Oscar 2023 | Fire of Love: la trágica historia de Katia y Maurice Krafft, dos científicos enamorados de los volcanes que acabaron engullidos por la lava.

En 1985, un episodio marcó la vida de la pareja de vulcanólogos Katia y Maurice Krafft.

La erupción del Nevado del Ruiz, en Colombia, dejó más de 23.000 muertos, en una de las mayores tragedias provocada por volcanes en la historia.

La ciudad de Armero quedó completamente sepultada y literalmente dejó de existir después de que la erupción hubiera derretido los glaciares de la montaña, generando los llamados lahares: una avalancha de lodo, tierra y escombros volcánicos.

En ese momento, especialistas en volcanes intentaron advertir a las autoridades sobre los riesgos de la inminente erupción y la necesidad de evacuar las ciudades, pero no fueron escuchados.

Maurice y Katia, que ya habían ganado fama mundial por «cazar» y registrar volcanes en todos los continentes, se hicieron eco de la advertencia. Pero tampoco fue suficiente.

«Nos avergonzaba llamarnos vulcanólogos», dijo Katia en entrevistas en ese momento.

«Mi sueño es que los volcanes dejen de matar», afirmó Maurice.

Conmocionados por la tragedia, la pareja decidió que necesitaban hacer más de lo que ya habían hecho; es decir, registrar de cerca la amenazante actividad volcánica para demostrar el poder destructivo y convencer a las autoridades sobre los riesgos.

En junio de 1991, viajaron a Japón para registrar la fuerza de la erupción del Monte Unzen.

En las últimas imágenes en las que aparecen con vida, Katia y Maurice miran la montaña, junto a la cámara. Murieron minutos después, él a los 45 años, ella a los 49. Los cuerpos fueron encontrados uno al lado del otro.

«Todos sabíamos que iban a morir en un volcán, y ellos mismos lo sabían», le dijo a BBC News Brasil la brasileña Rosaly Lopes, astrónoma y vulcanóloga de la NASA que conoció a la pareja en conferencias y eventos.

Los dos, señaló Lopes, fueron tratados como estrellas en el mundo de la vulcanología.

Katia y Maurice Krafft

FUENTE DE LA IMAGEN, DISNEY

Las impresionantes imágenes que los Krafft registraron durante décadas de trabajo están en el documental que este domingo compite por un Oscar Fire of Love (traducido al español en algunos países como «Volcanes: la tragedia de Katia y Maurice Krafft»).

En Latinoamérica es posible ver la producción dirigida por Sara Dosa en el servicio de transmisión de Disney.

Amor por el fuego

Katia y Maurice se conocieron en 1966, cuando asistían a la Universidad de Estrasburgo, Francia. Ella, geoquímica; el geólogo. Pero pronto descubrieron un interés común: los volcanes.

«Empezamos en vulcanología porque nos decepcionó la humanidad. Y, como un volcán es más grande que los hombres, sentimos que era lo que necesitábamos. Algo más allá de la comprensión humana», dijo Maurice en una entrevista que se muestra en el documental.

Se le consideraba más «mediático» que Katia.

Era un período de posguerra, con grandes avances científicos. En 1967 se descubrieron las placas tectónicas, lo que nos permitió comprender misterios de la naturaleza como los terremotos y la formación de volcanes.

En Islandia, en 1968, los Krafft tuvieron su primera experiencia explorando volcanes juntos. A partir de ahí, comenzaron a registrar las erupciones en video y fotos, lo que terminaría convirtiéndose en una fuente de ingresos para la pareja, que se pasaba la vida viajando.

«Cuando ves una erupción, no puedes vivir sin ella, porque es tan grande, tan fuerte, que tienes una sensación de insignificancia», explicó Katia. Dos años después, se casaron y optaron por no tener hijos.

«No podrían hacer lo que hicieron si no fuera por el otro. Tenían una relación entre los dos, y entre ellos y los volcanes», dice la vulcanóloga Rosaly Lopes.

Una explosión de lava

FUENTE DE LA IMAGEN, DISNEY

Además de vender parte del material audiovisual, Katia y Maurice filmaron todas las expediciones con la intención de repasar las erupciones y estudiarlas. Y comenzaron a querer acercarse más y más.

Para Rosaly Lopes, la pareja, si bien no se destacó por su producción académica, dejó un gran legado científico y humano.

Filmaron imágenes en todo el mundo que muestran lava, explosiones y flujos piroclásticos (la mezcla de gas, materia volcánica, cenizas y fragmentos de roca expulsados ​​en erupciones) y los investigadores las han utilizado para comprender y modelar el comportamiento de los volcanes.

