Borges, el sendero que se bifurca en jardines (y 2)

Viene de «Borges, el sendero que se bifurca en jardines (I)»

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Consigo, por medio de una librera de Mendoza, el ansiado cuaderno Cinco poemas, lo último que publicó Jorge Luis Borges en los días mismos en los que se moría. La historia ha trascendido por un libro emocionante de Héctor Abad Faciolince, cuyo padre fue asesinado el mismo día que en una radio leyó un soneto de Borges que no aparece en su Poesía completa. 

El soneto formaba parte de un cuaderno publicado por unos muchachos en Mendoza; al parecer estuvieron una tarde con Borges y consiguieron copias de esos sonetos últimos, todos espléndidos. Al parecer, los originales se perdieron. 

La historia teje toda una trama que invita a pensar —por la navaja de Ockham— que en realidad son imitaciones, textos apócrifos. De hecho, un poeta colombiano, Alvarado de apellido, bastante buen prosista por las cosas suyas a las que he logrado asomarme, se colgó la medalla de haberlos escrito. 

La cronología es la siguiente:

-En 1986 muere Borges.

-Unos días después, aparece el cuaderno en Mendoza en Ediciones Anónimas, en las que unos jóvenes creyentes en que la poesía no tiene autor iban juntando piezas que le parecían memorables sin pararse a decir quiénes eran los autores: hicieron una excepción con Borges y firmaron esos sonetos últimos.

-Las Obras completas de Borges no admiten en ninguna de sus ediciones los sonetos del cuaderno.

-El padre de Héctor Abad lee uno de los sonetos en la radio, no directamente del cuaderno de Mendoza, sino de un periódico que, al dar noticia del cuaderno de Mendoza, reproduce el último de los sonetos.

-Matan al padre de Héctor Abad, que llevaba en un bolsillo de la chaqueta el soneto que leyó en la radio.

-Héctor Abad, muchos años después, escribe su libro sobre su padre.

-Al reseñarlo, el poeta colombiano Alvarado informa de que el soneto no era de Borges, sino suyo.

-Héctor Abad inicia una búsqueda y da con Jaime Flores, que firmaba la nota inicial del cuaderno de Mendoza y, años después, lo contará todo en el libro Los falsificadores de Borges dando por seguro que los sonetos son de Borges. El libro, a fuerza de ser minucioso, acaba siendo sometido por el fárrago: consigue marear y para cuando lo terminamos no sabemos si ha demostrado que los sonetos son de Borges o no. Ha conseguido que nos dé exactamente igual. 

Porque, a pesar del testimonio de Flores y de la convicción de Abad, aún no se han dado por buenos esos sonetos como obra de Borges, a pesar de que si algo son es precisamente buenos. Quiero decir, que no se ha aceptado la autoría de Borges, aunque parezcan de Borges: en realidad, podría decirse sencillamente que son del taller de Borges, los ha escrito alguien —¿quién?— que conoce perfectamente los recursos de Borges, que imitando a Borges ha alcanzado a componer algunas de las mejores piezas de Borges. 

Ni idea de si fue Alvarado; Flores da pruebas convincentes de que no fue él. Ni idea de quién pudo escribirlos, ya que Flores asegura que él no fue (pero está en su derecho de mentirle al tribunal y ello agrandaría su magnificencia): lo que es seguro es que no parece muy convincente que Borges los entregara a unos desconocidos como generosa colaboración con unos muchachos de Mendoza que pretendían encerrarlos en un cuaderno y no guardara copia alguna. No parece nada convincente que en sus archivos —ya para las fechas de las que estamos hablando, bien custodiados por María Kodama— no hubiese rastro de esos poemas.

Hoy, los cinco imponentes sonetos no han conseguido que se encienda la luz verde de las autoridades borgianas para incluirlos en su corpus poético. 

¿Es necesario que se reconozca la autoría borgiana para estremecerse con versos tan memorables? 

Desde luego que no. El milagro Borges está ahí, precisamente, en el hecho de que alguien, imitando, consiga algunas de sus piezas más intensas y sabias. Que alguno de los mejores poemas de Borges no los escribió Borges es cosa sabida. Y que ese alguien permanezca invisible no deja de ser uno de los mejores cuentos de Borges.

*

No se ha medido convenientemente la influencia de Cansinos en Borges. Es verdad que a Cansinos el primero en reclamarlo como un grande es Borges, aunque esa reclamación no tuvo mayor repercusión; de haberla tenido, no hubiéramos esperado hasta la publicación de la inédita y monumental La novela de un literato para rescatar a Cansinos, que solo empezó a balbucear su resurrección cuando Juan Manuel Bonet publicó la reedición de El movimiento V.P. en 1978 y Abelardo Linares su cuaderno sobre Cansinos.

Borges había declarado su condición de discípulo de Cansinos mucho antes, en los años sesenta, en casi todas las entrevistas que le hacían y le invitaban a recorrer su propia trayectoria y ningún editor se dio por aludido ni se puso a asomarse a aquel autor, al que Borges se refería como su maestro cuando hablaba de España, poniéndolo por delante de todos. 

Todo el mundo dio por hecho que era un ardid del Borges ya célebre y celebrado para destacar de la literatura española a un autor olvidado y no tener que rendir alabanzas a ninguno de los que compusieran el canon. Pero basta asomarse al primer capítulo de El movimiento V.P. o a algunas páginas del mejor libro de Cansinos, su defensa estética de la pena de muerte y de la figura del verdugo, para oír una voz que nos suena «borgiana».

