Serguéi Prokófiev, música y ajedrez hasta la muerte.

La vida de Serguéi Prokófiev es su obra: siete óperas, otras tantas sinfonías, nueve sonatas para piano, ocho ballets, cinco conciertos para piano, dos para violín, uno para violonchelo, un concierto para violonchelo y orquesta, música para cine y diversas piezas menores. Todo ello lo hizo uno de los mayores compositores del siglo XX.

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Prokófiev nació en Ucrania, en Donetsk, hoy una zona en litigio, pues Rusia reclama su pertenencia desde antes de la reciente invasión. Llegó al mundo un 23 de abril de 1891 (el 11 de abril, según el viejo calendario gregoriano). Su padre fue un ingeniero agrónomo y su madre una ex sierva. Ella había aprendido a tocar el piano en la niñez y fue quien lo inspiró para dedicarse a la música.

A los cinco años compuso su primera obra, Galope indio, y a los siete ya sabía jugar ajedrez, una afición que se acrecentaría con el tiempo. 

Luego de su primer viaje a Moscú, a los nueve años, regresó impresionado por la sinfónica de la ciudad. Esa fascinación lo llevó a componer su primera ópera, El gigante. Fue en ese momento cuando empezó a utilizar armonías disonantes y compases inusuales que expresó en piezas breves para piano, con lo que definiría el estilo que lo distinguió de todos los otros compositores.

En 1904, gracias a la iniciativa de su madre, fue a San Petersburgo donde conoció a Aleksandr Glazunov. El profesor quedó impresionado con la obra y la técnica de Prokófiev, quien para entonces había compuesto dos óperas más, Islas desiertas y La fiesta en la época de la peste y trabajaba en una cuarta, Undina. Serguéi fue uno de los alumnos más jóvenes del conservatorio y tuvo como uno de sus profesores a Nikolái Rimski-Kórsakov en la materia de orquestación.

Su padre murió en 1910, con lo que cesó el apoyo financiero, pero Serguéi ya era conocido como compositor fuera del conservatorio y aparecía en la programación de Noches de Música Contemporánea, donde interpretaba algunas de sus obras para piano. Los organizadores de aquellas sesiones lo invitaron a estrenar en Rusia Drei Klavierstücke, op. 11, de Arnold Schönberg.

Prokófiev ya era un experimentador avezado. Tenía sus disonantes Etudes, op. 2 y Sarcasmos para piano, op. 17, y con sus dos primeros conciertos para ese instrumento causó un escándalo, sobre todo con el segundo, estrenado en agosto de 1913. El público salió furioso: «¡Al diablo con esa música futurista!». Todo ello abonaría para hacerse una mala fama, pues no era identificado con el nacionalismo ruso.

Cuando viajó al extranjero por primera vez, en 1913, fue a París y Londres, donde conocería a Serguéi Diáguilev y los Ballets Rusos. Al año siguiente, a los veintitrés, finalizó sus estudios en el conservatorio y fue el mejor entre los cinco estudiantes distinguidos del colegio. Obtuvo como premio un piano de cola Schreder, además de la presea Anton Rubinstein. Prokófiev fue el primer alumno que se graduó ejecutando una pieza de su autoría, el Concierto para piano núm. 1.

***

El ajedrez era parte de su vida. Estudiaba, asistía a torneos y jugaba partidas informales con amigos. 

El primer campeón mundial que enfrentó fue Alexander Alekhine, en 1914, en una exhibición de simultáneas a la ciega en Petrogrado. El músico jugó con su amigo, Bashkirov pero fueron superados en treinta y un movimientos. Desafortunadamente, la transcripción de la partida no es precisa.

En mayo de ese año José Raúl Capablanca fue a Moscú para participar en un torneo. Faltaban siete años para que se convirtiera en campeón del mundo, pero ya era una figura del ajedrez mundial. Los organizadores de la competencia le pidieron al cubano una exhibición de simultáneas durante tres días consecutivos.

Prokófiev anotó en sus Diarios: «A las ocho en punto fui a la apertura del Campeonato de Ajedrez y me trasladé inmediatamente a un reino encantado, un reino vivo con la actividad más increíble en las tres salas del Club de Ajedrez y tres salas más puestas a disposición por el Comité de la Asamblea. Este torneo es un asunto de alto nivel, todos con frac y ahí estaban los propios maestros, cada uno rodeado por una multitud de admiradores». 

Y describe así a José Raúl Capablanca: «Es una persona absolutamente irresistible, vivaz, guapo, ingenioso y, este es el punto, un genio. Deberías haber visto lo rápido que mostró los errores de nuestros maestros de Petersburgo: ¡en el acto, en el instante en que terminaron sus partidas, y justo enfrente de sus propios ojos! Estaba fascinado».

El músico se anotó como participante en las tres rondas de simultáneas de Capablanca. Perdió las dos primeras partidas, pero ganó la última: «Estaba cerca de casa cuando me di cuenta horrorizado de que eran las ocho menos cuarto y el encuentro de simultáneas con Capablanca era a las ocho. Como un lunático me arranqué el frac, me puse una chaqueta y, sin comer, llegué al torneo en un auto que por casualidad pasaba por allí».

La primera partida se igualó rápidamente y parecía que llegarían al empate. «Desgraciadamente, todavía quedaban otras cinco o seis partidas y Capablanca jugó tan rápido que no tuve tiempo para analizar. De una forma u otra rompió la línea de mis peones y ganó la partida».

Sobre el segundo encuentro Prokófiev anotó el 15 de mayo de 1914: «La partida se inició así: 1. d4 d5, 2. Cf3 Af5, 3. c4 Cc6, con la amenaza de Cb4, tras lo cual Capablanca se paró frente a la pizarra durante dos o tres minutos con el ceño fruncido y tirando de su cabello. Yo estaba emocionado más allá de las palabras por haber puesto al campeón en un verdadero problema». Pero a pesar de todo el compositor perdió la partida.

Escribe en la siguiente entrada de su diario: «Por la tarde, una vez más al torneo de ajedrez para jugar con Capablanca. La partida comenzó como ayer, pero las cosas fueron un poco más difíciles: Capablanca no perdió la calidad, pero no ganó ninguna pieza. Él atacó, lo que hizo las cosas muy difíciles, pero resistí enérgicamente. Capablanca movió sus otras piezas con estilo, dejándolas expuestas para que las ataquen, pero yo hubiese perdido la partida. Después de dos horas de juego de repente vi una combinación y le dije a Iakhontov, quien estaba a mi izquierda, «voy a ganar la partida»».

Con el corazón agitado le pidió al maestro cubano una vuelta más para analizar la posición: «Cuando volvió a aparecer, estaba bastante nervioso porque había ideado una trampa para darle mate en tres movimientos. Hice mi jugada. Capablanca estaba a punto de responder, pero se detuvo al ver la celada y después de reflexionar sacrificó una pieza. De lo contrario no habría podido salvarse. Así que tenía una pieza extra y ahora debía usarla. Hubo un momento en que realmente tuve miedo y parecía que Capablanca escaparía, pero no pudo y perdió. Celebré mi victoria y fui felicitado. Bashkirov me invitó a tomar el té a su casa y le dije que era tarde, pero sabiendo que Capablanca iba, acepté la invitación». 

Durante la velada, el ajedrecista cubano se mostró exhausto y estuvo en silencio. Le pidieron a Prokófiev que interpretara Tannhäuser y, aunque pensó en negarse, finalmente lo hizo y también tocó el Preludio para arpa. Capablanca escuchó con atención, pero dijo no conocer mucho de música. Salieron en la madrugada y caminaron un buen rato hasta que se separaron para dirigirse cada quien a su destino. «Eran las tres de la madrugada y estaba bastante claro», cuenta el compositor.

Blancas: José Raúl Capablanca

Negras: Serguéi Prokófiev

Apertura de peón de Dama

1. d4 d5, 2. Cf3 Cf6, 3. c4 Af5, 4. Db3 Cc6, 5. Dxb7 Ca5, 6. Da6 Cxc4, 7. Cc3 e6, 8. e4 dxe4, 9. Bxc4 exf3, 10 Dc6+ Cd7, 11. g4 (diagrama) 11… Ag6 (si 11… Axg4, 12. Tg8 y las blancas tienen compensación por el peón entregado), 12. Ag5 Ae7 (claro que no Dxg5 porque se pierde la torre de a8), 13. Axe7 Rxe7, 14. 0-0-0 Te8, 15. h4 h5, 16. gxh5 Axh5, 17. Cb5 Rf8, 18. d5 Df6, 19. dxe6 Ce5, 20 Dc5+ Rg8, 21. exf7+ Axf7, 22. Axf7+ Dxf7, 23. Rb1 Tab8! (las negras están montando un fuerte ataque y amenazan con doblar las torres en la columna b), 24. Cxc7? (Capablanca perderá esa pieza. Diagrama. De todas formas, si 24. Cc3 Tb6, seguido de Teb8) 24… Tbc8, 25. Tc1 Te7, 26. Dd6 Texc7, 27. Txc7 Dxc7, 28. De6+ Rh8, 29. a3 Dc2+, 30. Ra1 Cd3, 31. Tb1 Cxf2, 32. h5 Dc6, 33. Df5 Ce4, 34. Dxf3 (esto simplifica aún más la posición) 34… Cd2, 35. Dxc6 Txc6, 36. Td1 Tc2, 37. Tg1 Tc5, 38. Tg6 Txh5, 39. Ta6 Cb3+, 40. Ra2 Ta5, 41. Txa5 Cxa5, 42. b4 g5, 43. Rb2 g4 Rinden blancas.

Después de 11. g4.                Luego de 24. Cxc7.

La amistad entre el ajedrecista y el músico se consolidó y Prokófiev solía referirse al cubano como Capablanchik. En noviembre de 1918 escribió en sus diarios: «Con Capablanca para ver a la señorita Eleanor Young, la dama con la que vivió durante seis años. Es una joven refinadísima, esbelta, pálida, muy encantadora y muy americana. Éxito colosal (el mío con ella). Capablanca, que está a punto de casarse con otra mujer, me aconseja aprovechar este éxito».

***

Ígor Stravinski había sugerido a Diáguilev una colección de cuentos populares reunidos por Aleksandr Afanásiev como tema para un ballet. Diáguilev le sugirió a Prokófiev llevar a término el proyecto. El ballet se estrenó en París en mayo de 1921 y fue un gran éxito. Stravinski afirmó que «era la única pieza de música moderna que podría escuchar con placer» y Maurice Ravel la calificó como la «obra de un genio».

El año de la Revolución rusa fue uno de los más productivos de Prokófiev: el Primer concierto para violín, la sinfonía Clásica, la Tercera y Cuarta sonatas para piano, las Visiones fugitivas para piano y el inicio del Tercer concierto para piano.

En mayo de 1918, el comisario del pueblo para la Educación, Anatoli Lunacharski, firmó el permiso para que el músico viajara a Estados Unidos. «Eres un revolucionario en la música —le dijo Lunacharski—, somos revolucionarios en la vida. Debemos trabajar juntos. Si quieres ir a Estados Unidos no me interpondré en tu camino». 

Sin embargo, la estadía en Estados Unidos no fue exitosa. Hizo conciertos en Nueva York, pero el contrato con la Chicago Opera Association para estrenar su ópera El amor de las tres naranjas nunca se realizó. Dos años después, frustrado, fue a París. Algunos de sus biógrafos afirman que no fue a Rusia porque implicaba reconocer su fracaso.

En París se reúne con Diáguilev para montar nuevamente El bufón. En la audición preparatoria estuvo presente Stravinski, pero solo escuchó el primer acto y le pidió a Prokófiev no «perder el tiempo componiendo óperas». Serguéi trató de dar una respuesta mesurada: «No estás en posición de establecer una dirección artística general, ya que no eres inmune al error». Según Prokófiev, Stravinski «se volvió incandescente por la ira y casi llegamos a las manos y nos separamos con dificultad. Nuestra relación se tensó y durante varios años la actitud de Stravinski hacia mí fue crítica». Al parecer el compositor de La consagración de la primavera convenció a Diáguilev de no trabajar con Prokófiev porque, en efecto, se cancelaron todas las representaciones del ballet.

Con el tiempo llegó la reconciliación, aunque a Prokófiev no le gustaba la «estilización al modo de Bach» de Stravinsky quien, a su vez, decía que aquél era el mejor compositor ruso de su tiempo… después de él.

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En los años veinte conoció a Vasili Smyslov, quien entonces se debatía entre dedicarse al ajedrez o al canto operístico, pues era un barítono con grandes cualidades. Como sabemos, Smyslov fue el séptimo campeón mundial. Ambos se reunían en el Club de Ajedrez de Moscú para jugar partidas amistosas.

En febrero de 1922, Capablanca asistió al mítico Manhattan Chess Club para una exhibición de simultáneas contra cuarenta contrincantes y Prokófiev fue uno de los participantes. «Desarrollé un ataque furioso —cuenta el compositor—y pensé que iba a derribar a su eminencia. Hasta ahora no entiendo cómo logró liberarse y lanzar un contraataque. Aun así, aguanté más que nadie, y Capablanca, una vez que hubo despachado a todos, se sentó frente a mí con las palabras: «Manitenant je vais jouer avec mon ami» («Ahora voy a jugar con mi amigo»)».

De inmediato se reunieron cuarenta o cincuenta personas alrededor del tablero a seguir el desenlace de la partida. «Después de resistir heroicamente durante veinte movimientos, finalmente tuve que bajar los brazos. Mientras tanto, B. N., no sin mi ayuda, había empatado su partida, un empate genuino, que lo enorgullecía y lo alegraba mucho. En conjunto la velada fue una ocasión realmente excepcional».

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Serguéi Prokófiev contrajo matrimonio el 8 de octubre de 1923 con Lina Codina, española de nacimiento e hija de Juan Codina, un tenor español y Olga Nemiskaia, una cantante de ópera. Prokófiev y Lina se habían conocido años antes en Nueva York. Ella tenía veintiún años y el compositor veintisiete. Cuando en 1920 Prokófiev dejó Estados Unidos para atender compromisos en Europa, Lina no dudó en acompañarlo, pese a la oposición de su madre. El primer hijo del matrimonio, Sviatoslav, nació en febrero de 1924 y años después Oleg.

Pero la relación no era auspiciosa y el músico conoció a la ucraniana Mira Mendelssohn, nacida en 1914, con quien se casaría sin haberse divorciado de Lina. Mira era guionista y fue la coautora de dos obras muy reconocidas de Prokófiev, Bodas en un monasterio y Guerra y paz. Fue la única hija de Abram Solomonovich (1885-1968) y Vera Natanovna (1886-1951). Su padre era economista y su madre era miembro destacado del Partido Comunista de la Unión Soviética. Estudió literatura en Moscú y se especializó en poesía y traducción al inglés.

Según sus memorias, conoció a Prokófiev en agosto de 1938 en un balneario en Kislovodsk, donde estaban de vacaciones. Mira lo calificó como «amor a primera vista». 

Ella tenía veinticuatro, él cuarenta y nueve años.

De todas maneras, cuando durante la invasión nazi Prokófiev y centenares de artistas fueron evacuados de Moscú, el músico le propuso a Codina que lo acompañara, pero ella se negó y permaneció en la capital con sus dos hijos. 

En 1948 Lina fue apresada, acusada de espionaje. Sus visitas a las diversas embajadas para conseguir alguna visa y abandonar la Unión Soviética fueron el pretexto para que la policía estalinista la acusara de traición. Torturada y sometida a un juicio al estilo del régimen, fue condenada a veinte años de prisión, pero luego de siete en el gulag fue liberada tres años después de la muerte de Stalin. Prokófiev ya había muerto y el gobierno soviético reconoció su matrimonio y le asignaron una pensión. Finalmente dejó Moscú en 1974 y moriría en Londres en 1989.

***

En 1924 juega ajedrez con otro amigo, Maurice Ravel, y está registrada una partida disputada ese año en Mont-Joli, un suburbio parisino.

Blancas: Serguéi Prokófiev

Negras: Maurice Ravel

Mont La Joli 1924

Nimzoindia, variante Leningrado

1. d4 Cf6, 2. c4 e6, 3. Cc3 Ab4, 4. Ag5 Cc6, 5. e3 0–0, 6. Ad3 d5, 7. Cge2 a5, 8. Dc2 h6, 9. h4 hxg5? (un grave error estratégico. La columna h está abierta para atacar al enroque negro), 10. hxg5 Te8 (no hay más. Si 10… Cg4, 11. Ah7+ Rh8, 12. Ag8+ Rxg8, 13. Dh7 y mate a la siguiente. Diagrama), 11. gxf6 Dxf6, 12. 0-0-0 dxc4, 13. Ah7+ Rf8, 14. Ce4 De7, 15. Cf4 b5, 16. Th5 e5? (Ravel ve poco. El final ha llegado), 17. Cg6+ fxg6, 18. Axg6 Ae6, 19. Tdh1 Tad8, 20. Tf5+ (si 20. Th8+ Ag8, 21. Ah7 Rf7 y las negras aguantan) 20… Rg8, 21. De2 (definitiva entrada de la dama) 21… Axf5, 22. Th8+ Rxh8, 23. Dh5+ Rg8, 24. Dh7+ Rf8, 25. Dh8 mate.

Serguéi Prokófiev

En julio de 1933, en el famoso Café de la Régence —el lugar preferido de Napoleón y François André Danican, mejor conocido como Philidor— jugó dos partidas contra Saviely Tartakower y ganó la primera y empató la segunda. Por supuesto presumió sus resultados obtenidos ante el gran ajedrecista polaco. «Tartakower es uno de los jugadores más fuertes del mundo —le dijo a Ephraim Gottlieb— así que puedes imaginar lo orgulloso que estaba con la victoria. Cuando, después de las partidas le pedí a Tartakower que me mostrara qué error cometió para perder, respondió: «No cometí ningún error, simplemente jugaste bien»». 

Tartakower, además, era conocido por su ingenio y buen humor. Su frase «los errores están ahí esperando que los cometas» debería escribirse en piedra.

En la posición del diagrama las blancas, conducidas por el compositor, fuerzan la continuación. Los comentarios son de Tartakower:

1. Txd6+ cxd6, 2. Rh5 d5, 3. exd5 cxd5, 4. Rxh6 Rc3, 5. Rxg5 Rxc2 (si 5… d4, 6. Rf4 Rxc2, 7. Re4), 6. d4!! (movimiento ganador. Por otro lado, después de 6. h4 Rxd3 7. h5 d4, 8. h6 Rc2, 9. h7 d3, 10. h8=D d2, etc., las negras se asegurarán las tablas) Rd3, 7. h4 Rxd4, 8. h5 Re3, 9. h6 d4, 10. h7 d3, 11. h8 =D, 12. Dh5 (una vez más, una delicadeza necesaria, mientras que después de cualquier otro golpe, como 12. Da1 o 12. Dh1 Re2, el empate estaría en camino) 12… Rd3 (con la última esperanza de llegar a c2), 13. Dd1 (una delicia para los entendidos). Las negras abandonan.

Serguéi Prokófiev

En los años treinta, Mijail Botvinnik, el padre del ajedrez soviético, maestro de varios campeones mundiales conoció al músico: «Conocí a Prokófiev en 1936 en el apogeo del Tercer Torneo Internacional de Ajedrez en Moscú. Él mismo era un ajedrecista de primer nivel y nunca se perdía un torneo. Mantuvo una actitud estrictamente neutral en todo momento, ya que sus simpatías estaban naturalmente conmigo como el joven campeón soviético, pero no podía desear la derrota del excampeón mundial Capablanca, que era un amigo personal suyo».

Varios meses después, en el torneo de Nottingham, Inglaterra, Botvinnik y Capablanca compartieron el primer lugar. Cuando terminó el torneo Botvinnik recibió un telegrama de felicitación del compositor y, sin pensarlo, se le mostró a Capablanca. «Inmediatamente me di cuenta de que había cometido un error: por la expresión del rostro de Capablanca me di cuenta de que no había recibido un telegrama de Prokófiev. Dos horas más tarde Capablanca vino a mí radiante: también había recibido un telegrama. Por supuesto Sergei Sergeyevich había enviado ambos telegramas al mismo tiempo, pero evidentemente los empleados de la oficina de telégrafos de Moscú sintieron que el campeón soviético debía recibir su mensaje primero».

Botvinnik recuerda el estilo ajedrecístico del músico como «vigoroso y directo». Ni la enfermedad al final de su vida disminuyó su interés por el juego. «En mayo de 1949 el conocido ajedrecista J. G. Rokhlin y yo visitamos a Prokófiev en su casa de campo. Estaba enfermo en cama y se veía muy mal, pero tan pronto vio a Rokhlin se animó. «¿Dónde está ese volumen del torneo Steinitz y Lasker de 1894 que me prometiste?», preguntó».

***

El acercamiento y la posibilidad de regresar a la URSS llevó algunos años. Tal vez empezó en 1927 cuando, durante dos meses, realizó su primera gira en la Unión Soviética, donde se representó con éxito El amor de las tres naranjas. Los siguientes años, sobre todo en el periodo 1931-1935 el músico alternaría sus estancias entre París y Moscú.

En 1934 publica en Izvestia el artículo «El camino de la música soviética» donde asegura que «es necesario componer una gran música en la que tanto la forma como el contenido sean acordes con la grandeza de la época. Tal música debe, antes que nada, conducirnos a un mayor desarrollo de la forma musical y mostrarle al mundo nuestro verdadero rostro». 

Finalmente, en 1936, se trasladó definitivamente a la capital soviética, año en el que compuso Pedro y el lobo, una de sus obras más famosas. 

Pero cuando se instala en Moscú las condiciones habían cambiado drásticamente. El control estalinista se había acentuado y se vivía el gran terror, las grandes purgas y procesos que terminaron con la vida de centenas de miles de revolucionarios rusos. Organizaciones como la Asociación de Músicos Proletarios habían sido desmantelada y sustituida por la Unión de Compositores Soviéticos, que seguía incondicionalmente las directivas del partido.

Los historiadores se preguntan entonces por qué decidió Prokófiev ir a la Unión Soviética en esas condiciones.

Una respuesta la dio Igor Stravinski. Según Martín Baña, el regreso estaba fundado «en el interés material y en la ignorancia política. Stravinski sostenía que el regreso de Prokófiev a la URSS se debió a una combinación de factores estéticos y políticos».

Escribió Stravinski: «Fue un sacrificio a la perra deidad de la fama y no otra cosa. Por diversos motivos no había tenido éxito ni en Estados Unidos ni en Europa, mientras que su visita a Rusia fue un triunfo. Además, era políticamente ingenuo y no sacó ningún provecho del ejemplo de su buen amigo Miaskovsky. Regresó a Rusia y cuando finalmente comprendió cuál era su situación allí, ya era demasiado tarde».

Sin embargo, Simon Morrison, según nuevos hallazgos documentales matiza esta visión y asegura que la idea del compositor no era un regreso definitivo, sino que pensaba mantener los viajes a Europa, solo que con la base en Moscú y ya no en París. Morrison recuerda el artículo publicado en Izvestia donde «proponía una puesta al día con la nueva realidad política, aunque ello no significaba una sumisión total ni directa al régimen».

***

Esto cuenta la esposa de Prokófiev, Lina: «Cuando nos instalamos en Moscú, en la calle Chkálov, descubrimos que teníamos de vecino a David Oistrak, un contrincante del ajedrez muy peligroso. En 1937 jugaron un torneo en la Casa de los Artistas en el que el brillante violinista ganó al compositor».

Además de deslumbrar al mundo con su técnica y sonoridad, Oistrak era un ferviente aficionado al ajedrez y acudía al Club de Ajedrez de Moscú para encontrarse con Vasily Smyslov, el cantante de ópera y campeón mundial. Muchas tardes-noches jugaban partidas amistosas que el violinista aprovechaba al máximo: «David era un alumno aventajado que absorbía todo lo que yo le indicaba», contaba Smyslov.

Prokófiev y Oistrak planearon un torneo a diez partidas que recibió todo el apoyo: un cartel y todos los ingredientes de un match oficial: reloj, planilla y árbitro. El perdedor daría un concierto para el que ambos estaban contratados, mientras que el ganador descansaría. Solo se ha encontrado una partida que terminó en tablas. Se jugaron siete partidas del match que ganó el violinista aunque no sabemos el marcador final.

En este enlace se puede ver la única partida registrada de aquel match, que  terminó en empate.

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Pese a todo, los encargos gubernamentales no cesaban. Hizo la música para el filme El teniente kizhe y fue nombrado profesor consultor en el conservatorio de Moscú. Entró en contacto con Máximo Gorki, la mayor figura de la literatura soviética y a quien Prokófiev quería emular en el campo de la música.

En 1938 hizo la música para la película histórica de Serguéi Eisenstein, Alejandro Nevski, y pone manos a la obra en su primera ópera soviética, Semión Kotko que sería producida por Vsévolod Meyerhold. Pero la mala suerte perseguía al músico. Meyerhold fue arrestado por la policía el 20 de junio de 1939 y fusilado en febrero de 1940.

Intuyo que el compositor sabía del peligro que podía correr en la Unión Soviética. Así que no dudó en aceptar la invitación del régimen para componer la cantata Zdrávitsa («Brindis», «¡Salud!»), pero conocida en inglés como Hail to Stalin, op. 85, para colaborar en la celebración del sexagésimo cumpleaños de Iósif Vissariónovich.

A inicios de 1940 el Ballet Kírov puso en escena Romeo y Julieta. Para ello fue necesario superar la resistencia de los bailarines a quienes no gustaba el ritmo sincopado de la obra y habían amenazado con boicotear la producción. El ballet fue un éxito.

Con la invasión alemana en la segunda guerra el proyecto de una ópera basada en la novela de Tolstoi, Guerra y paz, parecía más oportuno que nunca. Invirtió dos años en la composición de la ópera, y durante la evacuación al Cáucaso, junto con otros muchos artistas, compuso su Segundo cuarteto de cuerdas.

Durante la guerra se reunió con Eisenstein en Alma Ata, la ciudad más grande de Kazajistán, para componer la música de la cinta Iván el Terrible y el ballet Cenicienta, op. 87, una de sus composiciones más celebradas. Hizo más música para cine, varias suites sinfónicas, el Cuarteto de cuerda núm. 2, la Sonata para flauta y piano, dos marchas militares, algunas canciones folclóricas, y la Sexta sinfonía y la Novena sonata para piano.

Y entonces Andrei Zhdánov emitió su decreto, conocido con su apellido, en el que se denuncia a Prokófiev, Shostakovich, Miaskovski y Jachaturian por un raro crimen: el formalismo que, según el decreto, «era una renuncia a los principios básicos de la música clásica a favor de sonidos confusos, angustiosos y cacofónicos». Ocho obras de Prokófiev fueron prohibidas y las otras nunca más fueron programadas.

Falleció a los 61 años, en marzo de 1953, el mismo día en que el de Stalin y con solo cincuenta minutos de diferencia, ambos de derrames cerebrales, pero los soviéticos se enteraron del fallecimiento del músico tres días después. 

Vivía cerca de la Plaza Roja y durante aquellos días las masas lloraban al dictador, lo que imposibilitó celebrar el funeral del Prokófiev en la Unión de Compositores Soviéticos y su ataúd fue llevado a mano por calles secundarias y en dirección opuesta al río de personas que despedía a Vissiarónovich. 

Apenas treinta personas asistieron a su funeral, que solo pudieron llevar flores de papel pues las naturales se habían utilizado en las exequias de Stalin. Su exesposa Lina no pudo asistir porque estaba recluida en un campo de trabajos forzados en Siberia. Entre los asistentes estaba Dmitri Shostakovich, para quien «escuchar obras como tu Séptima Sinfonía hace que sea mucho más fácil y alegre vivir».

Fue sepultado en el cementerio Novodévichi.


Bibliografía

S/A, «La muerte de Prokófiev», historihoy.com.ar

Ana María Lara, «Stalin y Prokófiev», senalmemoria.co

Edward Winter, «Prokófiev and chess», chesshistory.com

Martín Baña, «Serguéi Prokófiev: una revision historiográfica y musicológica, Revista del Instituto de Investigación Musicológica «Carlos Vega».

Miguel Ángel Nepomuceno, «El día que Prokófiev intentó engañar a Capablanca», sendalibros.com

Sergio Negri, «El músico Serguéi Prokófiev y el ajedrez», ajedrezlatitudsur.wordpress.com

Imagen de portada: Serguéi Prokófiev (DP)

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por Hugo Vargas. 7 de marzo 2023

Sociedad y Cultura/En memoria/Música/Ajedrez

Inteligencia artificial: por qué algunas personas (inteligentes) no la necesitamos.

MALA FAMA

Un ordenador nunca suplirá lo que realmente obtienes de tu esfuerzo intelectual.

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Se han producido estos años avances muy notables en el sector del pegamento. Esto lo digo para asentar cuanto antes que no estoy en contra del progreso. Me gusta eso, tan novedoso, de poder fijar baldas y percheros en las paredes sin tener que agujerear las. El taladro ha muerto, como las pesas romanas y casi todos los burros. Es un invento magnífico, el super pegamento, que da mucha felicidad a los vecinos. 

Luego hay inventos un poco más tristes, como la inteligencia artificial. Cada semana nos toca leer un puñado de noticias increíbles sobre lo que puede hacer un sistema computacional avanzado, aparte de lo que ya sabíamos. 

Un fotógrafo ganó un concurso con una imagen generada por inteligencia artificial (IA), algunos alumnos hacen sus trabajos con ella; hasta determinadas novelas a la venta en Amazon se han escrito a cuatro manos con un robot. La IA de moda se llama, trabalenguas incluido, Chat GPT. “Chat GPT escribe un poema al estilo de Lorca”, titulan por ahí. 

Puedes abrirte una cuenta en OpenAL y probar tú mismo cómo es Chat GPT. De momento, es poca cosa. Así se lo dije: “No vas a conquistar el mundo, la verdad”. “Como modelo de lenguaje, no tengo capacidad para conquistar el mundo”, contestó.

Elon Musk no piensa lo mismo. 

Elon ha visto las mismas películas que nosotros, y sospecha que detrás de los ahora serviles programas informáticos se esconde un Napoleón del algoritmo. Algo traman. Para el dueño de Twitter, la IA es “uno de los mayores riesgos para el futuro de la civilización”. ¿Debemos preocuparnos? No. Elon Musk fundó de hecho OpenAL en 2015, ¿qué sabrá él? La sombra de Hall 9000 o Skynet planea sobre nuestro futuro. Pero el presente es peor. 

La gente mediocre está feliz. La inteligencia artificial es como la tilde del adverbio sólo. También pienso que guarda relación con las chuletas de los estudiantes y los plagios de los licenciados. Supone facilidad. Es un atajo para conseguir lo que normalmente requiere esfuerzo. 

Por el camino, se pierde componente humano, que no es hacer las cosas bien, sino disfrutar de hacer las cosas bien. “La inteligencia artificial no puede pensar desde el momento en que no está capacitada para el páthos”, nos aclara Byung-Chul Han en Vida contemplativa.

Fotografía de una proyección en pantalla de una publicación en redes sociales generada por inteligencia artificial presentada en la sede de Microsoft. (EFE)

Cuando la RAE, en plan cobardica, quitó la tilde a sólo, solo se alegraron los que no sabían ponerla. Los que sabíamos ponerla nos sentimos estafados. 

Nuestro capacidad, tanto para acertar con esa tilde como con otros dilemas de la gramática castellana, era sobreseída, de pronto no valía para nada y la ignorancia recibía recompensa. Cuando el felizmente olvidado ministro de Universidades, señor Castells, dijo que copiar en un examen no estaba tan mal, el efecto degradante fue el mismo. 

Tu inteligencia era el problema, y no la desidia o incompetencia de los demás. 

Cuando la RAE quitó la tilde a ‘sólo’, solo se alegraron los que no sabían ponerla. Los que sabíamos ponerla nos sentimos estafados.

Los inventos, por lo general, facilitan la vida por abajo. Se inventan cosas para no tener que agacharse, ir muy lejos o destrozar el gotelé. 

Para pensar nunca nos había hecho falta ayuda, sino un poco de voluntad. 

Ahora hemos descubierto que lo que estábamos haciendo mal en nuestras vidas era justamente pensar. Que otro genere los emails, los trabajos de fin de curso y los argumentos. Una máquina. Son días de gloria para la mediocridad

La clave de este entusiasmo no es que el robot haga por ti lo que no sabes hacer, sino que te ahorre largas horas de aprendizaje. La IA no ha venido para que sepas escribir una novela, sino para que nunca aprendas a escribirla.

En rigor, no queremos una máquina que sea más lista que nosotros, sino una máquina que sea más lista que los más listos de entre todos nosotros. Al igual el 1% más rico, el 1% más inteligente nos cae mal, nos humilla, nos derrota. Gracias a la IA todos seremos tan inteligentes como el 1% más inteligente, o al menos podremos fingir que lo somos. 

No queremos una máquina que sea más lista que nosotros, sino una máquina que sea más lista que los más listos de entre todos nosotros.

Eso es lo que nos maravilla, la oportunidad de invalidar las mayores inteligencias, de decir, bah, eso lo hago yo apretando un botón, yo también puedo sacar un 10. ¿Quién pierde? Sorprendentemente, tú. 

La gente inteligente que saca un 10 recibe una recompensa mucho más importante que ese 10: el placer de lograrlo. Tú, con un bot o un programa dándotelo todo hecho en 15 segundos, te quedas vacío. Ni siquiera comprenderás lo vacío que te quedas.

  • Ajedrez y Deep Blue

Hay una conspicua relación entre la inteligencia artificial y el ajedrez, que yo he seguido desde el principio. Todo lo jodió una cosa llamada Deep Blue. 

En los años 90, Deep Blue, un ordenador, derrotó al mejor jugador de todos los tiempos, Gary Kasparov. Parecía el fin del ajedrez, pero solo fue el fin de las máquinas que jugaban al ajedrez.

Con los años, los Deep Blue mejoraron tanto que ya no tenía sentido medirlos con el mejor ajedrecista del mundo. No había la menor posibilidad de ganar a un ordenador jugando al ajedrez. Esto permitió que los ajedrecistas humanos siguieran a lo suyo, que era ganarse entre ellos, y nada impidió que Magnus Carlsen se convirtiera en una estrella mundial, de genialidad muy celebrada.

El momento en el que Gary Kasparov perdió contra el Deep Blue de IBM el 1 de mayo de 1997. (EFE)

En realidad, cualquiera puede ganar a Magnus Carlsen utilizando el programa de ajedrez más flojo que exista. Eso a Carlsen le da igual. Carlsen ha dedicado su vida entera al ajedrez, que es más de lo que puede decirse de alguien que le ganara haciendo trampas tecnológicas

Lo que da sentido a su vida no es ganar, sino jugar. A veces, mientras me bato en chess.com con un desconocido, noto que sus movimientos son perfectos y, por lo tanto, imbatibles, y deduzco que juega contra mí copiando los movimientos que un programa de ajedrez, en la ventana de al lado, le indica. Entonces pienso, ¿qué hay de divertido en eso, amigo? 

La gente cree que la inteligencia artificial le va a hacer la vida más fácil, pero nada te hace la vida tan difícil como ser idiota.

La gente cree que la inteligencia artificial le va a hacer la vida más fácil, pero nada te hace la vida tan difícil como ser idiota. Que un bot sea el ventrílocuo de tu inteligencia te convertirá a ti en el muñeco, no al bot. 

Magnus Carlsen tiene no sé cuántos ordenadores pensando jugadas alternativas hasta el infinito, y cuando vuelve de pasear estudia lo que han averiguado esos ordenadores. Pero, a la hora de la verdad, lo bonito de su vida es el privilegio, humano y épico, de poder cometer un error.

Imagen de portada: Unsplash/Emiliano Vittoriosi.

FUENTE RESPONSABLE: El Confidencial. Por Alberto Olmos. 1 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Inteligencia Artificial/Ajedrez/Pensamiento crítico.

“EL AJEDREZ ES LA GUERRA EN EL TABLERO. EL OBJETIVO ES APLASTAR LA MENTE DEL OPONENTE.” —BOBBY FISCHER.

En el apogeo de la Guerra Fría en la década de 1960, un joven prodigio del ajedrez estadounidense se enfrentó sin ayuda a una máquina de ajedrez soviética que había dominado el juego durante décadas. Cuando era adolescente, aprendió ruso por sí mismo para poder leer artículos de revistas sobre sus rivales. 

Su implacable ascenso culminó con la victoria en el Campeonato Mundial de Ajedrez, en un partido que se denominó «El Partido del Siglo». Tal fue la belleza de una de sus victorias que el oponente vencido se unió a la multitud para aplaudirlo.

Si deseas profundizar en esta entrada; por favor cliquea adonde se encuentre escrito en “azul”.

Si eres una de las millones de personas que vieron la serie de Netflix The Queen ‘s Gambit , esta historia te resultará familiar. 

Mucho se ha escrito sobre Beth Harmon, el talento ficticio del ajedrez interpretado tan magníficamente por Anya Taylor-Joy, como un modelo a seguir para los ajedrecistas en ciernes. 

Sin embargo, irónicamente, su personaje se basó en gran medida en un hombre que muchos consideran el mejor jugador de ajedrez de todos los tiempos: Bobby Fischer.

Beth Harmon’s Final Chess Game | The Queen’s Gambit – Full Scene

Al igual que Harmon, Fischer también tuvo una infancia problemática. 

Beth Harmon nació en 1948, 5 años después de Bobby, y nunca conoció a su padre. Cuando su madre muere en un accidente automovilístico, la envían a un hogar de crianza. 

Al igual que Harmon, el padre de Fischer no estuvo presente durante su juventud y su madre era un personaje complejo que, entre otras cosas, fue investigado por el FBI por vínculos con el comunismo. 

A diferencia de Harmon, Fischer no creció en un orfanato, pero su madre no tenía hogar cuando nació y luego abandonó la escuela antes de tiempo para dedicarse al ajedrez. Fue Joan, su hermana mayor, quien le compró un tablero de ajedrez, le enseñó los movimientos y luego lo acompañó a torneos en el extranjero.

Mientras que Harmon miraba fijamente piezas imaginarias en el techo sobre su cama cuando era niño, Fischer inicialmente jugaba al ajedrez solo en Nueva York. 

Cuando Harmon es tomada bajo el ala del cuidador de ajedrez en su orfanato, él le da una copia de Modern Chess Openings . Coincidentemente, el primer mentor de Fischer, Jack Collins, fue coautor del libro.

Esperanzas estadounidenses contra la supremacía soviética

Beth es una lectora voraz que devora todos los libros de ajedrez que encuentra. Y cuando una amiga le trae una pila de libros para estudiar, ella le dice que los ha leído casi todos. Más tarde, para promover sus ambiciones, estudia ruso y lo usa para espiar a sus rivales en un torneo.

Asimismo, Fischer aprendió ruso por sí mismo para poder estudiar ajedrez de la extensa literatura soviética. 

Durante un torneo internacional, se le preguntó a Mikhail Tal qué pensaba de la generación actual de ajedrecistas y se sorprendió cuando Bobby comenzó a dar su veredicto sobre varios jugadores que se consideraban desconocidos fuera de la Unión Soviética (Fischer había leído sobre ellos en revistas de ajedrez soviéticas). ). .

Bobby Fischer se convirtió en el Campeón de los Estados Unidos a los 14 años, siendo el más joven en ostentarlo. 

Beth ganó el título nacional en 1967 a la edad de 18 años (curiosamente, el año en que Fischer ganó su octavo y último título estadounidense). En la vida real, solo Bobby Fischer (14), Gata Kamsky (17) y Hikaru Nakamura (17) han ganado el título a una edad aún más joven que Beth.

Bobby y Beth son vistos como la gran esperanza de Occidente contra los soviéticos, pero la atención de Harmon se centra a lo largo de la serie en un solo campeón mundial (Vasily Borgov), mientras que Fischer se ha enfrentado a no menos de cinco campeones mundiales soviéticos (Mikhail Botvinnik, Mikhail Tal, Vasily Smyslov, Tigran Petrosian y Boris Spassky) antes de ganar el Campeonato Mundial de Ajedrez.

Fue durante la Guerra Fría de la década de 1960, una intensa batalla de voluntades entre los EE. UU. y la URSS, que Fischer se hizo un nombre en el glamoroso mundo del ajedrez internacional. 

Se deleitó con toda la intriga, incluso afirmando a Sports Illustrated en 1963 que los ajedrecistas soviéticos «conspiraron» entre sí al perder o empatar voluntariamente juegos para permitir que los jugadores favoritos avanzaran a los juegos finales. (Un movimiento que se exagera en la serie, ya que los jugadores soviéticos combinan sus estrategias para derrotar a Beth).

Las similitudes no se limitan a las 64 casillas del tablero.

Las similitudes no se detienen ahí. 

Durante su ascenso en el mundo del ajedrez, Harmon viaja a la Ciudad de México y rompe a llorar después de perder ante el número uno ficticio del mundo, Vasily Borgov. En 1960, con 17 años, Fischer viajó a Argentina y, aunque terminó primero en el Torneo de Mar del Plata, lloró tras ser derrotado por Boris Spassky (su única derrota en todo el campeonato).

Otra cosa que Fischer compartió con Beth fue su pasión por la moda: maduró de un adolescente torpe a un confiado número 1 del mundo con una inclinación por los trajes de diseñador. 

Una de las razones por las que Beth no tiene suficiente dinero para viajar es porque compra demasiados vestidos. Fischer, a pesar de siempre querer dinero, se hizo hacer sus trajes y zapatos a medida.

Finalmente, Beth y Bobby tienen estilos de juego agresivos similares. Al jugar con blancas y enfrentarse a la Defensa Siciliana, ambos juegan el mismo sistema: el Ataque Fischer-Sozin. Al igual que Harmon, Fischer era implacable e intimidante. 

Una vez se jactó ante Dick Cavett en una entrevista de que no solo disfrutaba vencer a sus oponentes, sino que amaba el momento en que rompía el ego de un hombre.

Fischer no era en realidad un adicto a los tranquilizantes como Beth, aunque murió de cáncer de hígado a la edad de 64 años, posiblemente relacionado con el abuso del alcohol. 

El rechazo de Harmon a la religión cuando un grupo cristiano se ofreció a patrocinar sus viajes también se reflejó en la juventud de Fischer, aunque se convirtió en un fanático religioso en sus últimos años.

Mientras que Harmon representa una versión femenina de Fischer, Borgov encarna a un  Spassky mayor .

Si Beth se parece más al niño prodigio estadounidense Bobby Fischer, entonces Borgov se parece más al oponente del Campeonato Mundial de Ajedrez de 1972 de Fischer: el soviético Boris Spassky. 

No sabemos mucho sobre el personaje de Borgov, aparte del hecho de que fue campeón mundial mucho antes de que Beth pudiera enfrentarlo.

Spassky también dominó el ajedrez a finales de los años 60 y 70. Ganó el Campeonato Mundial de Ajedrez de 1969 a la edad de 32 años y se enfrentó a Fischer 3 años después. 

Eso haría a Spassky un poco más joven que Marcin Dorociński (47 años), quien interpreta a Borgov. (Fischer tenía más de 30 años y era mayor que Beth; la serie claramente quería demarcar más claramente las edades de ambos oponentes).

Borgov parece encarnar a un Spassky mayor, cuyo partido con su oponente estadounidense también llama la atención del mundo, no solo por las tensiones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, sino por la historia de ambos jugadores: como Borgov, Spassky había derrotado a Fischer. (Beth) varias veces antes de su partido en 1972. 

Después de una victoria en el Torneo de Mar del Plata de 1960, Spassky hizo llorar al joven Fischer (este sería el segundo partido de Beth contra Borgov en París).

Harmon vs Borgov no es más que una recreación del “Partido del Siglo ” entre Fischer y Spassky

En el episodio final de The Queen’s Gambit , Beth cumple su sueño de viajar a Moscú para jugar en un torneo contra los mejores jugadores de ajedrez del mundo. 

El año es 1968. Después de derrotar brillantemente a los Grandes Maestros europeos más poderosos, finalmente derrota a Borgov en el juego final y se convierte en una celebridad internacional del ajedrez. Aunque los jugadores de ajedrez en este partido histórico son ficticios, en la vida real el ajedrez también se convirtió en el escenario de las tensiones de la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.

El 11 de julio de 1972, el ocho veces campeón estadounidense de ajedrez Bobby Fischer se enfrentó al excampeón mundial de ajedrez Boris Spassky en lo que se conoció como «El partido del siglo». 

Durante 24 años consecutivos, los soviéticos mantuvieron el título del Campeonato Mundial de Ajedrez. El partido tuvo lugar en Reykjavik, Islandia. 

Para la Unión Soviética, la supremacía en el tablero de ajedrez era una demostración de la superioridad del sistema socialista sobre el capitalista occidental.

El partido se prolongó durante meses y duró 21 juegos. Finalmente, el 1 de septiembre, el estadounidense se proclamó campeón. Fischer ganó con tal brillantez y talento que se ha convertido en un representante incuestionable de la grandeza en el mundo de los juegos competitivos. 

“Fue Bobby Fischer quien, sin ayuda de nadie, hizo que el mundo reconociera que el ajedrez en su nivel más alto era tan competitivo como el fútbol, ​​tan emocionante como un duelo a muerte, tan estéticamente satisfactorio como una excelente obra de arte, tan intelectualmente exigente como cualquier forma. de la actividad humana», escribió Harold Schonberg, quien informó sobre el partido para el New York Times, en su libro de 1973 Grandmasters of Chess .. 

