María Huertas: “Muchas mujeres internas en el psiquiátrico solo habían transgredido los patrones de género”

La psiquiatra recupera en ‘Nueve nombres’ la biografía de nueve mujeres encerradas en el Manicomio de Jesús (València), que, lejos de estar enfermas, fueron víctimas de la violencia machista de sus maridos, de violaciones, del desprecio de una sociedad que las señaló por ser madres solteras, del poder de la Iglesia católica o de la pobreza. Nueve relatos que reescriben, en realidad, cientos de historias.

Sin vestidos ni calzado propio. Sin hábitos ni útiles de aseo ni de arreglo personal. Sin autonomía para la alimentación. Sin objetos personales. Sin recuerdos. Sin historia. Sin familia. Sin la casa en la que habían nacido, vivido, crecido. Sin capacidad de administrar bienes y sin capacidad de gestión ni decisión. Sin amigas. Sin relaciones. Sin sexualidad. Sin emociones. Sin criterio ni juicio. Sin libertad. Sin palabra. Sin derechos ciudadanos y hasta sin derechos humanos.

Sin. Sin. Sin. Sin nada. “Nada de nada”.

Era marzo de 1974, cuando más de 200 mujeres llegaron en varios autobuses al Hospital Psiquiátrico de Bétera. Provenían del “obsoleto y vetusto” Manicomio de Jesús, desde donde se las trasladó “de un día para otro, sin ser informadas de adónde iban ni por qué, cuándo o cómo”. 

Abandonaron aquel espacio cuya “terrible” realidad ya había sido recogida años atrás en el diario Sábado Gráfico y sobre la que Eduardo Bort denunciaba en Jornada la presencia de “ratas que asustaban a las enfermas”, la existencia de “celdas oscuras y nauseabundas” o “el caso del joven atado a una reja con una cuerda”.

En Bétera, fueron recibidas por un equipo de profesionales, entre las que se encontraba María Huertas, una médica psiquiatra recién licenciada que formaba parte de una “minoría ruidosa” de profesionales dispuesta a despatologizar a aquellas mujeres; liberarlas de las “camisas químicas que las mantenían mudas y quietas, enajenadas”, presas de un “circuito cerrado” en el que se convirtieron en víctimas de los métodos científicos de la psiquiatría de la época; y, ante todo, devolverles los derechos que les habían sido negados. 

Entre ellos, “la validación de su palabra” y “la libertad de decidir, de hacer, de expresar, de ir y venir, de relacionarse. De todo”, tal y como se explica en el libro.

Los esfuerzos de aquellos años en los que María Huertas estuvo trabajando en el Hospital Psiquiátrico de Bétera culminaron durante el confinamiento con la recuperación de Nueve nombres (Temporal, 2021). 

Compuesto por la recomposición de nueve historias y un epílogo, este libro es la prolongación de un ejercicio de justicia que ya había comenzado en 1974: “La sociedad que no había entendido sus problemas y les había respondido con la exclusión y el encierro tenía una deuda impagable con ellas, y nuestra función era saldarla en lo posible”.

Huertas atiende a El Salto en una céntrica cafetería de València. 

Aunque apenas se retrasa unos minutos, se disculpa: “Crees que cuando te jubiles tendrás más tiempo libre, pero no es verdad. Sigo sin llegar a todo”. 

No obstante, reconoce que precisamente el tiempo regalado por la cuarentena y el fin de su etapa laboral fue uno de los motivos por los que decidió rescatar de su memoria estas nueve vidas. “De un día para otro encontré un vacío tremendo y me puse a hacer un repaso; pero, en vez de escribir sobre mi última etapa, no sé muy bien por qué volví a los inicios, a esas mujeres que fueron las primeras personas con las que me encontré y que marcaron el resto de mi vida profesional”, admite.

Entre las razones que la impulsaron a reconstruir aquellas biografías, destaca también su lucha por “visibilizar” a las centenares de mujeres a las que el Manicomio de Jesús convirtió en “personas inexistentes”. 

Denuncia que, como consecuencia de la opacidad a la que fueron relegadas, “el maltrato que sufrieron también se tornó inexistente a ojos de la sociedad”; y asegura que para evitar que en la actualidad “se siga maltratando a las mujeres (y a las personas en general) desde la salud mental” es “importantísimo” continuar con la labor de divulgación e incidencia.

María Huertas asegura que para evitar que en la actualidad “se siga maltratando a las mujeres (y a las personas en general) desde la salud mental” es “importantísimo” continuar con la labor de divulgación e incidencia.

Más de cuatro décadas después, decidió trasladar a las páginas su compromiso con aquellas mujeres a las que incluso se les despojó de su propio nombre. 

Su “objetualización” fue tal que, privadas de cualquier signo identitario, algunas ni siquiera atendían cuando se las llamaba por el nombre que aparecía en su historial. Huertas y sus compañeras tardaron en descubrir que, “durante años, muchas habían sido llamadas por nombres que no les pertenecían”.

Cuando el nuevo equipo psiquiátrico intentó encontrar alguna pista de la biografía de aquellas mujeres se dieron de bruces con unos expedientes desiertos, formados por “dos hojas de escuetas anotaciones”. 

Ni rastro de los 20 o 30 (¡30!) años que muchas permanecieron confinadas en el Manicomio de Jesús, presas de un “régimen carcelario” que imponía una “disciplina férrea” y un “encierro sin expectativas”, “aisladas en una colectividad muda para la comunicación, chillona para las protestas y embotada por tratamientos abusivos”. “Años vacíos” en los que su única opción fue intentar “sobrevivir en la exclusión”.

Dormían hacinadas en habitaciones de 80 camas distribuidas en tres filas, casi pegadas las unas a las otras. Sin armarios ni mesillas. Sin un espacio personal. Comían sin cubiertos en una larga mesa, en una sala que hacía las veces de comedor y espacio en el que coser. Pasaban su ‘tiempo libre’ (si es que se le puede llamar así) en un rincón del patio o rezando, compartiendo “con desconocidas su soledad colectivizada”.

Las lobotomías “se aplicaban habitualmente —más como castigo que por presunto efecto terapéutico— a las personas que se mostraban más rebeldes, y dejaban lesiones irreversibles en el cerebro, en el comportamiento y en sus vidas.