Los dos también trajeron material «joven» expulsado en las erupciones para estudios en laboratorios geofísicos.

Katia Krafft

FUENTE DE LA IMAGEN, DISNEY

«Pero creo que el principal legado es de educación, de enseñar que los volcanes son muy bonitos, pero peligrosos. Y también que, a veces, puedes ir a un volcán, cerca de la lava, sin correr demasiado riesgo», dice Lopes, quien escribió un libro sobre las posibilidades de hacer turismo en zonas con actividad volcánica.

Rojos y grises

Katia y Maurice adoptaron dos clasificaciones de volcanes.

Los «rojos» serían aquellos en los que hay «ríos» de lava y sin fuertes explosiones. Fueron estos, menos peligrosos, los que los Krafft inicialmente se dedicaron a explorar.

Los «grises» eran los explosivos, que acumulan presión y calor hasta su liberación catastrófica. Eran los llamados «asesinos», menos conocidos y de más difícil acceso.

Tras la erupción del volcán «gris» del Monte Santa Elena, en Estados Unidos, que dejó 57 muertos en 1980, la pareja decidió cambiar el foco de sus expediciones a las más arriesgadas.

Fueron tras erupciones en Alaska (Estados Unidos), Indonesia y Colombia, donde registraron la estela de destrucción de la tragedia en Armero.

En junio de 1991, recibieron la noticia de que el Monte Unzen en Japón estaba a punto de entrar en erupción. Viajaron al país y fueron a cumplir con otra misión, la última.

En ese momento, Katia y Maurice decidieron mantener una distancia que creían segura con otros científicos, periodistas y bomberos. Pero un flujo piroclástico mucho más fuerte de lo esperado provocó la muerte de 43 personas, incluida la pareja.

Las marcas en el suelo después de la tragedia indicaban que Katia y Maurice estaban cerca el uno del otro.

En las imágenes que se muestran en el documental, se menciona un texto en el que Maurice escribió que prefería una «vida intensa y corta a una larga y monótona», justificando su caza de volcanes. Y Katia, en un momento, dijo: «Si he de morir, prefiero irme con él».

Imagen de portada: DISNEY.La última foto de Katia y Maurice Krafft.

FUENTE RESPONSABLE: Vitor Tavares; Sao Paulo, BBC News Brasil. 11 de marzo 2023

Sociedad y Cultura/Premios Oscar/Ciencia/Cine

Las 10 mejores películas de Hugh Jackman

Actor amateur de teatro durante su adolescencia, fue ya cerca de la treintena cuando conseguiría triunfar en un frente triple: en el mundo de las tablas, gracias a papeles como los del protagonista en Oklahoma! o de Gastón en La bella en la bestia; en la pequeña pantalla, al convertirse en protagonista de la serie de televisión Corelli; en el cine, al recibir, en 1999, el papel de Lobezno en la incipiente saga de los X-Men dirigida por Bryan Singer.

De manera paralela al viaje que ha emprendido de la mano de este papel superheroico, quizá el más relevante y, desde luego, el que más proyección ha otorgado a toda su carrera —trabajando en él en hasta en ocho largometrajes diferentes, separados entre sí por casi 20 años—, ha destacado también en su desempeño dentro de géneros como la comedia romántica o el musical de gran formato.

Fue en este último registro cuando, en 2013 y gracias a su interpretación de Jean Valjean en la adaptación de Tom Hooper de Los miserables de Víctor Hugo, alcanzó mayor reconocimiento por cuenta de la crítica, haciéndose con el único Globo de Oro de su carrera y su única nominación al Oscar.

Tras cerrar su periplo como Lobezno en la sobresaliente Logan, en los últimos años ha girado su carrera hacia un tipo de cine más sobrio, del que da buena cuenta su última película, El hijo, dirigida por Florian Zeller, que llegó este mismo viernes a la cartelera española. Hoy, en Zenda, recogemos diez de los mejores trabajos protagonizados por Hugh Jackman.