La victoria de Fischer fue ampliamente vista por los gobernantes estadounidenses como un triunfo simbólico de la democracia sobre el comunismo, y convirtió al nuevo campeón en un héroe estadounidense improbable.

Las similitudes entre los enfrentamientos son inmensas. 

Harmon ingresa a este partido sin ganar contra Borgov, al igual que Fischer contra Spassky (antes del partido, Fischer había jugado cinco juegos contra Spassky, empató dos y perdió tres). Beth sale de su repertorio normal de aperturas y sorprende a Borgov con un gambito de dama. Fischer también lanzó una ronda inicial sorpresa en la sexta ronda del partido, jugando 1.c4 en lugar de su tradicional 1.e4 y haciendo la transición a un… ¡Gambito de dama! 

Cuando Beth gana, Borgov se une a la multitud para darle una ovación de pie, tal como lo hizo Spassky por Fischer después de la ronda 6. También se puede notar que el partido entre Harmon y Borgov tuvo un aplazamiento y fue pospuesto en la ronda 21 de el partido entre Fischer y Spassky que Boris abandonó el partido y renunció a su título mundial.

Si The Queen ‘s Gambit continúa inspirándose en Bobby Fischer, habrá un final dramático para Beth Harmon.

Perdón por los spoilers de la trama, pero si la muy esperada segunda temporada de The Queen ‘s Gambit continúa inspirándose en Fischer, la siguiente historia estará llena de drama y tristeza.

Después de derrotar a Spassky en 1972, Fischer perdió su título mundial por negarse a jugar contra Anatoly Karpov y no volvió a jugar ajedrez en público durante otros 20 años, cuando salió de una larga reclusión para una revancha de 5 millones de dólares contra su antiguo rival, Boris Spassky. 

Aunque el partido no fue sancionado, se colocó una pancarta que proclamaba que era el Campeonato Mundial de Ajedrez. Fischer ganó cómodamente, pero el partido no recibió muchos aplausos.

Después de la revancha con Spassky, Fischer se volvió cada vez más solitario y errático. 

El 11 de septiembre de 2001, le dijo a un presentador de un programa de radio en Baguio, Filipinas, que los ataques terroristas en el World Trade Center y el Pentágono eran «noticias maravillosas», deseando que los militares tomaran el país y cerraran todas las sinagogas. , arrestar a todos los judíos y ejecutar a cientos de miles de líderes judíos. 

En 2004, Fischer estuvo recluido brevemente en una prisión japonesa después de intentar abordar un vuelo con un pasaporte estadounidense revocado. 

Al enterarse de su situación, el ex rival Spassky le escribió al presidente estadounidense George W. Bush pidiéndole clemencia a Fischer y, si eso no era posible, que lo pusiera en la misma celda con Fischer junto con piezas de ajedrez y un tablero.

Fischer murió en Islandia en 2008 a la edad de 64 años, un año por cada casilla del tablero. Algunos creen que es el mejor jugador de ajedrez de la historia. Ciertamente, es el más enigmático. Hay una teoría de que el ajedrez lo volvió loco. Otros dicen que ayudó a mantenerlo cuerdo. 

La historia de Beth Harmon en The Queen ‘s Gambit es fantástica. 

Pero la historia de la vida real de Fischer es igual de colorida, y el legado de su brillante pero breve carrera hace medio siglo todavía hace olas en el mundo del ajedrez en la actualidad.

Algunos logros notables de la carrera de Robert James “ Bobby ” Fischer (1943-2008):

A la edad de 13 años y 4 meses, ganó el Campeonato de Ajedrez Juvenil de los Estados Unidos de 1956, convirtiéndose en el campeón de ajedrez juvenil estadounidense más joven hasta la fecha.

A los 13 años y 7 meses disputó el “ Partido del Siglo” contra Donald Byrne, donde demostró brillantemente cómo atacar en ajedrez, sacrificando su reina para desatar un ataque imparable.

A los 14 años y 2 meses, apareció por primera vez en la categoría «Maestro» de la clasificación de la USCF de 1957, convirtiéndose en el Maestro estadounidense más joven hasta ese momento.

A la edad de 14 años y 5 meses, ganó el Campeonato Abierto de Ajedrez de EE. UU. de 1957, convirtiéndose en el campeón del Abierto de EE. UU. más joven hasta la fecha. 

A la edad de 14 años y 10 meses, ganó el Campeonato de Ajedrez de los Estados Unidos de 1957/1958 sin perder una partida, convirtiéndose en el campeón de ajedrez estadounidense más joven hasta la fecha y el  Maestro Internacional más joven hasta la fecha.

A la edad de 15 años y 6 meses, gracias a su gran actuación en el Torneo Interzonal de 1958, se convirtió en el Gran Maestro más joven de la historia y el ajedrecista más joven hasta la fecha en clasificarse para el Torneo de Candidatos.

A la edad de 18 años, ganó el Torneo Interzonal de 1962 sin perder una partida, convirtiéndose en el primer ajedrecista no soviético en ganar el torneo desde que la FIDE lo creó en 1948.

A los 20 años, ganó el Campeonato de Ajedrez de los Estados Unidos de 1963/1964, anotando 11 puntos de 11 posibles, la única puntuación perfecta en la historia del torneo.

A los 27 años, ganó el Torneo Interzonal de 1970  por un margen récord de 3½ puntos.

A los 28 años ganó el Torneo de Candidatos de 1971, con una actuación nunca igualada en la historia de la competición. En cuartos de final, derrotó a Mark Taimanov (10º mejor del mundo en ese momento) por 6-0 en un partido al mejor de 10, algo inédito en la historia de la competición. En semifinales derrotó a Bent Larsen (4º mejor del mundo en ese momento), nuevamente 6-0 en un partido al mejor de 10. En la gran final, derrotó a Tigran Petrosian (5º mejor del mundo en ese momento) ) por 6½ a 2½ en un partido al mejor de 12 Hasta el día de hoy, es el único ajedrecista en ganar dos partidos en un Torneo de Candidatos por 6-0.

A la edad de 29 años, ganó el Campeonato Mundial de Ajedrez de 1972, rompiendo una hegemonía soviética ininterrumpida de 24 años. Después de negarse a defender su título en 1975, la hegemonía soviética regresó y duró hasta que el indio Viswanathan Anand ganó el Campeonato Mundial de la FIDE de 2000.

“El Match del Siglo” que disputó contra Boris Spassky en 1972 fue el Campeonato Mundial de Ajedrez más visto de la historia, con repercusión mediática en todos los países del mundo.

Entre la decimoséptima jornada del Torneo Interzonal de 1970 y el primer partido de la final del Torneo de Candidatos de 1971, ganó 20 partidos consecutivos, un récord nunca superado hasta el día de hoy.

Entre su octava conquista del Campeonato de los Estados Unidos de Ajedrez y la conquista sin precedentes del Campeonato Mundial de Ajedrez, ganó todos los torneos que jugó: el Campeonato de los Estados Unidos de Ajedrez de 1966/1967, el Torneo de Montecarlo de 1967, el Torneo de Skopje de 1967, el Torneo de Netanya de 1968. , Torneo Vinkovci de 1968, Torneo relámpago de Herceg Novi de 1970, Torneo de Rovinj/Zagreb de 1970, Torneo interzonal de 1970, Torneo de ajedrez rápido, Club de ajedrez de Manhattan de 1971, Torneo de candidatos de 1971 y Campeonato mundial de ajedrez de 1972.

Es, hasta el día de hoy, el máximo campeón del Campeonato de los Estados Unidos de Ajedrez, con 8 títulos oficiales conquistados en 8 participaciones (1957/1958, 1958/1959, 1959/1960, 1960/1961, 1962/1963, 1963/1964, 1965 y 1966/1967), ganando todos por un margen de al menos 1 punto.

Fue uno de los mejores jugadores de ajedrez relámpago de todos los tiempos. En abril de 1970, ganó el Torneo Herceg Novi, el campeonato de blitz más fuerte del siglo XX. Entre los doce participantes había cuatro campeones mundiales (Bobby Fischer, Mikhail Tal, Tigran Petrosian y Vasily Smyslov) y dos campeones del Torneo de Candidatos (Viktor Korchnoi y David Bronstein). Con 17 victorias, 4 empates y solo 1 derrota, ganó el título con 19 puntos de 22 posibles, 4½ puntos por delante de Mikhail Tal. Además, anotó unos impresionantes 8½ puntos de 10 posibles contra los cinco Grandes Maestros soviéticos presentes, perdiendo solo un juego en todo el torneo y no gastando más de dos minutos y medio en cada juego.

En julio de 1972 alcanzó un rating de 2785, 125 puntos por delante del 2º mejor jugador del mundo en ese momento, Boris Spassky, que tenía 2660, una diferencia nunca igualada hasta el día de hoy entre los mejores jugadores del mundo.

En una elección realizada por Sahovski Informator, la principal revista internacional de ajedrez, fue considerado por los Grandes Maestros como el mejor ajedrecista del siglo XX, por delante de Garry Kasparov.

Hizo numerosas contribuciones adicionales al ajedrez. Su libro Bobby Fischer enseña ajedrez , publicado en 1966, es el libro de ajedrez más vendido de todos los tiempos, con más de un millón de copias vendidas. En la década de 1990, patentó un sistema de reloj de ajedrez modificado, que agrega un incremento de tiempo después de cada movimiento, lo que ahora es una práctica estándar en los torneos de alto nivel. También inventó una variante del juego llamada “Fischer Random Chess” (también conocida como “Chess960”), variante en la que el orden de las piezas se elige al azar, dentro de ciertos parámetros preestablecidos.

Imagen de portada: Beth Harmon (Por Anya Taylor-Joy)/Bobby Fischer.

FUENTE RESPONSABLE: Universo Racionalista. Por Ruan Bitencourt Silva. 13 de abril 2023.

Sociedad y Cultura/Historia/Ajedrez/Ficción Vs. Realidad/Guión/ Gámbito de Dama/Beth Harmon/Bobby Fischer.

Bobby Fischer: En la cumbre. Parte VII.

Una mezcla de interés y fastidio aqueja a quienes siguen de cerca el campeonato mundial de ajedrez de 1972. Esto es, casi todo el mundo con acceso a medios de comunicación. Tras cinco partidas de la final, ¿qué es lo que ha hecho Bobby Fischer? 

No mucho, a juicio de los observadores y el público. Ha remontado un inicio desastroso, sí, y ha conseguido igualar la eliminatoria a 2’5 puntos, pero lo ha hecho desquiciando a Boris Spassky con sus retrasos y ausencias, con sus extrañas maniobras y con sus salidas de tono. El campeón, con la concentración dañada, estaba jugando bastante por debajo de su nivel. Así pues, Bobby necesitaba algo más que juegos psicológicos para impresionar a quienes tenían fe en él.

La sexta partida fue ese algo más. 

Ya desde el comienzo, Bobby parecía dispuesto a sorprender. Desde Nueva York, el operador de teletipo que recibía las jugadas para comunicarlas a la prensa local solicitó que le volviesen a enviar la tercera jugada, asumiendo que se había tratado de un error tipográfico: el mensaje decía que Fischer estaba jugando un Gambito de Dama, apertura que no había puesto en práctica en toda su carrera, al menos no en partidas importantes. 

Un jugador se siente más seguro y tiene muchas más probabilidades de evitar errores con las aperturas que mejor conoce. No parecía lógico que Fischer se arriesgase a usar una novedad cuando se enfrentaba al campeón del mundo en un momento crucial. 

Pero sí, para asombro del operador de teletipo y de todo el mundo, y por descontado para asombro de Spassky, Bobby se estaba saliendo del guión previsto. Era conocido por hacer todo lo contrario, atenerse siempre a las aperturas que mejor dominaba. Pero esta vez, su plan era perfecto, aunque sobre el tablero, a primera vista, no parecía ocurrir gran cosa. Más allá de la sorpresa inicial de la apertura, no había nada que contar. No se percibía ninguna jugada que dejase boquiabierto a nadie. 

Y aun así, hacia el final, todo el mundo se daba cuenta de que Spassky estaba perdido. Como en sus mejores tiempos, las piezas de Fischer, insufladas por su vieja magia, llegaban al lugar indicado en el momento justo. 

Y las piezas de Spassky solo podían sentarse a contemplar los nubarrones, que amenazaban con descargar un temporal. Sin grandes alardes en ataque, limitándose a desplegar aquel sentido de la armonía que tanto admiraban sus seguidores e incluso sus rivales, un Fischer rayano en la perfección inhabilitaba por completo las opciones del adversario. 

Sobre el papel, había cedido algunas desventajas que en otras partidas podrían resultar decisivas, como permitir que Spassky disfrutase de un peligroso peón pasado, o de una torre frente a un inferior caballo. Pero eso era sobre el papel. 

Porque, en el tablero, aquellas decisiones tácticas, aquellos regalos envenenados habían dejado completamente indefenso al rey del campeón ruso. Si Spassky había creído en algún momento, como sin duda lo creyó después de que pareciese haber neutralizado la sorpresa de la apertura, que la partida iba a ser segura para sus intereses, se equivocaba. Una serie de maniobras de apariencia rutinaria, dirigidas por el agudo sentido sinfónico de Fischer, habían bastado para disipar toda esperanza.

La sexta partida del match justificó por si sola el prestigio de Bobby como jugador genial.

Quizá el juego de Bobby no era tan fácil de leer ni tan previsible como el campeón había afirmado siempre, incluso en público. Poco a poco, jugada a jugada, la posición de Spassky fue atenazada, estrangulada y finalmente inutilizada. 

Para muchos, esta es la mejor partida de Fischer en toda la final. Por descontado, fue la partida en la que más se pareció al Fischer titánico de 1970-71, aquella apisonadora que, sin necesidades de espectaculares ataques, conseguía desangrar a sus rivales sin el más mínimo asomo de piedad. Nada de sables o puñales; solo utilizando pequeñas agujas… pero agujas en mayor cantidad de la que ningún ajedrecista podía terminar soportando.

Spassky se rindió ante lo inevitable, después de aquella brillantísima exhibición que había comenzado como una sucesión de jugadas que habían parecido inofensivas hasta que dejaron de serlo. 

Por primera vez en la final, el público se puso en pie para ovacionar al estadounidense. Tras muchas reticencias y el escepticismo que había causado su accidentado aterrizaje en Islandia, los espectadores se mostraban enfervorizados por su estilo. Fischer había jugado como Fischer, ¡por fin! 

Y lo que es más: el propio Spassky se puso en pie y aplaudió también. Fischer, asombrado, le estrechó la mano a su rival y se marchó rápidamente, como era costumbre, aunque esta vez, al meterse entre bastidores, dijo a los que tenía cerca: «¿Habéis visto lo que ha hecho Spassky? ¡Es un tipo con clase!». 

El marcador estaba ahora 3’5 a 2’5 para Fischer. En solo cuatro partidas había dado la vuelta a un desastroso inicio, aunque de sus tres partidas ganadas esta era la primera y única en la que había vencido y además había convencido.

Ahora era el campeón quien estaba en desventaja. Era Spassky quien tendría que esforzarse por dar la vuelta al marcador y disipar la sensación de que Fischer el Terrible podía desempolvar el aura de invencibilidad que lo había rodeado durante los dos años anteriores. 

Así, en la séptima partida, Spassky tomó las riendas desde el primer momento, entregando un peón a cambio de la iniciativa. Era el famoso «peón envenenado», que Fischer devoró con gusto, porque esa era una de sus variantes favoritas, con la que nunca había perdido. El ruso se colocó en una posición superior, con el rey de Bobby sin enrocar y una mayor actividad en sus propias piezas, frente a las piezas de Fischer que parecían a medio desarrollar. 

Se barruntaba una victoria para el ruso. Yo cuando algunos ya veían al campeón devolviéndole el golpe al aspirante, Spassky no dio con la continuación correcta. Sin duda, estaba todavía afectado por los acontecimientos previos y por la presión exterior. La exhibición de Fischer en la sexta partida tampoco había ayudado a reforzar la confianza de Spassky. Así que, pese a la ventaja obtenida, Fischer se le escapó y consiguió firmar tablas. 4 a 3.

El campeón seguía por detrás, pero ya no solo en el marcador. Continuaba perdiendo la batalla psicológica. De repente, era consciente de que no estaba rindiendo como se esperaba, afectado como estaba por el tormentoso inicio de campeonato y desmoralizado ante la ardua tarea de intentar remontar a un hambriento aspirante. El campeón empezaba a sentirse sacudido en su trono. 

Era una sensación nueva para él, que nunca antes había percibido una auténtica amenaza en Bobby (o si la había percibido, no lo había dejado traslucir) y que hasta entonces había sido el mejor jugador del planeta, sin nadie que le plantase cara.

A Spassky todavía le quedaba toparse con sorpresas desagradables. En la octava partida, Bobby volvió a mover el peón del alfil de dama, en contra de su costumbre de salir con peón de rey. 

Aquello significaba que volvía a jugar a las sorpresas teóricas. Spassky trató de evitar que las cosas siguieran por los mismos derroteros que en la sexta partida, así que se embarcó en una apertura (la Inglesa) que Fischer casi nunca había jugado, esperando así desestabilizar al americano. 

Fue entonces cuando Spassky se dio cuenta de hasta qué punto había descuidado su propia preparación teórica, que estaba demostrando ser de una importancia capital, porque Bobby lo había estudiado prácticamente todo y parecía preparado para cualquier invento teórico que surgiese sobre el tablero. 

Spassky no solamente no consiguió pillar desprevenido a Fischer, sino que fue la respuesta del americano la que lo dejó aturdido a él. 

Después de solo once movimientos, el campeón ya se había perdido en un pozo de incertidumbre y estaba empleando un tiempo desmesurado de su reloj para calcular la salida de una apertura a la que, de repente, no sabía cómo enfrentarse. 

Poco después, tras la jugada número 15, su posición ya parecía seriamente debilitada, con los alfiles de Fischer acechando como dos arqueros dispuestos a derribar una torre enemiga. 

En la jugada 19, en efecto, Spassky entregó una valiosa torre a cambio de un inferior alfil. En ese momento, aun cuando la partida apenas estaba saliendo de la fase inicial (quince movimientos es menos de lo que duran muchas aperturas), los miembros de la delegación rusa se levantaron y se marcharon del recinto. Un gesto que lo decía todo: la fase inicial del juego no había concluido, y ya no había forma de salvar aquel punto. 

Spassky intentó ofrecer algo de lucha, pero la superioridad en la preparación teórica de Fischer lo había dejado indefenso y la partida estaba sentenciada casi desde el inicio. El ruso se rindió. Una nueva victoria para Bobby, que ahora ganaba por 5 a 3.

Novena partida. El campeón cuenta con la iniciativa de jugar con blancas, pero Fischer responde a la apertura con otra novedad teórica cuidadosamente preparada en sus arduos entrenamientos en solitario. 

Una novedad a la que Spassky tampoco encuentra respuesta. El estadounidense anula la iniciativa del ruso y fuerza las tablas. 5’5 a 3’5. En la décima partida, Fischer emplea la Apertura Española: en el medio juego, muy seguro de sí mismo, permite que Spassky gane un peón de ventaja. 

¿Por qué lo hace? Porque obtiene a cambio varias recompensas: primero, coloca uno de sus propios alfiles en posición de asaltar el enroque enemigo cinco movimientos después (un giro maestro de la partida española que Spassky no esperaba). 

Segundo, cambia una torre enemiga por un alfil propio, ganando la calidad material una vez más. Y tercero, obliga a que Spassky «sacrifique» un alfil para neutralizar un peligroso peón pasado. 

Con sencillez y elegancia, Bobby reúne su botín y obtiene una posición superior ante la falta de perspectiva —o quizá falta de concentración— del ruso. El aspirante llega a la fase final de la partida con clara superioridad táctica. Spassky no puede albergar esperanzas. Bobby vuelve a ganar. 6’5 a 3’5.

Spassky era consciente de que contra Fischer se jugaba mucho más que un título.

En este punto del campeonato, Boris Spassky necesitaba reaccionar, y necesitaba hacerlo de inmediato. 

No podía seguir culpando al trastorno que le había causado la extravagante conducta de Fischer durante el inicio del match para explicar su repentina desventaja en el marcador. 

Sentía en la nuca el aliento de la delegación soviética y de las autoridades del Kremlin y, si quería conservar su reputación, no podía continuar mostrándose descentrado, jugando por debajo de su nivel. Además, si bien el estadounidense había puesto de los nervios a todo el mundo al comenzar la final, ahora se estaba volviendo a meter al público y a la prensa en el bolsillo, gracias a sus victorias y su irresistible carisma. 

Por impropia que hubiese parecido su actitud, Bobby era El Genio, por lo menos a ojos de la gente común. Y además, la gente occidental quería ver a un estadounidense quebrando el dominio soviético, aunque solo fuese por la novedad, por el drama, o por el mero hecho de que Fischer era aquel niño pobre de Brooklyn que había llegado a lo más alto por sus propios medios, en una biografía de película. 

Con el viento en contra, Spassky se lo jugaba todo. Se jugaba algo más que la corona. Se jugaba su prestigio y su estatus como ciudadano en la URSS. 

Mark Taimanov seguía siendo un paria en su país después de la derrota ante Fischer, y Spassky sabía muy bien que podía correr la misma suerte. 

No no era el ajedrecista favorito de las autoridades y, de ser destronado, podría enfrentarse a consecuencias desagradables. Y ahora iba tres puntos por detrás en la final, lo cual, según casi todos los observadores, era ya una distancia insalvable.

Boris Spassky, sin embargo, no era cualquier ajedrecista, era el campeón mundial. Era un jugador de mucho talento y tenía un as en la manga. 

En la undécima partida jugó de nuevo una de las variantes favoritas de Fischer, la del «peón envenenado». El estadounidense devoró el peón, como de costumbre, y todo parecía irle bien hasta que, quizá llevado por la confianza o quizá confundido por las complicaciones que Spassky se empeñaba en plantear durante el juego, entregó un peón a cambio de nada. 

Era la ocasión que el ruso estaba esperando, y pareció renacer en ese mismo instante. Castigó la imprecisión de Fischer con la fiereza y eficacia propias de un campeón mundial. 

Bobby no solo perdió, sino que fue vapuleado en apenas treinta y un movimientos por un Spassky que parecía mostrar por fin la mejor versión de sí mismo. El marcador aún mostraba una enorme diferencia, 6’5 a 4’5, pero la perspectiva había cambiado de nuevo. 

¿Hasta qué punto podría Fischer hacer frente al renacer de su antigua Némesis? ¿Bastaría su ventaja de dos puntos, amplia pero no definitiva, si Spassky empezaba a jugar como lo había hecho en esta partida? ¿Podría la ventaja del aspirante empezar a tambalearse?

En la partida número doce, Fischer volvió a plantear ese gambito de dama que, antes de esta final, había estado ausente de su repertorio. De nuevo pareció llevar la iniciativa durante buena parte del juego, hasta que unas ligeras imprecisiones (ni siquiera puede decirse que fuesen errores) hicieron desvanecerse esa iniciativa. 

La solidez del juego de Spassky, que se iba aproximando a su nivel habitual, ayudó a que las cosas se igualasen. Pese a su ímpetu inicial, Fischer tuvo que resignarse a firmar tablas. Tablas. 7 a 5 en el marcador, pero la sensación de que el campeón ruso podía empezar a poner en verdaderos aprietos al aspirante.

En el siguiente enfrentamiento, Fischer no quiso dejar que el campeón continuara con su proceso de recuperación. 

De nuevo, Bobby utilizó una de sus armas más demoledoras: las horas, meses y años de entrenamiento y estudio constante. Planteó una Defensa Alekhine, apertura que el campeón no había esperado. 

Spassky, descolocado una vez por su famosa pereza a la hora de estudiar la teoría, cometió una imprecisión bien pronto, durante la misma apertura, y se quedó con un peón de menos para el resto de la partida. 

Era un error grueso, que ponía de manifiesto que no se podía acudir a una final mundial descuidando la preparación teórica, y menos cuando había que enfrentarse a una enciclopedia ajedrecística humana como lo era Bobby Fischer. 

En esa partida, el aspirante ya solo tuvo que tirar de técnica para, sin arriesgar demasiado, llegar a un final bastante ventajoso con tres peones amenazando con coronarse, peones que Spassky no podría detener. 

Fue una partida increíblemente tensa en la que el campeón se esforzó por compensar su tropezón inicial hasta que se dio cuenta de que no había nada que hacer: otra victoria para Fischer, 8 a 5 en el marcador. Aquel error de Spassky le había costado no ya la partida, sin también ver cómo se cortaba en seco su amago de remontada.

Tras un breve resurgir, pues, la situación de Spassky volvía a ser desesperada. Iba tres puntos por debajo, una diferencia casi insalvable en ajedrez. 

Necesitaba varias victorias si quería impedir que Bobby llegase a los 12’5 puntos que lo proclamasen campeón. Había cometido un destructivo error en el momento menos indicado y había perdido una partida que hacía mucho daño a sus opciones. 

Muchos daban por hecho que Spassky se vendría abajo, después de haber dado claras muestras de su escasa resistencia psicológica ante la tensión de la competición. Pero, como decimos, Boris Spassky no había llegado a campeón por nada. Justo en ese momento infausto se recompuso, lo cual encierra  un mérito enorme, más en semejantes circunstancias y frente a un rival como ese. 

Debido a ello, la final entró en una nueva fase, en la que Spassky iba a intentar por todos los medios ponérselo lo más difícil posible al aspirante e iba a empezar a jugar, si no a su mejor nivel, por lo menos con un desempeño más cercano al que había mostrado en mejores tiempos.

La presión y el cansancio afectaron al juego de ambos contendientes, aunque Spassky pagó el mayor precio.

En la partida número 14, eso sí, la tensión acumulada se hizo patente para ambos rivales y el resultado fue un enfrentamiento entre dos mentes agotadas. 

Fischer volvió a usar ese Gambito de Dama nuevo para él pero que le estaba dando buenos resultados, aunque el juego no fue brillante por ninguno de los dos lados. De hecho, Bobby permitió que Spassky se pusiera con un peón de ventaja, aunque el ruso tampoco estuvo fino a la hora de aprovechar la oportunidad y no eligió las mejores jugadas. 

Al final, después de un juego desangelado en el que ambos habían pagado el esfuerzo acumulado durante partidas anteriores, firmaron el empate. 8’5 a 5’5. Fischer seguía tres puntos por arriba, pero medio punto más cerca de los 12’5. 

En la siguiente partida, la número 15 de la final, se jugó una defensa siciliana, bien conocida por Fischer, que de hecho era considerado uno de los mayores especialistas mundiales en esa apertura. Sin embargo, el juego pronto se adentró por caminos insospechados. 

Una novedad planteada por Spassky descolocó a Bobby en una de sus aperturas más estudiadas, forzándolo a pensar durante largo tiempo en cómo responder. Bobby, por lo general, era el jugador más rápido del circuito. 

En esta ocasión no lo fue, pero eso tenía otra cara: cuando Bobby pensaba mucho, el resultado podía ser muy potente. Su respuesta, muy meditada, confundió a Spassky a su vez. No se la esperaba. Ahora fue el ruso quien pasó muchos minutos pensando en la continuación. 

Entre uno y otro, emplearon más de una hora ¡para pensar solamente tres jugadas! 

Como parece evidente, ninguno de los dos estaba cómodo con lo que sucedía sobre el tablero y ambos temían convertirse en el autor del primer error en un juego farragoso, poco definido y muy, muy tenso. 

En principio, la complejidad de la partida debía favorecer el estilo de Spassky, que para colmo se había puesto con dos peones de ventaja. Pero tampoco esta vez pudo sacar provecho de ello y un Fischer que estaba casi contra las cuerdas se las arregló para forzar un empate frente a un Spassky mentalmente cansado. 9 a 6. Después de esa partida, ambos se tomaron un descanso que necesitaban muy mucho para afrontar lo que aún les quedaba.

Partida número 16: Spassky pronto se pone con un peón de más. Aunque es una ventaja simbólica, ya que se trata de un peón no demasiado valioso (está en la misma fila que otro peón, bloqueando, lo que se llama un «peón doblado», que suele tener poca utilidad). 

Bobby no tardará en llevar la partida hacia lo que parece un empate inevitable, por más que el ruso siga peleando hasta el final, confiando en esa ventaja material que en realidad vale más sobre el papel que sobre el tablero. Spassky tiene pocas posibilidades de sacar provecho del peón extra . 

Alarga la partida esperando que suceda un milagro en forma de error de Fischer. Ese error no llegará. Aun con ese peón de menos, Fischer fuerza otro empate. Partiendo en desventaja, se ha vuelto a librar de la derrota: 9’5 a 6’5. Está un poquito más cerca de la corona.

A estas alturas de la final, los especialistas han empezado a entender que algo está pasando. La final, accidentada al principio, muy disputada después, ha llegado a una nueva fase. Es la fase de la revelación sobre la evolución ajedrecística de Bobby Fischer.

Partida tras partida, Spassky parece llevar la iniciativa y con facilidad obtiene ciertas ventajas. Pero también partida tras partida, la cosa acaba en empate. 

Cada vez que Fischer parece estar contra las cuerdas, encuentra una manera de anular la ventaja del ruso para librarse de la derrota. Boris Spassky está empleando sus mejores armas y el americano está sobreviviendo. 

Spassky diría más adelante que, en ese momento de la final, sintió que Fischer era «resbaladizo como un pez, cada vez que creía tenerlo atrapado, se me escapaba entre los dedos». ¿Por qué? ¿Qué es lo que sucede? Cierto es que Spassky está jugando mejor que en su desastroso tramo inicial, que está obteniendo ciertas ventajas durante las partidas y que Fischer está siendo muy conservador, entre otras cosas porque, con la ventaja en el casillero, evitar errores es lo que más le conviene. 

Pero hay más. La realidad es que Bobby ha llegado a un punto en el apenas muestra grietas por donde atacarle. Los observadores están llegando, pues, a una conclusión: es cierto que el match sería muy distinto si Spassky no se hubiera hundido psicológicamente durante las primeras partidas. 

Pero casi nadie se atreve a negar ya que el juego de Fischer parece estar en un nivel superior al del campeón. Al menos lo bastante superior como para, partiendo de posiciones desventajosas, terminar firmando cómodos empates que lo acercan más al título. 

Todos coinciden en que ni Fischer ni Spassky están jugando a su mejor nivel; la tremebunda presión exterior que sufren ambos tiene mucho que ver con ello, como es natural. También coinciden en que existe una diferencia clave: Bobby parece tener las partidas bajo control incluso cuando Spassky da la impresión de contar con las bazas ganadoras.

Spassky sobre Fischer: «Era como un pez, cuando pensaba que ya lo tenía, se me escurría entre las manos»

Partida número 17. Fischer, con negras, usa otra defensa poco habitual en su repertorio —la Defensa Pirc— con la muy habitual intención de anular cualquier preparación previa de Spassky. Sabiendo que el ruso no se mueve por terrenos conocidos, Fischer hace algo contrario a su costumbre: se niega a simplificar el juego para llegar lo antes posible a una fase final con pocas piezas en la que imponer su famoso «juego de computadora». 

Por el contrario, Bobby ha visto la posibilidad de bloquear las piezas blancas durante el medio juego, así que despliega toda su astucia para a dejar al rival sin opciones de ataque. 

Y lo consigue. Spassky no ve claro el camino a seguir y, aunque llega al final con una ligera ventaja material (un peón de menos, pero dos poderosas torres frente a torre y caballo), no sabe qué hacer para conseguir una victoria que ha vuelto a acariciar con los dedos, pero sin conseguirla. 

Bobby le ha cerrado todos los caminos, su vacuna estratégica ha funcionado. Obliga a Spassky a firmar un nuevo empate. Es el cuarto empate consecutivo en partidas donde, sobre el papel, Spassky tenía posición superior y posibilidades de ganar. 10 a 7. 

Ni que decir tiene que semejante marcha comienza a resultar muy frustrante para el campeón. No está perdiendo partidas, cierto, pero es que tampoco las gana, ni aun cuando consigue avances tácticos que sobre el papel deberían valer mucho más. 

Y lo que es peor, cada punto que se reparten es medio punto que Fischer está más cerca de la corona. ¿Acaso es Fischer,por fin y después de tantos años, el mejor sin discusión? La respuesta, piensan muchos a estas alturas, es que probablemente sí.

Llega la partida 18. Fischer está empezando a acariciar la corona, sabe que las sucesivas tablas le acercan a ella y decide no arriesgar lo más mínimo, una actitud completamente insólita en su carrera, porque acostumbraba a jugar a ganar siempre, incluso cuando no lo necesitaba. 

Está claro que, con el título en juego, Fischer se ha vuelto un estratega y se dedica a manejar los puntos y los tiempos, a calcular lo que le conviene, cosas estas que nunca había hecho antes. 

En esta partida amuralla a su rey tras un enroque largo, dispuesto a plantear un juego defensivo muy poco propio de su estilo. Sabiendo que Spassky necesita una victoria como el agua, deja que el ruso sea quien se rompa la sesera intentando buscar una forma de atacar el enroque. 

Bobby pone en práctica un juego conservador, sí, pero que en realidad es una lección de defensa estratégica: ha planteado la partida para que a su rival le resulte casi imposible hacerle daño. Tiene las herramientas necesarias: una posición sólida, una capacidad de cálculo siempre imprescindible en el juego defensivo, y la tranquilidad de ir muy por delante en el marcador. Si juega a defenderse no ganará partidas, pero será casi intocable. 

Spassky se da cuenta. Muy a su pesar, se ve obligado a conceder un nuevo empate. Es el quinto consecutivo. El campeón nota cómo tiembla la tierra bajo sus pies. Fischer está cavando una trampa con la paciencia de un zapador; tarde o temprano, como no cambien las cosas, el suelo se hundirá bajo el campeón.

Partida número 19. Spassky continúa con la acuciante, casi desesperante sensación de que está a punto de obtener una victoria. Tras presionar muy bien a Fischer con un juego dinámico y ambicioso, el ruso llega al final con un peón de ventaja. 

Una vez más. Pero, también una vez más, falla en encontrar la manera de conservar ese peón, que Fischer probablemente ya había considerado vulnerable desde unas cuantas jugadas antes, porque ha dado muestras de que le había preocupado poco. 

Así que la ventaja se esfuma cuando Fischer captura ese peón. Para martirio de Spassky, no parece haber salida clara hacia la victoria. Firma un nuevo empate. La situación es terrible para él, pero, ¿qué puede hacer? No hay nada peor que empatar varias veces seguidas habiendo tenido siempre la sensación de poder ganar. Partida tras partida, Spassky está logrando ventaja en el juego. Partida tras partida, Bobby está cada vez más cerca del título.

Partida número 20. Fischer plantea otro enroque largo para, una vez más, intentar inhabilitar el ataque de Spassky. Otro planteamiento defensivo ante un hombre cuya única salvación es atacar. Fischer se sale con la suya y de nuevo consigue su objetivo: igualar las cosas. 

El ruso no sabe por dónde hacer mella en la defensa del americano. El juego llega a un final sin torres en el que ninguno de los dos bandos parece tener opciones claras de victoria. La final se está convirtiendo en un via crucis para el campeón, que firma el séptimo empate consecutivo. Resulta evidente que Fischer lo tiene todo bajo control.

Ya solo necesita un punto.

Partida número 21. En esta partida, Spassky necesita una victoria, sí o sí. De lo contrario, perderá su título. Fischer, que juega con negras, plantea la defensa siciliana, una de sus especialidades. 

Esta defensa puede conducir a un juego agresivo, algo que sobre el papel interesa a un Spassky que tiene como único imperativo el ganar. Sin embargo, en la séptima jugada, Bobby adelanta un peón que transforma la apertura haciéndola más cerrada y más propensa a un empate. 

El ruso se queda atónito ante ese giro táctico inesperado, y lo que se le prometía como una partida abierta y dinámica amenaza en transformarse en otro farragoso juego sin vencedor. Tampoco esta vez consigue un ataque claro. 

Un hipotético error o imprecisión de Fischer no llega nunca y la partida desemboca en una fase final de dudosa igualdad: Fischer tiene una torre y dos peones, frente al alfil y cuatro peones de Spassky. 

Además, dos de los peones de Spassky están unidos, reforzando mutuamente, y parecen ofrecer una buena ocasión para intentar coronarlos, aunque no resulte sencillo buscar la manera de hacerlo. 

Una vez más, parece repetirse el síndrome de toda la segunda mitad de la final: las ventajas tácticas de Spassky parecen valer más en la teoría que en la práctica. Es como si Fischer cediera la iniciativa a sabiendas y se pusiera en desventaja a propósito, muy seguro de que esa desventaja es engañosa y —para él— fácil de neutralizar. 

Si Boris Spassky era hasta ahora el mejor jugador del mundo, Bobby Fischer está demostrando que ha aprendido a jugarle de tú a tú. Después de un toma y daca sin ganador claro, se llega a la jugada nº40, momento de aplazar la partida hasta el día siguiente. 

Spassky escribe en secreto la que será su próxima jugada, como dicta el reglamento, y la entrega al árbitro en un sobre cerrado para, con esa jugada, reanudar la partida al día siguiente.

El momento de la reanudación nunca llegará. La noche de Spassky es larga y agónica, porque sabe que, si cede ese punto, Bobby será campeón, pero al mismo tiempo contempla el tablero en busca de soluciones que no llegan, ni por parte suya, ni por parte de su equipo de ayudantes y consejeros. Está perdido. 

Por la mañana, el ruso telefonea al árbitro y le informa de su decisión: se rinde. Y lo hace así, a distancia. 

Ni siquiera se presenta a la reanudación, muy probablemente porque las autoridades soviéticas no quieren la fotografía de un Spassky derrotado posando junto al nuevo rey de los tableros. 

Aunque muchos aficionados creen que la rendición es prematura porque la posición es sutil, lo cierto es que la final ha terminado. Bobby Fischer acaba de convertirse en el décimo primer campeón mundial de ajedrez. 

El sueño de toda su vida, al que se ha entregado desde la infancia, se ha hecho realidad. Lo celebra a su manera, refugiándose durante unos días en su hogar temporal de Islandia, disfrutando de paseos por el paisaje y del contacto con los caballos, animales con los que le gusta pasar el tiempo. Ha conseguido todo aquello por lo que siempre ha luchado.

Lo que nadie puede sospechar es que nunca volverá a jugar una sola partida en una competición oficial.

La victoria de Fischer fue noticia de portada en todo el mundo.

La prensa internacional, y la occidental sobre todo, se vuelve loca con la noticia. La Unión Soviética acaba de recibir un duro golpe en lo que era uno de sus mayores motivos de orgullo y autoestima nacional. 

Esta final le ha dado un giro inesperado a la Guerra Fría, con una victoria propagandística que ha venido del resorte más insospechado en los EE.UU: un tablero de ajedrez. 

De hecho, cuando el pobre Boris Spassky vuela a la URSS, encuentra una fría acogida: no hay comité de bienvenida en el aeropuerto, no hay peces gordos para consolarlo o felicitarlo por la dignidad que ha mostrado en la lucha. 

Y eso que Fischer ha dicho, al terminar la final, que Spassky es el rival más duro que ha tenido jamás. De poco servirá. 

El ahora ex-campeón empezará a tener serias dificultades con su carrera. Durante un tiempo, las autoridades comunistas le impedirán participar en torneos internacionales, hasta que Spassky se reivindique ganando el dificilísimo campeonato de la URSS, lo cual hace ridícula su forzada ausencia de la competición mundial. Ahora, para el Kremlin, Spassky es el hombre que perdió con Fischer, el campeón que no quiso plegarse a las exigencias del régimen. Ya no es bien visto. 

Y eso que Boris Spassky no es un opositor político, ni mucho menos. Como decíamos, Spassky no es comunista, y desde luego tampoco ha sido un campeón dócil para el Kremlin, pero no es un disidente. 

Él quiere seguir viviendo en su país. Es feliz en la URSS. Sin embargo, las cosas se le pondrán cada vez más difíciles allí. Maltratado por las autoridades, uno de los campeones más nobles que haya tenido cualquier deporte terminará, muy a su pesar, en el exilio. 

Harto de que le sigan haciendo la vida imposible, se marchará a vivir a Francia en 1976. Poco después se nacionalizará francés para poder seguir compitiendo. Pero ya nunca será el mismo jugador que fue, entre otras cosas porque se negará a seguir entregándose por completo al ajedrez. Quiere hacer otras cosas, practicar otros deportes, vivir su vida. El match con Fischer no solamente le ha quemado, sino que le ha enseñado que hay, como debe ser, mucha vida más allá de los tableros.

Fischer, por el contrario, es recibido en su país como un héroe nacional. 

Ha obtenido una victoria para su país y para Occidente en bloque, una victoria de la clase que ningún otro individuo ha logrado. Porque las demás victorias estadounidenses, como la carrera espacial, han sido producto de un trabajo conjunto. 

Y Bobby ha vencido a los rusos, pero lo ha hecho él solo, a su manera, sin ayuda de nadie. En Nueva York, su ciudad, se le ofrece un recibimiento propio de los titanes de la astronáutica. Es como si hubiese pisado la luna o hubiese viajado a Marte. Su hazaña ha adquirido una dimensión gigantesca a ojos del público. Incluso se decreta una fecha que se convertirá en el «Día de Bobby Fischer». 

Los políticos se matan por hacerse fotografías con él, se le invita a los programas de TV de más audiencia, las empresas le tientan con suculentos contratos publicitarios (los rechazará todos) y la federación estadounidense de ajedrez registrará un récord absoluto de inscripciones. 

Bobby Fischer es ahora una figura de primera magnitud internacional, probablemente el hombre más famoso del mundo durante ese año 1972. 

Aunque a él poco parece importarle todo eso. En la cena honorífica por su triunfo, como de costumbre, declina beber ni siquiera una copa de vino. 

Es más, se aísla del resto de comensales y se sumerge en su pequeño tablero de ajedrez portátil, imagen insólita que registrarán las cámaras de seguridad del recinto. 

Es el hombre que lo ha ganado todo, pero que no ha cambiado mucho desde el colegio. Se pronuncian discursos en su honor, y él no está atendiendo. Está jugando al ajedrez. Contra sí mismo. No se lo volverá a ver en un torneo oficial.

Veintidós meses después, Bobby Fischer será despojado del título mundial por no presentarse a jugar la siguiente final contra el nuevo aspirante, el joven ruso Anatoly Kárpov

El gran público no volverá a saber de Fischer durante veinte años. Será el inicio de una etapa enigmática y fascinante que terminará de contribuir a convertirlo en leyenda. 

Durante esa etapa, casi nadie sabe dónde está, qué hace, o si alguna vez volverá a jugar para reclamar su corona. 

Bobby Fischer se convertirá en un fantasma, en una figura casi mitológica, como el Yeti o el monstruo del lago Ness. De no haber reaparecido en 1992 —para desgracia de su leyenda y, sobre todo, para desgracia personal suya—, estaríamos hablando quizá de una figura enigmática comparable a personajes de la Antigüedad clásica o del viejo Egipto. 

Bobby Fischer, el campeón que se esfumó entre las sombras. Visto lo visto, ojalá la historia hubiese quedado así.  Pero ya hablaremos de eso en otra ocasión. Por ahora dejemos a Bobby como campeón, lo que nunca debió dejar de ser en nuestro recuerdo.

Islandia

Imagen de portada: Bobby Fischer

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por E.J. Rodríguez.

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Bobby Fischer: Comienza la guerra. Parte VI

El campeonato mundial de ajedrez de 1972 fue el acontecimiento deportivo más trascendente de todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI. 

Generó mayor atención periodística que cualquier otro evento, incluidos los juegos olímpicos o el mundial de fútbol. 

Su significación política sobrepasó todo lo que hasta entonces podía imaginarse en una competición deportiva. Incluso las cúpulas gobernantes de las dos grandes superpotencias seguían cada acontecimiento al minuto. Medios de todo el planeta, ávidos de capturar cualquier detalle, se presentaron en Reikiavik, la pequeña capital de Islandia. 

Un modesto país, hasta entonces poco conocido pero, de repente, señalado en el mapa como sede de un choque de titanes entre el campeón mundial de ajedrez, el soviético Boris Spassky, y su ingobernable contrincante, el excéntrico y genial Robert James Fischer. El mismo Fischer que había saltado a las portadas de las grandes publicaciones durante el año anterior después de aplastar a tres rivales de primera magnitud con una demostración de superioridad jamás vista en los cinco siglos registrados de competición ajedrecística.

Cuando el match por la corona mundial está a punto de comenzar, Fischer no se ha molestado en subir a un avión. Es más, se niega a salir de su escondite en Manhattan. 

Por enésima vez, su presencia en una competición crucial pende de un hilo. A través de sus abogados, expresa el deseo de cobrar más dinero. El mundo entero contempla con pasmo y con desagrado su actitud, en apariencia fría y calculadora. Va a comenzar el acontecimiento deportivo del siglo y uno de los dos protagonistas no se digna aparecer.

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El aspirante que no estaba allí

Los islandeses hemos hecho todo lo posible para organizar este campeonato y agasajar al campeón mundial, así como al aspirante. Pero el aspirante no está aquí. Y me temo que su conducta está poniendo a Islandia en contra de los Estados Unidos. (Discurso del primer ministro islandés en el acto inaugural del campeonato).

