La porción macabra

Autora de una obra potente, excéntrica, seductora y nocturna, los libros de Mariana Enriquez son una suerte de talismanes que abren portales a universos perturbadores. En esta entrevista exclusiva, la escritora del momento reflexiona sobre sus comienzos como lectora, sus influencias, los premios y qué implica ser admirada por referentes de la literatura y de la música.

David Bowie y Courtney Love”, contesta sin pensar ni respirar cuando se le pregunta a la Enriquez a quién le hubiera gustado entrevistar. Al escritor Richard Ford y el cantante de Suede, Brett Anderson, las entrevistas que más disfrutó. Porque la gran escritora del momento (desarrollaremos) es periodista y subeditora de Radar, pero eso ya lo saben. Que no para de ganar premios y tiene reconocimiento mundial, también. Lo que quizá no sepan es que en su casa tiene un altar con todo lo que adora: una imaginería espeluznante, abyecta, paradójicamente abyecta, o que las paredes amenazan con arrojar los miles de libros que se apegan siniestramente. Y entre todo eso, ella, con su palidez y los labios rojos. Mariana Enriquez es nuestra embajadora literaria, la que renovó el terror argentino. Lo que no es poco.

—Empecemos con algo muy poco común: hay artistas de los que sos fan y ahora son tus fans. No es habitual. Lo que pasa con Suede o Patti Smith.

—Me parece muy extraño. Mat Osman, bajista de Suede, confía en enviarme sus escritos para que los lea y le comente. Tenemos una relación literaria, no personal, pero también algo así como: “Si querés venir a un show, avisame”. Para mí es muy increíble. Sigo teniendo la misma actitud. Me refiero a que no porque a ellos yo les guste me siento un par. Me gusta más lo que hacen ellos que lo que yo hago (risas). Me pone contenta y no lo puedo creer pero sigo en la misma posición. Creo que hay una confusión importante entre fan y groupie. No estoy entregada. Los escucho y me movilizan creativamente. Claro que si toca Suede les voy a pedir una entrada pero no espero que me manden al VIP, no me creo el subí un escalón. Voy a estar gritando como todos. Más allá de que objetivamente otra persona pueda decirme: “Pero sí subiste un escalón”, no lo siento así. Me encanta que les guste lo que hago pero no me cambia la cabeza. También puede que haya algo arrogante en eso, que para mí no es necesariamente algo malo. Lo digo en el sentido de que si conocieron lo que yo hago… ¡Y sí! Lo que hago está bueno (más risas).

—Claro, lo que hacés está bien y gusta.

—Me pasa eso. No lo digo desde la falsa humildad de: “Ay, no lo puedo creer”. Qué sé yo. Algunos libros míos están muy bien. Está bien que les guste.

Acaba de ganar en Francia, con su libro Nuestra parte de noche, el Grand Prix de L’Imaginaire, en la categoría Novela Extranjera, donde competía con Kazuo Ishiguro.

—¿Qué se siente ganarle a Ishiguro? Un Nobel que te leyó, le gustaste y hasta te recomendó.

—Los jurados quizá creyeron que mi libro estaba mejor que Klara y el sol. También quizá creyeron que darle un premio a un señor que es un Premio Nobel es un poco redundante. O tendrían ganas de darle el premio a una mujer que escribió una novela super larga, que es fantástica y es latinoamericana y que le cuesta el cuádruple que a un señor inglés. No soy ingenua en cuanto a ese tipo de factores. La gente se sorprende y me pregunta: “¿Cómo no flasheas?”. No es que no flashee, es que no soy ingenua en cuanto a las cuestiones que hay alrededor del reconocimiento, más en esta época.

—Justamente, ¿ves algo forzado el reconocimiento?

—En algunos casos sí y en otros no, depende. Hay algo que tiene que ver con la época. En el buen sentido, lógicamente, hoy hay un montón más de mujeres en el mercado. Tienen más visibilidad por diferentes cuestiones que pueden ser la calidad de los libros, causas políticas, nuestra personalidad, etc. Un montón de factores por los cuales están siendo reconocidas. Hay una especie de autoconciencia de la gente que está en lugares de poder donde dicen: “Tengo que poner diversidad”. Ahí la línea entre ambas cosas todavía es tenue y borrosa porque estamos en plena transición. Creo que cuando las cuestiones se acomoden un poco más y haya tantas mujeres como hombres, nadie se va a estar preguntando este tipo de cosas. No creo que Nuestra parte… haya ganado el Grand Prix de L’Imaginaire porque sea una mujer latinoamericana que escribió una novela larga. Creo que es porque está buena y les gustó. Pero también les viene superbien dárselo a una mujer latinoamericana. Es una mezcla de factores que me juegan a favor a mí y a ellos. Pero no creo que vaya en detrimento de la novela. Simplemente es un análisis un poco más frío de toda la cuestión.

—No le quita valor literario.

—No le quita valor. Trato de no caer en algo que odio y llamo “el genio masculino”. Empecé a escribir en los 90 y la mayoría de los que escribían eran hombres. Eran todos “maestros”. Hay una idea de escritor como ser superior, sobre todo cimentada a partir del genio masculino, como si lo fuesen (genios) solo por serlo (hombres). No tengo esa relación con la gente. Para mí son influencias. No tengo esa sensación de “maestro”.

—Estuvimos más de dos años con barbijo como si la Tierra nos pretendiera callados, la aturdimos; vos sacás la novela, empieza la pandemia y terminás siendo la escritora más vendida en Argentina, más traducida, más laureada. ¿Tu interior se disparó en ese contexto? ¿Sos consciente?

—No me di cuenta, sinceramente. Estoy siendo más consciente ahora que se puede salir. Estuve bastante encerrada porque me enfermé, nada muy grave, pero me operaron y eso exigía cierta falta de movimiento y especialmente no contagiarme covid. Fue un posoperatorio largo justo en el momento que socialmente todo se abrió, la gente empezó a salir, a juntarse, y yo no podía. Eso me deprimió bastante. Venía encerrada por la pandemia y luego esto; me sentía rara… preciso mucho estímulo. No sé si el contacto con gente, pero sí salir, viajar, caminar. Estímulo mental a otro nivel, no forzado. Puedo tirarme horas a leer porque me gusta o tengo ganas, no porque no pueda hacer otra cosa. Todo se volvió muy oscuro y entré en algo aún más oscuro. No me dejó escribir y tampoco le veía sentido a escribir. Ahora ya lo hago normalmente. Lo que sí me pasa en las firmas de ejemplares es que mucha gente me dice: “Tu libro me salvó la pandemia”. Muchos. No dos o tres, muchos. El libro salió en diciembre de 2019 y el encierro comenzó en marzo, puede que eligieran un libro largo como el mío para empezar en ese momento. Pero me parece muy oscuro, en medio de tanto miedo, agarrar algo de miedo. Más allá de la muerte, porque la pandemia no era la peste negra, pero sí había una gran fobia del miedo al miedo. El miedo de que se convirtiera en algo como eso. Entonces me pareció muy triggering que quisieran agarrar mi novela en un momento así. Soy lectora de terror y tengo otra relación con eso pero hay muchos que no son lectores del género y la leyeron.