Las 10 mejores películas de Hugh Jackman

1. Prisioneros (Prisoners, Denis Villeneuve, 2013)

2. Logan (James Mangold, 2017)

3. El truco final (The Prestige, Christopher Nolan, 2006)

4. Los miserables (Les Misérables, Tom Hooper, 2013)

5. Acero puro (Real Steel, Shawn Levy, 2011)

6. Kate & Leopold (James Mangold, 2001)

7. La estafa (Bad Education, Cory Finley, 2019)

8. X-Men (Bryan Singer, 2000)

9. Australia (Baz Luhrmann, 2008)

10. El gran showman (The Greatest Showman, Michael Gracey, 2005)

Imagen de portada: Hugh Jackman

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Audrey Soprano. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 4 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Cine/Hugh Jackman

Un recorrido por la historia de Budapest, la ciudad amada por el séptimo arte y cuna de la música.

Bañada por el Danubio Azul, el corazón de Europa central late desde hace siglos con una tierra llena de cultura y una historia apasionante. Hungría, y más en concreto su capital, Budapest, ha sido y es una fuente de inspiración para numerosos artistas.

También para nosotros. Por eso, desde Cultura Inquieta os proponemos una serie de recorridos de la mano de algunos de los artistas húngaros más consagrados del mundo de la cultura.

Nuestra primera ruta pasea por los recovecos de la rica historia que ha forjado las calles y la identidad de Budapest, una urbe retratada numerosas veces en la gran pantalla que vibra con una rica tradición musical.

Nos citamos con Joseph Pulitzer (Makó, Hungría, 1847-1911), periodista que da nombre al célebre galardón, en el Parlamento de Budapest. El edificio nos recuerda, con su imponente y bella arquitectura, que un día fue la obra más grande de su época.

El Parlamento mira al Danubio.El castillo de Buda, sobre la otra orilla.

Construido entre 1884 y 1902, se erige a orillas del Danubio con su blanco impoluto y su enorme cúpula. Cuando cae la noche, la fachada ilumina el río y brilla como la corona que guarda en su interior.

Pulitzer, amante de la noticia aliñada con un toque de dramatismo, nos lleva entonces a cruzar el Danubio y dejar atrás la zona de Pest, para pasar a la conocida como Buda. Atravesamos el célebre Puente de las Cadenas (Puente Széchenyi), el primero que consiguió unir las orillas y crear lo que hoy conocemos como Budapest, mientras nos acercamos poco a poco al solemne Castillo de Buda.

El también llamado Palacio Real, nos explica Pulitzer, alberga la Biblioteca Széchenyi, la Galería Nacional Húngara y el Museo de Historia de Budapest. Caminamos escuchando al periodista contarnos las historias más truculentas de la época entre la realeza hasta llegar al Bastión de los Pescadores, mirador desde donde apreciamos la belleza de Budapest y de su Parlamento.

El Bastión de los Pescadores al atardecer, uno de los rincones más emblemáticos de la capital húngara.

Pulitzer nos comenta que la línea 2 del tranvía es perfecta para recorrer la ciudad, mientras se despide mostrándonos la Plaza de los Héroes, un diáfano espacio de impresionantes dimensiones desde donde nos imaginamos el glorioso pasado húngaro observados por las estatuas de sus siete fundadores.

Quedamos entonces con la actriz Zsa Zsa Gabor (Budapest, Hungría, 1917-2016), una de las máximas exponentes de los primeros años de Hollywood, industria que desde sus inicios se rindió a los pies de Budapest. La primera celebrity nos narra con nostalgia sus años dorados en la gran pantalla, recorriendo los escenarios de numerosas películas.

El topo, Blade 2, Van Helsing, Underworld y La liga de los hombres extraordinarios son algunos de los títulos de películas inspiradas por Budapest que la intérprete nos recita. Del largo listado destaca Múnich (Steven Spielberg, 2005), filme que cuenta los asesinatos cometidos en las Olimpiadas de 1972 y en la que podemos ver entornos como el Estadio Puskás Ferenc, la calle Petőfi Sándor con la casa Brudern y la de PALOMA Budapest.

La Plaza de los Héroes.

Interior de la Ópera de Budapest.

Nos despedimos de Gabor y seguimos la música que se escucha como un leve susurro hasta dar con Franz Liszt (Imperio Austrohúngaro, 1811-1886). El compositor de música clásica nos guía con su batuta y, como no podía ser de otra manera, nos dirige hasta la Ópera de Budapest. Su arquitectura neorrenacentista y sus dimensiones nos dejan casi tan impresionados como cuando asistimos al concierto que se está interpretando en su interior.

Movidos por las artes, Liszt nos lleva hasta el Teatro Nacional y terminamos el recorrido con una visita al Art Nouveau del edificio multidisciplinar Vigadó, un cierre perfecto para una jornada maratoniana en la que nos hemos enriquecido el alma y el corazón, enamorándonos de una ciudad que no deja indiferente a nadie.

