Julia Navarro: «Estamos acercándonos cada vez más a la distopía de Orwell».

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La escritora Julia Navarro considera que estamos acercándonos cada vez más a la distopía de 1984 de George Orwell con la cultura de la cancelación: «¿cómo osan a intervenir en lo que ha escrito un autor y cambiarlo para adaptarlo al pensamiento de hoy?», se ha preguntado en relación a los libros de Roald Dahl.

Julia Navarro se ha pronunciado así en una entrevista con EFE sobre la modificación de algunos párrafos de los libros infantiles del escritor británico Roald Dahl llevados a cabo por su editorial inglesa, Puffin Books, para no herir sensibilidades, unos retoques que no se producirán en sus ediciones en español, tanto en España como en Latinoamérica.

«No pasaré a la historia ni mis libros serán como los de Dahl, pero pienso dejar escrito que está prohibido, que no me cambien un personaje o una coma. Me da igual si son políticamente correctos o no«, ha indicado Navarro, autora de ocho novelas que han llegado a más de 30 países y que publica ahora una obra de no ficción titulada Una historia compartida (Plaza&Janés).

Para esta autora, cada escritor, cada movimiento artístico responde a un momento de la sociedad y no se puede censurar el pasado e impedir que la gente conozca lo que sucedió.

Pero «se está instaurando la censura, hay un retroceso en la libertad cada vez mayor», ha indicado Julia Navarro, para quien anular todo lo que no tenga que ver con los cánones de hoy «nos condena a una sociedad manipulada, infantil y en la que los márgenes de la libertad se estrechan de una forma verdaderamente preocupante».

Navarro ha considerado que la política de la cancelación es algo tan «absolutamente reaccionario» que le sorprende «que haya sectores de la izquierda que compren ese mensaje». En su opinión, la «civilizada» occidente con su política de cancelación para no herir la sensibilidad está haciendo algo similar a lo que llevaron a cabo los talibanes en 2001 al dinamitar los budas de Bamiyan, en Afganistán.

Se quiere «reescribir la historia, suprimir todo lo que no nos gusta y lo que no está de acuerdo con los parámetros de 2023», denuncia.

En su nuevo libro, que escribió durante la pandemia, la autora realiza un recorrido por una extensa lista de mujeres que protagonizaron la historia y cuyas vidas relaciona con la de los hombres que las acompañaron: «para bien o para mal: hasta el siglo XX la historia la escribieron los hombres», señala.

Filósofas, científicas, escritoras o personajes históricos se dan cita en este libro desde la antigüedad y sus mitos —Helena de Troya, Penélope o Circe— pasando por científicas y pensadoras como Marie Curie, Hannah Arendt o María Zambrano; poetas como Santa Teresa de Jesús, Marina Tsvietáieva o Gabriela Mistral, así como escritoras y políticas —Clara Campoamor, María Teresa León y Oriana Fallaci—, entre otras muchas.

El feminismo ha recorrido un camino muy importante «pero no hemos llegado al final», ha indicado Navarro que recalca que «no se puede ser demócrata si no se es feminista».

«Ahora es un mundo distinto y es una generación distinta que tiene derecho a ver las cosas de forma distinta, lo que no significa que haya que tirar por tierra todo lo que se ha hecho anteriormente», ha destacado la escritora, que explica que hay una serie de elementos de lucha que ha tenido el feminismo clásico que no está en el foco de las más jóvenes: «hay cosas interesantes en lo que plantean pero hay otras que no alcanzo a entender. Creo que tienen un poco de empanada», dice Navarro.

Imagen de portada: Julia Navarro Foto de portada: Juan Manuel Fernández.

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 25 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Literatura/Censura/Polémica/Entrevista.

La historia del Código Hays: luces y muchas sombras en los primeros años de Hollywood.

LA ACCIÓN DETRÁS DE LAS CÁMARAS

Piernas femeninas al aire, chicas que devolvían la violencia con la que eran tratadas, mujeres que mordían y atracaban, mujeres que se besaban… ¿Cómo? Los grupos moralistas empezaron a pedir explicaciones.

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En la noche estrellada del cine de Hollywood, los discursos de agradecimiento de quienes vuelven al hotel con una estatuilla bajo el brazo se trazan en el camino de la réplica, de la insistencia por una realidad que los estudios donde nace la ficción se siguen negando a dejar pasar. Las mujeres no son enemigas, como decía hace días la actriz australiana Cate Blanchett. 

La gente racializada puede representar cualquier papel, como decía la actriz estadounidense Viola Davis. La gente LGTBIQ+ no es un peligro, ni está exento de la felicidad con la que un día la gran pantalla nos hizo soñar para siempre. 

Mientras las tramas afloran y se retuercen como nunca, aún existen márgenes que solo parecen valer para las galas de una noche. Cuando cae el telón del escenario del Teatro Dolby en Los Ángeles, y toda la sala queda vacía, toca esperar otro año de cartelera para comprobar si tantos discursos construyen algo más que palabras. 

«No se puede dudar de que las imágenes en movimiento son un medio importante para la comunicación de ideas. Su importancia como órgano de opinión pública no se ve disminuida por el hecho de que estén diseñados tanto para entretener como para informar», decía ya hace un siglo la Corte Suprema de Estados Unidos. Allá por los famosos años veinte, cuando al cine le faltaba color y sonido, su voz ya era un potente mecanismo de educación.

La gente habla del Hollywood «más inocente» de antaño, imagina a montones de gente haciendo montones de filigranas, como un ensayo eterno, para descubrir las posibilidades de la pantalla. 

Pocos saben que, en realidad, se refieren a una era en la que el concepto de industria ya lo impregnaba todo, y el cine, como tal, tuvo que vigilarse a sí mismo. Esa inocencia que desde la distancia de los años se le atribuye fue más bien una daga que dividió su historia en dos eras: el cine «pre-Code» y el «post-Code». ¿Qué significó cada uno de estos tiempos?

