Contra las hosquedades del mundo.

El andén fantasma

El tren que me ha traído hasta aquí partió a las tres y veinte de la tarde de un andén que no existe. Hasta ese momento había conseguido cumplir punto por punto las indicaciones que Edoardo me trasladó semanas atrás en su correo. 

Me bajé del avión, recogí la maleta, salí del aeropuerto. A mano izquierda, tal y como me había avanzado, encontré la parada del tranvía. Había mucha gente en la cola de las máquinas dispensadoras de billetes. Un hombrecillo menudo, con bigote blanco y aspecto de haber aprendido todos los trucos necesarios para sortear las dificultades de la vida, se puso a vender pasajes por su cuenta a quienes disponíamos de dinero en metálico. 

Me había gastado casi todas las monedas durante la espera en la T4 de Barajas, y las pocas que conservaba en un bolsillo de la mochila no bastaban para completar el precio. Le tendí un billete de veinte euros y me pidió que me subiera, tomara asiento y esperase, confiado en que los pagos de otros pasajeros le permitieran darme el cambio. No le dio tiempo a despachar más de dos o tres, porque enseguida un pitido intermitente anunció la inminencia del viaje. Me preparé para recoger mis cosas y bajarme, pero extendió hacia mí su mano abierta para indicarme que no me moviese: se hacía cargo de las circunstancias y me permitiría hacer el trayecto gratis. 

Ni él hablaba inglés ni yo acertaba a entender del todo su italiano, así que le dirigí una mirada que pretendía trasladar mi gratitud y él me devolvió otra en la que impostaba algo parecido a la camaradería. 

Tardamos unos quince minutos en llegar a la estación de Santa Maria Novella, cuyo aspecto desmiente categóricamente las solemnidades de su nombre. La terminal más bien parece un tendejón, aunque los carteles de los negocios que jalonan su vestíbulo intenten imprimirle el aire señorial de aquellos tiempos en que los viajes en ferrocarril alimentaban las fantasías de los autores románticos. 

Las pantallas informativas anunciaban que mi tren saldría de la vía diecisiete, pero al buscar la puerta correspondiente descubrí que la estación sólo cuenta con dieciséis andenes. 

Desconcertado, me dirigí a una mujer que ocupaba un asiento dentro de una pequeña cabina y a la que supuse encargada de dar respuesta a las solicitudes o las quejas airadas de los viajeros. La breve conversación tuvo un carácter tan surrealista que no me resisto a transcribirla en su literalidad más absoluta: «Perdone», la abordé, «en la pantalla pone que mi tren saldrá del andén número diecisiete, pero el último andén de la estación lleva el número dieciséis». Ella me observó con una sonrisa condescendiente: «Es que esta estación sólo tiene dieciséis andenes; a ver, ¿cuál es su tren?». «El 18771 con destino a Arezzo». Señalé hacia el panel, que quedaba justo frente a la cabina. 

Ella entrecerró los ojos para distinguir las letras y los números que brillaban en la pantalla y, acto seguido, su expresión adoptó un rictus de incredulidad. «Aquí nunca ha existido un andén diecisiete», dijo. Luego, como si quisiera esforzarse para disimular que se encontraba tan desconcertada como yo, añadió: «Mejor pregunte a otra persona». 

Pensé que aquello podía ser la coartada perfecta para emprender una fabulación borgiana o, cuando menos, un inicio aseado para un cuento de Cortázar, pero la realidad terminó siendo tan prosaica como acostumbra: el inexistente andén diecisiete era una prolongación del dieciséis. 

El crecimiento de la red ferroviaria había motivado la construcción de nuevas vías en una época en que la expansión urbanística de la ciudad hacía imposible cualquier intento de ampliar la estación, por lo que los nuevos andenes se levantaron al final de los que ya existían. Me contaron todo esto los agentes que custodiaban el acceso a la decimosexta puerta del gran vestíbulo, y tras mostrarles mi billete —esta vez había logrado adquirirlo a tiempo— recorrí en toda su longitud el andén correspondiente para dar a su término con aquel otro que figuraba en las pantallas y cuya numeración ni siquiera debía de ser fija, porque se exhibía tan sólo en otro panel luminoso y parpadeante cuyas trazas rudimentarias daban cuenta de su provisionalidad, y en el que aguardaba ya el tren que habría de llevarme a Sant’Ellero.

Un hombre a tientas camina

La imaginación prefigura la realidad antes de que la realidad se manifieste y, en consecuencia, tiende a generar unas expectativas que a la larga veremos inevitablemente defraudadas. 

Cuando me envió su primer correo electrónico —en el que dejaba muy claras las normas y de manera sutil, pero efectiva, daba a entender que bajo ningún concepto se admitirían excepciones—, me imaginé a Edoardo como un hombre de edad avanzada y personalidad adusta, con el ceño fruncido y las cejas pobladas, quizá también el cuello ligeramente encorvado. Anticipé una voz áspera, un tono seco y unos andares torpes o bruscos, y me había preparado para la eventualidad de una tensión que de alguna manera tendríamos que sortear durante el trayecto que nos correspondería hacer juntos. 

Pero cuando llego a la estación de Sant’Ellero y me lo encuentro esperando en el andén, Edoardo resulta ser un chico joven, que apenas ha cumplido la treintena, y cuya sonrisa de bienvenida es el preludio de una amabilidad exquisita. Me pregunta qué tal he hecho el viaje y se ofrece a hacerse cargo de mi equipaje para introducirlo en el maletero del coche. Se disculpa por el aspecto del vehículo —«el invierno ha sido duro y este coche no está pensado para el campo»— y me cuenta que tiene un hermano en Barcelona, que va por allí con cierta frecuencia, que le hace gracia que en España conozcamos a Eros Ramazotti. 

Dedicamos unos minutos a recordar lo bueno que fue Franco Battiato y, mientras arrancamos y comenzamos a rodar por unas carreteras estrechas que van sorteando las laderas toscanas, me explica que lleva diez meses trabajando en la casa, donde viene a ejercer las funciones de asistente. Ha cursado un grado en estudios europeos y pensaba perseverar en ese empeño hasta que la pandemia trastocó su plan vital: resolvió aislarse en una casa que su familia tiene por los alrededores y buscar en la naturaleza el alivio a los excesos de la civilización. 

No me dice de qué modo consiguió el trabajo que ahora le ocupa ni le pregunto cuánto tiempo piensa mantenerlo, si se plantea abandonar una vez que concluya el año o su propósito es permanecer allí de forma más o menos indefinida. 

El coche abandona la carretera y enfila un camino estrecho y pedregoso que se precipita en descensos repentinos y remonta poco después pendientes inverosímiles. A nuestro alrededor sólo hay bosque, una inmensa arboleda que apenas filtra los rayos del sol y cuyos troncos y ramajes se anudan hasta confundirse en un solo entramado laberíntico que parece el forjado de una reja encaminada a proteger los secretos de un paisaje orgulloso de su inexpugnabilidad. 

Creo entrever en algún momento, entre las líneas difusas que dibujan los contornos de los árboles altísimos y esqueléticos, la figura difuminada de un hombre  que camina con pasos titubeantes —«un hombre a tientas camina», acude a mi memoria el verso de Machado—, como si se hubiera perdido o anduviese buscando algo que se le ha caído del bolsillo. 

Pienso en decírselo a Edoardo, pero él está comentando algo sobre el clima y no quiero interrumpirlo, y cuando al fin podría hacer referencia al asunto éste ha quedado lo suficientemente lejos como para que cualquier formulación resulte inútil. Me dice que no estaré solo a mi llegada, que hay un poeta y dos traductores que están pasando unos días en la casa. 

Me pregunto si corresponderá a alguno de ellos esa silueta humana que he discernido desde la ventanilla, deambulando por el bosque. Recuerdo también el mensaje que me escribió Borja Ortiz de Gondra después de que hace unos días yo le enviara otro para comunicarle que me encontraba a punto de emprender el viaje: «Cuéntame, por favor, cómo está Beatrice».

El paisaje y los perros

Estoy instalado en una torre que se erigió en la Edad Media y cuyas ventanas se abren a la perspectiva idílica de un valle frondoso tras el que asoma, allá al fondo, el perfil suave de unos montes. En el cielo soleado viaja el presagio de la primavera. 

Me he despertado con el sol y he permanecido en la cama unos minutos, atento únicamente al canto de unos pájaros que saludan con alborozo al nuevo día. Cuando salgo al exterior, un ladrido celebratorio desvela la presencia de Pushkin y Clocló, dos de las mascotas del lugar. Están a las puertas de la casa, al otro lado del jardín, porque nunca se acercan a la torre, no sé si por pereza o porque están educados para que mantengan una distancia prudencial con los invitados. 

Clocló es una perrita de aguas, juguetona y cariñosa, con la que he hecho buenas migas desde mi llegada. En cuanto me ve, adopta la postura que considera más adecuada para recibir mimos y se deja acariciar con una docilidad entusiasta. Nació con un problema en la espina dorsal y camina con la cadera hundida, arrastrando las patitas traseras, pero la deformación no le impide correr y brincar con esa alegría infantil de la que hacen gala las criaturas de su especie. 

Pushkin suele mantenerse en un segundo plano. Cuesta acariciarlo porque rehúye a los extraños. Puede que lo maltrataran de cachorro y que arrastre desde entonces una comprensible desconfianza hacia mis congéneres. 