El propio Borges estudió a Kafka y sus precursores; no hay mayor prueba de excelencia para un autor que influir no en discípulos venideros, sino en maestros silenciados: conseguir que aquellos de quienes proceden suenen a ti, de manera que se le dé la vuelta al tiempo y que acontezca el espejismo magnífico de que alguien como sir Thomas Browne nos parezca borgiano, no solo en el capítulo admirable que Borges y Bioy tradujeron de Hydriotaphia, Urn Burial. 

Cansinos era demasiado verborreico, es verdad, pero, en algunos textos, en un capítulo dedicado a la superioridad del relato corto sobre la novela que está en Los temas literarios y su interpretación, por ejemplo, es imposible no sentir que se está leyendo a Borges; aunque, para cuando se publicó ese texto, Borges apenas había empezado a escribir artículos.

A pesar de sus aventuras en el torbellino de las vanguardias —y episodios a los que tampoco hay que darle mucha mecha, como el apedreamiento de la casa del sevillano Luis Montoto junto a otros hooligans ultraístas—, Borges era poco vanguardista. 

Sí, impulsó una revista mural, pero cada vez que, más adelante, se le presenta la oportunidad de juzgar juguetes de vanguardia, no desaprovecha la ocasión. 

Por ejemplo, en la reseña de un curioso artefacto editorial, una novedosa novela negra que, en vez de contar una historia presentándonos el crimen y la investigación, lo que hace es presentarnos dentro de un sobre todas las pruebas que recopila la policía para que el lector se convierta en detective y resuelva él mismo el caso. Borges se ríe de la idea e inventa algunas disparatadas evoluciones de la idea (basta imaginar qué inventarán los editores cuando hagan lo mismo con la novela erótica). 

A Borges, que la literatura escape de la forma libro le parece un chiste de pésimo gusto. Poemas impresos en carteles, como los de Descripción del cielo, de Hidalgo, o en una sábana de cinco metros, como los de Oquendo de Amat, no le arrancan más que una sonrisa aviesa, le sirven para afilar su ironía: «Los poemas son incómodos de leer, y no sé si es por el formato», dirá sobre alguno de ellos. 

Ni siquiera tenía la piedad de recordar que el primer libro de uno de sus autores favoritos, Rudyard Kipling, se adelantó a los riesgos editoriales de la vanguardia, pues sus «Departmental Ditties» salieron en un libro que era un sobre lacrado, el nombre del autor iba en el remite, y los poemas estaban impresos en papel timbrado, como si fuesen documentos administrativos. 

Solo hay que ver el tratamiento que hace de las insensateces de la vanguardia en su glorioso libro en colaboración con Bioy Casares, Crónicas de Bustos Domecq. Ahí se ríe de arquitectos, de pintores, de poetas, representando toda una época por sus números circenses, concediéndole genialidad a un enjambre de payasos, llevando la paradoja del artista a su extremo: nuestra época ha aceptado que importa más la pose del artista, sus ocurrencias irrelevantes, que sus obras, y se ha encontrado con que los artistas más notables no son más que meros productores de boutades. No es de extrañar que sea el libro más divertido de la literatura en español del siglo XX.

Tampoco le gustaba la ostentación a Borges, y tuvo que padecerla cuando el editor italiano Ricci hizo una edición lujosa de El congreso del mundo. Sabemos por el testimonio de alguien que lo visitaba que cuando lo recibió Borges no pudo reprimirse un: «Pero esto no es un libro, esto es una caja de bombones». Los libros de Borges por lo general —sobre todo los de la fase final— son bastante feos. Se salvan desde luego los primeros, tanto Fervor de Buenos Aires como Luna de enfrente como Cuaderno San Martín. 

También, claro, los elegantes tomos publicados por Sur; cuando en los años sesenta publica su primera Antología, Victoria Ocampo decide aprovechar la creciente fama de Borges y le coloca al libro una sobrecubierta con el rostro del autor. La salva de libros de poemas publicados por Emecé en los sesenta y setenta, desde El otro, el mismo a La rosa secreta, pasando por las reediciones de sus primeros tres libros, y de obras tan notables como La moneda de hierro o Historia de la noche, quedan bonitos todos juntos por la variedad de colores, pero es mejor abrirlos sin prestar atención a las ilustraciones que, queriendo enriquecerlos, los empobrecen: son ilustraciones espantosas que te sacan del mundo de Borges para incrustarse en el del mal gusto de la época en que los libros aparecieron. 

Quién sabe: a lo mejor las grandes novelas y los grandes libros de poemas y relatos se escriben solo para que los lectores sientan algún interés por quienes los escribieron y encuentren una justificación radiante para llegar a lo que verdaderamente tasa sus grandezas: sus papeles íntimos, sus diarios, su correspondencia. 

Confieso haber sido incapaz de releer Salambó, de Flaubert, ni siquiera he llegado a terminar Madame Bovary, y me divierten mucho los primeros capítulos de Bouvard y Pécuchet, pero no lo acabo nunca, y sin embargo no me canso de visitar la correspondencia de Flaubert, tanta página admirable que escribió sin pensar jamás en que serían reveladas a gente distinta a la que estaba destinada. 

La montaña mágica es para mí un libro imposible de escalar, pero los diarios de Thomas Mann no me decepcionan nunca, sé que si abro alguno de sus tomos por cualquier página echaré la tarde en él (y será una tarde muy grata). Así, conforme pasa el tiempo, a menudo deja uno sin terminar la lectura de las piezas que dieron fama mundial a Borges, pero no se cansa de indagar o curiosear en sus notas de lectura, en sus declaraciones —Borges terminó siendo más un autor oral que escrito—, todas llenas de pistas, de ideas que no necesitaban desarrollarse para relampaguear en tus adentros.

Imagen de portada: Jorge Luis Borges, 1980. Fotografía: François Lochon / Getty.