Desafiando ideas y creencias

Desde los albores de la imagen en movimiento, su manejo no era otra cosa que un empuje constante a los límites de la narración. Desde la narrativa de un relato en sí mismo hasta la vida de las personas que se situaron delante y detrás de las cámaras para hacerlo posible, el cine como medio nació se utilizó para entretener desafiando ideas, creencias y estereotipos: una pareja de actores afroamericanos se besaban en Something Good – Negro Kiss mientras una mujer, Alice Guy-Blaché se grababa a sí misma dirigiendo. 

Aquello parecía el glorioso camino hacia una sociedad moderna.

Fotograma de Something good – Kiss your negro, de 1898. (Wikimedia)

Piernas femeninas al aire, chicas que devolvían la violencia con la que eran tratadas, mujeres que mordían y atracaban, mujeres que se besaban… Los grupos moralistas empezaron a pedir explicaciones. 

No les gustaba la desaliñada despreocupación de Mae West en I’m No Angel, tampoco la promiscuidad de Barbara Stanwyck en Baby Face (¿cómo puede una joven defenderse del proxenetismo al que la exponía su propio padre decidiendo escapar de él?), mucho menos con la epopeya bíblica de Sign of the Cross de Cecil B. DeMille. Decidieron que ya habían visto bastante.

Mae West en No soy ningún ángel, de 1933. (Wikimedia)

Evidentemente, no es que dejaran de acudir a las salas, los asombrados por «tanta» libertad hicieron uso de la jurisprudencia para bloquearla. Y así, nació en 1930 el Código de producción de películas, más conocido como el Código Hays. Su fin no era otro que el de controlar mejor lo que la gente vería en la pantalla, por lo que también el de restringir quién podría contar esas historias.

Un mero «negocio»

Hasta ese momento, habían sido los organismos gubernamentales los que habían sido responsables de asegurarse de que las películas fueran «apropiadas para el público». Existía una enmienda particular para ellas desde que en 1915 la Corte Suprema decidiera que los filmes eran tan poderosos que debían ser regulados. Es decir, las películas eran un mero «negocio», sin ápice de arte, capaces de hacer el bien y el mal.

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Como explica en Jstor la investigadora especializada en historia y cultura pop Kristin Hunt, se conformaron juntas de censuras locales aupadas por líderes religiosos: «Varias ciudades y estados buscaron frenar la influencia moral de las películas a través de leyes de censura. Chicago aprobó la primera ordenanza de este tipo en 1907, mientras que Pensilvania se convirtió en el primer estado en promulgar la censura cinematográfica en 1911. 

Estas leyes ganaron popularidad después de la decisión de la Corte Suprema en un caso de la Mutual Film Corporation. En el mismo, la Corte dictaminó que las películas ‘no debían ser consideradas como parte de la prensa del país ni como órganos de opinión pública’. 

Los tribunales estatales y federales inferiores mantuvieron esta postura consistentemente y, al hacerlo, empoderaron a las juntas de censura». 

Mientras tanto, se sucedían cada vez más acontecimientos en paralelo al negocio que desprendían las películas para el periodismo sensacionalista de la época, consumido masivamente como el trabajo de las estrellas de cine sobre las que se escribía. La fama comenzaba a tener el sentido de hacer públicos a sus personajes, así que todo lo que hacían fuera de los estudios de grabación todos estos actores y actrices también era interesante.

La guerra del cine entre las guerras

Si la primera gran censura de la industria cinematográfica ocurrió, efectivamente, enmarcada por la Primera Guerra Mundial, el siguiente nivel de la misma llegaría durante la Gran Depresión. 

«La industria se vio sacudida entonces por escándalos realmente grandes: la muerte de la actriz Olive Thomas, el asesinato de William Desmond Taylor y la violación de Virginia Rappe por el popular actor Roscoe ‘Graso’ Arbuckle», señala la curadora Maria Lewis en una entrevista para la revista ACMI.

Portada de una copia en papel del Código Hays. / Una foto de 1940 de Whitey Schafer que subvierte deliberadamente las restricciones del Código. (Wikimedia)

Era 1922 cuando el mecanismo de censura empezó a pasar a manos de organizaciones privadas. En aquel año se formó la Asociación de Productores y Distribuidores de Películas (MPAA, o MPPDA en sus siglas en inglés) y William Hays, un político republicano y ex director general de Correos del país norteamericano, fue elegido su presidente. Para la década de 1930, Hays se convertía en dueño y señor del negocio contra el negocio. Tanto es así que a la reglamentación, ampliada y reforzada, la apodaron con su propio nombre. 

Coescrito por un sacerdote católico y el editor católico de Motion Picture Herald, un periódico comercial de la industria cinematográfica de la época, el Código Hays determinaba un molde del que las productoras no debían salirse si querían mostrar su película. Un auténtico “documento moral”, como escribió el productor de cine y censor Geoffrey Shurlock en The Annals of the American Academy of Political and Social Science.

Un cambio liberal en la cultura

Es cierto que, el primer objetivo principal de la MPPDA bajo el liderazgo de Hays fue hacer cumplir las regulaciones federales que ya existían sobre películas, pero no tardó en volverse de lo más absolutista. No, no fueron más que unos pocos años en la historia del cine: fue un cambio liberal en la cultura.

the big sleep

Según explica el profesor emérito de Comunicación en la Universidad de Missouri Gregory D. Black en su libro Hollywood Censored de 1996, el Código «fue una combinación fascinante de teología católica, política conservadora y psicología popular, una amalgama que controlaría el contenido de las películas de Hollywood durante tres décadas». 

Estas pautas dieron forma a gran parte de lo que hoy consideramos la Edad de Oro de Hollywood, un halo de luces (pero también muchas sombras) que aún envuelve la alfombra roja de los Oscar. Se prohibió toda referencia que resultara una blasfemia, también la desnudez sugerente, la violencia gráfica o realista, las persuasiones y, por supuesto, las escenas sexuales. 