«Es todo un caballero», me dijo Beatrice anoche, cuando nos sentamos a charlar antes de la cena y él se repantigó en uno de los sillones de la sala de estar, indiferente a nuestras elucubraciones. Tanto él como Clocló proceden de un refugio para animales que hay por los alrededores. 

Beatrice, que lo visita con cierta frecuencia, los adoptó cuando supo que, a causa de la invalidez de la una y del carácter huraño del otro, nadie se decidía a acogerlos. También está Rosina, una carlino que es la reina del lugar y que prefiere moverse, lenta y discreta, por el interior. Ha habido otros perros antes. Dicen que sus cenizas están esparcidas por el jardín, y sus nombres se inscriben en placas que aquí y allá recuerdan que una vez existieron y fueron felices en estos mismos predios por los que pasean ahora Clocló, Pushkin y Rosina. La primera se recuesta complacida mientras le rasco la tripita y la espalda, y su mirada de gratitud es el antídoto contra las hosquedades del mundo.

Imagen: “Hosquedades del mundo”

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Miguel Barrero. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 7 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Diario de viaje/Pensamiento/Reflexiones

Dialéctica filosófica en las obras de Borges.

Todo cuanto escribió Borges estuvo sometido a una lógica filosófica.

Los personajes imaginarios en las obras de Jorge Luis Borges forman un viaducto metafísico y filosófico que se alterna con las controversias de lo psicológico y lo intemporal de la memoria. Lo estático o efímero no existen en sus cuentos y poesías, dada la tridimensionalidad narrativa de los mismos, debido a las obsesiones psíquicas que se adueñan de lo imprevisto, de lo absurdo y de lo cabalístico que generan una obsesión que superpone a la realidad como tal.

También se trata de un amasijo de hipótesis históricas que el autor elabora a partir del imaginario para hacer que sus personajes operen desde la dialéctica del azar, equivalente, a la herencia humana. Por ello la crisis que se genera en sus personajes adquiere la noción del tiempo, que adquiere categoría del paraíso perdido del que nos habla Milton.

Borges sopesa que más allá de estas consideraciones está la mitología, la cual juega en sus personajes un destacado papel. A fin de comprender sus visiones con respecto a la eficacia mágica, fantástica o irreal que ocupan sus personajes en sus obras, como los sucesos sobrenaturales que el subconsciente produce en éstos, Borges, los envuelve en el misticismo  profundo, para que avancen en un destino insospechado, por tratarse de la tragedia existencial que padecen desde que nacen hasta que mueren. Los que se salvan de tales acontecimientos disfrutan de un paraíso atávico que no queda fuera de las controversiales vicisitudes de la vida.

Es por esa razón que en las obras de Borges los personajes están dominados por fuerzas extrañas que solo el azar puede resolver y de esa manera el autor argentino y universal desentraña o, mejor dicho, fragua una metafísica muy particular para llegar al fondo de sus personajes y salvarlos de lo evanescente o de la percepción fugaz o escenográfica que prefigura toda existencia humana.

Borges, tematiza las diversas concepciones de Nietzsche, Kant, Heidegger y Hegel

En sus personajes se aguza un mecanismo complicado con relación a los prototipos de enfoques que articulan en cuanto a la imaginería fantástica y misteriosa, porque las situaciones psicológicas que experimentan se caracterizan al explicar los diferentes estados de ánimo. A esto se agrega, el hilo conductor de la manera con que narran sus experiencias y sucesos y a partir de ese clima o ambiente el lector descubre el sello distintivo de su personalidad. Y, desde el lenguaje filosófico, meticuloso y elegante, Borges eterniza su existencia al inferir la causalidad del drama, rasgos que se instalan en el subconsciente sin que el personaje pueda definirlo o solucionarlo a menos que no sea a través de instintos metafísicos.

Aquí se da la paradoja situacional que se convierte en reflexión, paradigma y finitud, tres elementos fundamentales en su cuentística y en la que Borges se vale de los estados patológicos para penetrar a sus personajes de una dialéctica histórica, filosófica y metafísica que revela al mismo tiempo la crisis atemporal por la que atraviesan algunos de sus personajes en los cuentos de su libro El Aleph.

En Borges, el modo de plasmar sus cuentos tiene varias autopistas cuyo recorrido es de largo kilometraje al desmitificar los confines del alma de sus personajes, obligándoles a formar columnas de reflexiones que van más allá de estructuras y lenguajes estéticos porque en ese contexto, el autor enrosca la imaginación creativa en corpus de contradicciones filosóficas que abra de asumir sus personajes para explicar la raíz histórica del mundo y de la realidad.

En efecto, teniendo en cuenta estas hipótesis filosóficas hay que reconocer en las obras de este singular maestro del lenguaje universal, lo que tiene mucha resonancia desde el punto de vista de bosquejar irrealidades donde lo inverosímil determina en que parámetros psíquicos desenvuelve el personaje o sujeto su vida e inmortalidad. Borges, tematiza las diversas concepciones de Nietzsche, Kant, Heidegger y Hegel, entre otros filósofos que dejaron traducidas en sus teorías y metodologías el drama del alma y constelación del subconsciente, las que están presente en su reflexión creativa de apariencias y temores, pero, también, encuadradas en ficciones suprasensibles.

Uno de los filósofos hoy más de moda, Byung-Chul Han, dice: “En vista de la muerte uno se cerciora de sí mismo, del “yo soy”. La muerte humana, es decir, la muerte que es exclusiva del hombre y que lo distingue, es para Heidegger “mi morir exclusivamente mío”. La muerte, que en realidad sería el final definitivo del yo, acarrea un énfasis del yo. La heroica “libertad para morir”, que “se cree capaz de soportar la angustia” o que “está dispuesta a pasar miedo”, se manifiesta como “libertad de escogerse y emprenderse a sí mismo”. Por así decirlo, el yo crece a base de angustia. La existencia “que está dispuesta a pasar miedo”, hace temblar la “autonomía” o el “tener consistencia por sí mismo”. Poder morir en cuanto que poder ser sí mismo significa que la existencia “se escoge su héroe”. (Han, Byung-Chul, Muertey alteridad, traducción de Alberto Ciria, Herder Editorial S. L., Barcelona, pp. 15-16, 2020)

Estas modalidades también se advierten en la mayoría de sus cuentos, poesías y ensayos  donde, todo está determinado por el tiempo. Por ello esa temporalidad no hace más que situarse entre el subconsciente y lo secular del pensamiento filosófico donde pone de manifiesto el extravío ontológico de algunos de sus personajes. De esa manera explora su existencialismo sin fisuras porque los mismos desbordan lo emocional para situarse en una historicidad que los trasciende de modo absorbente.

Por lo que existen en los géneros que este genio de la palabra elaboraba con la materia más pura del pensamiento, rasgos acentuadamente definidos como objetivo puntual de su complejo sistema escritural que constituye la base de su imaginería psíquica, la cual adjudica a sus personajes funciones de carácter escenográficas irrepetibles por el complejo sistema de símbolos y referencias al estar dentro de la antropología histórica y filosófica que les otorga categorías culturales universales.

Por ello es necesario puntualizar que todo cuanto escribió Borges estuvo sometido a una lógica filosófica. Es por esa razón que sus escritos en cualquier género están estructurados sobre la base del pensamiento filosófico y sometido a un estado de vibraciones metafísicas donde el lenguaje en su contexto consigna un ajuste exacto y una dramatización que conlleva, según sostiene Santiago Kovadloff, al estudiar la obra poética de Cecilia Meireles, “cierto tipo de equilibrio entre cierto concepto de forma y cierto concepto de expresión”. (Kovadloff, Santiago, Cecilia Maireles, Mapa falso y otros poemas, traducción del portugués de Estela dos Santos, Calicanto Editorial, S. R. L., Montevideo, 1979, p. 14).

En Borges, la necesidad de explorar lo laberíntico del Ser desde una perspectiva de elementos específicos de la elucubración de la atemporalidad y desde una particular concepción filosófica cuando aborda la pureza discursiva y la historicidad, contiene su actividad mental. Llamemos a esta consecuencia donde están implícitos los fulgores del tiempo, las visiones, los estados de vivencias psíquicas y la conciencia estética, eclética, por demás, por la que discurre una preceptiva que impregna el enigma de sus personajes de transfiguraciones cósmicas egocéntricas y cosmogónicas.

Imagen de portada: Jorge Luis Borges

FUENTE RESPONSABLE: Acento. Por Cándido Gerón. 3 de marzo 2023

Sociedad y Cultura/Literatura/Filosofía/Reflexiones/Opinión

«Vivimos en una sociedad que se hace cada vez más narcisista», por Byung Chul Han.

El ombliguismo crónico al que nos hemos visto conducidos y conducidas es causa directa de un sistema capitalista que entiende el éxito como un conjunto de metas que se alcanzan desde la individualidad y desde una desorbitada idea de productividad.

«La depresión es una enfermedad narcisista. Conduce a ella una relación consigo mismo exagerada y patológicamente recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro». Byung Chul Han.  

En tiempos recientes, se ha proclamado con frecuencia el final del amor. Se piensa que hoy el amor perece por la ilimitada libertad de elección, por las numerosas opciones y la coacción de lo óptimo y que, en un mundo de posibilidades ilimitadas, no es posible el amor.