El campeón mundial opina que es un hecho inaudito en la historia del ajedrez el que esté aquí preparado para comenzar el match y, sin embargo, tenga que verse obligado a esperar al aspirante. (Discurso de la delegación soviética en el acto inaugural del campeonato).

El señor Fischer, con todos sus guardaespaldas y abogados, con su equipo de psiquiatras y asesores médicos, con sus pataletas y, sobre todo, con su agudo instinto publicitario, ha convertido el campeonato de este año en la noticia del momento. Y si el señor Fischer tiene algún criterio moral al que se aferra, es el de que lo más importante en este juego no es ganar, sino recaudar la mayor cantidad de dinero posible. (Michael Nicholson, corresponsal de la cadena británica ITN).

El día uno de julio, corresponsales de los cinco continentes cubren la ceremonia de apertura de la final del campeonato mundial de ajedrez, ya calificada por toda la prensa como «el match del siglo». El acto será registrado por cámaras y periodistas de todos los grandes medios, sí, pero se está pareciendo muy poco a la gran fiesta del ajedrez que se había estado anticipando con tanto ansia. Por el contrario, el ambiente está muy enrarecido. 

Predominan las caras largas, las expresiones de perplejidad y, por encima de todo, las muestras de fastidio cuando no de abierto enfado. Todos están allí: los directivos de la FIDE, las autoridades políticas islandesas, los miembros de la delegación soviética, el embajador estadounidense… todos excepto Bobby Fischer. 

A pocas horas del comienzo oficial de la final, continúa recluido en el apartamento de un amigo en Nueva York. Está arruinándole el festival al resto del planeta, que espera impaciente una fumata blanca por parte del pintoresco aspirante al trono.

Todos están indignados con su actitud. El campeón Boris Spassky expresa su descontento en un texto leído por la delegación de la URSS durante la ceremonia de apertura. 

Para ser más exactos, se trata de una carta de protesta cuidadosamente redactada bajo la supervisión de las autoridades soviéticas, pero que no deja de reflejar, al menos en parte, sus sentimientos. Dentro del mundillo ajedrecístico, es bien sabido que a Spassky le cae bien Fischer, pero esa simpatía no puede ocultar su irritación ante lo que considera una falta de respeto. 

Por su parte, el primer ministro de Islandia se muestra todavía más duro y afirma que la ausencia de Fischer es una afrenta para su país, que está albergando el acontecimiento mediático más importante de toda su historia. El que Bobby no aparezca constituye un insulto a Islandia. El dirigente advierte de que esa conducta podría empeorar el antiamericanismo ya latente en la sociedad islandesa, de tinte muy progresista. 

La prensa internacional se muestra también muy despectiva hacia Bobby, en especial después de haber tenido que gastar respetables cantidades de dinero para enviar corresponsales a la isla, además de solucionar las carambolas logísticas que requiere el seguimiento de una competición que, en teoría, podría prolongarse durante semanas e incluso meses. 

Ni siquiera los periodistas estadounidenses son demasiado benévolos con el penúltimo capricho de su gran estrella, que está resultando ser tan díscola como el otro deportista americano de fama internacional del momento, el controvertido boxeador Muhammad Ali

Fischer, con esto, refuerza la imagen de genio extravagante, egoísta y desconsiderado, para quien poco significa el honor deportivo. Incluso las más altas instancias políticas de las dos superpotencias se alberga opiniones claras al respecto: en el Kremlin se muestran soliviantados por la ausencia del aspirante, aunque en privado se regocijan ante la posibilidad de que el peligroso norteamericano no se presente a la final y Spassky retenga su corona sin lucha. En Washington, cómo no, contemplan con vergüenza ajena el desplante de su héroe nacional.

Pero, ¿por qué es tan importante para todo el planeta un campeonato en el que dos hombres se limitarán a mover unas piezas sobre un tablero? ¿Qué hace que el mundo entero esté tan pendiente de las sesenta y cuatro casillas, cuando hasta entonces el ajedrez había sido un deporte minoritario? ¿Qué es lo que está en juego?

La guerra fría sobre un tablero de ajedrez

Lista de todos los campeones mundiales de la FIDE hasta el momento (fotografía del blog http://ajedreztegia.blogspot.com.es). En amarillo, los que proceden de Rusia o de territorios que han pertenecido a la URSS.

En 1972, los EE. UU. y la URSS dominaban el mundo a su antojo, representando dos ideologías opuestas que pugnaban por imponerse para someter a sus dictados la mayor cantidad posible de países. Podría decirse que no existía una nación que no estuviese alineada, de un modo u otro, con uno de los dos bandos. 

Ambos países se encontraban enemistados desde 1945, aunque nunca se habían enfrentado de manera abierta en una guerra (más allá, claro está, de haber apoyado con mayor o menor discreción a distintos contendientes en cierto número de conflictos bélicos). La tensión acumulada tenía que liberarse de otras maneras, muy especialmente en una batalla propagandística sin fin.

El roce más serio entre las dos superpotencias, la Crisis de los Misiles de Cuba, había tenido lugar casi una década antes y ya no era un asunto de actualidad. 

Aunque la opinión pública había visto aquella crisis como una victoria estadounidense —no en vano le había costado su carrera política a Nikita Kruschev—, lo cierto es que, a nivel estratégico, la URSS había obtenido no pocas ventajas del asunto cubano, que compensaban la derrota propagandística. 

Además, en 1972, los Estados Unidos también estaban tragando sapos: su tremendo tropezón en Vietnam estaba poniendo en entredicho el prestigio de su maquinaria militar, atragantada con los comunistas del Vietcong, que estaban siendo apoyados por la URSS. 

Por otro lado, la política estadounidense estaba empezando a verse minada por una sucesión de escándalos que afectaban a varias de las instituciones más importantes del país. 

Así pues, los EE. UU. no podían seguir restregando la Crisis de los Misiles a su rival, porque tenían sus propios motivos de vergüenza. Otro campo de enfrentamiento propagandístico lo había constituido la carrera espacial pero, si bien la llegada a la Luna había marcado una victoria final para los estadounidenses, los soviéticos podían presumir de haber triunfado en todas las etapas iniciales, desde poner en órbita el primer satélite hasta enviar el primer hombre al espacio. 

Además, la NASA y algunos de sus principales héroes, muy especialmente Neil Armstrong, se habían abstenido de politizar el alunizaje. Recalcaban, con mucha sensatez, que aquella victoria pertenecía a toda la humanidad, y así reconocían, aunque de manera implícita, que la llegada a la luna nunca hubiera sido posible sin las hazañas previas de los soviéticos.

Antes de Fischer, solo el baloncesto ofrecía una posibilidad de catarsis deportiva entre las dos superpotencias.

Durante décadas, pues, el pulso entre las dos superpotencias se había librado mediante un inacabable intercambio de éxitos y fracasos en ambos lados, sin que pareciese haber un triunfador claro. El mundo necesitaba una catarsis, un enfrentamiento definitivo que sirviera para declarar, aunque fuese de manera puramente simbólica, cuál de los dos contendientes estaba por delante.

El deporte parecía un vehículo propicio para liberar parte de aquellas tensiones, especialmente a nivel propagandístico. Nunca han sido raros los ejemplos de eventos deportivos dotados de significación política. Por entonces, sin embargo, no existía una competición de interés masivo donde las dos superpotencias se enfrentasen en igualdad de condiciones. Los deportes más populares en EE. UU. (béisbol y fútbol americano) eran prácticamente inexistentes en la URSS. 

El fútbol europeo, el más popular entre los soviéticos, apenas era practicado, o siquiera conocido, por los estadounidenses. Lo más parecido a un enfrentamiento directo en un deporte mediático lo había proporcionado el baloncesto, juego que sí tenía mucho seguimiento en los dos países. Los choques entre ambas selecciones nacionales tenían un fuerte componente político, pero a nadie se le escapaba que el enfrentamiento resultaba desigual. 

El baloncesto era un invento americano y los EE. UU. todavía estaban a años luz del resto del mundo. Tanto, que ni siquiera necesitaban enviar baloncestistas profesionales a las competiciones —por entonces el reglamento internacional no se lo permitía— y se imponían con facilidad recurriendo a sus jugadores universitarios. 

Todo el mundo tenía claro que, si los soviéticos albergaban alguna posibilidad de vencer al combinado estadounidense, era debido a la ausencia de los profesionales de la NBA. 

Algo muy similar sucedía con el boxeo, un deporte universalmente apreciado y muy popular en ambas naciones también, pero donde la hegemonía estadounidense era de nuevo casi total, sobre todo en la categoría de los pesos pesados, la que mayor interés despertaba entre el público. 

También estaban los juegos olímpicos, pero en ellos, dejando aparte el baloncesto, había un conglomerado demasiado heterogéneo de deportes demasiado minoritarios para ofrecer esos grandes momentos de catarsis colectiva ante las tensiones de la guerra fría.

Lo curioso es que, antes de la candidatura de Fischer, ganada con tanta brillantez durante 1971, el ajedrez había parecido el medio menos indicado para escenificar esa catarsis. 

Primero, por su carácter minoritario en Occidente y en prácticamente todas partes del mundo excepto la URSS y algunos de sus países satélite. Y segundo, porque el dominio soviético había sido tan aplastante desde el final de la II Guerra Mundial, que nadie había albergado la menor esperanza de desalojar a los rusos del trono. Desde 1948, todos los campeones mundiales y todos los aspirantes sin excepción habían provenido de la URSS, siempre formados en aquella imparable máquina de producir talentos que era la escuela soviética de ajedrez. 

Ni un solo jugador occidental o de otra procedencia había conseguido colarse en una final mundial. Nunca, ni uno solo. De hecho, la propaganda soviética utilizaba el juego-ciencia como demostración de la superioridad de su sistema educativo, de sus valores y de la formación intelectual de su pueblo. En la URSS los ajedrecistas eran auténticos ídolos, estrellas mediáticas que contaban con todo el apoyo gubernamental y que ejercían un dominio insultante sobre los ajedrecistas del resto del planeta.

En 1972 Taimanov seguía siendo un paria en la URSS a causa de su derrota frente a Fischer. Spassky corría el riesgo de seguir la misma estela.

El ascenso de Bobby Fischer, no obstante, había cogido a la URSS por sorpresa. 

Como narrábamos en episodios anteriores, los soviéticos no negaban que Fischer era un genio a su manera, e incluso admiraban —con creciente discreción, eso sí— la manera en que había conseguido equipararse a la élite soviética por medio de un inaudito trabajo en solitario. 

El que su entrenamiento tan heterodoxo y tan alejado de la preparación ultra profesional de los Maestros rusos, lo hubiese conducido a una final mundial, era algo que rompía todos los esquemas. 

En la URSS siempre habían tenido tendencia a infravalorar el potencial de Fischer, a lo que el propio Bobby había ayudado saltándose voluntariamente dos de las competiciones mundiales que se celebraban cada tres años. De hecho, no había aparecido en la máxima instancia del ajedrez desde que era un adolescente. 

El Bobby de 1972, sin embargo, tenía ya poco que ver con el de 1962. Diez años atrás, a sus diecinueve años, no había podido con los rusos. A ahora, con veintinueve, se había convertido en una severa amenaza. Había barrido a todos los mejores jugadores del mundo. Únicamente el campeón Boris Spassky seguía erigiéndose como un obstáculo en su camino.

En tres lustros, Fischer había pasado de ser amigo a enemigo. 

Al principio, los ajedrecistas rusos lo habían considerado un hijo adoptivo, porque Bobby comenzó su precoz carrera como un discípulo más, aunque a distancia, de la teoría ajedrecística soviética, un detalle que no negaba ni él mismo. 

Es más, durante sus primeros años, el pueblo de la URSS lo había mirado con simpatía: el haberse convertido en Gran Maestro a los quince años fue una hazaña sin precedentes. Bobby hablaba ruso, aunque no muy bien. Entonces, poco importó que fuese estadounidense. 

Los habían demostrado un considerable cariño por él, hasta el punto de que hasta las autoridades comunistas habían tenido el detalle de invitarlo a Moscú, para agasajarlo como a una estrella soviética más. En aquellos años en que el ajedrez no tenía significación política, la URSS mostraba más respeto y admiración por Bobby de los que Bobby recibía en su propio país.

Fischer, que nunca se casaba con nadie, pronto empezó a mostrar síntomas de ser más bien un «hijo desnaturalizado», como decía Pablo Morán en uno de sus recomendables libros sobre el americano. A los diecinueve años, recordemos, había desafiado al establishment soviético denunciando públicamente los manejos irregulares de los Maestros rusos en la alta competición. 

Eso lo convirtió, al menos en el ámbito de la propaganda, en el enemigo público número uno de aquel ajedrez comunista con el que él mismo había aprendido a jugar. 

Desde ese momento, la prensa de Moscú lo trató con paternalismo y condescendencia, cuando no con un abierto desprecio. Sin embargo, en EE. UU., esa misma actitud lo había convertido en prototipo de héroe americano, casi de película: individualista, hecho a sí mismo, enfrentado en solitario a todo el batallón de profesionales soviéticos. El niño pobre de Brooklyn que, con la única ayuda de su talento y su fortaleza de carácter, estaba desafiando a todo un sistema.

En 1971, durante aquella marcha aplastante hacia la final en la que Fischer había humillado de manera jamás vista a tres de los mejores jugadores del mundo, incluyendo a dos Maestros rusos (Mark Taimanov y el excampeón mundial Tigran Petrosian), la condescendencia soviética se resquebrajó. Las posibilidades de victoria para el estadounidense ya no eran desdeñables.

Incluso había quien lo consideraban el favorito para la final. Cierto era que nunca había ganado al campeón, Spassky, ni una sola vez durante toda su carrera. Pero la estadística demostraba que, en general, su juego había llegado a ser tan potente como el del vigente rey del ajedrez, si acaso no más potente. 

Así que en Moscú, por más que quisieran mantener una pose de confianza de cara al exterior, se habían disparado todas las alarmas. Los comisarios políticos y hasta el KGB comenzaron a acosar a los ajedrecistas soviéticos, especialmente a Boris Spassky y su equipo de ayudantes. El Kremlin quería que el campeón les garantizase la victoria, tan importante para mantener el estatus propagandístico del régimen. 

El campeón, irritado y atónito, no entraba en el juego. Se mostraba indignado por las exigencias del Partido Comunista: «Esto es un deporte, ¿cómo quieren que les garantice la victoria? Nadie puede garantizar una victoria en el deporte». Spassky afirmaba que se encontraba en condiciones de defender el título, pero se negaba a hablar de un 100% de probabilidades de ganar. Actitud lógica y razonable, cabe añadir. Sin embargo, eso no satisfacía al Partido. 

El Partido quería lo imposible: asegurarse de antemano que el trono mundial no acabaría en manos de un estadounidense, lo cual constituiría una debacle mediática y política descomunal. Como resultaba imposible firmar un seguro anti-Fischer, los mandamases de Moscú estaban cada vez más nerviosos.

El mundo libre necesita a Fischer

En los Estados Unidos, mientras tanto, se había desatado la locura. Hasta entonces, el ajedrez había tenido un seguimiento muy limitado, por más que la fuerte personalidad, los récords y la peculiar biografía de Fischer lo hubiesen convertido en una figura muy famosa desde su infancia. 

Cuando logró clasificarse para la final, sin embargo, se desencadenó una auténtica ola de histeria en torno a su persona. Eso lo convirtió, para sorpresa de muchos, en el bastión de Occidente, en el primer espada del mundo libre. Era el hombre que pretendía derrotar a los rusos. Nada menos.

Fischer tenía una actitud ambivalente hacia su cada vez más desbocada fama.

La prensa lo perseguía allá donde estuviera, aunque en la mayor parte de ocasiones conseguían poco más que irritarlo y provocar que se mostrase aún más huidizo. 

Recibía constantes llamadas telefónicas, incluidas incontables proposiciones de admiradoras femeninas —aunque él, que no desdeñaba la atención del sexo opuesto, continuaba con sus preocupaciones a la hora de encontrar una pareja estable que no lo quisiera únicamente «por ser Bobby Fischer»—, y de muchas empresas que querían hacerse con sus servicios para campañas publicitarias, a lo que se negaba siempre con abierto desprecio. 

Es muy célebre la anécdota de una marca de champú que le ofrecía una considerable cantidad de dinero por prestarse a anunciar su producto: Fischer, antes de responder, pidió una muestra del champú que debía anunciar. Poco después respondió con una carta en la que decía: «su producto es una porquería, éticamente no puedo anunciar esto».

Le molestaba mucho el acoso periodístico, pero sí concedió diversas entrevistas a periodistas contrastados, entre ellos el famoso presentador Dick Cavett. Eso nos dejó un interesantísimo documento en el que Fischer se muestra inusualmente relajado y sonriente. 

También parece mucho menos ingenuo que en aquella otra entrevista televisiva concedida diez años antes y en la que había soltado todo cuanto le pasaba por la cabeza, causando escándalo con algunas de sus opiniones. 

Ahora se mostraba más cuidadoso con sus palabras —etapa rara en su vida, como ya sabemos— aunque no hubiese desaparecido del todo su lado más nive. Él mismo dijo durante aquella escueta pero reveladora entrevista que «no he cambiado demasiado, solo que ahora me manejo un poco mejor con la gente y con la prensa». 

Sea como fuere, aquel Bobby afable se parecía más al que conocían las personas de su círculo. Siempre que estuviese de buenas, claro está. Todavía no era el fanático monotemático de épocas posteriores y su inmenso carisma, que desprendía sin pretenderlo, tenía cautivado al público. 

Varias cosas se traslucen en la entrevista, en especial cuando interpretadas a la luz de lo que conocemos de su biografía. Por ejemplo, cuando Cavett le pregunta si se gana dinero con el ajedrez, Fischer responde: «podría ganarse más dinero… pero va mejorando». 

Lo que no cuenta, aunque hoy lo sabemos, es que luchaba contra viento y marea, casi siempre en detrimento de su propia imagen personal, por obtener condiciones económicas más justas para los ajedrecistas. 

Incluso el campeón Spassky lo llamaba «el presidente de nuestro sindicato». Cuando Cavett le dice que la gente espera ver a un ajedrecista bajito con gafas y se sorprende al encontrar a un tipo con espalda de nadador y hechuras de atleta, Fischer defiende la importancia de mantenerse en buena forma física para el ajedrez, algo que el público del plató se toma a broma (para sorpresa del propio Fischer) pero que hoy constituye un fundamento básico para cualquier campeón de ajedrez. 

También vemos que, como de costumbre, señala la importancia del trabajo duro, además de admitir que hasta que no consiga el título, «no tengo demasiada vida más allá del ajedrez». Y cómo no, manifiesta su feroz espíritu competitivo:

—¿Cuál es el mayor placer del ajedrez? ¿Cuando ves al rival en problemas?

—El mayor placer es cuando destrozas su ego.

—¿De verdad?

—Sí. (risas)

Transformado en el nuevo Albert Einstein, su popularidad a nivel mundial alcanzó cotas con las que únicamente podían compararse deportistas como Muhammad Ali o Pelé

El carisma es algo que no se puede fabricar y la prensa encontró un filón en Fischer. Su figura inspiró a miles de nuevos aficionados al ajedrez: las licencias en las federaciones de muchos países se dispararon, así como las ventas de tableros y de manuales. 

De repente, el sueño de muchos padres era el tener un Bobby Fischer en casa, porque su nombre se había transformado en sinónimo de genio. Naturalmente, la prensa occidental y el Gobierno de los EE. UU. no se reprimieron a la hora de explotar la posibilidad de asestar un doloroso golpe a la URSS allá donde más le dolía. 

El juego de los escaques, cuyas virtudes había glosado el mismísimo Lenin, formaba parte fundamental de la ideología soviética desde la Revolución de 1917. Ajedrez y URSS eran casi sinónimos. 

Ahora era un estadounidense, nada menos, quien amenazaba con destruir aquella hegemonía. ¿Qué más se le podía pedir al asunto? 

Fischer, con su afición al pinball, a la música rock y a la Coca-Cola. Fischer, con su inconfundible acento de Brooklyn. El chaval que había crecido a cuatro pasos de un estadio de béisbol, que había jugado en los tableros al aire libre de Manhattan. Alto, imponente, intrigante. Un campeón genuinamente americano que parecía diseñado a propósito para el regocijo de los medios de su país y del mundo entero. Lo tenía todo.

Todo, excepto las ganas de acudir a Islandia.

Mientras todos le esperan en Reikiavik, Fischer ya ha comunicado que la bolsa económica propuesta para el match (125.000 dólares de la época, unos 600.000 euros actuales, a repartir entre ambos contendientes) le parece insuficiente. 

Quiere más dinero, o no jugará. También reclama un porcentaje de los derechos televisivos y de la recaudación de las taquillas. 

De repente, el paladín se esfuma cuando las democracias capitalistas lo están usando como principal arma propagandística. Está enfadando al mismo público que lo adora. Para los estadounidenses, el campeonato se ha convertido en una cuestión de honor patrio, de defensa de un sistema de vida. 

Pero para Bobby parece limitarse a lo de siempre: dinero. Nadie puede entender que vaya a dejar pasar esta oportunidad de proclamarse campeón y de transformarse además en el más grande icono de Occidente durante esa etapa de la guerra fría. De no acudir a Islandia, piensan muchos, estaría burlándose de millones de personas que han empezado a seguirlo muy de cerca, confiando en que aseste un sablazo mortal al petulante orgullo comunista.

La ceremonia de inauguración se celebra sin él. Nadie se atreve a asegurar que habrá una final.

El 3 de julio, dos días después de ese acto de presentación al que no se había molestado en acudir, un magnate británico llamado James Slater ofreció 125.000 dólares de su bolsillo para doblar la bolsa del premio, enviando un telegrama a Bobby que decía algo así como «Ahí tienes el dinero. Ahora ve y juega».

Horas de tensión insoportable

El afable y caballeroso Boris Spassky era un desconocido para la prensa occidental, obsesionada con Fischer.

En cuanto supo que el premio económico se había doblado, para alivio de todos, Fischer abandonó su refugio y voló a Islandia. 

A su llegada, en el aeropuerto, lo aguardaba una excitadísima multitud. Pero Bobby estaba ya sumido en un intenso estado de concentración, así que se metió en un automóvil sin mediar palabra y se esfumó con dirección a la vivienda que tenía designada. 

Su tumultuosa aparición contrastaba con la anterior llegada de Boris Spassky, quien había firmado autógrafos y se había dejado agasajar por los admiradores, pero que había despertado mucha menos expectación. Spassky, aun siendo el campeón, era un virtual desconocido para muchos ciudadanos más allá de las fronteras soviéticas. Bobby, el aspirante, era la gran estrella.

Decíamos que durante 1971 Fischer había mostrado un nivel de juego insultante, transformándose en una figura bigger than life. No solamente era cuestión de fama: las recientes demostraciones del americano proporcionaban buenos motivos para que Spassky estuviese preocupado.

Lo que más molestaba a Boris Spassky, sin embargo, no era el nivel de juego de Fischer, sino la excesiva politización del evento. 

Él se consideraba un patriota, pero no un comunista; era de los pocos Grandes Maestros que no pertenecía al aparato del PCUS. Él estaba en Reikiavik para disputar un título deportivo, no para dirimir el equilibrio geopolítico de las dos superpotencias, por más que la prensa mundial estuviese empeñada en calificar el enfrentamiento en términos casi bélicos. Dicho de otro modo: Spassky estaba harto de la presión política y mediática. 

Durante el último año, las autoridades soviéticas no lo habían dejado en paz. El obsesivo mensaje del Kremlin era siempre el mismo: hay que ganar a Fischer, hay que ganar a Fischer. 

Aquello terminó siendo contraproducente. Spassky había preparado cuidadosamente el match, pero empezó a cansarse de que todo el sistema soviético pareciera descansar sobre sus espaldas y, ya antes de la final, demostró su hastío con síntomas de rebeldía que preocupaban a sus preparadores y, por extensión, al politburó. 

Un buen ejemplo de su actitud: se le buscó un sparring adecuado para jugar una serie de partidas preparatorias, el jovencísimo y prometedor talento Anatoly Karpov —futuro campeón mundial, como todos sabemos—, cuyo juego recordaba al de Fischer en muchos aspectos. 

Karpov había modelado su juego estudiando las partidas de Bobby. Aun siendo un producto prototípico de la fábrica soviética de talentos, era uno de los primeros espadas de una nueva generación de jugadores «fisherianos», que habían asimilado el paradigma del neoyorquino. 

Por esto, el juego «posicional activo» de Karpov lo convertía era un sparring ideal para Spassky, ya que era precisamente ese estilo el que definía al propio Fischer. Pero Spassky recibió con desgana la noticia de que debía medirse a Karpov. Consintió en jugar una partida contra él; la ganó con facilidad y decidió que ya tenía suficiente. 

Un asombrado Karpov comunicó al equipo de entrenadores que el campeón no tenía intención de jugar ninguna otra partida de preparación contra él. Nadie pudo hacer que  cambiase de opinión. Como seguía siendo campeón mundial, era intocable, pero su actitud de visible desidia resultaba muy preocupante para las autoridades moscovitas. Spassky no estaba haciendo amigos en el Kremlin. Con el tiempo, pagaría su precio por ello.

Spassky también lamentaba ser el único hombre a quien Fischer no había doblegado todavía, porque eso era un motivo más que lo convertía en el último soldado encargado de defender la trinchera soviética frente al huracán de Brooklyn. 

Tal vez Fischer, por su fogosa personalidad, estuviese acostumbrado a lidiar con tensiones, enfrentamientos y presiones externas en todo tipo de competiciones. Pero aquello no iba con Spassky. Él era un ajedrecista, no un político, ni un militar. Era un tipo tranquilo y extremadamente gentil, para quien el ajedrez era un civilizado juego entre gente educada. Difícilmente podía sentirse feliz en mitad de aquel ambiente bélico.

Bobby tampoco se encontraba cómodo con tanta politización. 

Al igual que Spassky, evitó cuidadosamente caer en el juego ideológico. No le gustaba que se presentase la final como una disputa entre superpotencias en la que se había convertido. 

Paradójicamente, los dos protagonistas del evento que tenía en vilo al mundo eran los únicos que no tenían intención de calificarlo como una batalla política. Dos ajedrecistas que, además, habían mantenido siempre una buena relación personal. Y ahora aparecían retratados como enemigos, encabezando, muy a disgusto, una guerra que amenazaba con descontrolarse hasta hacer del campeonato una experiencia desagradable y torturante. El estado de nervios de ambos contrincantes era delicado. 

No es de extrañar. Rara vez, si es que alguna, han estado dos deportistas bajo semejante escrutinio por parte de todo el planeta. Lo quisieran o no, Bobby Fischer y Boris Spassky tenían la guerra fría en sus manos. Absurdo, pero cierto.

Tras muchas vicisitudes y habladurías, con un Fischer que pasaba casi todo el día recluido en la casa que se la había asignado, pudo comenzar el campeonato. 

El 11 de julio de 1972 iba a disputarse la primera partida. La final consistiría en una serie de 24 partidas, o menos, si alguno de los contrincantes alcanzaba los 12’5 puntos. Un empate a 12 puntos permitiría que Spassky retuviese la corona. Era el momento más importante en la vida de Bobby Fischer. Llevaba soñando con el título y esforzándose de manera obsesiva para conseguirlo, desde que era un niño solitario moviendo unas piezas baratas en su diminuto apartamento neoyorquino.

Primera partida: el primer shock

Cuando participas en un torneo normal, puedes disfrutar jugando al ajedrez. Pero en el campeonato mundial las emociones negativas se imponen sobre las positivas porque quieres aniquilar a tu oponente. Así es el campeonato mundial. Además de creatividad, el campeón del mundo debe tener instinto asesino. (Boris Spassky)

Todo está preparado en el impresionante pabellón Laugardalshöll de Reikiavik. Un espectacular escenario para un evento espectacular. Sobre la mesa, un tablero diseñado según exigencias de Fischer y un juego de piezas Staunton, solicitado también por él. Campeón y aspirante se sientan ante la mesa. Ambos tienen una expresión grave. Comienzan a jugar. El mundo entero está mirando.

El tablero durante la primera partida: un perfecto empate técnico antes de la extrañísima e inesperada jugada de Fischer.

Spassky, con blancas, mueve primero. Fischer responde con la defensa Nimzo-India, una habitual de su repertorio. No hay sorpresas. El campeón se muestra cauteloso y a la expectativa. El aspirante también. 

Fischer se apresura a simplificar el juego para llegar lo más rápidamente posible a una fase final con pocas piezas, lo cual es su gran especialidad. 

Quiere evitar un medio juego complejo en cuyos intrincados vericuetos el imaginativo Spassky se movería como pez en el agua. El ruso, sin embargo, no se resiste a la simplificación y también parece contentarse con un juego tranquilo. La partida transcurre igualada y, cosa previsible en una primera toma de contacto, se encamina a un empate técnico. 

Después de solamente 28 movimientos, cada uno de los rivales se ha quedado con su rey, un alfil y seis peones. Son unas tablas de manual. 

Parece haberse llegado a un punto muerto y todo el mundo espera la firma del empate para que los contendientes se retiren a sus aposentos, donde se mentalizan de cara a una segunda partida en la que, muy probablemente, comenzarán de verdad los fuegos de artificio (y comenzaron, a pesar de que esa segunda partida no llegaría a jugarse nunca… pero ya llegaremos a eso). 

Con un título tan importante en juego, ninguno de los dos parece querer arriesgar demasiado nada más empezar. Mejor utilizar la primera partida para acostumbrarse al entorno, para comprobar si el rival ha venido tan preparado como se le supone. Lo propio en la batalla inaugural es mostrarse conservador y evitar, sobre cualquier otra cosa, cometer errores.

Y entonces Fischer lo hace. Nadie sabe por qué. Nunca nadie ha entendido qué pasaba por su cabeza cuando lo hizo. Pero, contra toda lógica aparente, sacrifica un alfil a cambio de dos peones, en una jugada inexplicable que parece más el error de un principiante que la jugada de un Gran Maestro de talla mundial. 

Spassky, aun sin demostrarlo —su rostro suele ser bastante hierático—, se queda atónito. Los analistas no saben decidir si están asistiendo a una genialidad que todavía no pueden comprender o a un fallo garrafal que resultaría todavía más difícil de explicar. 

Los corresponsales hierven de excitación y el público trata de captar la esencia de la jugada. Aquello va a convertirse en una gran noticia, porque nadie hubiese imaginado semejante e innecesario golpe en mitad de una partida que estaba siendo muy reposada, muy de empate. El presidente de la federación islandesa lo resume con agudeza: «un único movimiento y vamos a salir en todas las portadas del mundo».

La jugada no es una genialidad. Es, de hecho, un error. Y un error demasiado grueso como para creer que a Fischer se le ha podido escapar por las buenas.

 ¿Qué pretende con esa jugada? Unos piensan que su intención era confundir a Spassky, obligándolo a pensar más de la cuenta, a gastar energías y minutos de su reloj preocupándose en vano por las posibles consecuencias de aquella jugada inútil. 

Otros creen que Fischer se negaba a firmar unas tablas que parecían cantadas y que, para evitar el empate, decidió lanzarse a una táctica suicida con la esperanza de que la presión del momento doblegase a Spassky. 

Y otros, como Kasparov en su famoso análisis de la partida, creen que los nervios le jugaron una mala pasada a Fischer, llevándolo a un cálculo erróneo que le hizo ver una continuación fantasmal hasta la victoria que únicamente existía en su cabeza. 

En fin, nunca sabremos cuál era la intención del estadounidense o si de verdad aquello era un error monumental. Él mismo nunca lo aclaró. Pero hizo aquella jugada y Spassky se limitó a intentar sacar partido de la situación, sin tomar grandes riesgos. Pronto las cosas parecían decididas a favor del campeón.

Aun con la partida aparentemente perdida, Bobby continuó disputándola con su combatividad habitual y llegó, incluso, a rozar una pequeña posibilidad de obtener un empate. 

Pero la situación de inferioridad en que él mismo se había puesto no era algo que todo un campeón mundial fuese a desaprovechar. Bobby tuvo que rendirse. 1-0 para el ruso. Spassky le ha derrotado una vez más. 

Fischer se levanta, estrecha con brevedad la mano de su rival y se esfuma veloz del escenario, como acostumbra a hacer cuando sufre una dolorosa derrota. 

Parece dejar a un titubeante Spassky con la palabra en la boca. Al día siguiente, la prensa mundial hace cábalas sobre el extraño movimiento del estadounidense. 

Muchos, en la línea de Kaspárov, lo achacaron a los nervios. Otros muchos pensaban que Fischer seguía sintiéndose inferior a Spassky (aunque Bobby jamás hubiese expresado abiertamente ese sentimiento, más bien al contrario) y aquel error tremebundo era un producto de ese complejo de inferioridad. Otros pensaban que la culpa era de las ansias de evitar un empate y ganar a toda costa. En fin, todo especulación.

¡Cuerpo a tierra! Bobby el Terrible acaba de descubrir que le molestan las cámaras. Y la final, claro está, empieza a peligrar en ese mismo instante.

En lo que no se habían fijado fue en un detalle que parecía sin importancia, quizá por que era la conducta habitual en Fischer, pero terminaría adquiriendo una relevancia enorme. 

Durante aquella primera partida, mientras estaba sentado esperando la jugada de Spassky, Bobby se había girado en su sillón para mirar directamente a una de las cámaras que grababan el evento. 

Después se había levantado para decirle algo al árbitro. ¿Qué sucedía? Pues que al parecer le molestaba el ruido del motor de aquellas cámaras. Una de tantas quejas que Fischer hacía siempre a los organizadores. O no…

Comienza la guerra psicológica

Antes de empezar la segunda batalla, Fischer pidió que se retirasen las cámaras del recinto. Los organizadores se negaron, aludiendo que él parecía ser el único individuo de todo el pabellón al que molestaba su sonido, o que lo captaba siquiera. El americano insistió: había que retirar las cámaras. Los islandeses volvieron a negarse.

Y Fischer, como contestación, no acudió a la segunda partida.

A la hora señalada, volvía a haber una silla vacía en el recinto, como en la fiesta de presentación. Spassky se vio obligado a esperar durante los 60 minutos que, según el reglamento, deben transcurrir para descalificar a un jugador por incomparecencia. El rostro del ruso parecía inexpresivo, como de costumbre, al menos a ojos del público. 

Sin embargo, quienes lo conocían bien sabían que, en realidad, estaba siendo consumido por los nervios. Los miembros de la delegación soviética empezaron a temer, y con toda la razón, los efectos demoledores que las inesperadas maniobras de Fischer podían tener sobre el ánimo de Spassky. 

Imagínese la situación, amigo lector: usted es el campeón mundial, está defendiendo (a su pesar) el orgullo de su país y de todo un gigantesco sistema político, con toda la prensa planetaria registrando cada uno de sus gestos, con las cámaras de televisión enfocándolo en directo y el KGB soplándole en la nuca. 

Y usted se pasa toda una larga hora sentado en solitario ante el tablero, o paseándose por el escenario, sin saber si su contrincante aparecerá. La incertidumbre convirtió aquellos sesenta minutos en una interminable agonía para Spassky.

Tras una espera interminable —qué cierto es aquello de que «el tiempo es relativo»— se llegó por fin al momento de la descalificación y el árbitro decretó la derrota de Fischer por incomparecencia: 2-0 para Spassky. 

Sobre el papel, aun a falta de veintidós partidas, parecía una ventaja difícil de remontar para el americano. 

Sobre todo frente a un jugador tan sólido, flexible y lleno de recursos como el campeón mundial. La mayoría de corresponsales y expertos coincidía en que era ya muy difícil que Bobby le diese la vuelta al marcador. 

En teoría, era una muy buena noticia para Spassky. Apenas sin esfuerzo, contaba con una ventaja que bien podría ser definitiva, y que conservaría limitándose a evitar cometer errores graves durante el resto del match. En la delegación rusa, sin embargo, no se mostraban demasiado tranquilos. Sabían que Boris Spassky estaba muy agitado y que aquello no se parecía en nada al campeonato pacífico que le hubiese gustado disputar.

Conociendo el historial de Bobby Fischer, muchos temen que abandonase Islandia en ese mismo instante (y parece ser que estaba dispuesto a hacerlo). 

En la Casa Blanca están tan preocupados que Richard Nixon ha dado una orden al asesor de seguridad nacional y figura clave en Washington, Henry Kissinger

Quiere que telefonee a Fischer y le persuada, aunque la final parezca perdida, a continuar defendiendo el honor patrio frente a la URSS. La Casa Blanca no quiere que Fischer abandone. 

A esas alturas, Washington considera inaceptable que se someta a su país a una humillación urbi et orbi. Perder es una cosa; abandonar es mucho peor. 

Cuentan que la llamada telefónica impresionó a Fischer, quien se supone finalizó la conversación en tono casi marcial, respondiendo un «sí, señor» a las exhortaciones del astuto y convincente Kissinger. Aunque el detalle poco era con la actitud habitual de Bobby, así es como se narra la anécdota. 

Sea como fuere, el genio de Brooklyn decidió permanecer en Islandia. Eso sí, continuaba negándose a jugar en presencia de aquellas cámaras.

Una imagen insólita: el campeón mundial esperando en vano a que aparezca el aspirante.

Los organizadores llamaron a un experto en acústica de la Universidad de Reikiavik para que midiese las emisiones de ruido de las dichosas cámaras. 

El experto examinó el sonido con sus aparatos y concluyó que no entendía cómo podía molestar a Fischer, que no era posible que lo distrajese del juego. 

La organización, pues, siguió negándose a retirarlas. Hacerlo significaría renunciar a un valiosísimo registro gráfico del acontecimiento. Entonces, Bobby exigió jugar la tercera partida en otro escenario, una habitación aislada. 

Una medida excepcional que un jugador puede solicitar en caso de sentirse agobiado por el ambiente, pero que parecía inapropiada en ese caso porque nadie, excepto él, consideraba inadecuado el escenario oficial. La organización preguntó a Spassky si consentía en jugar la tercera partida de manera aislada, sin público, en una sala de ping-pong.

Todos los miembros de la expedición soviética —entrenadores, asesores, etc.— suplicaron a Spassky que se negase a jugar aquella tercera partida bajo las condiciones marcadas por Fischer. 

Es más: le rogaron que abandonase el campeonato y regresara a la URSS, dado que el estadounidense estaba desbaratando el torneo con sus irracionales exigencias. Si Spassky se marchaba, la FIDE difícilmente se atrevería a quitarle el título, porque había sido Fischer, y no él, quien se había negado a jugar en condiciones normales. 

Todo el mundo conocía ya el dilatado historial de peleas entre Bobby y los organizadores de torneos varios. Spassky podía irse sabiendo que seguiría siendo campeón. De un modo u otro, el abandono en señal de protesta de Spassky dejaría en mal lugar a su caprichoso rival. 

Pero Boris Spassky no escuchó los sabios consejos de su entorno. No quiso irse. Se prestó a jugar la tercera partida. ¿Que Fischer quería hacerlo en una habitación aislada? De acuerdo.

Se mire por donde se mire: una mala decisión.

La debacle psicológica del campeón

Llegado este punto, quizá sea momento de hablar acerca de la personalidad de Boris Spassky, sin lo cual no podrían entenderse las discutibles aunque generosas decisiones que tomó en tales circunstancias. 

Si bien la prensa occidental lo presentaba como el perfecto estereotipo de ajedrecista ruso y típico producto de la factoría soviética —frío, distante, maquinal—, y si bien su rostro inexpresivo ponía la tarea fácil a la propaganda del bando contrario, lo cierto era que el auténtico Spassky no se correspondía en absoluto con esa imagen. Incluso podría decirse que,, si en Occidente se lo presentaba de aquel modo se debía más al desconocimiento que a las dobles intenciones políticas.

Boris Spassky era un caballero, en toda la extensión de la palabra. 

El Spassky de la vida real no podía parecerse menos al Spassky de los periódicos. No estaríamos exagerando en absoluto si afirmásemos que fue uno de los competidores más nobles que han pasado por el mundo del deporte. 

Era un individuo sensible y bienintencionado, cuya honradez llegaba a extremos contraproducentes para sí mismo. En aquel mismo momento, antes de la tercera partida, podría haberse marchado con todas las ventajas: muy probablemente retendría el título y además recibiría el apoyo oficial del Kremlin, algo nada desdeñable, teniendo en cuenta que por entonces Mark Taimanov seguía siendo un paria en la URSS como consecuencia de su derrota ante Fischer. 

Abandonando Islandia, el campeón mundial se ahorraría toda clase de problemas y se quitaría de encima una final que estaba adquiriendo tintes muy desagradables. Su delicado espíritu estaba viniéndose abajo, así que tomar un avión a Moscú era la opción más beneficiosa para sus intereses. Y nadie lo hubiese criticado, ni siquiera en Occidente. 

En aquel instante, incluso los medios estadounidenses estaban hartos de Fischer y hubiesen entendido que Spassky dijese «ahí te quedas».

La visión del deporte como una competición entre caballeros le impedía a Spassky retener su título en los despachos, sin embargo. Eso le parecía indecoroso e innoble. Él quería competir sobre el tablero. 

Con todo lo que había en juego y con las consecuencias que podría tener para su vida personal una derrota ante Bobby, el ruso hizo gala de una nobleza que rayaba en la insensatez.

Desesperados, los miembros de su equipo intentaron otra medida: si Spassky no quería marcharse de Islandia, al menos podía negarse a jugar la tercera partida en una sala de ping-pong. 

Es más, podía no presentarse y dejar que le concediesen un punto gratis a Fischer: no solamente seguiría por delante en el marcador`, sino que anularía la ventaja psicológica que Bobby estaba obteniendo a raíz de los acontecimientos. 

Si Spassky se sentía mal por el punto fácil obtenido en la segunda partida, devolviéndolo recuperaría el bienestar y dejaría claro que estaba molesto con un Fischer que siempre intentaba imponer sus propias condiciones. Era una buena propuesta. Muy buena, y muy inteligente. Tampoco esta vez hubo manera de convencerlo.

Jugando en una sala aislada: el momento que ayudó a desmoronar psicológicamente a Spassky.

El campeón, para desmayo de los suyos, se prestó a jugar la tercera partida en aquella sala que contaba con la única presencia del árbitro y un circuito cerrado de televisión (muy silencioso; Fischer no pareció percatarse de ningún ruido). Era aquel un entorno alienígena para un ajedrecista profesional. 

Aunque no tanto para Fischer, claro, que llevaba comportándose como un alienígena desde sus comienzos. Lo peor para Spassky fue que. accediendo a los deseos de Fischer, se cargó con una losa psicológica que marcó toda la primera mitad del match. 

Bobby se había salido con la suya. No pareció tener problemas para concentrarse en aquella extraña situación, pero Spassky estaba mentalmente tocado. Jugó mal, muy por debajo de su verdadero nivel. Y perdió.

El campeón seguía por delante pese a todo, 2-1, pero el revuelo organizado le había minado la concentración y tardaría en recuperarse. Era evidente que no estaba al cien por cien. Por eso, nadie aplaudió la primera victoria de Bobby sobre Spassky en toda su carrera profesional. 

No había motivos. Incluso los medios estadounidenses tenían que admitir que el pobre Boris estaba en una situación delicada. Aquella partida fue un punto negro en la final: aunque Fischer había planteado una novedad teórica interesante y atrevida —permitiendo aque Spassky atacase su enroque, medida muy heterodoxa y arriesgada para lo habitual en el estilo de Fischer—, todos tenían claro que el campeón había perdido a causa de su estado mental y que, en otras condiciones, podría haber luchado con más energía para intentar obtener el tercer punto. 

Tal y como los expedicionarios soviéticos habían temido, los nervios de Spassky fallaron. Los rusos empezaron a acusar al genio de Brooklyn de haberse embarcado en una guerra psicológica para desestabilizar al campeón. 

Era bien sabido en el mundillo que Spassky no poseía el carácter pétreo de un Petrosian, por ejemplo. Quizá protestaba oficialmente ante la conducta de Fischer, pero siempre terminaba plegándose a sus manejos. Un campeón que, de tan bondadoso, podría decirse que era tonto (en el buen sentido, claro está).

La cuarta partida volvió a disputarse en el escenario principal después de que fuesen satisfechas varias de las exigencias de Fischer, como la retirada de las cámaras (debido a lo cual, hoy apenas tenemos imágenes de aquel importantísimo evento) o el vaciar varias filas de asientos del público. 

Por cierto, en aquella partida Fischer llegó tarde, algo acostumbrado en él, pero que no sentó nada bien al campeón. 

Spassky planteó una novedad teórica que había preparado en casa junto a su equipo, algo que sin duda sorprendió a Fischer y bien pudo haberle valido al ruso su tercer punto, con lo que casi se hubiese asegurado retener la corona. 

Pero a Spassky nunca le había gustado memorizar largas líneas de movimientos antes de las partidas, en parte por pereza y en parte porque le parecía indeseable ganar «de memoria». Prefería confiar en su intuición. 

Ya antes de la partida, había dicho a sus preparadores que no necesitaba aprenderse todas las variantes sino las más importantes. Dijo que, en el caso de que Fischer plantease alguna nueva variante, «ya encontraré la solución sobre el tablero». Sin duda, aparte de su agitación nerviosa, en esa partida Spassky pecó por exceso de confianza. Le hubiese bastado con estudiar a fondo la estrategia para doblegar al estadounidense.