Además, el texto marcaba los límites sobre el uso del crimen, el vestuario, la música y el baile, el sentimiento nacional y la moralidad. Por si fuera poco, se prohibieron las burlas a la religión y la descripción del uso de drogas ilegales, pero también cualquier tipo de romance interracial, los complots de venganza y la demostración de un método delictivo «con la suficiente claridad como para que pudiera ser imitado».

Desafiando las normas

En definitiva, unas cuantas frases señalaron a los cineastas, y unos cuantos ojos decidieron que, mientras las guerras continuaban y el sistema violentaba derechos básicos a miles y miles de personas dentro y fuera del país, la pantalla no podía ser un cristal sino un tupido velo: solos mujeres y familias «sanas», matrimonios «sanos», criminales «insanos». 

Vamos, no se podían representar la mayor parte de los diálogos de Shakespeare, pero sí se podía colgar una manta en la habitación de un motel en Sucedió una noche e infantilizar a Claudette Colbert mientras Clark Gable la avergüenza en escena con un tutorial improvisado sobre «cómo se desnuda un hombre». Colbert huyó (de hecho, obtuvo un Oscar por huir) y se mantuvo esa decencia angelical que el poder quería imponer.

Claudette Colbert y Clark Gable en Sucedió una noche. (Wikimedia)

Así, varias manos pasaron años cortando fotogramas en unas oficinas que se resistían a aceptar cualquier realidad, incluso la imaginaria. Si una película no llevaba el sello como seña de haber pasado dicho proceso, no llegaría a las grandes pantallas. Sucedió una noche fue una de las primeras películas en seguir este código. Estrenada en 1934, en ellas no hay «escenas de pasión», sino una tímida Claudette Colbert (que ya había protagonizado más de una película en la etapa previa a la censura) que debe proteger su cuerpo de los ojos de Clark Gable tapándose con todo lo que encuentra en la noche.

Las cineastas expulsadas

Sin embargo, subraya Lewis, cineastas como Dorothy Arzner, «que continuaron el legado de mujeres pioneras del cine como Lois Weber, siguieron empujando los límites conservadores del nuevo Hollywood de Hays». 

Como cineasta abiertamente queer y la única directora activa durante la Edad de Oro de Hollywood, realizó películas abiertamente feministas como la primera película sonora dirigida por una mujer, The Wild Party (1929), y Dance, Girl, Dance (1940), esta última un cuento repleto de bailarines burlescos que desafía la mirada masculina (y al público).

Un cartel promocional de la producción de Lois Weber. / La actriz Mary MacLaren en una escena de Shoes, dirigida en 1916 por Weber. (Wikimedia)

De hecho, a medida que las películas sonoras comenzaron a convertirse en el formato preferido entre el público a finales de la década de 1920, las historias progresistas aún se deslizaban por las grietas hasta, al menos, 1935. 

Fue con el nombramiento de Joseph Breen por parte de Hays como nuevo administrador lo que provocó que cineastas como Arzner comenzaron a verse expulsadas y expulsados de la industria. 

El tratamiento de los personajes femeninos en aquellos años era, al contrario de lo que suele creer quien no ha visto una película de entonces, más progresistas que la mayoría de las que llegaron décadas después, y el público las adoraba. 

Durante la Gran Depresión, las películas eran una forma de entretenimiento barata y accesible, y un escape necesario de las dificultades de la época. Según las estadísticas, el público llegó a comprar hasta 80 millones de entradas de cine a la semana solo en el año 1930, y actrices como Norma Shearer, Joan Crawford, Claudette Colbert, Katharine Hepburn, Miriam Hopkins, Bette Davis y Marlene Dietrich condujeron la taquilla.

Joan Crawford, Rosalinda Russell, Norma Shearer y Joan Fontaine en una escena de Las mujeres, de 1939. (Wikimedia)

Tras aquel velo de mujeres aceptadas por el nuevo cánon de belleza que el propio cine determinó, al final, fueron ellas las más perjudicadas: La aplicación del código también provocó que el trabajo de directoras como Mabel Normand se perdiera casi en su totalidad en la historia. Conocida por sus actuaciones, Normand atravesó los puestos como la «madre de la comedia». 

Dirigió la primera interpretación de Charlie Chaplin de su famoso personaje The Tramp (El Vagabundo) y es considerada la primera persona en romper la cuarta pared en el cine. Colaboradora frecuente de Buster Keaton, dio forma a varias escenas famosas del actor.

Tuvieron que sucederse unas dos décadas y el desarrollo del cine en Europa para que el asunto fuera mermando. Después de la Segunda Guerra Mundial, los movimientos cinematográficos radicales comenzaron a brotar, y las críticas a las restricciones se hicieron artísticas. 

Pero si alguna película demostró que el Código Hays era absurdo y peligroso esa fue Con faldas y a lo loco de Billy Wilder. Hombres travestidos, asesinos, borrachos y mujeres valientes y sensuales, la película en realidad no fue aprobada por la PCA. Pero, por supuesto, eso no importó porque la película se convirtió en un gran éxito y hoy en día se considera un clásico de la comedia.

El Código Hays fue finalmente reemplazado en 1968 con el sistema de calificación de películas MPAA que todavía se usa en la actualidad. Si bien las calificaciones de la MPAA no llegan tan lejos como el Código Hays original, siguen siendo responsables de evitar que gran parte de Hollywood «cruce la línea». Aparecieron entonces otras formas de psicosis.

Imagen de portada: Norma Shearer en una escena de ‘La divorciada’, de 1930. (Wikimedia)

FUENTE RESPONSABLE: El Confidencial. Por Carmen Macías. 25 de enero 2023

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«Fue un capricho»: la historia de los 15.000 libros que el gobierno de Pinochet le quemó a Gabriel García Márquez.

El 28 de octubre de 1986, después de varios días de viaje, el Peban, un vapor de bandera panameña, atracó finalmente en el puerto chileno de Valparaíso. Mientras se preparaba para diligenciar los papeles de aduana, la tripulación recibió la noticia de que se procedería con la incautación de una parte del cargamento.