También se denuncia el enfriamiento de la pasión. Eva Illouz, en su obra ¿Por qué duele el amor?, atribuye este enfriamiento a la racionalización del amor y a la ampliación de la tecnología de la elección. Pero estas teorías sociológicas desconocen que hoy está en marcha algo que ataca al amor más que la libertad sin fin o las posibilidades ilimitadas.

No solo el exceso de oferta de otros conduce a la crisis del amor, sino también la erosión del otro, que tiene lugar en todos los ámbitos de la vida y va unida a un excesivo narcisismo de la propia mismidad. En realidad, el hecho de que el otro desaparezca es un proceso dramático, pero se trata de un proceso que progresa sin que, por desgracia, muchos lo adviertan. 

El Eros se dirige al otro en sentido enfático, que no puede alcanzarse bajo el régimen del yo. Por eso, en el infierno de lo igual, al que la sociedad actual se asemeja cada vez más, no hay ninguna experiencia erótica. Esta presupone la asimetría y exterioridad del otro.

No es casual que Sócrates, como amado, se llame atopos. El otro, que yo deseo y que me fascina, carece de lugar. La cultura actual del constante igualar no permite ninguna negatividad del atopos. Comparamos de manera continua todo con todo, y así lo nivelamos para hacerlo igual, puesto que hemos perdido precisamente la atopía del otro.

La negatividad del otro atópico se sustrae al consumo. Así, la sociedad del consumo aspira a eliminar la alteridad atópica a favor de diferencias consumibles, heterotópicas. La diferencia es una positividad, en contraposición a la alteridad. Hoy la negatividad desaparece por todas partes. Todo es aplanado para convertirse en objeto de consumo. 

Vivimos en una sociedad que se hace cada vez más narcisista. La libido se invierte sobre todo en la propia subjetividad. El narcisismo no es ningún amor propio. El sujeto del amor propio emprende una delimitación negativa frente al otro, a favor de sí mismo.

Fotograma de Melancholia.

En cambio, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites. De esta forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta solo como proyecciones de sí mismo. No es capaz de conocer al otro en su alteridad y de reconocerlo en esta alteridad. Solo hay significaciones allí donde él se reconoce a sí mismo de algún modo. Deambula por todas partes como una sombra de sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo. 

La depresión es una enfermedad narcisista. Conduce a ella una relación consigo mismo exagerada y patológicamente recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro. Eros y depresión son opuestos entre sí.

El Eros arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro. En cambio, la depresión hace que se derrumbe en sí mismo. El actual sujeto narcisista del rendimiento está abocado, sobre todo, al éxito.

Los éxitos llevan consigo una confirmación del uno por el otro. Ahora bien, el otro, despojado de su alteridad, queda degradado a la condición de espejo del uno, al que confirma en su ego. Esta lógica del reconocimiento atrapa en su ego, aún más profundamente, al sujeto narcisista del rendimiento. Con ello se desarrolla una depresión del éxito.

El sujeto depresivo del rendimiento se hunde y ahoga en sí mismo. En cambio, el Eros hace posible una experiencia del otro en su alteridad, que saca al uno de su infierno narcisista. El Eros pone en marcha un voluntario desconocimiento de sí mismo, un voluntario vaciamiento de sí mismo. Una especial debilidad se apodera del sujeto del amor, acompañada, a la vez, por un sentimiento de fortaleza que de todos modos no es la realización propia del uno, sino el don del otro.

En el infierno de lo igual, la llegada del otro atópico puede asumir una forma apocalíptica. Formulado de otro modo: hoy solo un apocalipsis puede liberarnos, es más, redimirnos, del infierno de lo igual hacia el otro.

Del mismo modo, la película Melancholia de Lars von Trier, comienza con el anuncio de un suceso apocalíptico, desastroso. Desastre significa, literalmente, no astro (lat. des-astrum). En el cielo nocturno, Justine descubre, en presencia de su hermana, una estrella resplandeciente de color rojo que más tarde se revela como un no astro.

Fotograma de Melancholia.

Melancholia es un desastrum con el que inicia su curso todo el infortunio. Pero allí hay algo negativo de lo que parte un efecto salvador, purificador. En este sentido, Melancholia es un nombre paradójico, en la medida en que produce una cura para la depresión como una forma especial de la melancolía. Se manifiesta como el otro atópico que saca a Justine del pozo narcisista. Así, florece realmente ante el planeta que trae la muerte. 

El Eros vence la depresión. La relación tensa entre amor y depresión domina desde el principio el discurso de la película. El preludio de Tristán e Isolda, que flanquea musicalmente la cinta, conjura la fuerza del amor. La depresión se presenta como la imposibilidad del amor. O bien el amor imposible conduce a la depresión.

Por primera vez, el planeta Melancholia concita en Justine la aspiración erótica. En la escena junto a la roca del río se ve el cuerpo desnudo de una amante envuelto en voluptuosidad. Llena de esperanza, Justine se tumba bajo la luz azul del planeta portador de muerte. En esta escena parece como si Justine anhelara el choque mortal con el atópico cuerpo celeste.

Ella espera la catástrofe que se aproxima como una unión dichosa con el amado. Nos vemos forzados a pensar en la muerte de amor de Isolda. Ante la muerte que se acerca, también Isolda se entrega con sumo placer al «todo que sopla en la respiración del mundo». No es ninguna casualidad que justo en esa única escena erótica de la película resuene de nuevo el preludio de Tristán e Isolda.

Tristán e Isolda de John William.

Este conjura mágicamente la cercanía entre Eros y muerte, apocalipsis y redención. De manera paradójica, la muerte que se aproxima da vida a Justine. La abre para el otro. Justine, liberada de su prisión narcisista, se aboca al cuidado de Claire y su hijo. La magia real de la película es la prodigiosa transformación mediante la cual Justine deja de ser una depresiva y se convierte en una amante.

La atopía del otro se muestra como la utopía del Eros. Lars von Trier intercala con clara intención conocidos cuadros clásicos para dirigir discursivamente la película y dotarla de una semántica especial. Así aparece, en la intro surrealista, el cuadro de Pieter Brueghel Los cazadores en la nieve, que sume al espectador en una profunda melancolía invernal. En el fondo del cuadro, el paisaje linda con el agua, lo mismo que la finca de Claire, insertada delante del cuadro de Brueghel.

Justine, después de una disputa con Claire, cae de nuevo en la desesperación, y su mirada se desplaza con desamparo a través de los cuadros abstractos de Malevic. Luego, en un ataque, arranca del estante los libros abiertos y los reemplaza ostensiblemente por cuadros que refieren, todos ellos, a pasiones abismales del hombre.

En este momento preciso suena de nuevo el preludio de Tristán e Isolda. Por tanto, de nuevo se trata de amor, deseo y muerte. Justine primero centra su mirada en Los cazadores en la nieve de Brueghel. Luego se dirige presurosa a Millais con su Ofelia y enseguida a David con la cabeza de Goliat, de Caravaggio, a El país de Jauja de Brueghel y, finalmente, a un dibujo de Carl Fredrik Hill en el que se representa a un ciervo que ronca en soledad. 

Ofelia de Millais.

La bella Ofelia, flotando en el agua, con su boca medio abierta y la mirada perdida en el espacio, semejante a la de un santo o un amante, sugiere de nuevo la cercanía entre Eros y muerte. Cantando igual a las sirenas, leemos en Shakespeare, muere Ofelia, la amada de Hamlet, rodeada de flores caídas.

Ella tiene una bella muerte, una muerte de amor. En la Ofelia de Millais puede reconocerse una flor que no se menciona en Shakespeare, una amapola, que alude a Eros, al sueño y la embriaguez. También David con la cabeza de Goliat, de Caravaggio, es un cuadro de deseo y de muerte. En cambio, El país de Jauja, de Brueghel, muestra una sobresaturada sociedad de la positividad, un infierno de lo igual.

Los hombres yacen con apatía aquí y allá con sus cuerpos repletos, agotados por la saciedad. Incluso el cactus no tiene ninguna espina. Es de pan. Aquí todo es positivo siempre que pueda comerse y disfrutarse.

Esta sociedad sobresaturada se parece a la mórbida sociedad de la boda de Melancholia. Es interesante que Justine coloque El país de Jauja inmediatamente junto a una ilustración de William Blake que representa a un esclavo colgado vivo por una costilla. El poder invisible de la positividad contrasta aquí con la violencia brutal de la negatividad, que explota y expolia.

Justine abandona la biblioteca justo después de haber extendido en el estante el dibujo Un ciervo que ronca, de Carl Fredrik Hill. El dibujo expresa de nuevo el deseo erótico o la añoranza de un amor, que Justine nota en su interior. También aquí se representa su depresión como la imposibilidad del amor.

El país de Jauja de Brueghel.

Sin duda, Lars von Trier sabía que Carl Fredrik Hill padeció toda su vida psicosis y depresión severa. Esta sucesión de cuadros presenta de manera intuitiva todo el discurso de la película. El Eros, el deseo erótico, vence la depresión. Conduce del infierno de lo igual a la atopía; es más, a la utopía de lo completamente otro.

