencadenado uno de sus periodos más discutidos, cuyo registro se halla en la trilogía de discos religiosos, uno de ellos una obra maestra del tamaño de Slow train coming (1979).

No hace falta decir que hacia 1997, con el enigma gigante que rodeaba su vida privada, nadie sabía a ciencia cierta si Dylan era judío, cristiano, agnóstico, ateo, masón, hincha de Wanderers de Montevideo o illuminati.

El año 1994 incluye dos hitos, a mitad de camino entre el revival y el renacimiento artístico, que ubicaron a Dylan en la centralidad. Uno fue la grabación de su MTV Unplugged, formato que bien podría ser definido como la propuesta para que cada artista del mainstream versione sus temas con el estilo del mismísimo Bob Dylan. 

En la conmovedora interpretación de “Knockin’ on Heaven’s Door” –tres años atrás un hit de Guns N’ Roses incluido en Use Your Illusion II- ya se nota que Dylan puede hacer maravillas con ese hilo de voz carrasposa que le quedaba. Su participación en Woodstock 1994, especie de resarcimiento histórico por su fuerte negativa a participar en el de 1969, lo encontró tocando de visitante ante jóvenes embarrados que habían hecho pogo y mosh con el número anterior: los Red Hot Chili Peppers. 

Según los testimonios de gente de su entorno en la biografía de Howard Sounes, fue la única vez que percibieron que Dylan estaba inseguro, un tanto temeroso ante la reacción del público. La ovación de los chicos de la Generación X, probablemente los hijos de sus fans de los 60’, insufló a Bob de una energía que lo llevó a concretar uno de sus mejores shows en años.

Fue entonces que, a mediados de los noventa, mientras continuaba su Never Ending Tour iniciada en junio de 1988, Dylan comenzó a idear un disco nuevo que terminaría por darle una vuelta de tuerca genial a su carrera. 

Para hacerlo reclutó otra vez a Daniel Lanois, el productor “atmosférico” que había sido muy elogiado por su trabajo en Oh Mercy, tal vez porque logró que la música de Dylan no sonará inofensiva, como había sucedido, por ejemplo, en el mencionado Under the red sky. 

La virtud de Lanois en sus dos trabajos fue sumergir su música en un océano de misterio y densidad dramática acorde al mito. Si algo incomodó de Empire Burlesque(1985) o Knocked out loaded (1986) fue percibir que Dylan, como si se tratara de un fulano cualquiera, tenía que adaptarse, y de manera forzada, al producto estándar de una época que poco tenía que ver con su naturaleza creativa. Hoy estos discos se pueden disfrutar porque su reputación no está en juego, pero en su momento ayudaron a dar la impresión de que el autor de “If you see her, say hello”, por decirlo claramente, estaba en cualquiera.

También fue durante la grabación de Oh Mercy, con Lanois, cuando Dylan encontró un método que según su propia explicación en Crónicas De ahí en más se convirtió en una herramienta fundamental para sus performances. Se trata de una combinación de elementos técnicos que le permitieron modificar los niveles de percepción, ritmo y estructura temporal de sus viejas canciones. Nadie entendió muy bien a qué se refirió Dylan al hablar de este método pero incidió para bien en su forma de tocar.

Time out…se grabó a principios del año 1997 en los estudios Criteria, en Miami. Dylan y Lanois tuvieron algunos entredichos por el armado de las canciones –la cantidad de sesionistas fue objeto de disputas- pero la sangre no llegó al río. De todos modos la producción de los siguientes álbumes –de Love and Theft(2001) a Triplicate(2017)- correría por cuenta de Jack Frost, alter ego del propio Bob Dylan. 

El disco se editó el 30 de septiembre de 1997 y contó con una aceptación instantánea. Para muchos no era lo mejor de Dylan desde Oh Mercy, sino desde Blood on the tracks(1975) o Desire(1976). Cuando se conoció la noticia de la histoplasmosis algunos medios sensacionalistas llegaron a sugerir que Dylan estaba entre la vida y la muerte. La temática del disco, que parece forjada desde un sentimiento de agonía, hizo pensar que Time out…retrataba su convalecencia, pero las canciones habían sido grabadas antes de la enfermedad. Por supuesto los dylanólogos no dudaron en afirmar que Bob había presagiado su muerte.

No importa qué, cualquier cosa que haga Dylan, desde la más significativa hasta la más trivial, podrá ser utilizada para fortalecer el mito.

Además del sonido quejumbroso, lo que más impactó del disco fue lo incisivo de las letras, tan directas y devastadoras que es chocante pensar que, más allá de la separación entre el autor y el sujeto poético, quien dice esas cosas terribles es nada menos que Bob Dylan. 

Pero ¿quién, a excepción de él (y Leonard Cohen), podría decirlas? Se objetará que no sólo Dylan y Cohen dicen cosas terribles y es cierto, ahora bien, la diferencia que hay entre ellos y los demás es la que podría existir entre una persona que sabe que va a llover porque vio el pronóstico en el noticiero y el jefe de una tribu que también sabe que va a llover pero porque conoce la ingeniería del cielo como la palma de su mano.

Hacia fines del siglo XX -porque Time out…es un disco finisecular, que captura el vértigo nostálgico de una era en vías de extinción- Dylan ya es un hombre que canta mientras el mundo que conoció se desmorona. “Love sick”, el tema de apertura, un reggae sulfatado que describe las vicisitudes de un amor enfermizo, suena a un hipotético Bob Marley que en vez de nacer en Jamaica, se hubiese criado en una caverna de Groenlandia rodeado por lobos hambrientos. 

El lloriqueo de la voz de Dylan es inquietante. “Dirt Road Blues” parece una versión rápida de “Meet me in the morning” (1975). Dylan dice lo que se intuía: que va a caminar por el camino sucio hasta que le sangren los ojos. Los cambios de época son tajantes: tal vez unos cinco años atrás un blues de la vieja escuela, a la antigua y adrede, sonaría como un anacronismo. Hacia 1997 la suma de “un anacronismo” más “Dylan” daba “cool”.