El capitán, que estaba seguro de que todo lo que llevaba en su barco estaba en regla, preguntó cuál era la mercancía que iban a retener.

La respuesta oficial fue la que menos esperaba: «Los libros», específicamente, 15.000 ejemplares de «La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile», escrito por el ganador del premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez que habían sido enviados desde el puerto de Buenaventura, en Colombia.

Y que debían llegar a manos de Arturo Navarro, el representante de la editorial Oveja Negra -que publicaba los libros del Nobel en aquellos años- en Chile.

El libro narraba las peripecias que había que tenido que sortear el cineasta chileno Miguel Littín, quien vivía en el exilio desde el golpe de Estado que llevó a Augusto Pinochet al poder en 1973.

Littín había vuelto a Chile durante dos semanas en 1985 para filmar en la clandestinidad un documental sobre lo que estaba pasando en el país 12 años después de la irrupción militar.

Arturo Navarro

Arturo Navarro era el representante de la editorial Oveja Negra en Chile.

Luego estrenaría el documental «Acta Central de Chile» en el Festival de Cine de Venecia del 86.

Pero el libro de García Márquez iba más allá: contaba sobre todo detalles que no aparecían en la cinta como por ejemplo el encuentro de Littín, quien se había hecho pasar por un empresario uruguayo, con el propio Pinochet en los pasillos del Palacio de la Moneda, donde el presidente de facto no lo reconoció.

«Yo me enteré de la incautación de los libros dos semanas después porque estaba fuera del país», recuerda Arturo Navarro tomándose un café bajo la nave central del Museo Nacional de la Memoria en el corazón de Santiago.

Navarro había regresado de un viaje por EE.UU. a visitar a su familia cuando se encontró con un mensaje de alerta en el contestador automático de su casa. Era de su agente aduanero y le describía una situación crítica: «Arturo, me dicen que los libros fueron quemados».

Arturo Navarro. Esto fue un capricho de Pinochet: no quería ver un libro, mucho menos después del atentado, en el que básicamente describen cómo le habían metido los dedos en la boca»

Para Navarro, el cargamento era fundamental: era el principal producto que esperaba exponer durante la feria del libro de Santiago, que se iba a celebrar pocas semanas después del incidente.

Él, que había sido empleado de la Editorial Nacional Quimantú (ampliamente perseguida por el régimen) y había visto a los militares ejercer la destrucción de libros en primera fila, también sabía que el régimen de Pinochet había flexibilizado sus políticas de censura.

En ese contexto, creyó que la incautación debía ser más un malentendido que un acto de represión y decidió viajar a Valparaíso para resolver el problema personalmente.

«El libro ya había sido publicado en capítulos en Chile por una revista (Análisis) meses antes», señala Navarro. «Sin embargo, lo que me preocupaba es que de acuerdo a la prensa, la incautación de los libros se debía al mal estado de los contenedores, que me parecía una disculpa inusual».

Portada revista Cauce

FUENTE DE LA IMAGEN – ARTURO NAVARRO. La noticia salió en varios medios locales.

Los ejemplares habían quedado bajo el control de la jefatura de Zona en Estado de Emergencia, a cargo de militares.

Cuando Navarro se acercó al edificio castrense donde podría intentar rescatar los libros, percibió de inmediato la tensión que se sentía dentro del gobierno por esos días: un mes y medio antes, el 7 de septiembre, militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez habían estado muy cerca de acabar con la vida de Augusto Pinochet, en un feroz atentado cuando este regresaba a Santiago desde su residencia en el Cajón del Maipo, a unos 50 kilómetros de la capital.

El asalto había dejado cinco escoltas muertos y varios heridos.

«En el edificio logré hablar con un militar de rango medio al que le pedí que al menos me permitiera devolver los libros a Lima», señala. «Pero después de hacer un par de llamadas, finalmente me dijo ‘Navarro, no se preocupe, que los libros ya los quemamos'».

La versión en los medios se mantenía: contenedores en mal estado, lo que podría explicar la incautación, pero nunca la incineración.

Para Navarro era claro que la orden había venido de arriba y, aunque no tuviera pruebas, no se iba a quedar quieto hasta que la gente supiera que el régimen de Pinochet había mandado a quemar 15.000 volúmenes de nada menos que un premio Nobel.

Diario Neerlandez

FUENTE DE LA IMAGEN – ARTURO NAVARRO. La noticia apareció en el diario neerlandés NCR.

«Yo sigo sosteniendo que esto fue un capricho de Pinochet: no quería ver un libro, mucho menos después del atentado, en el que básicamente describe cómo le habían metido los dedos en la boca», afirma Navarro.

La noticia lo dejó abatido y sin ejemplares para la feria.

Entonces convocó a ruedas de prensa para dar a conocer lo que había pasado, hizo la denuncia pertinente ante la Cámara Chilena del Libro y aunque dentro del país no hubo mucho eco, en el mundo sí publicaron la noticia.

Navarro guarda recortes de prensa de medios de Grecia, Holanda y Estados Unidos que hablan de los ejemplares calcinados.

Pero quedaba por saber qué era realmente lo que había pasado. «Yo de verdad no creía nada de lo que me habían dicho. Ni siquiera que los habían quemado».

Uno de sus colegas le recomendó que el mejor camino para obtener una respuesta del régimen era la vía diplomática, por lo que decidió acudir a la embajada de Colombia, país de donde originalmente habían salido los libros.

«Ahí conocí a Libardo Buitrago, el cónsul colombiano, quien se ofreció a ayudarme».

Documento.

FUENTE DE LA IMAGEN -ARTURO NAVARRO. Este es uno de los pocos documentos donde el régimen de Pinochet aceptó que había quemado libros.