El cielo apocalíptico de Melancholia se parece a aquel cielo vacío que para Blanchot representa la escena originaria de su niñez. Ese cielo le revela la atopía de lo completamente otro, cuando de pronto interrumpe lo igual:

“Yo era un niño de siete u ocho años de edad, me encontraba en una casa aislada, cerca de la ventana cerrada, miraba hacia fuera, y de pronto, ¡nada podía ser más súbito!, fue como si el cielo se abriera, como si se abriera infinitamente a lo infinito, para invitarme a través de este arrollador momento de apertura a reconocer lo infinito, pero lo infinito infinitamente vacío.

El resultado era extraño. El súbito y absoluto vacío del cielo, no visible, no oscuro —vacío de Dios: esto era explícito, y en ello superaba con mucho la mera referencia a lo divino—, sorprendió al niño con tal encanto y tal alegría, que por un momento se llenó de lágrimas, y —añado preocupado por la verdad— yo creo que fueron sus últimas lágrimas”.

El niño se ve arrebatado por la infinitud del cielo vacío. Es arrancado de sí mismo y des interiorizado hacia un afuera atópico, es des-limitado y des-vaciado. Este acontecimento desastroso, esta irrupción del afuera, de lo totalmente otro, se realiza como un des-propiar (expropiar), como supresión y vaciamiento de lo propio; a saber, como muerte: «Vacío del cielo, muerte diferida: desastre». 

Pero este desastre llena al niño de una alegría devastadora, es más, de una dicha de la ausencia. En eso consiste la dialéctica del desastre, que también estructura la película Melancholia. El infortunio desastroso se trueca de manera inesperada en salvación.

Los cazadores en la nieve de Brueghel.

Imagen de portada: Byung Chul Han

FUENTE RESPONSABLE: Cultura Inquieta. 3 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Filosofía/Redes sociales/Pensamiento/Reflexiones

Cuando ser nosotros mismos es el problema: los rasgos desadaptativos de la personalidad.

PSICOLOGÍA CURIOSAL

Si sentimos que nos van bien las cosas, tal vez nos falte un poco de autocrítica. ¿Por qué aquello bueno que nos define a simple vista también es nuestra mayor condena?

Si deseas profundizar en esta entrada; por favor cliquea adonde se encuentre escrito en “azul”. Muchas gracias.

En ocasiones, cuando tenemos un conflicto con nosotros mismos o con otra persona, podemos caer en el vicioso y esquivo «es que yo soy así». Esta frase, que seguramente hayamos pronunciado más veces de las necesarias, está bien para salir del paso, ser prácticos y, en cierto sentido, no comernos la cabeza demasiado. 

Pero su propia formulación esconde algo un tanto perverso, que no es más que el hecho de pensar que el mundo o lo de fuera tiene que cambiar para que a mí me vayan bien las cosas. 

Y sí, puede que no nos vaya del todo mal siendo nosotros mismos, pero a la hora de la verdad seguramente ciertos actos y actitudes que se sustentan en este argumento pueden derribar el edificio emocional e ideológico que nos sostiene. 

Aquello que se supone que nos ayuda, también puede a largo plazo hacer que nos hundamos. Por ello es importante hacer el esfuerzo de intentar verse desde fuera. Tal vez, preguntarle la opinión a una persona cercana a la que conozcas bien. 

Si queremos mejorar debemos ser críticos con nosotros mismos, incluso cuando parece que hacemos las cosas bien, porque tal vez no sea la forma más adecuada de enfrentar determinadas situaciones. De ahí que a veces sea inevitable arrepentirse por algo que dijimos o que, al contrario, nos guardamos para nosotros.

Ser muy autocríticos está bien, pues no hay nada mejor que reírse de uno, pero hacerlo en exceso puede generar una negatividad subyacente.

Mark Travers, psicólogo de la revista Psychology Today, ha disertado sobre estos rasgos de la personalidad a simple vista «buenos», que a la larga no lo son tanto. El primero de ellos, sin ir más lejos, es hacer un uso indiscriminado del sentido del humor, sobre todo en situaciones en las que no conviene hacer bromas. No tiene que ser necesariamente tomarnos a broma los dramas ajenos, ya que este es un detalle bastante feo de la personalidad, sino más bien reírnos de nosotros mismos y de nuestras debilidades para ganar cierta aceptación social.

Reírnos demasiado de nosotros mismos

Por ejemplo, cuando nos corregimos a nosotros mismos en tono jocoso, haciendo especial énfasis en nuestra ignorancia sobre un tema. 

Ser radicalmente autocríticos está bien, pues no hay nada mejor que reírse de uno mismo, pero hacerlo en exceso puede generar una negatividad subyacente que a largo plazo nos deparará problemas. Esto les sucede mucho a los que se autoidentifican como cínicos potenciales o se jactan del humor negro que practican con circunstancias ajenas o personales.

«Lo que hace que tu sentido del humor sea adaptativo o desadaptativo tiene que ver más con el propósito que con el contenido», asegura Travers. 

«¿Estás utilizándolo para manipular a alguien o para que tú o los demás queden mal? ¿O lo estás usando para mejorar tus relaciones personales y disminuir tu ansiedad?». 

Evidentemente, la primera equivaldría a hacerse el tonto constantemente, lo cual está mal para los asuntos serios, mientras que el otro sería la forma sana y responsable de echarse unas risas por tus propios fallos para que los demás te entiendan mejor.

Ser demasiado soñador

Otro de los rasgos desadaptativos que destaca el psicólogo es tomarse demasiado en serio el trabajo. Lo que vendría a ser hacer gala de una actitud workaholic

Esto puede llegar a ser peligroso, sobre todo cuando nuestra profesión también es nuestra pasión, lo que hace que haya muchas posibilidades de que se convierta en una obsesión. Para que eso no ocurra, Travers aconseja realizar otras actividades al margen de la principal, que aquella que nos ha generado éxito profesional, y vivir de una manera armoniosa cada una de nuestras ocupaciones. 

Lo mismo ocurriría en sentido inverso: si trabajamos en algo que no nos hace felices y no desarrollamos otras facetas de nuestra personalidad que sí que nos gustan para compensar, estaremos cayendo en una actitud errática que solo nos llevará a sentirnos quemados e insatisfechos.

Por último, el psicólogo menciona el hecho de vivir demasiado pegado a una fantasía o fetiche. Lo que podríamos calificar como ser un completo soñador. 

Obviamente, está bien visto ser creativo, tener aspiraciones y proyectos artísticos, pero cuando vives más en las nubes que en tierra firme, normalmente las cosas no tienden a ir bien. 

Así lo descubrió un estudio publicado en la revista Personality and Individual Differences, que dividió estas ensoñaciones en cuatro tipos: una mera distracción de la realidad actual, un medio para cumplir tus deseos, una sensación de huida el tedio cotidiano o simplemente un pasatiempo que sea gratificante. 

A su vez, los temas más recurrentes fueron el hecho de estar obsesionado con encontrar el amor verdadero, conseguir poder, recibir la atención de los demás de manera constante o directamente escapar.

Imagen de portada: iStock

FUENTE RESPONSABLE: El Confidencial. Por Alma, Corazón y Vida. 28 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Psicología/Comportamientos/Reflexiones.

Sólo prostitutas caras.

Me entero tarde del futuro reservado a los coches. Aunque tengo carnet, nunca he poseído un vehículo, y lo que va a pasar en 2035 con el parque automovilístico europeo me anima a ir ahorrando para comprarme el coche de mis sueños: un Ferrari. Ahora mismo sólo pienso en disponer de unos 300.000 euros en el banco para poder circular en un Ferrari de motor de combustión en 2036. Me da igual lo bonito que sea (no he elegido aún el modelo), el color (rojo, seguramente), la velocidad (dejemos de poner paréntesis) o la comodidad. Lo único que le pido a mi anhelado Ferrari en 2036 es la exclusividad de contaminar.

Si no lo he entendido mal (no parece muy difícil de entender, en realidad), desde 2035 no se podrán fabricar ni vender coches contaminantes. Tendrán que ser coches a pedales, eléctricos, hidráulicos o lo que alguien invente que no eche humo. Esto ya es curioso, como noticia. El fin de una era, de un ruido, de un ambiente carbónico.

Pero el estrambote viene con la letra pequeña de esos acuerdos o dictámenes gigantescos que hace la Unión Europea. Se podrán seguir fabricando y, por tanto, adquiriendo coches contaminantes si su producción no excede las mil unidades anuales. 

Esto es así porque en Italia aman sus marcas de lujo circulatorio como en Francia sus vinos o quesos. Los diputados italianos, seguramente sin la menor ayuda, ánimo o compensación por parte de Ferrari, han maniobrado para que un coche de lujo sea una especie en extinción, una artesanía, arte primitivo, el acueducto, los gamusinos, botijos de 200.000 euros y, visto así, había que proteger esos botijos.

Yo lo primero que he pensado al enterarme (ya digo, muy tarde: la cosa se remonta al verano anterior) de esta carismática excepción ha sido en Cristiano Ronaldo. 

Qué suerte tiene. La ley no va con él, simplemente por ser tan listo de comprar coches de 200.000 euros y no vulgares BMWs o Mercedes. Cuando todo el mundo circule por las autopistas sin hacer ruido, en plan silent rave de dos carriles, él podrá aparecer por el horizonte haciendo tronar su motor de X caballos, emitiendo dióxido de carbono como si no hubiera un mañana. Lo hay, porque hemos salvado el planeta todos los demás dejando de quemar rueda.