FUENTE RESPONSABLE: JOT DOWN. Por Juan Bonilla.

Sociedad y Cultura/Literatura/Adolfo Bioy Casares/Diálogos/Jorge Luis Borges/

Borges, el sendero que se bifurca en jardines (1).

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El Borges de Adolfo Bioy Casares, tan monumental, atrae y repugna por igual: es un espectáculo morboso. Utilizando una palabra que, en este libro de más de mil páginas, hecho con las anotaciones que Bioy hacía en su diario referidas a sus encuentros con Jorge Luis Borges, se adjudica a cualquier libro que les desagrada —todo libro que contenga escenas eróticas entra dentro de tan severa consideración—: es una inmundicia. Hasta en poemas a los que dan su aprobado encuentran momentos que consideran baratos o lastimosos: del retrato de Antonio Machado, por ejemplo, Borges desaprueba por vanidoso lo de «torpe desaliño involuntario»; por blando, «las flechas que me asignó Cupido»; y también el «casi» de «casi desnudo como los hijos de la mar». Pero lo más desagradable sea acaso ver a Borges en la intimidad reduciendo a la nada a autores a los que uno leyó —en aquella época en la que confundió a Borges con la literatura— por expresa alabanza de Borges. No hay apenas autor que se salve…, ni siquiera los que él reivindicó de manera infatigable. 

Yo no sé si Bioy, al hacer esas anotaciones que se compilaron a su muerte, tenía en mente el Eckermann de las Conversaciones con Goethe o el Boswell que levantó un monumento a Samuel Johnson: quizá, quién sabe, estaba convencido de que, por póstumo que saliera, alguien recogería esa siembra espigando en sus diarios todo lo referido a Borges —que iba a cenar a su casa casi cada día durante años— y de algún modo se vengaría de él, de su maestro, sabedor de que, cuando ha pasado el tiempo suficiente, y ante una gran figura, ya se lee mucho más sobre esa gran figura que las producciones que elaborara; hoy se lee mucho más el libro de Eckermann sobre Goethe o el de Boswell sobre Johnson que a Goethe y a Johnson: parece claro que los clásicos no son aquellos autores a los que todas las generaciones leen, sino los autores acerca de cuyas vidas no cesa el interés y producen un imponente número de páginas que suman más lectores que las obras que escribieran. Sería una venganza sonriente, desde luego, con ese punto de mala uva que se permitía Bioy. Un antológico modo de matar al maestro, porque de los muchos retratos que se han hecho de Borges no creo que haya ninguno en el que este salga peor parado que en el tocho descomunal de Bioy.

*

En Textos recobrados —volumen que, como indica el título, compila artículos, conferencias, intervenciones que no se recogieron antes— está la transcripción de una charla sobre Mastronardi en la que Borges está a punto de ceder a las lágrimas cuando comenta algunos versos del poeta recién desaparecido, rememora algunas circunstancias que compartieron, alaba su escrupulosidad en la composición de poemas y parece sincero cuando exalta la intensidad de algunas imágenes encendidas en sus versos. Si comparamos la fecha de la charla con los apuntes de Bioy, no hay pruebas de que estuviera actuando, de que esa tristeza y esa emoción no fueran auténticas, porque para las fechas en que da la conferencia, las anotaciones de Bioy prescinden por completo de Mastronardi. Lo cierto es que cada vez que Mastronardi sale en el libro es para ser minuciosamente censurado. En algún momento, tanto Bioy como Borges acuerdan que solo deberían tenerse en cuenta, para enjuiciar a cualquier escritor, sus momentos felices. Los momentos desdichados no debían ensuciar a los mejores. Y, sin embargo, no hay página en las mil seiscientas del tomo en que no se utilice precisamente ese recurso de medir la valía de un poeta o un escritor por sus desdichas. Bioy y Borges gozan repitiendo desdichas de todo el mundo: uno no puede sino envidiar la capacidad de memoria de ambos para retener las debilidades ajenas. Es evidente que una cosa es la conversación privada, los comentarios de sobremesa, el chismorreo en el que con descendemos a la pulla o el chiste, y muy otra cosa lo que uno escribe para el público y firma, o incluso recita en público. En eso estamos de acuerdo. Pero aun así, cuesta creer que, cuando muere Cansinos, Borges sea capaz de dedicarle dos artículos en la prensa reconociéndolo como maestro y espléndido artífice y recomendando que se le comience a leer por Los temas literarios y su interpretación o El divino fracaso, y luego acudiera a cenar con Bioy y, al comentar la muerte de Cansinos, le dijera que el hombre no produjo una sola página que valiera algo o recordara el chistecito de su madre, para quien El divino fracaso podría haberse titulado sencillamente «El fracaso».