Poco después, gracias a la presión de un país extranjero, le llegó al cónsul un papel muy revelador, una carta fechada del 9 de enero de 1987, firmada por el vicealmirante John Howard Balaresque, en la que no solo se confirma la incineración de los libros sino también las razones: a los ejemplares de «La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile» se les impuso «una medida de censura previa» por considerar que el contenido «transgredía abiertamente las disposiciones constitucionales».

«Ese papel es el único documento oficial que existe en el que el régimen de Pinochet acepta que quemó libros y que lo hizo por censura. Algo imposible de obtener en esos tiempos», relata Navarro.

«Y ahora está acá, en el Museo de la Memoria».

El documento, con firma oficial, le sirvió a la editorial Oveja para poder cobrar el seguro por la pérdida, pero además implantó en la cabeza de Navarro una certeza que no lo abandonó nunca más: la cultura sería clave en el fin del régimen.

«Esta represión a los libros, a la cultura, se daría vuelta y terminaría siendo uno de los principales motivos por los que Pinochet saldría del poder. Porque fueron los cantantes, los artistas, los escritores quienes serían fundamentales en la campaña de votar No en el plebiscito de 1988 que acabaría con la dictadura», concluye.

Imagen de portada: GETTY IMAGES. Augusto Pinochet se hizo con el poder en Chile mediante un golpe de Estado el 11 de septiembre de 1973.

FUENTE RESPONSABLE: Alejandro Millán Valencia; Enviado especial Santiago de Chile. 3 de junio 2022.

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Los libros que son demasiado «peligrosos» para ser leídos.

La leyenda de los libros sibilinos (unos textos mitológicos y proféticos de la antigua Roma) nos cuenta que en una ciudad, una mujer ofreció vender al pueblo 12 libros que contenían todo el conocimiento y sabiduría del mundo, a un precio muy alto.

Rehusaron hacerlo, considerando la propuesta ridícula, así que ella quemó la mitad de los libros en el acto y volvió a ofrecer los seis restantes al doble del precio. Los ciudadanos se burlaron de ella, aunque un poco nerviosos.

La mujer quemó tres más, puso el resto a la venta, pero dobló el precio otra vez. Nuevamente la rechazaron con renuencia -eran épocas difíciles y la vida parecía estar volviéndose más dura.

Finalmente, quedó un solo libro, que los ciudadanos pagaron al precio extraordinario que exigía la mujer y los dejó a que solos manejaran como pudieran una doceava parte de todo el conocimiento y sabiduría del mundo.

Los libros están cargados de conocimiento. Son los polinizadores de nuestras mentes, difundiendo ideas que se reproducen por sí mismas a través del tiempo y el espacio. Solemos olvidarnos de cómo los rasgos en una página o en una pantalla hacen posible la comunicación entre cerebros apartados en los extremos de la Tierra o en cada margen del siglo.

Los libros son, como dijo Stephen King, «una magia portátil única» -y el aspecto portátil es tan importante como la magia. Un libro puede llevarse, mantenerse oculto, como tu propio almacén de conocimiento. (El diario personal de mi hijo tiene un candado -inútil pero simbólicamente importante-).

El poder de las palabras contenidas en un libro es tan enorme que ha sido una costumbre de larga data borrar algunas: como las maldiciones en las novelas del siglo XIX; o las palabras demasiado peligrosas para escribir, como el nombre de Dios en algunos textos religiosos.

El poder de los libros

Los libros son conocimiento y el conocimiento es poder, lo que los convierte en una amenaza para las autoridades -gobiernos y líderes de facto por igual- que quieren tener un monopolio sobre el conocimiento y controlar el pensamiento de sus ciudadanos. Y la manera más eficiente de ejercer ese poder sobre los libros es proscribirlos.

La prohibición de libros tiene una larga e innoble historia, aunque no está muerta: sigue siendo una industria vigente. En septiembre, se cumplió el 40 aniversario de la Semana de los Libros Prohibidos, un evento anual (promovido por la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos y Amnistía Internacional) que «celebra la libertad para leer». Se lanzó en 1982 en respuesta al aumento de la oposición a ciertos libros en escuelas, bibliotecas y librerías.

De alguna manera debo admirar la energía y vigilancia de aquellos que quieren prohibir libros hoy en día: solía ser más fácil entonces. Hace siglos, cuando la mayoría de la población no podía leer y no había fácil acceso a los libros, su conocimiento podía restringirse en la fuente.

Por ejemplo, la Iglesia Católica durante mucho tiempo disuadió al pueblo de poseer su propia copia de la Biblia, y aprobó únicamente su traducción al latín para que muy poca gente del común la pudiera leer. Aparentemente eso fue para evitar que los laicos malinterpretaran la palabra de Dios, pero también garantizó que no pudieran cuestionar la autoridad de los líderes eclesiásticos.

Una copia ilustrada de la Biblia en latín

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES. La iglesia Católica solo permitía copias de la Biblia en Latín para limitar el número de personas que la pudiera leer y mantener un monopolio sobre su interpretación.

Aun cuando las tasas de alfabetización aumentaron, como cuando Reino Unido introdujo leyes educativas a finales del siglo XIX, los libros siguieron siendo caros, particularmente aquellas obras de literatura elevada cuyas palabras e ideas eran las más duraderas (y potencialmente más peligrosas). No fue sino hasta los 1930, con las editoriales Albatross Books y Penguin Books, que el nuevo público masivo pudo satisfacer su apetito por libros de calidad a precios módicos.

Pero simultáneamente, la prohibición de libros estaba a punto de cobrar nueva vida, al igual que potenciales censores intentaban desesperadamente estar al día con la proliferación de nuevos ejemplares que estimulaban nuevas y alborotadas ideas en los lectores. Lo que sorprende de la expansión de la prohibición de libros en el siglo XX es lo generalizada que era la gana de mantener esa mentira de «protección».

