Parte I
Es una historia bien conocida. Keith Jarrett y un piano desafinado, Keith Jarrett y la gran Ópera de Colonia, Keith Jarrett y el disco de piano más vendido de todos los tiempos.
Un 24 de enero de 1975, lluvioso, uno de los pianistas más famosos del siglo XX —todavía no lo es, pero lo será a partir de esa noche— llega a Colonia, una de las ciudades más importantes de lo que fue Alemania Occidental.
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Tiene veintinueve años y había empezado a recibir clases de piano antes de los tres y para los siete daba recitales interpretando a Mozart, Bach y, también, sus propias composiciones. Ya ha pasado por diferentes formaciones de jazz y tocado con Charles Lloyd y Miles Davis.
Con veinticinco años había recibido la llamada de Manfred Eicher, un tipo con una discográfica llamada ECM que estaba más interesado en la calidad de las grabaciones que en hacer dinero. Jarrett comparte esta postura y elige este pequeño y casi recién nacido sello alemán. En 1973, se embarcan en una gira de dieciocho conciertos con solo él al piano, improvisando. Esta titánica y nunca vista tarea se repetirá en 1975. Esta vez serán veinticuatro conciertos.
«Estos recitales en solitario eran eventos importantísimos en cuanto a la música del siglo XX… no tienen precedente, no solo en la historia del jazz sino en toda la historia del piano. No eran interpretaciones de composiciones aprendidas de memoria, tampoco eran variaciones sobre temas ya compuestos. Eran intentos de muy larga duración (a veces hasta de una hora) de improvisación total, la creación de todo desde cero: ritmo, temas, estructuras, secuencias armónicas y texturas»1.
Debido a lo extenuante de la gira, Jarrett pide tocar en días alternos para poder descansar, pero les llaman desde Colonia y les dicen que tienen reservada para él la Ópera de Colonia. Es una gran oportunidad, en una gran sala, unos mil cuatrocientos asientos. Pide un gran piano, un Bösendorfer 290 Imperial. Los responsables de la sala dicen que lo pueden conseguir.
Deciden ir. Keith Jarrett, que lleva toda la gira con intensos dolores de espalda que apenas le dejan dormir, se mete en un Renault 4 y conducen seiscientos kilómetros desde Zúrich. Está destrozado, llegan a Colonia recibidos por un tiempo inhóspito y una joven sonriente. La joven se llama Vera Brandes y tiene diecisiete años. Empezó a organizar conciertos de jazz y giras a los quince años. Es, con diferencia, la productora musical más joven de Europa. Manfred está cansado y Keith está todavía más cansado. Deciden ir a ver el piano y la sala, después se irán a echar una siesta.
Al llegar al escenario se encuentran con que el piano es mucho más pequeño, no es el piano que habían pedido. Sorprendidos, lo prueban. Está totalmente desafinado, además, las notas agudas apenas son pasables y las graves no tienen ninguna fuerza. En una sala tan grande, el público no será capaz de oír esas notas, los pedales tampoco funcionan correctamente. Manfred y Keith se miran. Silencio. Manfred se acerca a Vera y le dice «o se cambia el piano o no hay concierto».
Vera entra en pánico, se han vendido todas las entradas. Los encargados de la ópera han intentado encontrar el piano correcto pero al no ser capaces de dar con uno, han sacado un piano que había en el almacén y se han ido a casa. Un piano que solo se usaba para ensayos de ópera y nunca para recitales.
Vera empieza a llamar a todas las tiendas de música, fabricantes y conocidos. Por fin encuentra el piano correcto, el que debería estar en el escenario, pero ya es demasiado tarde. Los transportistas también se han ido a casa. Mientras, ha llegado un afinador para intentar conseguir sacar algún sonido decoroso de ese viejo instrumento que ocupa ahora el escenario. Keith decide marcharse al hotel, el concierto se suspende.
Vera consigue convencer a su amigos para ir hasta donde se encuentra el piano correcto y empujarlo entre todos por las calles de Colonia hasta la ópera. Hay tiempo, el concierto está programado para las once y media de la noche, después de terminada una representación. Nunca se ha hecho un concierto de jazz en esa histórica sala y ese es el único horario que les van a permitir. Los amigos se ponen en camino, pero el técnico afinador le explica que si empujan un gran piano de cola por la calle, bajo la lluvia, arruinarán ese piano para siempre. No le quedan más opciones. Vera corre hacia la calle, llega hasta al Renault 4, se para junto a la ventanilla del pianista y le implora que toque. Keith Jarret la mira. Está empapada y desesperada.