Una vez sobre el tablero, no halló el camino a la victoria, como había previsto. Incluso partiendo con ventaja gracias al análisis previo y el factor sorpresa, se encontró con una ágil defensa de Fischer y pagó la falta de preparación. 

Tuvo que contentarse con firmar un empate en una partida que, casi desde antes de empezar, había parecido ganada. 2’5-1’5. Spassky se dio cuenta de que había malgastado un valioso cartucho por culpa de su tendencia a no estudiar lo suficiente. Aquello le afectó mucho.

Llegó a la quinta partida muy desconcentrado, incluso desmoralizado, aunque iba por delante en el marcador. 

Eso sí, esta vez fue él quien apareció tarde: por una vez, quiso devolverle el gesto al rival y esta vez fue Fischer quien, suponemos que confuso y nervioso, tuvo que esperar varios minutos ante el tablero. 

La jugarreta funcionó: Bobby aprendió la lección y ya no volvería a retrasarse ni una sola vez durante el resto del match. En eso consistió la única y casi insignificante victoria psicológica del campeón. 

Porque, por lo demás, Spassky no estaba con sus cinco sentidos en el juego: en el vigésimo séptimo movimiento cometió un tremebundo error que le costó la derrota, un error que llevó a los aficionados y analistas a soltar una exclamación casi de dolor físico. 

Resultaba muy evidente que el campeón continuaba jugando por debajo de su nivel. Fischer acababa de igualar el marcador a 2’5 puntos, aunque su juego todavía no había convencido a nadie. 

Mucha gente estaba molesta por su conducta y no pocos, incluso en Occidente, empezaban a apiadarse del pobre Spassky, que con sus malas partidas ya no podía ocultarlo: tenía ante sí un pesado trabajo, la pugna por recuperar la compostura.

Bobby Fischer necesitaba hacer algo que recordase al mundo por qué estaba allí, en la final. Había importunado a todos con sus manías y había obtenido un par de victorias muy poco convincentes frente a un rival claramente desorientado. 

Poca cosa para el hombre que durante 1971 parecía haber llevado el ajedrez a otro nivel. Las simpatías hacia el aspirante se estaban esfumando con rapidez. 

La prensa soviética no dejaba de denunciar con acritud —y también con bastante carga de razón— la manera en que Bobby estaba desnaturalizando el campeonato. 

Aunque hubiese anulado la ventaja inicial de Spassky y tuviese ya un empate a puntos en el marcador, el prodigio estadounidense había comenzado el match decepcionando a todos. 

Si quería inscribir su nombre entre los grandes de la historia del ajedrez iba a necesitar algo más que unas discutibles victorias basadas en la debilidad psicológica de su rival. Tenía que empezar a jugar como un grande. 

De lo contrario, incluso aunque obtuviese el título, nadie iba a querer reconocerlo como el grande del ajedrez que sin duda era.… y entonces llegó la sexta partida.  

Imagen de portada: Bobby Fischer

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por E.J. Rodriguez

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Bobby Fischer: La máquina de aplastar rivales. Parte V.

Palma de Mallorca, 1970. Bobby Fischer tiene 27 años y, por tercera vez consecutiva, ha estado a punto de quedarse fuera de la pugna por la corona mundial. Habiendo rechazado la posibilidad de revalidar su título de campeón estadounidense, que ya había ganado ocho veces, no tenía una plaza para el gran Torneo Interzonal que se iba a celebrar en la isla balear. 

Solo gracias a la inteligente (y, todo sea dicho, desesperada) intervención de la federación estadounidense que ya narramos en el capítulo anterior, el genio de Brooklyn ha podido finalmente presentarse al Interzonal como todo el mundo esperaba con ansia. Ahora bien, se plantea una inquietante pregunta: ¿Qué hará Fischer esta vez? ¿Volverá a marcharse con el torneo a medias, dejando a todo el mundo en la estacada como ya hizo en el Interzonal de tres años atrás?

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Muchos temían, no sin motivo, que hubiese problemas, pero el voluble Bobby no organizó ninguna trifulca en Palma y acudió dispuesto a clasificarse. Es más: estaba decidido a conseguir el primer puesto aunque solo necesitase quedar entre los seis primeros. No se marchó. Esta iba a ser la primera vez que finalizaba un Interzonal desde que tenía 19 años. Su desempeño fue brillante y terminó en la primera plaza con una diferencia de puntuación más que considerable sobre el resto de competidores. Tras un buen inicio en el que no tardó en ponerse en cabeza del torneo, flojeó ligeramente en el tramo intermedio —probablemente debido a su escaso ritmo de competición— y, durante ese pequeño bajón, salvó tres empates con algún apuro. 

Es más, no pudo evitar sufrir la única derrota del evento frente al danés Bent Larsen, uno de los mejores jugadores del momento. Pero la reacción de Bobby fue digna de su talento: cuando se dio cuenta de que estaba rindiendo por debajo de sus posibilidades, volvió a apretar el acelerador y deslumbró a todos con una impresionante racha final de siete victorias en siete partidas (aunque hubo un abandono por parte del argentino Oscar Panno, que protestaba, con toda la razón, por los privilegios de horario concedidos a Fischer por motivos religiosos). 

Una gesta que recordaba a lo que había conseguido unos años antes en el campeonato estadounidense y en algunos otros torneos de menor magnitud. Ahora, compitiendo contra la élite mundial, terminaba el Interzonal dando muestras de que se estaba convirtiendo en un jugador bastante más dominante que antaño. Fischer empezaba a dar mucho miedo.

Aquella racha de siete victorias no solo despertó una gran admiración en los círculos ajedrecísticos, sino que provocó que volviesen a crecer las expectativas en torno a sus posibilidades de ser campeón mundial. 

Cuando Bobby decidió elevar su nivel en las últimas rondas del Interzonal, ninguno de los Maestros con los que se cruzó pudo arrancarle ni medio punto. Bien es cierto que no habían sido los campeones rusos de primera fila, pero incluso los menos propensos a glosar sus hazañas tenían que admitir que finalmente había un jugador occidental dotado de las condiciones necesarias para convertirse, como mínimo, en la principal amenaza que la hegemonía soviética había visto desde el inicio de su imperio. 

Durante años, Fischer había afirmado que él era el mejor jugador del mundo pese a no ser campeón mundial. Sus ausencias en la gran competición y sus derrotas frente a algunos jugadores, en especial el ahora campeón Boris Spassky, impedían que esta opinión fuese universalmente compartida. Tras el Interzonal, sin embargo, muchos empezaban a preguntarse si realmente estaba llegando su momento. Un nuevo Fischer parecía haber emergido en Mallorca.

Y había emergido. Es más, nadie podía siquiera imaginar en lo que Fischer se iba a convertir al año siguiente: una alucinante máquina de aplastar rivales.

“Quizá no sea tan temible”

Fischer quizá no sea tan temible. Hace un tiempo, estando de vacaciones con Botvinnik, estudiamos sus partidas y pude ver que las ideas de Fischer son rectilíneas, claras y aparentemente fáciles de desentrañar. (Boris Spassky)

Fischer iba a jugar el Candidatos por primera vez desde su adolescencia y el nuevo formato de eliminatorias de uno contra uno parecía idóneo para un jugador tan competitivo como él, aunque su experiencia previa en aquel tipo de matches individuales era bastante limitada, por no decir casi inexistente. De todos modos, Fischer era, junto con el excampeón Tigran Petrosian, el gran favorito para ganar el Candidatos y obtener el derecho de enfrentarse al campeón mundial Spassky. Con todo, nada estaba asegurado y muchos seguían preguntándose: ¿cómo de bueno es realmente Bobby?

Bobby con el danés Bent Larsen, el único jugador que pudo ganarle una partida en el Interzonal de 1970.

Antes de comenzar el Candidatos, Boris Spassky era considerado el mejor ajedrecista del planeta casi por unanimidad, y no faltaban motivos para ello. No solamente era el vigente monarca del ajedrez, sino que se desempeñaba con soltura contra cualquier tipo de rival que le pusieran por delante, Fischer incluido. De hecho, en las escasas ocasiones en que se había enfrentado a Fischer, nunca había perdido. Parecía tenerle tomada la medida. 

Los soviéticos, pues, se mostraban bastante escépticos con respecto a las opciones del estadounidense en un hipotético enfrentamiento contra el campeón. El propio Spassky aparecía completamente confiado, consciente de su superioridad. 

Por su parte, el patriarca de la escuela soviética, Mijail Botvinnik, consideraba que el ajedrez de Fischer era muy sólido pero “simple como el de un niño”, lo cual era una forma de recordar el punto débil de Bobby: sus dificultades para descifrar partidas «irracionales» donde la posición de las piezas resultaba confusa y no respondía a un orden claro y bien establecido. 

En aquel tipo de partidas, Bobby no siempre conseguía aplicar sus principales armas: una lógica aplastante y una clarividencia única para captar de manera inmediata la naturaleza de cualquier posición bien estructurada. Cuando se requería una imaginación intuitiva para generar jugadas de futuro incierto, Bobby no parecía sentirse demasiado cómodo, y por ello los soviéticos lo tachaban de poco imaginativo y falto de flexibilidad. 

El ruso Victor Korchnoi recordaba que tanto él como su compatriota Efim Geller habían puesto en apuros a Fischer en más de una ocasión, precisamente mediante el procedimiento de desordenar el juego para que el norteamericano se viese obligado a pensar más allá de los confortables límites de su lógica maquinal. Si ellos habían conseguido crearle problemas a Bobby con ese tipo de juego, afirmaba Korchnoi, ¿cómo no lo iba a conseguir Spassky, que era tanto o más capaz de navegar en las aguas turbulentas de un ajedrez imprevisible? También el excampeón Tigran Petrosian consideraba que el norteamericano estaba en inferioridad respecto a Spassky, y por parecidos motivos. 

Como de costumbre, el único de los jugadores soviéticos que alababa a Bobby sin reservas era Mijail Tal, que insistía, puede decirse que de manera profética, que Fischer ya era el mejor del mundo aunque no fuese el campeón. Eso sí, la suya era todavía una opinión minoritaria. Para casi todos los demás, Fischer era el segundo mejor ajedrecista del planeta, no el primero.

Aquella opinión era razonable, al menos lo era antes de que se celebrasen las eliminatorias del Candidatos. Spassky era exactamente el tipo de jugador que más problemas podía crearle a Fischer. Sin embargo, lo que los soviéticos no supieron o no quisieron ver era que también 

Fischer podía llegar a crearle problemas al campeón mundial. Pese a que la visión de los rusos estuviese respaldada por buenos argumentos, también había en ella cierta condescendencia y quizá incluso la necesidad de alinearse con la versión oficial de la propaganda del Kremlin, que defendía la invulnerabilidad de Spassky. En el resto del mundo, donde los observadores eran más neutrales, estaban empezando a surgir cuestiones en torno al auténtico potencial de Fischer. 

Su juego parecía haber dado un salto evolutivo. Estaba empezando a jugar «a otra cosa». De momento, eran solamente interrogantes, pero ¿quién podía asegurar dónde estaba el techo? Había mejorado, y mucho, con el transcurso de los años. Los elogios de algunos maestros no soviéticos eran como una advertencia de que Fischer, pese a su escasa participación en torneos, podría estar alcanzando un nuevo y desconocido nivel. Miguel Najdorf lo resumía con una extraordinaria frase, de las que mejor definen el juego de Fischer: “Si Bobby lanzase las piezas al aire, todas caerían en las casillas correctas”.

Yuri Balashov dijo: “¿Os dais cuenta de que Fischer casi nunca tiene malas piezas? Las intercambia, y las piezas malas se le quedan al oponente”. Fischer tenía la rara habilidad de que sus piezas llegaban “al lugar indicado en el momento idóneo” y, en sus mejores momentos, su ajedrez desprendía una armonía sinfónica, casi al estilo de un J. S. Bach

El nuevo Bobby había desarrollado un tipo particular de ajedrez posicional en el que todas las piezas parecían colaborar entre sí de una manera que solo podía ser calificada como mágica. Un estilo con el que se dedicaba no a apuñalar a los contrarios con un ataque, sino a estrangularlos lentamente. Su capacidad para captar la lógica interna de la posición sobre el tablero era privilegiada y utilizaba esa visión para crear más y más presión con cada nueva jugada, incluso aunque no pareciese estar atacando. 

Más de un rival resumía sus partidas diciendo que llegaba un momento en que, sin saber muy bien cómo, se encontraban enfrentados a varios problemas en diversas partes del tablero. Y eso que, por lo general, podían ver con anticipación cuál era el plan de Fischer, un plan que aparecía claro y cristalino. 

El problema era que, aun viéndolo venir, no conseguían detenerlo. Además, como Bobby podía leer la mayoría de posiciones sobre el tablero con rapidez y precisión, era uno de los jugadores más veloces del circuito y casi nunca tenía problemas de reloj. De hecho, no era raro que llegase varios minutos tarde a sus partidas sabiendo que al final, de todos modos, le iba a sobrar tiempo. Sus rivales, en cambio, se veían atenazados en una carrera contrarreloj después de haber gastado muchos minutos tratando de encontrar la manera de detener la avalancha del juego asfixiante de Fischer.

En cuanto a su técnica, los años de entrenamiento obsesivo lo habían convertido en lo más parecido a una computadora de ajedrez que existía por entonces. Por ejemplo: en los finales de partida, cuando hay pocas piezas y resultan más importantes la técnica y el cálculo que la imaginación, su eficacia resultaba demoledora. Como escribió Kasparov analizando alguno de aquellos finales, Fischer hacía “juego de ordenador”. De hecho, cuando el propio Kasparov empezó a tener problemas en sus enfrentamientos con Deep Blue, llegó a comparar el juego de la supercomputadora de IBM con el estilo de Bobby Fischer. Es toda una declaración, muy ilustrativa, sobre lo que el estadounidense había llegado a conseguir en su época.

Además, Fischer se había preparado concienzudamente, de una manera desconocida por entonces, mediante un estudio profundo de la teoría ajedrecística. Casi todos los jugadores se centraban en estudiar el ajedrez moderno dictado por la escuela soviética y las partidas de los rivales contemporáneos más importantes. 

Pero Fischer, además de estudiar a casi todos sus rivales sin reparar en su importancia, aprendía de memoria hasta partidas olvidadas del siglo XIX, analizando en profundidad jugadas que se consideraban refutadas e inservibles desde mucho tiempo atrás. No pocas veces sorprendía a sus contrincantes al reeditar ideas tenidas por obsoletas, demostrando que, para asombro de todos, podían volver a ser puestas en práctica con éxito. Así, su inventario mental de partidas llegó a ser inmenso, mucho más grande que el de cualquier otro jugador de su tiempo. 

Tenía en su cabeza más de un siglo de alta competición y su excepcional memoria llegaba a sorprender incluso a otros Grandes Maestros que también destacaban en ese aspecto. Existen numerosos testimonios o anécdotas al respecto: era capaz de recordar con todo detalle partidas informales sin ninguna importancia jugadas por él mismo, de manera completamente casual, muchos años antes.

La concentración y la incansable combatividad de Fischer convertían cada partida en un mal trago para sus rivales.

Además estaba su fiereza competitiva. Fischer, con su carácter ingenuo, inmaduro e infantil, quizá no imponía demasiado a los demás ajedrecistas en situaciones sociales convencionales. Pero cuando se sentaban frente a él con el tablero de por medio, casi todos los Grandes Maestros habían llegado a desarrollar un íntimo terror hacia su figura. Para la mayoría de jugadores, el saber que tenían que cruzarse con Bobby en una competición era una mala noticia. El norteamericano llegaba a sus partidas rodeado de un impresionante aura, caminando a toda velocidad con sus características zancadas de gigante (era un espectáculo contemplar su decidida marcha hacia el tablero, véanse las imágenes de esta filmación, que hablan por sí solas). 

Apenas se levantaba de su silla durante las partidas, en las que movía las piezas con rapidísimos y certeros gestos que causaban al rival la impresión de estar jugando contra un autómata infalible. Por si fuera poco, Fischer era muy reacio a conceder empates fáciles y siempre prefería pelear las partidas hasta que no veía ninguna opción de victoria, aunque eso le restara minutos de descanso siempre valiosos en un torneo. Muchas veces, a lo largo de su carrera, rechazó propuestas de tablas con una sonrisa, con desdén o, en ocasiones, con abierto enfado. 

Él siempre quería ganar. Y sus contrincantes eran muy conscientes de ello: con Bobby al otro lado de la mesa no podía esperarse sino una lucha agónica en la que no había sitio para el “firmemos unas tablas y reservemos algo de fuerzas para la próxima ronda”. No, él no reservaba nada y siempre deseaba pelear por cada punto. Eso, por descontado, creaba una considerable presión psicológica sobre sus oponentes, que siempre anticipaban una jornada muy dura si él estaba enfrente.

Así pues, lo peor que podía pasarle a un jugador era jugar contra Fischer y tener la sensación de que, de alguna manera, Bobby había adquirido cierta ventaja en la partida. La idea de remontar esa ventaja era como la idea de escalar una montaña de rodillas. Esto formaba parte del “síndrome Fischer” del que se empezaría a hablar poco más tarde, cuando Bobby asombró al mundo con sus inesperadas exhibiciones de superioridad insultante durante el Torneo de Candidatos. El desempeño de Fischer durante 1971 es considerado por muchos especialistas como la más grande actuación individual de un ajedrecista en toda la historia de las sesenta y cuatro casillas, y una de las más grandes, sino la más grande, en toda la historia del deporte.

Candidatos 1971: Cuartos de final, Fischer vs Taimanov

Hasta mi match contra Fischer en 1971, todo iba como la seda en mi carrera ajedrecística. Pero este dramático enfrentamiento convirtió mi vida en un infierno. (Mark Taimanov)

Al nivel de los Grandes Maestros, tú sabes qué es lo que tu oponente está intentando conseguir sobre el tablero. El que puedas detenerlo o no, es otra cuestión. Con Fischer, nosotros estábamos jugando al ajedrez, pero él estaba jugando a otra cosa. Cuando finalmente nos dimos cuenta de sus intenciones, era demasiado tarde: ya estabas muerto. (Mark Taimanov)

Teóricamente hablando, Fischer estaba quince años por delante de sus contemporáneos. (Garry Kasparov)

En 1971, Fischer no jugó torneos regulares y se centró en preparar las eliminatorias del Candidatos, decidido a deshacerse de cualquier rival que le pusieran por delante. Las eliminatorias consistían en matches de un máximo de diez partidas. El primer match, a celebrar en Canadá, le enfrentaría al soviético Mark Taimanov.

El Gran Maestro Taimanov era un hombre refinado, excelente pianista, que había abandonado una prometedora carrera en la música clásica para dedicarse a su primer amor, el ajedrez. O, más bien, compaginaba ambas carreras de manera más que admirable. Aunque era bastante veterano, había jugado un buen Torneo Interzonal en Palma y estaba atravesando una especie de “segunda juventud” deportiva, un renacimiento primaveral que lo había situado entre los ocho mejores del momento. 

De todos modos, Fischer era con mucho el favorito. Nadie albergaba dudas al respecto: los colegas soviéticos de Taimanov lo despidieron socarronamente con un irónico “¡Que gane el peor!”. Por más que el ruso estuviese en un buen momento, Fischer era para todos el segundo mejor jugador del planeta y poca gente (o nadie) creía que Taimanov podría eliminarlo. Sin embargo, estaba la posibilidad de que, jugando respaldado por un equipo de entrenamiento y análisis formado por algunos de los mejores Maestros de la URSS, Taimanov plantease cierta resistencia, al menos la suficiente como para rebajarle los humos a un Bobby que llegaba precedido por aquella insólita racha de victorias en el Interzonal del año anterior. 

Aunque el ruso fuese eliminado, lo importante era no ponérselo fácil al americano, demostrándole que no era intocable, como ya empezaban a decir algunos entusiastas en la prensa occidental. Dado que el estilo de juego de Taimanov era más bien artístico, se le entrenó en un juego posicional que pudiera adaptarse al juego «posicional activo» de Fischer. El campeón Spassky, en privado, se mostraba en desacuerdo con aquel entrenamiento, porque significaría restarle al estilo de Taimanov parte de su energía habitual para acomodarlo a un juego que no era el suyo y en el que nunca podría superar a Fischer. 

La propaganda soviética tendía a minimizar las virtudes del estadounidense, pero también Spassky aconsejó al equipo de Taimanov que “le ocultaran la auténtica fuerza de Fischer” para no desmotivarlo antes de empezar a jugar siquiera. Así pues, Taimanov se presentó en Vancouver cargado de optimismo, quizá no seguro de clasificarse, pero sí de ofrecer una buena batalla. Pobre Taimanov.

Taimanov ofreciendo un recital junto a su primera esposa, también pianista.

La primera partida resultó interesante. Taimanov sacrificó un peón a cambio de un ataque de resultados inciertos que no pudo concretar. Finalmente, pagó por el riesgo que había tomado y Fischer certificó la primera victoria de la eliminatoria: 1-0. La segunda partida fue una larguísima lucha que tuvo que ser aplazada en dos ocasiones. Todos los análisis de Taimanov y su poderosísimo equipo de ayudantes mostraban un empate claro, así que Taimanov le ofreció tablas a Fischer durante una de las reanudaciones. 

Pero el americano, fiel a su combatividad indomable (y para sorpresa de los analistas soviéticos ,que seguían dando el empate por inevitable) las rechazó. En un prolongado final de rompecabezas con poquísimas piezas sobre el tablero y un más que aparente empate teórico, Fischer superó a su rival mediante su característico cálculo infalible. Taimanov no pudo evitar que Bobby coronase un peón y lo que había parecido unas tablas de manual se convirtió en un 2-0.

Las cosas habían empezado torcidas para el soviético, que había tenido que encajar dos derrotas consecutivas. Aquello constituía un serio correctivo ya de primeras, pero al menos había planteado cierta lucha y no habían sido victorias regaladas para Bobby, ni mucho menos. 

Aun así, existía un serio problema. Taimanov empezó a darse cuenta de que. pese a toda su preparación y pese a los sabios consejos del potentísimo equipo que lo respaldaba, cuando se sentaba ante el tablero no sabía cómo ganar a Fischer… aun sintiendo que tuviese ventaja en el juego. Pero mejor dejemos que sea el propio Taimanov quien nos cuente cómo se sintió durante la tercera partida:

Toda mi comprensión del ajedrez, toda mi experiencia e intuición acerca del juego, me convencieron de que mi posición debía ser ganadora. Y aun así, no pude encontrar ningún camino concreto hacia la victoria. Habiendo descartado la jugada 20. Qh3, empecé a examinar otras ideas, pero también en vano. Y en este punto, he de admitir, estaba atenazado por un sentimiento de indefensión, de desesperanza: “¿Es este Fischer invulnerable, está embrujado de alguna manera?”. Una vez más, volví a pensar sobre 20. Qh3. Una vez más, analicé docenas de variaciones y, de nuevo, sin éxito. Y mientras tanto, el reloj seguía corriendo y empecé a tener problemas de tiempo. De acuerdo al informe del árbitro, estuve dándole vueltas a la posición ¡durante setenta y dos minutos! ¡En mis cincuenta años de carrera nunca he gastado tanto tiempo en un único movimiento! Y, sencillamente, colapsé psicológicamente. Mi energía se desvaneció, me volví apático, todo perdió el sentido y terminé haciendo la primera jugada que me vino a la mente. Y perdí, por supuesto.

3-0. El castigo empezaba a ser cruel. Taimanov amenazaba con venirse abajo ante la imposibilidad de conseguir siquiera unas tablas. Su confianza se estaba desvaneciendo. Aun así, plantó cara en la cuarta partida, en la que Fischer se limitó a conservar una pequeña ventaja hasta la fase final, donde jugó con aquella precisión de silicio que había conseguido desarrollar con los años. Taimanov se sentía “como el doctor Watson, que solamente podía seguir jugando para contemplar los recursos y la imaginación del gran Sherlock Holmes”. 

El soviético hizo lo que pudo, pero las escasas piezas del tablero bailaban una danza macabra ejecutada con una frialdad robótica por parte de Fischer, danza que solo podía conducir al desastre para su rival. Taimanov volvió a perder; era ya ¡la cuarta derrota consecutiva! Algo completamente inaudito entre Grandes Maestros. La paliza estaba alcanzado cotas que iban más allá de la humillación.

En la quinta partida, Taimanov intentó abrir más el juego para alejar a Fischer de aquel cálculo lógico que tan bien le estaba funcionando, pero Bobby volvió a simplificar las cosas intercambiando piezas para poder llegar a uno de esos finales “de computadora” que tanto le gustaban. Cuando Taimanov comprobó que estaba, una vez más, en desventaja, y ya prácticamente desesperado, cometió un error de principiante que le hizo perder una torre. Tuvo que rendirse: 5-0. 

La sexta partida mostró a un Taimanov claramente descentrado que hizo lo que pudo pese a su más que evidente estado de depresión. Apenas consiguió maniobrar ante un Fischer hambriento de victoria. 6-0. El estadounidense ya tenía seis puntos de los diez en juego, así que el match terminaba justo ahí. Taimanov estaba fuera del Candidatos habiendo sufrido la mayor paliza experimentada por un ajedrecista profesional en todo el siglo XX.

El mundo del ajedrez estaba completamente petrificado y la prensa mundial volvió sus ojos hacia el tablero. En toda la historia del ajedrez, solo una vez se había visto un resultado parecido. En 1876, el primer campeón mundial oficial Wilhem Steinitz barrió por 7-0 a Blackburne, considerado uno de los mejores jugadores del momento. 

Incluso en pleno siglo XIX, y aun viniendo de Steinitz —quien básicamente acababa de inventar la estrategia moderna, por lo que era muy superior a sus rivales—, aquello había sido considerado una humillación insoportable. Pero en pleno 1971, cien años después, ya no era solo una humillación, sino que parecía una carnicería. Y una carnicería difícil de creer. No puede existir tanta diferencia entre dos Grandes Maestros. Y sin embargo, existió. Bobby Fischer se había encargado de ello.

Pánico en la URSS

Aquel 6-0 hizo sonar todas las alarmas en Moscú. La prensa soviética se apresuró a calificar a Taimanov como un pusilánime que no había sabido mantener el tipo defendiendo la honra patria. Las autoridades empezaron a tratarlo con dureza. 

Pese a que el estatus de un ajedrecista en la URSS era similar al de un futbolista en España, decidieron usarlo como ejemplo y advertencia para el resto de Grandes Maestros. No se podía perder de esa manera ante Fischer y Taimanov iba a ser castigado por ello. 

Empezó a ser humillado en el propio aeropuerto cuando, a su regreso a Rusia, vio cómo registraban su equipaje como si fuese un individuo sospechoso cualquiera. 

Aún peor, se le encontró un libro del famoso disidente Alexander Solzhenitsyn

Le quedó prohibido salir del país y además fue apartado de la selección soviética, lo cual prácticamente lo inhabilitaba para la alta competición internacional. Entristecido, Taimanov se limitó a decir “bueno, siempre puedo volver a tocar el piano”. Pero también se le vetó la posibilidad de ganarse la vida haciendo giras como músico. La paliza de Fischer estaba teniendo todavía peores consecuencias que la humillación deportiva. Taimanov, hasta entonces uno de los héroes nacionales en la URSS, se estaba convirtiendo en un paria.

Petrosian y Spassky, ambos campeones mundiales, se sintieron muy molestos por la injerencia de los comisarios políticos del Kremlin cuando Fischer borró a Taimanov de los tableros.

El Kremlin consideraba el 6-0 como un golpe inaceptable y el regocijo de la prensa occidental no ayudaba demasiado. Los mejores ajedrecistas soviéticos fueron citados para que se presentasen en una tensa reunión en el Ministerio de Deportes, donde fueron sometidos a un desagradable rapapolvo por parte de los comisarios políticos. Taimanov, cabizbajo, fue puesto de vuelta y media, pese a que los demás ajedrecistas insistían en que no había jugado tan mal como parecía indicar el marcador. 

Fischer, decían, se había mostrado sencillamente intratable, y Taimanov había competido con pundonor. Pero el comisario político no se lo creía. Un resultado así no se había visto en cien años de historia, así que no podía considerarse que Fischer fuese «tan» bueno. Acusaba a Taimanov de tener muy poco carácter, y a sus ayudantes de haber fallado en su trabajo: “Las partidas aplazadas fueron analizadas cuidadosamente. 

Enviamos a tres Grandes Maestros para ayudar a Taimanov. Todos nuestros jugadores de primera clase escribieron análisis”. Y aun así, habían sido barridos. Después, acentuando la idea de que los nervios de Taimanov se habían venido abajo, añadió: “Quizá en vez de ayudantes hubiera sido más útil enviar un médico”. El campeón mundial Boris Spassky no pudo más y saltó con una respuesta sarcástica: “Sí, un sexólogo”.  Aquello no gustó demasiado al representante del Kremlin: “Veo, Boris Vaisilevich, que está usted de un humor muy jovial”.

La rebeldía de Spassky era sincera, pero peligrosa, y eso que era uno de los pocos ajedrecistas soviéticos de renombre que no pertenecía al aparato del Partido Comunista. No era exactamente un candidato a disidente, ya que la política le resultaba indiferente y estaba muy a gusto en la URSS, donde era una superestrella y vivía muy bien. 

Sin embargo, se mostró abiertamente indignado con aquella comparecencia forzada en el Ministerio y protestó ante lo que consideraba un trato humillante para él y sus colegas: “Y cuando Fischer nos gane a los demás, ¿también nos traerán aquí para interrogarnos?”, dijo en tono muy molesto, para asombro de todos los presentes. 

El excampeón Tigran Petrosian (que aún podía cruzarse con Fischer en el Candidatos) añadió en voz baja: “nos interrogarán, pero no aquí”. Aludiendo, claro, a las cárceles de Siberia. 

El resto de jugadores, que no habían sido campeones mundiales, no podían tomarse tantas libertades y tenían que callar. Aquella reunión truculenta constituyó el momento más bajo en la brillante historia del ajedrez soviético, con los Grandes Maestros que habían dominado el ajedrez durante tres décadas tratados como una panda de inútiles. 

Taimanov nunca se recuperó del golpe, ni anímica ni profesionalmente. Entre el resto de Maestros cundió el desánimo y, sobre todo, el miedo. Spassky empezó a mostrarse a disgusto por tener que defender un título que tenía crecientes connotaciones políticas. Petrosian, todavía participante del Candidatos, tenía buenos motivos para sentirse preocupado, en especial si se cruzaba con Fischer y era también derrotado.

Candidatos: Semifinal, Fischer vs Larsen

Mientras los Maestros soviéticos eran interrogados en el Kremlin, Fischer acudía a Denver para jugar la semifinal frente a Bent Larsen. El danés era el mejor jugador occidental después del propio Fischer y el único que había podido ganarle una partida en el Interzonal del año anterior. 

Firme, enérgico y tampoco desprovisto de ego, Larsen acudía a la batalla dispuesto a crearle a la estrella estadounidense todos los problemas posibles. De hecho, en la primera partida Larsen se lanzó al ataque buscando una victoria inicial que le diese confianza y minase la de su rival, pero Fischer se defendió del ataque con precisión de relojero (y con la ayuda de su interminable archivo mental de partidas). Así lo recordaba Bobby, con su habitual precisión quirúrgica para describir estilos y partidas:

Bueno, debes saber que Larsen es un «romántico». Le gustan las posiciones inusuales. Le gusta atacarte con jugadas inesperadas. Y hay algo más: si Larsen gana las primeras partidas, se vuelve imbatible. Adquiere confianza y no puedes ganarle. Pero, si es derrotado, pierde la confianza y, en cierto modo, se viene abajo. Empezamos la primera partida y en el décimo movimiento ya me estaba atacando. Imaginó que me cogería por sorpresa. Pero cuando miré la posición, recordé que eso era algo que Steinitz había intentado contra Lasker en el match por el campeonato de 1894. Si yo no hubiera conocido esa posición, podría haberme pasado un montón de tiempo intentando comprenderla y es incluso posible que me hubiese quedado sin tiempo. Pero en cuanto vi la posición, recordé que la había analizado en una ocasión y supe que Larsen estaba acabado. Cuando hice la jugada correcta, Larsen supo que yo lo sabía… y perdió.

1-0. El intento de Larsen de descolocar a Fischer (una buena táctica que pudo haber funcionado, como ya hemos visto que reconoció el propio Bobby) topó con la sólida preparación teórica del americano. En la segunda partida, Larsen no desfalleció y volvió a pelear: consiguió una posición que parecía ventajosa, poniendo la dama de Fischer en apuros. 

Como mínimo, un empate parecía asegurado, y Larsen pensó que además tenía buenas posibilidades de buscar la victoria. Pero la fuerza de cálculo de Fischer se impuso. Larsen no acertó con las jugadas exactas, que contra Bobby era tan peligroso como jugar mal, y este se limitó a aprovechar el momento, dándole la vuelta a la tortilla y llegando al final de partida con dos peones de ventaja. 2-0. 

Al igual que frente a Taimanov, resultaba evidente que Fischer había llegado a ser capaz de exprimir la más pequeña circunstancia favorable gracias a su aparentemente infalible capacidad de cálculo. Larsen, que había empezado las dos partidas convencido de haber tomado la iniciativa de manera decisiva, había cosechado dos derrotas. Se quedó temblando: “Después de la segunda partida, supe que el match estaba perdido”.

En la tercera partida, Larsen volvió a la carga y empleó una línea de juego que había preparado cuidadosamente en sus análisis caseros. Era un plan diseñado con antelación para desbaratar a Bobby. 

Pero, una vez más, el plan chocó con la lógica aplastante de Fischer, quien se limitó a llevar nuevamente la partida hacia un final con pocas piezas en el que tenía —para variar— un peón de ventaja. El danés vio que su estratagema había fracasado y se rindió. Aquello era ya un aplastante 3-0 que empezaba a recordar la paliza imposible sufrida por Taimanov. 

El público del evento vio a Larsen abandonando su asiento con expresión sombría, completamente desmoralizado ante la aparente invulnerabilidad de su rival. La gente empezó a preguntarse si resultaba posible que Fischer repitiera el 6-0 con una víctima diferente.

Fischer y Larsen en el sorteo inicial de la eliminatoria.

¿Qué estaba saliendo mal? Larsen, en vez de limitarse a jugar según su verdadero estilo, había preparado con esmero sus estrategias para conseguir un juego “anti-Fischer”. Lo mismo que había intentado Taimanov. 

En los primeros momentos de las partidas, esas táctica parecía conseguir le cierta ventaja… pero después, una y otra vez, esa ventaja era desbaratada por el estadounidense con paciencia y precisión. Bobby respondía a cada intento del danés con una concisión y eficacia aterradoras. Sin grandes alardes ni combinaciones sorprendentes. Puro cálculo, pura lógica. Y el pobre Bent Larsen ya no sabía qué hacer.

En la cuarta partida, Larsen varió un poco su plan de acción y jugó más en su estilo habitual, avanzando sus peones cual infantería para presionar a Fischer en el flanco de dama. 

Pese a esa terrible presión, Bobby reaccionó con la fría capacidad de cálculo que había estado aplicando durante todo el torneo y contrarrestó haciendo lo mismo pero en el flanco de rey. Cuando Larsen quiso darse cuenta, tenía su propio rey encerrado, y Fischer había plantado un venenoso caballo a las puertas de su castillo. No solamente había aguantado el veloz ataque del danés sino que había contraatacado más velozmente. Su combinación final, básicamente, destruyó toda posible esperanza de Larsen. 4-0. 

El público no podía hacer más que asombrarse por la aplastante marcha de Fischer y apiadarse por un Larsen que cada vez aparecía más hundido en la miseria. Ya se vaticinaba que podía llevarse otro humillante rosco como el de Taimanov. Pese a la debacle y tratando de evitar un marcador a cero, Larsen volvió a plantar batalla en la quinta partida. Estaba decidido a obtener, como mínimo, el punto del honor. 

Pero Fischer ya estaba jugando como una máquina y el danés había perdido mucha de su energía inicial; Bobby intercambió, sin pensárselo, una de sus torres (más valiosa) por un alfil de Larsen, con tal de que sus peones se apoderasen del flanco de dama. Una estrategia que no pudo ser contestada por Larsen, aunque el danés prolongó la partida desesperadamente en busca de un rayo de luz que nunca llegó. 5-0. 

La sexta partida no trajo nada nuevo: una vez más, las piezas de Fischer parecían dominar el tablero a su antojo. Se movían como unidas por hilos invisibles, llevando lentamente la posición hacia donde más les convenía. Larsen ya no tenía ideas acerca de cómo contrarrestar aquello, ni energía mental para inventar soluciones nuevas. Volvió a perder, esta vez sin oponer gran resistencia.

Otro 6-0.

El mundo del ajedrez no daba crédito. Un resultado que únicamente se había producido una vez en la historia del ajedrez, cien años atrás, y que siempre había sido considerado una anécdota anómala propia de un ajedrez más primitivo, acababa de repetirse ¡dos veces seguidas! ¡A manos del mismo jugador y en un mismo torneo! 

No había calificativos para resumir aquella hazaña, porque era sencillamente imposible de admitir como real. Y sin embargo, había sucedido. La prensa de todo el planeta intentaba explicar el enigma: ¿cómo era posible que sus rivales, dos maestros de la élite mundial tan diferentes entre sí, ambos en su mejor momento, no hubiesen podido obtener ni un simple empate, que hubiesen caído de la misma manera perdiendo todas las partidas? 

Bobby Fischer, que ya era un personaje famoso antes del Candidatos de 1971, vio cómo aquellas dos palizas consecutivas lo ponían en el epicentro de la actualidad mundial. Se lo empezó a considerar el Albert Einstein de su tiempo y la gente quería saber más sobre él, sobre su vida y su manera de pensar. Cada vez más se perfilaba como el hombre que podía dinamitar el dominio soviético en el ajedrez mundial, lo cual se transformó, de repente, en una obsesión propagandística en ambos lados del Atlántico.

El desdichado Bent Larsen nunca volvió a ser el mismo después de aquel 6-0. 

Semejante humillación minó por completo su autoconfianza profesional, como había sucedido con Mark Taimanov. Pero la debacle de Larsen, al menos, tuvo un efecto positivo: en la URSS pudieron comprobar que Taimanov quizá sí había competido con pundonor. No era que Taimanov hubiese sido un “débil” o un “cobarde”, era que Fischer estaba destruyendo a los rivales de un modo que jamás se había visto en los cinco siglos de historia escrita de este deporte. Aquello sirvió para que, con el tiempo, los castigos sobre Taimanov se suavizaran, aunque fuese ligeramente.

Candidatos: Final, Fischer vs Petrosian

Mientras el mundo discutía con asombro los dos 6-0 consecutivos, Fischer viajaba a Buenos Aires para enfrentarse al excampeón mundial Tigran Petrosian, probablemente el jugador más duro y correoso del mundo. Era la final del Candidatos. El vencedor se enfrentaría a Boris Spassky por el título mundial al año siguiente.

El estilo ultradefensivo de Petrosian sacaba de quicio a muchos rivales: era el rey de los empates y, aunque solía obtener relativamente pocas victorias para su gran nivel de juego, no era menos cierto que su catenaccio ajedrecístico hacía muy, muy difícil que alguien pudiera ganarle una partida a él. 

Por ejemplo, en la semifinal había firmado nueve tablas en diez partidas frente al combativo Victor Korchnoi, y le había bastado una única victoria para eliminar a su fogoso contrincante. Ahora, sin embargo, tendría enfrente a Fischer, que venía de colocar dos 6-0 consecutivos, algo que nunca se había visto (y que casi con toda seguridad nunca se volverá a ver) entre Grandes Maestros.

El durísimo Petrosian acudió muy preparado a su duelo con Fischer, pero ni eso lo salvó de sufrir una soberana paliza.

Petrosian se había entrenado exhaustivamente para la eliminatoria, estudiando a fondo el estilo aparentemente predecible de Fischer con ayuda de maestros como Yuri Averbach

En la primera partida planteó una novedad teórica en la apertura, preparada “en casa” y sugerida precisamente por Averbach, con la idea de sorprender a Bobby para sacarlo de su zona de confort. En efecto, la maniobra desconcertó a Fischer, que pasó más tiempo del previsto pensando sus jugadas. Se encontró jugando a la defensiva mientras Petrosian llevaba la iniciativa, algo que no estaba previsto. Justo en aquel momento, se produjo un apagón y la sala quedó a oscuras: Petrosian dejó la mesa, pero Bobby continuó sentado, pensando en mitad de las tinieblas. 

Ante la protesta de los rusos, Fischer permitió que su reloj —que el árbitro había detenido— siguiera corriendo. No quería perder su estado de concentración y siguió sentado allí, en la penumbra, hasta que retornó la luz, aunque para entonces había consumido bastante tiempo de su reloj. Cuando pudo reanudarse el juego con normalidad, sin embargo, se vio que sus cavilaciones habían tenido resultado. 

Refutó los planes del soviético y sus ayudantes, llegando a un final de partida en el que Petrosian no podía evitar que Fischer coronase un peón. 1-0. Bobby había vuelto a ganar pese, a que la inteligente planificación de los rusos le había creado muchos quebraderos de cabeza. Eso sí, los rumores corrían diciendo que, tras la derrota, la mujer de Petrosian estaba tan enfadada con los análisis previos de Averbach que terminó emprendiendo a bolsazos con él.

Anécdotas curiosas aparte, Fischer ya se había colocado por delante y todos se preguntaban si repetiría con el gran Petrosian, nada menos que todo un excampeón mundial, lo que ya había hecho con Taimanov y Larsen.

Petrosian, sin embargo, era un jugador muy duro, hecho de otra pasta, y no estaba dispuesto a unirse al triste club de los 6-0. 

En la segunda partida, Fischer sobreestimó sus propias capacidades defensivas y dejó su rey al descubierto; también evitó intercambiar las damas para simplificar el juego. Todo ello fue aprovechado por su rival, quien, contra casi todos los pronósticos, ganó la partida y se llevó el segundo punto. 1-1. 

Así, Petrosian ponía fin a una racha de 20 victorias consecutivas (¡sin ningún empate!) de Bobby Fischer, todas contra Grandes Maestros, una racha que había comenzado en el Interzonal. Una racha que nunca se había producido antes y que casi puede decirse que jamás se volverá a producir. Kasparov, por ejemplo, dice que es completamente imposible que algo así se repita. Para tanto era la cosa, que el hecho de que Fischer se llevase una derrota puntual —algo normal en cualquier jugador, incluso en los mejores— se había convertido en una gran noticia. ¡Fischer había perdido una partida! Tal era ya su aura de invencibilidad.

Todos se preguntaban cuál sería su reacción ante la derrota. En la tercera partida volvió a ponerse de manifiesto que la preparación previa de Petrosian estaba dando sus frutos y se llegó a un final en que el ruso, de jugar con precisión, tenía ciertas posibilidades de volver a ganar. 

Pero Fischer quiso evitar problemas y (¡por una vez!) forzó unas tablas por repetición de movimientos que a Petrosian le habían pasado desapercibidas. Así, Fischer obligaba a terminar en empate y evitaba tener que seguir defendiéndose ante lo que parecía un sólido plan. Ambos jugadores se repartieron el punto y seguían igualados en el match: 1’5-1’5. 

En la cuarta partida, Fischer utilizó una defensa —la “variante del dragón”— que Spassky ya había empleado contra Petrosian para arrancarle un empate en el pasado. Petrosian vio que la partida no iba a ninguna parte, desdeñó buscar nuevos caminos que lo condujesen a una victoria y acordó firmar tablas después de solamente 20 movimientos. 2-2. 

En la quinta partida, las cosas empezaron a parecerse a lo que podía haberse esperado antes de empezar la eliminatoria: se vio a Fischer desarrollando sus piezas más activamente que Petrosian, y a Petrosian construyendo un muro defensivo en torno a su rey. Pero ninguno de los dos obtuvo una ventaja decisiva y se produjo el tercer empate consecutivo, lo cual estaba bastante más acorde con lo que solía suceder entre Grandes Maestros. 2’5-2’5.

La eliminatoria estaba mostrando dos cosas: una, que el entrenamiento previo de Petrosian había servido para robarle la iniciativa del juego a Fischer, algo a lo que el estadounidense no estaba acostumbrado. Dos, que Fischer, por lo general reacio a firmar tablas fáciles, estaba contentándose con empates. Pero, y este era el detalle importante, lo había hecho consiguiendo neutralizar los intentos de Petrosian por meterlo en partidas incómodas. 

Petrosian estaba dando lo mejor de sí, pero las partidas terminaban en tablas, no en victorias del soviético. Había ganado una partida, sí, pero no parecía capaz de materializar una segunda victoria aunque jugase siguiendo planes diseñados de manera específica para incomodar al americano. Y esto, los empates conseguidos en posición de inferioridad táctica, no es sino una muestra de superioridad en general. Petrosian estaba haciendo lo mejor posible, pero Fischer estaba a otro nivel.

Y Fischer, pese a haber perdido un punto, parecía cada vez más confortable en la eliminatoria. Ya se había acostumbrado a la idea de ceder la iniciativa, así que se decidió a utilizar esa circunstancia en su propio beneficio, algo que solo puede hacer un jugador que se siente muy superior. 