Atrapadas en una “pasividad obligada”, fueron sometidas a una continua violencia psíquica que las atiborraba a base de medicación farmacológica. 

Se sucedieron los tratamientos físicos, eléctricos y quirúrgicos: inyecciones de insulina, trementina o cardiazol; tandas de electroshocks; argollas; lobotomías que “se aplicaban habitualmente —más como castigo que por presunto efecto terapéutico— a las personas que se mostraban más rebeldes, y que dejaban lesiones irreversibles en el cerebro, en el comportamiento y, en definitiva, en la vida de muchas de sus compañeras internadas”. 

Celdas de castigo, o ‘jaulas’, cubiertas de paja y excrementos de internas. “Tratos humillantes y vejatorios, degradación y miseria”.

Algunos de los profesionales con los que se encontraron el nuevo Hospital Psiquiátrico de Bétera se creían, escribe Huertas, “capaces de cambiar la estructura social opresora, el régimen tardofranquista, el paradigma patriarcal y mísero capitalista, la vida cotidiana, las relaciones, el consumo, los horarios, el espacio y el tiempo”.

Comenzaron por cambiar las abusivas prácticas psiquiátricas. Devolvieron a las mujeres internadas su autonomía personal: decoraron a su gusto sus propias habitaciones, se les facilitaron útiles de aseo y pudieron elegir su ropa (interior y exterior). 

Preparaban ellas mismas la comida, entraban y salían del hospital, asistían a reuniones, asambleas, charlas y talleres. Hablaban y hablaban y hablaban. Habían pasado muchos años sin hacerlo. Para Huertas, lo “transformador y movilizador” de aquel proceso fue reconocer la capacidad de las internas: “Nos dedicamos a convivir con ellas, escucharlas, acompañarlas y conocernos unas a otras, en lugar de ‘tratarlas’”.

“A tratarlas como personas, que es lo que eran y son ellas”, proclama la autora. El equipo médico se empeñó, en definitiva, por “convivir” con las internas recién llegadas al Hospital Psiquiátrico de Bétera. “Hablábamos de nuestros problemas y de los suyos, de cómo podían participar. Ellas eran las protagonistas en realidad y nosotras estábamos allí para apoyarlas, ver qué era lo que querían e intentar que cada una de ellas siguiera el camino que escogiera”, explica.

El silencio impuesto a la fuerza a base de “tratamientos biológicos, físicos o químicos” era empleado para conseguir que “en los manicomios, además de ser privadas de su libertad, perdieran la palabra”

Huertas reconoce que no fue sencillo conseguir que expresaran su voluntad, pues “al principio aquellas mujeres no podían ni hablar, estaban en unas condiciones que no tenían palabra”. 

El silencio impuesto a la fuerza a base de “tratamientos biológicos, físicos o químicos” era empleado con la eficacia de la más útil de las herramientas para conseguir que “en los manicomios, además de ser privadas de su libertad, perdieran la palabra”. “Las tenían calladas porque la palabra es subversiva y expresa lo que se siente y desea”, sostiene Huertas.

“Es curioso, porque la palabra es aquello que se nos ha negado a las mujeres a lo largo de toda la historia. Nos han definido desde el mundo masculino y nunca se nos ha escuchado”, reflexiona, y se indigna: “Se nos oye, pero no se nos escucha; y además se nos califica de repetitivas, habladoras, quejosas y, por supuesto, de locas, histéricas, neurasténicas”.

Por rebelarse contra aquel mutismo forzoso e iniciar un proceso de escucha de las internas, María Huertas y sus compañeras fueron objeto de numerosas murmuraciones por parte del resto de personal del hospital, que las acusó de “dar excesiva libertad a ‘las locas’”, por no medicarlas ni someterlas a una estrecha vigilancia, “como era su obligación”. 

Aunque Huertas fue (y sigue siendo) muy crítica con la “ideología y formación más tradicional” de aquellos médicos, no tarda en poner el foco sobre la psiquiatría actual, pues asegura que antaño “no se contaba con el arsenal farmacológico del que se dispone hoy y, por tanto, las multinacionales de medicamentos tenían poco interés en la psiquiatría”.

“En estos momentos, se están realizando contenciones y se están dando electroshocks en todos los hospitales, justificándolo bajo el argumento de que la sofisticación actual ha conseguido eliminar a la brutalidad de los tratamientos de décadas atrás”, alerta Huertas.

“En estos momentos, se están realizando contenciones y se están dando electroshocks en todos los hospitales, justificándolo bajo el argumento de que la sofisticación actual ha conseguido eliminar a la brutalidad de los tratamientos de décadas atrás”, alerta Huertas, que se cabrea al afirmar que “las camisas químicas que impone la farmacoterapia son tremendas”. 

“Se piensa que la medicación es la solución a todo y únicamente se intentan tratar los síntomas, pero no se escucha lo verdaderamente importante: qué es lo que le pasa a esa persona, cuál es su manera de pensar, cuál es su contexto, cuáles son sus proyectos vitales, qué cargas familiares tiene, qué le está pasando con su pareja, sus hijos o sus vecinos”, censura.

Junto al “medicar por medicar” de la psiquiatría actual, alarma de un marcado “sesgo de género tanto en salud mental como en atención primaria, donde se tratan gran cantidad de problemas de salud mental de las mujeres”. 

Los “patrones absolutamente distintos a nivel fisiológico y emocional” de las mujeres son ignorados y, consiguientemente, “se las psicologiza y medicaliza inmediatamente, en lugar de escucharlas o pedirles pruebas diagnósticas, algo que sí que ocurre en el caso de los hombres”.

Huertas sitúa estas prácticas en torno a “una serie de estereotipos sobre las mujeres que perjudican su salud física y mental” y que se remontan, como mínimo, “a principios del siglo pasado, cuando se publicaron libros y libros dedicados a demostrar que los cerebros de las mujeres son similares a los de un niño, un delincuente o un hombre loco, y, en definitiva, inferiores a los de los hombres”: “Siempre se ha atribuido a las mujeres una mente más frágil, únicamente preparada para la costura y las labores que tienen que ver con la crianza de los hijos. 

Y todas sus enfermedades mentales se han atribuido a su supuesta inferioridad; desde la filosofía, la ciencia y la religión se ha considerado que tienen (tenemos) una mente enfermiza porque tienen un aparato reproductivo que, curiosamente, permite que la humanidad subsista”.