Parte II A
Aquí, me temo, tenemos que hacer un inciso.
Probablemente, ustedes sabrán lo peculiares y estrambóticos que son los genios artísticos. En concreto, los músicos. Más en concreto, los pianistas. Y dentro de los peculiares y estrambóticos, también abundan los pedantes, engreídos e insufribles. La lista es larga.
A saber, entre otros, Arturo Benedetti Michelangeli, que casi suspendió más conciertos de los que dio porque la temperatura y la humedad de la sala no eran las correctas, que se marchó del escenario en un concierto en el Vaticano y no volvió hasta que no se retiraran dos macetas donde había supuestamente una mosca que solo él oía. Nunca daba bises.
El ínclito Glen Gould denunciando a la fabricante de pianos Steinway por trescientos mil dólares de la época porque su artesano jefe, en una visita guiada por la fábrica, le había dado una palmada en la espalda y decía que desde entonces tenía problemas de coordinación. Sergei Rachmaninov, que cada vez que interpretaba las Variaciones para un tema de Corelli, decidía dejar de tocar cuando las toses del público llegaban a un número específico de molestia. Se dice que su interpretación récord fue en Nueva York, donde consiguió llegar a tocar dieciocho variaciones de las veinte. En fin, hay un top histórico y en ese top está Keith Jarrett. Y está muy arriba en esa lista.
Es verdad que su forma de tocar implica dejarse llevar, una inmersión total. Lo que surge de sus dedos es una comunión entre la inspiración de Jarrett y su relación con el espacio y la audiencia. Así lo atestigua una discografía tan abultada que en cualquier otro músico sería difícil de sostener: una veintena de discos publicados solo en formato de él con su piano, algunos de varias horas de duración, la mayoría de ellos basados en la improvisación pura, con poca o ninguna preparación previa, y prácticamente todos ellos de una calidad excelsa 2. «Tengo que asumir un estado de conciencia a la vez que un éxtasis, es decir, un estado de sensibilidad llevada al extremo», dijo en 1997; es el lado oscuro del genio, aquella faceta que no nos gusta aceptar de nuestros ídolos, su música improvisada es también el producto de una vulnerabilidad acentuada 3.
Y, por eso, lo lleva mal todo.
Cualquier cosa que pase en el teatro implica que se va a levantar y va a abandonar el escenario para no volver. Casi se ha convertido en una marca del personaje. Su momento álgido llegó en 2007, en el conocido Festival de Jazz de Umbría en Perugia. Concierto a cielo abierto para más de tres mil personas.
Antes de comenzar, Keith ve a algunas personas que desde el fondo parece que quizá quieran sacar alguna foto. Se dirige al micro. Aquí comienzan un par de minutos de abuso verbal: «No hablo italiano, pero conseguid a alguien que hable inglés que os diga que apaguéis esas jodidas cámaras ya. Eso también va para cualquiera de mi banda, si veis a alguien con una cámara, tenéis todo el derecho a arrancársela. Que alguien les diga a esos gilipollas que apaguen esas cámaras y eso quiere decir tú, y tú y tú… El privilegio es vuestro de poder escucharnos. Me reservo el derecho de marcharnos del escenario, de dejar de tocar y largarme de esta maldita ciudad».
Todo esto, antes siquiera de empezar a tocar. El público aguantó el repertorio de manera incómoda, su enfado y desagrado eran evidentes. Al final de un corto segundo set, dijo que alguien había vuelto a sacar una cámara y se negó a volver al escenario. El festival declaró después que «Keith Jarrett, como artista es sublime, como persona deja mucho que desear.
Hemos decidido que su música nunca más sea escuchada en este Festival».
Lo cancelaron. Pero la memoria es corta y el talento eterno. Es 2013, han pasado seis años y Jarrett es invitado de nuevo a Perugia. Borrón y cuenta nueva, tiene la oportunidad de ser conciliador, hacer un gran concierto y elevar más su figura.