—La novela es perturbadora, un timing raro…

—Hay gente que no tolera lo perturbador en tiempos normales pero sí leer algo perturbador en tiempos perturbadores. Mientras yo no podía hacer nada, la gente accionaba. No sé cómo hubiera sido mi hoy creativo si no hubiera existido ese estímulo respecto de la novela. No me da miedo la página en blanco pero me gusta que me lean. No soy como esos escritores que ven la literatura como algo elegante y para pocos, porque eso es pensar que la gente no puede leer cosas elegantes. 

—Muy esnob. Aún existe. 

—Claro que existe. Pero mirá Silvina Ocampo. Ella quería que la leyeran. Hay cartas hermosas con Bioy en las que le dice: “Quiero que me lean en los kioscos”. Quería que la vendieran en colecciones populares, ¡con esos cuentos! (Risas). Esa inconsciencia y a la vez esa confianza en la gente, de que podían apreciar esa locura, porque todo el mundo está un poco loco, a mí me parece encantadora.

—Te ves más así. 

—Nací en una casa donde había un montón de libros pero ningún escritor. Escribí una novela sin conocer escritores. Sin hacer taller, sin hablar con un escritor. Creo que la única conferencia que vi en mi vida fue de Ernesto Sabato y después nunca más. No me interesaban los escritores como personas que hablaban. Los leía. Creo que nunca leí nada sobre técnica de escritura creativa. No dependo de eso. Por eso confío en la gente. Escribí una novela sin eso, solo con la biblioteca de mis papás. Tenía unos 12 años y leí El americano impasible, de Graham Greene. Me encantó. Después lo leí de grande y me gustó más porque entendí mejor las emociones. Leí a Rimbaud a los 15 porque vi a Patti Smith con una remera que tenía una foto de él y busqué Una temporada en el infierno que, no sé si lo entendí mucho, pero me pareció que tenía un uso del lenguaje maravilloso, tan lindo y sugerente y tan bestial al mismo tiempo, rabioso, que me quedé con la sensación de escuchar una canción punk. Había algo en esa rabia que me representaba. Lo encontré en Rimbaud, en The Clash. Era lo mismo. Me obsesioné con Rimbaud, su vida, compré la biografía que escribió Enid Starkie, compré los pocos textos que hay, junté las siete u ocho fotos que existen y me hice un altarcito, incluso aprendí un poco de francés para leerlo. Hice eso sola, sin profesor, nada. Entonces, ¿por qué no voy a pensar que cualquier persona puede leer a Rimbaud? Es disparatado de mi parte porque yo lo hice ¿Y yo quién soy? No digo que no haya cosas más sensibles o cierta formación para leer determinadas cosas, porque hay libros de Pascal Quignard que me pasan por arriba de la cabeza. Siendo adolescente leí a Neil Gaiman y en The Sandman tenía un capítulo que habla de Orfeo y me puse a leer mitología, los misterios órficos, me compré Los sonetos a Orfeo, de Rilke. ¡De Gaiman a Rilke! Hay muchos caminos para llegar a la literatura y creer que hay uno solo me parece preocupante.

—Hasta ignorante.

—Y, sí. Eso es no entender lo que moviliza a la gente. Tampoco me parece gravísimo que la gente no tenga interés por la literatura y se interese por otras cuestiones creativas. El prejuicio de: “Ay, no lee”. Bueno, tal vez pinte. Quizás hace música o es un gran fotógrafo o es un genio con las rosas, qué sé yo, o cocina increíble. Esa es mi actitud en la vida también. 

—¿Hubieras hecho otra cosa en lugar de escribir?

—Música. Lo intenté pero no me salió. Estudié guitarra en La Plata con uno que tocaba en una banda heavy. Luego tuve un novio que cantaba en una banda de rock muy stone, guapo él, muy glam, se pintaba los ojos, usaba mi ropa. Me motivaba para que tocara pero sinceramente no funcionaba. Me hubiese encantado. Tengo una idea de escenario muy rock y potente, pero lo mío evidentemente no va por ahí. 

—Hoy sos una estrella de rock en la literatura.

—Me parece que es una actitud que tiene que ver con un poco de “falta de respeto” a lo que escribís, en el mejor sentido: “Voy a poner esto y lo otro y no me importa cómo quede o lo que piensen los demás”. Aunque luego sí te importe y leas las reseñas y querés gustar porque esa inseguridad la tiene todo el mundo. Por suerte yo, en el momento creativo, no escribo con la policía en el hombro, todavía. Nadie está a salvo pero aún no me pasó. Ayer escuchaba a Springsteen: un disco raro, acústico, Devils & Dust, y hay una canción que creo que es sobre Irak o Afganistán, y dice: “Well I dreamed of you last night/In a field of blood and stone/The blood began to dry/The smell began to rise”. Terrorífico. El primer escritor que creo que usó a Springsteen como epígrafe fue Stephen King, en Cementerio de animales, con la canción Atlantic City, del disco Nebraska, que dice: “Everything dies, baby,/That’s a fact/But maybe everything that dies/Someday comes back”. Ahí lo entendí: hay una parte del imaginario de Springsteen muy macabro que lo aplica a otro tipo de emociones. En esa canción está hablando de que soñó con su compañero de batalla en un campo de sangre y que los dos mataron juntos. Lo interpreté y dije: “Ya está”: hay una parte de la novela que estoy escribiendo sobre un suburbio, unas piletas de sangre y escuchando esa canción de Springsteen, anoté esa frase en un papelito porque lo vi.

—Tus disparadores.

—Esos son mis disparadores. No el libro de este, no la charla de no sé qué, no algo que me pasó en la vida. Pasa por otro lado y de ahí sí puede venir cierta diferencia porque se nota de dónde sacás las cosas. No en cómo lo digas. Se ve cierta desconexión. Entonces no sé si es precisamente rockstar, como decís, pero sí puedo decir que estoy en otra sintonía. Hay gente que es diferente pero yo soy diferente de este modo. Porque las conexiones que hago son diferentes a las de otros. ¿Por qué? Por formación, gusto, así funciona mi cabeza. Eso, inevitablemente, cuando sale para afuera se ve como algo distinto. Particular.

—Te sabés excéntrica, ¿no? 

—Sí, claro, lo soy y creo que la gente lo recibe bien. Sé que lo que a mí me gusta no es algo que les interese a muchos. Me llama poderosamente la atención que eso pueda conectar tanto. Nuestra parte de noche, por ejemplo, tiene cosas super excéntricas del ocultismo, cierta lectura del tarot, o la cuestión cronenbergueana del cuerpo en donde están todos cortados, abiertos, operados. Pero más allá de lo excéntrico, está la relación padre/hijo, algo con lo que muchos se enganchan. Tiene tópicos sexuales. Es bastante queer el libro. Eso ya no es excéntrico, son cosas de la vida: la relación con los padres, la herencia y el poder. Son dos niveles, entonces, porque soy excéntrica pero no estoy desconectada de la realidad. Tengo mi mundo, muy particular, pero el mundo grande me interesa también. Veo TV, me interesa la política, la historia, las emociones de la gente. Hablo literariamente además de realmente, porque también tengo esas influencias. Y las mezclo. No entiendo por qué no puede haber una novela que muestre la relación padre/hijo y que hable sobre la vulnerabilidad masculina, el padre que tiene que estar en una posición de cuidado, la relación de un hijo con un padre enfermo, todas cosas que pueden ser cotidianas y que no entiendo por qué no pueden estar en un libro de ocultismo ¿Por qué no? Y como no entiendo por qué no, ahí están. (Risas).