“Standing in the doorway” constituye la idea detrás de los discos post Time out of mind: ser la banda de sonido de un bar fantasma perdido en la noche de los tiempos. Dylan lleva 25 años lanzando su Blackstar. Lo que se oye es un blues lento concebido desde la quietud del centro mismo de la soledad total. 

Dylan parece evocar a una persona que se esfumó, como si fuera un fantasma. «Anoche bailé con una desconocida», dice la letra, «pero sólo fue para recordar que sos la única». “Million miles” es otra canción de pérdida, pero el tono de la voz de Dylan es el de un viejo zorro. Se ha caratulado a Time out…como un disco de divorcio. La aseveración puede ser cierta, siempre y cuando se entienda que más que de una mujer, Dylan se divorció de la vida. 

El sonido proviene de algún lugar de los años 50 (de ahí viene el uso del legendario micrófono Sony C-37A), una era pre-ideológica, anterior a la cultura rock, de la que Dylan fue su mayor emblema y a la vez su mejor desmitificador.

“Tryin’ to get to heaven” es una válvula de escape en medio de la oscuridad. No es demasiado distinta a las demás, pero dado el contexto podría pasar como una amable balada de rendición. 

Dylan sigue su apuesta por expresar, de todas las formas posibles, un estado de ánimo en el que estar de vuelta se confunde con una resignación deprimente: «Me dicen que todo va a estar bien/ Pero yo no sé ni lo que significa estar bien». Es como si líricamente las canciones (exceptuando “Highlands”) fueran la misma y ésta es una impresión que también pueden compartir los discos posteriores. Dentro de 50 años o media hora, Dylan tal vez sea estudiado como un continuador de Walt Whitman.

“Til i feel in love whit you”, al igual que “Can’t wait”, es un ejercicio menor de rock and blues que recuerda a lo más ligero de Oh Mercy, y aunque simpático, se sabe que lo mejor de aquel disco no es “Everything is broken” sino “Man in the long black coat”.

“Not dark yet” merece un párrafo aparte por ser una de las mejores canciones de Dylan, lo que ya la ubica entre las mejores de la historia. 

Por momentos parece un poema de Fervor de Buenos Aires. Esto es Dylan alejándose, de la vida, de sí mismo, de los fans, de su estereotipo, de su familia, del Planeta. La tristeza se inventó para justificar este tema. Time out… podría constar sólo de “Not dark yet” e igual se hubiese llevado todos los premios. Además se trata de la mejor melodía del disco y de la mejor interpretación de este Dylan goyenechesco, que frasea y destila sabiduría mientras le hace una autopsia a su depresión. Un verso como «No busco nada en los ojos de nadie» dicho por Dylan está entre lo más devastador que puede escuchar un ser humano contemporáneo.

Cierran el disco canciones muy diferentes entre sí. Por un lado “Cold irons bound”, un rockabilly, el tema movido, el más cercano al rock and roll, como “Thunder on the mountain” (2006), “Beyond here lies nothin’” (2008) o “Pay in blood” (2012). A “Make you feel my love”, una balada de voz y piano (tocado por el mismo Dylan), le falta esa crueldad, esa dureza que siempre tuvo Dylan cuando le tiene que decir “adiós” a alguien (“Dirge”). 

Tuvo muchas versiones pero la más popular fue la de Adele, que dijo lo que todos pensaban y nadie se animó a decir: “es cursi”. «¡Si cierro los ojos, puedo imaginar a mi difunto esposo diciéndome esas palabras!», grita alguien en Youtube. Después de la pandemia se multiplicaron los comentarios elegiacos en los videos de Dylan. Bob asiste, impertérrito, a la muerte de sus viejos fans.

El final es para “Highlands”, una canción de más de 16 minutos, que tiene puntos de contacto con “Brownsville girl” (1986), escrita a cuatro manos con Sam Shepard. 

Perdida entre toneladas de palabras quizá se halle la clave de ese Dylan que volvía: “Me siento un preso en un mundo misterioso”, casi una actualización de aquella declaración de principios de Planet Waves (1974): “En esta era de fibra de vidrio estoy buscando un diamante”. 

Fue el track más largo de Dylan hasta “Murder Most Foul» (2020). El disco termina  con un recreo, un pretexto para descomprimir el acento tanático de la totalidad de las canciones. «Estoy escuchando a Neil Young y tengo que subir el volumen» recita en una parte. Hay algo así como un intercambio de palabras con una camarera que lo acusa por no leer escritoras y Dylan menciona a Erica Jong, uno de los cameos más extraño en su obra, incluso más que el de Alicia Keys.

Time out of mind marca el instante en el que el mundo descubre que mientras de fondo haya un colchón de música de salón, Dylan podrá frasear durante siglos y siempre tendrá algo trascendental para decir. 

Fue difícil asimilar la forma en que envejeció la voz de Dylan, como también lo hizo su figura, que a los 56 años aparentaba mucho más: el contraste entre su fisonomía y la de Mick Jagger, cuando en 1998 tocaron juntos en River, es elocuente. 

Se podría decir que Dylan tardó casi dos décadas en reinventarse, en dejar de lado su faceta de poster desdibujado para convertirse en el trovador que ya no se mueve en el tiempo sino en la eternidad. A su favor se puede concluir que su reinvención se postergó porque no sólo fue suya, sino el modelo que tomaron todos. Su itinerario indica que el problema no es ser un monstruo, sino el proceso, ir transformándose ante la mirada irónica de los demás.

Imagen de portada: Ilustración -Gentileza de BA Agenda.

FUENTE RESPONSABLE: BA Agenda. Por Martín Zariello. 3 de octubre 2022.

Sociedad y Cultura/Música/Leyendas/Bob Dylan

 

 

“Al Pacino: Eran todos chicos guapos…y entonces llegue yo”

Tiene 82 años, pero sigue trabajando. Su último proyecto es producir Modigliani, biopic sobre el pintor en el que Johnny Depp se estrena como director. Asegura Pacino que afronta su trabajo con la misma ilusión con la que comenzó. Quizá porque nunca planeó ser famoso. Pero finalmente, la leyenda del cine afirma entre la sorna y el agradecimiento, se está acostumbrando a la fama y al dinero.