En la sexta partida, Bobby se dedicó a ser más paciente que el propio Petrosian, el rey de la paciencia. Ambos se embarcaron en un baile posicional que parecía amenazar con prolongarse para siempre… y fue Petrosian quien terminó haciendo jugadas “fuera del plan” para acelerar las cosas, cuando siempre había sido el jugador que esperaba mientras los demás intentaban atacarlo a él. En aquella partida, Fischer fue más Petrosian que el propio Petrosian, y terminó venciendo al “Tigre” con sus propias armas. El estadounidense se colocaba de nuevo por delante: 3’5-2’5.

La séptima partida puso de manifiesto que, en efecto, Fischer había superado sus preocupaciones iniciales y estaba jugando de nuevo con total confianza, sin buscar ya el refugio del empate. 

Dio una clase magistral de elecciones tácticas “contra-intuitivas” que desconcertaron a Petrosian (y a los observadores), como entregar un caballo “bueno” por un alfil “malo” o permitir la existencia de un peligroso peón pasado de Petrosian (algo siempre desaconsejado) para obtener a cambio una buena posición de sus propias piezas. 

Así, con tantas decisiones sorprendentes, llevó el juego hacia una fase final que, sobre el papel, podía parecer perdida si uno contaba las piezas, porque Petrosian tenía superioridad material, algo que suele resultar decisivo. Pero eso era sobre el papel. 

Sobre el tablero, Fischer tenía la partida ganada porque sus piezas, aun en inferioridad numérica, eran mucho más activas y estaban colocadas con mucha más intención. En eso consistía la famosa armonía mágica de Fischer, que estaba funcionando de nuevo a pleno rendimiento. 

Todas sus piezas hacían algo útil. Todas estaban en un sitio donde podían colaborar con las demás. Y todas podían moverse a sitios todavía mejores, ante la desesperación del rival, que veía venir el tsunami, pero no conseguía levantar un muro para detenerlo. Petrosian se rindió ante lo inevitable. 4’5-2’5.

En la octava partida se produjo una nueva demostración del poder posicional de Fischer: ambos rivales empezaron a intercambiar piezas y, cuando Petrosian quiso darse cuenta, tenía un peón pasado en su contra y una telaraña de jaque mate en lontananza. 

Tuvo que rendirse de nuevo porque no había forma de salvar la situación. Tercera victoria consecutiva de Fischer y 5’5-2’5 en el marcador. Ya solo necesitaba una victoria más para eliminar a su rival. 

La novena partida discurrió por cauces parecidos, solo que Petrosian intentó prolongar su agonía a la desesperada viendo que Fischer volvía a sobrepasar todos sus planes. No hubo nada que hacer. Bobby se impuso y finiquitó la eliminatoria. Aquello no era un 6-0, pero también podía considerarse una paliza humillante: 6’5-2’5, incluyendo un parcial de 4-0 en las últimas cuatro partidas. 

La preparación y combatividad de Petrosian habían obtenido el modesto resultado de una victoria aislada, pero el que había sido campeón había terminado por venirse completamente abajo en cuanto su diabólico rival se sacudió la sorpresa de encima y comenzó a jugar con su autosuficiencia habitual. 

No, no había sido un 6-0, pero Petrosian también había sido despedazado por aquella trituradora llamada Bobby Fischer.

Fischer, en las treinta y una partidas del Candidatos (¡incluyendo nueve ante un reciente campeón mundial!) únicamente había cedido una derrota y tres empates. Esto es: había dejado escapar 2’5 puntos… ¡de 31 puntos posibles! 

Ni siquiera se podía buscar una explicación racional a semejante hecho y Bobby parecía en verdad invencible. Ya se hablaba del «síndrome Fischer» que aquejaba a sus rivales. Otros pensaban que el nuevo Einstein había alcanzado su plenitud y ya nada podría detenerlo. 

Algunos, pocos pero los más sagaces, habían entendido que Fischer estaba jugando un nuevo ajedrez, un estilo revolucionario que quizá a primera vista se parecía al de otros pero que, en realidad, estaba teñido con su propia personalidad y sus nuevas ideas. Fischer, en definitiva, estaba inventando algo nuevo.

El único escollo a superar para ser considerado el mejor jugador del mundo era Boris Spassky. El campeón mundial al que nunca había ganado. 

Pero las hazañas de Fischer en el Candidatos fueron de tal magnitud que todo el mundo hablaba de Fischer, Fischer, Fischer… y hasta la figura del vigente campeón parecía quedar eclipsada por el brillo del nuevo aspirante. La revista Life le dedicó una famosa portada a Bobby: «El jugador mortal», destacándolo como la más brillante inteligencia de su generación. 

El propio Bobby afirmaba que vencería a Spassky. El ruso pensaba lo contrario, pero después de las sobrehumanas demostraciones del americano en 1971, parecía ser el único individuo en la URSS que no se mostraba angustiado por el antológico salto cualitativo del genio de Brooklyn.

El ajedrez se había convertido en material de portadas en los periódicos. Fischer y Spassky iban a enfrentarse en Islandia al año siguiente y todos consideraban ya el Campeonato como una materialización de la propia Guerra Fría. Ya que no podía haber guerra nuclear —salvo que los dirigentes de ambos países se volvieran locos—, habría partidas de ajedrez para dirimir la honra de las dos superpotencias adversarias. 

Bobby Fischer y Boris Spassky iban a jugar en mitad de una atención mediática única en la Historia y bajo unos niveles de presión a los que pocas veces se habían visto sometidos dos competidores en ningún deporte. Fischer, con cero victorias sobre Spassky en toda su carrera, tendría que defender el honor de su país y todo el bloque occidental. Y quienes le conocían no dejaban de preguntarse cómo iba a reaccionar con semejante peso sobre sus espaldas.

Para empezar, él les obsequió con una sorpresa de las suyas, cuando empezó a parecer que no quería acudir a disputar al Campeonato. Una vez más, como en los viejos tiempos, su presencia en un punto clave de la historia pendía de un tembloroso hilo.

Continuará…

Imagen de portada: Bobby Fischer

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por E.J. Rodriguez

Sociedad y Cultura/Ajedrez/En Memoria/Bobby Fischer

Bobby Fischer en los 60, un talento precoz que pudo comerse el mundo, pero hizo lo contrario. Parte IV.

Imaginen a un precoz talento de veinte años establecido en la élite de un deporte. Lleva varias temporadas entre los primeros clasificados del mundo y desde la adolescencia se le ha reconocido como a un superdotado; es más, a tan temprana edad, los auténticos límites de su talento no se vislumbran todavía. 

Lo normal sería que ese joven prodigio deseara participar con la mayor frecuencia posible en la alta competición. Que quisiera aprovechar cada mínima ocasión para medirse con los mejores, para obtener experiencia… para intentar comerse el mundo, en definitiva. Pues bien, a mediados de los años 60, el veinteañero Bobby Fischer hizo exactamente lo contrario.

Apenas se dejaba ver en la alta competición. Aparecía en dos o tres torneos al año; a veces, ni eso. Incluso dejó pasar algunas valiosísimas ocasiones de intentar pelear por la corona mundial. Nadie conseguía entender al complejo e imprevisible Bobby. Parecía enfrascado en una competición paralela donde no solamente los demás ajedrecistas eran sus rivales, sino en la que también tenía que combatir a los organizadores de los torneos, a los periodistas, y a cualquiera que le llevase la contraria. De todos modos, serían precisamente esa actitud beligerante y su fuerte personalidad las que ayudarían a construir un aura única en torno al joven genio de Brooklyn. Eso sí, a costa de desperdiciar algunas de las mejores oportunidades de su carrera.

Ocho torneos en cuatro años

Recordemos que Fischer había tenido una participación inesperadamente anodina en el Torneo de Candidatos de 1962, celebrado en Curaçao, donde jugó de manera irregular sin conseguir hacer frente al poderoso contingente soviético. Recordemos también que el propio torneo quedó eclipsado por aquel artículo en el que acusaba a los rusos de amañar el camino hacia el Campeonato Mundial, un artículo que forzó a la FIDE a cambiar el formato de la competición. 

Pues bien, tras la tormenta de Curaçao llegó una completa calma. Bobby Fischer comenzó a aparecer cada vez menos en torneos de primera magnitud. Al principio nadie lo sospechaba, pero aquello terminaría convirtiéndose en un periodo de cuasi retiro competitivo que se iba a prolongar durante años. Una circunstancia que, sin embargo, no le impidió seguir añadiendo espectaculares logros a su creciente currículum. Participaba en pocos eventos, sí, pero en algunos de ellos obtuvo resultados extraordinarios, dignos de pasar a la historia.

Bobby Fischer y su amigo, el GM Larry Evans, jugando relajadamente al ajedrez acuático.

Durante 1963, Fischer no viajó al exterior para disputar grandes competiciones internacionales. 

Es más: fiel a sus exagerados pero firmes principios, se negó a participar en la primera Piatigorsky Cup, organizada por la gran mecenas del ajedrez estadounidense Jacqueline Piatigorsky

Bobby, como ya narramos en el anterior capítulo, había tenido un agrio enfrentamiento con ella dos años atrás a causa del match frente a Samuel Reshevsky

Todavía resentido y considerando —no sin razón— que había sido injustamente tratado, declinó la invitación de madame Piatigorsky y despertó una oleada de habladurías en un mundillo poco acostumbrado a semejantes muestras de rebeldía. Aunque la mayoría de los observadores atribuyeron la actitud contestataria de Bobby a una comprensible fogosidad juvenil, otros ya empezaban a imaginar que Fischer sencillamente era así y que resultaba probable que fuese a cambiar poco en un futuro.

Por lo demás, aquel año únicamente participó en tres torneos, los tres celebrados en su país y, aunque eran de cierta importancia, ninguno de ellos podía considerarse de primera categoría internacional. 

Eso sí, demostró que su dominio en el ajedrez norteamericano era total, aplastante. Primero, en un torneo celebrado en Michigan, obtuvo un resultado de 7-1-0: siete victorias y un único empate. Lo mismo sucedió en otro evento similar donde terminó con un 7-0-0, ganando sus siete partidas sin ceder siquiera unas tablas. Resultados muy poco frecuentes en el ajedrez, espectaculares sin duda, pero que venían a demostrar lo que ya se sabía: que el joven Fischer estaba al nivel de los más grandes jugadores del mundo y que aquellos torneos de “segunda fila” se le habían quedado pequeños.

Lo que nadie esperaba, sin embargo, era que demostrase ese mismo tipo de superioridad en un torneo de mayor magnitud como lo era el Campeonato Nacional, donde iba a vérselas con los once mejores jugadores del país, incluidos nombres de prestigio internacional como Samuel Reshevsky, Pal Benko, Larry Evans o Arthur Bisguier

Para asombro de todo el mundo del ajedrez, el joven Fischer arrasó de una forma que jamás se había visto (y que no se ha vuelto a ver) en un campeonato semejante, logrando una puntuación perfecta: 11-0-0. Es decir, ¡ganó todas sus partidas en una competición de élite! Aquello resultaba completamente inaudito, ya que entre grandes ajedrecistas el resultado más común son las tablas, como bien sabemos. A sus veinte años, Bobby Fischer acababa de dejar al resto de los Maestros estadounidenses prácticamente a la altura de aficionados.

Los propios participantes, con ese sarcasmo típico de los ajedrecistas, felicitaron a Larry Evans —que había quedado en segundo lugar— por haber «ganado el torneo”, ya que Bobby Fischer había “ganado la exhibición”. 

La broma de los vencidos no resultaba exagerada: para hacernos una idea de la magnitud de la gesta, un rodillo semejante únicamente había sucedido una decena de veces en dos siglos de competición en todo el mundo. Aquel alucinante 11-0-0 de un veinteañero era una hazaña casi sin precedentes y ocupó un considerable espacio en la prensa, con lo que Fischer continuaba ascendiendo puestos en la escalera de la popularidad. Revistas como Sports Illustrated y Time se volcaron con el joven prodigio, deshaciéndose en elogios y contribuyendo a agrandar el aura de la nueva superestrella estadounidense.

Sin embargo, aquel portentoso triunfo de tintes históricos no sirvió para que Bobby se animase a regresar a la escena internacional. Por el contrario, durante el año siguiente, ¡Fischer no participó en absolutamente ningún torneo! 

Así que pasó todo 1964 enfrascado en su rutina habitual de entrenamiento en solitario y aquellas exhibiciones ante los aficionados que le proporcionaban buena parte de sus ingresos, ya que se mostraba muy reacio a ejercer labores publicitarias. Por lo demás, seguía dando poca o ninguna muestra de interés hacia la alta competición. 

Aquel mismo 1964, como cada tres años, se celebraba un nuevo Torneo Interzonal en Amsterdam y mucha gente esperaba la presencia de Bobby, aunque hubiese anunciado dos años antes que, a causa de los manejos antideportivos de los soviéticos, no volvería a participar.

Ahora que la FIDE había hecho caso de sus acusaciones y había cambiando el formato del Candidatos para imposibilitar chanchullos entre los ajedrecistas de la URSS, todo el mundo esperaba que Fischer cambiase de idea y se presentase. 

Las esperanzas se mantuvieron casi hasta última hora, ya que Bobby no desmintió de antemano su participación. Sin embargo, un jarro de agua fría cayó sobre aficionados y periodistas cuando finalmente no acudió, sin dar explicaciones. El mundo de las sesenta y cuatro casillas tuvo que resignarse a la idea de que el ajedrecista más carismático del planeta, el mejor jugador nacido fuera de la URSS, se quedaría fuera de la carrera por el título. Renunciar al Interzonal significaba que tendría que esperar tres años más para intentar asaltar la corona, pero la verdad es que Fischer no pareció lamentarse por ello. Aunque se especuló mucho sobre los motivos de su ausencia, parece ser que todo se debió a cuestiones monetarias.

Así, mientras la élite del ajedrez mundial se disputaba una plaza para el Torneo de Candidatos, Bobby Fischer se quedó en su país realizando una gira de exhibiciones de simultáneas y conferencias ante un público ávido por verlo de cerca y saber algo más de él. Bobby iba a ganar más dinero con aquellas giras que viajando a Europa y embarcándose en un gasto que no podía afrontar. 

Como Fischer era especialmente refractario a lo que él consideraba «caridad», ni siquiera se planteaba la posibilidad de viajar a Holanda subvencionado por un patronazgo que, de así haberlo querido él, podría haber obtenido con suma facilidad. Aquel contumaz apego a su independencia le impedía acudir al Interzonal con “dinero prestado”. Las ruedas del ajedrez mundial seguían girando sin él.

Exhibición de partidas simultáneas en 1964; aquellos shows eran una de sus mayores fuentes de ingresos.

Fischer, pues, había jugado únicamente tres torneos en 1963 y ninguno en 1964. Al año siguiente, 1965, se dignó reaparecer en la competición, pero fue solamente para participar en un par de eventos. En mitad de una gran expectación, el esquivo Fischer jugó el Memorial Capablanca de La Habana, aunque tuvo que hacerlo a distancia, ya que existía un bloqueo gubernamental sobre Cuba y el Gobierno de Washington no le permitió acudir a la isla. 

En la sede cubana del torneo, un árbitro tenía que realizar los movimientos que el norteamericano telegrafiaba desde Nueva York. Ese retorno a la arena internacional se producía pues en extrañas circunstancias, pero Bobby obtuvo un resultado aceptable dado su peculiar retiro, quedando en cuarta plaza (a solamente 0’5 puntos del vencedor). 

Su balance de 12-6-3 constituía un éxito teniendo en cuenta que no había competido a ese nivel en más de dos años y que estaba jugando por teletipo. También en 1965 volvió a disputar el Campeonato de los EE. UU., donde no repitió el asombroso 11-0-0 de dos años atrás (esta vez incluso llegó a perder un par de partidas), pero sí ganó el torneo con facilidad, con un marcador más “humano”, aunque todavía aplastante, de 8-1-2.

El año 1966 continuó en la misma tónica, aunque para entonces el mundo del ajedrez ya había asumido que Fischer era prácticamente un ermitaño, por lo que cada una de sus apariciones suponía todo un acontecimiento. Prensa y aficionados sentían un morboso ansia por comprobar en qué estado de forma se encontraba el parcialmente retirado prodigio, que contaba por entonces con veintitrés años de edad. 

La primera noticia sorprendente fue que Bobby accedió a jugar en la segunda Piatigorsky Cup. Eso sí, para convencerlo, la señora Piatigorsky había tenido que pagarle el dinero que Fischer consideraba se le debía desde 1961. Aquella Piatigorsky Cup terminó teniendo un cartel espectacular que incluía nombres como los soviéticos Tigran Petrosian (vigente campeón mundial) y Boris Spassky (vigente subcampeón), el húngaro Lajos Portisch, el polaco-argentino Miguel Najdorf, Samuel Reshevsky o el danés Bent Larsen, que ya se había destapado como el nuevo gran valor del ajedrez occidental al ganar el Interzonal de Amsterdam, el mismo al que Fischer no había querido acudir.

Era un reparto verdaderamente estelar y una dura prueba para un jugador joven que apenas se medía en grandes torneos. 

Pero Bobby, pese a la poca competición que llevaba a sus espaldas, rayó a gran altura y quedó en la segunda plaza con un registro de 7-8-3, un punto por debajo del vencedor Boris Spassky. Perdió una de sus partidas frente a Bent Larsen: el danés era de los pocos que todavía podían plantarle cara. Y, sobre todo, volvió a perder frente a Boris Spassky, quien todavía se le resistía. Después de aquello, el contador personal entre ambos era de cuatro partidas: dos victorias para Spassky, dos tablas y ninguna victoria para Fischer. Eso sí, hay algo que es preciso destacar: aquel fue el último torneo individual en la carrera profesional de Fischer en el que no terminó en la primera posición. Aunque también es cierto que no volvió a encontrarse con Spassky en ese tipo de torneos, pero aun así, el dato es impresionante.

También en 1966, Fischer acudió a la Olimpiada de Ajedrez, el más importante torneo por equipos. Naturalmente, Bobby era el primer tablero de la selección estadounidense y tuvo una actuación descollante con 14 victorias, dos empates y una única derrota, bastante inesperada, frente al rumano Florin Gheorghiu: la única ocasión en toda su carrera en que Bobby Fischer perdió frente a un jugador más joven que él. 

La fantástica actuación individual de Bobby en la Olimpiada fue únicamente superada por la del campeón mundial, Petrosian. Gracias a ello, la selección de EE. UU. quedó en segundo lugar por detrás de la hegemónica URSS, que desde la II Guerra Mundial había ganado todas las ediciones de la Olimpiada y lo seguiría haciendo hasta bien entrados los años 70. 

Por cierto: Fischer volvió a enfrentarse a Spassky y llegó a plantarle cara con un juego singularmente enérgico, pero dejó escapar la victoria eligiendo una jugada conservadora en un momento crucial de la partida. Finalmente tuvo que conformarse con firmar unas tablas. Fischer seguía en clara desventaja en su score personal con Spassky: 0-3-2. Para redondear el año, Bobby volvió a barrer en el Campeonato de los EE. UU., lo cual ya era una tradición, y lo hizo sin perder ninguna partida: 8-3-0.

“¿Qué le pasa a Fischer?”

Así pues, llegaba el año 1967, el del nuevo Interzonal, con un Bobby Fischer desempeñándose a un nivel muy alto pese a su escaso bagaje de torneos. De camino a cumplir veinticinco años, pero habiendo pasado ya toda una década instalado en la élite, su ajedrez parecía bastante más sólido y competitivo que en sus tiempos de Gran Maestro adolescente. 

De hecho, era esa progresión lo que constituía un aspecto sorprendente de Fischer. Durante sus largas épocas de ostracismo era capaz de mejorar mucho sin apenas competir, algo verdaderamente insólito. Sin ordenadores, sin una corte de entrenadores y asesores, casi sin aparecer en el circuito profesional para medirse con la élite internacional, Fischer iba mejorando año tras año con la única ayuda de sus libros y su dedicación, estudiando a solas en su apartamento de Manhattan.

Cuando reaparecía en un torneo después de una de aquellas prolongadas ausencias, solía mostrarse algo «entumecido» durante las primeras partidas, pero después entraba en calor y, cuando entraba en el ritmo de competición, solía maravillar a todos demostrando que no solamente no había perdido condiciones durante su retiro sino que se había convertido en un ajedrecista todavía mejor. El joven estadounidense que, como contaban sus conocidos, entrenaba mascando chicle y bebiendo Coca-Cola, se bastaba por sí solo para compensar la ausencia de apoyo exterior; ese apoyo que la maquinaria soviética de fabricar campeones daba a los suyos.

Aquel año, como de costumbre, únicamente entró en un par de torneos: Montecarlo (donde ya comentamos que sus exigencias sacaron de sus casillas a los organizadores y al príncipe Rainiero) y Skopje, en Yugoslavia. Ganó ambos, aunque también en ambos perdió sendas partidas frente al soviético Efim Geller, que era por entonces el jugador con un historial más favorable frente a Bobby, 4-2-2 (eso sí, su capacidad para torcerle el morro al estadounidense no iba a durar siempre). 

Con todo, el gran acontecimiento del año iba a ser el Torneo Interzonal de Sousse, en Túnez. A Fischer no se lo veía en un Interzonal desde 1962 pero, para alivio de todos los aficionados, esta vez sí decidió participar. La noticia disparó nuevamente la expectación: ¡Fischer iba a jugar por el título! Los organizadores de la federación tunecina estaban encantados y se frotaban las manos, porque la sola presencia de Bobby significaba que habría bastante más interés mediático hacia un deporte que por lo general era de seguimiento minoritario si Fischer no jugaba (excepto, claro está, en la URSS y algunos de sus satélites). 

Eso sí, los tunecinos se las prometieron demasiado felices, demasiado pronto. Al comenzar el evento, no podían imaginar de qué manera iba a montar una nueva trifulca la estrella estadounidense.

El danés Bent Larsen (izquierda) juega con Bobby ante la atenta mirada del matrimonio Piatigorsky.

En un principio, y una vez más pese a una larga ausencia de la vanguardia competitiva, Fischer respondió a la expectación jugando sus primeras rondas de manera incontestable, situándose en primera posición sin sumar ninguna derrota y produciendo la sensación de que iba a ganar el torneo con facilidad. 

Pero pronto surgieron los problemas. Cada vez más descontento por las condiciones de juego, Bobby empezó a protestar a causa de la iluminación del recinto, del mobiliario, de la ubicación de los fotógrafos y los espectadores, etc. Incluso llegó a hacer que le cambiasen la mesa de juego en mitad de una partida. En realidad, aquellas quejas no podían sorprender a nadie, pues era bien sabido que Fischer solía mostrarse extraordinariamente exigente con el entorno en que jugaba. 

Lo peor llegó cuando surgió el asunto más peliagudo de todos: el calendario del torneo. El antaño ateo Bobby estaba ahora adscrito a los adventistas del Séptimo Día.

Su nueva filiación religiosa le había llevado a poner una condición para participar en el Interzonal: no tener que jugar entre la puesta del sol del viernes y la del sábado, cumpliendo con el precepto bíblico del descanso sabático. Aquella exigencia no era nueva en el mundo del ajedrez: ya contamos que Samuel Reshevsky, judío ortodoxo, había recibido la misma deferencia en unos cuantos torneos. 

Así pues, ya antes de comenzar la competición, los organizadores tunecinos habían arreglado la agenda para que ambos estadounidenses evitasen quebrantar el sabbath. Aquello implicaba que habría menos jornadas de descanso —especialmente para ellos dos—, pero la planificación del evento fue enviada con anterioridad a todos los participantes y nadie se opuso al calendario. Incluso Fischer dio el visto bueno, o por lo menos no protestó, que viene a ser lo mismo. 

Sin embargo, una vez comenzado el torneo, la marcha de los acontecimientos complicó bastante la agenda. Cuando algunas de las partidas de Fischer fueron aplazadas y se encontró con que tenía que finalizarlas en sus ya escasas jornadas de descanso, exigió una prolongación del calendario a fin de recibir más días libres. Aquella era una petición muy poco razonable, porque obligaría a jugadores, organizadores, árbitros, corresponsales de prensa y demás involucrados en el torneo a prolongar innecesariamente su estancia en Sousse. Los organizadores, con toda la razón, se negaron. Y claro, aquello abrió la caja de Pandora.

Bobby respondió a la negativa en su mejor estilo: en la siguiente ronda, cuando debía enfrentarse al soviético Alvars Gipslis, se abstuvo de aparecer. Transcurrieron los primeros 60 minutos de su reloj sin que se sentase ante el tablero para jugar, así que se aplicó el reglamento y perdió la partida por incomparecencia. En ese momento, el estadounidense ya estaba camino de la capital, Túnez, dispuesto a subirse a un avión para marcharse a casa. Los organizadores entraron en pánico: el abandono de Bobby haría que el Interzonal se quedase sin su mayor atracción mediática. 

Un ajedrecista carismático que por sí mismo garantizaba una amplia atención internacional era el mayor y más valioso activo del torneo, y todos los implicados eran conscientes de ello. El profesor Belkadi, presidente de la federación tunecina, fue hasta la capital para hablar con Fischer. Prometiéndole un día de descanso extra, lo convenció para que volviese y continuase jugando el torneo. Subieron en un coche y emprendieron el retorno a Sousse a toda prisa, ya que la partida de la siguiente ronda estaba a punto de comenzar.

Justo aquel día, Bobby debía enfrentarse a su compatriota Samuel Reshevsky. Cuando Reshevsky se sentó ante el tablero, al otro lado había una silla vacía. El reloj de Bobby se puso en marcha tal y como mandaba el reglamento. Las agujas giraban esperando inútilmente a que Fischer, que estaba regresando a toda prisa desde Túnez, se dignase aparecer. 

Comenzaron a transcurrir los minutos: 10, 20, 30, 40… y no había ni rastro de Fischer. Dado que, según las reglas, una vez se hubieren consumido los primeros 60 minutos Bobby perdería por incomparecencia, Reshevsky se relajó pensando que su mercurial contrincante había pegado la espantada definitivamente. 

Pero no. Cuando habían transcurrido 54 minutos y faltaban solo seis para que perdiese el punto, Reshevsky debía de estar ya mirándose las uñas confiado.. hasta que alzó los ojos y vio atónito cómo Bobby Fischer aparecía de entre bastidores y se dirigía hacia su silla. Bobby se sentó e hizo su primer movimiento… ¡con casi una hora menos de reloj para calcular sus jugadas!

Samuel Reshevsky en calma, lo que significa que Bobby no debe de andar cerca.

Aquella desventaja de tiempo parecía decisiva y Reshevsky pudo haberla aprovechado si hubiese planteado una partida trabada en la que Bobby hubiese tenido que emplear más minutos de la cuenta pensando. Pero Reshevsky estaba tan sorprendido que no supo sacarle jugo a la situación; de hecho, empezó la partida con una apertura española, la cual, como se sabía bien, era una de las aperturas mejor estudiadas por Fischer, hasta el punto de que se lo consideraba un gran especialista. 

Por su parte, Bobby empezó a pensar sus jugadas incluso con más rapidez de lo habitual (y eso que era conocido por sus cálculos veloces), así que, en pocas palabras, jugó como si la desventaja en el reloj no fuese con él. Apabulló a un Reshevsky que a duras penas se hacía cargo de la situación, hasta conseguir llevar la partida al punto de aplazamiento. Para cuando se aplazó el juego, la posición de Fischer ya era prácticamente ganadora.

Samuel Reshevsky entró en cólera: se subió a una silla y empezó a reclamar a voces un traductor de francés para poder dirigirse a la concurrencia, advirtiendo de que no se presentaría a la reanudación de la partida: «¿Hay un traductor aquí? ¡No jugaré con Fischer! ¿Me oyen? ¡¡No jugaré con Fischer!!». 

Reshevsky estaba enfurecido por lo sucedido y, en efecto, al día siguiente fue él quien no apareció. Pero su enfado, aunque humanamente comprensible, tenía poco fundamento, al menos en esa ocasión. Fischer no había hecho nada antirreglamentario. 

Es más, presentarse tan tarde era algo que lo perjudicaba a él, habiendo consumido inútilmente la mitad del precioso tiempo de su reloj, lo cual suponía jugar con un tremendo hándicap. Fue impresionante que Fischer venciese a su rival con semejante velocidad y seguridad en sí mismo. En todo caso, aunque lo hubiese considerado una descortesía, Reshevsky expresó sus quejas después de jugar y cuando ya tenía la partida visiblemente perdida, no antes.

La situación, pues, parecía salvada. Bobby seguía en el Interzonal. Ganó también su siguiente partida y todo parecía ir bien… pero continuaba exigiendo que se le permitiera recuperar aquel punto que había perdido por incomparecencia ante el soviético Glipsis. Se empeñaba en que la partida debía jugarse. Era una petición imposible de conceder: el punto estaba otorgado, todo se había hecho según las reglas y Fischer no podía pedir al soviético que le concediese el capricho de jugar una partida extra de manera extemporánea. 

Es más, Fischer ni siquiera iba a necesitar aquel punto perdido:, pues para clasificarse al Candidatos solamente tenía que quedar entre los seis primeros del Interzonal; incluso con aquella derrota por incomparecencia en su casillero, era algo que podía conseguir fácilmente. Viendo su nivel de juego estaba claro que iba a conseguirlo. 

Por entonces, con veinticuatro años de edad, ya era visiblemente superior a la inmensa mayoría de Grandes Maestros del mundo y únicamente unos pocos soviéticos privilegiados podían ser considerados rivales iguales o superiores a él. ¿Por qué complicarse la vida y poner en peligro su plaza en el Candidatos peleándose con la organización? ¿Por qué no obviar aquella única derrota por incomparecencia y centrarse en conseguir su clasificación?

Pero no; en cuanto supo que no se le permitiría jugar contra Glipsis, volvió a marcharse de Sousse con rumbo a Túnez. Así, al no presentarse en la partida contra el checoslovaco Vlastimil Hort, sumó una segunda derrota por incomparecencia. Su presencia en el Interzonal volvía a pender de un hilo y lo hacía justo cuando tenía que enfrentarse a uno de los jugadores más en forma del planeta, el danés Bent Larsen. Una partida en la cumbre que los espectadores iban a perderse si Fischer se marchaba.

El profesor Belkadi —que, como vemos, fue un hombre más que ocupado durante aquel Interzonal— tuvo que desplazarse de nuevo hacia la capital a toda prisa, en busca de un Fischer que estaba nuevamente decidido a subirse a un avión y largarse. 

El tunecino debió de poner en práctica un admirable ejercicio de persuasión, ya que consiguió in extremis que el estadounidense accediese a retornar de nuevo al torneo. Sin embargo, todavía se encontraban en Túnez cuando la partida contra Larsen estaba a punto de comenzar, así que Belkadi recurrió a las autoridades para intentar que Bobby llegase a tiempo: una escolta policial despejó las carreteras para el vehículo donde que viajaba el ajedrecista, que se dirigió a toda velocidad hacia Sousse. 

Ni siquiera tan espectacular despliegue policial sirvió para llegar a tiempo. Cuando Bobby apareció en el recinto, ya habían transcurrido los primeros 60 minutos del reloj. Según el reglamento, había perdido la partida, lo cual suponía la tercera derrota por incomparecencia para un Fischer que, al comenzar el Interzonal, parecía disparado hacia la primera plaza. Ahora tenía tres ceros en su casillero; los tres por no haberse presentado. 

Eso sí, incluso de esa manera seguía teniendo opciones de clasificarse si seguía obteniendo victorias… pero aquello fue demasiado para él. Volvió a abandonar el Interzonal y esta vez lo hizo de manera definitiva. Ya no se le pudo convencer para que regresara.

Aquello significaba que Bobby Fischer perdía la ocasión de jugar un nuevo Torneo de Candidatos. Nadie consiguió entender lo que había sucedido. Fischer parecía estar alcanzando la plenitud de su juego y, sin embargo, se las acababa de arreglar para convertir el Interzonal en un espectáculo de vodevil en donde el principal perjudicado no había sido otro sino él mismo. Larsen narró lo sucedido en un artículo y concluía esto (extraído del libro Bobby Fischer, su vida y partidas, de Pablo Morán):

Un jugador de la fuerza de Fischer pertenece al Torneo de Candidatos, pero debe guardar las mismas reglas que los demás. Yo no deseo psicoanalizar a Fischer, como han hecho varios comentaristas, pero sus nervios deben de estar en muy malas condiciones. Demasiado extraña me pareció su calma al abandonar el torneo.

El New York Times resumió el asunto con mayor concisión, mediante un muy expresivo titular: “¿Qué le pasa a Fischer?”.

Y Bobby Fischer respondió otra vez a su manera. Esto es, no volviendo a jugar en todo 1967. Ni siquiera se presentó al Campeonato de los EE. UU. de aquel año.

Al borde de una nueva debacle

Como decía Larsen, mucha gente intentó (y sigue intentando) interpretar la conducta de Bobby Fischer en el Interzonal de Sousse. No pocos jugadores y analistas se han sentido tentados de ofrecer su propia lectura de los hechos, aunque surjan hipótesis contradictorias al respecto. 

Garry Kasparov, por ejemplo, ha popularizado la idea de que Fischer sentía miedo de Boris Spassky, a quien tendría que encontrarse en el posterior Candidatos. Spassky estaba por entonces jugando a un fantástico nivel, ciertamente, pero es mucho decir que Fischer forzó su salida de Sousse por ese motivo. De hecho, la espantada de Bobby no necesitaba achacarse al miedo a ningún rival porque, la verdad, resultaba bastante consistente con su habitual forma de conducirse. Como bien sabemos, desplantes y conflictos semejantes —lo que podríamos llamar «fischeradas»— ya se habían producido en otros torneos y competiciones. Aquello era algo que Bobby había hecho antes, desde su infancia, y que volvería a hacer después. Algo muy propio de él, que seguiría siendo así siempre.

Escuchando la radio: el joven Fischer era de costumbres sencillas.

Al año siguiente, 1968, viajó a Europa para jugar un par torneos que ganó con facilidad, sin perder una sola partida. Después acudió con la selección estadounidense a la Olimpiada de Ajedrez de Lugano, pero no tardó en volver a convertirse en protagonista de la polémica. Se empeñó en que las cámaras no deberían filmarlo sin abonarle a cambio una cantidad en concepto de derechos de imagen. Puesto que no se satisficieron sus demandas, se marchó de la Olimpiada antes de empezar, dejando a su selección en la estacada. Los EE. UU., que en la anterior edición habían sido segundos con Fischer, no pasaron de la cuarta plaza sin él (con todo, aún era un resultado mucho más que digno). En todo caso, aquella nueva espantada supuso el comienzo de un nuevo y prolongado retiro.

Durante todo el año 1969 permaneció completamente alejado de la competición una vez más. Lo más sangrante fue su ausencia en el Campeonato de los EE. UU., que en 1969 tenía categoría de Zonal. Es decir, los tres primeros clasificados del campeonato americano se ganarían el derecho de acudir al siguiente Torneo Interzonal, que se celebraría en Palma de Mallorca. 

Fischer había dominado el campeonato desde los 14 años y lógicamente nunca había tenido ningún problema para obtener plaza. Pero ahora estaba enfrentado (¡también!) a los organizadores del campeonato estadounidense: había solicitado a la federación un cambio en el formato del torneo, alegando que debía jugarse a doble ronda, ya que era demasiado corto. Vio cómo su petición era rechazada y, en consecuencia, declinó volver a participar. 

Aquello traía consigo graves consecuencias: la ausencia de Fischer le privaba de una plaza en el nuevo Interzonal. Estaba claro que su enorme ambición deportiva chocaba de frente con un extraño sentido de la justicia que nadie excepto él parecía comprender del todo.

Lo peor era pensar que semejante jugador pudiera dejar pasar otra ocasión de medirse con los mejores. En aquel momento, si uno repasaba la carrera de Fischer, se daba cuenta de que había estado desperdiciando sus mejores oportunidades de pelear por el título mundial. Repasemos:

  • 1958/59: Fischer se clasifica para el Candidatos, pero con solamente 16 años está demasiado verde para hacer frente a los soviéticos y aspirar al título.
  • 1962: Con 19 años se clasifica de nuevo para el Candidatos, pero juega irregularmente, demostrando que todavía es inexperto.

Hasta aquí, todo bien. Pero…

  • 1964: Ni siquiera se presenta en el Interzonal de Amsterdam y nadie supo por qué.
  • 1967: Cuando va en primera posición, abandona el Interzonal de Sousse debido a disputas con la organización del torneo.
  • 1970: No podrá acudir al Interzonal por haber estado ausente del campeonato de los EE. UU. tras tener una disputa con la organización.

En resumen… ¡un despropósito! Cuanto más mejoraba su juego y más preparado parecía para poder optar a la corona mundial, más obstáculos se ponía en su propio camino. El desaliento cundió en la federación estadounidense. 

La decepción se apoderó de los aficionados y periodistas de su país, y de todo Occidente, ante el evidente desinterés del único individuo del planeta que podía, por sí solo, intentar golpear un punto débil en el orgullo soviético. En Estados Unidos no sabían qué hacer con Bobby. Corría el año 1969 pero, estando así las cosas, se daba la penosa circunstancia de que Fischer ya no podría aspirar al título mundial… ¡hasta 1975! Y eso, suponiendo que entonces no volviese a sorprender a todos con alguna de sus reacciones imprevisibles (como, de todos modos, iba a terminar sucediendo).

En la federación estadounidense, sin embargo, no estaban dispuestos a rendirse tan pronto, así que comenzaron a devanarse los sesos para encontrar una fórmula que permitiera a Fischer acudir al Interzonal. 

Examinando la reglamentación vigente, descubrieron que si uno de los tres clasificados en el Campeonato de los EE. UU. se ausentaba del Interzonal, la federación podría elegir un suplente a discreción… y, ¿qué mejor suplente que Bobby Fischer? Consultaron con la FIDE y comprobaron que la jugada resultaba completamente legal. 

Eso sí, había que convencer a alguno de los tres Maestros estadounidenses cualificados para que renunciase a su plaza de manera voluntaria, y eso no resultaba nada fácil. Era como pedir a un futbolista que cediese voluntariamente su plaza en un Mundial, sólo que ¡bastante peor! Sin embargo, al final, el Maestro Pal Benko consintió en renunciar a cambio de una cantidad de dinero. 

Como todos, Benko sabía que las escasas opciones americanas pasaban por Bobby, así que sacrificó su plaza. Un gesto deportivo que salvó los papeles de la federación, del ajedrez occidental y de la carrera del propio Fischer. Para alivio de todos, el díscolo Bobby estaría presente en Palma de Mallorca… aunque con él, claro, nunca se podía estar completamente seguro hasta el último momento.

El año 1970 empezó con un gran torneo de exhibición por equipos, un match múltiple «URSS contra el resto del mundo», que sería muy seguido por la prensa internacional. Todos los comentaristas daban por hecho que Fischer ocuparía el primer tablero de la selección «resto del mundo», siendo como era el mejor jugador no soviético. 

Pero el danés Bent Larsen —quien tampoco andaba corto de ego precisamente— tenía sus propias ideas al respecto. Hizo notar que él había ganado más torneos en tiempos recientes, ya que el norteamericano había jugado muy poco en 1968 y ni una sola vez en todo 1969. Así pues, estando a punto de empezar el match, Larsen reclamó ser primer tablero del equipo «resto del mundo». 

Lo cierto es que su pretensión no resultaba disparatada: por más que se considerase a Bobby como mejor jugador que Larsen, opinión unánime, el estadounidense volvía de uno de sus largos pseudo retiros, mientras que el danés había estado cosechando algunas importantísimas victorias en la escena internacional. Se merecía también el primer tablero. Así pues, los organizadores de la exhibición atendieron la petición de Larsen, aunque les quedaba el muy mal trago de hacérselo saber al propio Bobby.

Un enviado de la organización se acercó temeroso a la habitación de hotel de Bobby para sugerirle que debía ceder ese primer puesto. Bonita papeleta. Estaba convencido de que Fischer entraría en cólera al conocer las exigencias de Larsen y abandonaría el match si no se le permitía figurar como cabeza de cartel. Pero encontró a Fischer muy relajado, tendido en la cama con las manos bajo la nuca y rodeado por algunos fans. 

El enviado le explicó que Bent Larsen merecía ser cabeza del equipo debido a su reciente palmarés, así que él tendría que ocupar el segundo tablero. Para sorpresa del mensajero (y de todo el mundillo), Fischer no se alteró lo más mínimo y únicamente quiso saber si cobraría lo mismo. 

Cuando supo que recibiría idéntica cantidad de dinero, se limitó a decir: «Bien». Contra todo pronóstico, Fischer había aceptado y se había salvado los muebles. Al final, el equipo soviético venció tal y como estaba previsto, aunque Larsen defendió con dignidad el primer tablero (de hecho, estuvo igualado con el primer tablero ruso, Spassky) y Fischer, en el segundo tablero, fue bastante superior a su rival, el reciente excampeón mundial, Tigran Petrosian. 

Aun así, está claro que la «profundidad de banquillo» de la URSS resultaba imposible de igualar en el resto de tableros y le garantizó la victoria sobre la selección del resto del mundo.

Justo después, se celebró el oficioso Campeonato Mundial de Ajedrez Relámpago, en el que los mejores Maestros del planeta iban a disputar un torneo de partidas rápidas, jugadas con solamente cinco minutos de reloj. 

El gran favorito para la victoria final era el soviético Mijail Tal, quien tenía problemas para competir en ajedrez clásico porque su mala salud le impedía soportar partidas largas, pero que todavía era un jugador temible en las partidas rápidas, donde su incomparable genialidad y su enorme capacidad de improvisación seguían siendo muy fructíferas. 

Sin embargo, Bobby Fischer sorprendió apabullando a todos los presentes, obteniendo 19 puntos de 22 posibles (¡frente a la plana mayor del ajedrez mundial!) e imponiéndose por una aplastante diferencia de 4’5 puntos sobre el segundo clasificado (que, cómo no, fue Mijail Tal) y 5 puntos sobre el tercero (Victor Korchnoi, el único que pudo ganarle una partida a Bobby). 

Aquel despliegue provocó una admirada reacción de Tal, pasmado ante la capacidad del americano para jugar de manera impecable incluso en una modalidad tan rápida: «En las partidas rápidas, los demás jugadores hemos cometido errores que nos han hecho perder caballos y alfiles, pero Fischer ¡ni siquiera se ha dejado atrás un peón en todo el campeonato!».

Podría decirse que aquella aplastante victoria en la modalidad relámpago no tenía una gran importancia, al estar considerada como un mero divertimento, y desde luego como una modalidad que poco tenía que ver con la complejidad y profundidad de las partidas convencionales. 

Pero la exclamación de Tal, el más entusiasta defensor de Fischer dentro de la URSS, encerraba una clara advertencia: la comprensión ajedrecística de Bobby y su capacidad para leer con rapidez lo que sucedía sobre el tablero, así como para desarrollar su juego de manera armónica, podían estar alcanzando un nuevo nivel. Quizá Bobby no mostraba la flexibilidad táctica del nuevo rey Boris Spassky, pero ya había motivos para que los soviéticos —quienes, en general, tendían a infravalorar las posibilidades del americano— empezasen a mirarlo con más precaución.

Por lo demás, y ya volviendo al ajedrez convencional, Fischer venció con autoridad y sin perder ninguna partida en un torneo en Buenos Aires. 

También ganó otro torneo, todavía más fuerte, en Zagreb. Aunque allí sí perdió una partida, la aureola de ser casi imbatible se estaba solidificando en torno a su figura. Después retornó a la selección estadounidense para jugar la nueva Olimpiada de Ajedrez, en Siegen, Alemania. 

Esta vez no se marchó con cajas destempladas antes de haber empezado y, para alivio de todos, jugó hasta el final. Eso sí, una vez más tuvo que vérselas con Boris Spassky. La partida entre ambos despertó una enorme expectación, ya que enfrentaba al vigente campeón mundial (Spassky había destronado recientemente al correoso Petrosian) contra el hombre mejor colocado para intentar disputarle el título. Quizá una única partida sea poco para juzgar el estado de su rivalidad en aquel momento, pero lo cierto es que se seguía percibiendo una clara superioridad de Spassky frente a Bobby.

Llevando las negras, Fischer planteó la partida para ganar, pero el ruso le respondió con habilidad y firmeza. La superioridad posicional de Fischer fue neutralizada por la mayor inventiva táctica de Spassky. Al final, el campeón mundial remató la partida con una jugada ante la que Bobby tuvo que rendirse y que provocó una cerrada ovación en el recinto. 

El score total entre ambos, sin bien breve porque se habían enfrentado pocas veces, resultaba claramente desfavorable a Fischer: 0-2-3. Todo lo que había conseguido contra Spassky eran dos empates. Aunque no mostró su disgusto de forma visible, Fischer se escaqueó a la hora de firmar el tablero de la partida, que le iba a ser entregado como recuerdo al embajador soviético en la República Federal Alemana. Aquel inadvertido gesto dejaba entrever que la nueva derrota frente a Spassky, en realidad, le había dolido.

Sea como fuere, la pericia táctica con la que Spassky había resuelto aquella partida y el hecho de que precisamente su última victoria sobre Fischer fuese la más brillante, sirvieron para que los soviéticos se reafirmasen en su opinión generalizada (aunque que no unánime) de que Fischer jugaba un ajedrez demasiado «simple» como para hacer frente con éxito al potente y versátil campeón mundial. 