Opuestas a estos planteamientos, María Huertas y su equipo hicieron caso omiso del ruido reprobatorio procedente de aquel sector para el que resultaban sumamente incómodas. Cuando los efectos enajenantes de la medicación empezaron a diluirse, descubrieron que muchas de las mujeres internadas no padecían ninguna enfermedad mental. 

Recuperaron la capacidad de razonar y emocionarse; la palabra negada; la oportunidad de (re)iniciar su proyecto vital alejadas de la exclusión. Descubrieron que habían sufrido una injusticia que se había prolongado durante décadas y que, de no haber sido por el cierre del Manicomio de Jesús, las habría “condenado de por vida”

“Casi la mitad de las mujeres volvieron a sus familias. Se montaron dos pisos de compañeras: uno en el 75 y otro en el 81. Algunas fueron a residencias de su pueblo, y otras, muy mayores, a familias de acogida en Bétera con personas que conocían y que las integraron como la abuelita de la casa”, recompone Huertas en Nueve nombres.

No estaban enfermas. En su mayoría, habían sido víctimas de la violencia machista de sus maridos, de violaciones, del desprecio de una sociedad (y un régimen) que las señaló por ser madres solteras, del poder de la Iglesia católica, de la pobreza. 

No estaban enfermas, habían sido “alienadas, presas en una férrea estructura de sinrazón que las calificaba de irrazonables a ellas; maltratadas y sometidas a un régimen de violencia que las acusaba de peligrosas”.

“Ningún hombre podría estar dentro de un manicomio por tener un hijo soltero, salir demasiado de casa, pintarse o ser demasiado sociable”, contrapone Huertas.

En este sentido, la enfermedad —el pecado— de gran parte de las mujeres internas en el Manicomio de Jesús había consistido en la “transgresión de los patrones de género que se les habían impuesto”. 

“Eran víctimas de la familia; de la estructura patriarcal que lo engloba absolutamente todo (la Iglesia, el ejército, el Estado, lo social, lo filosófico) y que se refleja en la familia y el interior de las casas como espacio de convivencia primordial”.

Nueve nombres es la confirmación de que aquellas mujeres consiguieron recuperar sus nombres, esos que “les habían perdido en el manicomio, algunos equivocados, otros sustituidos por el apellido. 

Y pasaron a llamarse como a ellas les gustaba, con los diminutivos que utilizaban su madre o su abuela”. Ana, Amparo, María Jesús, Felipa, Dolores, Aurora, Blanquita, Margarita, María. 

Memoria de nueve historias que son, en realidad, decenas y decenas de mujeres.

Imagen de portada: Archivo. Muchas de las mujeres internas en el psiquiátrico no estaban enfermas, habían transgredido los patrones de género que se les habían impuesto.

FUENTE RESPONSABLE: País Valencia. El Salto.España. Por María Palau. 5 de febrero 2023.

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Forzada por el padre y el hermano.

Al final, Emily Dickinson no era como nos habían asegurado, la extrañísima dama de Nueva Inglaterra que escribía poemas vehementes y sincopados después de cocer el pan y de doblar la colada, ni el mito, como la llamaban algunos vecinos para burlarse de ella en la parroquia, ni tampoco el cadáver exquisito que Marià Manent fue libando a cuentagotas y después cocinó y cocinó en almíbar hasta ofrecernos el prodigioso volumen Poemas deEmily Dickinson (1979), una de las más diestras apropiaciones de la historia universal de la traducción engañosa. 

También es verdad que todo se explica porque Dickinson, por sistema, rechazaba explicarse demasiado.

Escribe para sí misma y no para el público. 

Se había recluido en casa para siempre y no se dejaba ver casi por nadie, imagen fundida, tan inmóvil y silenciosa como podía, un fantasma, una intrusa. Al fin y al cabo, qué sabía Manent de lo que podían esconder esos poemas enigmáticos y contradictorios, tan intensos como desconcertantes, tan domésticos como generales. Tuvo que admitir que esa poesía incomprendida era la de una “extraña vida de mujer”, como quien habla de la criatura de otro planeta, de otra naturaleza, impenetrable.

Emily Dickinson no era como nos habían asegurado, la extrañísima dama de Nueva Inglaterra que escribía poemas vehementes y sincopados después de cocer el pan y de doblar la colada.

Luego vino Harold Bloom y nos advirtió de que tuviéramos cuidado con Emily Dickinson, porque era uno de los grandes escritores de todos los tiempos, tan grande como Dante o como cualquier otro escritor bueno de verdad. 

Y que lo que no podíamos seguir haciendo era tenerla guardada en un cajón, cuando teníamos que mirarla más, más atentamente, debíamos lucirla en el escaparate. En todo el mundo se la está volviendo a editar, a repensar, a valorarla que es tratar de entenderla. A traducirla. 

Y en Valencia, tierra de salud, publicaron antes del verano la primera edición completa en catalán de toda la poesía de Dickinson, en una buena editorial universitaria, pero sin que esto trascendiera demasiado. 

Como si cualquier persona culta y catalanohablante pueda seguir leyendo lo que ahora quiera leer, sin más, sin disponer en casa de ese auténtico prodigio literario, de ese gigante del romanticismo más tardío, del que ya no se desgrava en expresión exaltada ni en el descubrimiento del horror, como Byron, como Mary Shelley y Percy Bysshe Shelley, como John William Polidori. 

Es la poesía de una náufraga de la historia, de una prisionera desengañada del mundo y al mismo tiempo impregnada de amor y entusiasmo vital, algo parecido a nuestro Verdaguer, también atrapado en su casa, también disidente contra el poder e igualmente fascinado por la verdad del mal.

Es la poesía de una náufraga de la historia, de una prisionera desengañada del mundo y al mismo tiempo impregnada de amor y entusiasmo vital

Y es que el mal nos despierta de repente, nos espabila para siempre. Quizás ésta es la gran aportación de los románticos. 

Y es que junto a los poetas malditos podemos encontrar a esta Emily Dickinson, recluida en casa, abandonando para siempre la iglesia, desafiando al padre y a la familia, a la comunidad puritana de provincias donde le tocó vivir. 