«Corrompiendo mentes»

En la actualidad, el gobierno de China, por ejemplo, continúa emitiendo edictos contra los libros escolares que «no están en línea con los valores socialistas básicos [del país]; que tengan valores, visiones del mundo y de la vida desviadas» -un lenguaje clásicamente flexible que puede ser aplicado a cualquier libro con el que las autoridades no están de acuerdo por cualquier razón. (Aunque «los estudiantes realmente ni los miran», observó una profesora en 2020 cuando eliminaba de los estantes de la biblioteca escolar las novelas «Rebelión en la granja» y «1984», de George Orwell).

En Rusia, la estrategia de prohibición de libros ha sido una aventura notablemente pública, dado el número de grandes autores que ese país ha exportado -a propósito o no- al resto del mundo. Durante la era soviética, el gobierno intentó ejercer el máximo control sobre los hábitos de lectura de sus ciudadanos, como sobre el resto de sus vidas.

En 1958, Boris Pasternak recibió el Premio Nobel de Literatura por su novela «El doctor Zhivago», que había sido publicada en Italia el año anterior, pero no en su país. El galardón enfureció tanto a las autoridades soviéticas (los medios oficiales catalogaron la obra de «artísticamente escuálida y maliciosa») que fue forzado a rechazar el premio.

El gobierno odió el libro tanto por lo que no contenía -dejó de elogiar la Revolución rusa- como lo que sí: contenía alusiones religiosas y celebraba el valor del individuo. (La CIA, al percibir el «gran valor propagandístico» de «El Doctor Zhivago», organizó para que se imprimiera en Rusia).

Boris Pasternak con su esposa e hijo en 1924

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES. Boris Pasternak, aquí con su esposa e hijo, fue forzado por las autoridades soviéticas a rechazar el Premio Nobel de Literatura.

La prohibición de libros en la Unión Soviética llevó al desarrollo de la escritura samizdat -o de publicación propia- a la cual le debemos la continua existencia de, por ejemplo, la poesía de Osip Mandelstam. El escritor disiente Vladimir Bukovsky resumió samizdat de esta manera: «Lo escribo yo, lo edito yo, lo censuro yo, lo publico yo, lo distribuyo yo, y por eso pago condena de cárcel yo».

Pero aquellos en Occidente se jactan en vano si creen que eso no ocurre allí. Cuando se prohíben libros, o se intenta vetarlos, el argumento es el mismo allí que en otras partes: o sea, para proteger a las personas comunes y corrientes, que supuestamente no tienen inteligencia suficiente para juzgar por sí mismas, de estar expuestas a ideas corrompedoras.

En Reino Unido, la prohibición de libros muchas veces ha sido una herramienta contra lo que se percibe como obscenidad sexual. Típicamente, es un intento de usar la fuerza bruta de la ley para detener el cambio social: una táctica que siempre fracasa, pero que, sin embargo, es irresistible para las autoridades cortoplacistas.

Las reputaciones de muchos autores han sufrido por los roces con las leyes de obscenidad británicas. James Joyce fue perceptivo cuando dijo, mientras escribía «Ulises», que «a pesar de la policía, me gustaría poner todo en mi novela» -su obra fue prohibida en Reino Unido desde 1922 hasta 1936, aunque el funcionario legal responsable del veto solo había leído 42 de las 732 páginas del libro. El «todo» que Joyce puso en «Ulises» incluía masturbación, maldición, sexo y visitas al retrete.

Ejemplar del libro "Ulises" de James Joyce

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES. «Ulises» de James Joyce -que este año cumple un siglo de su publicación- fue prohibido en Reino Unido entre 1922 y 1936.

DH Lawrence fue un caso especial: su obra, que frecuentemente contiene actos sexuales que Lawrence estimaba con reverencia espiritual, había sido objeto de una campaña de la Fiscalía británica durante años: quemaron su libro «El arcoíris», interceptaron su correo para incautar sus poemas «Pensamientos», y allanaron una exposición de su arte.

La vendetta continuó más allá de la tumba, cuando Penguin publicó «El amante de Lady Chatterley» en 1960 y que dio lugar a un proceso legal. El juicio fue famoso: el editor reclutó a decenas de escritores y académicos para atestiguar sobre las cualidades literarias del libro (aunque la escritora inglesa de libros infantiles Enid Blyton rehusó participar), y el juez ejemplificó la desconfianza del Estado en los lectores corrientes cuando previno al jurado contra depender de expertos literarios: «¿Es así como las chicas que trabajan en las fábricas van a leer este libro?».

(El punto final de este caso, en el que el jurado falló unánimemente a favor de Penguin, es una deliciosa ironía. Hace tres años, y seis décadas después de intentar prohibir el libro, el gobierno británico evitó que la copia del juez de «El amante de Lady Chatterley» se vendiera a un extranjero, para que «se pueda encontrar un comprador y mantener en Reino Unido esta importante parte de la historia de nuestra nación»).

Hombres leyendo "El amante de Lady Chatterley"

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES. En Reino Unido, la prohibición de libros es ha usado como una herramienta contra la percibida obscenidad sexual, como el famoso juicio que se le hizo a la novela «El amante de Lady Chatterley», de DH Lawrence.

Manteniendo las ideas vivas

Mientras tanto, en EE.UU., es un tipo de tributo al duradero poder de los libros que su prohibición continue siendo tan popular en un mundo donde cada nueva ola de tecnología, desde la TV hasta los videojuegos y redes sociales, atrae a los temores de contenido «inapropiado». Las escuelas son un hervidero particular para los intentos de censura, en parte porque guiar la maleable mente infantil parece ser una manera eficiente de eliminar los peligros percibidos; pero también porque (contrario a las librerías) las juntas escolares tienen cierto grado de influencia de la comunidad.

En 1982, el año en que se lanzó la Semana de los Libros Prohibidos, un caso de intento de censura escolar (del Distrito Escolar Island Trees, en el estado de Nueva York) llegó hasta la Corte Suprema. Aquí, la junta escolar arguyó que «es nuestro deber moral proteger a los niños en nuestras escuelas de este peligro moral tan decididamente como de los peligros físicos y médicos».