En cierto modo, aquella victoria fue un espejismo al que tanto Spassky como la propaganda soviética se agarraron para convencerse de que su superioridad sobre Bobby Fischer resultaría inquebrantable. 

En 1969, Spassky seguiría siendo prácticamente el único ajedrecista a quien Fischer todavía podía temer, pero lo cierto es que en la URSS no supieron leer entre líneas. 

No se dieron cuenta de que el juego de Bobby estaba progresando a marchas forzadas, incluso más de lo que había progresado en los años anteriores. Se estaba convirtiendo en un nuevo tipo de jugador; un jugador dominante hasta límites difíciles de imaginar. Maestros de otras partes del mundo estaban deshaciéndose ya en elogios, advirtiendo que Fischer estaba rozando el estado de gracia ajedrecístico. Los rusos (excepto Tal, quien, predicando en el desierto soviético, ya anticipaba que Bobby iba a convertirse en el mejor jugador del planeta) seguían sin creer que esos elogios fuese del todo justificados.

Fischer y Spassky ya no volverían a enfrentarse hasta 1972, pero muchas cosas iban a cambiar mientras tanto. 

En lo que restaba de 1970 y 1971, Bobby Fischer iba a demostrar que, en efecto, había alcanzado otro nivel. Si en 1969 la URSS todavía lo miraba con cierta condescendencia, sus inminentes hazañas estaban a punto de causar el pánico en Moscú y un inaudito estado de excitación en el ámbito occidental. Sus logros durante aquellos meses lo convertirían en el símbolo de Occidente y en el inesperado protagonista de la Guerra Fría. 

El periodo 1970-71 iba a ser un periodo de dominación breve, sí, pero absoluta. Una dominación cuya intensidad no había sido vista nunca antes ni ha sido vista después. 

Ese periodo iba a transformar al estadounidense en una de las mayores celebridades del planeta y haría que mucha gente lo viese como el sucesor de Albert Einstein. Después de años de idas y venidas, de conflictos y desplantes, iba a comenzar definitivamente la Era Fischer.

Continuará…

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Imagen de portada: Bobby Fischer

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por E.J. Rodríguez. 25 de enero 2023.

Sociedad y Cultura/Ajedrez/En Memoria/Bobby Fischer

El joven Bobby Fischer, enfrentado a los organizadores de torneos, a los mecenas, a los soviéticos… a su propia madre. Parte III.

«Asumimos que los genios son criaturas bendecidas que no tienen que trabajar duro para conseguir sus objetivos. Lo que es difícil para nosotros, resulta fácil para ellos. Pero Bobby, cuando era un niño —con un cociente intelectual que bordeaba los 200 puntos—, le dedicaba al ajedrez de diez a quince horas de esfuerzo mental y fuerte concentración, algo que mataría a una persona normal… o al menos me mataría a mí» (Dick Cavett, presentador de TV, en la presentación de su entrevista a Bobby Fischer).

Si deseas profundizar en esta entrada; cliquea por favor adonde se encuentre escrito en color “azul”. Muchas gracias. 

Llegó, vio… pero dio unas cuantas vueltas sin rumbo fijo antes de vencer. El más grande niño prodigio de los años cincuenta se hizo notar por su imprevisible carácter mucho antes de convertirse en el campeón mundial. Sin haber cumplido la veintena, ya se había enfrentado al establishment ajedrecístico, a los organizadores de torneos, a los mecenas, a los soviéticos, a su propia madre. 

Era él contra todos; no toleraba que nadie le dijese lo que tenía que hacer y, cuando pensaba que tenía razón, no se doblegaba ante nada, renunciando incluso a dinero y títulos.

Durante los años sesenta, desperdició dos ocasiones valiosísimas de pelear por el título mundial. A punto estuvo de dejar pasar una tercera. La mayor parte del público sabe, aunque sea de forma superficial, de su tenso encuentro contra Boris Spassky en 1972, cuando la Guerra Fría parecía estar disputándose sobre un tablero de ajedrez y los medios de comunicación del planeta entero estaban pendientes del evento; todos hemos visto imágenes de aquella final mundial que revestía tintes casi pre bélicos. 

También son conocidos los problemas que Fischer tuvo tras su retirada (o, más bien, tras su sorprendente reaparición en 1992) y sus tristes años finales, perseguido por la ley de su propio país de manera implacable e injusta, y además convertido en un extremista cuyas opiniones, a veces muy lamentables, fueron juzgadas por muchos como propias de un demente. 

En todo caso, la mayoría de documentales sobre su vida que podemos ver por ahí suelen centrarse en esas dos etapas: el duelo con Spassky y la decadencia personal. Pero, mucho antes de eso, nuestro protagonista ya se había convertido en una figura mediática universal.

A lo largo de los años, su peculiar personalidad y su tremendo carisma fueron transformando a Bobby Fischer en el deportista más famoso del mundo, junto a Muhammad Ali y Pelé, aun sin haber ganado todavía la corona mundial. 

Su carrera deportiva en aquellos años previos al título fue de lo más accidentada, pero también extremadamente brillante. Es más, en sus mejores momentos fue una de las carreras más brillantes que hayan existido en cualquier deporte. 

Fischer fue una figura fundamental para el ajedrez, compleja disciplina que prácticamente llegó a reinventar por sí solo, pero además fue un individuo único en muchos otros aspectos. Ya hemos dedicado dos artículos a narrar su infancia y adolescencia , así que iba siendo hora de hablar de otro período de su vida: los años que transcurrieron entre su nombramiento como Gran Maestro a los quince años de edad, y su definitiva consagración como mejor jugador del mundo; los años en que se convirtió en el enfant terrible del ajedrez.

El chaval que había escalado una montaña

«El ascenso de Fischer al estrellato se produjo siendo el más joven campeón de los Estados Unidos de la historia, en 1957, con catorce años de edad. Después dio el salto a la escena mundial. Resultaba imposible creer que un americano en solitario pudiese vencer a lo mejor que la maquinaria soviética de ajedrez era capaz de producir. Ni siquiera Walt Disney hubiese concebido la historia de una pobre madre soltera intentando terminar su propia educación mientras se mudaba con su familia constantemente, cambiando a su disperso hijo de un colegio a otro. Todo ello mientras el FBI la investigaba como potencial espía comunista. Regina Fischer fue una mujer notable y no solamente por dar vida a un campeón de ajedrez. Pese a la preocupación que le causaba el ver a Bobby pasar demasiado tiempo ante el tablero, se dio cuenta de que aquello era lo único que hacía a su hijo feliz, así que pronto promovió aquella pasión como si fuese la suya propia» (Garry Kasparov)

Una fotografía poco habitual: Bobby junto a su única hermana, Joan Fischer, con quien tenía buena relación. Ella siempre huyó de la atención mediática provocada por la creciente fama del pequeño de la familia.

En 1959, a los dieciséis años de edad, Robert James Fischer estaba en la élite del ajedrez mundial. 

Ya había conseguido participar en el Torneo de Candidatos, competición cumbre que se celebraba cada tres años para elegir al aspirante a Campeón Mundial y a la que únicamente podían acceder ocho Grandes Maestros escogidos después de pelearse por una plaza en el también muy exigente Torneo Interzonal. En su primer Candidatos, el quinceañero Fischer sucumbió ante los potentes jugadores soviéticos, tal y como era de prever que le sucedería a un jugador… ¡que todavía seguía en el colegio! Con todo, el que no hubiese ganado poco importaba.

Haber llegado tan alto siendo un muchacho imberbe, de familia humilde y que apenas había contado con ayuda externa, resultaba verdaderamente asombroso. Su hazaña había impactado al mundo del ajedrez como probablemente la de ningún otro jugador antes que él. 

Había obtenido su título de Gran Maestro a una edad inaudita por entonces, siendo con mucho el más joven en conseguirlo hasta entonces. Todo ello, en unos tiempos donde no existían ordenadores para acelerar el aprendizaje en los jóvenes jugadores, como sí sucede hoy. Fischer había conseguido todo aquello casi exclusivamente por sus propios medios, gracias a su dedicación obsesiva y sus libros de ajedrez. Libros que, para colmo, eran casi siempre regalados o prestados, porque ni siquiera tenía dinero para comprarlos.

Como decíamos en el artículo sobre su infancia, «Bobby» nació en Chicago, donde pasó su periodo preescolar, pero en esencia era un neoyorquino de pura cepa. No solamente por el fuerte acento de Brooklyn con el que siempre hablaba, un acento que jamás se diluyó, ni siquiera en su vejez, cuando ya había pasado décadas viviendo en el extranjero. También tenía la actitud típica de aquellas partidas de ajedrez callejero tan características de su ciudad, esas que tantas veces hemos visto en las películas. 

Por ejemplo: antes de jugar su primer Torneo Interzonal, el adolescente Fischer se refirió a buena parte de los Grandes Maestros participantes como patzers, un término despectivo que se usaba entre los ajedrecistas aficionados de Manhattan para etiquetar a los malos jugadores. Así era él, un adolescente de buenas maneras pero que, habiendo crecido en el corazón de Brooklyn, se llevó consigo la arrogancia del vecindario a los salones de la realeza ajedrecística. Mientras fue un jugador en activo, aquella actitud nunca cambió. Si acaso, cada vez fue más él mismo.

Como también comentábamos en el anterior artículo, el flacucho Bobby despertaba, pese a todo, muchas simpatías en ambos lados del Atlántico. En los Estados Unidos constituía un motivo de orgullo, sobre todo porque su ascenso había tenido visos de gesta heroica: un chaval procedente de un barrio obrero de Nueva York que se presentaba en los torneos vestido con suéters raídos y camisas de cuadros baratas, que no podía comprarse libros y que únicamente había podido acceder a un colegio privado cuando su club de ajedrez le había negociado una beca alegando su extraordinaria capacidad intelectual. 

Un chaval abandonado por su padre, que había crecido junto a su madre y su hermana mayor en un diminuto apartamento, privado de muchas comodidades que otros adolescentes estadounidenses daban por supuestas. Su breve existencia siempre había bordeado la pobreza, pero ahora no solamente dominaba el ajedrez estadounidense sino que se clasificaba en las más grandes competiciones para medirse con los Grandes Maestros soviéticos. ¡Parecía una figura de película!

En la URSS, Bobby también era un personaje muy querido, incluso por la prensa del régimen… o por lo menos lo fue al principio. A los soviéticos no se les escapaba el hecho de que el prodigio americano había aprendido a leer ruso, había estudiado los manuales de ajedrez soviéticos y consideraba a los ajedrecistas de la URSS como sus ídolos. 

En el mundillo del ajedrez, Bobby Fischer era considerado como un «hijo adoptivo» de la escuela soviética, así que los rusos también miraban con afecto a aquel chiquillo de origen proletario. Lo veían como alguien muy diferente al típico «niño de papá» estadounidense mimado por el exceso de prosperidad. En Rusia sabían que su madre había estudiado en Moscú y que era una ferviente simpatizante comunista: un motivo más para apreciar al chiquillo. Por si fuera poco, cuando Fischer visitó Moscú, dejó buena impresión gracias a su comportamiento humilde (que lo era en situaciones alejadas del tablero) y sus buenas maneras.

Recorte de la época que muestra al joven Fischer jugando con pacientes de polio.

Las primeras apariciones televisivas del jovencísimo Fischer contribuían a reforzar esa imagen entrañable. Se mostraba cortés, tímido, titubeante, con una media sonrisa avergonzada. Excepto cuando lo filmaban tras alguna victoria; entonces sonreía de oreja a oreja. 

Pero, en realidad, aquella conducta afable y tímida escondía un temperamento tremebundo que no tardaría en eclosionar. Dentro de Bobby se había desarrollado no solamente una férrea determinación sino también un feroz individualismo; estaba dispuesto a seguir su propio camino sin importarle lo que pudieran aconsejarle los demás. 

Sus ideas eran sus ideas y nadie podía cambiarlas; probablemente, nadie tenía suficiente autoridad sobre él como para intentarlo. Ni siquiera su propia madre. En cuanto Bobby cumplió los dieciséis años —edad hasta la que estaba legalmente obligado a escolarizarse—, decidió abandonar definitivamente los estudios alegando que «no podían enseñarle nada». Nada que le sirviera en su objetivo de convertirse en Campeón Mundial de ajedrez. 

No sorprende que, pese a su portentosa capacidad intelectual, su paso por el colegio hubiese sido bastante mediocre. Pero, ¿qué podían importarle a él un puñado de calificaciones escolares? Él quería ser ajedrecista profesional y lo demás le parecía secundario.

Había conseguido su título de Gran Maestro, pero su idea de vivir del ajedrez resultaba tarea complicada en la práctica, ya que en EE. UU. no existía la figura del verdadero ajedrecista profesional. Los Maestros estadounidenses (y, en general, los occidentales) tenían que combinar la competición con sus respectivas carreras laborales, mientras que en el ámbito soviético existían enormes subvenciones estatales para los mejores jugadores, que se dedicaban al ajedrez a tiempo completo, incluidas las ayudas para desarrollar a las más jóvenes promesas. 

Sin embargo, Bobby se las arregló para conseguir ese objetivo, a su manera. Hizo sus cálculos y vio que no precisaba mucho dinero para sobrevivir. Llevando una existencia modesta, podía mantenerse con lo que ganaba en torneos, exhibiciones de simultáneas y conferencias, o con la venta de libros y recopilaciones de sus partidas. Habiendo crecido en la pobreza, estaba más que acostumbrado a pasar apreturas y no tenía grandes necesidades que cubrir.

Se quedó viviendo solo en el pequeño apartamento donde había crecido, después de una agria discusión con su madre, cuyo ostentoso activismo político lo avergonzaba (Regina Fischer no solamente era izquierdista y oyente habitual de Radio Moscú, sino que participaba en manifestaciones y protestas públicas, cosa que a él lo mortificaba). 

También podría haber influido el que su madre hubiese iniciado una nueva relación con un hombre. En cualquier caso, después de que su hija mayor Joan se emancipase, Regina le dejó la pequeña vivienda a Bobby. La mujer consideraba que ya no tenía nada que aportarle, puesto que el chaval había empezado a valerse por sí mismo en lo económico y ella no era demasiado apta para imponerle una disciplina. Su indomable hijo era cada vez más difícil de manejar.

Así, aunque el jovencísimo Fischer seguía siendo pobre, se convirtió en un verdadero profesional, puesto que realmente vivía de lo que obtenía con su amado juego-ciencia. Hasta su aspecto comenzó a cambiar. Hasta entonces se había presentado en los torneos vestido tal y como lo hacía en su vida normal, esto es, a lo pobre, con ropa de saldo y generalmente gastada por el uso. 

Sin embargo, algunos colegas ajedrecistas le aconsejaron que se comprase una vestimenta más formal para acudir a las grandes competiciones ahora que, pese a su juventud, era un jugador de primer orden e iba a despertar el interés de la prensa. Así, se lo empezó a ver en los torneos ataviado con traje y corbata, atuendo que ya casi nunca abandonaría para acudir a los torneos, aunque en otros ámbitos pudiese vestir todavía de manera más informal, más parecida a otros jóvenes de su edad.

Una prometedora racha de éxitos

—«¿Crees que ganarás pronto el título mundial?»

—«Tengo excelentes posibilidades. Ningún campeón fue Gran Maestro a mi edad. Quizá en 1963»

—«¿Tan pronto?»

—«Sí, ¿por qué no? Sí, creo que pronto seré campeón mundial»

(Fischer en una entrevista con el ajedrecista y periodista español Román Torán)

1960 fue un buen año para Bobby. Ya nadie albergaba dudas respecto a su inmenso talento, pero en varios torneos tuvo la ocasión de demostrar que su ascenso a la élite no había sido producto de la casualidad (cosa imposible en ajedrez por otro lado, porque sobre un tablero ¡nadie obtiene tan buenos resultados por casualidad!). 

Eso sí, no aparecía en demasiadas competiciones internacionales. En realidad se dejaba ver más bien poco, lo cual se debía sobre todo a cuestiones monetarias: si no le costeaban el viaje y la estancia, no podía permitirse participar. 

Muchas veces prefería quedarse en casa y ofrecer exhibiciones en EE. UU., con las que ingresaba un dinero más fácil. Además, tenía tendencia a recluirse largas temporadas con el fin de estudiar en solitario. Aunque afirmaba que «algunos días le dedico bastantes horas al ajedrez pero otros días no miro el tablero»,  lo cierto es que su enorme capacidad de trabajo y su exhaustiva preparación iban a ser un factor clave en su éxito.

Su escasa actividad competitiva y el hecho de que entrenase en solitario sin la asistencia de preparadores no impidieron que, en los pocos torneos importantes en donde sí participaba, obtuviese resultados brillantes. 

Y eso era algo que nunca dejaba de asombrar a los aficionados y periodistas. Aquel 1960, a sus dieciséis años recién cumplidos, revalidó su título de campeón de los EE. UU. Durante su carrera, desde los catorce años de edad, jugó el campeonato nacional ocho veces… ¡y las ocho veces se llevó el título! 

También ganó un pequeño torneo en Islandia y compartió primera plaza en un evento de Mar del Plata, Argentina, con el nuevo valor del ajedrez soviético, Boris Spassky, seis años mayor que él. 

Bobby no pudo llevarse el trofeo porque Spassky ganó la partida que los enfrentaba a ambos: en las pocas veces que se encontraron sobre un tablero antes de 1972, Fischer nunca fue capaz de vencer. 

Durante años Boris Spassky fue su auténtica piedra en el zapato. Eso sí, ambos desarrollaron una relación bastante cordial que se mantendría incluso después de su controvertida final de 1972. Spassky, de carácter muy noble, siempre demostró una caballerosidad admirable hacia Fischer, incluso cuando no era necesario o cuando a él mismo le resultaba contraproducente, como ya veremos.

Regina Fischer, madre de Bobby, activista y según algunos, «el verdadero genio intelectual de la familia» (¡imaginen eso!), frente a la Casa Blanca.

Durante aquella misma gira sudamericana de 1960, sin embargo, también hubo lugar para los tropiezos. Fischer obtuvo el peor resultado de toda su vida deportiva en Buenos Aires, donde jugó el único torneo verdaderamente mediocre de su carrera profesional, el único donde no se clasificó entre los primeros puestos de la tabla. Bobby, que tenía diecisiete años, cayó a la 13ª posición del cuadro. 

En su día, aquel repentino bajón resultó tan sorprendente que muchos lo achacaron al cansancio o al estrés de una competición internacional que, de manera muy comprensible, podía afectar a un chaval con tan poca experiencia. 

Sin embargo, tiempo después, se conoció a través de otros ajedrecistas el verdadero motivo de su mala actuación: durante su estancia en aquel torneo le presentaron a una chica y Bobby terminó perdiendo la virginidad en sus horas libres. 

Como es lógico, su cabeza no estuvo centrada en el tablero durante aquel evento y la puntuación final dio buena muestra de ello. Después de aquel tropezón, sin embargo, se propuso no volver a verse con chicas cuando estuviese participando en una competición, algo que, por lo que sabemos, cumplió a rajatabla hasta que consiguió ser campeón mundial… aunque también es cierto que jugó muy pocos torneos durante su carrera.

Durante el año siguiente, 1961, siguió apartado de la gran competición por motivos monetarios y únicamente participó en un torneo. Eso sí, se trató de un evento muy importante que contaba con la presencia de unos cuantos Grandes Maestros de enorme renombre, incluidos varios potentes jugadores soviéticos. 

Entre ellos estaba el otro gran joven prodigio de su tiempo: Mijail Tal, que, pese a contar solamente veinticinco años, ya había tenido tiempo de ganar la corona mundial… y volver a perderla. 

Ambos, Fischer y Tal, mantenían muy buena relación en lo personal, pero existía una gran rivalidad deportiva. A favor del ruso. Tal había barrido del tablero a Fischer durante el Candidatos de 1959, ganándole nada menos que las cuatro partidas que habían disputado. Era bien sabido que Bobby había quedado muy escocido después de recibir tan tremenda paliza, aunque entonces hubiese sido había sido un quinceañero y por ello nadie le había echado en cara el resultado. Existía, pues, bastante expectación por aquella revancha entre los dos ajedrecistas jóvenes más brillantes del momento.

Además, sus respectivos estilos de juego eran muy diferentes, prácticamente contrapuestos: Tal era el maestro del ataque a cualquier precio, de la improvisación, de la búsqueda del jaque mate más artístico y de las combinaciones más enrevesadas. El estilo de Fischer aún estaba en plena evolución, pero ya quedaba claro que Bobby huía de ese caos y tendía al orden posicional, prefiriendo un juego más lógico y cristalino. 

En aquel torneo, por fin, Fischer se dio el lujo de vengar la anterior humillación y finalmente pudo ganar a Mijail Tal. Si bien en aquella partida el soviético jugó muy por debajo de su nivel habitual, no es menos cierto que el jovencísimo Fischer supo aprovechar los errores del rival con su acostumbrada eficacia

Al terminar la partida, cuando los periodistas le preguntaron a Tal qué se sentía al ser finalmente vencido por el adolescente americano, el simpático mago de Riga se limitó a responder una frase que se hizo célebre: «¡es difícil jugar contra la teoría de Einstein!». Fischer dijo más tarde que lo primero que pensó al ganar a Tal fue «¡Por fin! Esta vez no se me ha escapado».

Eso sí, Fischer no pudo llevarse el trofeo final, pese a ser el único jugador imbatido del cuadro. Los dos jóvenes ajedrecistas dominaron el torneo pero Bobby quedó un punto por debajo de Tal; el ruso había jugado mal contra Bobby, pero también había apabullado al resto de participantes con su juego agresivo, así que el estadounidense tuvo que conformarse con la segunda posición. 

El letón obtuvo 11 victorias frente a las 8 de Bobby y aquello marcó la diferencia. Pablo Morán, en uno de sus libros, resumió así el torneo: «si Fischer jugó como un rey, Tal jugó como un emperador». Fischer, al menos, quedó por encima de otros consagrados Grandes Maestros de la URSS y otras partes del planeta.

Aquel era un resultado fantástico para un jugador de diecisiete años. Bobby Fischer se presentaba en muy pocos torneos, pero demostraba con la fuerza de su juego que estaba instalado en la élite de manera definitiva. Pese a su juventud, parecía el jugador occidental con más posibilidades de plantar cara a los todopoderosos soviéticos. En 1962 se iba a celebrar un nuevo Torneo Interzonal. 

Tres años antes, en el anterior Interzonal, muchos habían dudado que el prodigio de Brooklyn quedase en las primeras plazas, pero ahora ya parecía un hecho casi seguro que se calificaría con cierta facilidad para su segundo Torneo de Candidatos, el último paso antes de conseguir plaza para la final y enfrentarse al vigente campeón mundial, el gran patriarca de la escuela soviética, Mijail Botvinnik (quien acababa de recuperar el título al vencer a Mijail Tal en una revancha). 

Los aficionados y la prensa empezaron a preguntarse acerca de las posibilidades del jovencísimo Fischer en el Interzonal y el Candidatos: ¿podría llegar a superar todas las fases, plantarse en la final y enfrentarse al campeón? En occidente, sobre todo, había muchas esperanzas de que el norteamericano pudiera amenazar la hegemonía soviética.

En Rusia eran más escépticos y juzgaban a Fischer demasiado inexperto para semejante logro. ¿Qué pensaba Bobby? 

Él, naturalmente, se consideraba perfectamente preparado para hacer frente a todo el ejército de Grandes Maestros de la URSS. No les tenía miedo. Antes de que Mijail Tal perdiera su corona, Bobby había bromeado leyéndole el futuro en las líneas de la mano: «Veo que pronto perderás el título mundial frente a un joven jugador estadounidense». 

Tal, siempre ágil e ingenioso, se giró hacia otro ajedrecista americano que andaba por allí —William Lombardy— y le dijo en voz alta: «¡Enhorabuena, Bill!». La hilarante ocurrencia de Tal no dejaba de tener cierto poder predictivo:  Fischer aún tendría que esperar unos cuantos años para conseguir el título. Eso sí, se avecinaba tormenta. Por otros motivos, Bobby iba a ser el ajedrecista que más iba a dar que hablar durante aquel mismo año.

La maquinaria soviética

«Cuando empecé, los rusos eran mis héroes»

Dos genios en acción: el simpático Mijail Tal (izquierda), dejándose leer la mano por el joven Bobby Fischer.

Para explicar el enorme mérito de los logros de Bobby Fischer, antes hay que describir cómo era la competición ajedrecística en la que intentaba abrirse camino. Su carrera transcurrió en una época donde se consideraba prácticamente inconcebible que un Gran Maestro occidental pudiese poner en peligro el aplastante dominio soviético. Y mucho menos un ajedrecista joven que, al contrario que los rusos, no disponía de un círculo de ayudantes ni asesores, ni de subvenciones, ni de facilidades como las que Moscú proporcionaba a sus nuevos talentos.

Desde 1948, fecha de retorno del Campeonato Mundial tras la II Guerra Mundial, la URSS había dominado por completo la competición, sin apenas oposición. Antes de 1948 ya había existido un Campeón Mundial de origen ruso, Alexander Alekhine (o más correctamente transcrito Aliojin, como nos insistía Leontxo García en la entrevista que concedió a Jot Down). 

Pero Alekhine no era un héroe en la URSS. De origen burgués y procedente de una familia rica, había huido de la persecución política comunista tras la Revolución y se había nacionalizado francés, país bajo cuya bandera logró su título. 

Por si fuera poco, entre otras facetas cuestionables de su personalidad (falta de deportividad, mal carácter, alcoholismo), el ruso-francés llegó a mostrar abiertas simpatías hacia el régimen de Hitler, así que Alekhine despertó tanta admiración por su juego como menosprecio por sus actitudes personales y deportivas. 

Por ejemplo, había conservado el título bastantes años aunque era universalmente considerado inferior al cubano José Raúl Capablanca, a quien había vencido por sorpresa y a quien nunca quiso conceder una revancha (ya narramos en su momento el fascinante enfrentamiento entre los «Mozart y Salieri del ajedrez»). 

Resulta comprensible pues que las autoridades de Moscú no considerasen a Alekhine un ideal propagandístico, por más que fuese considerado como uno de los más grandes especialistas del ataque combinatorio y del ajedrez artístico que habían existido sobre los tableros, junto al propio Mijail Tal, también seguidor de la filosofía de «lo más importante en el ajedrez es la belleza».

Con todo, el ascenso de Alekhine había anticipado la futura hegemonía del ajedrez ruso, que contaba con una gran tradición y muy buenos jugadores pero no había producido un campeón mundial hasta su llegada. Después de la guerra, la URSS empezó a fabricar un campeón detrás de otro, de manera imparable. 

Para el régimen comunista, la hegemonía en el ajedrez era una demostración de la superioridad intelectual y educativa de su sistema por sobre el del decadente hemisferio occidental, así que Moscú dedicó muchos recursos al desarrollo de una cantera de jugadores: el resultado fue una oleada de grandísimos ajedrecistas y un dominio total de la competición a nivel mundial. Entre 1948 y 1962, únicamente cuatro jugadores habían conseguido jugar las finales que se disputaban cada tres años… y los cuatro eran soviéticos.

Mijail Botvinnik había sido quien había dominado el cotarro: no solamente había estado presente en todas las finales disputadas sino que era uno de los máximos responsables del diseño corporativo del ajedrez soviético, habiendo colaborado con las autoridades políticas para crear una efectiva fábrica de talentos en la que aplicaba nuevos métodos de enseñanza y entrenamiento. 

En cuanto a su estilo, Botvinnik defendía un tipo de ajedrez lógico y posicional, científico y «cerebral», más basado en la teoría y los libros que en la inspiración del momento. Un estilo que pasó a dominar casi toda la escuela soviética y que, por cierto, influyó bastante el juego del propio Bobby Fischer, aunque el norteamericano lo llevó más lejos y creó un estilo propio, como ya veremos en próximas entregas. 

Botvinnik había reinado durante bastantes años y solamente había cedido la corona en un par de ocasiones, una frente al veleidoso Mijail Tal —antítesis de Botvinnik debido a su juego imaginativo y su personalidad bohemia— y otra frente al muy técnico Vassily Smyslov. El cuarto jugador que había alcanzado una final, aunque por desgracia no llegó coronarse nunca, era el también soviético David Bronstein.

Como se ve, ningún jugador ajeno a la URSS había podido aspirar al título desde la Segunda Guerra Mundial, así que los soviéticos consideraban la corona mundial como de su exclusiva propiedad. 

Además, los Maestros soviéticos jugaban como equipo, se apoyaban entre ellos, aconsejándose, analizando juntos partidas y rivales, ayudándose a entrenar cada vez que tenían un gran compromiso por delante. 

Todos los Torneos Interzonales habían sido ganados por algún soviético, y casi todo el resto de plazas clasificatorias eran ocupadas también por soviéticos. Así, siempre eran mayoría en el siguiente paso hacia la corona, el Torneo de Candidatos. Y el vigente campeón soviético se enfrentaba invariablemente a un aspirante también soviético. Habían creado una maquinaria inatacable en la que ningún rival extranjero podía hacer mella.

Samuel Reshevsky fue el único jugador que inquietó a los soviéticos antes de la llegada de Fischer.

Algunos de los poquísimos ajedrecistas occidentales que les habían plantado cara eran, cosa significativa, también de origen eslavo. Samuel Reshevsky había dominado el ajedrez estadounidense antes de la llegada de Fischer y había sido el principal rival de los rusos. Pese a su pasaporte americano, Reshevsky había aprendido a jugar en su Polonia natal, donde vivió hasta los nueve años exhibiéndose como uno de los mayores niños prodigio de la historia del ajedrez, incluso más precoz que el propio Fischer, excepto en lo referente a títulos. 

En los años cincuenta, ya americanizado, el Reshevsky adulto no solamente llegó a ser uno de los mejores jugadores del mundo sino que algunos lo llegaron a considerar el mejor del mundo durante una corta temporada, poniendo su juego al nivel del propio campeón Botvinnik, o incluso por encima de él. Pero ni en su mejor momento consiguió Reshevsky romper la muralla soviética, entre otras cosas por los supuestos manejos irregulares de los jugadores rusos durante el Torneo de Candidatos, de los que hablaremos más adelante.

Otro ejemplo de jugador polaco occidentalizado era Mieczysław Najdorf: en 1939, siendo un Gran Maestro consagrado, la invasión nazi de Polonia lo sorprendió jugando un torneo en Argentina. Najdorf, que era judío, se quedó en Buenos Aires esperando el fin de la guerra. Tras varios años de estancia, terminó nacionalizado argentino y cambiando su nombre por Miguel Najdorf

Pese a su enorme talento, Najdorf nunca pareció alcanzar el nivel suficiente como para inquietar a la URSS, aunque sin duda reunía condiciones para intentarlo. Reshevsky y Najdorf, ambos de origen polaco pero compitiendo bajo sus banderas occidentales de adopción, habían podido desempeñarse muy dignamente frente al bloque soviético. Nunca, por diversos motivos, habían tenido aspiraciones reales de lograr el campeonato, porque ninguno de los dos había jugado una final. Terminando la década de los cincuenta parecía que, si alguien tan brillante como Reshevsky no lo había conseguido, otro occidental lo iba a tener todavía más difícil.

Y entonces apareció Bobby Fischer. En 1962, a las puertas de un nuevo Torneo Interzonal, el juego del estadounidense había mejorado mucho respecto a 1959, hasta el punto de que la gente se preguntaba si finalmente resultaba posible obrar el milagro. ¿Conseguiría Bobby ponerse al nivel de los rusos hasta llegar a vencerlos? 

La idea resultaba más fascinante todavía al tratarse de un jugador tan joven, con solamente dieciocho años de edad. Casi todos los especialistas creían que la altísima opinión que Fischer tenía sobre su propio juego era más producto de la arrogancia juvenil que de una perspectiva realista y que, sin haber cumplido la veintena, no podía esperar asaltar una corona que la URSS guardaba muy celosamente mediante un batallón de experimentados y talentosos Grandes Maestros. 

Fischer era muy bueno, sí, uno de los mejores. Incluso tenía algunas posibilidades de convertirse en campeón… si absolutamente todo se le ponía a favor. Pero eso no significaba que ya se le pudiera ensalzar como el mejor del mundo o que el camino hacia la corona fuese a resultar fácil. No, Bobby todavía no era el mejor.

Él, claro está, opinaba lo contrario.

Fischer contra los rusos

«Alguien me preguntó: ‘¿qué has aprendido en este Torneo de Candidatos?’ Yo le dije: ‘he aprendido a no participar en ninguno más’. Es una pérdida de tiempo para cualquier jugador occidental. El actual procedimiento para seleccionar un candidato al título es malo para el ajedrez, malo para los jugadores que toman parte en ello y malo para el propio Campeonato del Mundo. 

El gran público hace tiempo que perdió el interés en cualquier título ganado de esta manera. Quizá también los propios ajedrecistas estén perdiendo el interés. Al menos yo he perdido el interés, permanentemente» (Fischer en un artículo de 1962, en el que acusaba a los rusos de manipular la competición)

El Torneo Interzonal de 1962, a celebrar en Estocolmo, iba a contar con una potente representación de soviéticos, como de costumbre. Los únicos pesos pesados que no estarían presentes serían el campeón vigente Botvinnik y Mijail Tal (clasificado automáticamente como ex-campeón saliente), así como Paul Keres, que también estaba clasificado de antemano para el Candidatos. 

Por lo demás, en aquel Interzonal plagado de grandes nombres, Fischer iba a tener mucha competencia con Maestros soviéticos de excelente nivel: Tigran Petrosian, Efim Geller, Viktor Korchnoi, Leonid Stein… de hecho, había tantos buenos jugadores en la URSS que se habían quedado fuera ajedrecistas tan brillantes como Spassky (futuro campeón) o Bronstein (antiguo aspirante), porque sencillamente no había más plazas disponibles para su país.

Además del temible contingente de la URSS, estaban grandes nombres de otras partes del mundo como el yugoslavo Gligoric, el alemán Uhlmann, el húngaro Portisch, el islandés Olaffson, el estadounidense Benko o incluso el español Arturo Pomar, «Arturito», que tras su etapa como brillante niño prodigio, ya alcanzada la treintena, estaba en lo mejor de su juego (aunque siempre se comentó que nunca llegó a desarrollar todo su potencial). 

Es decir, Bobby iba a pelearse por una de las seis primeras plazas del Interzonal con lo más nutrido del ajedrez mundial. Casi nadie dudaba de que iba a conseguirlo. Recordemos que ya se había clasificado en el anterior Interzonal, contando con solamente quince años de edad. Ahora, a los casi diecinueve, era uno de los mejores ajedrecistas del planeta sin discusión  y su plaza parecía asegurada.

Por consejo de los demás Maestros, el adolescente Fischer cambió sus ropas raídas por traje y corbata.

A nivel de obtener plaza para el Candidatos, lo mismo le daba quedar primero que sexto en el Interzonal, ya que los seis primeros pasaban, pero Bobby jugó para vencer, a lo Eddie Merckx

Finalizó en primera posición sin perder una sola partida. Únicamente Petrosian, el futuro Campeón Mundial, consiguió permanecer también imbatido, aunque debido a su estilo ultradefensivo obtuvo más empates y menos victorias que Fischer, quedando relegado al segundo lugar. 

Era la primera vez que un jugador no soviético quedaba primero en un Torneo Interzonal, lo que disparó todavía más las expectativas de cara al Candidatos. La posibilidad de que Fischer venciese iba cobrando cuerpo. Y lo cierto es que, si Fischer vencía en el Candidatos, no había motivos para pensar que no pudiera causar problemas al campeón Botvinnik en una hipotética final. Bobby era joven e inexperto y su juego aún no estaba en su cénit, pero también era un competidor feroz que podría resultar temible en una final de uno contra uno. 

¿Conseguiría llegar? Fischer, por descontado, afirmaba que sí. Los rusos afirmaban que no. La prensa deportiva internacional se mostraba excitada ante lo que estaba siendo una gran historia.

El Torneo de Candidatos de 1962 se celebraba en Curaçao; los jóvenes Mijail Tal y Bobby Fischer eran considerados los grandes favoritos, después de que ambos se hubieran lucido en algunos torneos importantes (recordemos que en Bled ambos habían sobrepasado a varios Grandes Maestros soviéticos de relumbrón). 

También el correoso Tigran Petrosian estaba en un grandísimo estado de forma, pero debido a su juego conservador —o como diríamos en España, «amarrategui»— tenía tendencia a firmar demasiados empates. Aquello hizo que algunos analistas pensaran que la defensa a ultranza de Petrosian tendría menos opciones que el diabólico juego de ataque de Tal o la tenacidad competitiva de Fischer. En cualquier caso, entre esos tres nombres parecía estar el futuro aspirante.

Los pronósticos iniciales pronto se desbarataron, sin embargo. Mijail Tal, que padecía una enfermedad renal, no pudo acudir al torneo en plenas condiciones. 

De hecho, participó probablemente contra consejo médico, ya que acababa de pasar por por el quirófano. Durante la competición, experimentó una recaída que comenzó a causarle severos síntomas, así que hizo un torneo muy malo hasta que, empujado por los consejos de sus preocupadisimos compañeros (y rivales), se vio obligado a abandonar para ser hospitalizado de urgencia. 

Fischer lo visitó para jugar alguna partida informal en la habitación del hospital, momento del que quedaron varias entrañables fotografías. Por desgracia, lo que pudo haber sido una larga rivalidad de ensueño entre Fischer y Tal quedó abortada en aquel mismo torneo: la salud de Tal siguió empeorando con el paso del tiempo y, pese a su juventud, nunca volvió a ser el mismo jugador temible. Desde entonces, su apabullante talento apareció en contadas ocasiones, cuando la mala salud (empeorada por su estilo de vida bohemio, su alcoholismo y su adicción al tabaco) le concedía un breve respiro.

También inesperado fue el desempeño del propio Fischer, que empezó el Candidatos perdiendo dos partidas seguidas y ya no encontró el ritmo para afrontar el resto de la competición. 

De los ocho participantes, Bobby finalizó en cuarta posición, a tres largos puntos de los soviéticos Petrosian, Keres y Geller. Fue precisamente Petrosian quien ganó el torneo y pudo enfrentarse a Botvinnik, derrotándolo y convirtiéndose en nuevo Campeón Mundial. 

¿Jugó mal Fischer en aquel Candidatos? Quizá «mal» no es la palabra, pero sí es cierto que tuvo muchos altibajos y estuvo claramente por debajo de su nivel habitual. Aunque cosechó ocho victorias —las mismas que obtuvo el ganador, Petrosian— acumuló nada menos que siete derrotas, mientras que Petrosian permaneció imbatido. 

Aquello demostraba que Bobby, aunque quizá no hubiese hecho un torneo horrible, sí se mostró más vulnerable de lo esperado, dejando escapar demasiados puntos. No jugó con la fuerza y solidez acostumbradas, ni desde luego hizo honor a la condición de favorito.

En la URSS se sintieron reforzados en su opinión sobre él. Insistían en que Bobby todavía estaba verde. Quizá tenían razón en parte: a sus diecinueve años, Fischer era sin duda uno de los cinco o diez mejores del mundo, pero no era invulnerable. 

Todavía no era el rodillo aplastante en que se convertiría ocho o nueve años más tarde. El consenso general es que Fischer no se convirtió en el mejor jugador del mundo de manera indiscutible hasta finales de los sesenta: muchos hablan de 1969, otros de 1967, 1968. Algunos retrasan ese momento hasta 1970, un par de años antes de obtener el título. Pero, en 1962, Bobby Fischer no era el de 1969-72, ni mucho menos. Aun así, hay que insistir en que en aquel Candidatos no jugó a su nivel y nunca sabremos qué habría sucedido. Como mínimo, hubiese hecho sudar más a Petrosian por obtener la primera plaza, eso seguro.

Su rendimiento irregular, con todo, iba a quedar pronto en un segundo plano. 

El enfant terrible estaba a punto de sacar las garras para sacudir los cimientos del mundo del ajedrez. Poco después del torneo, la revista Sports Illustrated publicó un artículo del puño y letra del propio Fischer, en el que, de manera verdaderamente explosiva, acusaba a los tres jugadores soviéticos que habían quedado por encima suyo (Petrosian, Keres y Geller) y un cuarto, Korchnoi, de manipular la competición.

A los diecinueve años, Fischer escribió un artículo que obligó a cambiar el formato del campeonato mundial.

El título del artículo dejaba poco a la imaginación: Los rusos han amañado el mundo del ajedrez. Como es lógico, la publicación del artículo provocó un auténtico terremoto. He aquí algunos extractos del texto escrito por un Bobby Fischer de diecinueve años. Dan buena idea de su personalidad indomable y del papel que empezó a cumplir como enemigo del establishment ajedrecístico soviético:

«El Torneo Internacional de Candidatos, que ha terminado este 22 de junio, me ha dejado un convencimiento: el control ruso sobre el ajedrez ha llegado a tal extremo que ya no puede existir una competición honesta por el Campeonato Mundial. El sistema que mantiene la FIDE, el organismo que gobierna el mundo del ajedrez, asegura que siempre habrá un campeón mundial ruso, porque solamente un ruso puede ganar el torneo previo que determina quién será el aspirante. Los rusos lo han arreglado así. Por lo que a mí respecta, pueden mantenerlo de ese modo. Nunca volveré a jugar en un Torneo de Candidatos.

»Se me ha dicho que esta es una decisión difícil, porque significa que abandono toda esperanza de conseguir el título mundial. La verdad es que, mientras continúe el sistema actual, ni yo ni nadie que proceda de un país occidental puede ganar ese título. Así que la decisión no es difícil de tomar, aunque sí resulta difícil de explicar. Es difícil de explicar porque cualquier cosa que yo —u otro jugador occidental— diga sobre el hecho de que los rusos están controlando el ajedrez, parecerá una excusa por no haberlos podido vencer en el Torneo de Candidatos. Cualquiera que haya perdido y discuta por qué no puede ganar el campeonato mundial o por qué el sistema nos impide competir con los rusos en igualdad de condiciones, parecerá estar teniendo una rabieta de mal perdedor. (…)

»En Curaçao fue flagrante. Hubo colusión entre los jugadores rusos. Acordaron, de antemano, firmar tablas en las partidas donde se enfrentaban entre ellos. Cada vez que empataban se repartían medio punto cada uno. El ganador del torneo, Petrosian, obtuvo 5’5 de sus 17’5 puntos de esta manera. 

Se consultaban durante las partidas. Cuando yo jugaba contra un ruso, los demás rusos miraban y comentaban mis movimientos aunque yo los estuviese oyendo. Luego intentaban ridiculizar mis protestas ante los árbitros. Jugaban como un equipo. (…) En un editorial del New York Times se dijo que «el sistema para elegir al aspirante puede conducir a posible colusión entre los jugadores soviéticos, ayudando a uno de ellos a ganar el torneo frente a un rival no soviético». 

Esto se dijo hace nueve años, cuando yo tenía diez años de edad, así que no creo que se me pueda acusar de ser un mal perdedor por citarlo. (…) En Curaçao había cinco rusos de un total de ocho competidores. El antiguo campeón mundial Mijail Tal se estaba recuperando de una operación de riñón, se puso enfermo durante el torneo y abandonó para ingresar en un hospital, así que no formó parte de los manejos del equipo soviético. Los otros cuatro rusos se iban a nadar por la tarde, se vestían, acudían a las partidas en la Sala de Ajedrez del Hotel Intercontinental, perdían el tiempo durante media hora o así, haciendo unas pocas jugadas rápidas e intercambiando tantas piezas como podían; después se ofrecían tablas mutuamente. «¿Niche?», preguntaba uno. «¡Niche!», respondía el oponente. Firmaban sus planillas, cumplían el formalismo de dárselas a los árbitros y después cenaban o volvían a la piscina. (…)

»Geller y Petrosian empataron su primera partida tras jugar solamente 21 movimientos. Se volvieron a encontrar y esa segunda partida duró 18 movimientos. La siguiente, 16, y la última, 18. Keres y Petrosian firmaron tablas tras 17 movimientos en su primera partida, 21 en la segunda, 22 en la tercera y 14 en la cuarta. 

En esta última partida se pasaron de la raya, ya que, aunque firmaron tablas, Petrosian podría haber ganado si hubieran seguido jugando. Como muestro en el diagrama, el rey blanco está atrapado en el centro del tablero y el flanco de dama blanco está terriblemente debilitado. De hecho, el negro ganaría en unos pocos movimientos. Pero, como jugar un movimiento más lo hubiese hecho demasiado obvio, decidieron firmar tablas en ese mismo instante. (…)

»La actuación de Victor Korchnoi, el cuarto miembro del equipo soviético, es más compleja de analizar. En la primera parte del torneo también empató cada partida que jugó contra los demás rusos. A mitad de torneo hubo un descanso de cinco días, en el que todos fuimos a la Isla de San Martín. Los cuatro rusos estaban prácticamente empatados a puntos en la primera posición y se rumoreaba que, cuando volviésemos para jugar la segunda parte del torneo, uno de ellos empezaría a perder ante los demás. 