Cosida en la escritura cotidiana para combatir el nihilismo se alza Emily Dickinson. El mal es verdad, es la pedagogía suprema, cuando no es una máscara en un baile de máscaras en un baile de sociedad. 

El respetable padre, al que ama y reverencia, juez y después miembro de la Cámara de Representantes en Washington, cometió incesto con ella, de noche, descalzo y ridículo, en camisón, bajo el techo cotidiano. Lo mismo puede decirse de su hermano William Austin Dickinson, quien es señalado por su hermana a través de muchas imágenes y de muchos poemas. 

Austin, marido, por si fuera poco, de Susan Huntington Gilbert, la mejor amiga y, probablemente, como asegura casi toda la crítica, amante de Emily Dickinson, el gran amor de su vida. Quizás hay que añadir que la iniciativa erótica no fue escasa en la vida de Austin. 

Fue abiertamente amante de una señora ya casada, Mabel Loomis Todd, quien fue una de las primeras editoras y promotoras de la poesía de Emily Dickinson. 

Y es que los grandes dramas humanos se esconden a menudo dentro de las familias más respetables y son crudas tragedias familiares, cotidianas. Con todo, Emily Dickinson no es una escritora víctima, sino una escritora mucho más grande que su herida.

Imagen: Cubierta de portada de “Forzada por su padre y su hermano” por Jordí Galves.

FUENTE RESPONSABLE: N Revers.El Nacional Cat. Por Jordi Galves.31 de enero 2023.

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¿Por qué no ha estallado el #MeToo en el cine español?

La detención del productor Javier Pérez Santana, en libertad con cargos como presunto agresor sexual, ha reabierto el debate sobre los abusos de los que nuestra industria no habla y menos en vísperas de los Goya.

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Es el miura al que jamás le pusimos capote alguno delante. Baboso y enajenado, nos sigue mirando, desde toriles, henchido de orgullo y estrenando allá donde puede, ganándose hasta las plazas de las que antes huía. En uno de los pitones enarbola su poder económico, silenciador de los acuerdos extrajudiciales que haga falta; en el otro, un peso mediático construido gracias a años de cebo, amigos y membretes de buena conducta. 

Pero ahora, gracias eso sí a unos hechos desgraciados, hay quien ha comenzado a preguntarse por qué, en el cartel del #MeToo español, al contrario que en el estadounidense, el asiático o el latinoamericano, no hay apenas grandes nombres. Figuras, de esas capaces de reventar la taquilla.

Pactos tácitos

La detención y posterior puesta en libertad del productor Javier Pérez Santana como presunto agresor sexual, tras la fiesta de los Premios Feroz en Zaragoza, ha reabierto un debate que, en nuestro país y nuestro cine, realmente, jamás se llegó a cerrar

¿Para cuándo el «ubi sunt», con exclamaciones enrabietadas? ¿Cómo es posible que el mercado del cine mundial se pusiera patas arriba buscando entre sus popes y el cine español no haya dado con apenas migajas? Algo parecido se preguntaba la reciente serie «Autodefensa», de Filmin, en un capítulo en el que numerosas mujeres narraban testimonios en primera o tercera persona de los abusos cometidos en nuestro país, desde aspirantes a actrices hasta productoras, pasando por maquilladoras y responsables de vestuario.

Esa especie de ley del silencio, pacto tácito de nuestro cine consigo mismo y sus cimientos, se puede explicar de varias maneras. La más obvia viene por el uso y costumbre. En la mañana de ayer, en una intervención radiofónica, el escritor Bob Pop, presente en la ceremonia, reconocía haber sido molestado varias veces por el sujeto detenido. 

«Yo no consideré, por mi generación, por cómo me han criado, (…) siquiera que la denuncia fuera una posibilidad». Y es que los discursos, como señalaba el también presentador, han cambiado radicalmente. Fueron varias las ocasiones en las que Yvonne Blake (luego presidenta de la Academia de Cine) o María Jiménez relataron episodios dantescos, a los que no se dio mayor importancia «por el contexto».

Actrices como Aitana Sánchez Gijón, Clara Lago, Marián Álvarez, Leticia Dolera o, más recientemente, Bárbara Rey, han relatado abusos en primera persona desde 2017, con detalles, pero siempre sin nombres. 

La carga de culpa, por supuesto, no está en las víctimas, sino tal vez en una legislación que no protege tanto a las denunciantes como fuera de nuestras fronteras. 

Paz de la Huerta, intérprete española que acusó a Harvey Weinstein de dos violaciones, encontró en la ley americana mucho más respaldo que en la local. Pueden mutar las dinámicas, pero no los códigos de prescripción.

Más allá del trauma psicológico que puede significar volver a un episodio de este calibre para poner nombre y apellidos a una agresión, la ley española marca el «olvido» del crimen en apenas cinco años. ¿Qué sentido tiene, para las víctimas, hablar de lo que ocurrió, por ejemplo, durante «El destape»? ¿Cuántos consentimientos reales hubo en aquella explosión de desnudos posterior a la Dictadura? 

Es, de nuevo, un juego de suma cero en el que siempre ganan los mismos, esos «intocables» de los que se vuelve a hablar ahora.

Y ahí, en la conversación social misma, radica otro de los impedimentos para que el cine español se revise como es debido. Antes de que trascendiera a los medios de comunicación la identidad de Pérez Santana como el detenido, las redes sociales se convirtieron en un lodazal de menciones malintencionadas

Señalando, por ejemplo, a directores o actrices que ni siquiera estuvieron presentes en la gala o la fiesta y que se han significado políticamente. ¿De verdad quiere España un #MeToo o realmente quiere una excusa más para que una lucha política contra la lacra de la violencia machista se convierta en caldo de bancada sectaria?

Sin medios, sin luz

El tercer factor determinante para que, en España, nuestros monstruos sigan nadando en interrogaciones pasa por la libertad de prensa

No fue hasta el verano de 2020, a casi un cuarto de siglo desde la aplicación del Código Penal, que no se generó jurisprudencia a la hora de publicar nombres de acusados e investigados por la Fiscalía. 

Hasta entonces, publicar testimonios que implicaran a sujetos en comportamientos delictivos, sin una prueba física -no suele haberlas, siquiera, en casos de abuso de poder– era una batalla legal perdida para cualquier medio, en una campaña de acoso que las personalidades públicas han sabido explotar históricamente en España, gracias al conveniente formato de la querella.