*

La madre de Borges: Leonor Acevedo. He aquí un detalle emocionante. Poco antes de morir, cuando ya hace una década que Borges es universalmente celebrado, una gran editorial le propone que escoja cien libros para hacer una «Biblioteca Personal»: su trabajo consistiría en decir los títulos y escribir un prefacio para cada obra (algunos títulos, como los Evangelios apócrifos, constaban de varios volúmenes). Solo alcanzó a escribir setenta y pico prólogos, circularon luego de su muerte tres o cuatro títulos más sin prólogo suyo, pero perteneciendo a la «Biblioteca Personal»: dado que sin los prólogos de Borges los libros no se vendían, la editorial interrumpió la publicación de la colección y se recogieron en un tomo todos los prólogos que Borges escribió. Al final de ese tomo comparecen como «Libros que fueron preseleccionados por Borges y eliminados de la selección definitiva» una treintena de títulos entre los que están Dante y El islam de Asín Palacios, un estudio de los años treinta que demuestra que muchos círculos dantescos estaban en la tradición árabe, una novela de ciencia ficción como Hacedor de estrellas, una antología de cuentos de Horacio Quiroga —sobre el que tampoco hay frase amable en el Borges de Bioy—, un estudio sobre los presocráticos… Llama la atención ahí un libro: Cuentos para ser leídos antes de medianoche, de un tal S. V. Bennett. Hará mal el curioso en indagar el rastro de ese nombre, porque está mal escrito: es Benét. Stephen Vincent Benét, todoterreno típico de las letras estadounidenses del siglo XX, capaz de escribir novelas históricas, ensayos divulgativos —en español solo se tradujo un libro suyo: Historia sucinta de los Estados Unidos— y relatos de fantasía. ¿Tan buen cuentista era como para que Borges le hiciera sitio en los cien libros de su «Biblioteca Personal» y lo colocara al lado de Chesterton? Lo cierto es que era un gran cuentista, sí, o al menos a mí me lo parece. Sus mejores relatos se recopilan en varias antologías de las que destacan Thirteen O’Clock y Tales Before Midnight, la que Borges destinaba a su «Biblioteca Personal». En el Borges de Bioy hay una mención al escritor estadounidense. Borges vuelve de uno de sus cursos en Austin y pone al día a Bioy de novedades en la valoración de los escritores de allá. Le dice, por ejemplo: O. Henry ha caído en la bolsa de valores y prefieren a Ring Lardner. Bioy le contesta: pues en eso llevan razón. Ahí le dice Borges: S. V. Benét tiene cuentos ingeniosos, ¿te acordás de él? Y la nota se interrumpe sin que Bioy conteste. 

Debía de acordarse, porque la revista Sur publicó un cuento de Benét, un cuento del que lo más destacable es que lo tradujo Leonor Acevedo, y a la hora de componer su «Biblioteca Personal» decidió hacerle sitio a un cuentista del que lo mejor era que su madre había traducido la única pieza narrativa que podía leerse en español.

Borges defiende, en alguna página del tomo de Bioy y ante el escritor Manuel Peyrou, al escritor francés Henri Barbusse. Opina que, como testimonio de la Gran Guerra, El fuego es una novela muy superior a Sin novedad en el frente, de Remarque, y añade que, en cualquier caso, Barbusse es autor de una obra maestra titulada El infierno. Peyrou muestra curiosidad por ese libro que no conoce y Borges lo resume: cualquiera que lea ese resumen pensará inmediatamente en que lo que Borges le está contando a Peyrou es El Aleph. En el libro de Barbusse, el inquilino de un cuarto de pensión puede mirar gracias a un agujerito lo que acontece en el cuarto vecino. Durante la sucesión de capítulos describirá escenas amorosas, peleas sentimentales, horas somnolientas de un solitario, en fin, la vida de los otros compilada en esa cabalgata de jornadas en las que en el cuarto vecino se va cediendo la presencia de muy distintos personajes: el cuarto vecino es el mundo, lo contiene todo en su reducido espacio: tristezas, alegrías, pasiones, llantos de soledad, violencias esporádicas, confesiones intempestivas, bebés que no pueden dormir y no dejan dormir, soldados que hacen noche antes de volver a la guerra. Y como fuera del mundo, el ojo del protagonista, alguien de quien no sabemos nada, solo que tiene la sensación de haber sido condecorado con la posibilidad de asomarse al infierno, esas vidas de los otros que se iluminan durante una sola jornada y luego se apagan para siempre.

Sin duda, años más tarde de leer la novela de Barbusse, Borges supo sintetizarla en un punto mágico que englobaba todo lo que existió, lo que existe y lo que existirá, logrando uno de sus cuentos más celebrados; aunque confieso que no creo que sea de los mejores suyos, pues necesita muchas páginas para alcanzar el instante decisivo, casi diría que El Aleph estaba llamado a ser uno de los micros que componen El hacedor, pero por una vez Borges se permitió el lujo de agrandar una ocurrencia que mejora, y cuánto, la fatiga con la que uno acaba terminando El infierno de Barbusse. Igualmente, a pesar de que dijera que era el peor libro de Unamuno, porque no tenía sentido reescribir El Quijote de manera menos encantadora que como lo escribió Cervantes, ¿no está en esa reseña de Vida de Don Quijote y Sancho de Unamuno el germen evidente de Pierre Menard?

Hoy voy a ser Borges, me dije. Tiene un apunte, defendiendo la María de Jorge Isaacs, en el que escrupulosamente detalla la hora de inicio de lectura de la novela, que leyó seguida durante una tarde-noche, y la hora de terminación. Su veredicto es tajante: no es una obra maestra, pero los que la atacan como ejemplo de cursilería, de sentimentalismo trasnochado, los que le discuten su calidad, acaso no reparan en que ese sentimentalismo es idéntico al de tantas películas de Hollywood que arrancan aplausos de las plateas. O sea, acusar a Isaacs de «romántico» desde el romanticismo evidente que perjudica o engrandece a las principales producciones que se consumen en la hora en que Borges escribe, le parece, con toda razón, una insensatez. Pero es que, además, si por romántico se entiende a Byron o a Heine, si el romanticismo es la exaltación del borde y el abismo lo que cuenta, Isaacs ni siquiera es demasiado romántico.

Expone Borges un ejemplo simple cuando, ante una cacería en la que cualquier romántico hubiera aprovechado para llenar de colores exóticos y grandilocuentes la situación narrada, Isaacs pasa como de puntillas, como quitándole toda importancia a lo narrado. También valora lo que pesa, durante la lectura, el hecho de que el narrador se enfrente a la narración dando por sabido que la protagonista del relato ya está muerta: no va a morir durante la narración, es un flashback que no comete la trampa de que el lector tenga la menor esperanza de que la protagonista sobreviva.

