Sentó las bases del estilo artístico y fue el padre de la pincelada suelta que dio nombre al Impresionismo. Rechazado y admirado a partes iguales por sus contemporáneos, Claude Monet (París, 1840 – Giverny, 1926), se adelantó a su tiempo y plasmó su percepción de la naturaleza y los paisajes, experimentando con los matices que la luz aportaba a la escena.
Su pincel buscaba las sensaciones del ojo, y lejos de comunicar una historia o dar una instrucción moral, recorría el lienzo ahuyentado de lo oscuro y dejando como legado, noventa y cinco años después de su muerte, la pintura del sol naciente.
Dibujante de caricaturas desde niño, su historia empieza y termina en su jardín, donde con tan sólo 19 años el artista francés ya pintaba paisajes y marinas junto al paisajista Eugène Boudin y el también pintor y grabador neerlandés, Johann Jongkind. «Me dijeron que tenía talento y que tenía que trabajarlo», contó el artista en una de sus cartas. Y lo hizo.
Tras el pintor de las Hermanas de la Caridad, Armand Gautier, o Constant Troyon, fue la huella de Édouard Manet quien impulsó con su modernidad al Monet que llevó a la máxima expresión la voluntad de plasmar los estímulos más inmediatos de la naturaleza. Y es que otros pintores «quieren pintar un puente, una casa, un barco. Yo quiero pintar el aire que envuelve el puente, la casa, el barco; la belleza de la luz en la que se encuentran», escribió. Sus obras empezaron entonces a dejar de un lado el marrón agrio y vestir los naranjas, rojos, verdes y azules que le acompañaron hasta sus últimos días.
‘Madame Monet y el Niño’. CLAUDE MONET
Su visión del mundo era más colorista que el mundo original, y en su trayectoria destacan desde las impresiones ópticas que subyacen en A la orilla del agua (1868); a su incipiente tendencia a la abstracción en La Grenouillère (1869); sus vistas de Argenteuil con la dársena y la regata; el ritmo urbano de El Boulevar des Capucines con la animada vida en las calles de París, y hasta su Campo de amapolas.
Pero nada le otorgó éxito de primeras. La evolución pictórica de Monet, en cuanto a los temas elegidos y al estilo, se distanciaba cada vez más de los cánones que establecían los grandes salones y galería y, por consiguiente, el éxito económico se alejaba de él irremisiblemente. Las obras de Monet fueron rechazadas en varias ocasiones, pero, aun así, logró hacerse, sin quererlo, con el título de ser la figura clave del movimiento impresionista hasta su muerte en 1896, a causa de un cáncer pulmonar.
«El color es mi obsesión diaria, mi alegría y mi tormento»
Giverny, la ‘musa’ de Monet
«En este pueblo con encanto, la luz es especial como en ningún otro lugar», decía el artista impresionista refiriéndose a Giverny, el pueblo que le inspiró en la creación de sus obras.
En la Alta Normandía, la localidad de Giverny se sitúa en la orilla derecha del río Sena y cuenta con tan sólo unos 500 habitantes. Allí, en 1883, con 43 años y viudo de su primera esposa, Monet decide instalarse con sus hijos, la que sería su segunda esposa, Alice Hoschedé, y los hijos de ésta. Claude Monet pintó entonces algunos de sus cuadros más famosos, entre ellos Catedral de Rouen, Álamos, Las Casas del Parlamento (resultado de un viaje a Londres realizado en 1899)y Mañanas en el Sena, inspirados en los jardines de su propia casa, donde seleccionaba cada año las flores y plantas que quería cultivar para retratarlas en sus cuadros: «El pintor que se coloca ante la realidad no debe hacer distinciones entre sentido e intelecto», afirmaba.
‘Los nenúfares’. CLAUDE MONET
Pero además, tras infinitos requisitos administrativos, el pintor consiguió montar un estanque asimétrico y exótico, y, fascinado por el arte de Japón, un puente japonés que dio vida a las conocidas series de Ninfeas o nenúfares que, más tarde, se asociaron a las aportaciones de Vasili Kandinsky, Paul Klee, Picasso y Georges Braque, como símbolos del nacimiento de la abstracción en la pintura occidental, tras largos siglos de predominio de la representación figurativa.
Imagen de portada: Gentileza de Carmen Vivas
FUENTE RESPONSABLE: El Independiente. Por Marta Menéndez. Diciembre 2021.
Sociedad y Cultura/Arte pictórico/Genios virtuosos/Homenaje/Claude Monet
Dos casas de subastas anunciaron que presentarán al público un cuadro del artista neerlandés que llevaba 100 años oculto. La obra, que fue pintada en 1887, muestra a una pareja paseando por Montmartre, en París.