Por esa misma razón, cuando se han derivado nombres españoles del #MeToo, como el de Plácido Domingo o el del profesor Francisco J. Ayala, las investigaciones han dado inicio, siempre, fuera de nuestras fronteras. 

En el caso del tenor, por un reportaje de «Associated Press» firmado en varias capitales del mundo y, respecto a Ayala, por una investigación interna de la propia Universidad de California y que finalmente se cerró sin denuncia, pero se definió como «comportamiento inadecuado y condescendiente». 

Sin protocolos y sin censura, dentro de las propias empresas productoras o gestoras, es imposible conseguir resultados y, de verdad, dar la estocada a quienes se han sentido impunes durante años.

La extraña necesidad de pasar página

Antes de que acabara el año, coincidiendo casi con su estreno estadounidense, llegó a nuestras carteleras el filme «Al descubierto». La película, protagonizada por Zoe Kazan y Carey Mulligan adaptaba «She Said», el libro en el que las periodistas Jodi Kantor y Megan Twohey narraban la investigación periodística que dio con el productor Harvey Weinstein en la cárcel. 

Más allá de los resultados en taquilla, decentes para un estreno de este calibre, lo que llama la atención es la escasa atención que ha prestado la Academia de Hollywood al filme.

Dirigida por María Schrader, y con todos los tintes de un drama periodístico al más puro estilo «Spotlight», «Al descubierto» no ha obtenido una sola nominación de cara a los Premios Oscar, que celebrarán su 95ª. Edición el próximo 12 de marzo. 

Y es curioso, porque hasta los Globos de Oro, tan metidos de lleno en el lodazal de abusos y comportamientos tóxicos, tuvieron en cuenta el filme. ¿Se trata de una cuestión de «calidad»? 

Complicado, atendiendo año tras año a las decisiones de la Academia. ¿Se trata de una necesidad de pasar página, de seguir operando como si el problema hubiera sido una manzana podrida y no un sistema, todavía vigente, en el que quien más tiene es quien más manda? Chinonye Chukwu, directora de otra de esas películas obviadas por la Academia como «Till» hablaba esta semana de «misoginia» y de, precisamente, esa sensación de que defenestrado Weinstein todo es respeto, paz y alegría, algo muy alejado de la realidad.

Imagen de portada: EFE

FUENTE RESPONSABLE: La Razón. España. Por Matías G. Rebolledo. 31 de enero 2023.

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La historia del Código Hays: luces y muchas sombras en los primeros años de Hollywood.

LA ACCIÓN DETRÁS DE LAS CÁMARAS

Piernas femeninas al aire, chicas que devolvían la violencia con la que eran tratadas, mujeres que mordían y atracaban, mujeres que se besaban… ¿Cómo? Los grupos moralistas empezaron a pedir explicaciones.

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En la noche estrellada del cine de Hollywood, los discursos de agradecimiento de quienes vuelven al hotel con una estatuilla bajo el brazo se trazan en el camino de la réplica, de la insistencia por una realidad que los estudios donde nace la ficción se siguen negando a dejar pasar. Las mujeres no son enemigas, como decía hace días la actriz australiana Cate Blanchett. 

La gente racializada puede representar cualquier papel, como decía la actriz estadounidense Viola Davis. La gente LGTBIQ+ no es un peligro, ni está exento de la felicidad con la que un día la gran pantalla nos hizo soñar para siempre. 

Mientras las tramas afloran y se retuercen como nunca, aún existen márgenes que solo parecen valer para las galas de una noche. Cuando cae el telón del escenario del Teatro Dolby en Los Ángeles, y toda la sala queda vacía, toca esperar otro año de cartelera para comprobar si tantos discursos construyen algo más que palabras. 

«No se puede dudar de que las imágenes en movimiento son un medio importante para la comunicación de ideas. Su importancia como órgano de opinión pública no se ve disminuida por el hecho de que estén diseñados tanto para entretener como para informar», decía ya hace un siglo la Corte Suprema de Estados Unidos. Allá por los famosos años veinte, cuando al cine le faltaba color y sonido, su voz ya era un potente mecanismo de educación.

La gente habla del Hollywood «más inocente» de antaño, imagina a montones de gente haciendo montones de filigranas, como un ensayo eterno, para descubrir las posibilidades de la pantalla. 

Pocos saben que, en realidad, se refieren a una era en la que el concepto de industria ya lo impregnaba todo, y el cine, como tal, tuvo que vigilarse a sí mismo. Esa inocencia que desde la distancia de los años se le atribuye fue más bien una daga que dividió su historia en dos eras: el cine «pre-Code» y el «post-Code». ¿Qué significó cada uno de estos tiempos?

Desafiando ideas y creencias

Desde los albores de la imagen en movimiento, su manejo no era otra cosa que un empuje constante a los límites de la narración. Desde la narrativa de un relato en sí mismo hasta la vida de las personas que se situaron delante y detrás de las cámaras para hacerlo posible, el cine como medio nació se utilizó para entretener desafiando ideas, creencias y estereotipos: una pareja de actores afroamericanos se besaban en Something Good – Negro Kiss mientras una mujer, Alice Guy-Blaché se grababa a sí misma dirigiendo. 

Aquello parecía el glorioso camino hacia una sociedad moderna.

Fotograma de Something good – Kiss your negro, de 1898. (Wikimedia)

Piernas femeninas al aire, chicas que devolvían la violencia con la que eran tratadas, mujeres que mordían y atracaban, mujeres que se besaban… Los grupos moralistas empezaron a pedir explicaciones. 

No les gustaba la desaliñada despreocupación de Mae West en I’m No Angel, tampoco la promiscuidad de Barbara Stanwyck en Baby Face (¿cómo puede una joven defenderse del proxenetismo al que la exponía su propio padre decidiendo escapar de él?), mucho menos con la epopeya bíblica de Sign of the Cross de Cecil B. DeMille. Decidieron que ya habían visto bastante.

Mae West en No soy ningún ángel, de 1933. (Wikimedia)

Evidentemente, no es que dejaran de acudir a las salas, los asombrados por «tanta» libertad hicieron uso de la jurisprudencia para bloquearla. Y así, nació en 1930 el Código de producción de películas, más conocido como el Código Hays. Su fin no era otro que el de controlar mejor lo que la gente vería en la pantalla, por lo que también el de restringir quién podría contar esas historias.