Tras haber cumplido los 80 años la mayoría de los actores que han ganado varios premios Oscar y Tony piensan en escribir sus memorias. No es el caso de Al Pacino. No cree que un día vaya a escribir un libro sobre su vida y su carrera profesional, por la simple razón de que no se acuerda muy bien de lo que hizo en los setenta. 

Una década durante la cual fue nominado al Oscar cinco veces –por las dos primeras películas de la saga El Padrino, por Serpico, Tarde de perros y Justicia para todos– y durante la que interpretó, a su vez, el Ricardo III shakespeariano en Broadway. Pero, para el actor, los años setenta son hoy un borroso manchón en la memoria, producto del consumo habitual de drogas y alcohol. «En los sesenta me encontraba bien, pero en los setenta me sentía fuera de lugar; me hice famosísimo de la noche a la mañana», cuenta.

«En aquellos años, los actores eran todos guapos… hasta que, de pronto, aparecí yo. Nunca ambicioné convertirme en una estrella de cine. No era mi objetivo en la vida, la cosa me pilló completamente desprevenido, y creo que eso explica en parte que aquella fuera una década tan complicada para mí. 

Yo era un poco salvaje y descontrolado, y llevaba una vida muy loca, por lo que el recuerdo que tengo de esa época…».

Ríe. «Prefiero dejarlo ahí. Como puede ver, ahora estoy mucho mejor. Lo que demuestra que es posible sobrevivir a ese tipo de cosas. No voy a escribir un libro, pero si un día cambio de idea quizá pueda ayudarme con el capítulo dedicado a los setenta». Más risas.

«Si en los setenta hubieran existido los móviles, habría fotos mías muy inquietantes»

Durante ese pasado intenso tuvo que compatibilizar trabajo, noviazgos y excesos con las visitas a sus hijos mellizos, ahora de 21 años, Anton y Olivia, quienes se criaron en Los Ángeles junto a su madre, la actriz Beverly D’Angelo. «Su madre y yo siempre hemos vivido cada uno en su casa, lo cual es un factor que considerar –dice–. Los niños vivían en su casa y venían a verme a la mía, por lo que siempre estaban llevando cosas de un lado a otro, aunque con los años se han ido acostumbrando. Entre otras cosas, porque constantemente he estado a su lado, desde el día de su nacimiento».

Y llegó a la cumbre. A pesar de que cuenta que «nunca quise ser el Padrino. Es más, pensaba que a Coppola se le iba un poco la cabeza cuando me ofreció ese papel».

Pacino tiene otra hija de 32 años, Julie, fruto de su relación con la profesora de arte dramático Jan Tarrant. Según explica, Julia también es actriz «y hace lo que de verdad le gusta, de forma vocacional y con verdadera pasión». 

Vestido con un traje oscuro y arrugado, con los faldones de la camisa por encima del pantalón y con un fular en el cuello, el actor bebe café a sorbitos de un vaso de plástico. Al comienzo de su carrera profesional, Pacino trabajó como humorista de club nocturno y está claro que sigue disfrutando al contar historias divertidas. Muchas de las anécdotas tienen origen en su experiencia en el mundo del teatro.

Debutó en Broadway en 1969 con la obra Does a tiger wear a necklace?, por la que ganó su primer premio Tony. A diferencia de muchos actores procedentes del teatro que con el tiempo se han convertido en estrellas de cine y han dado la espalda a los escenarios, Pacino ha seguido trabajando en el teatro de forma regular.

«Sigo teniendo las pesadillas típicas de los actores», asegura. Y alguna se le ha hecho realidad. «Recuerdo que estaba interpretando una obra de Shakespeare. En un momento dado dije: ‘Señor, acabo de traeros esto y lo otro’ y seguí dale que te pego con el diálogo, hasta que me di cuenta de que mis palabras eran de otra obra de Shakespeare. ¡La representación era de Hamlet, pero yo estaba largando frases de Julio César! ‘¿Y ahora cómo salgo de esta?’, me pregunté. Estaba muerto de miedo».

El chico sencillo. Pacino, en 1974. Ya había hecho El Padrino y Serpico y preparaba Tarde de perros. Se convirtió en actor de culto en tiempo récord. A principios de los ochenta, su carrera se resintió un poco, pero Scarface –en el 83– lo devolvería a lo más alto.

«Recuerdo que otra vez, cuando aún era relativamente joven, nuestra compañía estuvo representando ocho funciones de Shakespeare por semana. Al cabo de unos días, me encontraba exhausto. Hubo un momento en el que me tocaba decir una larga parrafada en escena y, de pronto, pensé: ‘Estoy diciéndolo todo dos veces. Estoy repitiéndome, pues esto ya lo he dicho antes. ¿Qué es lo que me pasa? El público va a empezar a levantarse y marcharse cuando se dé cuenta de que el inútil del escenario está diciéndolo todo por duplicado’. En realidad no era así. Lo que pasaba era que un par de horas antes había largado la misma parrafada».

Ser diferente. Con sus mellizos cuando eran adolescentes. «No quiero ser como mi padre. Yo he querido estar ahí para mis hijos. Soy responsable de ellos», dice.

Pacino nunca ha estado casado. Entre sus distintas parejas se han contado las actrices Jill Clayburgh, Diane Keaton, Marthe Keller, Kathleen Quinlan, Debra Winger y Penelope Ann Miller. Salió durante diez años con Lucila Solá (o Polak, su verdadero apellido), una actriz y modelo  40 años menor que él. Rompieron en 2018 y él encontró un nuevo amor en la modelo israelí Meital Dohan, también bastante más joven que Pacino. Tampoco prosperó la relación. La última conquista (hasta ahora) es Noor Alfallah una productora de cine kuwaití de 28 años, 54 menos que el actor.

Infancia y futuro

Nacido en el degradado barrio neoyorquino de East Harlem, tuvo una niñez «complicada». El adjetivo es suyo. Su padre, Salvatore, albañil de profesión, abandonó a la familia dos años después del nacimiento del actor. Pacino creció con su madre, Rose, y sus abuelos. El dinero escaseaba en el hogar familiar, y Pacino se marchó de casa a los 16 años para vivir en el ambiente bohemio de Greenwich Village, donde trabajó como acomodador en un cine y se integró en un grupo teatral. «El mundillo del teatro vino a ser mi familia durante muchos años… De hecho, sigue siendo mi familia», indica.