—Habrá novela nueva: rock, fantasmas.

—No sé bien exactamente. Habrá salud mental. Muchos de los personajes van a tener problemas psicológicos, fantasmas seguro va a haber y también crisis económica. Para mí un fantasma es algo que está como en una especie de loop porque el fantasma aparece siempre en el mismo lugar y dice siempre lo mismo. La crisis económica de nuestro país para mí también es como un loop. Venís más o menos mal, parece que remontas y cae.

—¿Y el rock dónde está?

—En la banda que van a formar los loquitos. (Risas). 

—Seguís en Radar. Alguna vez dijiste que mantenías tu trabajo fijo porque sos hija de trabajadores.

—Es así. No puedo dejar un trabajo fijo, psicológicamente me cuesta. Me sentiría desamparada. Para mí todo tiene que ver con de dónde venís, y lo considero cada vez más importante por cómo afecta en la cabeza. No tengo casa ni auto. La casa que tiene mi mamá era la de su papá, porque mis padres no pudieron tener la suya propia. No tengo ahorros. Tampoco tengo un tío que me vaya a dejar dinero. Nunca estudié afuera ni me tomé un año sabático. Terminé la secundaria y me puse a laburar. Por más plata que gane, para llegar a un lugar de comodidad económica, haciendo solamente literatura, tengo que hacer mucho, en mayúsculas. Si te va relativamente bien con un libro, la gente te pregunta: “¿Por qué no dejás?”, y me pregunto: “¿Desde qué lugar lo dicen?”. Tal vez piensen en su situación personal. Es mi sueldo, así pago el alquiler. Podrán creer que hago plata con los libros pero me da pánico eso. Mirá si a los próximos libros les va mal y me gasto lo que tengo. Una persona que no tiene casa. Yo no puedo hacer eso. Por supuesto que me gustaría no trabajar, como a todo el mundo. ¿A quién le gusta trabajar? Me gustaría escribir literatura y nada más pero ahora no puedo. Quizá sea una traba psicológica más que una real, a esta altura. Pero está todo bien con mi traba psicológica, ya se me va a pasar. (Risas).

—¿Ves material para Premio Nobel en la literatura contemporánea?

—Es bastante difícil hablar de tus contemporáneos en esos términos porque no te das mucha cuenta, pero para mí sí hay escritores importantísimos. Cormac McCarthy es uno, a la altura de Faulkner y Faulkner ganó un Nobel. Joy Williams, otra. En literatura latinoamericana, Castellanos Moya. Me gustan escritores de todas las épocas aunque es difícil hablar de contemporáneos porque se desdibuja. Pero considero que sí, hay escritores importantísimos.

—¿Qué opinás del género de autoficción, tan prolífico hoy?

—Creo que depende de lo que tengas para decir y cómo lo escribas. Hay grandes libros de autoficción: Knausgård es brillante, Annie Ernaux, genial, y es otra gran escritora que la veo Nobel. En español, María Gainza me parece super interesante y al menos su primer libro juega bastante con eso. Para el caso, hay mucha literatura de ficción que es horrible, porque la literatura, llamémosla superficial o sin búsqueda, con pocos niveles, la podés encontrar en cualquier género. Lo que tiene de distinto la autoficción es que le agregás un problema adicional que es el narcisismo. No es que no sea narcisista alguien que escriba ficción, pero la autoficción lo evidencia más. 

—Rodrigo Fresán me decía que para escribir buena autoficción debés tener una vida muy interesante o ser Proust.

—Estoy totalmente de acuerdo. Toda literatura es un poco autobiográfica. En mis libros, ¿por qué hay ocultismo y rock? Porque son mis obsesiones. Pero la literatura en primera persona, hablando de un recorte puntual de la experiencia, a veces se presta a confusión con el periodismo narrativo, la crónica. Creo que hubo cierta ansiedad de las editoriales por encontrar este tipo de literatura, que tiene mucho que ver con el contexto en el que vivimos, en donde la palabra y la opinión tienen más valor. Vivimos en primera persona. 

—Y las redes sociales influyen.

—Las redes no están aparte de la vida: son la vida, y en esa parte de tu vida vivís en primera persona dando tu opinión a nadie como si fuera algo importante. Es el espíritu de época, y ante el lenguaje de la época lo que podés hacer es rendirte a él –no en el sentido de que te agobie, sino que sea una estética que te apela– o reaccionar en contra y que no te importe. De todos modos, la autoficción tiene una tradición muy importante en la literatura. Pasa que ahora a mucha gente le sirvió para jerarquizar ciertas experiencias despreciadas. La pequeña experiencia. La de ser trabajador manual, cuidador, la experiencia del abandono, cosas de todos los días y no se consideraban lo suficientemente jerarquizadas como para entrar en el “templo” de la literatura. La literatura del yo, desde Montaigne hasta Proust, siempre tuvo jerarquía y muchos escritores escribieron sobre la experiencia propia, entonces por qué hoy se lo considera como algo nuevo, tal vez por lo que decía del espíritu de época, y también porque a veces es difícil pensar la literatura en continuidades, la época condiciona mucho la literatura. Tienen otras características y los traumas que se cuentan son otros. Hay cierta literatura del yo que me influyó muchísimo, que es toda la que tiene que ver con el sida y que leí durante mi adolescencia: Hervé Guibert, Thom Gunn, Edmund White, Larry Kramer, Kathy Acker, David Wojnarowicz, todos artistas y escritores que escribieron durante la época del sida. Siempre me interesó el cuerpo, el cuerpo enfermo, lo queer, la cuestión política, porque fue una enfermedad muy política, y todo eso lo leí narrado en primera persona. Guibert tiene un libro excelente que se llama Al amigo que no me salvó la vida. Se refiere al amigo que no se cuidó o no le avisó que tenía sida. Es durísimo, porque por un lado es como una cartografía, con todo el detalle de los resultados de los análisis, muy técnico, y por otro es una narración muy rabiosa, de saber que está muriendo y que, además, está muriendo joven. En Bajar es lo peor saqué al sida voluntariamente. Un libro en donde hay un montón de sexo, se pican… estaban dadas las condiciones para el contagio. Esa fue la primera decisión literaria que tomé. Me dije: “En este libro la muerte va a estar sobrevolando la novela pero no va a estar encarnada en algo que tenga que ver con lo real”. Es una novela de terror, con presencias que representan el deseo, el dolor, la muerte, que no es que fuera el VIH justamente, pero sí esa presencia siniestra de la amenaza de la muerte. Están todo el tiempo al borde la muerte, por acciones propias, y quería que en la novela sobrevolara eso sin nombrarlo, porque sentía que si lo nombraba se iba a convertir en otro libro que no era lo que yo quería contar. Vivíamos con miedo en esa época y eso sí se refleja, ese miedo está en el libro y los personajes tienen terrores irracionales, éramos adolescentes y estábamos aprendiendo acerca del placer, acerca del cuerpo, y eso venía mezclado con el miedo al sida. Aunque yo tenía más miedo a quedar embarazada. Hay cosas que condicionan tu subjetividad, y la mía creía que los que se morían de sida eran los chicos y las chicas por abortos. Tenía miedo de enfermarme, por supuesto, pero le tenía terror al embarazo, porque sabía perfectamente que no quería tener un hijo, iba a terminar en un aborto, y el aborto era el raspaje, salir infectada, enferma, con hemorragias… Me daba terror.