Un mero «negocio»

Hasta ese momento, habían sido los organismos gubernamentales los que habían sido responsables de asegurarse de que las películas fueran «apropiadas para el público». Existía una enmienda particular para ellas desde que en 1915 la Corte Suprema decidiera que los filmes eran tan poderosos que debían ser regulados. Es decir, las películas eran un mero «negocio», sin ápice de arte, capaces de hacer el bien y el mal.

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Como explica en Jstor la investigadora especializada en historia y cultura pop Kristin Hunt, se conformaron juntas de censuras locales aupadas por líderes religiosos: «Varias ciudades y estados buscaron frenar la influencia moral de las películas a través de leyes de censura. Chicago aprobó la primera ordenanza de este tipo en 1907, mientras que Pensilvania se convirtió en el primer estado en promulgar la censura cinematográfica en 1911. 

Estas leyes ganaron popularidad después de la decisión de la Corte Suprema en un caso de la Mutual Film Corporation. En el mismo, la Corte dictaminó que las películas ‘no debían ser consideradas como parte de la prensa del país ni como órganos de opinión pública’. 

Los tribunales estatales y federales inferiores mantuvieron esta postura consistentemente y, al hacerlo, empoderaron a las juntas de censura». 

Mientras tanto, se sucedían cada vez más acontecimientos en paralelo al negocio que desprendían las películas para el periodismo sensacionalista de la época, consumido masivamente como el trabajo de las estrellas de cine sobre las que se escribía. La fama comenzaba a tener el sentido de hacer públicos a sus personajes, así que todo lo que hacían fuera de los estudios de grabación todos estos actores y actrices también era interesante.

La guerra del cine entre las guerras

Si la primera gran censura de la industria cinematográfica ocurrió, efectivamente, enmarcada por la Primera Guerra Mundial, el siguiente nivel de la misma llegaría durante la Gran Depresión. 

«La industria se vio sacudida entonces por escándalos realmente grandes: la muerte de la actriz Olive Thomas, el asesinato de William Desmond Taylor y la violación de Virginia Rappe por el popular actor Roscoe ‘Graso’ Arbuckle», señala la curadora Maria Lewis en una entrevista para la revista ACMI.

Portada de una copia en papel del Código Hays. / Una foto de 1940 de Whitey Schafer que subvierte deliberadamente las restricciones del Código. (Wikimedia)

Era 1922 cuando el mecanismo de censura empezó a pasar a manos de organizaciones privadas. En aquel año se formó la Asociación de Productores y Distribuidores de Películas (MPAA, o MPPDA en sus siglas en inglés) y William Hays, un político republicano y ex director general de Correos del país norteamericano, fue elegido su presidente. Para la década de 1930, Hays se convertía en dueño y señor del negocio contra el negocio. Tanto es así que a la reglamentación, ampliada y reforzada, la apodaron con su propio nombre. 

Coescrito por un sacerdote católico y el editor católico de Motion Picture Herald, un periódico comercial de la industria cinematográfica de la época, el Código Hays determinaba un molde del que las productoras no debían salirse si querían mostrar su película. Un auténtico “documento moral”, como escribió el productor de cine y censor Geoffrey Shurlock en The Annals of the American Academy of Political and Social Science.

Un cambio liberal en la cultura

Es cierto que, el primer objetivo principal de la MPPDA bajo el liderazgo de Hays fue hacer cumplir las regulaciones federales que ya existían sobre películas, pero no tardó en volverse de lo más absolutista. No, no fueron más que unos pocos años en la historia del cine: fue un cambio liberal en la cultura.

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Según explica el profesor emérito de Comunicación en la Universidad de Missouri Gregory D. Black en su libro Hollywood Censored de 1996, el Código «fue una combinación fascinante de teología católica, política conservadora y psicología popular, una amalgama que controlaría el contenido de las películas de Hollywood durante tres décadas». 

Estas pautas dieron forma a gran parte de lo que hoy consideramos la Edad de Oro de Hollywood, un halo de luces (pero también muchas sombras) que aún envuelve la alfombra roja de los Oscar. Se prohibió toda referencia que resultara una blasfemia, también la desnudez sugerente, la violencia gráfica o realista, las persuasiones y, por supuesto, las escenas sexuales. 

Además, el texto marcaba los límites sobre el uso del crimen, el vestuario, la música y el baile, el sentimiento nacional y la moralidad. Por si fuera poco, se prohibieron las burlas a la religión y la descripción del uso de drogas ilegales, pero también cualquier tipo de romance interracial, los complots de venganza y la demostración de un método delictivo «con la suficiente claridad como para que pudiera ser imitado».

Desafiando las normas

En definitiva, unas cuantas frases señalaron a los cineastas, y unos cuantos ojos decidieron que, mientras las guerras continuaban y el sistema violentaba derechos básicos a miles y miles de personas dentro y fuera del país, la pantalla no podía ser un cristal sino un tupido velo: solos mujeres y familias «sanas», matrimonios «sanos», criminales «insanos». 

Vamos, no se podían representar la mayor parte de los diálogos de Shakespeare, pero sí se podía colgar una manta en la habitación de un motel en Sucedió una noche e infantilizar a Claudette Colbert mientras Clark Gable la avergüenza en escena con un tutorial improvisado sobre «cómo se desnuda un hombre». Colbert huyó (de hecho, obtuvo un Oscar por huir) y se mantuvo esa decencia angelical que el poder quería imponer.

Claudette Colbert y Clark Gable en Sucedió una noche. (Wikimedia)

Así, varias manos pasaron años cortando fotogramas en unas oficinas que se resistían a aceptar cualquier realidad, incluso la imaginaria. Si una película no llevaba el sello como seña de haber pasado dicho proceso, no llegaría a las grandes pantallas. Sucedió una noche fue una de las primeras películas en seguir este código. Estrenada en 1934, en ellas no hay «escenas de pasión», sino una tímida Claudette Colbert (que ya había protagonizado más de una película en la etapa previa a la censura) que debe proteger su cuerpo de los ojos de Clark Gable tapándose con todo lo que encuentra en la noche.

Las cineastas expulsadas

Sin embargo, subraya Lewis, cineastas como Dorothy Arzner, «que continuaron el legado de mujeres pioneras del cine como Lois Weber, siguieron empujando los límites conservadores del nuevo Hollywood de Hays». 