Cuando alcanzo el final de la novela, poco antes de las nueve, como Borges cuando la leyó, reconozco que las pinceladas con que el argentino vindicó la novela del romántico —un best seller al que naturalmente no se le perdonó haber vendido durante décadas tantos miles de ejemplares— han influido en mi lectura, y que he insistido en terminarla solo por ver si el reloj de Borges y el mío coincidían. No me parece, como a él, ninguna obra maestra, pero tampoco me parece un pestiño: es de muy grata lectura, tiene escenas de viva melancolía y medida emoción. Y es otro libro que le debo a Borges.

Imagen de portada: Jorge Luis Borges y Leonor Acevedo Suarez, 1963. Fotografía: Getty.

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por Juan Bonilla. 

Sociedad y Cultura/Adolfo Bioy Casares/Jorge Luis Borges/Diálogos/Literatura.

Las mejores frases de Adolfo Bioy Casares, a 108 años de su nacimiento.

El escritor argentino es considerado como uno de los mayores referentes de la literatura de habla hispana; en un nuevo aniversario de su nacimiento, un recuerdo de sus mejores frases.

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El 15 de septiembre de 1914 nació Adolfo Bioy Casares, en el barrio de Recoleta. Autor de novelas, cuentos y ensayos, recibió grandes reconocimientos por su carrera y pudo trabajar junto a Jorge Luis Borges. Hijo de una familia con buena posición económica, estudió las carreras de Derecho y Filosofía y Letras, abandonando ambas. A temprana edad dominaba a la perfección el inglés y el francés.

Desde joven se encontró interesado en la literatura, siendo sus primeras publicaciones obras como “17 disparos contra el porvenir”, “Caos” y “La nueva tormenta”. Con el incentivo de su madre, comenzó a asistir a las reuniones organizadas por Victoria Ocampo en Villa Ocampo, donde en 1932 conoció a Borges.

En 1940 se casó con Silvina Ocampo, hermana de Victoria. Un año más tarde publicó “La invención de Morel”. Este primer escrito fue una de sus obras más relevantes de toda su carrera, siendo galardonada con el Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires.

Durante su carrera, publicó la Antología poética Argentina, participó en revistas literarias, escribió cuentos y creó la revista Destiempo. Entre sus obras más destacadas se encuentran “El sueño de los héroes”, “El diario de la guerra del cerdo”, “Dormir al sol”, “La trama celeste” y “Memorias”.

Adolfo Bioy Casares falleció a sus 84 años, el 8 de marzo de 1999. En sus últimos años sufrió la pérdida de su esposa e hija.

Su trabajo con Jorge Luis Borges

Casares y Borges entablaron una amistad inmediatamente. Compartían gustos personales y literarios, lo que los llevó a colaborar en diversos escritos. En muchas ocasiones, utilizaban seudónimos como C.I. Lynch, B. Suárez Lynch y el más conocido de todos, H. Bustos Domecq.

Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, fotografiados en el verano de 1942 en Mar del Plata

Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, fotografiados en el verano de 1942 en Mar del Plata.

Entre 1942 y 1977, juntos publicaron obras como “Seis problemas para don Isidro Parodi”, “Dos fantasías memorables”, “Un modelo para la muerte”, “Crónicas de Bustos Domecq” y “Nuevos cuentos de Bustos Domecq”.

Las mejores frases de Bioy Casares

● “Escribir es agregar un cuarto a la casa de la vida”.

● “Mi desvelo fue siempre persuadir a la mujer de que no la engaño. A esta no podré persuadir jamás de que no la quiero”.

● “Llega un momento en la vida en que, haga uno lo que haga, solamente aburre. Queda entonces una manera de recuperar el prestigio: morir”.

● “Hay tanta gente que escribe para lucirse… Yo empecé así y fracasé hasta el día en que olvidé esas pretensiones”.

● “Creo que parte de mi amor a la vida se lo debo a mi amor a los libros”.

● “La vida es una partida de ajedrez y nunca sabe uno a ciencia cierta cuándo está ganando o perdiendo”.

● “Yo quería arremeter contra la vanidad, porque había descubierto que es incompatible con la dicha”.

● “El miedo lo vuelve a uno supersticioso”.

● “La vida es difícil. Para estar en paz con uno mismo hay que decir la verdad. Para estar en paz con el prójimo hay que mentir”.

● “El mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que se subestima la estupidez”.

● “La adolescencia fue para mí una verdadera iniciación en derrotas”.

● “El mismo lobo tiene momentos de debilidad, en que se pone del lado del cordero y piensa: ‘Ojalá que huya’”.

● “El recuerdo que deja un libro a veces es más importante que el libro en sí”.

● “La eternidad es una de las raras virtudes de la literatura”.

Imagen de portada: En un nuevo aniversario del nacimiento de Adolfo Bioy Casares, sus mejores frases para recordarlo. Archivo

FUENTE RESPONSABLE: La Nación. Argentina. 15 de septiembre 2022.

Sociedad y Cultura/Literatura/Homenaje/Adolfo Bioy Casares.

 

Mirando con Bioy Casares «El show de Benny Hill».

En los años 80, el autor de esta nota mantuvo habituales encuentros con Adolfo Bioy Casares, a los que solía sumarse su esposa, Silvina Ocampo. Lo que comenzó con una entrevista para una revista de cine se fue convirtiendo en charlas de café en La Biela y hasta veladas televisivas con el programa del genial humorista inglés.