La, así llamada, “enmienda Ferrari” es todo lo que puede decirse sobre la moral de nuestro tiempo. El problema no es quién contamina más, sino cuánta gente que apenas contamina hace falta para que aquellos que contaminan más puedan, de hecho, seguir contaminando. Es una aritmética sencilla. 

Mil Manolos y mil Pepas con un único vehículo que sólo sacan del garaje los sábados por la tarde deben renunciar a él para que un futbolista prosiga su rutilante colección de coches de lujo  con un nuevo utilitario exclusivo que contamina cien veces más que un Seat Ibiza. 

Por lo que sea, a nadie se le ha ocurrido empezar a perseguir la contaminación por los que contaminan más, prohibiendo sin ir más lejos tantos coches para un solo conductor y, desde luego, los coches con los motores más ampulosos y humeantes. Tampoco se les ha ocurrido prohibir los jets privados, sino favorecerlos en las propias cumbres contra el cambio climático, donde vuelan todos a la vez en una bonita filigrana estelar de contaminación indecorosa. Lo que hay que conseguir es que Manolos y Pepas cojan menos aviones, subiendo los precios en EasyJet.

Esta filosofía me gusta, porque preserva el mal en el mundo. Imaginen un mundo que se haya olvidado de la contaminación del tráfico rodado, de los aviones, de las drogas o de las putas. Todo eso está a salvo en las clases privilegiadas, que mantendrán las viejas tradiciones corruptas en la memoria de los tiempos.

Por ahí ha ido siempre la vida, por la comisaría donde el expediente del hijo de un ministro se pierde (o “el atestado”), por las multas que no se ponen cuando el conductor delincuente baja la ventanilla y resulta ser, ya es mala suerte, otra vez el hijo del ministro. 

Los ricos saben algo que los demás ignoramos, y es que la ley sólo se ha hecho para nosotros. Nosotros vivimos dentro de la ley, de la espera de la cola para un trámite, del precio inamovible de las cosas, y no podemos ver, como dicen los anglos, fuera de la caja. Hay una cima social donde todo esto no existe, y su evolución es entre monstruosa y fundacional. Una nueva civilización es lo que están fundando.

En un monólogo de Chris Rock se estimaba que el problema de las armas en Estados Unidos tenía fácil solución: que cada bala costara 5.000 dólares. La gente no se mataría una a otra porque no podría permitírselo. 

El monólogo, o el bloque de aquel monólogo, no rizaba el rizo comentando que sí habría quién podría permitirse balas a 5.000 dólares, y por tanto unos pocos podrían seguir matando. Es exactamente la lógica que hay detrás de la “enmienda Ferrari”. Unos pocos pueden hacer el mal como lo han hecho siempre, sólo que aliviados porque muchísimas personas no podrán ya aspirar a una maldad comparable. El 1% más rico cometerá el 100% de los delitos, de las contaminaciones, de los abusos. Y legalmente, además.

Así, dándoles al fin la justificación de mi titular, el sexo de pago correrá pronto la misma suerte. De pronto, nos haremos conscientes de lo intolerable que es la prostitución, y se prohibirá en toda Europa, de forma efectiva, radical, subvencionada y sin miramientos.

Con todo, un grupito de eurodiputados encontrará una excusa para que unas pocas mujeres sigan prostituyéndose, como que ganar más de 40.000 euros al mes no es prostitución, sino emprendeduría. 

A lo mejor inventan el matrimonio sexual poliamoroso, vínculos exclusivamente carnales entre varios hombres y una misma mujer, extrayendo a la susodicha de la categoría de prostituta para salvarla en una nueva denominación singular. Y listo. Si una mujer cobra 4.000 euros por hora puede seguir ejerciendo. Sólo prostitutas caras. Sólo el 1% de hombres más rico del mundo podrá pagar por sexo. El mal prevalecerá.

Esta filosofía es una extraña convergencia de la long tail de Chris Anderson y la masonería de los cerdos de George Orwell. La long tail dice que la suma de las ventas de los productos de la misma gama que venden menos (todos los libros, por ejemplo, frente al puñado de best sellers) es mayor que la suma de las ventas de los pocos que más éxito tienen. 

Así, la suma de la maldad de varios millones de personas es superior a la maldad mayúscula de una minoría. Es decir, tú, por no ser capaz de contaminar más, contaminas muchísimo más que Cristiano Ronaldo, porque eres acreedor de la contaminación de todos los que, como tú, contaminan muy poco. O sea, en el fondo contaminar poco es contaminar mucho.

Suena a Orwell porque los cerdos en Rebelión en la granja son los que tienen las ideas más graciosas y, cómo no, contradictorias. La igualdad es como la ley: sólo vale para una mayoría amplísima de futuros esclavos. Obviamente los esclavos han de cumplir la ley y obviamente los esclavos son todos iguales en derechos y deberes.

El amo llega en el Ferrari lleno de prostitutas.

Imagen de portada: Gentileza de Zenda

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Alberto Olmos. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 21 de febrero 2023.

Sociedad/Hotel Z/Reflexiones

«EL BAILE ES UNA DE LAS POCAS ACTIVIDADES QUE NOS QUEDAN PARA EXPRESARNOS EN TOTAL LIBERTAD».

A propósito del baile como expresión de alegría, de juego, de disfrute sin otro propósito que sí mismo: en definitiva, del baile como antítesis del utilitarismo. Agarrado, desgarbado, sincronizado y descompasado, pero libre. De esta actividad que alegra la vida, el cuerpo y el alma es de lo que habla el periodista musical Luis Costa (Barcelona, 1972) en su último ensayo, Dance usted’ (Anagrama), utilizando el emblema hecho canción de Radio Futura.


Si deseas profundizar en esta entrada; por favor cliquea adonde se encuentre escrito en “azul”. Muchas gracias.

¿Conviene fiarse de esos tipos humanos a los que no les gusta bailar?

Conviene tenerlos localizados y controlados. Pero no, claro que sí, antes me fío menos de un DJ al que no le guste cocinar. Y tampoco me creo a pies juntillas a quienes me digan que no les gusta bailar: habría que verlos a través de la mirilla.

Hace unos meses murió la ensayista Barbara Ehrenreich, que en su libro Historia de la alegría, recogía el baile como uno de los actos que más liberan a la persona. ¿Dónde reside el poder subversivo y contracultural del baile?

El baile es una de las pocas actividades que nos quedan para expresarnos en total libertad, mostrar nuestros sentimientos y celebrarlo en comunidad. Si esta parte de un entorno de control y de represión, la pista de baile –con la música como elemento catalizador de las emociones– se convierte en un poderoso espacio de asociación y de expansión de ideas. Un buen ejemplo es el de los Swingjungend (en castellano, «jóvenes del swing») en la Alemania nazi, que tuvieron su extensión en Francia o Polonia.

Cuando uno baila a solas en su casa, ¿qué pierde y qué gana?

No pierdes absolutamente nada, bailar solo puede ser bueno, a no ser que se desate una locura colectiva como la epidemia de baile de 1518, en Estrasburgo, en la que se pusieron a bailar decenas de personas durante días, llegando a fallecer algunas de ellas.

¿Qué sucede cuando el baile es colectivo?

Lo explica muy bien la neurobióloga inglesa Lucy Vincent en su último ensayo, Haz bailar a tu cerebro, donde nos habla de los beneficios cognitivos del ejercicio del baile. Cuando bailamos, ponemos en marcha nuestras neuronas y estimulamos la creatividad y la memoria. Además, cuando bailamos segregamos dopamina y oxitocina: bailar es antidepresivo y nos hace más felices. Cuando lo hacemos colectivamente, se produce un efecto espejo y de contagio donde nos vamos estimulando los unos a los otros.

¿Cuál sería la relación, el vínculo que se establece entre el cuerpo y la música?

Con el baile y su música se establece una relación mental y emocional, pero también puramente física. Ya no solo en el hecho de movernos al ritmo de la música que suena, sino por el efecto que las diferentes frecuencias del sonido tienen sobre nuestro cuerpo. Concretamente, por las frecuencias graves –las de los sonidos bajos– que, reproducidas en los potentes y especializados equipos de sonido de alta fidelidad –por lo general en los clubs y discotecas–, golpean nuestro estómago y recorren todo nuestro cuerpo, acariciándolo.

De las músicas que incitan al baile (ragtime, jazz, blues, rock…), ¿por cuál siente querencia y por qué?

Por todas: cada música tiene su poder liberador. Y cuanta más y más variada, mejor. La música soul es arrebatadora, una buena descarga de boogaloo te destrozará la cadera y, desde luego, ¿quién se resiste al buen rock? La música disco de los setenta, el northern soul, el mambo, la cumbia, el house, el techno

¿Cómo saber que uno baila bien?

Esto es muy relativo, y no soy quién para decirlo, por supuesto. Precisamente, en Dance usted hablo del baile libre, individual y puramente social. Lo advierto de entrada, en el prólogo, cuando insisto que a me interesa y exploro ese baile, no el profesional o aquel que precisa de técnica y aprendizaje. Que cada cual se mueva a su bola y se exprese a su aire. Dejarse llevar y disfrutar de la música y el baile, sin más.

¿Por qué causan tanta alarma social eventos como la rave de La Peza, donde había una reunión de personas unidas por la música?

Lo ignoro, pero no debería se ser así. La sociedad es tan hipócrita como controladora, e imagino que ese poder extático y liberador del baile es subversivo, disidente y peligroso a ojos del poder, siempre abocado al cerco y opresión de la sociedad.