«La gente no sabe que yo empecé haciendo monólogos cómicos. De hecho, no se lo cree cuando lo cuento. Pero yo me veo a mí mismo así, haciendo comedia»

Tras formarse en el Actors Studio de Lee Strasberg e interpretar a Michael Corleone en El Padrino en 1972, Pacino ha sido nominado al Oscar ocho veces. Finalmente consiguió el galardón en 1992, por Esencia de mujer. Ha sido premiado con el Tony en dos ocasiones y se ha convertido en una figura tan icónica como duradera en el teatro y el cine. Ha creado personajes tan memorables como Serpico, Scarface, Big Boy Caprice en Dick Tracy y el gánster de tres al cuarto Lefty, en Donnie Brasco. Junto con Dustin Hoffman y Robert De Niro, contribuyó a ponerle fin a la tradicional convención hollywoodiense de que todos los protagonistas masculinos tenían que medir más de un metro ochenta y gozar de una apostura varonil. Le ha llevado cierto tiempo, pero finalmente se ha acostumbrado a la fama y al éxito.

Las prefiere jóvenes. Con Lucila Polak vivió un romance durante más de diez años. Sus últimas novias han sido mucho más jóvenes que él. A Noor Alfallah, por ejemplo, le saca 54 años.

«Hace años, mi gran amigo y mentor Charles Laughton me llamó la atención sobre algo: ‘Al, sigue sorprendiéndote de que los desconocidos se acerquen a saludarte cuando andas por la calle’. Era un hecho. Me sorprendía, no veía la razón por la que me paraban en plena calle. Pero como el gran Lee Strasberg me dijo en otra ocasión: ‘Querido, uno tiene que hacerse a la idea’». Pacino sigue en la brecha. 

Entre sus últimos películas como actor (también ha dirigido) destacan El irlandés (por la que fue candidato al Oscar) y La casa Gucci. «Cada vez pienso más en el paso de los años, y he llegado a un punto en el que tan solo quiero trabajar en papeles que me interesen de una forma personal», dice.

Y se ha embarcado en una prometedora aventura, es el productor de Modigliani, donde Jonnhy Depp debuta como director. Pacino sigue.

Imagen de portada: Al Pacino (Fotografía: Andy Gotts)

FUENTE RESPONSABLE: El Correo XL Semanal. Por John Hiscok. 9 de septiembre 2022.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Teatro/Al Pacino

 

 

Los primeros dragones a los que se “enfrento” la humanidad no aparecieron en la Edad Media.

Los dragones han acompañado a la humanidad desde mucho antes de la Edad Media. Estos son algunos de los mejores ejemplos de las bestias míticas en la Antigüedad.

A veces, como reptiles alados. Algunas más como serpientes descomunales, enroscadas alrededor de tesoros invaluables. Otras, como animales gigantescos con corazas inquebrantables, que escupían fuego por las fauces. Los dragones han acompañado a la humanidad durante milenios, como centinelas de capitales imperiales o bestias escondidas en los mares todavía desconocidos.

Aunque la palabra ‘dragón’ apareció por primera vez en inglés hacia el siglo XIII, bien entrada la Edad Media, el origen de estas bestias mitológicas data de milenios antes de las historias de caballería. De hecho, los orígenes de los dragones se pueden rastrear hasta los primeros asientos de la civilización humana, hace al menos 5 mil años. Esto es lo que sabemos al respecto.

Aquellos que ‘miran fijamente’

Vista lateral de un Lamassu / Getty Images

La etimología de ‘dragón’ viene del griego antiguo δράκων, explica Heritage Daily. Se traduce literalmente como víbora. Originalmente, este término se derivó del verbo δέρκομαι, que quiere decir «mirar fijamente«. Visto así, sólo por su raíz etimológica, los dragones son serpientes que clavan la mirada.

Los primeros indicios de estas criaturas mitológicas se remontan a Mesopotamia. Para entrar a Babilonia, la antigua capital imperial, los visitantes deberían de pasar por la mirada de los Lamassu: bestias aladas con cuerpo de león y cabeza de hombres barbados. La Puerta de Ishtar tenía grabados a estos centinelas míticos en oro, con la intención de purificar a quienes pasaran a través de su umbral.

Desde aquí se puede rastrear, según The Metropolitan Museum en Nueva York, los orígenes de estas criaturas de protección:

«[Los Lamassu eran] enormes estatuas de piedra representando bestias aladas emplazadas en las jambas de las puertas del palacio para proteger al rey contra los maleficios y para impresionar a todos los que allí entraran», explica la institución en su portal oficial.

Creative Commons Attribution-Share Alike 3.0 / Wikimedia Commons

Paralelamente, los egipcios adoraban a Apophis (o Apep): una serpiente gigante que le había declarado la guerra al dios del Sol, Ra. Cada noche, su misión era perseguir al astro principal en el cielo para asesinarlo al atardecer, explica World History Encyclopedia. Así se explicaban los egipcios el nacimiento de un nuevo día.

Aunque, en principio, Apophis y los Lamassu cumplían funciones religiosas, políticas y sociales muy distintas, la relación iconográfica con los dragones es clara. Además, ambas figuras coincidían en representar seres sobrenaturales, contra los cuales los mortales realmente no tenían oportunidad alguna. En un desafío, una mirada era suficiente para exterminar a quien se les pusiera enfrente.

Mucho antes del medioevo

Relieve del dios hindú Indra, montando su elefante de tres cabezas Airavata a través de las olas con genios bailando en el mar, en el tímpano en el templo de Banteay Srei, Angkor, Camboya / Getty Images

La tradición de representar serpientes como seres elevados —a veces de luz; otras, de sombra— se extendió a Occidente y Oriente por igual. De hecho, se extiende desde mucho tiempo antes del Medioevo. Para los griegos ya existían figuras de serpientes con forma de mujer, que escupían veneno y podían acabar con los mortales. Hércules mismo luchó contra la Hidra: el mítico dragón de cabezas múltiples.