Como cineasta abiertamente queer y la única directora activa durante la Edad de Oro de Hollywood, realizó películas abiertamente feministas como la primera película sonora dirigida por una mujer, The Wild Party (1929), y Dance, Girl, Dance (1940), esta última un cuento repleto de bailarines burlescos que desafía la mirada masculina (y al público).

Un cartel promocional de la producción de Lois Weber. / La actriz Mary MacLaren en una escena de Shoes, dirigida en 1916 por Weber. (Wikimedia)

De hecho, a medida que las películas sonoras comenzaron a convertirse en el formato preferido entre el público a finales de la década de 1920, las historias progresistas aún se deslizaban por las grietas hasta, al menos, 1935. 

Fue con el nombramiento de Joseph Breen por parte de Hays como nuevo administrador lo que provocó que cineastas como Arzner comenzaron a verse expulsadas y expulsados de la industria. 

El tratamiento de los personajes femeninos en aquellos años era, al contrario de lo que suele creer quien no ha visto una película de entonces, más progresistas que la mayoría de las que llegaron décadas después, y el público las adoraba. 

Durante la Gran Depresión, las películas eran una forma de entretenimiento barata y accesible, y un escape necesario de las dificultades de la época. Según las estadísticas, el público llegó a comprar hasta 80 millones de entradas de cine a la semana solo en el año 1930, y actrices como Norma Shearer, Joan Crawford, Claudette Colbert, Katharine Hepburn, Miriam Hopkins, Bette Davis y Marlene Dietrich condujeron la taquilla.

Joan Crawford, Rosalinda Russell, Norma Shearer y Joan Fontaine en una escena de Las mujeres, de 1939. (Wikimedia)

Tras aquel velo de mujeres aceptadas por el nuevo cánon de belleza que el propio cine determinó, al final, fueron ellas las más perjudicadas: La aplicación del código también provocó que el trabajo de directoras como Mabel Normand se perdiera casi en su totalidad en la historia. Conocida por sus actuaciones, Normand atravesó los puestos como la «madre de la comedia». 

Dirigió la primera interpretación de Charlie Chaplin de su famoso personaje The Tramp (El Vagabundo) y es considerada la primera persona en romper la cuarta pared en el cine. Colaboradora frecuente de Buster Keaton, dio forma a varias escenas famosas del actor.

Tuvieron que sucederse unas dos décadas y el desarrollo del cine en Europa para que el asunto fuera mermando. Después de la Segunda Guerra Mundial, los movimientos cinematográficos radicales comenzaron a brotar, y las críticas a las restricciones se hicieron artísticas. 

Pero si alguna película demostró que el Código Hays era absurdo y peligroso esa fue Con faldas y a lo loco de Billy Wilder. Hombres travestidos, asesinos, borrachos y mujeres valientes y sensuales, la película en realidad no fue aprobada por la PCA. Pero, por supuesto, eso no importó porque la película se convirtió en un gran éxito y hoy en día se considera un clásico de la comedia.

El Código Hays fue finalmente reemplazado en 1968 con el sistema de calificación de películas MPAA que todavía se usa en la actualidad. Si bien las calificaciones de la MPAA no llegan tan lejos como el Código Hays original, siguen siendo responsables de evitar que gran parte de Hollywood «cruce la línea». Aparecieron entonces otras formas de psicosis.

Imagen de portada: Norma Shearer en una escena de ‘La divorciada’, de 1930. (Wikimedia)

FUENTE RESPONSABLE: El Confidencial. Por Carmen Macías. 25 de enero 2023

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Pionera; la estrella que denuncio los abusos sexuales en la edad de oro de Hollywood.

Leyendas

Avanzó en silla de ruedas muy decidida a recoger el Oscar honorífico, el único que le otorgaron. En el escenario la esperaban Clint Eastwood y Liam Neeson. 

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Cuando le entregaron la estatuilla dijo: «Espero que sea de plata o de oro, no algo sacado de la cocina». Y luego se enfadó porque se estaba alargando con el discurso de agradecimiento y la interrumpieron. Maureen O’Hara tenía entonces 94 años y conservaba su enorme personalidad, su genio; lucía también su llamativa cabellera rojiza y aquellos ojos verdes que hipnotizaron a Charles Laughton y que le abrieron las puertas como leyenda del cine.

Maureen tenía 17 años, y trabajaba en el Abbey Theatre de Dublín como actriz desde los 14, cuando Laughton la vio en una audición. Esa mirada verde llena de firmeza lo fascinó y la fichó para La posada de Jamaica: menudo debut en el cine, nada menos que bajo la batuta de Alfred Hitchcock.

Laughton fue uno de los hombres decisivos en la vida de Maureen. Curiosamente, sobresalen de entre ellos tres Charles y dos Johns. Charles Laughton fue su padrino en el cine y fue él quien le cambió el nombre.

«Por no permitir que el productor o el director me tocasen, han contado que no soy una mujer, sino una estatua. No hago de puta»

Maureen se apellidaba FitzSimons; a Laughton le pareció difícil de pronunciar y muy largo para figurar en las marquesinas de los cines. A partir de entonces Maureen fue O’Hara. Pero lo que no dejó de ser jamás es irlandesa. «Siempre he sido una muchacha irlandesa y dura», decía.

Tozuda y peleona

No dejó de serlo incluso cuando le concedieron la nacionalidad estadounidense en 1946. Quiso tener ambas nacionalidades. Las autoridades le presentaron un papel en el que no figuraba como irlandesa sino como ‘súbdita británica’. Se negó a firmarlo. Peleó y peleó hasta que consiguió ser reconocida como irlandesa –fue una de las primeras que lo logró–, sin supeditación británica ninguna.

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Apadrinada. Charles Laughton fue su padrino en el cine.FOTO. GETTY IMAGES

Maureen nació en Ranelagh, en un suburbio de Dublín, en 1920. Hace ya más de cien años. Era la segunda de los seis hijos de Charles FitzSimons (su primer Charles), hombre de negocios y copropietario de un equipo de fútbol, y de Marguerita, cantante de ópera. Maureen era atlética y chicote. Trepaba a los árboles y daba patadas al balón, y a la vez era guapísima, tenía un don para la actuación y una voz preciosa, de soprano.