Lo conocí a mediados de 1983, mientras esperábamos ser atendidos en un almacén de Recoleta. Ese encuentro se vio favorecido debido a que yo, por alguna maniobra del azar, llevaba un gastado ejemplar de “La invención de Morel”, que él observó de soslayo con un deleite casi infantil.

No recuerdo las primeras palabras que cruzamos, pero sí que no tardé en pedirle un entrevista para una publicación de cine que editaba un amigo mío; el ímpetu de mis 25 años parecía divertirlo. Adolfo Bioy Casares aceptó. Y fijamos una cita para la tarde siguiente.

Éramos vecinos; yo vivía a una cuadra, en un pequeño departamento que se divisaba desde el ventanal del mítico cuarto piso del edificio de la calle Posadas 1650, descripto en tantas crónicas.

Bioy, tras recibirme, se dejó caer en desvencijado sillón; de a ratos, inclinaba la mirada hacia los cristales para contemplar la plaza San Martín de Tours, en cuya loma correteaban algunos perros de raza. Prendí el grabador mientras una criada servía dos tazas de té.

El dueño de casa era preciso en sus respuestas y, a la vez, expansivo; pasaba del cine a sus escritores favoritos, daba saltos en el tiempo y remataba sus dichos con una risita que le iluminaba el rostro. Parecía redactar todo lo que salía de sus labios.

Como excusándose, admitió que al ver “Oblomov”, el filme de Nikita Mijalkov, se durmió en la butaca; en cambio, había disfrutado con “Pretty Baby”, de Louis Malle. Confesó que de joven solía enamorarse de las actrices que veía en la pantalla; especialmente, de la ya olvidada Louise. Brooks. Y no ocultó el pánico que le causaban los guionistas que pretendían adaptar sus obras.

Tampoco fue benévolo con los críticos literarios; entonces denostó con notable énfasis a una tal Ana María Barrenechea, calificándola como “menos inteligente que simpática, y eso que tenía un carácter no muy agradable”.

Al concluir la entrevista, Bioy consultó de soslayo un reloj de bolsillo y, sorprendentemente, dijo:

–Con Silvina vamos a ver por televisión “El Show de Benny Hill”. Lo invito a que nos acompañe.

En rigor a la verdad, esa entrevista jamás fue publicada. Pero a partir de entonces, todos los jueves por la noche acudía a lo de Bioy para ver a Benny Hill. Hasta noviembre, cuando la tira inglesa fue remplazada por un ciclo con Graciela Dufau, que ni siquiera nuestra incipiente amistad justificaba.

Pincha el siguiente link; para ver el vídeo. Muchas gracias.

Benny Hill – Food Love Story

El 4 de abril de 1984 yo desayunaba en la confitería La Rambla, situada en la esquina de Posadas y Ayacucho, cuando advertí que Bioy pasaba por la puerta; él también me vio y, entonces, entró. 

En aquellos días se desarrollaba la Feria del Libro en un predio aledaño al Italpark, por lo que no fue extraño que de pronto apareciera Manuel Mujica Láinez, quien se sentó con nosotros. Y también se sumó el actor José María Vilches, célebre por su obra teatral “El Bululú”.

Dos días después, la tapa del el diario “Crónica” informó acerca de la muerte de “Manucho” por un paro cardíaco en su estancia de Alta Gracia; más abajo, otro título daba cuenta de la muerte de Vilches, ocurrida a su vez en un accidente rutero camino a Mar del Plata. Quedé estupefacto, y decidí aliviar esa impresión tomando un whisky en el mismo lugar donde había estado con esos dos hombres por primera y última vez.

La casualidad hizo que a mitad de camino me cruzara con Bioy, quien también estaba conmocionado. Sus únicas palabras, antes de seguir cada uno su camino, fueron:

–Vio que desafortunada nuestra mesa del otro día.

Desde entonces evitábamos La Rambla como lugar de encuentro y, de tanto en tanto, yo lo llamaba y él me invitaba a su casa o nos citábamos alguna mañana en La Biela, que él frecuentaba antes del almuerzo en Lola. Una vez allí se le acercó un hombre con un saludo exageradamente ceremonioso, que Bioy retribuyó con sorprendida cortesía; era Jorge Asís, quien por entonces ya había comenzado a emigrar del café La Paz a los bares de Recoleta.

Luego, en tono confidencial, Bioy comentó:

–Un librero amigo me dijo que el material de este muchacho se vende sólo para regalo.

En el atardecer del 14 de junio de 1986, los noticieros comenzaron a informar sobre la muerte de Jorge Luis Borges, ocurrida en la lejana Ginebra.

Poco después llegó “Cachi” a mi casa. Se trataba de un psicólogo algo extravagante, que desde hacía años corregía un ensayo suyo sobre las Eddas. Se lo veía exaltado. Yo, como al pasar, le mencioné con cierta pesadumbre lo de Borges. Y ese era justamente el motivo de su exaltación.

–Me lo acabo de cruzar a Bioy y le comenté el asunto –alcanzó a decir, atragantándose con las palabras –. Por la cara que puso, me di cuenta de que el pobre no sabía nada. Fui yo el que le dio la noticia.

En sus “Diarios íntimos”, compilados por Daniel Martino y publicados en 2001, Bioy se refiere a semejante episodio con las siguientes palabras: “Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudio sobre las Eddas que me mandaron hace unos meses, me saludó y me dijo, como disculpándose: ‘Hoy es un día muy especial’. Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: ‘¿Por qué?’. ‘Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra’. Seguí mi camino, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges”.

La pareja de escritores en la biblioteca de su piso en Recoleta. Bioy murió en 1999, a sus 84 años. Silvina, con la que compartió más de medio siglo, falleció en 1993.