En Oriente, este tipo de encuentros míticos también se repiten. Uno de los pasajes del Rig Veda —uno de los libros sagrados del Hinduismo— narra la batalla milenaria entre la gran serpiente Vritra, demonio de las sequías, contra Indra, el dios del agua y el rayo.

Las culturas mesoamericanas también veneraron a figuras parecidas a la idea europea de los dragones. Kukulkán y Quetzalcóatl, las figuras de la serpiente alada para los mexicas y mayas, son la más alta expresión de estas representaciones sagradas. Ambos acompañaron la creación del Universo, y no eran considerados necesariamente como antagonistas de la luz.

Incluso en monedas romanas se han visto inscripciones de víboras que se comen a sí mismas, como un símbolo del ciclo perpetuo de la vida. En contraste, China utilizó las figuras de las serpientes que escupen fuego como símbolo de protección y buena fortuna para la realeza. Las representaciones tienden a estar inscritas en oro sobre fondos rojos, el color dedicado a la familia imperial de la dinastía Yinglong.

En el imaginario occidental

La leyenda de San Jorge y el dragón, por Paolo Uccello (siglo XV). / Wikimedia Commons.

Las historias de caballerías heredaron la costumbre antigua de luchar contra dragones. Enmarcadas en la tradición judeocristiana, estos encuentros generalmente representaban la batalla del Bien contra el Mal, en el que el caballero salía siempre victorioso. Hasta el día de hoy, sin embargo, no existe evidencia concluyente que sustente la existencia de estas criaturas —en ninguno de los territorios en los que aparecen a nivel literario.

Se ha teorizado que, más allá de cristalizar los valores de cada cultura, la inspiración de los dragones surgió de otros lagartos grandes. Cocodrilos, caimanes y serpientes seguramente figuran entre ellos. Muchas de las descripciones, además, eran exageradas a propósito, con la única finalidad de infundir miedo en poblaciones específicas.

Incluso, se ha pensado que los pobladores antiguos de cada región seguramente se encontraron con restos fósiles de animales prehistóricos descomunales, que nunca habían visto en sus vidas. Desde la mirada de aquellas poblaciones, la explicación más lógica era pensar que los dinosaurios eran efectivamente dragones escupe-fuego.

Hoy sabemos que estos restos pertenecen a especies que dominaron el planeta en otra etapa de su historia natural. Sin embargo, el imaginario colectivo que civilizaciones pasadas entretejieron dejó a su paso algunas de las mejores batallas mitológicas en la literatura universal.

Imagen de portada: Ilustración gentileza de National Geographic

FUENTE RESPONSABLE: National Geographic en Español. 29 de agosto 2022.

Animales mitológicos/Dragones/Edad Media/Europa/Leyendas

Howard Hughes: Millonario, Bisexual, Drogadicto…

Leyendas de Hollywood

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Maltratador, desequilibrado, excéntrico… Por su cama pasaron estrellas como Bette Davis, Rita Hayworth, Katharine Hepburn, Ava Gardner, Marilyn Monroe o… Cary Grant. La vida del director de cine y aviador Howard Hughes es como un campo minado.

Fue la suya una existencia que simboliza el reverso bizarro del ‘sueño americano’. Empieza por el happy end: un niño mimado que, al cumplir 18 años, se convierte en uno de los hombres más ricos del mundo tras heredar la Hughes Tool Company, una empresa de perforadoras que administra la mayor parte del petróleo de EE.UU.

Y acaba convertida en la peor de las excéntricas pesadillas: un setentón pirado que pasa sus últimos años aislado en el séptimo piso de un hotel de Managua de su propiedad, donde se pasea desnudo por una zona acondicionada para estar libre de gérmenes mientras se alimenta de helados de vainilla y conserva su orina en pequeños recipientes [que luego archiva y clasifica escrupulosamente] hasta que muere solo y corroído por la sífilis.

En medio, se extiende la vida, tan complicada como desconcertante, de un apasionado del cine y la aviación, bisexual y fetichista, drogadicto y maltratador, megalómano y corrupto.

Tiburón en los negocios y en la cama, Humphrey Bogart era el encargado de los trabajos sucios, como buscarle chaperos.

Nada parecía pararlo: a su leyenda del cine multimillonario y extravagante, añade una lista de sonados romances con actrices y actores del Hollywood dorado. Lana Turner, Bette Davis, Rita Hayworth, Katharine Hepburn, Ava Gardner, Marilyn Monroe o Cary Grant forman parte de su particular colección’ particular de ‘novias’ estelares.

De Humphrey Bogart se dice que le hace encargos clandestinos, como buscarle chaperos o llevar a Jean Harlow a una clínica para que aborte tras dejarla embarazada.

Pionero de la aviación. En 1935 batió el récord de velocidad con un aparato diseñado por él mismo. En 1938 volvió a hacer historia al dar la vuelta al mundo en tres jornadas a bordo de su Loc 14 Electra. Poco después haría de la TWA la gran aerolínea americana.

Ejemplo del perfecto tiburón tanto en la cama como fuera de ella, entre otros muchos negocios. El aviador llega a hacerse con el control de una pequeña compañía aérea, la Trans World Airlines (TWA), por la que se ve implicado en un escándalo de corrupción junto a Elliot Roosevelt, hijo del presidente.

Durante todo ese tiempo esquiva a la justicia estadounidense por un asunto de monopolios hasta que decide que ha llegado el momento de cumplir otro de sus sueños: comprarle Las Vegas a la mafia y dejar a éstos fuera del negocio del juego. Es juzgado por corrupto y, al verse implicado en nuevos escándalos, desaparece. Ocurre a raíz de un accidente aéreo.

Pero este alejamiento voluntario no le impide participar desde la sombra en diversos avatares. Parece ser que Hughes, republicano convencido, se dedica a ‘pagar’ grandes sumas al partido demócrata tras el asesinato de Robert Kennedy, para ‘asignar’ un nuevo candidato a la Casa Blanca. Aunque nunca pudo demostrarse nada.

Bisexual. Por sus brazos pasaron Ava Gardner o Jean Harlow (foto), pero también Cary Grant.