Un cuadro de Vincent Van Gogh que lleva un siglo sin verse en público será subastado en marzo con un precio de venta estimado de entre 5 y 8 millones de euros (entre 6 y 9,7 millones de dólares), anunciaron el miércoles (24.02.2021) las casas Sotheby’s y Mirabaud Mercier.
La obra «Escena de calle en Montmartre (Callejón de los dos hermanos y del Molino de Pimienta)» fue pintada en la primavera de 1887 durante el período que Van Gogh pasó en París (1886-1888) y muestra a una pareja paseando por la colina de Montmartre.
Esta pintura, que ha estado en una colección privada francesa durante un siglo y que no ha sido vista en público desde entonces, será la estrella de la subasta de arte impresionista que ambas casas celebrarán en París el 25 de marzo.
Sobre el recorrido del cuadro desde que Van Gogh lo pintó en 1887, el comisario de la venta, Fabien Mirabaud, dijo en rueda de prensa que creen que «se lo quedó Théo, su hermano, que pasó por algunos intermediarios desconocidos y que antes de 1920 ya estaba en manos de la familia que lo ha poseído desde entonces».
Las dos casas de subastas eludieron dar detalles sobre la identidad de la familia, pero explicaron que una de las condiciones que se puso para la subasta fue que se celebrará en París, donde les gustaría que se quedara, «aunque han asumido que es posible que termine en el extranjero», matizó Fabien Mirabaud, de la firma que lleva su nombre.
El lugar que eligió Van Gogh para su obra
Sobre la escena del cuadro, la directora de Arte Impresionista de Sotheby’s, Aurélie Vandevoorde, indicó que en aquella época la parisina colina de Montmartre tenía dos partes: «una más urbanizada, con los conocidos cabarets, y una más rural, con huertos, molinos, cobertizos… Esa es la parte que retrató Van Gogh».
El pintor neerlandés «prefirió mostrar una escena bucólica antes que un retrato de las salas de baile o los cabarets del barrio», añadió Mirabaud.
Los expertos que gestionan esta puja confían en que se alcance el precio de salida estimado, que es de entrada inferior, por ejemplo, al que logró en 2020 un paisaje campestre del mismo pintor vendido en los Países Bajos por 15 millones de euros (más de 18 millones de dólares).
El neerlandés Van Gogh (1853-1890) vivió en París entre 1886 y 1888, un período en el que coincidió con algunos de los principales artistas de la época, como Gauguin, Pissarro o Toulouse-Lautrec, contactos que marcaron una fuerte evolución en su pintura, con la que destacó en el postimpresionismo y el expresionismo.
Imagen de portada: Gentileza de Made for Minds
FUENTE RESPONSABLE: Made for Minds-JU (afp, efe, es.euronews.com, bbc.com).
Van Gogh/Obra oculta/Subasta/Pintura/Escena de calle en Montmartre
Una muestra sobre la complejidad y la riqueza icónica de su obra.
En París, una muestra superlativa permite recorrer la obra de muchas décadas de Georgia O’Keeffe (1887-1986), gran artista estadounidense de estilo singular, que mantuvo férrea su voluntad de vivir y pintar libremente.
Georgia O’Keeffe en 1929
“Más allá de los cuadros de flores que la han hecho famosa, la exposición Georgia O’Keeffe vuelve sobre la complejidad y riqueza iconográfica de toda su obra: desde los rascacielos de Nueva York y los graneros de George Lake, hasta los huesos de ganado que la pintora trae de sus largos paseos por paisajes desérticos y traslada a piezas como Ram’s Head, White Hollyhock-Hills, de 1935.
Si la inspiración vegetal es un motivo recurrente en su trabajo, esta muestra sitúa a O’Keeffe como parte de una larga tradición que tiene sus raíces en la profunda empatía por la naturaleza, heredada del romanticismo histórico, que ella tiñe de erotismo”. Tales son las atractivas palabras con las que el prestigioso Centro Pompidou extiende su invitación formal para recorrer la gran, grandísima exhibición que -hasta el 6 de diciembre- reúne la notable obra de la “madre del modernismo norteamericana”, mujer indómita de obra superlativa e inclasificable que trabajó de sol a sombra hasta su muerte en 1986, a pasitos de cumplir los 100 años.