Que se canta menos es un hecho, pero ¿también se baila menos?

Para nada, ahora se baila mucho más. No hay más que darse un garbeo por TikTok o Instagram para toparse con cientos de miles de personas echando unos bailes delante de la cámara. La cosa se desmadró con la pandemia y sus confinamientos, cuando el baile explotó; ahí nos dimos cuenta de su importancia y placer.

Imagen de portada: Luis Costa

FUENTE RESPONSABLE: Ethic. Por Esther Peñas.

Sociedad y Cultura/Ensayo/Arte/Baile/Libertad/Reflexiones.

FILOSOFÍA Y SUBJETIVIDAD EN EL QUIJOTE

Don Quijote de la Mancha es una ventana que permite adentrarse en cómo se representa el mundo y cómo las personas se relacionan con él.

Don Quijote de la Mancha cuenta la historia de un hidalgo empobrecido que no hace sino leer novelas de caballerías y vive inmerso en una representación falsa y caduca de la realidad. 

Enloquecido por sus obsesivas lecturas, cree ser él mismo un caballero andante y abandona el hogar para combatir las injusticias del mundo sobre su raquítico corcel Rocinante, escoltado por Sancho Panza, un alma cándida que le acompaña montado sobre un asno.

Don Quijote es un idealista en las dos acepciones del término: se ve impulsado por altos ideales y nobles pasiones, al tiempo que prepondera en él su imagen mental del mundo frente a los hechos tal y como se presentan. Don Quijote conforma y moldea el paisaje que le rodea desde su mirada. En él es el sujeto el que define la realidad, algo típicamente moderno.

Una de sus más célebres aventuras tiene lugar al toparse con «treinta o cuarenta molinos de viento» que confunde con «treinta, o pocos más, desaforados gigantes», pues es «gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra». Su lucha, como todos saben, acaba mal, con su lanza rota y don Quijote «rodando muy maltrecho por el campo». 

Queda de manifiesto con esta anécdota –como con tantas otras relatadas hasta la saciedad a lo largo del libro– que un mismo dato de la experiencia es interpretado de modo distinto por don Quijote que por otros de los presentes.

Digamos que el valeroso caballero cuenta con una subjetividad privada, enloquecida, distinta de la subjetividad general, pública. En sus comentarios al Quijote, Unamuno habla de la realidad como una enajenación colectiva, adelantándose a la crítica foucaultiana de la locura: «Y hemos concordado en que una locura cualquiera deja de serlo en cuanto se hace colectiva, en cuanto es locura de todo un pueblo, de todo el género humano acaso. En cuanto una alucinación se hace colectiva, se hace popular, se hace social, deja de ser alucinación para convertirse en una realidad».

Hablando en términos kantianos, la «cosa en sí» del molino se ve revestida por don Quijote de nuevos atributos, gracias a una mirada cuya forma de ver encaja con ideales pretéritos. 

A su vez, como objeto de su propia conciencia, él no es ya un hidalgo empobrecido, sino caballero andante que resuelve entuertos. 

Aquel que se niega a lidiar con los hechos, a transformar el mundo a través de sus acciones, se entrega a la enajenación, haciendo que su voluntad se cumpla, aunque sea en el reducido espacio de su mente. 

Dicho esto, la fantasía patológica es propia de almas inmaduras, empecinadas en salirse con la suya en el terreno de lo imaginario ante la imposibilidad de una realización de sus deseos en el mundo de lo fáctico. Esto es lo que hoy ocurre con las identidades y la autodeterminación: hay quien cree que con solo desear ser algo, se convierte en ese algo.

Falso. Esta creencia en la propia volición desnuda recuerda a las palabras del racionalista Voltaire, según el cual: «La duda es un estado incómodo, pero la certeza es un estado ridículo». 

Esa convicción del loco en su propia identidad nos recuerda, por otra parte, al final de El corazón del ángel (1987), cuando su protagonista, Harry Angel, comienza a vislumbrar quién es él en realidad, es decir, que duda de su identidad previa, y repite sin cesar: «Yo sé quién soy. ¡Yo sé quién soy!» Afirma en voz alta saber quién es, precisamente cuando comienza a dudar de ello.

La amada de don Quijote es Dulcinea del Toboso. 

Tan solo su imagen en la mente del héroe representa el arquetipo deseado, pues la «cosa en sí», el objeto que inspira su etéreo amor es, en realidad, la campesina Aldonza Lorenzo, con quien don Quijote no llega siquiera a entablar conversación. 

Ella es «señora de sus pensamientos», dueña, y centro del universo de representaciones que habita el caballero andante. Don Quijote, como todo amante inmaduro, timorato y temeroso no vive sus amores en el reino material sino en su platónico mundo de las ideas, o en las proyecciones simbólicas que configuran su mente, al margen siempre de los hechos del mundo.

Aldonza Lorenzo no es sino una pantalla sobre la cual don Quijote puede proyectar sus anhelos, o un objeto que sirve de estímulo a una imaginación cargada de energía psíquica, libidinal, que proyecta, gracias a ello, fantasmagorías y ensoñaciones repletas de luz y pureza. 

Es la distancia un agente fundamental para la operatividad de este fenómeno, que consiste en transfigurar al dato empírico (Aldonza) en un dechado de virtudes, en un modelo de belleza y esplendor (representación). Es don Quijote quien proyecta sentido en el objeto y no el objeto el que cuenta con ese sentido intrínseco.

Al presentársele tan vulgar persona, don Quijote opta por creer que su amada ha sido víctima de un encantamiento, siendo desde entonces su misión desencantarla. 

No se percata de que es precisamente al revés, que es él quien es objeto de un encantamiento que le impele a sacralizar todo lo ordinario: a transmutar todo dato de la experiencia en algo enigmático y majestuoso. 

El contacto prolongado con el objeto deseado en una persona cuerda, comúnmente, no hace sino disipar el amor divino, que ejerce su influencia sobre el amante en la distancia, pues es en sí mismo tan solo una vacua representación cargada de brío libidinal. Sin embargo, el deseo que siente don Quijote por Aldonza no es carnal, por supuesto, sino meramente psíquico. Su amor es platónico en términos literales. El protagonista de la novela ama en Aldonza Lorenzo tan solo la idea del amor, «corporeizada» en Dulcinea del Toboso.

Al finalizar el libro, don Quijote recupera la cordura, reniega de los libros de caballerías y muere, ya de vuelta en su aldea: «Yo fui loco, y soy cuerdo: fui don Quijote de la Mancha, y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía…». 

La vieja cosmovisión muere, ante un nuevo paradigma del mundo; integrándose Alonso Quijano en la alucinación colectiva. Nace una modernidad que nada quiere saber de caballeros andantes, damas en apuros, seres fabulosos o conjuros mágicos. El horizonte humano ha cambiado, el feudalismo está en decadencia, y los intereses y valores del «caballero de la triste figura» carecen ya de sentido y utilidad.

En su clásica obra, Cervantes nos ofrece varias opciones a la hora de mirar. No solo eso, sino que dicha multiplicidad de puntos de vista representa el nudo de la obra: la base de todo lo cómico y trágico que en ella acontece. No sabemos muy bien cual es la realidad última y, en este sentido bien valdría preguntarse, como lo hizo Unamuno: «¿Será acaso sueño, Dios mío, este tu Universo de que eres la Conciencia eterna e infinita? ¿Será un sueño tuyo?, ¿será que nos estás soñando? ¿Seremos sueño, sueño tuyo, nosotros los soñadores de la vida? 

Y si así fuese, ¿qué será del Universo todo, qué será de nosotros, qué será de mí cuando Tú, Dios de mi vida, despiertes? ¡Suéñanos, señor!»

Imagen de portada: Ilustración de Don Quijote de La Mancha

FUENTE RESPONSABLE: Ethic. Por Iñaki Dominguez. 7 de febrero 2023

Sociedad y Cultura/Filosofía/Subjetividad/Análisis/Obra; Don Quijote de La Mancha/Reflexiones.

A quién se dirigen los poetas y filósofos, por el filósofo italiano Giorgio Agamben.

La necesidad de plasmar las tribulaciones del alma dio origen a la poesía y la escasez de respuestas ante la grandiosidad de lo que nos rodea originó la filosofía. Ambas disciplinas han acompañado a la humanidad desde prácticamente sus primeros pasos.

En la incesante búsqueda de respuestas, el filósofo italiano Giorgio Agamben se plantea la siguiente cuestión: ¿a quién dirigen los poetas y filósofos sus textos y reflexiones? 

Hace unos años una revista de lengua inglesa pidió que la respondiera en sus páginas, pero nunca fue publicada. A continuación os mostramos el escrito inédito, finalmente publicado el 23 de agosto de 2022, junto con una breve introducción, en su columna Una voce en la web de la editorial italiana Quodlibet:

En todas las épocas, poetas, filósofos y profetas han lamentado y denunciado sin reservas los vicios y carencias de su tiempo. Quienes así se lamentaban y acusaban se dirigían, sin embargo, a sus semejantes y hablaban en nombre de algo común o al menos compartible.