El aviador se convierte en magnate de RKO, de la que toma la dirección en 1948 para llevarla a la quiebra rodando costosos filmes que suponen fracasos comerciales.

Cineasta sagaz y atrevido, casi de vanguardia, produce, entre otros clásicos, Primera plana o Río de sangre. Dirige El forajido, un western que cuenta con Jane Russell (otra de sus conquistas) como protagonista. Antes gana un Oscar al producir Hermanos de almas, su primera película, rodada cuando tiene 23 años.

Curiosamente, la expresión ‘jet set’ surge a mediados de los 50 con relación a nuestro ‘aviador’ y su círculo de amigos. Se da la feliz circunstancia de que todos ellos tienen reactor particular y el mismo día pueden desayunar en Hollywood y almorzar en Nueva York.

A vueltas con la justicia. Howard Hughes compareció ante el comité de investigación acusado de fraude fiscal en 1947. Hasta entonces había esquivado a la justicia, a pesar de que intentó comprar Las Vegas a la mafia.

Megalómano extravagante, Howard Hughes realiza el sueño surrealista de fabricarse una sala de cine en el fondo de una piscina [con motivo del estreno de La sirena de las aguas verdes, producida por él] y bate un récord al dar la vuelta al mundo en tres días a bordo de un avión con diseño propio.

En 1953, además, funda el Instituto Howard Hughes, la segunda fundación de investigación médica mejor dotada del mundo, puntera en la investigación biocientífica actual. ¿Alguien da más?

Imagen de portada: Por D.B. GETTY IMAGES

FUENTE RESPONSABLE: ABC XL Semanal. 15 de julio 2022.

Sociedad y Cultura/EE.UU./Hollywood/Leyendas

Leyendas del Cine – Rita Hayworth: “Los hombres que conozco se acuestan con Gilda, pero se levantan conmigo”.

Se llamaba Margarita Carmen Cansino, Rita Hayworth, fue maltratada por los hombres. El primero fue su padre, un ‘trepa’ sevillano que abusó sexualmente de ella cuando era niña y marcó su amarga vida sentimental.

Era una mujer tímida que había aprendido a practicar la resistencia pasiva ante su padre, que abusó de ella cuando era pequeña y la torturó para convertirla en una artista. No tuvo suerte con los hombres. Todos los que la rodearon se portaron mal con ella. Es cierto que su primer marido, Edward Judson, la ayudó a cambiar su imagen, pero también la incitó a acostarse con cualquiera que pudiera dar un empujón a su carrera como actriz.

Su padre la animó a que fuera complaciente con los productores. Solo era una niña

«Me casé con Edward por amor y él conmigo para hacer una inversión. Se puso al mando desde el principio y durante cinco años me trató como si yo no tuviera cerebro ni alma propios», confesó Rita Hayworth años después. Por lo que se refiere a su matrimonio con su segundo marido, el cineasta Orson Welles, Rita aseguró que estaba cansada de ser una esposa al 25 por ciento. «Me dejaba sola noche tras noche. Era imposible vivir con un genio. Le interesaba todo sobre sí mismo y nada sobre su mujer».

Un demonio español.Eduardo Cansino, oriundo de Castilleja de la Cuesta (Sevilla), fue un ambicioso artista fracasado. Abusó de su hija desde niña. Rita se casó joven para escapar de él.FOTO: GETTY IMAGES

Una vez libre de Welles, la actriz conoció al príncipe Alí Khan, con el que se casó el 27 de mayo de 1949 en una ceremonia celebrada en Vallauris, en la Costa Azul francesa, cerca de Mónaco, y a la que asistieron grandes estrellas de Hollywood, un puñado de príncipes, un emir y un maharajá. El escenario de la boda fue cualquier cosa menos discreto. Junto con los cientos de regalos que había recibido la pareja, la decoración incluía treinta mil rosas y una piscina con mil litros de agua de colonia.

Las revistas, los noticiarios de cine y las emisoras de radio se dieron cita en la Costa Azul para cubrir el enlace. Nadie quería perder detalle de la boda del año. Una hermosa joven nacida en un humilde hogar neoyorquino contraía matrimonio con el hijo del Aga Khan III, un hombre riquísimo y líder religioso de los ismaelitas, cuyos fieles –unos 15 millones repartidos en todo el mundo– le habían regalado su peso en oro y joyas.

Bailes regionales con su violador.En sus agotadoras giras artísticas, Eduardo Cansino obligaba a Rita a ocultar que era su hija para que el público pensara que eran pareja.FOTO: GETTY IMAGES

La que había alcanzado la categoría de la más bella sex symbol de los años cuarenta dejó a un lado los aspectos más negativos que presentaba su relación con Alí Khan, como su animadversión a los ismaelitas que acudieron a su boda y la trataban como una diosa postrándose a sus pies o el escándalo que había acompañado su noviazgo, cuando el príncipe estaba aún casado con Barbara Yarde-Buller.

Rita pensó que su vida se iba a estabilizar emocionalmente al emparejarse con su principesco marido, con el que tuvo una hija, la princesa Yasmín. Ya no tendría que volver a trabajar en un mundillo profesional que nunca le había interesado. Pero las cosas se torcieron. Al igual que Orson Welles, su príncipe azul era un empedernido mujeriego que la abandonaba en casa para lanzarse a nuevas conquistas, lo que a la postre arruinó su tercer matrimonio. La habían vuelto a engañar, se encontraba sola y se vio obligada a regresar a los odiados platós de Hollywood.

Incesto y tiranía

En realidad, Rita se llamaba Margarita Carmen Cansino y nació en Nueva York el 17 de octubre de 1918. Su padre, el bailarín Eduardo Cansino, miembro de una estirpe de artistas sefardíes natural de Castilleja de la Cuesta (Sevilla), mantuvo una relación incestuosa con ella cuando era prácticamente una niña. Por si fuera poco, el tiránico padre la impuso tediosas clases de danza para convertirla en una artista, aunque ella siempre confesó que aborrecía el mundo del espectáculo.