Con el tiempo, nuestros encuentros se hicieron más espaciados. Bioy ya no invitaba a casi nadie a su hogar, tal vez por pudor de exhibir el deterioro de Silvina Ocampo, quien ya sufría un avanzado mal de Alzheimer. Bioy mismo lucía más viejo y encorvado.

 

Una noche, a fines de 1990, me invitó a comer a Lola. Allí, una señora lo confundió con el escritor Marco Denevi, y eso distrajo su alicaído ánimo.

Ella, pese al calor, comía sin haberse sacado su tapado de visón, y Bioy me confió al oído:

–Esta mujer hace de la peletería una milicia.

Después, por pura formalidad, le pregunté cómo estaba Silvina.

Su respuesta fue demoledora:

–A veces está bien. Pero otras veces cree que está en un barco. Es muy desagradable…

Entonces, hizo una pausa, antes de continuar:

–¿Leyó usted alguna vez aquel poema de Walt Wittman, que dice: “El movimiento que articula un dedo logra superar a la mejor máquina inventada  por el hombre”? Bueno, la miro a Silvina, recuerdo ese poema idiota y pienso que sólo a Dios se le puede ocurrir una máquina con hueso, sangre, carne y grasa”

Aquella fue la última vez que lo vi.

Ahora, que ya no está entre nosotros, pienso que haberlo conocido fue un extraño y maravilloso beneficio.

Imagen de portada: Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y… Benny Hill. (Ilustración de Osvaldo Révora)

FUENTE RESPONSABLE: Télam Digital. Por  RICARDO RAGENDORFER. 8 de julio de 2022.

Sociedad y Cultura/Argentina/Adolfo Bioy Casares/Silvina Ocampo/ Jorge Luis Borges

Un lugar emblemático de Buenos Aires del ayer …

La Martona.

Fue fundada hacia 1890 por Vicente L. Casares. 

Llegó a ser una de las empresas lácteas más grandes del mundo, y reunió a dos grandes de la literatura en un irónico opúsculo sobre la leche cuajada.

Vicente Lorenzo Casares nació en Buenos Aires en el seno de una familia radicada en 1806, dedicada a actividades comerciales y navieras. 

En 1866, a sus 18 años, en terrenos que pertenecían a sus abuelos, fundó la Estancia San Martín, en Cañuelas. En 1871 realizó la primera exportación de trigo a Europa, cosechado de campos cercados a la actual estación Vicente Casares, del Ferrocarril del Sud. Para desarrollar la primera industria lechera local, emprendió negocios que no prosperaron. 

Decidió entonces visitar Estados Unidos y Europa, donde adquirió experiencia y conocimientos.

Vicente L. Casares, fundador de La Martona

Vicente L. Casares, fundador de La Martona

Archivo General de la Nación AR_AGN_DF_CC_0330_CC_418746

Así, en 1889, fundó La Martona, con una audaz propuesta: organizar una empresa integrada, que atendiera las diversas etapas que involucran a la leche: la agropecuaria, la industrial y la comercial. Casares fue el prototipo del hombre de su época. No sólo fue protagonista en el quehacer productivo, sino también en política, donde desempeñó altos cargos en diversas instituciones.

En la dilatada historia de La Martona, hay dos etapas muy definidas. La pionera, plena de audacia, creatividad y trabajo, y la otra, de consolidación y crecimiento, ya de la mano de su hijo, Vicente Rufino, que tomó las riendas al morir su padre, en 1910.

Sector de leche maternizada en la planta de Cañuelas

Sector de leche maternizada en la planta de Cañuelas.

Harry Grant Olds. Colección César Gotta.

Vicente Rufino le imprimió grandes cambios, que modernizan y agilizan la estructura de la empresa. Unida desde 1885 por el Ferrocarril del Sud a la ciudad de Buenos Aires, la leche llegaba fresca en sólo dos horas, lo que aseguraba óptimas condiciones de salubridad. 

Mediante un exclusivo sistema de comercialización, creó lecherías o “bares lácteos” en locales con estética art nouveau, con cuidados mostradores de mármol, paredes revestidas en blancos azulejos y personal que atendía estrictas normas de higiene. Allí se despachaban todos los productos de la marca, y se impuso la costumbre de tomar leche fría como bebida refrescante. Tuvo numerosos puntos de venta, unidos a una eficiente red de distribución, y la moderna publicidad con un logo inconfundible, que recordaba la antigua marca de ganado el gato con la leyenda “San Martín en Cañuelas”.

Vicente R. Casares, hijo del fundador y continuador de su obra.

Vicente R. Casares, hijo del fundador y continuador de su obra.

Archivo General de la Nación. ID: AR-AGN-AGAS01-Ddf-rg-422-75249

Un pleito por una letra

En 1905, Caras y Caretas comentó el éxito que tuvo La Martona contra un competidor que quería copiarlo y utilizaba, aparentemente, la misma estética, con el mero cambio de una vocal (La Martina). 

La nota argüía que “cualquiera distingue la i de la o”, pero parece hacerlo adrede para asegurar que: “Nadie va a confundir un despacho de La Martona, tan conocidos de todo el mundo por su aspecto atrayente y su limpieza exagerada, ni sus carritos modelo que tan familiares son a la vista de todo el público con otros de otra empresa por más letreros parecidos que les pongan, porque nada se hace con imitar rótulos, cuando no se imita lo inimitable que son estos locales ejemplares y sus productos superiores.”

Las lecherías se ubicaban, por motivos comerciales, estratégicamente y en esquinas.

Las lecherías se ubicaban, por motivos comerciales, estratégicamente y en esquinas.Harry G. Olds. Colección César Gotta.