—Tal vez “nos vino bien la pandemia” para lograr que los que tienen talento hayan salido con mucho brío.

—No pienso mucho en la literatura de lo que pasa alrededor. Hay libros que me gustan o escritores, pero la Literatura, así en mayúsculas, no la pienso. Sinceramente, eso de decir: “A ver qué está pasando en la literatura” llega un punto en que no sé de qué estamos hablando (risas). Te cuento algo que no he dicho nunca: tengo un problema con los números. Una psicóloga me dijo que se llamaba discalculia. Es un problema cognitivo porque no sé sumar, pero va más allá: no puedo recordar números. Algo así me pasa con la literatura. Puedo ver qué pasa, pero giro la cabeza y ya estoy en lo mío, en los escritores que me interesan. Esa cuestión de “pensar la literatura” a mí no me pasa. 

Afortunadamente.

Imagen de portada: Gentileza de Perfil. Reconocida como una de las mayores exponentes del género de terror, Mariana Enriquez es dueña de una prosa exquisita que cosecha lectores en todo el mundo.

FUENTE RESPONSABLE: Perfil. Por Lala Toutonian. Junio 2022

Sociedad y Cultura/Literatura/Argentina/Nuestros escritores.

Sobre dos libros sapienciales.

El habla del silencio

Los viernes nos encontramos con María Domínguez en el Náutico, el parador de playa. Desde sus ventanas puede verse el mar, el oleaje se va apaciguando después de la última sudestada. 

Esta tarde María me trae un libro prometido, el que escribió con Juan Forn y que Juan no alcanzó a ver. 

Debo admitirlo, cuando uno está ante un libro escrito por dos trata de discernir qué del texto pertenece a uno o a otro. En este caso no es sencillo, y menos considerando que María es librera y también una lectora nómade en sus gustos, que no cesa de sorprender con sus hallazgos. 

A veces me pregunto si este don suyo procede de sus estudios de arqueología. Tal vez la respuesta está en una conjugación de las dos prácticas complementarias con un mismo objetivo: salvar cosas del paso del tiempo, que no se pierdan. Otro dato no menor: María es una poeta reservada, cautelosa, que escarba en el lenguaje de la pérdida: “Después de nadar mar adentro/ ibas hasta la rompiente / buscando el impulso que te saque a la orilla. / Entraste en la ola / seguiste la curva/ y saliste del mundo”, escribe. Hay un silencio irreductible en estos versos. Es así: “Un silencio denso / cae sobre las cosas”. 

Y ese silencio remite al libro que escribieron juntos. Al silencio, justamente, se refiere “Nieblita del Yí”.

“Discutimos mucho cada palabra, cada frase”, se acuerda María. Y se ríe de sí misma: “Yo no soy japonesa, / soy geselina”, ha escrito en un poema. Y volviendo al libro, cuenta: “Juan era obsesivo. Y yo terca. Pero nos reíamos mucho. Sonaba oriental Yí, pero era guaraní. Quiere decir río fuerte, duro. Y nombra un río uruguayo que nace cerca del Chato, cerca de la cuchilla grande de Durazno”.

“Nieblita del Yí”, fue ilustrado con delicadeza cromática por Teresita Olhaberry. 

Ella y su compañero, el escritor Pablo Franco, ambos editores del sello La Flor Azul, andaban un domingo curioseando por la feria de Tristán Narvaja en Montevideo. 

En una librería de usados detectaron la novela “La tierra purpúrea” (1885) de William Henry Hudson en traducción de Idea Vilariño. Es sabido, Hudson, un naturalista argentino extrapolado en Gran Bretaña, fundador de la primera gran biblioteca ornitológica de Sudamérica, mantuvo amistad y correspondencia con Joseph Conrad y Ford Madox Ford. 

En sus cartas les confiaba el deslumbre por este sur y sus historias. De la seducción que destila “La tierra purpúrea” Borges diría que es una obra primordial del criollismo y uno de los pocos libros felices sobre la tierra.

Entusiasmados con el texto de Hudson, Pablo, Teresita, María y Juan eligieron adaptar uno de sus tramos en versión para “chicos”, y las comillas, en este caso, no son gratuitas: “Nieblita del Yí”, con su encantamiento, funciona como infantil, pero trasciende el género y opera como cuestionamiento a la relación que mantenemos los adultos normalizados con la naturaleza que suele resultar distante.

Al terminar una guerra, un veterano de la guerra entre blancos y colorados de la Banda Oriental, llega a un rancho donde viven una vieja y una nena. La nena está triste: no tiene amigos ni tampoco le han contado nunca un cuento.

Relato dentro del relato, el veterano le narra a la nena la historia de Alma, una nena que debía su tristeza a no poder hablar con el paisaje brumoso del río y su fauna. Una mujer de piel negra surge de la niebla del Yí. Si quiere hablar con la naturaleza, le dice, debe clavarse una aguja en la lengua. Contra las reticencias del lector desprevenido, Alma empieza a comunicarse con unos perros, una zorra, un pato. Y hasta puede escuchar la conversación de los árboles.

Que la humanidad está aturdida no es ninguna novedad. El lingüista Noam Chomsky, a sus noventa y pico, no se cansa de criticar el capitalismo. 

Y si no se le presta atención no se debe sólo al tronar de las bombas y misiles de los dieciséis conflictos bélicos que aterran el planeta, el fragor de los incendios, y los desastres de las políticas extractivas. 

La alienación y la voracidad consumista explican esta sordera. Y “Nieblita del Yí” parece sugerirnos la exigencia de un silencio respetuoso ante la naturaleza y escuchar qué nos está diciendo.

El otro libro que esta tarde trae María al Náutico es el “Tao Te Ching” de Lao Tse en versión de Ursula Le Guin. La primera vez que Le Guin vio el libro era una nena como la protagonista del cuento de Hudson. 

Se trataba de una edición de 1898 y contenía grabados y caracteres chinos en la cubierta. Era un objeto venerable y misterioso. Su padre lo leía a menudo y tomaba notas. Más tarde le confió a la hija que le gustaría que algunos pasajes fueran leídos en su funeral.

Es cierto que el Tao ha sido interpretado como un manual para gobernantes, pero esto sería limitar su alcance. 

Desde hace más de dos mil quinientos años el Tao se las ha ingeniado para transformarse, además de en pilar de la filosofía budista, material de consulta de más de un pensador occidental que encontró aquí claves para orientarse en momentos de crisis extremas, tanto colectivas como personales.

Su espíritu atrajo tanto al refinado grupo de Bloomsbury como al marxista Bertolt Brecht, quien escribió el poema “Leyenda sobre el origen del libro Tao Te King, dictado por Lao Tse en el camino de la emigración”.

 

Escribe Brecht: “A los setenta años, ya acabado/ el maestro sintió un ansia de paz. / Moría la bondad en el país/ y se iba haciendo fuerte la maldad.” La resonancia con el presente no es casual. La injusticia se enseñoreaba en su tierra. “Juntó unas cosas necesarias. / pocas. Pero algo más tenía que llevar. / La pipa que fumaba cada noche. / El libro que leía a todas horas. / Algo de pan blanco”. Lao Tse y su guía caminan cuatro días. Un aduanero los detiene, les pregunta qué traen de valor. “Nada”, le contesta el viejo. El guía le explica al aduanero que el viejo es un maestro, que enseña que “el agua blanda termina por vencer la piedra”. 