Se ha dicho, en este sentido, que poetas y filósofos siempre han hablado en nombre de un pueblo ausente. Ausente en el sentido de faltante, de algo que se sentía que faltaba y que, por lo tanto, de alguna manera seguía presente. Incluso en esta modalidad negativa y puramente ideal, sus palabras seguían presuponiendo un destinatario.

Hoy, quizás por primera vez, poetas y filósofos hablan —si es que lo hacen— sin ningún destinatario posible en mente. 

La tradicional extrañeza del filósofo hacia el mundo en el que vive ha cambiado su significado, ya no es sólo aislamiento o persecución por fuerzas hostiles o enemigas. La palabra debe ahora hacer frente a una ausencia de destinatario que no es episódica, sino, por así decirlo, constitutiva. 

Es sin destinatario, es decir, sin destino. Esto también puede expresarse diciendo, como se hace en muchos sectores, que la humanidad —o al menos la parte de ella que es más rica y poderosa— ha llegado al final de su historia y que, por tanto, la idea misma de transmitir y legar algo ya no tiene sentido.

Sin embargo, cuando Averroes, en la Andalucía del siglo XII, afirmaba que la finalidad del pensamiento no es comunicarse con los demás, sino unirse con el intelecto único, daba por sentado que la especie humana es eterna. Somos la primera generación en la modernidad para la que esta certeza se ha puesto en tela de juicio, para la que de hecho parece probable que el género humano —al menos lo que entendemos por este nombre— podría dejar de existir.

 

Ilustración de Loui Jover.

 

Sin embargo, si —como estoy haciendo en este mismo momento— seguimos escribiendo, no podemos dejar de preguntarnos qué puede ser una palabra que en ningún caso será compartida y escuchada, no podemos escapar a esta prueba extrema de nuestra condición de escribientes en una condición de absoluta impertinencia. 

Ciertamente, el poeta siempre ha estado solo con su lengua, pero esta lengua era por definición compartida, algo que ya no nos parece tan evidente. En cualquier caso, es el propio sentido de lo que hacemos el que se está transformando, quizás ya se ha transmutado integralmente. Pero esto significa que tenemos que repensar de nuevo nuestro mandato en la palabra, en una palabra que ya no tiene destinatario, que ya no sabe a quién se dirige. 

La palabra se asemeja aquí a una carta que ha sido rechazada por el remitente porque el destinatario es desconocido. Y no podemos rechazarla, debemos tenerla en nuestras manos, porque quizás nosotros mismos seamos ese destinatario desconocido.

¿A quién se dirige la poesía?

Sólo es posible responder a esta pregunta si se entiende que el destinatario de un poema no es una persona real, sino una exigencia.

La exigencia no coincide con ninguna de las categorías modales con las que estamos familiarizados: lo que es objeto de una exigencia no es ni necesario ni contingente, ni posible ni imposible.

Más bien se dirá que una cosa exige otra, cuando, si la primera es, la otra también será, sin que la primera la implique lógicamente ni la obligue a existir en el plano de los hechos. Es, simplemente, más allá de toda necesidad y de toda posibilidad. Como una promesa que sólo puede ser cumplida por quien la recibe.

 

 Ilustración de Loui Jover.

 

Benjamin escribió que la vida del príncipe Myškin exige permanecer inolvidable, aunque todo el mundo la haya olvidado. Del mismo modo, un poema exige ser leído, aunque nadie lo lea.

 

Esto también puede expresarse diciendo que, en la medida en que exige ser leída, la poesía debe permanecer ilegible, que no hay realmente un lector de la poesía.

 

Esto es quizás lo que tenía en mente César Vallejo cuando, para definir la intención última y casi la dedicatoria de toda su poesía, no encontró otras palabras que por el analfabeto a quien escribo. Consideremos la formulación aparentemente redundante: «por el analfabeto a quien escribo». Por no quiere decir aquí tanto «a» como «en lugar de», como Primo Levi decía de dar testimonio por —es decir, «en lugar de»— aquellos que en la jerga de Auschwitz se llamaban los «musulmanes», es decir, aquellos que bajo ninguna circunstancia habrían podido dar testimonio. 

El verdadero destinatario de la poesía es aquel que no puede leerla. Pero esto también significa que el libro, que está destinado a quien no puede leerlo —el analfabeto— fue escrito con una mano que, en cierto modo, no sabe escribir, con una mano analfabeta. La poesía devuelve toda escritura a lo ilegible de donde proviene y hacia dónde sigue su camino.

Imagen de portada: El filósofo italiano Giorgio Agamben.

FUENTE RESPONSABLE: Cultura Inquieta. Por Carlota Solarat. 

Sociedad y Cultura/Poesía/Filosofía/Reflexiones.

En contra del Memento Vivere y de la concepción del «ahora».

¿Cuándo se ha puesto de moda el pensar que sólo existe el «ahora»? El futuro constituye una realidad que se aleja mucho del parámetro del presente y que resulta imprescindible para la vida del ser humano.

Este artículo pretende justificar el peligro que presenta mensajes como el memento vivere y la urgencia del ahora. Muy probablemente —casi con absoluta certeza— a todos nosotros se nos ha dicho en un momento determinado expresiones del tipo: «lo único que tienes es el ahora», «no te preocupes por el futuro que ya vendrá», esto sólo nos hace entrever la falta de raciocinio de algunas personas para comprender el significado absoluto de expresiones de este tipo.

No, lo único que tienes no es el ahora, es más, me atrevo a decir que a lo poco que te puedes agarrar es a tu futuro —no necesariamente esto implica que ese futuro tenga que ser el más lejano de todos, sino que puede tratarse del mañana, de unos meses, del futuro en unos años—. ¿Acaso cada uno de nosotros no vivimos de acuerdo a un futuro del que no tenemos certeza de que llegue pero tampoco duda? 

Cualquier acción que realizamos en el presente ha sido fruto de la materialización de la potencialización que, en aquel entonces, era nuestro pasado y el ahora resultaba ser nuestro futuro. Es decir, el «ahora» que estamos viviendo cada uno de nosotros no es otra cosa que la idea de futuro que tuvimos en un pasado.

Porque, ¿qué haríamos si sólo tuviésemos el presente, el «ahora»? Muy probablemente, si este caso llegase a suceder —no tener futuro, y lo peor, no pensarlo— el ser humano haría un sinfín de cosas, aunque (sin certeza, pero con probabilidad) ninguna de estas o muy pocas resultarían ser provechosas, es decir, ninguna acción que se realice en el «ahora» y dedicada exclusivamente al «presente» tendría importancia ninguna, pues, a mi parecer, si sólo tuviésemos el presente, podríamos adoptar dos vías:

Vías ante el pensamiento único del «ahora»

La primera vía sería la resignación más absoluta. En el que la persona, al ser consciente de que el presente y el «ahora» es lo único plausible para él, optaría por «dejarlo estar» y adoptaría una posición de indefensión aprendida, en la que la persona se ve incapaz de modificar nada.

El segundo camino que se podría dar: el adoptar el «memento vivire» como propio, es decir, saber que el «ahora» es lo único que tienes y por eso, harías multitud de actividades, pero ninguna de futuro. Esta visión es la «menos mala» en el supuesto de que sólo existiese el presente, el problema viene cuando esto se sistematiza.

Cuando la visión del «memento vivire» en la segunda de las posiciones se sistematiza, es cuando el problema se manifiesta. No podemos vivir en un presente estancado, no podemos ir «día a día» es una visión de la vida que únicamente nos perjudica. 

¿Si no hacemos más que pensar en el «ahora», qué vida nos podría esperar, qué futuro nos depararía esta visión? 

Probablemente, al no hacer planes de futuro ni creer mínimamente en el mismo, nos encontraríamos en una situación «compleja». En este supuesto nos encontraríamos con un sujeto que «pasa» por la vida, esto es, que no vive porque no sabe que el futuro también forma parte del presente, que si no hacemos planes de futuro, luego no esperemos que nuestra vida cambie. 

Que la monotonía de la rutina pase a un segundo plano únicamente depende de si se da —o no— un pensamiento futuro. Porque, ¿Si el futuro es a lo único que nos podemos aferrar, qué estamos haciendo fijándonos sólo en el ahora?

Comencemos a reflexionar en el futuro para luego no arrepentirnos de no haberlo hecho y ya no haya tiempo para ello.

Imagen de portada: Pixabay

FUENTE RESPONSABLE: Filosofía en la red. Por Mercedes González García.

Sociedad y Cultura/Filosofía/Futuro/Reflexiones

Sergio Chejfec: la experiencia del pensamiento.

Sergio Chejfec fue una de las voces más sólidas de la literatura argentina de las últimas décadas. Escribió más de una veintena de libros que combinan narrativa con ensayo y poesía, a los que definía como “alusiones, discursos más o menos eventuales, flotantes y arbitrarios, sobre fragmentos de la realidad”.

Los personajes de Sergio Chejfec no se quedan quietos. Casi siempre están paseando, deslizándose sobre un territorio que les resulta extraño, no solo por lo desconocido sino también porque lo observan con un grado de detalle que torna raro hasta lo más habitual. La mirada se cuela por los intersticios del mundo y estos se tornan puentes, pasadizos, agujeros de gusano a través de los cuales se alcanzan otras dimensiones de la realidad. Una mirada que también es, desde luego, una voz que narra. Con un tono siempre reflexivo, atildado, medroso, dubitativo a la vez que hipnótico, atrapante.