El peligro al que se referían eran libros considerados «antiamericanos, anticristianos, antisemitas y simplemente asquerosos». (La acusación de antisemitismo fue dirigida contra la gran novela del novelista judío Bernard Malamud «El reparador»). El tribunal concluyó, sin embargo, en línea con la Primera Enmienda, que «las juntas escolares locales no pueden retirar libros de las bibliotecas escolares simplemente porque no les gusta las ideas contenidas en esos libros».

Bernard Malamud (1914 - 1986)

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES. La novela «El reparador» del estadounidense Bernard Malamud (1914-1986) fue tildada de antisemita por juntas escolares de su país, quizás sin percatarse de que el propio autor era judío.

Eso no los ha frenado. El principal tema candente en los intentos de censura y prohibición de libros en las escuelas y bibliotecas de EE.UU. es el sexo. «Estados Unidos parece estar muy obsesionado con el sexo», como lo dijo James LaRue en 2017, entonces director de la Oficina de Libertad Intelectual de la Asociación de Bibliotecas de ese país.

Tradicionalmente, el sexo significaba obscenidad, lo que llevó al juez estadounidense Potter Stewart a intentar famosamente de definir con exactitud la «pornografía explícita» en un juicio en 1964: «Lo sabré cuando lo vea». Pero hoy en día «sexo» en el veto a libros probablemente tiene más que ver con sexualidad e identidad de género: los tres libros más objetados en 2021 en EE.UU. fueron debido a su contenido LGBTQI+.

Lo que pone en tela de juicio que la prohibición de libros se hace para proteger a los jóvenes en lugar de como un intento de purga ideológica, y demuestra una falta de imaginación por parte de los censores, que consideran que la descripción (de por ejemplo personas transgénero) causa el fenómeno en lugar de a la inversa.

Esto está conectado a la creencia de que las cosas que nos disgustan pueden ignorarse sin riesgo siempre y cuando no las veamos en la página: un frecuente integrante de los 10 primeros en la lista de Libros Prohibidos es el clásico moderno de Toni Morrison «Ojos azules», por su descripción de abuso sexual de menores.

Toni Morrison

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES. El tema de abuso sexual infantil en la novela de Toni Morrison «Ojos azules» la ha hecho una de las preferidas de los censores.

Por otra parte, la censura en EE.UU. tiene una larga trayectoria. Una de sus primeras víctimas famosas fue la novela antiesclavista de 1852 de Harriet Beecher Stowe «La cabaña de tío Tom». En 1857, un hombre negro de Ohio, Sam Green, fue «enjuiciado, condenado y sentenciado a 10 años de cárcel en la penitenciaría» por «tener en su posesión ‘La cabaña del tío Tom'». En un notable giro histórico, el libro es ahora mucho más criticado desde el lado más progresivo del espectro político, por su representación estereotípica de personajes negros.

Entre más se destaque un libro, mayor atención atraerá de los censores. «El guardián en el centeno», de JD Salinger, ha sido frecuentemente objetado: un maestro fue despedido en 1960 y el libro fue retirado de las escuelas en Wyoming, Dakota del Norte y California en 1980. El argumento para vetar la novela de Salinger típicamente es el lenguaje profano y vulgar, aunque hoy en día la primera frase del libro -«toda esa boludez de David Copperfield»- suena inocente.

Copias del libro "El guardián en el centeno", de JD Salinger en un estante

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES. «El guardián en el centeno» (The Catcher in the Rye) fue objetado por un lenguaje que hoy en día es considerado ingenuo.

La prohibición de libros es una amplia doctrina que incluye libros que normalmente no son compatibles. Abarca de todo, desde la ficción popular (Peter Benchley, Sidney Sheldon, Jodi Picoult) hasta los clásicos establecidos (Kurt Vonnegut, Harper Lee, Kate Chopin). Tiene más objetivos que el blanco en una competencia de tiro con arco, desde el culto a lo oculto (la serie de Harry Potter) hasta el ateísmo («El curioso incidente del perro a medianoche»).

Hay esperanza, por supuesto. La publicidad de la Semana de los Libros Prohibidos mantiene a estos libros y al asunto de la censura en el ojo público. Y está lo que se conoce como el Efecto Streisand: el intento de prohibir libros crea mayor interés público en ellos.

En EE.UU., algunos almacenes de la cadena Barnes and Nobles tienen mesas de libros prohibidos y su sitio internet tiene una categoría separada para ellos. En Reino Unido, una feria especial del libro en la Galería Saatchi (en Londres) en septiembre, expuso y vendió ediciones escasas de libros prohibidos, desde una muy rara copia autografiada de «El guardián en centeno» (US$264.000) hasta la obra fundamental de Copérnico «Sobre los giros de los cuerpos celestes» que enfureció a la Iglesia en 1543 al sugerir que la Tierra no era el centro del Sistema Solar (vendida en más de US$2 millones).

Pero es la eterna vigilancia, no solo de la Asociación de Bibliotecas de EE.UU. pero de todos los lectores en todas partes, el precio que hay que pagar para mantener nuestras ideas con vida. Como nos cuenta la historia de los libros sibilinos, los libros se pueden quemar, su conocimiento se puede perder y nada es eterno.

Este artículo es parte de la versión digital del Hay Festival de Arequipa, un encuentro de escritores y pensadores que se realiza en esa ciudad peruana del 3 al 6 de noviembre de 2022.

Imagen de portada: GETTY IMAGES

FUENTE RESPONSABLE: John Self; BBC Culture. 6 de noviembre 2022.

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Por qué censuraron Fiesta de Joan Manuel Serrat y cómo es la versión original.

La primera versión de Fiesta apareció en Mi niñez, el álbum que Joan Manuel Serrat publicó en 1970.

Fiesta es una de las canciones más icónicas de Joan Manuel Serrat y también una de las más curiosas, ya que la censura de su tiempo llevó a que contara con más de una versión.

Hacia 1970, Joan Manuel Serrat ya era uno de los cantautores más reconocidos de la lengua hispana y contaba con una obra que iba ganando cada vez más en madurez y profundidad.