El aduanero les ofrece entonces parar en su casa a cambio de sus enseñanzas volcadas con tinta en papel. Durante siete días, el maestro le dicta al guía las 81 sentencias que componen el libro legendario, tan breve como conciso. La última se refiere a la aparición de lo esencial, y Le Guin la traduce como “Lo verdadero”: “Las palabras verdaderas no son gratas, / las palabras gratas no son verdaderas. / Las buenas personas no son obstinadas, / las personas que son obstinadas no son buenas. / Las personas sabias no son eruditas, / las personas eruditas no son sabias. / Las almas sabias no acumulan, / cuanto más hacen por otros más poseen, / cuanto más dan a otros más ricos se vuelven. / El camino del cielo beneficia sin destruir. / Actuar sin competir / es el camino de los sabios”.

María se vuelve a la librería. Y yo me vuelvo a la cabaña con los libros. Lo único que sé es que acá en el bosque, donde escribo estas reflexiones, si a esta hora del anochecer uno guarda silencio, además del susurro de la brisa pueden escucharse unos pájaros tenues que le dan la bienvenida a la oscuridad y se despiden hasta mañana.

Imagen de portada: Ilustración de Teresita Olhaberry

FUENTE RESPONSABLE: Página 12. Buenos Aires.Argentina. Por Guillermo Saccomanno. Mayo 2022

Sociedad y Cultura/Literatura/Filosofía/Vida

César Aira, sin ademanes de grandeza.

César Aira, más de un centenar de títulos y en la categoría de escritor de culto.

Los ojos con aire cansado tras las gafas de pasta, la camisa a cuadros, vaqueros pardos, zapatillas deportivas negras. Ninguno de los turistas que se cruzan en el hotel Barceló Cartuja con César Aira sospechan que el señor corriente que deambula con las manos a la espalda pueda ser un gran escritor. Ninguna pose, ningún ademán de grandeza. 

Sin embargo, ese hombre de movimientos lentos es autor de una de las obras más vastas e interesantes de las letras contemporáneas: más de un centenar de títulos que no han logrado sacarlo de la categoría de escritor de culto, pero que han hecho recaer sobre él el premio Formentor 2021.

Hace tiempo le preguntaron si ambicionaba algún premio literario, y respondió: “Uno que esté muy bien dotado”. El Formentor, con sus 50.000 euros, sin duda lo está. Un galardón que se ha revelado como muy argentino, al haberlo obtenido con anterioridad Jorge Luis Borges, Ricardo Piglia, Alberto Manguel y el argentino de adopción WiItold Gombrowicz. “Este va a ser el último premio, ya me lo prometí”, dice. “No es que me disguste, pero ya está.

Le dejo el lugar a algún joven que lo pueda disfrutar más que yo”.

Aira (Coronel Pringles, 1949) da muestras ante la prensa de su capacidad para brindar buenos titulares, casi siempre inspirados por su resistencia a asumir lugar común alguno. Y la charla con Librújula no iba a ser una excepción.  “Como las preguntas a menudo se repiten, voy afinando las respuestas. Quizá la última entrevista sea perfecta”, comenta con su característico humor.

Un crítico español, Carles Pujol, dijo: “O se lee, o se escribe”. ¿Usted encuentra siempre tiempo para ambas cosas?

Todos los escritores somos lectores naturales, y de hecho la mayoría nos hicimos escritores por ser lectores. Uno empieza leyendo, y en cierto momento se dice: “Yo también quiero hacerlo”. 

Por suerte, con los años no he perdido el gusto de la lectura, los dos grandes gustos de mi vida son leer y escribir. Son dos actividades muy parecidas, pero muy distintas también. Pero escribo poco al día, si no, me saturo. Una o dos páginas y ya estoy satisfecho, ya cumplí. Escribo lento, voy pensándolo mucho, y corrijo sobre la marcha. Lo mío es como un dibujo lento que voy haciendo…

Ha sido usted un gran lector en autobuses. Ahora, en cambio, en el transporte público la gente solo lee en los móviles. ¿Habrá que escribir para ellos?

Un señor me dijo: “Escribí un cuento en el teléfono, y se lo mandé directamente a no se quién”.

“¡Cómo! —pensé yo—, ¿escribir en el teléfono?”.

Se lo comenté a un amigo y me dijo: “¡Pero de qué época eres, todo el mundo escribe ahora en el teléfono!”. Lo hacen así, con los pulgares… No, yo eso no puedo hacerlo. En cuanto al transporte público, he sido un gran lector en ellos, sí, pero ahora ya no subo a los autobuses. Sí, he leído… demasiado [sonríe].

La escritura es el oficio solitario por excelencia, y la lectura también se hace casi siempre en soledad. ¿Se le puede acusar de ser poco sociable?

No, no me considero insociable. Le doy mucha importancia en mi vida a la amistad, más que a todos los demás contactos humanos, incluidos los familiares. Me gustan mucho esos diarios de Bioy Casares, que son un monumento a la amistad con Borges. Toda mi vida, toda mi carrera literaria, surgió de la amistad. Me hice escritor de chico con mi amigo Arturo Carrera, el poeta, y ahí empezó todo. Nos dividimos los campos, yo le dejé la poesía, él me dejó el relato… Todo es una historia de amistad.

¿Sus comienzos, fueron fáciles?

Tuve padres comprensivos, buena posición económica,nunca tuve que trabajar… Fue una vida fácil que me permitió vivir fuera de la realidad. Creo que la verdadera literatura la escribe un joven. La experiencia de la vida es lo que va enturbiando. Pero no se puede renunciar a la vida… Para mí, el escritor de los escritores, el único verdaderamente grande, fue Lautreamont. Se murió con 24 años y escribió este libro maravilloso, Maldoror. Es un escolar, que no sabe nada de la vida, pero sabe… sabe… eso.

Si alguien encuentra sus libros difíciles, ¿qué podemos responderle?

No, no soy un escritor difícil, de hecho, mucha literatura más popular es más difícil que lo que yo hago. Sí asumo con gusto el calificativo de raro, e incluso me gustaría ser rarísimo. A mí me gusta contar una historia de principio a fin, no me gustan esas cosas de Vargas Llosa de pasar de un tiempo a otro… Necesito esa claridad expositiva para poder llevar mis invenciones más lejos. Es decir, si se me ocurren historias muy raras, tengo que escribirlas muy claro. Porque si al barroquismo de la invención se suma el barroquismo de la ejecución, como aprendí de Salvador Dalí, podría llevar a una mezcla poco comestible, creo.

Por otro lado, se le da mucha importancia al tamaño. ¿Y si la gran novela latinoamericana tuviera solo cien páginas?

Eso fue todo un camino. Cuando empecé a publicar, traté de hacer libros que tuvieran cierta cantidad de páginas, como quieren las editoriales. Hasta que aparecieron unas muchachas de la ciudad de Rosario, y yo sentí que esas chicas podían ser mi laboratorio literario, con ellas podía hacer algo nuevo, distinto. “¿Ustedes publicarían una novela mía que tuviera 40 páginas?”, les dije. “Sí, sí, por supuesto”. Aquella fue la editorial Beatriz Viterbo, la primera independiente que se lanzó en Argentina. Hoy hay doscientas y pico. Con ellas, y luego con otras, pude hacer todos mis experimentos, publicar novelas de nueve páginas… ¡Lo hice! [ríe]. Ahí tuve toda la libertad que tenía, y a su vez mantuve con editoriales españolas, con la amistad de Claudio López, la línea de novelas que se parecen a las novelas de siempre.