Su porte atlético le permitió rodar escenas impensables para otras actrices del Hollywood de los años 40 y 50. Maureen manejó la espada, dio saltos y puñetazos en pantalla. No quiso que otra rodara las cabriolas por ella.

A Estados Unidos llegó de la mano de Laughton a hacer Esmeralda, la zíngara, considerada una de las mejores adaptaciones de Nuestra señora de París, de Victor Hugo, con Laughton soberbio como Quasimodo.

Debut. Su primer papel fue en  ‘La Posada de Jamaica’, en 1939, dirigida por Hitchcock. Aquí en 1940.FOTO: GETTY IMAGES

Tuvo buena estrella Maureen. Empezó por arriba, con papeles en grandes películas y con galanes de primera. Confesó ella que los primeros besos de su vida los dio actuando. Tuvo la suerte de estrenarse con tipos como Tyrone Power o Errol Flynn. Y la enorme fortuna de participar en filmes míticos como Qué verde era mi valle, Oscar a la mejor película de 1941, un año muy reñido: ganó a Ciudadano Kane y El Halcón Maltés.

Qué verde era mi valle fue su primera película con sus dos Johns: John Ford y John Wayne. El director fue fundamental en su carrera, la fichó para peliculones como Río grande o El hombre tranquilo, protagonizadas junto con John Wayne, su mejor partenaire.

Matrimonio de cine. Maureen y John Wayne se entendían tan bien en pantalla que el púbico creía que estaban casados.FOTO: GETTY IMAGES

Lo conoció un día en el que The Duke (así llamaban a Wayne) llevaba una buena cogorza. Iba dando tumbos, ella lo cogió del brazo y lo acompañó a casa. Nació entre ellos una camaradería preciosa que se traslucía en la pantalla. Rodaron muchas veces como matrimonio y el público estaba convencido de que lo eran.

Para Wayne ella era un miembro de honor en su panda de amigotes. Le gustaba Maureen porque era fuerte. «Prefiero vérmelas con un matón de dos metros antes que con ese huracán devastador llamado Maureen O’Hara», dijo de ella.

Visita de trabajo. En Málaga filmó la película del mismo título, en 1954. Maureen causó sensación en la ciudad andaluza.FOTO: GETTY IMAGES.

Juntos protagonizaron también Escrito bajo el sol, El gran Jack y El gran McLintock. A ella le gustaba de Wayne que era un hombre duro y de gran corazón. Maureen luchó y consiguió para él la medalla de oro del Congreso de los Estados Unidos. Argumentó: «No es solo un buen actor, John Wayne es los Estados Unidos de América». Alabó su profesionalidad y su honestidad. «Es un hombre de verdad», proclamó. «Nunca hubo nada oscuro entre ellos y nunca se mezclaron sentimentalmente», cuenta Juan Tejero, biógrafo de John Wayne.

Tres bodas. Solo tuvo una hija, en 1944, con su segundo marido, Will Price.FOTO: CORDON

Maureen se casó tres veces. Con su segundo marido, Will Price, tuvo a su única hija, Bronwyn, en 1944. Pero con el que fue realmente feliz fue con el tercero, el piloto y héroe de la aviación en la Segunda Guerra Mundial, Charles Blair (su tercer Charles). Con él vivió los diez mejores años. Se instalaron en una isla del Caribe desde la que Blair dirigía sus aerolíneas, Antilles Airboats. 

Viajaban y Maureen también escribía una columna en la revista The Virgin Islander titulada Maureen O’Hara dice. Sus felices años caribeños terminaron con la trágica muerte de Blair, en 1978, en un accidente de aviación. Solo nueve meses después falleció su gran amigo John Wayne.

Ella se repuso con determinación. Tomó las riendas de las aerolíneas y se convirtió en la primera mujer en ser CEO y presidente de una compañía de aviación. Siempre tuvo arrestos. «Por eso la eligió John Ford, porque le gustaban las mujeres bravas», dice Juan Tejero.

Y un funeral. Con Charles Blair, su tercer marido. Al enviudar presidió sus aerolíneas.FOTO: GETTY IMAGES

Fue muy brava, desde luego, cuando denunció en 1945, en una entrevista en The Mirror, el acoso y los favores sexuales que en Hollywood se exigían para lograr papeles. O’Hara se adelantó 70 años al #MeToo. 

Con un par, proclamó: «Por no haber permitido que el productor o el director me besasen o me toqueteasen, han contado que yo no soy una mujer, sino una fría estatua de mármol». También confesó que se negó a pasar por la cama de los gerifaltes de Hollywood y que eso la perjudicó. «Yo no iba a hacer el papel de puta -añadió-. Esa no era yo».

Una auténtica reina

No tenía pelos en la lengua. De John Ford dijo: «Era un hombre amargamente decepcionado (.) De vez en cuando su ira se derramaba y caía sobre quien estuviera más cerca de él». De Sam Peckinpah dijo que era un mal director con buena suerte. Pero no todo fueron pullas. Tuvo buenas amigas, como Ginger Rogers, Anne Baxter o Lucille Ball.

Tenía mucho genio. «Fue una auténtica reina, una mujer con mando en plaza, como los papeles que interpretó», dice el escritor y cinéfilo Luis Alberto de Cuenca. Falleció a los 95 años. Dicen que durante muchos años se dormía escuchando la banda sonora de El hombre tranquilo, interpretada en sus tiempos dorados, cuando la apodaban ‘Reina del Technicolor’.

Días de retiro. Tras unos años fuera de la pantalla, regresaría al cine y la televisión, a finales de los 90.FOTO: GETTY IMAGES

Ella insistía en que su carrera se la debía a su carácter, no a su físico. «Mi cualidad más convincente es mi fuerza interior», dijo. Pero era también un bellezón que fue elegida una de las cinco mujeres más guapas del mundo. «Es una de las pelirrojas más atractivas de Hollywood junto con Rita Hayworth y Susan Hayward. Y tenía, además, mucha personalidad. Como actriz, sin embargo, no fue una Bette Davis, no sostenía una película ella sola», dice Juan Tejero.

Imagen de portada: Maureen O’Hara

FUENTE RESPONSABLE: La Voz de Galicia. XL Semanal. Por Fátima Uribarri. España. 1 de julio 2022.

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