Ram’s Head, White Hollyhock-Hills, 1935
“Con O’Keeffe, es imposible ceñirse a la noción de evolución: ni avanza hacia la abstracción ni vuelve a la figuración, como algunos declaman. Sus coloridos espirales -sin título- de 1918 aluden a la geometría, como también lo hace Winter Road I, una sinuosa cinta negra que data del ’63, casi medio siglo más tarde. The Chestnut Tree, tronco de un árbol con el origen de sus ramas sobre un fondo crepuscular, de 1924, sintoniza perfectamente con el escenario natural de Waterfall II, pintado unas tres décadas después”, puntualiza el rotativo Le Monde a cuento de la orgánica, enjundiosa exposición, inédita en tierras galas (también españolas, donde se presentó hasta el pasado agosto).
Indómita y venerada
Obviamente ya se habían exhibido algunas piezas suyas en la capital francesa, pero es la primera vez que se monta una retrospectiva de semejante escala: a razón de cien pinturas, dibujos y fotografías organizados en forma cronológica.
Tan exhaustiva empresa sólo pudo lograrse con el esfuerzo colaborativo del Pompidou con el Museo Thyssen-Bornemisza (en Madrid, donde ya se expuso) y la Fundación Beyeler (en Basilea, donde viajará a principios del año próximo), que pidieron prestadas obras a instituciones de Estados Unidos, donde Georgia es auténticamente venerada, como el MoMA, el Chicago Art Institute, el Museo Georgia O’Keeffe, entre otros.
Así pudieron recabar, por caso, la rara entrevista filmada que cierra la exposición, donde un periodista le dice a Georgia que el fotógrafo Alfred Stieglitz, su marido, había sido “muy generoso” al dejarla instalarse en Nuevo México cada verano, y ella -serena y confiada- le retruca: “Él no me dejó ir. Yo decidí ir”. Los puntos sobre las íes, sin más.
White and Blue Flower Shapes, 1919
“La vida en su movimiento, en sus ciclos es el principal tópico de la pintura de Georgia O’Keeffe. Una planta que brota o el florecimiento de petunias o amapolas dicen tanto sobre la existencia como el espiral de una concha o los huesos blanqueados de un bovino”, ofrece el acreditado Didier Ottinger, curador de una muestra que exalta el genio de una mujer que hiciera añicos muchos techos de cristal (fue, por ejemplo, la primera en tener una retrospectiva en el MoMA, en el ’46).
Desde hace décadas, viene siendo muy comentada, discutida y, en general, aceptada la lectura sexual de muchas de las obras de esta artista central, especialmente de sus magnificadas y voluptuosas flores, cuya intimidad Georgia desnuda en primer plano (parcialmente inspirada, acorde a especialistas, en la ampliación y el cropping que observa en fotografías de vanguardista de la época).
Aún cuando fueron castamente bautizados, desde el vamos estos subyugantes lienzos son observados en clave “genitalia femenina”. White & Blue Flower Shapes o Inside Red Canna, por citar unos pocos. También, por supuesto, Jimson Weed/White Flower, de 1932, que fue subastado hace 7 años por 44,4 millones de dólares, precio récord que lo convirtió en la pintura más cara de la historia hecha por una mujer.
O’Keeffe negaba con vehemencia la interpretación solapadamente anatómica de sus trabajos, aún cuando Stieglitz -fotógrafo vanguardista y galerista, principal promotor de su obra- avala y fogonea esa lectura.
De hecho, cuando G.O. expone sus flores por primera vez, año 1924, los críticos están extasiados, shockeados, ¡escandalizados! Ven en las piezas un reflejo “íntimo” de su autora, a quien ya habían visionado en tujes gracias a las cautivadoras fotografías que Stieglitz le había tomado desnuda -de sus pechos, su torso delgado, sus manos expresivas en posiciones varias-, exhibidas en una galería de NY en 1921, valoradas de modo dispar (para algunos, eran obscenas y primitivas; para otros, innovadoras, refinadas).
Georgia O’Keeffe, Hands and Thimble, foto de Stieglitz de 1919
Dos a quererse
El vínculo entre ambos merece un capítulo aparte: se remonta a 1916, cuando el también merchante -de entonces 52 años- recibe una serie de dibujos en carboncillo de una ignota profesora de arte de Carolina del Sur y de Texas.
Una muchacha de 28 años que había nacido en una granja de Wisconsin en 1887, cuya vocación fue temprana (se dice que a los 11, ya tenía clarísimo que iba a dedicarse a la pintura), que había estudiado en el Art Institute of Chicago y en la Art Students League de Nueva York.
La obra de Georgia le quita el aliento a Alfred; a punto tal que, sin siquiera avisarle, la exhibe en su galería de Manhattan, 291. Cuando se entera, O’Keeffe está que trina; le hace una visita relámpago solicitando que retire su trabajo de las paredes. Él la sosiega, ambos acuerdan. Y empiezan un chispeante intercambio epistolar, puntapié de un romance en ciernes.