Hace poco hablaba con unos escritores sobre el humor, tan presente en su obra. Se preguntaban cuándo se habían reído a carcajadas con un libro por última vez. ¿Lo recuerda usted?

Sí, hace tiempo leí una novela de Terry Southern titulada Candy, un poco pornográfica, con la que se hizo una película muy mala, pero sí, yo me ahogué de la risa. Hace muchísimos años de eso, y todavía lo recuerdo. Pero lo bueno que tiene la lectura es que te provoque una sonrisa de satisfacción, la plenitud intelectual que se puede sentir cuando uno encuentra algo bien hecho.

El fin de los grandes escritores

El encuentro con Aira tiene lugar después del anuncio del premio Nobel al tanzano Abdulrazak Gurnah. La noticia le sirve al argentino para recordar un comentario que suele hacerse en su país, según el cual el Nobel de Literatura ha acabado siendo como un segundo Nobel de la Paz: como si se premiaran más las buenas intenciones que los buenos libros. “Es curioso cómo se han perdido los grandes escritores”, reflexiona Aira. 

“Hace treinta o cuarenta años todavía había gente como Faulkner, Hemingway, Günter Grass, Kawabata… Ahora no hay ninguno, por eso el premio Nobel se lo dan a una señora desconocida de no sé qué país”.

Volvamos, si le parece, sobre el joven Aira. Siempre se cita como influencia de sus años de formación el cómic, tan denostado por muchos. ¿Qué huella dejaron los tebeos en su escritura?

El cómic tuvo muchísima importancia para mí. Mi imaginación es predominantemente visual, yo no trabajo con el sonido de las palabras, sino con las imágenes. Nunca he tenido ese gusto sensual por las palabras que tienen los poetas. Cuando se me ocurre un argumento, lo que me viene son imágenes que van apareciendo. Y el comic es eso, la imaginación puesta en el papel. Mi favorito, por supuesto, era Supermán. Una vez, yendo por la calle, un señor que pasaba en frente cruzó y me dijo: “¿Usted es Aira? Mire, yo no he leído nada de usted, pero lo respeto mucho [risas] por lo que usted dijo de Supermán”.

¿Y qué dijo?

Lo extraordinario de estos cómics de Supermán era que este señor, que provenía del planeta Krypton, tenía poderes prácticamente totales. Podía destruir un planeta de un puñetazo, podía ver hasta la galaxia más lejana…

Podía todo. ¿Cómo crear un conflicto a alguien así? Un ladrón se escapa y él lo puede atrapar inmediatamente. Para crearle un conflicto, había que buscar algo que fuera bastante difícil, y eso hizo que esos cómics fueran bastante intelectuales. 

Yo pasé de Supermán a Borges casi sin transición. Luego se daban juegos intelectuales como la aparición de Mister Mxyzptlk, que es un duendecillo malísimo que habita la Quinta Dimensión, y tenía poderes contra los que Supermán no podía hacer nada. El único modo de hacerle volver a la Quinta Dimensión era hacerle pronunciar su nombre, pero al revés. Era muy difícil, pero Supermán se las arreglaba para hacerlo.

También ha ejercido como traductor, entre otros, de Stephen King. ¿Ha aprendido algo del maestro del terror?

No, de Stephen King no… Yo diría más bien de la novela policial, que en Argentina posee una gran tradición entroncada con Borges. Los lectores argentinos crecimos leyendo la colección El Séptimo Círculo. Es un género muy honesto, hay una honestidad con el lector, no se hacen trampas… O se hacen las trampas que hay que hacer para darle emoción a la lectura.

2022 es el Año Pizarnik, a quien usted trató de cerca. ¿Alguna recomendación?

No sé… A mí las pizarnikianas me odian, supongo que por envidia, porque fui amigo de ella, porque ella me quería. Porque escribí un librito sobre su poesía y después una antología que es un texto biográfico, y me lo criticaron mucho. La pobre Alejandra creó ese personaje de la pequeña náufraga, y todo lo que se escribe sobre ella es tomando esas metáforas. Yo sé cómo trabajaba, es una poeta culta, casi erudita, pero no escribía con esa angustia, la angustia fue una invención literaria. Ella se creó ese personaje y a veces se burlaba de él.

Es usted el quinto argentino que gana el Formentor. ¿Considera a su país esa potencia literaria que fue durante el siglo pasado?

No lo sé, está el hecho de que tenemos a Borges. Borges puso una vara muy alta, es una presencia muy viva entre nosotros. Prácticamente no hay un día que pase que entre nosotros, los amigos, la familia, no se mencione a Borges. “Como diría Borges…” Así todo el tiempo. Bioy dijo que cuando murió Borges fue como si se apagara una luz, y así fue. También pienso que fue así cuando murió Manuel Puig, que fue el último escritor que fui leyendo libro a libro, mientras iban saliendo. Hay algo que he notado, los argentinos no sabemos prácticamente nada de los países que nos rodean, no sabemos quién es el presidente de Colombia, por ejemplo. Y en otros países a los que viajo compruebo cómo saben de la Argentina. En el fermento de la cultura argentina hay algo…

Se niega a escribir sobre Eva Perón ni sobre los desaparecidos de la dictadura militar, porque se han convertido, ha dicho, en “una industria”. Pero, si la literatura no se ocupa de esos temas, ¿quién hablará de ellos?

Los periodistas o… En fin… La literatura es literatura.

Sin embargo, la literatura ilumina siempre aspectos de la realidad que el periodismo no alcanza…

No crea… Para mí la literatura es un juego irresponsable que no tiene nada que ver con las cuestiones serias. Los políticos, los historiadores, los académicos pueden ocuparse de ellas, pero déjenos la libertad de jugar como niños con las palabras.

¿Tiene tiempo para el fútbol, tan amado en su país?

Precisamente en Colombia una vez me invitaron unas señoras muy coquetas, nos sentamos a la mesa y me dijeron: “Bueno, vamos a ver, ¿qué está pasando con Riquelme? [risas] ¿Está deprimido?”. Y yo no tengo ni idea de fútbol. El defecto nuestro es que nos cerramos en nosotros mismos. Pero quizás también hay algo en lo argentino que merece la pena.

Imagen de portada:Caty CLADERA

FUENTE RESPONSABLE: Librújula. Por Alejandro Luque. Mayo 2022

Sociedad y Cultura/Literatura/Entrevista/César Aira

 

 

 

5 poemas de Ricardo Pochtar

Ricardo Pochtar (Buenos Aires, 1942) reside en España desde 1976.

Estudió filosofía en la Argentina y en Francia. 

Ha traducido obras de narrativa y ensayo para editoriales de Buenos Aires, Barcelona y Madrid. Ha sido traductor en las Naciones Unidas y otros organismos internacionales. 

Su obra poética, publicada entre 1994 y 2019 abarca los poemarios Lugar diseminado, Clinamen, El tamaño de los días, En la pizarra de la noche, El resto del azar, Beneficio del asombro y Ars Piscatoria. 

En 2016 se publicó su colección de aforismos Pequeñas percepciones y en 2019 Sueños de sal/Suaños de sal, selección de poemas suyos traducidos al asturiano. 