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Interior del edificio Vigadó.

En nuestro primer recorrido hemos echado un vistazo a la historia de la capital húngara, nos hemos sentido estrellas de cine paseando por sus escenarios y hemos disfrutado de la música en todo su esplendor.

Imagen de portada: El Parlamento de Budapest, uno de los lugares emblemáticos de la ciudad y centro neurálgico de la democracia húngara.

FUENTE RESPONSABLE: Cultura Inquieta. Por María Toro.

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‘Almas en pena de Inisherin’: Puerta roja, puerta verde.

Catorce años después de compartir cartel en Escondidos en Brujas (In Bruges), los irlandeses Martin McDonagh (guionista y director), Colin Farrell y Brendan Gleeson repitieron tragicomedia negra y violenta en esta otra colaboración que los acerca más a casa. Estamos en 1923, y mientras en Irlanda se libra una guerra civil, en una pequeña isla de su costa occidental dos amigos y vecinos de toda la vida pasan por traumas y rupturas que a menudo parecen réplicas a pequeña escala de lo que se está viviendo a solo unas millas náuticas de distancia, y que traerán consecuencias de largo alcance. La fotografía y la música acompañan de manera perfecta a esta conmovedora y cruel historia que se interpreta mejor como una fábula que como hechos verosímiles.

[Aviso de destripes con podaderas en todo el texto]

La trama de la película es bastante simple: tras toda una vida de vecindad, amistad y visitas al pub cada día a las dos de la tarde, Colm (Brendan Gleeson) decide que ya no quiere pasar más tiempo en compañía de su amigo y vecino Pádraic (pronunciado Pórric) (Colin Farrell), porque encuentra aburrida, mundana, trivial y poco útil la conversación que mantienen. Pádraic al principio reacciona más dolido que otra cosa (y las cejas de Farrell actúan por sí solas expresándolo), pero debido al pequeño tamaño de la isla y a que solo hay un pub en las cercanías, los dos siguen encontrándose. Colm, harto de que Pádraic siga intentando acercarse por una razón u otra, amenaza con cortarse un dedo si le vuelve a hablar, cosa que acaba cumpliendo, ante el horror de todos los parroquianos. A partir de ahí la situación continúa escalando, hasta que Pádraic acaba con su mula muerta y su hermana emigrando y Colm termina sin dedos en una mano y con su casa ardiendo. Si se prescinde del contexto, el espectador se puede quedar con una de dos sensaciones principalmente: o esta es una de esas historias verdaderas que son más increíbles que cualquier ficción imaginable, o realmente estamos hablando de otra cosa más allá de los meros hechos. Y este es el caso aquí.

La elección del lugar y el momento no son casuales. Durante once meses entre 1922 y 1923 ocurrió la llamada Guerra Civil Irlandesa, que siguió a otra guerra por la cual Irlanda se independizó del Reino Unido. Básicamente, fue el hecho que dejó a la isla dividida entre pro y anti británicos y cuyas consecuencias colean hoy todavía, a través de terrorismo, odio, violencia y división. En el momento en el que empieza la película, 1 de abril de 1923, ya van nueve meses y medio de conflicto, y aun así Pádraic no parece saber muy bien lo que pasa, a pesar de que a veces se pueden oír disparos y detonaciones de una isla a otra. La isla, por cierto, es ficticia, y su nombre también. «Inis» es «isla» en irlandés y «Erin» es uno de los nombres que ha recibido Irlanda durante su historia, así que Inisherin significa, lisa y llanamente, «la isla de Irlanda». Además, «la isla de Irlanda» («the island or Ireland») es una circunlocución, entre aliterativa y trabalenguas, que se usa sobre todo en política y negociaciones internacionales, a la hora de distinguir la isla geográfica de Irlanda en su totalidad, por una parte, del país de Irlanda (la República de Irlanda, the Republic of Ireland) por otra, que no incluye Irlanda del Norte, parte aún del Reino Unido. Así, pues, si ya Irlanda (la isla) es un lugar pequeño en comparación con el resto del mundo, esta Isla-de-Irlanda (Inisherin) es una réplica, a nivel aún más microcósmico, del mismo fenómeno, y en concreto, de la imposibilidad de dejar de encontrarse a todas horas con gente que no te cae bien o con la que estás enemistada.