El marido, fresco y pigmalión. Su primer marido, Edward Judson, la empujó a formarse, a entrar en el mundo del cine… y a acostarse con quien hiciera falta para conseguirlo.FOTO: GETTY IMAGES

Después de triunfar en Nueva York, la familia Cansino se trasladó a California para probar suerte en el cine, una aventura que fracasó al coincidir con el crack de la Bolsa de 1929 y la Gran Depresión. Fue entonces cuando Eduardo obligó a su hija de trece años a actuar con él en un espectáculo de baile y le prohibió que lo llamara ‘padre’ en público, por lo que todo el mundo pensaba que eran pareja. Ella odiaba ese estilo de vida, pero no tuvo el coraje suficiente para decírselo a su progenitor.

Solían actuar en locales de Tijuana (México) a los que acudían productores de cine, los únicos con los que el padre permitía salir a su jovencísima hija. Pensaba que si Rita era complaciente con ellos tendría más posibilidades de llegar a Hollywood. Finalmente, un alto directivo de la Twentieth Century Fox reparó en la bellísima joven y la fichó para la productora, cuyo máximo responsable –el todopoderoso Darryl F. Zanuck– intentó ejercer su derecho de pernada, a lo que ella se negó, razón por la que fue despedida.

«Los hombres que conozco se acuestan con Gilda, pero se levantan conmigo», lamentó

Poco tiempo después, Rita se casó con Edward Judson, un personaje habitual de la vida nocturna de Los Ángeles que le doblaba la edad. Los contactos de su marido en el mundo del cine le abrieron las puertas de la productora Columbia, donde se convirtió en su estrella más cotizada. Su principal directivo era el mezquino Harry Cohn, que podría ser considerado el Harvey Weinstein de aquellos años.

Además de un déspota, era un acosador que vetaba a las jóvenes actrices que se negaban a mantener relaciones sexuales con él, una amenaza que no le funcionó con Rita, que nunca accedió a sus requerimientos amorosos. Si Cohn no la despidió fue porque era demasiado valiosa para la compañía, tal y como confirmó el cantante Frank Sinatra en los años cuarenta: «Rita Hayworth es la Columbia».

Los ´cuernos` de Orson Welles. Estuvo casada con Welles cinco años y tuvieron una hija. Las infidelidades de él fueron constantes. «Me dejaba sola noche tras noche», confesó Rita.FOTO: GETTY IMAGES

Mientras se defendía del acoso de Harry Cohn, la diva dejó en manos de su marido la tarea de su transformación en una diosa de la gran pantalla. Fue Judson quien compraba y elegía su ropa, quien la movió por los locales de moda de la ciudad, quien hizo que se tiñera su melena castaña de pelirrojo y quien la convenció para aplicarse electrodepilación en la frente con el fin de despejarla y adoptar un nuevo peinado. Su marido también cambió el apellido hispano del padre de su mujer, Cansino, por el de su madre, de origen irlandés, Haworth, al que añadió una ‘y’.

´Striptease`

Con su nueva imagen, la actriz interpretó a la doña Sol de Sangre y arena, una película que se basaba en la novela de Vicente Blasco Ibáñez. Sus papeles en otros filmes, como Solo los ángeles tienen alas (1939), de Howard Hawks; Las modelos de Charles Vidor; o Desde aquel beso (1941), un musical que protagonizó con Fred Astaire, la catapultaron a la fama. Sus fotos acompañaron a las tropas estadounidenses en todos los frentes durante la Segunda Guerra Mundial.

La felicidad sólo a ráfagas. Robert Mitchum le pone crema en una playa de Trinidad donde rodaban Fuego escondido, en 1957. Rita era una superestrella.FOTO: GETTY IMAGES

Alcanzó la categoría de mito erótico en 1946 con el estreno de la película Gilda, en la que interpretaba la canción Put the blame on Mame mientras se quitaba lentamente uno de sus guantes, lo que los espectadores españoles de la época entendieron erróneamente como el inicio de un striptease integral cuyas escenas más picantes habían sido suprimidas por la censura franquista.

Su estreno en 1946 fue un escándalo en todo el mundo e hizo inmensamente famosa a Rita Hayworth, hasta el punto de que su imagen fue utilizada en la carcasa de acero de una bomba nuclear experimental que los estadounidenses hicieron estallar en las islas Bikini ese mismo año, una frivolidad que molestó profundamente a la actriz, ya que se consideraba una pacifista. A partir de entonces, Rita se convirtió en la ‘diosa del amor’.

Convertida en princesa triste. Su boda con Alí Aga Khan, millonario y príncipe, fue un fastuoso acontecimiento social. También Alí le fue infiel. Con él tuvo a su hija Yasmín.FOTO: GETTY IMAGES

Tres años antes del estreno de esta película se casó con el cineasta Orson Welles, al que confió sus secretos más inconfesables, entre otros, que su padre había abusado de ella. Sus colegas de Hollywood apodaron a la pareja como ‘la bella y el cerebro’, lo que debió de molestar a la diva, cuya preparación académica era nula. Al poco tiempo tuvieron una hija, Rebecca, a la que Welles nunca prestó gran atención, lo que enrareció la relación.

Las continuas infidelidades de Welles terminaron de dar la puntilla al matrimonio, que apenas duró un lustro. Fue entonces cuando la prensa publicó una frase suya que se haría célebre: «Todos los hombres que conozco se acuestan con Gilda, pero se levantan conmigo». Antes de separarse de Rita, Welles rodó con ella una de sus películas más legendarias, La dama de Shanghái, en la que el cineasta la mostró como una arpía teñida de rubio platino que moría al final del filme, lo que no gustó nada a su público.

Amores españoles

Tras fracasar con sus tres primeros maridos, Rita Hayworth entró en una etapa muy gris de su vida, que incluyó dos matrimonios más que también fracasaron estrepitosamente. Rita se refugió en relaciones esporádicas con algunos amantes, como el conde de Villapadierna, pionero de la hípica y del automovilismo en España y un galán de fama internacional. Algunos cronistas de la época la relacionaron con el jugador de fútbol del Real Madrid Paco Gento. También era español uno de sus parientes, Rafael Cansinos Assens, un escritor laureado por Borges que nada quería saber de su famosa allegada.