Para nosotros, lectores, ahora que Chejfec ha muerto –a causa de un cáncer de páncreas fulminante, el sábado 2 de abril, en Nueva York, donde vivía desde hace más de tres lustros–, su obra es ese territorio un poco extraño, inclasificable, por el cual podemos pasear, perdernos y encontrarnos y volvernos a perder, con la convicción de que en sus pormenores, en los recovecos de sus páginas, nos aguarda la lucidez.

Si deseas profundizar sobre esta entrada; cliquea por favor donde se encuentra escrito en “negrita”.

Esa obra comienza en 1990, con un título que de algún modo define su poética: Lenta biografía, y se compone de más de una veintena de libros, entre novelas, cuentos, poesía y ensayo. Y ha edificado una de las voces más sólidas de la literatura argentina de las últimas décadas, siempre desde el perfil bajo, desde una personalidad en un sentido tan elusiva como su estilo. “Un escritor que concibe su literatura en voz baja”, como se definió él mismo en alguna ocasión.

2

Puestos a simplificar mucho, podríamos decir que la literatura de ficción se divide en dos grandes grupos. De un lado, una narrativa que podríamos llamar “de acción”, con una trama definida que avanza a partir de las peripecias de sus personajes. Del otro, los textos más “reflexivos”, que se centran sobre todo en los pensamientos y las ideas del narrador o los protagonistas del relato. Sergio Chejfec es un fiel representante de este último paradigma.

Lo entrevisté en 2008, cuando visitó Madrid para presentar Mis dos mundos, que acababa de ser editada por Candaya. Era su décima novela, pero la primera que se publicaba fuera de la Argentina. Alguien de la editorial interrumpió nuestra charla para alcanzarle un teléfono móvil. Desde el otro lado de la línea, un periodista de la agencia EFE quería saber “de qué se trataba” ese nuevo libro. Tal vez la respuesta del autor lo haya decepcionado un poco:

Son las reflexiones de un caminante que, visitando una ciudad del sur de Brasil, se da cuenta de que faltan muy pocos días para su cumpleaños y, entrando en un gran parque a medias olvidado y a medias abandonado por el urbanismo, se pone a reflexionar sobre el significado de las cosas. Como el narrador es un escritor, termina cuestionando su vocación, digamos, su personalidad y su naturaleza de escritor. De manera que la novela no tiene una intriga, ni una estructura de un comienzo, un desarrollo y un final, sino que es sobre todo reflexiva, como una cavilación.

Cuando le pregunté por esa suerte de dicotomía entre “acción” y “reflexión”, aclaró que hay muchos libros construidos sobre una premisa “más convencional en términos de desarrollo dramático” que le parecían “excelentes, maravillosos”. Pero de inmediato dejó establecido que con él se encolumnan en el equipo contrario:

Creo que la literatura, si sirve para algo, es para complejizar lo existente. Entonces yo no me podría plantear una literatura que busque simplificarlo, a través de ofrecer una acción terminada, completamente legible y que se pueda yuxtaponer sobre la realidad. Mis textos no avanzan en función de una intriga verificable que después se puede ir acumulando en su grado de dramatismo. Pero sí ocurren muchas cosas en ellos, tantas cosas como en cualquier otra novela. Nada más que las cosas que ocurren pertenecen a otros paradigmas. No al paradigma de la acción acumulada, sino al de la acción ampliada o expandida.

“No me interesa —apuntó en otra ocasión— una literatura que sea fiel a los recuerdos y que le brinde tributo al hecho de recordar. Me interesa como experiencia del pensamiento”.

3

Sergio Chejfec nació en Buenos Aires en 1956. Se consideraba una especie de “escritor tardío”, porque no se crio rodeado de libros, sino que para él, decía, la literatura había sido “una adquisición que dependió de un acto de la voluntad”. En su libro de ensayos Últimas noticias de la escritura, de 2015, revela que en sus inicios ocupó tardes enteras en copiar, con letra manuscrita, en un cuaderno de formato escolar, relatos de Kafka. “Creía que algo de la literatura de ese autor se impregnaría en mí gracias a la transcripción”. “Me formé bastante solo –contó en una entrevista. Fui encontrando mi propia forma de escribir gracias a un lento trabajo de ensayo y error”.

Casi al mismo tiempo en que se publicaba su primera novela, en 1990, se fue a vivir a Caracas. Quería estar lejos de su país para tener otra relación con su propia voz, con el lenguaje, con la escritura. Vivió en Venezuela quince años, durante los cuales publicó algunos de sus libros más importantes, como Moral, El llamado de la especie, Boca de lobo y Los incompletos. A todos los acompañó a la distancia, porque se publicaron en la Argentina y en el extranjero tuvieron escasa circulación.

En 2005, Chejfec comenzó a dar clases de escritura creativa en la Universidad de Nueva York, para lo cual se mudó a esa ciudad junto a su esposa, la ensayista Graciela Montaldo. “Se puede aprender a escribir; no estoy seguro de que se pueda enseñar a escribir –creía–. Por eso, muchas veces la utilidad de estos programas no radica tanto en los contenidos que transmiten como en la experiencia que implican. Yo pienso mi lugar allí no como un transmisor de contenidos, sino como un orientador de lecturas”.

Durante su vida en Nueva York publicó la ya citada Mis dos mundos, otras novelas como Baroni: un viaje, La experiencia dramática y Teoría del ascensor, los cuentos de Hacia la ciudad eléctrica y Modo linterna, ensayos como El punto vacilante y el también mencionado Últimas noticias de la escritura y poemas como Apuntes para un panfleto. En este periodo sus libros sí se editaron en otros países de Latinoamérica y en España, y varios se tradujeron también al inglés, francés, alemán, portugués y hebreo.

“A mí me cuesta pensar que nunca voy a volver a vivir en Argentina –me dijo en aquella entrevista de 2008–. Necesito pensar que en algún momento voy a tomar la decisión de vivir otra vez en mi país. A lo mejor lo haré y a lo mejor no. Pero me consuela creer que lo voy a hacer”. Chejfec nunca volvió a vivir en Argentina, aunque visitaba su país con frecuencia. La última vez, en diciembre del año pasado.

4

El carácter reflexivo, divagatorio y con “poca acción” de sus textos, así como el perfil bajo que cultivó siempre, hacen que Chejfec sea un autor no de culto (su tercera novela, El aire, de 1992, ya la publicó Alfaguara) pero sí bastante poco conocido y por ende poco leído. Y él no negaba que le gustaría que lo leyeran más.

Cualquier autor o artista es siempre un poco narcisista –dijo–. Quisiera tener más lectores, como también quisiera tener más amigos o más dinero. El punto está en qué hacés para conseguirlo. Yo no quiero tener lectores a cualquier precio. Lo que quiero es escribir como me gusta escribir. Si tengo más lectores en esos términos, estupendo, me voy a sentir mucho más gratificado y vanidoso. Pero no es decisivo para mí. No creo que siga escribiendo o deje de escribir por tener más o menos lectores.

En relación con sus libros, señalaba algo interesante: quería que se incorporaran a bibliotecas. “En el más amplio sentido de la palabra: bibliotecas físicas, bibliotecas mentales, bibliotecas virtuales”. Las expresiones de tristeza por su fallecimiento en las redes sociales dan cuenta de que los libros de Chejfec están presentes en unas cuantas bibliotecas. Y aunque él ya no pueda seguir escribiendo, sus libros continuarán su camino, al encuentro de lectores nuevos.

“Concibo mi literatura como una forma de hacer preguntas”, decía Chejfec. “Y la mejor manera de hacerlo, desde mi punto de vista, pasa por tener un discurso más bien aproximativo sobre las cosas. No ser muy tajante. Por eso la mía es una escritura reflexiva, que combina narración con ensayo y con crónica. Se detiene en los detalles, porque creo que en los detalles es donde se cifra buena parte del significado más o menos escondido de las cosas, y no tanto en los aspectos más visibles”.

Ese afán por los detalles en particular y su estilo en general hizo que muchas veces fuera comparado con un gigante de las letras argentinas: Juan José Saer. De hecho, cuando le preguntaban por sus autores preferidos, Chejfec nombraba a Saer, a Antonio di Benedetto, a Peter Handke, a W. G. Sebald (influencias que, por supuesto, también configuran la poética chejfec iana). Pero él no creía que la comparación con Saer fuera justa.

Saer fue un gran escritor en varios sentidos. Por la coherencia de sus libros, por su densidad estética y también por el universo concreto, cerrado y autónomo que eligió representar, dicho esto sin ninguna connotación negativa. Yo tengo otro tipo de expectativas. No me interesa que mis libros cierren: me propongo, más bien, que estén abiertos. Que planteen más dudas que certezas, que no sean asertivos. Me propongo o me salen los libros como si fueran alusiones, discursos más o menos eventuales, flotantes, arbitrarios, sobre fragmentos de la realidad. En ese sentido me parece que Saer es un gran escritor. Y yo no.

Ahí quedan, en sus libros, los personajes de Chejfec, esos incansables caminantes que no paran de andar, de contemplar, de hacerse preguntas, de tratar de entender. Siempre en voz baja, quizá un requisito indispensable para la experiencia del pensamiento.

Imagen de portada: Gentileza de Letras Libres

FUENTE RESPONSABLE: Letras Libres. Por Cristian Vázquez. Abril 2022

Sociedad y Cultura/Literatura Argentina/Reflexiones