El director del festival pide una clamorosa ovación de los cuatro mil aficionados allí presentes. El clásico trío, con Gary Peacock al contrabajo y Jack DeJohnette a la batería, aparece en escena. De repente, Keith dice «nos vemos luego» y se marchan. Aparentemente, había visto algo sospechoso. Tras unos tensos momentos, vuelven al escenario. Se colocan y de repente todas las luces del concierto se apagan. Incluidas las del público.
Tan solo se enciende un tímido foco que ilumina las cuerdas del contrabajo, no se ve nada. Decide dar el concierto así. Al final del segundo set, con algunas tenues luces ya dadas, Keith, antes de marcharse, coge una toalla y le hace un irreverente pase de capote al público, también les enseña el dedo. Por supuesto, no hubo bises. Con este músico tiene que lidiar esa joven. Fin del inciso.
Buena suerte, Vera Brandes.
Sigue lloviendo. Vera sigue empapada y desesperada. Jarrett, con la ventanilla medio bajada, mira a la calada adolescente desde el coche. Después de unos segundos de silencio, dice «Nunca lo olvides, solo lo hago por ti».
Manfred y Keith marchan al hotel. Keith Jarrett ha tomado una decisión y a partir de aquí las cosas solo van a empeorar. En el hotel intenta echar una siesta, pero sus dolores de espalda lo impiden. Llegan a un restaurante italiano cercano al auditorio. En el lugar hace un calor terrible, Keith empieza a sudar. Hay algún problema con los pedidos y su comida sale la última, apenas quince minutos antes de la hora del concierto.
Está muy caliente y aceitosa, aun así engulle todo lo que puede y sale apresurado hacia la Casa de la Ópera. Camina con una faja puesta y le cuesta llegar. Allí encuentra un banco junto al escenario, no ha dormido en veinticuatro horas y comienza a cabecear. Está en un estado lamentable; cansado, frustrado, dolorido e incómodo. «Cuando finalmente me llaman al escenario es un alivio… ¡Voy a salir ahora con ese piano y a la mierda con todo lo demás!» 4.
Jarrett se acomoda frente a un piano roto y frente a mil cuatrocientas treinta y dos personas. Silencio. Cuando suenan las primeras cuatro notas se oyen algunas risas en el patio de butacas, había tocado las notas del aviso sonoro de la sala. Las que se utilizan para avisar del comienzo o del intermedio del espectáculo. Vuelve el silencio, pero esta vez lleno de fascinación.
Vera, entre bambalinas, no se lo puede creer, desde el momento que tocó la primera nota todo el mundo sabía que aquello iba a ser mágico. Estaba pasando algo extraordinario. Y pasó durante una hora. Vera, incapaz de contenerse, pasó por platea y por los palcos; en todos los sitios la misma reacción, un silencio maravillado. La belleza de esa larguísima improvisación ha dejado a los mil cuatrocientos treinta y dos asistentes atónitos 5.
De camino a su siguiente concierto, el ingeniero de sonido y Jarrett escuchan la grabación del concierto, parece que Jarrett no se había dado cuenta de la magnitud de lo sucedido. En ese mismo coche, al escucharlo de nuevo, deciden lanzarlo como álbum. Es 1975, en las tiendas aparece The Köln Concert. Inmediatamente asombra a crítica y público, convirtiéndose en un referente y entrando directamente en el canon de las obras maestras del jazz.
Probablemente, su estado casi comatoso y todas las batallas anteriores al concierto hicieran que el escenario fuera un refugio de todo ese estrés y toda esa lucha, una huida, y que de allí surgiera esa belleza hipnótica 6.
O quizá fuera el piano.
Quizá un piano que no estaba preparado para la magnitud de esa sala y al que tenía que aporrear para que lo escucharan desde los palcos. Un piano sin pedales y donde solo funcionaban bien los registros medios. Un piano que le obligó a acercarse a ese concierto de otra manera, favorecer el ritmo por encima de la sonoridad. En definitiva, después de años improvisando y llegando a cotas inimaginables de inspiración, Keith Jarrett, esa noche tuvo que improvisar sobre como solía improvisar. Esa fue la diferencia entre un gran concierto y el concierto de su vida.
Imagen de portada: Keith Jarrett en 1972. Foto: Cordon.
FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por Iván Batty.
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