Su poesía está representada en las antologías Poemas y poetas argentinos (2013), La doble sombra (2014) y Los que se fueron (2019), así como en diversas revistas de España, Chile y México. 

Zenda adelanta el prólogo y algunos poemas de Atajos & Escaramuzas (El Sastre de Apollinaire, 2022).

***

PRÓLOGO

LA INVENCIÓN DE LA LÍNEA, por Julio Obeso

Un prólogo debería ser como la última oportunidad de un libro para decir la verdad. 

Muy pronto será abierto y se sabrá cuánto de cierto o de impostado había en esa declaración del testigo. Los libros no se salvan ni se condenan por sus prólogos. Con esa inmunidad sobrevenida propongo esta breve introducción.

Al igual que las enfermeras quedan contaminadas al trabajar en escombreras, un tanto de invisibilidad impregna el entorno tras la lectura de Atajos & Escaramuzas de Ricardo Pochtar. 

Invisible aquí significa latente, aunque sea reconocible a simple vista. La pulsión secreta de las situaciones, de los objetos, se nos revela en estos óseopoemas como un atajo hacia otra realidad que se va creando a medida que crecen las escaramuzas.

Casi nada es lo que parece o al menos los significados y las palabras han quebrado sus sagrados vínculos. En estos poemas esas riñas sostenidas sobre la oralidad han reivindicado para sí un nuevo símbolo, la interrogación: «¿Un lenguaje de la poesía? ¿Otro lenguaje? ¿Para qué fracasar en otro lenguaje?» 

Preguntas que pellizcan y hacen saltar a las ideas de sus cómodos asientos, de sus antiguas realezas, para abandonarlas a una suerte de intemperie, quizá no en otro lenguaje, pero sí en una nueva disposición capaz de captar las secretas habilidades de los objetos que son diana del mirar poético. 

Ahí Pochtar despliega un cartílago que conectará los grandes fémures de la memoria con la delicada fúrcula de los pájaros dibujantes; una estructura flexible en continuo cambio que genera variantes de formulación insospechadas: «En cada biblioteca una isla desierta, unos pocos libros fieles y algunas botellas vacías esperando olas propicias».

Atajos & Escaramuzas es el resultado natural de la evolución poética de Pochtar, cuya escritura supondría la peor pesadilla para un decorador.

Paredes limpias, espacios diáfanos, palabras sugeridas que después del tamiz y la entrevista tendrán una segunda vida en páginas como estas. Hay mucho trabajo en cada verso, el poema es un atractor universal, un potente imán al que se adhieren partículas sentimentales, limaduras de odio, aserrín de los momentos e incluso sombras, obviedades, recetas, bandadas millonarias de pájaros, el maldito color azul… 

No tema, lector, el perímetro está asegurado: ni polvillo tóxico, ni detritus previsibles, solo poesía de la que puede enfrentarnos con entornos heredados, con las inercias que engañan dejándonos escuchar el ruido de un motor; poemas humanos de alto voltaje que Pochtar nos propone para la inconclusa tarea. «No habré escrito el último poema, pero ahí les dejo el mundo, muchachos, para que se entretengan».

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GRAFITO

No gastar el lápiz escribiendo: irlo tallando hasta que el

grafito se quede sin palabras.

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PALABRAS NECESARIAS

¿Qué hacer con este contubernio de palabras? Para decir

algo se necesitan palabras que todavía no quieran decir

nada.

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OFICIO DE SÍLABAS

con Aureliano Buendía

Antes que un asunto de palabras, el poema es un oficio de sílabas, letras, hojas blancas, silencios, oquedades. Y todo eso con una pequeña balanza y un martillito de platero.

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con José Watanabe

En olas pequeñas llegan

letras rozando la arena/

bajo un mar de otro hemisferio/

un libro sumergido/

habrá entrado en erupción.

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MUNDO LÍQUIDO

Cada vez pesan menos las palabras, pero dejan un poso que tarda en borrarse. Aún estamos a tiempo de contarnos algo. El mundo todavía sigue ahí.

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Autor: Ricardo Pochtar. Título: Atajos & Escaramuzas. Editorial: El Sastre de Apollinaire. Venta: Todos tus libros y Amazon.

Imagen de portada: Gentileza de Zenda. Autores, libros y compañía.

FUENTE RESPONSABLE: Zenda.Autores, libros y compañía.Por Laura Di Verso. Abril 2022

Sociedad y Cultura/Literatura/Nuestros escritores

 

Sergio Chejfec: la experiencia del pensamiento.

Sergio Chejfec fue una de las voces más sólidas de la literatura argentina de las últimas décadas. Escribió más de una veintena de libros que combinan narrativa con ensayo y poesía, a los que definía como “alusiones, discursos más o menos eventuales, flotantes y arbitrarios, sobre fragmentos de la realidad”.

Los personajes de Sergio Chejfec no se quedan quietos. Casi siempre están paseando, deslizándose sobre un territorio que les resulta extraño, no solo por lo desconocido sino también porque lo observan con un grado de detalle que torna raro hasta lo más habitual. La mirada se cuela por los intersticios del mundo y estos se tornan puentes, pasadizos, agujeros de gusano a través de los cuales se alcanzan otras dimensiones de la realidad. Una mirada que también es, desde luego, una voz que narra. Con un tono siempre reflexivo, atildado, medroso, dubitativo a la vez que hipnótico, atrapante.

Para nosotros, lectores, ahora que Chejfec ha muerto –a causa de un cáncer de páncreas fulminante, el sábado 2 de abril, en Nueva York, donde vivía desde hace más de tres lustros–, su obra es ese territorio un poco extraño, inclasificable, por el cual podemos pasear, perdernos y encontrarnos y volvernos a perder, con la convicción de que en sus pormenores, en los recovecos de sus páginas, nos aguarda la lucidez.

Si deseas profundizar sobre esta entrada; cliquea por favor donde se encuentra escrito en “negrita”.

Esa obra comienza en 1990, con un título que de algún modo define su poética: Lenta biografía, y se compone de más de una veintena de libros, entre novelas, cuentos, poesía y ensayo. Y ha edificado una de las voces más sólidas de la literatura argentina de las últimas décadas, siempre desde el perfil bajo, desde una personalidad en un sentido tan elusiva como su estilo. “Un escritor que concibe su literatura en voz baja”, como se definió él mismo en alguna ocasión.

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Puestos a simplificar mucho, podríamos decir que la literatura de ficción se divide en dos grandes grupos. De un lado, una narrativa que podríamos llamar “de acción”, con una trama definida que avanza a partir de las peripecias de sus personajes. Del otro, los textos más “reflexivos”, que se centran sobre todo en los pensamientos y las ideas del narrador o los protagonistas del relato. Sergio Chejfec es un fiel representante de este último paradigma.

Lo entrevisté en 2008, cuando visitó Madrid para presentar Mis dos mundos, que acababa de ser editada por Candaya. Era su décima novela, pero la primera que se publicaba fuera de la Argentina. Alguien de la editorial interrumpió nuestra charla para alcanzarle un teléfono móvil. Desde el otro lado de la línea, un periodista de la agencia EFE quería saber “de qué se trataba” ese nuevo libro. Tal vez la respuesta del autor lo haya decepcionado un poco:

Son las reflexiones de un caminante que, visitando una ciudad del sur de Brasil, se da cuenta de que faltan muy pocos días para su cumpleaños y, entrando en un gran parque a medias olvidado y a medias abandonado por el urbanismo, se pone a reflexionar sobre el significado de las cosas. Como el narrador es un escritor, termina cuestionando su vocación, digamos, su personalidad y su naturaleza de escritor. De manera que la novela no tiene una intriga, ni una estructura de un comienzo, un desarrollo y un final, sino que es sobre todo reflexiva, como una cavilación.