Sea lo que fuere que acordaron entre ellos en San Martín, cuando regresamos el juego de Korchnoi se vino abajo abruptamente. Perdió tres partidas en rápida sucesión; primero ante Geller, después ante Petrosian y después ante Keres. (…) Cualquiera puede extraer sus conclusiones de esta secuencia de eventos pero, en cualquier caso, esto revela la ventaja que el equipo ruso tenía sobre los jugadores individuales occidentales. (…)

»A veces, después de sus tablas rápidas, los rusos no se iban a la piscina. Está estrictamente prohibido comentar una partida en progreso, incluso hablar con otros durante el juego. He estudiado bastante ruso como para poder leer sus libros de ajedrez, así que pude entender fácilmente lo que estaban diciendo. 

Decían que tal o cual movimiento era bueno, y lo decían en ruso, naturalmente. Mi ruso no será el mejor, pero creedme: no estaban hablando del tiempo. (…) Me enfadaba ver cómo podían salirse con la suya. Protesté a los árbitros. Comprobé que seguían saliéndose con la suya. Seguí protestando. Pero, para entonces, su ventaja se había incrementado hasta el punto en que ya no estaban preocupados, así que fueron dejando de hacer estas cosas»

Tigran Petrosian, ganador del Candidatos de 1963 y posterior Campeón Mundial.

El artículo cayó como una verdadera bomba en los medios y marcaba oficialmente el inicio de la guerra entre Bobby Fischer y sus antiguos ídolos, los ajedrecistas soviéticos. 

No era exactamente un enfrentamiento personal —Fischer tenía amistad con varios de ellos—, pero sí una guerra deportiva y mediática muy encarnizada. 

A partir de ese instante, Bobby nunca dejó de atacar al ajedrez soviético. En la URSS, desde luego, se afanaron en calificar el artículo como Fischer había anunciado: una rabieta de mal perdedor. La imagen oficial de Bobby en la prensa de Moscú empezó a cambiar y del simpático chaval de origen humilde se pasó a describir un típico niñato americano malcriado que no conseguía aceptar el haber sido derrotado. 

El entrañable genio heredero de la escuela soviética se había convertido de repente en el enemigo deportivo número uno de Moscú. En el resto del mundo, aunque el artículo resultó muy polémico, no fue considerado un completo disparate.

Cierto es que algunas de las acusaciones, las vertidas contra Korchnoi, se les antojaron exageradas a casi todos los especialistas. Años después, de hecho, el propio Korchnoi se convertiría en un disidente de la URSS y también se enfrentaría agriamente a la maquinaria soviética, incluso más agriamente que el propio Fischer… y, aun así, siempre negó que en Curaçao le hubieran dado órdenes para dejarse ganar. 

En cambio, sí dio a entender que Fischer había tenido razón en el asunto de las tablas pactadas. Porque, con exageraciones o no, la parte del artículo en la que Fischer expresaba que se habían producido demasiados empates inexplicables parecía muy ajustada a la realidad. 

En efecto, las partidas entre los rusos habían sido demasiado cortas y algunas de las tablas firmadas parecían injustificadas. Se podía detectar una clara ausencia de afán competitivo cuando los soviéticos jugaban entre sí. Fischer describía la escena de los tres rusos terminando sus enfrentamientos rápidamente para repartirse el punto y seguidamente relajarse en la piscina del hotel mientras los demás participantes tenían que seguir esforzándose en sus propias (y largas) partidas, y no estaba diciendo tonterías. Parecía haber claros indicios de que decía la verdad.

Una vez la bomba de Fischer hubo explotado, se sumaron nuevas voces a la acusación: muchos antes ya habían pensado que el sistema del Torneo de Candidatos favorecía a los soviéticos, quienes siempre se presentaban en mayoría y utilizaban esa superioridad numérica en su favor, jugando como un equipo y barriendo para casa con el reparto de puntos. 

Samuel Reshevsky había sufrido estos manejos años atrás —así lo expresó en sus memorias— y, aunque no había reaccionado con la fiereza de Fischer, también había visto reducidas sus posibilidades de aspirar al título mundial en una época donde se lo consideraba un rival con el potencial necesario para realizar la hazaña. 

La prensa ya había expresado sus sospechas más de una vez, pero el asunto jamás había alcanzado semejante relevancia porque ningún ajedrecista importante había alzado la voz de esa manera. Ahora, muchos que habían guardado silencio se sumaban a la controvertida opinión de Bobby.

Fue tal el escándalo organizado que la federación estadounidense presentó una protesta en la FIDE, la Federación Internacional de Ajedrez. El tema fue debatido por primera vez. Pese a la considerable influencia soviética en la FIDE, se llegó a la conclusión de que el Candidatos era, en efecto, torneo injusto. 

Se tomó una decisión drástica: en futuras ediciones se celebraría como una serie de eliminatorias individuales y no como un «todos contra todos» en el que los soviéticos pudieran pactar empates que los beneficiaran mutuamente (además, en una eliminatoria individual, los resultados dudosos o las renuncias deliberadas a competir se detectan mucho más fácilmente). 

Bobby Fischer, pues, terminó saliéndose con la suya y el formato del Mundial cambiaría por un artículo que él había escrito siendo todavía un jovenzuelo de apenas veinte años. Casi nada. Cuando el huracán Fischer soplaba, pocas cosas quedaban en pie.

Incluso con su buena parte de razón, aquel artículo fue una de las muchas cosas que contribuyeron a generar la imagen pública de un Fischer egocéntrico y puñetero. 

No era la primera vez que su actitud o sus declaraciones resultaban polémicas, ni mucho menos sería la última. Eso marcaría una tendencia habitual en la carrera del joven Bobby: resultaba difícil separar la parte de razón que pudiera tener en cualquier situación de aquella otra parte de exageraciones que también solía incluir en sus razonamientos. 

Incluso cuando no eran exageraciones, expresaba sus puntos de vista con tanta vehemencia que su franqueza solía bordear lo brutal y era, para muchos, difícil de aceptar o comprender. Bobby rara vez, por no decir nunca, medía sus palabras. Los conceptos como «diplomacia» o «tacto» no iban con él. Así, para la prensa y el mundo del ajedrez en general, resultaba imposible concederle la razón del todo aun cuando la tuviese.

El advenimiento de l’enfant terrible

El matrimonio Piatigorsky con los jóvenes Boris Spassky y Bobby Fischer.

Un buen ejemplo: el año anterior se había organizado un match extraoficial para enfrentar a los dos mejores jugadores de EEUU. Por un lado estaba el veterano Samuel Reshevsky y por el otro Bobby Fischer. Fue un enfrentamiento muy publicitado entre dos antiguos niños prodigio. 

Se ofrecía un suculento premio para el ganador: una buena cantidad de dinero en metálico aportada por Jacqueline Piatigorsky, heredera de la famosa familia de banqueros, los Rothschild. Aficionada al ajedrez, dama de alta alcurnia con ínfulas aristocráticas y esposa de un famoso concertista de violonchelo, madame Piatigorsky era la principal mecenas del ajedrez estadounidense. 

Era tan importante su papel en un país donde ese deporte no recibía ayudas oficiales, que prácticamente ningún jugador estadounidense osaba llevarle la contraria, sabiendo lo mucho que su patronazgo significaba para todos ellos. Ninguno… excepto, para variar, Bobby Fischer.

Ambos jugadores establecieron sus condiciones para jugar el match. Reshevsky, que era judío ortodoxo, impuso el no tener que jugar desde la puesta de sol del viernes hasta la del sábado, lo cual era una cláusula estándar cuando participaba en competiciones. 

Por su parte, a Fischer no le gustaba jugar por las mañanas, así que las partidas tendrían lugar por la tarde (horario habitual de los torneos, por otro lado). El match ya comenzó de manera tensa y con serios roces entre los dos jugadores, como cuando Fischer llamó a Reshevsky «cobarde sin ética» al considerar que había aplazado una partida de manera indebida.

Después de aquello, ambos ajedrecistas se retiraron la palabra y ya solo se veían ante el tablero. Incluso había que trasladarlos al recinto por separado. 

El periodista especializado en ajedrez Jerry Hanken contó una curiosa anécdota: en una de las partidas, Fischer tenía una posición superior y la victoria prácticamente en el bolsillo. Pero no acertó con la jugada ganadora y pronto se dio cuenta de que Reshevsky había conseguido igualar el juego. 

Forzado a acordar unas tablas, parece que Fischer las ofreció de manera más bien peculiar, murmurando: «You bastard!». Sea cierta o no esta anécdota, sí es verdad que aquel match supuso el inicio de una vitriólica rivalidad entre los dos ajedrecistas más importantes de los EE. UU. 

Pero todavía sucedió algo más peliagudo: cuando se llevaban disputadas once partidas y el marcador arrojaba un tenso empate, la señora Piatigorsky decretó que la siguiente partida, a celebrar la tarde del domingo, debía adelantarse a la mañana. 

Por la tarde ella tenía que acudir a un concierto de su marido, así que se modificaba el horario para que pudiese estar presente en ambos eventos. Reshevsky accedió de inmediato: la Piatigorsky era la que ponía el dinero y por tanto la que mandaba. A él le daba lo mismo levantarse temprano un domingo para jugar.

A Fischer, no. Cuando lo supo, entró en cólera. No le gustaba madrugar, algo bien sabido en el mundillo. Pero además, aquel cambio de planes le pareció una falta de respeto, y eso sí que era algo que nunca toleraba. 

Arguyó que él se había comprometido desde un principio a jugar por las tardes, así que aquel domingo también jugaría por la tarde… o no jugaría. La gente que lo rodeaba intentó hacerlo claudicar: ¡no se podía desafiar a madame Piatigorsky! De ella dependían muchos eventos ajedrecísticos del país, ¿por qué enfurecerla? ¿Qué más le daba a Bobby jugar por la mañana aunque solamente fuese una vez en su vida, con tal de no ponerse en contra a la principal mecenas del ajedrez? 

Se arriesgaba a que madame Piatigorsky le retirase toda futura ayuda o que dejase de invitarlo a los torneos que financiaba. Pero para Fischer no existían los términos medios. Si consideraba que tenía razón, tenía razón y punto.

Le importaba un pimiento quién fuese la señora Piatigorsky y él, que se había abierto camino desde una pobre infancia en Brooklyn, no estaba dispuesto a madrugar para satisfacer el capricho de una ricachona. 

Por más que en sus entrevistas de entonces Bobby mostrase una especie de fascinación hacia la aristocracia —fascinación que, por cierto, era mutua—, su fuerte carácter y su orgullo le impedían ejercer como «ajedrecista de cámara». 

En resumen, y dado que madame Piatigorsky siguió con su plan de adelantar la partida para acudir al concierto, Fischer se negó a presentarse. La mañana de aquel domingo, Samuel Reshevsky se sentó ante el tablero y al otro lado había una silla vacía. 

Ganó el punto por incomparecencia del rival. Fischer, rebelado ante la injusticia, tampoco se presentó en las partidas posteriores. Cuando la segunda parte del match se trasladó de Los Angeles a su ciudad, Nueva York, Bobby ni se había molestado en subir al avión. Aquella obstinación tan suya terminaría haciéndose legendaria.

Como respuesta a la desaparición del insurrecto genio, madame Piatigorsky dio por terminado el match y consideró vencedor a Reshevsky, quien se llevó el primer premio por incumplimiento contractual de Fischer. 

Pese a los desesperados intentos de su entorno, Bobby no se había bajado del burro aunque aquello le costase renunciar a una buena cantidad de dinero. Dinero que necesitaba, y mucho. Pero jamás cambió su postura al respecto de aquel match. 

Y hay que decir que, en su momento, bastantes ajedrecistas le dieron la razón a Bobby pese al temor que inspiraba madame Piatigorsky. Fischer no había sido el primero en incumplir el contrato. Unos años después, fue madame Piatigorsky quien reconocería tácitamente que Bobby había estado en lo cierto, accediendo a darle el dinero que le debía a cambio de que jugase en otro de los torneos que ella organizaba. 

Lo relevante es que Fischer se lo había jugado todo, como de costumbre cuando consideraba que tenía razón, a expensas de poder perder dinero y oportunidades. No toleraba las injusticias, aunque eso significara su propio perjuicio económico y social.

Fischer en el metro de su ciudad, con su tablero de bolsillo, ausente de todo cuanto le rodea.

No fue el único encontronazo de Fischer con los mecenas aristocráticos. Le gustase o no, y por mucho que pareciese deslumbrado ante las clases altas, no dejaba de ser un proletario de Brooklyn con un sistema de valores en el que había poco sitio para las sutilezas palaciegas. 

Otro ejemplo: cuando el príncipe Rainiero de Mónaco organizó un torneo de ajedrez. Muy aficionado al juego y casado con una americana, la actriz Grace Kelly, el príncipe dijo que invitaría a tres jugadores estadounidenses a jugar un torneo en Mónaco, a condición de que uno de ellos fuese el famoso prodigio Bobby Fischer. La federación americana habló con Fischer y éste accedió a viajar a Europa para participar y de paso satisfacer la intensa curiosidad de los príncipes. 

Pero Fischer llegó a Mónaco y todo empezó a parecerle mal: el alojamiento, la comida, la iluminación y disposición de la sala del juego, las butacas del público, etc. Sus continuas exigencias pusieron a los organizadores de los nervios. Fischer ganó el evento, pero el neoyorquino sacó de sus casillas a Rainiero hasta el punto de que, cuando el príncipe organizó otra competición, puso como condición para invitar a ajedrecistas estadounidenses el que entre ellos no estuviese Bobby Fischer.

Aquellas exigencias suyas, sin embargo, eran muy necesarias para el desarrollo el ajedrez profesional. Boris Spassky solía llamar a Bobby, medio en broma, medio en serio, el «jefe del sindicato de ajedrecistas». 

Debido a esa actitud inflexible con los organizadores, Bobby quedó como un divo caprichoso en multitud de ocasiones, porque la prensa lo retrataba como un individuo inflexible y maniático. Cosa que a menudo era, podría decirse, pero eso no le quitaba la razón. 

Cierto es que, cuando no le daban lo que pedía, no se molestaba en negociar y sencillamente renunciaba a acudir a una competición o incluso se marchaba con el torneo ya empezado. Sin embargo, fue así, con esa actitud irreductible, como se convirtió en el auténtico creador de la moderna figura del jugador profesional, algo que ha señalado por ejemplo Garry Kasparov en multitud de ocasiones. 

Muchos Grandes Maestros han reconocido que los ajedrecistas profesionales deben mucho a las constantes peleas de Fischer por obtener mejores condiciones, más comodidades y más dinero cada vez que acudía a un evento. Fischer dio la cara sin importarle la opinión que aquella actitud pudiera despertar en los demás. No puede decirse que fuese diplomático en sus formas, pero consiguió un estatus para su profesión que quizá nunca se hubiese alcanzado sin él. Y esto no puede ser olvidado.

Ese importante papel reivindicativo tenía un reverso. El joven Fischer peleó por la dignificación del ajedrecista profesional, sí, pero en otros ámbitos sus opiniones resultaban discutibles y, a veces, escandalosas. 

Por ejemplo, consideraba a las mujeres ineptas para el ajedrez, algo que expresó en una polémica entrevista concedida a la revista Harper’s Magazine cuando rondaba la veintena. Aunque en lo personal Fischer era amigo de Lisa Lane, la campeona femenina de los EE.UU. que había alcanzado bastante celebridad (su fotogenia había contribuido a hacerla aparecer en portada de Sports Illustrated), desestimaba el ajedrez femenino y decía que las jugadoras de su país eran «todas como peces, aunque puede decirse que Lisa Lane es la mejor pez de todas». 

Aseguraba que podría darle ventaja de un caballo a cualquier mujer del mundo y aun así vencer. Es verdad que, tras la publicación de la entrevista, Fischer protestó afirmando que se sacaba algunas de sus afirmaciones de contexto —y, si él lo decía, probablemente era cierto, porque nunca se retractaba de algo ni siquiera cuando levantaba escándalo—, pero en lo referente a la debilidad de las mujeres como ajedrecistas se reafirmó aquel mismo año en televisión.

Lisa Lane, famosa ajedrecista y amiga de Fischer… aunque por entonces Bobby no tenía en muy alta estima las capacidades femeninas para el ajedrez.

En su descargo, por una vez, cabe decir que a principios de los sesenta no era aquella una idea exclusivamente suya, ni mucho menos. El problema era más bien que él la expresaba sin demasiadas cortapisas, como cuando decía echar de menos aquellos clubes de ajedrez del siglo XIX en los que las mujeres no tenían permitida la entrada. Muchos, sobre todo quienes lo conocían mejor, pasaban por alto aquellos deslices mediáticos de Fischer dada su juventud y su desigual formación, pero eso no impidió que se ganase fama de misógino. 

De hecho, en una entrevista televisiva concedida aquel mismo año, le preguntaron si se consideraba misógino. Fischer, algo avergonzado, respondió: «perdón, no sé lo que significa esa palabra». El entrevistador le reformuló la pregunta: «¿odias a las mujeres?». Y Fischer se apresuró a negarlo… a su manera, diciendo que opinaba que el lugar de las mujeres estaba en el hogar cuidando de los hijos, pero que eso no significaba que las odiase.

Aun así, el Fischer veinteañero, con su carácter peculiar, todavía no era el Fischer extremista de sus últimos años, ni muchísimo menos. 

Como decíamos, la suya no era una opinión poco común en aquella época. Por más que pudiese llamar la atención que alguien la expresara tan abiertamente en los medios de comunicación, muchos otros hombres (y no pocas mujeres) pensaban así. 

Tampoco tendría mucho sentido rebuscar, como hicieron algunos, las causas de esa forma de pensar en su difícil relación con su madre. Es innecesario para explicar un punto de vista machista que no resultaba inhabitual en 1963. 

Muchos años más tarde, bastantes después de su retirada, Fischer tendría tiempo de comprobar que podía haber mujeres con un nivel de ajedrez portentoso, como cuando conoció a Judit Polgar. Fue precisamente la húngara —la mejor ajedrecista femenina de la historia, que ha llegado a competir en la competición masculina hasta ocupar el 8º lugar de los rankings— la que rompió el récord de Fischer al obtener el título de Gran Maestro también a los quince años, pero con unos meses menos.

En realidad, el problema con el joven Fischer no era únicamente lo que decía (a diferencia de sus últimas épocas, donde sí llegó a soltar auténticas barbaridades) sino cómo, cuándo y dónde lo decía. 

Todavía no había rastro de fanatismo político en él, pero tampoco tenía tacto. Si pensaba algo, lo decía. Para bien y para mal. Gustase o no gustase. Así de simple. Y así se mantendría durante el resto de su carrera deportiva, antes de su enigmática desaparición.

El genio de personalidad indescifrable

Curiosa foto de Fischer en lo que parece ¿una función de circo? (vista en el blog de Susan Polgar).

La relación de Fischer con las mujeres fue durante bastantes años objeto de elucubraciones de lo más pintoresco, porque la información que se filtraba al respecto era más bien poca. Bobby guardaba su vida privada con un tremendo celo: nunca hablaba públicamente de su madre, ni de su hermana, ni de su padre ausente. Mucho menos de su relación con el sexo opuesto. 

Por aquel entonces, no poca gente —la menos informada de entre la audiencia general— rumoreaba que Fischer podía ser asexual, como una especie de autista de baja intensidad. En realidad, en el mundillo del ajedrez se sabia perfectamente que no solamente no era asexual, sino que le gustaban mucho las mujeres. 

Cierto es que, durante sus periodos de competición o entrenamiento —es decir, casi siempre hasta 1972—, se mantenía alejado de ellas para no perder la concentración, pero todos quienes le conocían de cerca sabían bien de sus inclinaciones. En los actos públicos no podía ocultar su contento cada vez que había chicas guapas cerca, y dicen sus amigos de entonces que solía tener bastante buen gusto.

Eso sí, su personalidad no ponía las cosas fáciles a la hora de mantener un noviazgo normal. Fischer despertaba interés entre las chicas, ya que, además de su creciente fama, estaba bastante alejado del estereotipo de ajedrecista viejo, bajito y con gafas. Por el contrario, rondaba el metro noventa de estatura y era muy atlético. 

Pero no resultaba nada fácil acercarse sentimentalmente a él. Algunos de sus más antiguos amigos cuentan anécdotas bastante ilustrativas al respecto, que van de lo gracioso a lo conmovedor. Una vez, a los diecinueve años, estaba en la playa con un amigo cuando vio a una chica tomando el sol. 

La chica era bastante guapa y Bobby se interesó por ella, así que se acercó presentándose de esta manera: «Soy Bobby Fischer, el gran jugador de ajedrez». Ella no tenía ni idea de quién era él, que por entonces era famoso, pero todavía no universalmente reconocido.

Sin embargo, no pareció molesta por el acercamiento sino más bien lo contrario, así que Bobby decidió seguir conversando. Cuando notó que la chica hablaba con acento, le preguntó «¿de dónde eres?». Ella le dijo que era de Holanda, y entonces Bobby respondió hablando del personaje holandés que más presente tenía: «ah, entonces ¿conoces al doctor Max Euwe, antiguo campeón mundial?». La chica volvió a quedarse en blanco… y Fischer, pensando que allí habían terminado sus temas de conversación, se encogió de hombros, se dio la vuelta y sencillamente se marchó.

Años más tarde, la fama le haría innecesarias estas presentaciones porque todo el mundo ya sabía quién era, pero su personalidad desconfiada le hacía pensar que muchas mujeres se acercaban a él precisamente por ser una celebridad. 

En privado, ante sus mejores amigos, solía quejarse de ello. No se conoce que, por entonces, fuese más allá de relaciones esporádicas, aunque hay constancia de que en diversas ocasiones se lo vio acompañado en lugares públicos. Parece ser que casi nunca por la misma chica. Podía proyectar la imagen de alguien muy seguro de sí mismo en lo tocante al ajedrez, pero en lo sentimental era alguien muy diferente.

No parecía confiar lo suficiente en nadie como para iniciar una relación seria y además estaba demasiado ocupado con el ajedrez, al que se dedicaba con una disciplina monástica por largas temporadas. En esas condiciones,  se antojaba difícil emparejarlo. 

Otra significativa anécdota: uno de sus amigos decidió invitarlo a cenar para organizar un encuentro casual con una amiga de su esposa, que estaba interesada por conocerlo. 

Siendo una persona cercana a sus amigos, estos pensaron que Bobby quizá la vería con otros ojos y le resultaría más fácil abrirse a ella. Fischer y la chica parecieron llevarse bien durante la cena, hasta el punto de que, al terminar, ella misma le ofreció acompañarlo a su casa en automóvil. Se marcharon juntos. 

Al día siguiente, su amigo indagó acerca del final de la velada, pero Fischer respondió que no estaba interesado en la chica. «¿Por qué? ¿No te gustaba?». «Sí, era guapa». «¿Y entonces?». «Creo que sólo le gusto porque soy Bobby Fischer».

«Tenía algunos problemas personales, y empecé a escuchar a un montón de predicadores radiofónicos. Los escuchaba cada domingo, todo el día, cambiando de emisora una y otra vez. Así que escuché a todos aquellos tipos que hablaban los domingos. Y entonces oí al señor Armstrong, y dije: Ah, supongo que Dios finalmente me ha enseñado al elegido» (Bobby Fischer, sobre su conversión al cristianismo).

El adolescente Bobby firmando un autógrafo a una señorita. Una escena similar le costó la peor puntuación de toda su carrera; después de aquello, decidió no mezclar mujeres y competición.

Si en lo sexual, pese a todo, era más activo de lo que suponía el público, más preocupantes eran sus escarceos con la religión. Aunque provenía de una familia de origen judío, su madre era de izquierdas y atea. Durante parte de su adolescencia, hasta cumplir la veintena, el propio Bobby se había declarado ateo, considerando la idea de un dios personal como una «puerilidad». 

Por ejemplo, solía citar a Nietszche en esa misma línea. Sin embargo, con el ascenso a la fama —y, según él mismo, a causa de «algunos problemas personales»— empezó a interesarse por unos sermones radiofónicos que lo hicieron caer en brazos de una organización evangélica de tintes sectarios llamada Iglesia de Dios, dirigida por un tal Garner Ted Armstrong.

Repentinamente convertido al cristianismo fundamentalista, empezó a desviar una parte nada desdeñable de sus ganancias hacia aquella organización, y seguiría haciéndolo hasta principios de los setenta. Además, a raíz de su nueva afiliación como Adventista del Séptimo Día, también empezó a observar ciertas normas bíblicas como la de no jugar ajedrez en sábado. 

Para muchos, aquello era un rasgo más de excentricidad en un personaje que no parecía tener demasiadas facetas convencionales. Para otros, la súbita y extrañísima conversión era una forma inquietante de intentar cubrir sus carencias afectivas. Sea como fuere, el ver mezclado en semejante culto religioso al hasta entonces ultra pragmático Bobby Fischer no parecía una señal tranquilizadora. 

La prensa de la época, sin embargo, solía considerar de mal gusto cuestionar las creencias religiosas de un personaje público, así que la nueva fe adventista de Fischer era tratada con cautela. Sería él mismo quien se desengañase de la organización de Armstrong bastantes años después, después de que le hubiesen estafado grandes cantidades de dinero.

Sin pretenderlo, debido a su particular conducta, Fischer se convirtió en objeto de observación y estudio por parte de los medios de comunicación. 

Era un personaje ideal en torno al que comentar y debatir: el prototipo de genio joven que había llegado a estar en la cumbre de su campo profesional, pero que parecía mostrar excentricidades sorprendentes y evidentes lagunas en otras facetas de su vida. 

Al analizar su siempre inesperada forma de comportarse, nadie sabía trazar exactamente la línea entre lo que era producto de su inmadurez, resultado de las carencias de su existencia anterior, o sencillamente una manifestación del capricho del momento. Por entonces todavía no mostraba los síntomas paranoicos de sus últimos años, pero desde luego no era un individuo del montón y a la prensa le encantaba intentar psicoanalizarlo.

Fue además esa personalidad imprevisible lo que le impidió aspirar al título mundial hasta 1972. Porque, durante el resto de los años sesenta, dejó pasar varias oportunidades de poder asaltar la corona, por motivos más bien difíciles de asimilar para cualquiera que no fuese el propio Bobby Fischer. 

En los años venideros, nadie comprendió demasiado bien por qué alguien para quien el ajedrez lo era todo arruinaba una ocasión tras otra de alcanzar el más preciado título. 

Tan pronto renunciaba a acudir a un torneo sin dar demasiadas explicaciones, como abandonaba repentinamente… ¡cuando estaba clasificado en primer lugar! 

En la próxima entrega repasaremos las diversas ocasiones inexplicables —aunque para él, claro, siempre había un motivo de peso— en que dejó escapar la posibilidad de convertirse en campeón mundial, además de otras diversas situaciones en que, para bien o para mal, se empeñaba en dejar atónito a todo el mundo. Ya fuese jugando como un genio u organizando trifulcas como un demonio.

Continuará…

Imagen de portada: Bobby Fischer

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por E.J. Rodríguez.18 de enero 2023.

Sociedad y Cultura/Ajedrez/En memoria/Bobby Fischer

El Bobby Fischer adolescente, un chaval que aprendía ruso en casa para poder leer los manuales de ajedrez soviéticos. Parte II.

«En el colegio, Bobby estaba siempre callado, poco interesado en las clases. De vez en cuando, sacaba su pequeño tablero de bolsillo y se ponía a jugar. Invariablemente, era descubierto por el profesor, que le decía: «Fischer, no puedo obligarte a escuchar la lección ni puedo impedir que juegues al ajedrez, pero hazlo por mí, por favor, deja el tablero». Bobby, cortésmente, dejaba el tablero a un lado y se quedaba sentado, en un pétreo silencio. Y todos sabíamos, incluido el profesor, que seguía jugando al ajedrez en su cabeza»

Su mundo era el ajedrez. El pequeño Bobby se sentía preparado para hacer del ajedrez su vida y centrar en ello todos sus esfuerzos de cara al futuro. Si antes de los doce años no había sido un niño prodigio como tal, al menos no uno especialmente brillante, entre los trece y los quince años experimentó un proceso de explosión ajedrecística completamente inaudito en un adolescente de su edad. 

Después de que su espectacular partida contra el maestro Donald Byrne hubiese recorrido las publicaciones especializadas de todo el mundo, haciendo que su talento en ebullición fuese reconocido con entusiasmo por varios los más importantes maestros, incluidos varios de la Unión Soviética, el todavía escolar pensaba que era momento de dar el salto definitivo a la competición adulta. No sólo como invitado especial en algún que otro torneo, sino como participante de pleno derecho. Y no se trataba únicamente de un impetuoso deseo del siempre competitivo Bobby, sino que su ascenso en los rankings empezaba a respaldar aquella decisión. No quería seguir jugando ajedrez juvenil porque, de hecho, su juego ya no era juvenil.

1957 fue el año en que se produjo ese salto. Aunque empezó el año, eso sí, participando por segunda vez en el Campeonato Junior de los EEUU, donde, como todo el mundo ya esperaba, volvió a arrasar sin contemplaciones. La organización del campeonato, por cierto, cometió el desliz de ofrecer exactamente el mismo premio que el año anterior: una máquina de escribir. 

Detalle que, como Pablo Morán recordaba divertido en uno de sus libros, «no hizo muy feliz a Bobby», que ahora poseía dos mecanográficas exactamente iguales. Aquella sería la última ocasión en que Fischer se dejaría ver en una competición juvenil. Se le habían quedado pequeñas.

Tras aquel segundo título junior, empezó a centrarse de manera exclusiva en torneos para mayores. 

Volvió al US Open, donde el año anterior había obtenido un aceptable resultado, aunque esta vez superó las expectativas y quedó clasificado en primer lugar. Era su primera victoria en un torneo para adultos. 

Ya por entonces había empezado a recibir invitaciones del extranjero pero las declinó todas —excepto un breve desplazamiento a Cuba para disputar un torneo de exhibición— porque quería inscribirse por primera vez en el Campeonato de los Estados Unidos, donde se enfrentaría a los doce mejores jugadores del país, algo a lo que ya tenía derecho gracias a su veloz ascenso en el escalafón. No había finalizado el colegio y ya competía por la corona nacional de la disciplina.

Durante años, el campeonato estadounidense había estado dominado por un pequeño puñado de nombres, las auténticas fuerzas vivas del ajedrez estadounidense: Larry Evans, Arthur Bisguier, Arnold Denker y muy en especial el veterano Gran Maestro Samuel Reshevsky, principal dominador de los escaques americanos, uno de los escasísimos jugadores occidentales que había podido provocar cierta inquietud a los todopoderosos soviéticos. 

Todos aquellos grandes nombres iban a estar presentes en el Campeonato estadounidense de 1957 y Bobby, que incluso entre los juveniles había sido el más pequeño, estaría rodeado de jugadores consagrados que, en algún caso, tenían incluso reputación mundial. 

Sin embargo, como se pondría de manifiesto muchas veces en el futuro, el nivel de la competencia era algo que lo preocupaba más bien poco. El enfrentarse a la clase dominante nunca fue algo que lo intimidase, ni siquiera a tan temprana edad. Ya se había demostrado a sí mismo que podía vencer a ajedrecistas consagrados. Llevaba desde los ocho años derribando murallas para intentar ser cada vez mejor y aquellos prestigiosos nombres no eran sino nuevas murallas que intentar derribar. Asi pues, lejos de acudir a su primera gran competición acomplejado o acobardado, el chaval flacucho de Brooklyn se presentó repleto de confianza en sí mismo.

Las previsiones en torno a su papel anticipaban una actuación “discreta”, en paralelo con la que había obtenido en el torneo Rosenwald del año anterior, el único evento de su trayectoria que había sido, más o menos, comparable en magnitud. 

Uno de sus inminentes rivales era Arthur Bisguier, que había ganado el título nacional un par de años antes para volver a perderlo frente a Reshevsky. Pues bien, siendo generoso, vaticinó lo siguiente: «Bobby debería finalizar ligeramente por encima de la mitad de la tabla. Es, muy posiblemente, el más dotado de todos los jugadores del campeonato, pero aun así no tiene suficiente experiencia en torneos de esta consistencia y fuerza». Una previsión tan razonable que probablemente todo el mundo hubiese estado de acuerdo de antemano.

Todo el mundo… excepto una persona: el propio Bobby Fischer. Llegó, vio y venció. Sin perder una sola partida (+8=5-0) y reduciendo a escombros el establishment ajedrecístico norteamericano, se proclamó campeón absoluto de los Estados Unidos. 

Fue, ni que decir tiene, el jugador más joven de la Historia en conseguir semejante hazaña. Ya era, oficialmente, el mejor ajedrecista del país. Con ello, además, se ganaba una plaza para participar en su primera gran competición internacional, el Torneo Interzonal, donde los mejores jugadores profesionales de los cinco continentes peleaban por una oportunidad para disputar el campeonato mundial. Bobby Fischer había pegado una patada en la puerta de la élite, dispuesto a colarse entre los mejores.

Tenía catorce años.

Todos sabíamos que estaba jugando partidas en su cabeza

«Aunque Bobby era muy intenso y se lo tomaba todo muy en serio, cuando algo le parecía gracioso tenía una fantástica risa. Era como si intentase retenerla, pero de repente soltaba esa gran y explosiva carcajada, como si fuese una vía de escape. Siempre nos llevamos bien. Podía ser muy divertido, pero el tema de conversación era casi siempre el ajedrez […] Fischer era un buen chico, aunque muy ingenuo en cualquier cosa que no fuese el ajedrez. Todo era ajedrez para él, cada momento del día» (Ron Gross, amigo de la infancia)

La condición económica de su familia era muy precaria, pero la mediación de la gente del mundillo ajedrecístico de Nueva York permitió que Bobby pudiese acudir a una importante escuela privada de su ciudad. 

Lo pusieron en contacto con el colegio Erasmus Hall y le instaron a solicitar una plaza, convencidos de que la obtendría en cuanto la institución supiese de su talento. Para decidir la posible admisión de Fischer, la dirección del centro lo sometió a pruebas que medían su capacidad intelectual. Obtuvo una puntuación superior a la obtenida por Albert Einstein y claro, tuvieron a bien admitirlo como alumno con una beca que le eximía de pagar los altos costes de matrícula. 

El hecho de que después se airease públicamente la puntuación de cociente intelectual que obtuvo en su infancia, un dato citado por la prensa casi cada vez que se hablaba de él, siempre pareció incomodar a Fischer. 

El público se tomase aquella puntuación como una especie de número inmutable tallado en piedra, cosa que no es, ya que el C.I. es más bien  una indicación aproximada e incompleta de las capacidades intelectuales generales de un individuo frente al resto. Además, ya en su edad adulta, Fischer nunca se prestó a repetir ese tipo de pruebas y afirmó no saber cuál era su cociente intelectual. Tampoco se necesitaba medirlo; todo el mundo tuvo siempre claro que su capacidad era inmensa y nunca nadie dudó de que era un genio.

Aun con su prodigiosa inteligencia, las clases en el selecto colegio Erasmus Hall no le aprovecharon demasiado. Bien es cierto que no era un alumno conflictivo. A despecho de la imagen de enfant terrible que con justicia se ganó en años posteriores, como escolar era más bien un niño callado, bien educado y de aire ausente. Pero no era un buen estudiante. Le costaba mucho prestar atención. Se pasaba horas y horas con la mente perdida en el ajedrez. Y, cuando no estaba pensando en ajedrez, estaba haciendo dibujos de monstruos o «garabatos elaborados», incluso escribiendo letras de canciones.

Sus profesores lo recordarían, pues, como un mal alumno y como un niño retraído, poco sociable, que solía dar un brinco de alegría cuando sonaba el timbre que señalaba el final de las clases. Tenía intereses no demasiado inusuales para cualquier niño de los años cincuenta: le gustaban la astronomía, los dinosaurios y, como ya vimos, ver partidos de béisbol y escuchar música rock. 

Eso sí, no mostraba demasiada facilidad para relacionarse. Además de su particular carácter y de su anómala inteligencia —frecuentemente citada como causa de una baja adaptación, que puede ser—, hay que tener en cuenta otro detalle que por lo general se omite: Fischer era un niño pobre en un colegio privado donde la mayoría de los alumnos provenía de familias acomodadas, cuando no sencillamente ricas. A esas edades, ese detalle es algo que bien puede marcar las diferencias. Es raro que en las biografías de Fischer se le preste poca atención a eso, pero proceder de un extracto social tan distinto al de sus compañeros no pudo ayudar a que se integrase.

Bobby solamente obtenía buenos resultados en aquellas asignaturas, pocas, que captaban su interés, o en aquellas para las que tenía una facilidad especial. Por ejemplo, se le daban muy bien las clases de español. En ellas no tenía que esforzarse ni atender, ya que heredó, al menos en parte, la facilidad para los idiomas de su madre, Regina Fischer, que hablaba con soltura varios idiomas. Por lo demás, su desempeño académico dejaba mucho que desear y sus notas eran malas.

Los pocos retazos que nos llegan del retrato del Bobby Fischer en su etapa escolar proceden, en ocasiones, de fuentes tan curiosas como inesperadas. 

Por ejemplo, una de sus compañeras de clase se llamaba Barbara Streisand. La misma que, como él, se convertiría años después en una de las personas más famosas del mundo. 

En el futuro, Streisand confesó que había sido amiga de Bobby en el colegio y que había experimentado hacia él un típico enamoramiento adolescente. La cantante y actriz dijo que Bobby había sido, como ella misma, un inadaptado dentro del aula. Contaba que solían almorzar juntos todos los días y que recordaba a Bobby de dos maneras: bien riendo a carcajadas mientras leía la revista humorística Mad o, con mayor frecuencia, completamente callado y con la mirada perdida en el infinito: “Fischer estaba siempre solo y era muy peculiar, pero a mí me parecía muy sexy”.

Según parece, el amor platónico de Barbara Streisand no fue correspondido y se quedó en una simple amistad. Después de que la actriz contase la anécdota a los medios, se produjo una inevitable ola de curiosidad sobre la insólita coincidencia escolar entre dos de las personas más famosas del planeta. 

La prensa, de hecho, preguntó al Fischer adulto sobre su amistad adolescente con Barbara (por entonces ella ya escribía su nombre como «Barbra») y él respondió con evasivas, algo característico cuando tenía que afrontar las cuestiones más personales:

Reportero: Bobby, «¿es verdad que cuando estabas en la secundaria, Barbara Streisand era una de tus compañeras de clase?»

Fischer: «¡Eso he oído! Recuerdo una chica de aspecto tímido. Quizá era ella, no lo sé»

Reportero: «Ella era tu mejor amiga, de acuerdo a las informaciones»

Fischer: «No, no lo creo, no, no. No, en absoluto»

No hay que descartar que Fischer sí recordase bien a Barbara Streisand, en especial si habían tenido una relación cercana, porque el ajedrecista nunca se caracterizó por su mala memoria, al contrario. 

También sabemos, con todo, que Fischer detestaba ser objeto de cotilleos, así que no resulta extraño que negase con tanto énfasis que la cantante hubiese sido su amiga en el colegio, aunque lo hubiese sido en la realidad. Era una manera como cualquier otra de detener las elucubraciones de la prensa, que Fischer detestaba con ahínco.

Sea como fuere, Fischer permaneció en la escuela hasta los dieciséis años, es decir, hasta la edad legal en que estaba obligado a asistir a clases. 

Después, dejando atrás un expediente muy mediocre, las abandonó. La única formación que le interesaba era la relacionada con el ajedrez —ahí sí se aplicaba con férrea determinación— y afirmaba sin tapujos que «el colegio es inservible, allí no te enseñan nada». Nada relacionado con el ajedrez, claro. 

En su casa, en cambio, era capaz de pasarse horas estudiando teoría ajedrecística, aplicando una energía y disciplina de la que había carecido por completo en los estudios formales. 

Incluso aprendió ruso para poder entender los mejores libros sobre ajedrez del momento, los manuales soviéticos; ayudó el que Regina Fischer, que había estudiado en Rusia y simpatizaba con los comunistas, escuchase habitualmente Radio Moscú en el domicilio familiar. 

Aun así, Bobby no desarrollaba la misma fluidez en los idiomas que su madre. Para él, los idiomas eran un mero instrumento orientado, cómo no, al tablero; dejó de esforzarse por aprender ruso en cuanto sabía lo suficiente como para poder estudiar los manuales. Sabemos que su madre hablaba un perfecto ruso, pero los ajedrecistas soviéticos todavía recuerdan que, aunque Fischer leía y entendía bien el ruso, lo hablaba de forma titubeante e insegura.

Aquella fijación fanática por la práctica y el estudio del juego —unida, por supuesto, a sus extraordinarias condiciones naturales— fue lo que, con los años, permitió a Bobby Fischer romper la hegemonía soviética en solitario, revolucionando el ajedrez como nunca se había visto. 

Aunque, durante sus primeros años, tuvo mentores y entrenadores, como Carmine Nigro o Jack Collins (con quien tuvo además estrecha relación personal, siendo lo único remotamente parecido a una figura paternal), fue ante todo un autodidacta. 

Para él, los entrenadores eran una ayuda más, como los manuales o los torneos de práctica, pero en la realidad Fischer se entrenaba a sí mismo. A cualquier otra persona le resultaba imposible intentar imponerle un programa de aprendizaje. Era él quien se imponía su propio programa, según su propio criterio, y este criterio consistía en no separarse nunca de su tablero.

Bobby viaja a la Unión Soviética

«Cuando empecé, los rusos eran mis héroes» (Bobby Fischer)

«Esperaba encontrar a un jovenzuelo vestido de forma estrafalaria, haciendo comentarios groseros todo el tiempo, pero fue un enorme placer encontrarme a una persona tan distinta» (Alexander Kotov)

A los quince años, Bobby estaba clasificado para el Torneo Interzonal que iba a celebrarse en Portoroz, Yugoslavia. Es decir, iba a formar parte de la más alta competición ajedrecística del planeta. Pero existía un serio problema: no disponía de dinero para efectuar el viaje. 

El ajedrez norteamericano, a diferencia del soviético, no era profesional. Incluso alguien tan relevante como Samuel Reshevsky necesitaba un empleo fijo y trabajaba como contable. Bobby, un escolar de familia humilde, no podía financiarse la aventura internacional. Es más, los soviéticos, atraídos por su figura, le habían ofrecido visitar Moscú acompañado de su hermana Joan (quien por entonces contaba diecinueve años) antes del Interzonal, pero seguramente desconocían que Bobby no tenía con qué pagar unos billetes de avión a Europa. 

Sin embargo, pese a ese inconveniente, él mostraba su determinación: «Iré, aunque tenga que hacerlo nadando».

Regina Fischer, tras entender que nunca conseguiría separar a su hijo del ajedrez, había dado un giro de ciento ochenta grados y ahora se dedicaba a respaldar con entusiasmo su incipiente carrera. Por ejemplo, acompañándolo a los torneos, algo que incomodaba bastante al joven jugador. 

Regina organizó una colecta y pronto recaudó el dinero necesario para el viaje, dado que su retoño ya se estaba empezando a hacer célebre como una especie de nuevo Einstein americano. 

Bobby entró en cólera cuando se enteró. Era la primera muestra de una de las características típicas de su personalidad: jamás aceptaba lo que considerase un acto de caridad. 

El dinero recaudado por la campaña le parecía el vergonzoso producto de las súplicas de su madre. El orgullo le impedía aceptarlo, lo cual, podemos aventurar, estaba íntimamente relacionado con la manera en que había vivido las malas condiciones económicas de su infancia y quizá también con su experiencia en el Erasmus Hall, rodeado de alumnos provenientes de hogares acomodados. 

Tal fue su disgusto al saber sobre la colecta, que hizo que su madre devolviese todo lo recaudado. Prefería no acudir a Portoroz y no jugar el Interzonal antes que usar el dinero que su madre había mendigado sin su conocimiento. Así pues, de nuevo estaba sin blanca.

Fue un programa de televisión lo que, curiosamente, le permitió viajar a Europa. El tímido Bobby fue invitado al concurso I’ve got a secret, donde un concursante tenía que adivinar quién era Fischer y por qué había sido invitado al programa (el motivo, obviamente, era su precoz título de campeón nacional). 

La filmación es una pieza de museo: vemos al joven Fischer siendo él mismo y no resulta difícil entender por qué despertaba simpatía entre los ajedrecistas adultos. Aparece algo avergonzado y fuera de lugar, pero propenso a sonreír. Todavía lo rodea un aura infantil. 

Los ajedrecistas que lo conocieron por entonces, de hecho, siguieron viéndolo como un niño durante bastantes años, y más sabiendo de su inmadurez emocional. En la filmación, Bobby sonríe abiertamente cuando alguien de entre el público lo jalea por ser del barrio de Brooklyn, y da las gracias, asombrado, cuando le entregan por sorpresa los billetes de avión para que su hermana y él viajen a Moscú, mientras el presentador dice «ha recibido una invitación para ir a Rusia y a Yugoslavia para enfrentarse a los mejores jugadores del mundo en una competición internacional… lo único que ha prevenido a este joven de aceptar esa invitación es la falta de dinero para el transporte, lo cual es comprensible. Creemos que sería una vergüenza que un americano haya de perder por no presentarse».

Lo dicho, una muestra de cómo fue visto Bobby en aquellos tiempos. Como lo que era: un chico de barrio cuyo talento le estaba llevando más lejos de lo que la economía de su familia podía afrontar. Bobby y Joan Fischer viajaron a Moscú. Aunque, años más adelante, Fischer terminaría encarnando al bando occidental en la Guerra Fría al convertirse en el principal adversario individual de todo el sistema soviético, su figura siempre fue vista con simpatías en la URSS. 