Prueba de esto se encuentra en Mi niñez, el álbum que el Nano publicó en aquel año y que cuenta con canciones inolvidables como Señora y Muchacha típica.

Estas últimas 2 permiten apreciar a un Serrat crítico de la realidad en la que vivía. En la primera, le canta a una suegra que representa los valores de la dictadura franquista, y en la otra hace lo mismo con una niña identificada con la aristocracia.

En Fiesta canta sobre un evento en el cual las personas olvidan sus diferencias por un rato. Lo que a simple vista podría parecer algo simple, en el fondo presenta la idea de que las distinciones de clases sociales no son necesarias, y es por esto que la canción fue censurada.

La censura en cuestión no duró mucho ya que, apenas unos años más tarde, Serrat logró publicar la versión original que tenía en mente.

Ambas (la original y la censurada) se encuentran disponibles en su canal de Youtube y, si se las oye con atención, se puede apreciar que los cambios son más bien menores y corresponden a unas pocas palabras (por ejemplo, se reemplaza “magreando” por abrazando”).

La letra completa de la versión sin censura de Fiesta es la siguiente:

Gloria a Dios en las alturas,

recogieron las basuras

de mi calle, ayer a oscuras

y hoy sembrada de bombillas.

Y colgaron de un cordel

de esquina a esquina un cartel

y banderas de papel

verdes, rojas y amarillas.

Y al darles el sol la espalda

revolotean las faldas

bajo un manto de guirnaldas

para que el cielo no vea,

en la noche de San Juan,

cómo comparten su pan,

su mujer y su gabán,

gentes de cien mil raleas.

Apurad,

que allí os espero si queréis venir

pues cae la noche y ya se van

nuestras miserias a dormir.

Vamos subiendo la cuesta

que arriba mi calle

se vistió de fiesta.

Y hoy el noble y el villano,

el prohombre y el gusano

bailan y se dan la mano

sin importarles la facha.

Juntos los encuentra el sol

a la sombra de un farol

empapados en alcohol

magreando a una muchacha.

Y con la resaca a cuestas

vuelve el pobre a su pobreza,

vuelve el rico a su riqueza

y el señor cura a sus misas.

Se despertó el bien y el mal

la zorra pobre vuelve al portal,

la zorra rica vuelve al rosal,

y el avaro a las divisas.

Se acabó,

el sol nos dice que llegó el final,

por una noche se olvidó

que cada uno es cada cual.

Vamos bajando la cuesta

que arriba en mi calle

se acabó la fiesta.

¿Conocías esta canción?

Imagen de portada: Joan Manuel Serrat

FUENTE RESPONSABLE: Mdz. Napsix. 8 de septiembre 2022.

Sociedad y Cultura/Música/Joan Manuel Serrat/Fiesta/Censura

 

La controvertida humillación pública contra supuestos delincuentes aplicada en China.

Los supuestos delincuentes fueron exhibidos por las calles de Jingxi.

Un castigo público como escarmiento para todos.

Cuatro hombres detenidos por las autoridades en una provincia del sur de China, acusados de ayudar a ingresar al país a otras personas de forma ilegal a través de la frontera, fueron exhibidos en las calles, una medida que provocó controversia por la humillación pública a los involucrados.

Los presuntos delincuentes fueron llevados este martes por las calles de la pequeña ciudad de Jingxi (provincia de Guangxi), próxima a la frontera con Vietnam, vistiendo trajes de protección contra amenazas de alto riesgo que simbolizaban el peligro de la covid-19.

Lucían, además, carteles con su foto y nombre tanto delante como en sus espaldas, y sus brazos eran tomados por detrás por dos policías cada uno.

Los agentes también vestían trajes de protección completa.

Las fronteras de China están cerradas en gran parte debido a la política de Pekín de cero covid, que implica no convivir con el virus de forma controlada -como busca la mayor parte de los gobiernos en el mundo- sino detectar absolutamente cada caso, aislarlo y que no exista circulación comunitaria.

El país cuenta, además, con un fuerte programa de vacunación que ya alcanza al 86% de su población con la pauta completa.

«No se puede permitir que vuelva a ocurrir»

La humillación provocó reacciones encontradas, incluso en los medios de comunicación estatales.

El Guangxi Daily, un diario del gobierno, dijo que la «acción disciplinaria disuadió los delitos relacionados con la frontera y mejoró aún más la conciencia de las masas sobre la lucha contra el contrabando de personas y el cumplimiento consciente de la prevención y el control de epidemias».

Pero el Beijing News, también de propiedad estatal, dijo que «la medida viola gravemente el espíritu del estado de derecho y no se puede permitir que vuelva a ocurrir».

En la red social china Weibo, una etiqueta (hashtag) al respecto fue tendencia en la jornada. Algunos dijeron que esta práctica les recordó las humillaciones públicas de hace años, mientras que otras simpatizaron con los esfuerzos necesarios para controlar el virus cerca de la frontera.

«Más aterrador que desfilar por la calle son los muchos comentarios que apoyan este enfoque», escribió un usuario.

La Oficina de Seguridad Pública de Jingxi y el gobierno local defendieron la medida alegando que era una «actividad de advertencia disciplinaria», según los medios locales.

El gobierno de la ciudad había anunciado en agosto una serie de medidas disciplinarias para castigar a quienes infrinjan las medidas sanitarias, y la exhibición en las calles era una de ellas.

Pero China prohibió todo tipo de humillación pública de presuntos criminales en 2010, aunque algunos gobiernos locales retomaron estas prácticas en pandemia.

China, el país donde se descubrió por primera vez la covid-19 a fines de 2019, registró en estos dos años un total de 4.849 muertes y 114.365 casos, con 203 nuevos contagios reportados el martes, según las cifras oficiales del gobierno.

Imagen de portada: Gentileza de Zengguan

FUENTE RESPONSABLE: Redacción BBC Mundo. Diciembre 2021

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