Según una publicación del Ministerio de Fomento de 1913, La Martona se adelantó a todas las capitales europeas en cuanto al “tratamiento higiénico” de la leche, excepto a Copenhague.

Por su parte, un informe de Manuel Bernárdez, periodista de El Diario, decía que, al comenzar el siglo XX, se consumían diariamente en la ciudad de Buenos Aires unos 200.000 litros de leche, pero “la venta de leche higiénica que se puede beber sin peligro no excede de 40.000 litros”. 

Aseguraba que solo tres empresas –La Martona, La Marina y Granja Blanca– vendían leche higiénica. Y que el resto de las leches que se comercializaban diariamente en Buenos Aires (y representaban cuatro quintos del consumo), eran “sencillamente inaceptables para la alimentación, como lo ha demostrado en un estudio decisivo lleno de autoridad y elocuencia profesional la comisión de médicos nombrada por la intendencia municipal e integrada por los doctores Piñero, Podestá, Aráoz Alfaro y Even”.

Vicente L. Casares, un "prócer" de la leche con mucha actuación pública.

Vicente L. Casares, un «prócer» de la leche con mucha actuación pública.PBT 1908.

Todo queda en familia

El nombre de La Martona llegó en honor de Marta Casares Lynch, nacida un año antes, en 1888. Ella fue la madre de Adolfo Bioy Casares, y por eso su tío le encargó al joven escritor, en 1935, que escribiera un opúsculo a favor de su predecesor del yogur, la exitosa “leche cuajada”. 

Para hacerlo, Bioy convocó a su amigo Jorge Luis Borges y, créase o no, La leche cuajada de La Martona es la primera colaboración conjunta de los grandes de las letras. 

Según afirman Marcela Croce y Gastón Gallo en Enciclopedia Borges “ya puede apreciarse cierta línea humorística que tendrá ulterior desarrollo en los textos de Bustos Domecq” (N de la R: el seudónimo que compartieron). 

En efecto, el texto en su versión completa tiene sutilezas donde se los reconoce cabalmente. Como cuando dice, al hablar de los beneficios de la cuajada: “Otro longevo memorable, George Bernard Shaw, piensa que el promedio vital debe ascender a 300 años y que si la humanidad no alcanza esa cifra, «nunca llegaremos a adultos y moriremos puerilmente a los 80 años, con un palo de golf en la mano».

Borges, Bioy y sus primeros trabajos juntos. No estaban firmados, pero Bioy se refirió a ellos en varias entrevistas posteriores recordándolos con humor

Borges, Bioy y sus primeros trabajos juntos. No estaban firmados, pero Bioy se refirió a ellos en varias entrevistas posteriores recordándoles con humor.

El mismo Bioy comenta el episodio del opúsculo publicitario en sus Memorias (Barcelona, Tusquets, 1994, p.76): “Un tío mío, Miguel Casares, vicepresidente de La Martona, me encargó que escribiera un folleto sobre las virtudes terapéuticas y saludables del yogur. Enseguida le pregunté a Borges si quería colaborar, y me contestó que sí. 

Pagaban mejor ese trabajo que cualquier colaboración que hacíamos en los diarios. Nos fuimos los dos a Pardo, Cuartel VII del Partido de Las Flores, en la provincia de Buenos Aires. 

Era invierno. Hacía mucho frío. Trabajamos ocho días. La casa –que era de mis antepasados– tenía sólo dos o tres cuartos habitables. Pero para mí era como volver al ‘paraíso perdido’ de mi niñez, en medio de los grandes jarrones con plantas, y el piano. 

Me acuerdo que tomábamos todo el tiempo cocoa bien cargada –que hacíamos con agua, no con leche– y que bebíamos muy caliente. De tan cargada que la hacíamos, la cuchara se nos quedaba parada. 

Entre la bibliografía que consultamos, había un libro que hablaba de una población búlgara donde la gente vivía hasta los 160 años. Entonces se nos ocurrió inventar el nombre de una familia –la familia Petkof– donde sus miembros vivieron muchos años. Creíamos que así –con nombre– todo sería más creíble. Fue nuestra perdición. Nadie nos creyó una sola línea. 

El invento nos había desacreditado mucho. Ahí comprendimos con Borges que en la Argentina está afianzada para siempre la superstición de la bibliografía. Quisimos entonces inventar otra cosa para nosotros. Un cuento, por ejemplo, donde el tema era un nazi que tenía un jardín de infantes para niños, con el único fin de ir eliminándolos de a poco. (…) Fue el primer cuento de H. Bustos Domecq. Después vinieron, sí, los otros.”

Emblemática lechería La Martona

Emblemática lechería La Martona

Archivo General de la Nación. ID: AR-AGN-AGAS01-Ddf-rg-564-12702

Sin embargo, según publica Daniel Martino, albacea y editor de los papeles privados de Bioy, en borges bioy casares se hicieron al menos dos ediciones del folleto, el primero con ilustración de Silvina Ocampo. 

Y hubo uno más, sobre el huevo. Según el mismo Bioy (Clarín, el 16 de diciembre de 1976), en su primera versión sostenía que “el consumo no afectaba el hígado, siempre y cuando no se superará una dosis diaria de 30 huevos”.

Con todo, el futuro de la dupla Bioy-Borges se proyectó mejor que la de La Martona que dejó de operar en manos de los descendientes de Casares en 1978. ¿Logrará la memoria emotiva que perduren en el recuerdo las lecherías?

Agradecimiento: Daniel Martino, Facundo Calabró, Daniel G. La Moglie

Imagen de portada: Gentileza de La Nación

FUENTE RESPONSABLE: La Nación por Soledad Gil/Gustavo Raik

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