Alfred, que estaba casado con una rica heredera cervecera, eventualmente se divorcia y contrae nupcias con la pintora, con quien seguirá enlazado las siguientes 3 décadas en una relación con algunas luces y muchas sombras, que incluirá crisis de nervios (de ella), reiterados affaires (de él).
Alfred y Georgia
Al principio, el matrimonio divide su tiempo entre la ciudad de Nueva York y un pueblito del mismo estado, con las montañas de Adirondack como background.
Pero cuando O’Keeffe visita a amigos en Nuevo México, queda encandilada por la luz y los parajes desérticos, siente que ha encontrado “su lugar”.
Renta primero, compra más tarde, unas hectáreas de Ghost Ranch, donde pasa todos sus veranos lejos de Alfred, pintando en soledad.
Sin dejar de cartearse con su esposo, eso sí: en total las misivas de la pareja superan las 25 mil páginas. Ferozmente independiente (mantuvo su apellido de soltera), Georgia descubre un pueblo cercano, Abiquiú, donde empieza a construir la casa-estudio donde se recluirá definitivamente al tiempo de morir su marido en 1946.
Carta de Georgia a Alfred, 1933
Retomando el motivo floral, no es que a O’Keeffe ni le fuera ni le viniera la presunta “indecencia” de sus piezas; de igual modo que le importaban tres rabanitos las modas pictóricas en boga.
Además se mostraba displicente ante la idea de ceñirse a etiquetas, alternando entre arte abstracto y figurativo con estilo propio y elocuencia. Es solo que ella siempre sostuvo que su única pretensión era mostrar dignamente una flor, “a la que nadie se toma el tiempo suficiente de apreciar, porque ver lleva tiempo, igual que lleva tiempo cultivar una amistad”.
Fuera o no su intención, la ligazón entre botánica y erótica resulta ineludible, en especial “cuando el goce cromático está en su apogeo -en palabras de Le Monde- amén de rosas, púrpuras, rojos carmesí que evocan piel y sangre, cuando las sinuosidades de tallos y pétalos remiten a venas y pliegues de la carne”.
La insinuación entrelíneas era un gesto subversivo, radical que revertía lo que, durante añares, había sido socialmente aceptable (los hombres pintaban mujeres, y las mujeres flores, y no precisamente por elección como expuso la impresionista gala Marie Bracquemond que, en el siglo XIX, protestaba por la limitada formación pictórica para ellas, vetada su aproximación al desnudo).
Black Hills with Cedar, 1941
Otras obras, como aquellas donde O’Keeffe aborda las inusuales, ondulantes, fantasmagóricas formaciones de Bisti Badlands, en su querido Nuevo México, también suelen verse a través del prisma antropomórfico, como alusiones más bien vagas o bastante explícitas, según la ocasión.
Hay dunas que sugieren pechos, colinas o pendientes que pasan por vientres; lirismo del cuerpo -dirán voces en tema- que es exaltado por su magistral manejo de los colores, de la paleta…
Georgia O’Keeffe rara vez concedía entrevistas, lo que le confirió cierta aura de elegante apatía y atrayente severidad.
Acaso esa inaccesibilidad haya sido la razón por la que se haya analizado con lupa cada rasgo que se le conoce; por caso, cómo se llevaba con los fogones. Alguna vez alguien apuntó que cocinaba como pintaba: vigorosamente, fascinada por la generosidad de la tierra. Anotaba sus recetas en cursiva, en fichas que guardaba con diligencia en una latita, optando por alimentos simples, frescos, naturales.
Para preparar brócoli, por ejemplo, tan solo recomendaba prepararlo al vapor y agregarle una pizca de sal. El interés en su figura cabal, coherente de la cabeza a los pies, también ha hecho que se mirara con aumento su predilección por vestir casi exclusivamente en blanco y negro, algo que, según ella aseguraba, respondía a cuestiones de practicidad.
De look sobrio y andrógino, favorecía las túnicas holgadas y las chatitas en época de corsés y tacones; sus blusas rara vez tenían florituras -a lo sumo un volante o un lazo-, y solía decantarse por botones de nácar.
En su rancho, gustaba ir de confortable camisa y jean, “el único atuendo que puede tenerse por típicamente norteamericano”, le escribiría a un amigo.
Detestaba las telas sintéticas, prefiriendo la lana, la seda, el algodón, en prendas que -dándosele estupendamente bien la costura- ella misma confeccionaba o intervenía, logrando conservar algunas en prístinas condiciones por muchas, muchas décadas…
Imagen de portada: Gentileza de Página 12
FUENTE RESPONSABLE: Página 12 – Por Guadalupe Treibel