Poco a poco, la legendaria actriz comenzó a eclipsarse. «Nada salía nunca como quería», confesó Rita. «Lo único que deseaba es lo que todos buscan en el fondo; en fin, que me quieran». En 1976, la prensa publicó una patética foto suya tomada en Londres en la que aparecía con la mirada perdida y muy envejecida. Dado que su madre, Volga Haworth, había muerto por su profundo alcoholismo, sus admiradores y la prensa dieron por sentado que ella había caído en la misma trampa.

Alzhéimer y fin. Padeció alzhéimer. Tardaron años en diagnosticarla: entonces era una enfermedad poco conocida. Su hija Yasmín la cuidó hasta el final. Rita murió a los 68 años.FOTO: GETTY IMAGES

Y no andaban descaminados. «Nunca fui una habitual de la bebida, ni siquiera me gustaba el whisky o el coñac, pero poco a poco le cogí el gusto a todo y acabé alcoholizada, hecha una piltrafa. ¡Qué pena!», reconoció. Pero su desastrada imagen también era producto del alzhéimer, una enfermedad degenerativa que la apartó del mundo. En febrero de 1987, la ‘diosa del amor’ falleció en Manhattan. Sus rendidos admiradores cayeron en una profunda melancolía. Gilda se había ido para siempre.

Imagen de portada: Gentileza de ABC XLSemanal

FUENTE RESPONSABLE: ABC XLSemanal. España. Por José Segovia. Junio 2022

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Leyendas/Rita Hayworth

 

 

La historia de las palabras que dijo Napoleón cuando durmió en la pirámide de Keops.

VIO EL AYER Y CONOCIÓ EL MAÑANA.

En agosto de 1798, durante su campaña en Egipto y Siria, el corso quiso emular a otros grandes hombres durmiendo dentro del monumento funerario. Y nadie sabe lo que vio

Hay una leyenda negra sobre la Gran Pirámide de Keops, que Heródoto se encargó de divulgar y ha llegado hasta nuestros días. 

El faraón, que ha pasado a la posteridad por ser artífice de una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo (y la única que sigue en pie), segundo rey de la dinastía IV del Antiguo Egipto, habría mandado construir ese enorme monumento mortuorio con la idea en mente de que su nombre no se olvidara nunca. 

¿El problema? Según las malas lenguas (y los escritos del historiador griego principalmente), Keops era un gobernante despiadado que habría obligado a su propia hija a prostituirse para sufragar los gastos de la construcción de la pirámide. Pero la hija del faraón, aunque aceptó, se habría salido con la suya. 

Al menos en parte. Según cuenta el propio Heródoto: «Cumplió la hija la orden, y aun ella por su cuenta quiso dejar un monumento, y pidió a cada uno de los que la visitaban que le regalara una sola piedra; y decían que con esas piedras se había construido la pirámide que está en medio de las tres». Cosas de egipcios antiguos. 

Sea como fuere, las pirámides han sido testigos mudos del devenir de la historia, y han fascinado a grandes hombres por ser la representación de un tiempo exótico y pasado. Y uno de ellos fue Napoleón Bonaparte. 

Miles de años después de que Keops, su hija y todos los demás protagonistas del mundo antiguo pasaran a la historia, el general francés llegó a Egipto, concretamente en el verano de 1798, con la idea de avanzar hacia Siria y liberar al país de los turcos. Pero también le dio tiempo a hacer una parada en el camino.

El corso era un gran fanático de la figura de Alejandro Magno, y, el conquistador, por su parte, habría llegado en el 332 a.C. al país que en aquellos momentos se encontraba bajo dominio persa. 

Las leyendas en torno a la figura del conquistador son frecuentes, y las de Egipto particularmente están plagadas de magia: cuentan que tras conquistar el país, hizo una peregrinación al templo de Amón (en el desierto de Siwa, al oeste), buscando con ello que los dioses le reconocieran como su propio hijo. 

El corso era un gran admirador de Alejandro Magno que, según decían, también había pasado una noche dentro de la Gran Pirámide como experiencia trascendental. Julio César también lo haría después.

Convenció entonces a todos de que el oráculo lo había declarado hijo de Amón y, por analogía, de Zeus. Podríamos decir que este tipo de curiosas visitas eran frecuentes para Alejandro Magno, que de igual manera al pasar por la ciudad de Troya honró la sagrada tumba de Aquiles, mientras que su amigo Hefestión hizo lo propio con la de Patroclo.

Así pues, es comprensible que Bonaparte, fiel seguidor de Alejandro y de otros grandes hombres como Julio César, quisiera emularlos en ese curioso viaje y realizar no solo una conquista, sino algo más trascendental. 

En agosto de ese mismo año 1798, durante su campaña por Egipto y Siria, regresó a El Cairo para pasar (supuestamente) la noche en el interior de la pirámide de Keops. Su séquito, junto con un religioso musulmán, le acompañaron a la Cámara del Rey, donde no era sencillo pasar. 

Todo el grupo tuvo que atravesar los estrechos pasadizos hasta llegar al corazón de la Gran Pirámide, y después dejaron al corso a solas con sus pensamientos, en aquel sagrado lugar, durante toda una noche. 

Y, según la leyenda, Napoleón salió al cabo de siete horas, cuando despuntaba el alba, completamente pálido y desencajado. Cuando sus soldados le preguntaron qué había visto, negó con la cabeza: «Aunque os lo dijera no me creeríais». Parafraseando a Tutankamón y su tumba, quizá vio el ayer y conoció el mañana.

Las últimas palabras del emperador, que moriría en la Isla de Santa Elena exiliado, serían «Francia, el ejército, Josefina». Durante su funeral sonó el Réquiem de Mozart y, desde entonces, millones de personas han visitado su tumba, a la que se llevó el secreto de lo que contempló esa noche de agosto en la que pretendiendo emular a los hombres más grandes de la historia, se quedó a solas encerrado en el misterio de la Gran Pirámide.

Imagen de portada: Gentileza de iStock Napoleón Bonaparte en Egipto.

FUENTE RESPONSABLE: Alma, Corazón y Vida. Por Ada Nuño. Febrero 2022

Napoleón Bonaparte/Leyendas