Muy en especial durante sus inicios. En una nación donde el ajedrez era tan popular y los campeones eran grandes ídolos, un prodigio como Bobby solamente podía despertar curiosidad e interés. El aprecio de los soviéticos hacia el ajedrez podía ser en parte producto de la propaganda, pero era un aprecio sincero. También fue sincero el aprecio que mostraron hacia Bobby. Además, sabían que Fischer había crecido admirando a los ajedrecistas soviéticos, aprendiendo de ellos, estudiando sus libros y repasando sus partidas. Deportivamente hablando, los rusos lo consideraban un hijo adoptivo. 

En Moscú fue recibido con los brazos abiertos, tratado como una verdadera celebridad y agasajado con multitud de oropeles que, todo sea dicho, lo aburrían sobremanera. 

El que le presentaran a artistas y estrellas del fútbol no lo divertía, y menos aún que pretendieran llevarlo a ver en acción al ballet Bolshoi, algo bastante alejado de sus gustos proletarios. 

Bobby quería jugar al ajedrez con los rusos y conocer a los grandes maestros de aquel país. Se sintió molesto porque no le presentaron al entonces campeón mundial Vasili Smyslov. Siendo Bobby el campeón de los Estados Unidos, no entendió por qué tenía que conocer a tanto futbolista y no al mejor ajedrecista soviético del momento. Pensó que aquello suponía una cierta falta de respeto profesional y, aunque todavía era un amateur y sabemos que muy susceptible, no le faltaba razón.

Bobby Fischer en Estocolmo, 1962

En cuanto pudo liberarse de aquellos irritantes compromisos sociales, Bobby se «encerró» en el club de ajedrez de Moscú para jugar partidas rápidas de la mañana a la noche contra jóvenes promesas rusas, mientras su hermana Joan disfrutaba más de la vertiente cultural de la visita, acudiendo a museos, al teatro y paseando por la ciudad. 

En aquellas jornadas moscovitas, Bobby arrasó sobre el tablero a la flor y nata de los jóvenes jugadores soviéticos. Era tal su superioridad que, aunque se trataba de partidas amistosas, la federación rusa terminó llamando a Tigran Petrosian, un temible jugador de veintinueve años —futuro campeón mundial— para que le parase los pies al quinceañero neoyorquino que estaba humillando a las nuevas generaciones del país. 

El poderoso Petrosian, claro, puso fin a la racha del inexperto Bobby. Aun así, Fischer se las arregló para conseguir ganarle algunas partidas, porque el ajedrez rápido o “blitz” fue una de sus grandes especialidades. Es más: aunque parezca increíble, muchos años después asombró a algunos de sus antiguos contrincantes soviéticos cuando demostró que ¡podía recordar al dedillo varias de aquellas partidas!

Es verdad que, en el futuro, Fischer protagonizaría avinagrados enfrentamientos con los jugadores soviéticos, aunque siempre en el ámbito deportivo. Llegó a acusarlos de manipular ciertas competiciones. 

Pero, en lo personal, nunca dejó de mantener buenas relaciones con varios de ellos y siempre fue considerado, no solo en la URSS sino en todo el mundillo ajedrecístico, como un heredero espiritual del ajedrez ruso.

El Torneo Interzonal: Fischer entra definitivamente en la Historia

Tras su paso por Moscú, Bobby se dirigió a Yugoslavia para disputar el Interzonal. Lo que Fischer iba a encontrar allí no tenía nada que ver con el nivel de la competición norteamericana. 

En EEUU había varios muy buenos jugadores, pero como hicimos notar con anterioridad, solamente Reshevsky había estado de verdad entre los ajedrecistas punteros del mundo hasta el punto de plantar cara a los soviéticos.

En Portoroz, salvo por la ausencia del campeón mundial Smyslov y su máximo rival, el tres veces campeón Mikhail Botvinnik (ambos se estaban jugando la corona en un match de revancha, porque el primero había destronado al segundo), estaría presente una buena representación de lo mejorcito del planeta. Empezando por un abrumador cuarteto soviético, encabezado por el nuevo fenómeno Mikhail Tal, que contaba veintidós años por entonces; Tal era el gran artista del tablero y un talento genial, quizá comparable al de Fischer, que en un par de años obtendría el título mundial. 

También en el equipo soviético estaban los pesos pesados Petrosian, Averbach y Bronstein. Otros jugadores punteros del momento eran el húngaro Benko o el yugoslavo Gligoric. Junto a ellos, un buen número de experimentados Maestros de los cinco continentes. 

El objetivo era quedar clasificado entre los seis primeros de la tabla para poder participar más adelante en el Torneo de Candidatos, donde se decidiría quién iba a disputar el título a quien ganase la revancha entre Smyslov y Botvinnik.

Bobby, según la lógica, había llegado ya todo lo lejos que cabía esperar a su edad. Era increíble que hubiese dominado el ajedrez norteamericano a los catorce años y sin experiencia en la alta competición, pero situarse entre los seis primeros clasificados del Interzonal era una hazaña impensable. Suponía convertirse en uno de los ocho mejores jugadores del planeta a los quince años. No era cuestión de talento, sino de bagaje, de conocer cómo funcionaba un evento tan grande. 

Y, sobre todo, de ser capaz de desenvolverse: dominar la presión, los nervios y demás. Además, era la primera vez que jugaba un torneo internacional importante fuera de su país y siendo, cómo no, el foco de atención (¡un quinceañero en el Interzonal, rodeado de los mejores Grandes Maestros!). 

Todo aquello, por fuerza, tenía que venirsele encima. Además, nadie consideraba que su ajedrez, aunque brillante, estuviese lo bastante maduro como para hacer frente a los desafíos de este nuevo nivel de competición. Nadie creía en las posibilidades de Bobby. Excepto, una vez más, él mismo.

No debemos pensar que sus esperanzas eran producto de una falta de realismo. Como explicaría Kasparov más adelante, Bobby podía tener muchas ideas equivocadas sobre el mundo y sobre la vida, pero ante un tablero de ajedrez, y desde muy joven, poseía una abrumadora clarividencia.

Él mismo era consciente de la dificultad de la tarea que tenía por delante, pero hizo sus cálculos. Si conseguía vencer a algunos de los jugadores menos fuertes —a fin de cuentas, ya había batido a algunos Maestros norteamericanos— y si también conseguía empates contra algunos de los más peligrosos, podría reunir suficiente puntuación como para aspirar a clasificarse. 

Pero, ¿quién más podía creer en aquel plan? Por mucho talento que tuviese Fischer, y era evidente que lo tenía, los mejores jugadores del mundo, y muy en especial los rusos, debían infligirle unas cuantas derrotas. Pues bien: Fischer volvió a dejar a todos boquiabiertos. 

Para asombro del mundo del ajedrez en pleno, obtuvo un resultado de +6-2=12, perdiendo únicamente dos partidas. 

Es más: ¡consiguió obtener tablas frente a los cuatro Grandes Maestros soviéticos presentes! 

En la clasificación final, quedó empatado en el 5º-6º puesto con el islandés Olaffson, uno de los dos únicos jugadores que lograron batirle en aquel Interzonal, quedando por detrás de los súper pesos pesados Tal, Gligoric, Benko y Petrosian, pero por delante de todo el resto del elenco. 

Jugadores, periodistas y espectadores estaban atónitos, Como dijo el soviético Averbach: “en la batalla sobre el tablero, este joven —casi un niño— se mostró como un luchador con todas las de la ley, demostrando una asombrosa compostura, un cálculo preciso y unos recursos diabólicos”. Y, aunque parezca mentira, Bobby no quedó contento con aquel quinto puesto. Pensó que podía haber obtenido un resultado mejor.

Solamente él pensaba que su posición era decepcionante. Con aquel quinto lugar, por improbable que hubiera parecido antes de empezar el torneo, el joven norteamericano quedaba clasificado para el Torneo de Candidatos. 

Así, Bobby Fischer se convertía en uno de los diez mejores jugadores del mundo y obtenía de manera automática el título de Gran Maestro. Tenía quince años, seis meses y un día; el Gran Maestro más joven que el mundo había visto hasta entonces (hoy los hay incluso más jóvenes, pero el título se concede con mucha mayor facilidad que entonces y cabe decir que ninguno ha tenido que repetir semejantes hazañas para obtenerlo).

Así, a los quince años y medio, terminaba la infancia ajedrecística de Fischer y comenzaba una carrera profesional repleta de imprevistos, desplantes, abandonos, polémicas, revuelos mediáticos y políticos, además de un nuevo estilo de ajedrez que maravilló a propios y extraños y, sobre todo, un aura de leyenda que, para bien o para mal, lo convirtió en uno de los personajes más emblemáticos del siglo XX. 

Bobby Fischer es más que ajedrez, es Historia. Y su historia no es cualquier historia. Aún queda mucho que contar sobre él, y lo haremos. Hablaremos de su paso (y sus ausencias) por los Torneos de Candidatos; de sus idas, venidas, desapariciones y desplantes; del modo en que tuvo al mundo en vilo hasta 1972, el año de su coronación, y más allá.

“Bobby es el mejor jugador de ajedrez que este país ha producido nunca. Su memoria para los movimientos, su brillantez para soñar combinaciones, y su fiera determinación por ganar, son asombrosas. No sólo predigo su triunfo sobre Botvinnik, sino que iré más allá y afirmo que será, probablemente, el más grande jugador de ajedrez que jamás haya existido” (Jack Collins, entrenador de Fischer durante su adolescencia)

“Mi hermana me compró un tablero de ajedrez en la tienda de caramelos y me enseñó a mover las piezas” (Robert James Fischer).

Continuará…

Imagen de portada: Bobby Fischer

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por E.J. Rodriguez. 12 de enero 2023.

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La infancia de Bobby Fischer: el niño ajedrecista que «vagabundeaba» por las calles de Nueva York.

Parte I

Mediados de los años cincuenta. Una pareja de chavales camina por las calles de Nueva York. En mitad del ajetreo urbano, nadie repara en su presencia. Los transeúntes, los policías, los trabajadores de las obras públicas; cualquiera que se los cruza ve solamente a dos adolescentes, porque eso es lo que son, dos chicos de trece años. 

Poco podría alguien sospechar que uno de ellos se convertirá, en el transcurso de un par de años, en uno de los personajes más famosos del país. Y al cabo de algunos años más, en una de las mayores celebridades de todo el planeta. Es el más delgado, de cabello castaño, vestimenta humilde y aspecto desaliñado. Se llama Robert James Fischer y va a irrumpir en la Historia cuando todavía no tenga edad para afeitarse; el mundo, de hecho, lo conocerá para siempre con el diminutivo de “Bobby”.

Los dos chiquillos son amigos y comparten una misma pasión: el ajedrez. Se han conocido participando en diversos torneos juveniles y, cada vez que se encuentran, suelen pasar bastante tiempo juntos. Uno de ellos se acaba de trasladar desde California, porque aquí, en Nueva York, está la meca ajedrecística de los Estados Unidos. El otro, Bobby, ha crecido en esta misma ciudad, donde ya es un habitual en los clubes de ajedrez. Suele saltarse las clases del colegio para poder participar en los torneos.

Este día de primavera de 1956, los dos chiquillos se dirigen al sur de Manhattan. Nueva York es una metrópolis inmensa, pero el mundo de los dos jovenzuelos, el microcosmos de las sesenta y cuatro casillas, es relativamente pequeño y está repartido a lo largo de unas pocas calles. Cerca de la 5ª Avenida, casi camuflado en una tranquila entrada de semisótano, está el Marshall Chess Club, uno de los clubes de escaques más importantes de la ciudad, que es a donde hoy se dirigen. 

Cerca está el parque de Washington Square, donde se reúnen ajedrecistas de toda índole para echar unas partidas al aire libre; también allí, bastante a menudo, se ha dejado ver el pequeño Bobby. Un par de manzanas más allá, casi a la vista del parque, varias legendarias tiendas venden toda clase de material ajedrecístico. Como el Chess Forum, quizá uno de los comercios más bonitos del mundo, aunque sólo sea por lo que contiene tras sus coquetos escaparates. O el Village Chess Shop, donde a veces podemos ver a aficionados jugando en unas mesas situadas junto a la puerta del local, como si fuese la terraza de cualquier café.

Los dos escolares transitan, pues, por el corazón del ajedrez neoyorquino. 

Caminan en silencio. De repente, Bobby, que ha estado reflexionando durante un rato, parece experimentar un momento de revelación sobre su futuro. Su juego ha estado mejorando en los últimos meses de manera considerable, sí, pero ahora su mirada va más allá y siente que ante él se abre una nueva puerta, una que nadie más ha visto. Todavía no ha cumplido los catorce años, pero puede notarlo: está hecho para la grandeza. Así recordaba después ese momento su acompañante y amigo de la infancia, Ron Gross:

“Bobby y yo nos hicimos amigos. Solíamos vagabundear juntos por la ciudad. A veces íbamos al club Marshall para jugar un torneo de partidas rápidas, cosas por el estilo. Un día nos dirigíamos juntos a Manhattan porque participábamos en un pequeño torneo temático sobre la apertura Ruy Lopez. De repente, Bobby dijo:

— ¿Sabes qué? Puedo ganar a todos esos tipos.

Yo creí que hablaba de la gente del torneo en que estábamos participando y pensé que lo que estaba diciendo era una perogrullada. No era un torneo muy fuerte y de hecho ambos habíamos ganado todas nuestras partidas hasta el momento. Pero él no se refería a eso. Él se refería a que podía vencer a cualquiera en los Estados Unidos. Y a finales de ese mismo año, eso es precisamente lo que hizo.”

Regina Fischer, madre de Bobby, fue una mujer extremadamente inteligente y de carácter bastante difícil.

Regina Fischer era una mujer muy particular. Nació en Suiza, aunque su familia emigró después a los Estados Unidos, donde se hizo ciudadana estadounidense. Muy inteligente e inquieta, había estudiado medicina en la Unión Soviética y, además del inglés, hablaba con fluidez en ruso, alemán, francés, español y portugués. Mientras vivía en Europa, se casó con el físico alemán Hans Gerhardt Fischer, con quien tuvo una hija, Joan

Cuando Hans la dejó, Regina volvió a los Estados Unidos para trabajar dando clases o como enfermera. Poco dada a la monotonía, cambiaba de residencia a menudo. Cuando nació su segundo hijo, estaba en Chicago y ya no vivía con Hans, aunque este era todavía su marido oficialmente; a causa de esto, durante muchos años se atribuyó al físico alemán la paternidad de Bobby. 

Por entonces, en realidad, Regina se relacionaba con otro físico, el húngaro Paul Nemenyi, un simpatizante comunista que solía dejar atónitos a quienes se cruzaban en su camino por causa de su prodigiosa inteligencia. Nemenyi había ganado la medalla nacional de matemáticas siendo un adolescente en Hungría y poseía, según parece, memoria fotográfica. Destacaba especialmente en pruebas de medición de razonamiento espacial, lo cual es, curiosamente, una de las cualidades básicas para un buen jugador de ajedrez. 

En 1942, cuando el futuro fenómeno Bobby vino al mundo, Nemenyi era la pareja de Regina Fischer. Así lo testimonian incluso papeles del FBI; la policía vigilaba a la mujer porque era una entusiasta activista de la izquierda, de la que se llegó a sospechar —sin fundamento, en realidad— que podía estar ejerciendo como espía para los rusos.

La verdadera ascendencia de Bobby, pues, siempre fue un asunto confuso. 

Recibió el apellido Fischer y en su pasaporte constaba el alemán Gerhardt como su progenitor legal. Si Paul Nemenyi era su padre, como parece probable por la circunstancias, Regina Fischer nunca lo declaró y mantuvo el dato en secreto. 

Cabe recordar que hablamos de los años cuarenta y ella debió de pensar que convenía registrar al niño como fruto de una pareja todavía legalmente reconocida, no como el hijo natural de un simpatizante comunista húngaro con quien no estaba casada. ¿Quién fue el padre de Bobby Fischer? Quizá nunca lo sepamos con total certeza y la única prueba concluyente sería la genética. De todos modos, resulta difícil pensar que no fuese hijo biológico de Paul Nemenyi, por todo lo que sabemos sobre la vida de Regina Fischer y por un innegable parecido físico entre Nemenyi y Bobby. 

Lo que con seguridad nunca averiguaremos es si el propio Bobby conocía la verdad sobre quién era su verdadero progenitor. Probablemente sí, pero durante su vida rara vez se pronunció acerca de sus asuntos personales y todavía menos sobre las difíciles circunstancias familiares y económicas de su infancia. La única declaración pública al respecto que llegó a hacer se limitaba a un escueto resumen de la versión oficial: “Mi padre abandonó a mi madre cuando yo tenía dos años. Nunca lo he visto. Mi madre sólo me ha dicho que se llamaba Gerhardt y que era de origen alemán”.

Ni Bobby ni su madre, y ni siquiera su hermana Joan, arrojaron nunca demasiada luz sobre este tema. 

Existen versiones contradictorias que proceden de diversas fuentes relacionadas con la familia, pero resulta difícil saber con seguridad cuánto de verdad hay en cada una de ellas. Lo que sí sabemos es que cuando Bobby tenía cinco años, Regina, inquieta como de costumbre, dejó Chicago y se trasladó con sus hijos a Nueva York. Sola, lo cual indica que seguramente también había terminado rompiendo su relación con Nemenyi. Si intentamos componer un cuadro completo de lo que afirman todas las versiones sobre esa época —aunque a veces choquen entre sí—, se parecería a esto: Paul Nemenyi podría no solamente ser el padre de Bobby sino que quizá enviaba dinero a Regina Fischer con regularidad, a modo de pensión alimenticia oficiosa (legalmente, claro, no estaba obligado) porque se consideraba el padre de la criatura. 

También parece, si hacemos caso a otros testimonios cercanos a Nemenyi, que el físico visitaba ocasionalmente al pequeño Bobby, sacándolo de paseo como lo haría una especie de tío adoptivo, pero sin decirle nunca que era su padre. 

Otros aseguran que el húngaro se mostraba muy preocupado por el modo en que Regina Fischer estaba educando al pequeño, y que llegaba a derramar lágrimas porque no podía verlo más a menudo ni tener una auténtica relación paternal con él. También ha habido personas cercanas al entorno de Joan, la hermana mayor de Bobby, que aseguran que ella dijo en alguna ocasión que “Bobby y yo tenemos padres distintos”. 

Todo esta información es casi siempre difícil de comprobar, cuando no imposible, pero más o menos encaja en un mismo marco: el de la paternidad de Nemenyi. Y construye un escenario incompatible con la versión oficial de la familia Fischer, versión en la que Paul Nemenyi era ignorado y Hand Gerhardt Fischer era públicamente recordado como el padre biológico. Siguiendo con informaciones difíciles de verificar, cuentan otros que, cuando Nemenyi murió, Bobby, que tenía nueve años, preguntó por su prolongada ausencia. Según este relato, fue entonces cuando Regina se lo dijo: “¿No lo sabías? Él era tu padre”.

No cabe duda de que Bobby Fischer ha sido uno de los personajes más psicoanalizados —a distancia, cabe decir— no solo de todo el siglo XX, sino quizá de toda la Historia. Así, se ha elucubrado con mucha frecuencia sobre lo que pudo suponer para él la ausencia de una figura paterna. 

Durante sus años de gloria, los sesenta y setenta, todavía no existía la idea de que la ausencia de un padre no es necesariamente determinante para un niño y que hay otros factores tanto o más importantes en su desarrollo. Sea como fuere, sí hay un hecho innegable: Fischer siempre se negó a hablar de todo aquello que, según quienes lo conocían, lo había traumatizado durante sus primeros años, como la pobreza. El asunto de su ascendencia familiar no fue una excepción. Su silencio al respecto era sepulcral.

Bobby Fischer (izquierda) y Paul Nemenyi (derecha). Aunque nunca fue reconocido como su padre, la gente no ha dejado de observar un cierto parecido.

Bobby, pues, nació en Chicago pero en realidad creció como un neoyorquino de pro, en un pequeño apartamento de Brooklyn donde convivían su madre, su hermana mayor y él. El niño destacó pronto por una aguda inteligencia y sabemos que su madre no sabía muy bien qué hacer con ese potencial. Era una mujer que quería a sus hijos y peleaba por sacarlos adelante, pero que quizá estaba poco conformada para la maternidad, si nos referimos a la vertiente emocional. 

Descrita por sus conocidos como poseedora de un carácter conflictivo, muy fría en lo afectivo y con cierta tendencia a la paranoia —quizá explicable por el hecho de que había sufrido vigilancia del FBI por causa de sus ideas—, es bastante posible que no fuese una madre modélica. Además, solía estar todo el día trabajando para mantener el hogar, algo que conseguía muy a duras penas, pues sus hijos crecieron entre no pocas apreturas económicas. Los Fischer eran una familia débilmente estructurada cuya existencia lindaba en la miseria.

Joan y Bobby pasaban mucho tiempo solos en aquel diminuto apartamento. Dado  que su madre no tenía dinero para contratar una persona encargada de cuidar a ambos hermanos, era Joan, cuatro años mayor, la que se ocupaba de cuidar y entretener a su hermanito. Lo cual, siendo ella misma una niña, no resultaba fácil, ya que el cerebro de Bobby crecía a marchas forzadas, no había muchas distracciones a su alcance por motivos económicos y cualquier actividad lúdica parecía quedarse corta para el brillante pequeño. 

Un buen día, cuando Bobby tenía seis años, Joan subió a casa con una caja de “juegos reunidos” que traía de la tienda de caramelos y juguetes situada en el mismo edificio (a veces se dice que Joan la compró con dinero que le había dado su madre, y a veces se dice que la recibió como regalo del dueño de la tienda, que había simpatizado con la pobre condición de los dos hermanos). 

Entre otros entretenimientos, aquella caja contenía un pequeño tablero de ajedrez acompañado de un folleto que explicaba las reglas más básicas del juego. Ambos hermanos disputaron unas cuantas partidas pero lo que para Joan era únicamente un pasatiempo fugaz, para Bobby se convirtió en una verdadera obsesión. Es habitual que muchos niños prodigio del ajedrez aprendan el juego por influencia de los adultos, ya sea viéndolos jugar entre ellos o siendo introducidos a la práctica por sus padres y familiares. 

Pero Bobby Fischer, en una circunstancia peculiar que resume a la perfección lo anómalo de su futura carrera, descubrió el ajedrez por sí mismo.

La niña se cansó pronto de intentar seguir el ritmo de su hermano pequeño y dejó de jugar al ajedrez con él. No porque ella no fuese también inteligente, pues de adulta terminónaría siendo una pionera de la educación computerizada en la Universidad de Stanford; no había nadie tonto entre los Fischer. 

Bobby siguió absorbido por las sesenta y cuatro casillas, ahora en solitario porque su hermana prefería hacer también otras cosas, como cualquier niña normal. De hecho, la fijación por el ajedrez del pequeño adquirió proporciones casi patológicas. O eso pensó su madre, que observó bastante preocupada el proceso y llegó a consultar con un psiquiatra. El médico le dijo, simple y llanamente, que “el ajedrez no es la peor cosa con la que un niño puede obsesionarse”, una verdad a medias. Quizá hubiese sido conveniente intentar moderar aquella obsesión pero, aparte de la poca habilidad de Regina Fischer como madre, en aquellos tiempos no existían demasiadas pautas educativas o psiquiátricas para encaminar hacia una infancia más normal a niños con estas características tan particulares. 

Bobby Fischer no sólo era un niño superdotado, sino que destacaba incluso entre los niños con esa condición. Cuando en la escuela se midió su capacidad intelectual, pulverizó todos los registros archivados en el centro. Poco más se sabe sobre su mente. Durante su vida, dejando aparte los tests de inteligencia que solía hacer trizas, Bobby Fischer nunca fue diagnosticado desde una perspectiva psiquiátrica. Sabemos, por su conducta, que sufrió cierto grado de paranoia en su madurez; como la de su madre, quizá estaba justificada porque llegó a sufrir una verdadera persecución cuya base legal fue, como poco, discutible. También se lo suele citar como un ejemplo paradigmático del síndrome de Asperger. 

Dicho síndrome, una forma leve de autismo, parece encajar con parte de lo que sabemos sobre su figura, pero de nuevo es una conjetura hecha a distancia y cabe insistir en que hay otros rasgos de su personalidad que podrían contradecir ese diagnóstico aventurado. Durante sus años jóvenes, muchas personas de su entorno comentaban las rarezas de Bobby con simpatía —o con antipatía, según el caso— pero jamás nadie fue más allá de considerarlo un tipo con una personalidad extremadamente fuerte y caracterizado por alguna que otra extravagancia, lo cual tampoco les resultaba sorprendente sabiendo lo peculiar que había sido su educación. Por lo demás, parecía despertar afectos sinceros. Lo único cierto, lo que sí sabemos sin duda, es que aquella obsesión temprana con las sesenta y cuatro casillas no lo abandonaría, por lo menos, hasta que pudo convertirse en el campeón mundial de ajedrez a los veintinueve años.

El niño que lloraba cuando perdía una partida

“A los doce años, sencillamente me volví bueno”

El pequeño Bobby sólo parecía interesado en el ajedrez o en personas que jugasen al ajedrez. Muchos otros entretenimientos o relaciones sociales parecían resultarle indiferentes, pero eso no significa que, en realidad, no tuviese aficiones propias de cualquier otro niño. 

Vivía en Brooklyn, cerca del estadio de béisbol, así que ese deporte terminó gustándole mucho. Acudía ocasionalmente a ver partidos y fue siempre un buen aficionado. También sabemos que se sintió atraído por la moda del rock & roll y que, en años posteriores, desarrolló también una intensa afición hacia el jazz. Por su actividad como adulto —le gustaba nadar, jugar al tenis, a los bolos, al pinball, etc.— podríamos deducir que también de pequeño le interesaban estas cosas… siempre y cuando no se interpusieran entre él y los escaques. El tablero absorbía la mayor parte de su tiempo. Incluso jugaba contra sí mismo una y otra vez, sin agotarse nunca.

Cuando Bobby tenía ocho años, Regina Fischer, viendo que no encontraba manera de alejar a su hijo del ajedrez, optó por intentar encontrar algún otro niño de su misma edad que compartiese aquella intensa fijación para que Bobby, al menos, no estuviese jugando siempre solo. 

Regina escribió una pequeña nota en la que preguntaba si alguna otra madre del barrio tenía un hijo con parecidas condiciones y la envió a la sección de anuncios de un periódico local de Brooklyn. Cuando en la redacción del periódico recibieron la nota no la publicaron, porque no sabían en qué sección incluirla, pero los trabajadores del diario, bastante sorprendidos por el extraño anuncio, pusieron a la atribulada madre en contacto con gente del mundo del ajedrez. 

Así, Regina Fischer supo que el Maestro de ajedrez Max Pavey iba a ofrecer una sesión de partidas simultáneas en la ciudad y que jugaría contra cualquier aficionado que quisiera inscribirse sin importar la edad; quizá allí Bobby conocería a algún otro niño con el que compartir afición.

Regina anotó a su hijo en la sesión de simultáneas. El pequeño Bobby llegó, ocupó su sitio y, como era de esperar, perdió a las pocas jugadas. Lloró con amargura por la rápida y fulminante derrota. Es más, siempre mantuvo un vivo recuerdo de aquel momento como un acicate, un impulso para querer mejorar. 

Aquel día no conoció a ningún niño de la misma edad como su madre pretendía, pero la sesión de simultáneas no terminó en vano: la insólita presencia de aquel niño no pasó desapercibida entre la gente del mundillo y el presidente del Brooklyn Chess Club, Carmine Nigro, creyó detectar ciertas condiciones en el niño. Habló con Regina e invitó a Bobby a anotarse en su club, donde podría practicar bajo supervisión, tener acceso a libros y, sobre todo, conocer a otros niños ajedrecistas. Él aceptó feliz la posibilidad de inscribirse en un verdadero club de ajedrez y Carmine Nigro se convirtió así en el primer entrenador de la vida de Bobby Fischer, aunque en esencia pueda afirmarse que el jugador fue, sobre todo, un autodidacta.

Nigro creía en el talento de su nuevo pupilo y no era el único en el club que lo veía prometedor. Y eso que, antes de los trece años, Bobby no destacó particularmente en las competiciones, ni siquiera dentro del grupo de jugadores de su edad. Es más, hasta cumplir los doce a nadie se le hubiese ocurrido considerarlo la mayor promesa de su generación de jóvenes, ni mucho menos. 

No fue, pues, un niño prodigio especialmente brillante. Su curva de aprendizaje fue, muy al principio, relativamente lenta. En especial, si tenemos en cuenta sus enormes condiciones. Sin embargo, cuando por fin empezó a destacar, lo hizo como nadie antes. En el transcurso de un par de años, Bobby Fischer pasó de no llamar la atención ni siquiera entre los chavales de su edad a situarse directamente entre los mejores ajedrecistas del mundo. Un progreso milagroso.

1956 fue el año en que el juego de Fischer explotó prácticamente desde la nada para hacerlo aparecer por primera vez en las revistas especializadas sobre ajedrez no ya de su país sino del mundo entero. Y la culpa la tuvo una de sus partidas más brillantes, la que hoy se suele recordar como “la Partida del Siglo” o «la Partida Inmortal de Fischer». 

Cuando cumplió los doce años, su juego empezó a progresar de forma espectacular. Su amigo Ron Gross le había vencido casi siempre que se enfrentaban (“Bobby no era mal perdedor; se limitaba a volver a poner las piezas sobre el tablero en silencio. Era un luchador nato”), pero pasó unos meses sin verlo y, al reencontrarse con él, comprobó sorprendido que ahora era Bobby quien le ganaba con facilidad a él. El pequeño Fischer empezó a escalar con rapidez en los rankings y, sin previo aviso, se convirtió en una promesa a tener en cuenta. 

Primero se convirtió en el campeón juvenil de los Estados Unidos con trece años recién cumplidos, siendo el más joven en conseguirlo hasta entonces; en el momento de escribir estas líneas, ningún otro jugador estadounidense lo ha vuelto a lograr a tan temprana edad. Arrasó en la competición con un resultado de +8=1-1, es decir, perdiendo sólo una partida ante jugadores que eran todos mayores que él.

Después, dada su deslumbrante emergencia como nuevo talento, pudo participar en un par de competiciones adultas de magnitud bastante aceptable, los torneos Open de EE.UU. y Canadá. 

En ambos eventos obtuvo posiciones a mitad de la clasificación, que hubiesen parecido discretas para un profesional pero que resultaban muy impresionantes si tenemos en cuenta su edad (sus puntuaciones finales fueron de 8’5 sobre 10 y 8’5 sobre 12, ¡nada mal para un treceañero amateur!). Naturalmente, su presencia en estos eventos despertaba la curiosidad de los demás participantes y de los aficionados que se habían acercado a seguir las partidas, aunque todavía no hasta el punto de convertir su figura en objeto de fascinación popular. 

Recordemos que no era la primera vez, ni sería la última, en que una jovencísima promesa del ajedrez era invitada a estos torneos de cierta categoría. La presencia de un adolescente llamaba la atención pero, en sí misma, no significaba necesariamente algo especial. De hecho, muchos “niños prodigio” que habían pasado como invitados por torneos similares no habían evolucionado adecuadamente y al volverse adultos desaparecieron sin dejar rastro en el ajedrez profesional. 

No obstante, sí se observó que el juego de Fischer era, si bien todavía inmaduro, más sólido de lo habitual en esta clase de participantes adolescentes.

El pequeño Fischer se convirtió en la atracción de cualquier torneo que pisara.

Fischer llamaba también la atención por su estampa. Era un muchacho delgado de movimientos inquietos pero actitud callada que, mientras se sentaba ante el tablero, solía juguetear nerviosamente con una medalla de identificación médica que su madre le hacía llevar al cuello; la manía de dar vueltas a la chapita metálica entre sus dedos se acentuaba cuando iba perdiendo o cuando se hallaba ante una posición complicada. 

Llevaba el cabello cortado a tijera, estaba claro que no por un peluquero profesional, y pese a estar en eventos que para él eran importantes, vestía con ropa visiblemente barata y desgastada. Su origen humilde resultaba muy obvio y eso era algo que, como se supo después, lo avergonzaba bastante. En el futuro, y al contrario de lo que hacen otras celebridades a quienes les gusta presumir —con frecuencia exageradamente— de sus duros inicios, Bobby fue muy reacio a hablar de las condiciones más bien precarias en que habían crecido su hermana y él. 

Gente de su entorno ha afirmado que Bobby no desconocía la experiencia de irse a dormir sin haber tenido apenas nada que cenar. En la América boyante de los años cincuenta, la figura de aquel chiquillo desaliñado y humilde despertaba intensas simpatías entre los asistentes a los torneos. Su bajo estatus social, unido a su inmenso talento, lo convertían en un personaje novelesco: el chiquillo de Brooklyn cuyo genio se sobrepone a la pobreza.

Después de un más que aceptable paso por los Open de EEUU y Canadá, su posición en los rankings se disparó tanto para su edad que se lo invitó a un torneo todavía más potente, el trofeo Rosenwald, en el que teóricamente sólo obtenían plaza los doce mejores ajedrecistas del país. 

La puntuación de Fischer no lo situaba todavía en ese grupo de privilegio, pero estaba progresando con tal rapidez que los organizadores decidieron hacer una excepción y le enviaron una invitación especial. Era la señal inequívoca de que, ahora sí, se lo empezaba a considerar algo más que un adolescente prometedor al uso. Empezaba a ser visto como un pequeño fenómeno. Y él iba a responder a esa visión. Y de qué manera.

Fischer no obtuvo una puntuación demasiado descollante en aquel torneo Rosenwald, lo cual resultaba lógico dado el alto nivel medio de los participantes. El chaval sólo ganó dos partidas y obtuvo algunas tablas, aunque eso era un resultado bastante más que digno si tenemos en cuenta el resto de nombres del plantel. Allí estaba el Gran Maestro Samuel Reshevsky, un antiguo niño prodigio en Polonia que había huido a los Estados Unidos para dominar el ajedrez norteamericano y que había sido uno de los poquísimos jugadores occidentales —si bien occidental de adopción— capaz de crearles alguna mínima inquietud a los todopoderosos ajedrecistas soviéticos. 

Reshevsky pertenecía a la élite mundial por derecho propio. También había otros jugadores muy potentes como Arthur Bisguier, Edmar Mednis o Donald Byrne, que junto a Reshevsky dominaban el ajedrez estadounidense. 

Así pues, ver a un chaval de trece años ante aquella constelación de grandes ajedrecistas nacionales era todo un espectáculo y Bobby se convirtió en la principal atracción durante la competición. En torno a su mesa se reunían los demás jugadores, que pasaban frecuentemente a comprobar cómo le iba al niño. Toda esta interesante novedad se disparó al infinito y se convirtió en incrédulo asombro gracias a una de las partidas que el pequeño Fischer disputó en aquel evento, la partida que anunciaba la verdadera magnitud de su talento y que aún hoy sigue siendo una de las más difundidas y citadas de la historia del ajedrez.

En la octava ronda, Fischer se enfrentaba a Donald Byrne, Maestro Internacional y hermano del Gran Maestro Robert Byrne. Como de costumbre, había bastante expectación en torno a Bobby, porque incluso cuando perdía resultaba obvio que tenía unas condiciones fuera de lo normal. 

El chaval de Brooklyn ocupaba una de las últimas posiciones de la tabla, claro, pero la solidez de su juego con relación a su edad y su inexperiencia había suscitado ya muchos comentarios altamente favorables entre bastidores. Sabían que el chico era un diamante en bruto. Aun así, nadie podía imaginar era lo que iban a presenciar en aquella nueva jornada.

Transcripción de las jugadas de la partida contra Byrne, del puño y letra del propio Bobby, y un diagrama con el movimiento de alfil que le valió la inmortalidad a los trece años de edad.

Byrne, que salía con blancas, empezó a desarrollar sus piezas y durante unos cuantos movimientos jugó con cierta alegría, mostrándose condescendiente con su pequeño rival, algo de lo que, con franqueza, resulta difícil culparlo. El maestro renunció a enrocarse, dejando su rey al descubierto, confiando en que su experiencia le permitiría resolver sobre la marcha cualquier pequeña dificultad que su jovencísimo rival fuera capaz de plantearle sobre el tablero. 

Una actitud imprudente aunque comprensible dadas las circunstancias.. Y una actitud por la que terminaría pagando un alto precio, pues iba a convertirse en la primera víctima notable de una larga lista de futuras víctimas del huracán Fischer. Como decimos, las primeras diez jugadas de la partida no trajeron nada de particular excepto este detalle de la confianza en sí mismo de un maestro consagrado frente a un escolar que todavía llevaba colgando una medallita médica.

En el decimoprimer movimiento, sin embargo, ya comenzaron las sorpresas. Fischer dejó un caballo indefenso en un extremo del tablero en lo que, a primera vista, parecía un regalo a cambio de nada. Byrne, sin embargo, vio que no podía capturar ese caballo porque, tras analizar el extraño «regalo», se dio cuenta de que aceptándolo se arriesgaba al desastre. 

Aquel sacrificio de caballo que Byrne no podía aceptar sería descrito después por el campeón mundial Mihail Botvinnik como un “movimiento pasmoso y sensacional”. El ajedrecista y escritor especializado Fred Reinfeld dijo que era “una de las jugadas más poderosas en la historia del ajedrez”. La maniobra de Fischer, impropia de un niño, hizo que la partida adquiriese un súbito interés añadido para todos los presentes. 

Apenas habían empezado a jugar y ya estaban pasando cosas extrañas sobre el tablero. Aquel chico sabía tender trampas demoníacas tan intrincadas como las de un maestro adulto. El talento de Fischer estaba gestando su propio Big Bang.

En las jugadas siguientes, Fischer comenzó a organizar un ataque que, para los espectadores de la partida, parecía tan inconexo e incierto como intrigante. El niño logró su objetivo inicial de impedir que Byrne se enrocase para proteger a su rey. Y si la undécima jugada, aquel sacrificio de caballo, ya había despertado asombro y había ofrecido a los presentes un momento de espectacularidad digna de un guion de Hollywood, lo que estaba a punto de suceder iba a desbordar las posibles expectativas no ya de los asistentes al torneo, sino del mundo del ajedrez en pleno. 

Conforme avanzaba el duelo, Byrne, metido en inesperados problemas cuya naturaleza no acababa de entender, se esforzaba por defenderse del todavía borroso pero amenazante plan de su insignificante adversario. Amenazó la dama de Fischer, pensando, como lo pensaban todos en la sala,— que cualquier jugador, y muy especialmente un aficionado tan joven, haría cualquier cosa por salvar a la más valiosa de sus piezas ofensivas.

Fischer, a pesar de tener su dama en peligro frente a un maestro consagrado, hizo algo que, en aquel mismo instante, nadie excepto él pudo entender. Renunciando a salvar a su dama como hubiera sido de esperar, movió un alfil en una jugada que a primera vista no tenía mucho sentido pero que iniciaba una de las combinaciones más famosas de la historia del ajedrez (y teniendo en cuenta de quién provenía y cuál era su edad, también una de las más geniales). 

Era tal la profundidad de la jugada, que ni siquiera los maestros que contemplaban el juego pudieron captarla de primeras. Los jugadores presentes intercambiaron miradas de perplejidad y decepción: ¡qué lástima! 

El chaval lo había estado haciendo de maravilla, pero finalmente había sucumbido a la presión y se había equivocado, entregando su dama a cambio de un ataque que no parecía bien montado. Ahora, todo lo que Donald Byrne tenía que hacer para salir de apuros era capturar esa dama y sacar provecho de la superioridad material.

Que un chaval talentoso ganase a un maestro en un descuido, entraba dentro de lo posible. Pero que lo hiciera con jugadas dignas de un genio resultaba sencillamente impensable.

Fue un juicio equivocado, emitido a primera vista por quienes contemplaban la partida pero no la estaban jugando. Pues Donald Byrne no respondió con rapidez a aquel supuesto «error». De hecho, pasó más tiempo del esperado pensando en su siguiente movimiento, con el rostro contraído en una mueca de intensa concentración. 

El maestro estaba atónito: al buscar las implicaciones del extravagante movimiento de Fischer —un movimiento tan inesperado que lo había obligado a volver a analizar todo el tablero para entender lo que estaba pasando— él también lo había visto. Resulta difícil imaginar lo que sintió un ajedrecista consagrado en el irreal instante en que, ante sus propios ojos, un chiquillo de trece años desplegaba un plan de ataque no ya digno de un gran jugador, sino sencillamente de un genio. Después de aquel movimiento de alfil, el tablero parecía haberse teñido completamente de negro ante los ojos de un atónito Donald Byrne.

El Maestro Internacional descubrió que aceptar el insólito sacrificio de dama era una mala idea, pero que rechazarlo ¡era una idea todavía peor! De manera casi inexplicable, un jugador de prestigio se encontró con que no tenía salidas buenas frente a un escolar que de milagro no llevaba pantalones cortos aquel día. Byrne, tras mucho meditar, optó por la opción menos mala, esto es, por capturar la reina que su rival le ofrecía. 

Para entonces ya no había remedio: Fischer inició una serie de jaques consecutivos con los que diezmó las defensas de su adversario, mientras los asistentes observaban incrédulos al espectáculo, dándose cuenta de que aquella partida había escapado a cualquier concepto preestablecido. Byrne, aun entendiendo que iba a perder, no se rindió y siguió jugando, cabe suponer que para que el joven Bobby pudiera lucirse llegando al jaque mate final, cosa que inevitablemente hizo.

Al terminar la partida, una vibrante excitación flotaba en el recinto. Todos eran conscientes de haber sido testigos de un momento único; ya podían entender que lo que aquel endemoniado chiquillo acababa de hacer sobre el tablero tenía tintes históricos. 

Le hicieron reproducir la partida ante las cámaras y, de hecho, terminaría ganando el premio a la partida más brillante del torneo (y no es que fuera una de las más bellas de aquella competición, ¡es una de las más bellas de la historia del ajedrez!). 

Al día siguiente, el analista de un periódico neoyorquino tituló su crónica como La partida del siglo, nombre con la que se la conoce hasta hoy. No sólo por lo mágico de su juego —obviamente, a lo largo de todo el siglo XX hubo otras muchas partidas candidatas a ese título— sino por el hecho de que el autor de semejante sinfonía ajedrecística no hubiese sido un Gran Maestro sino un mocoso de trece años.

Durante las semanas siguientes, distintos análisis de la partida comenzaron a circular por las publicaciones especializadas de todo el planeta. Era la primera vez en que el nombre Bobby Fischer se dejaba oír con fuerza en el mundillo: si bien obtener el campeonato nacional juvenil a los trece años había sido un notable logro, no había provocado resonancia mundial. Sin embargo, el que alguien que todavía iba al colegio hubiese urdido una profundísima estrategia frente a un jugador de alto nivel era ya harina de otro costal. Aquello era la demostración de un potencial inmenso y los entendidos lo comprendieron al instante.

En la URSS recibieron las primeras noticias sobre la partida con escepticismo. 

Conociendo la desesperación de los círculos ajedrecísticos occidentales por romper la hegemonía de los maestros soviéticos, pensaron que todo podría tratarse de un simple “hype” a la americana. El típico caso de jugador joven y prometedor ante el cual, un maestro juega de manera descuidada y pierde por haberse confiado. 

Lo de confiarse ante un chaval brillante y terminar perdiendo le podía suceder a cualquiera, incluso a un destacado profesional, y había notables ejemplos de ello. Quizá trece años era una edad muy breve, pero en ajedrez un error es un error, y puede conducir a una derrota incluso ante un niño con tal de que éste domine medianamente el juego. Sin embargo, cuando los rusos leyeron la transcripción de la partida, quedaron tan asombrados como los propios norteamericanos. 

Aquella partida era una auténtica joya, algo comparable a las creaciones más legendarias del pasado, y eso era algo que nadie podría producir por casualidad. Un burro puede soplar una flauta por mera coincidencia, pero la coincidencia no le permitirá componer una ópera. La capacidad de análisis y la profundidad del plan empleado por Fischer iban muchísimo más allá de la simple anécdota. 

Aquello tenía que ser la obra de un genio. El despliegue de visión demostrado en aquellas jugadas era impropio no ya de un adolescente, sino de la mayor parte de jugadores profesionales del mundo.

Como dijo el Gran Maestro soviético Yuri Averbaj sobre las impresiones que se llevó al leer y analizar la «Inmortal de Fischer», cualquier escepticismo quedaba completamente anulado: “cuando vi la partida, supe que aquel Fischer tenía un talento verdaderamente diabólico”. 

Bobby Fischer acababa de entrar en la historia del ajedrez por la puerta grande, o más bien como elefante en cacharrería, dando un espectacular golpe de mano. Pero no sería el último de sus golpes. El los meses siguientes, el hijo de una enfermera separada, el prodigio de Brooklyn que había aprendido ajedrez con el folleto de unos «juegos reunidos», iba a establecer marcas que tardarían décadas en ser igualadas y que, en algunos casos, quizá no lo sean nunca…

Continuará…

Imagen de portada: Bobby Fisher

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por E.J. Rodríguez. 25 de enero 2023.

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