Cuando le pregunté por esa suerte de dicotomía entre “acción” y “reflexión”, aclaró que hay muchos libros construidos sobre una premisa “más convencional en términos de desarrollo dramático” que le parecían “excelentes, maravillosos”. Pero de inmediato dejó establecido que con él se encolumnan en el equipo contrario:

Creo que la literatura, si sirve para algo, es para complejizar lo existente. Entonces yo no me podría plantear una literatura que busque simplificarlo, a través de ofrecer una acción terminada, completamente legible y que se pueda yuxtaponer sobre la realidad. Mis textos no avanzan en función de una intriga verificable que después se puede ir acumulando en su grado de dramatismo. Pero sí ocurren muchas cosas en ellos, tantas cosas como en cualquier otra novela. Nada más que las cosas que ocurren pertenecen a otros paradigmas. No al paradigma de la acción acumulada, sino al de la acción ampliada o expandida.

“No me interesa —apuntó en otra ocasión— una literatura que sea fiel a los recuerdos y que le brinde tributo al hecho de recordar. Me interesa como experiencia del pensamiento”.

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Sergio Chejfec nació en Buenos Aires en 1956. Se consideraba una especie de “escritor tardío”, porque no se crio rodeado de libros, sino que para él, decía, la literatura había sido “una adquisición que dependió de un acto de la voluntad”. En su libro de ensayos Últimas noticias de la escritura, de 2015, revela que en sus inicios ocupó tardes enteras en copiar, con letra manuscrita, en un cuaderno de formato escolar, relatos de Kafka. “Creía que algo de la literatura de ese autor se impregnaría en mí gracias a la transcripción”. “Me formé bastante solo –contó en una entrevista. Fui encontrando mi propia forma de escribir gracias a un lento trabajo de ensayo y error”.

Casi al mismo tiempo en que se publicaba su primera novela, en 1990, se fue a vivir a Caracas. Quería estar lejos de su país para tener otra relación con su propia voz, con el lenguaje, con la escritura. Vivió en Venezuela quince años, durante los cuales publicó algunos de sus libros más importantes, como Moral, El llamado de la especie, Boca de lobo y Los incompletos. A todos los acompañó a la distancia, porque se publicaron en la Argentina y en el extranjero tuvieron escasa circulación.

En 2005, Chejfec comenzó a dar clases de escritura creativa en la Universidad de Nueva York, para lo cual se mudó a esa ciudad junto a su esposa, la ensayista Graciela Montaldo. “Se puede aprender a escribir; no estoy seguro de que se pueda enseñar a escribir –creía–. Por eso, muchas veces la utilidad de estos programas no radica tanto en los contenidos que transmiten como en la experiencia que implican. Yo pienso mi lugar allí no como un transmisor de contenidos, sino como un orientador de lecturas”.

Durante su vida en Nueva York publicó la ya citada Mis dos mundos, otras novelas como Baroni: un viaje, La experiencia dramática y Teoría del ascensor, los cuentos de Hacia la ciudad eléctrica y Modo linterna, ensayos como El punto vacilante y el también mencionado Últimas noticias de la escritura y poemas como Apuntes para un panfleto. En este periodo sus libros sí se editaron en otros países de Latinoamérica y en España, y varios se tradujeron también al inglés, francés, alemán, portugués y hebreo.

“A mí me cuesta pensar que nunca voy a volver a vivir en Argentina –me dijo en aquella entrevista de 2008–. Necesito pensar que en algún momento voy a tomar la decisión de vivir otra vez en mi país. A lo mejor lo haré y a lo mejor no. Pero me consuela creer que lo voy a hacer”. Chejfec nunca volvió a vivir en Argentina, aunque visitaba su país con frecuencia. La última vez, en diciembre del año pasado.

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El carácter reflexivo, divagatorio y con “poca acción” de sus textos, así como el perfil bajo que cultivó siempre, hacen que Chejfec sea un autor no de culto (su tercera novela, El aire, de 1992, ya la publicó Alfaguara) pero sí bastante poco conocido y por ende poco leído. Y él no negaba que le gustaría que lo leyeran más.

Cualquier autor o artista es siempre un poco narcisista –dijo–. Quisiera tener más lectores, como también quisiera tener más amigos o más dinero. El punto está en qué hacés para conseguirlo. Yo no quiero tener lectores a cualquier precio. Lo que quiero es escribir como me gusta escribir. Si tengo más lectores en esos términos, estupendo, me voy a sentir mucho más gratificado y vanidoso. Pero no es decisivo para mí. No creo que siga escribiendo o deje de escribir por tener más o menos lectores.

En relación con sus libros, señalaba algo interesante: quería que se incorporaran a bibliotecas. “En el más amplio sentido de la palabra: bibliotecas físicas, bibliotecas mentales, bibliotecas virtuales”. Las expresiones de tristeza por su fallecimiento en las redes sociales dan cuenta de que los libros de Chejfec están presentes en unas cuantas bibliotecas. Y aunque él ya no pueda seguir escribiendo, sus libros continuarán su camino, al encuentro de lectores nuevos.

“Concibo mi literatura como una forma de hacer preguntas”, decía Chejfec. “Y la mejor manera de hacerlo, desde mi punto de vista, pasa por tener un discurso más bien aproximativo sobre las cosas. No ser muy tajante. Por eso la mía es una escritura reflexiva, que combina narración con ensayo y con crónica. Se detiene en los detalles, porque creo que en los detalles es donde se cifra buena parte del significado más o menos escondido de las cosas, y no tanto en los aspectos más visibles”.

Ese afán por los detalles en particular y su estilo en general hizo que muchas veces fuera comparado con un gigante de las letras argentinas: Juan José Saer. De hecho, cuando le preguntaban por sus autores preferidos, Chejfec nombraba a Saer, a Antonio di Benedetto, a Peter Handke, a W. G. Sebald (influencias que, por supuesto, también configuran la poética chejfec iana). Pero él no creía que la comparación con Saer fuera justa.

Saer fue un gran escritor en varios sentidos. Por la coherencia de sus libros, por su densidad estética y también por el universo concreto, cerrado y autónomo que eligió representar, dicho esto sin ninguna connotación negativa. Yo tengo otro tipo de expectativas. No me interesa que mis libros cierren: me propongo, más bien, que estén abiertos. Que planteen más dudas que certezas, que no sean asertivos. Me propongo o me salen los libros como si fueran alusiones, discursos más o menos eventuales, flotantes, arbitrarios, sobre fragmentos de la realidad. En ese sentido me parece que Saer es un gran escritor. Y yo no.

Ahí quedan, en sus libros, los personajes de Chejfec, esos incansables caminantes que no paran de andar, de contemplar, de hacerse preguntas, de tratar de entender. Siempre en voz baja, quizá un requisito indispensable para la experiencia del pensamiento.

Imagen de portada: Gentileza de Letras Libres

FUENTE RESPONSABLE: Letras Libres. Por Cristian Vázquez. Abril 2022

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