Este síndrome del pueblo pequeño puede resultar muy familiar por todo el mundo, seas de donde seas, así que los sentimientos que puede provocar son fácilmente reconocibles de un país a otro, pero no se vayan todavía, que aún hay más. A nivel personal, una vez que conocemos un poco a Colm y Pádraic podemos entender por qué Colm quiere recortar el tiempo que pasan juntos: Colm es veinte años mayor, va camino de los 70, es músico amateur con ciertas aspiraciones y va sintiendo que cada minuto del tiempo que le queda de vida es precioso. Que ya no puede pasar dos horas de reloj oyendo hablar de lo que ha cagado la mula de Pádraic («pues no era mi mula quien había cagado, sino mi pony, así que ya se ve cuánto me escuchabas»). Quiere dedicarse a escribir canciones y tocar su violín y, si le es posible, dejar para la posteridad al menos un tema que la gente recuerde, que es el que da título a la película, «The Banshees of Inisherin». Cuando esta decisión se convierte en la comidilla del pub, hasta los propios parroquianos reconocen que Colm y Pádraic nunca habían pegado mucho juntos, ya que Colm es alguien que «piensa» más, mientras que Pádraic es mucho más sencillo, y a pesar de que todos le dicen que no es ni un simple ni un aburrido, las continuas salidas de tiesto de Pádraic durante toda la película lo pintan exactamente así: como alguien sencillo y agradable (aunque «nice» no tiene el mismo significado exactamente en inglés, que de tan nice que puede ser alguien se convierta en algo negativo) pero con las luces justas y gran aversión a lo introspectivo. Cuando la hermana de Pádraic, Siobhán (pronunciado Shivon) (Kerry Condon), lectora y con dos dedos de frente, le pregunta si alguna vez se siente solo, él reacciona en plan «¿pero qué le pasa a todo el mundo?». Está incluso hecho a propósito que el lugar de Inisherin donde está la casa de cada uno tenga un aspecto tan diferente una de otra que se rodaron en dos islas reales distintas: la casa de Pádraic, llana, plana y sin muchas ondulaciones, reflejando su carácter, está filmada en Inishmore, mientras que el hogar de Colm, más rugoso, rocoso y dramático, reflejando su conflicto interior, se rodó en la isla de Achill. Y en lo visual, hay un símbolo que los distancia todavía más: las puertas y ventanas de la casa de Colm están pintadas de rojo y las de Pádraic y Siobhán de verde. Rojo imperial británico y verde irlandés.

Este detalle está hecho aposta, pero aunque sea importante no hay que llevarlo demasiado lejos tampoco. No es que Colm sea probritánico ni Pádraic anti. De hecho, ninguno de los dos habla de política en absoluto. Se da a entender que Pádraic ni siquiera comprendería estas cuestiones, y Colm está demasiado a lo suyo como para que sepamos qué piensa de ello: su reacción ante la visita del policía local, Peadar (Gary Lydon), a la isla grande para ayudar a supervisar una ejecución es más bien de asombro ante lo desalmado de su actitud que otra cosa. También podría añadirse que Colm tiene un apellido, Doherty, que no necesita conversión al inglés, mientras que Pádraic Súilleabháin usa la versión irlandesa de lo que en Inglaterra sería traducido como «Patrick Sullivan». Pero llevar esto más allá sería llevarlo demasiado lejos, creo. Ni uno es abertzale ni el otro txakurra: ese símbolo del color está ahí más bien para indicar de manera visual que hay cosas de las que no se vuelve, líneas rojas (o verdes) que son para siempre, sea en lo político, como está pasando y pasará en la isla grande, o en lo personal, como está pasando en la isla pequeña. Que aunque desde fuera deseemos que se arregle todo, no va a ser posible fácilmente. Otra muestra de que lo del color es importante es que cuando vemos a Siobhán echar la carta por la que acepta irse de bibliotecaria, la dueña de la tienda, la señora O’Riordan, está pintando de verde el clasiquisimo buzón rojo británico del que está a cargo, reflejo real del cambio político de entonces.

Y así, una vez que se le añade este contexto, la historia cobra más sentido y profundidad: la decisión de Colm de que «ya no te ajunto» simboliza las divisiones que se dieron a nivel nacional entre vecinos, amigos, parientes y hermanos, en principio por una razón que no debería ir más allá de una diferencia de opinión pero que luego se envenena. Cuando Pádraic se da cuenta de que es uno de abril, el equivalente del día de los inocentes en las islas británicas, llega a pensar que todo era un broma de Colm, y esa es una de las razones por las que intenta retomar su contacto, pero Colm resulta no estar para inocentadas. Lo de que uno piensa más y es músico, mientras que el otro está a sus vacas y poco más, refleja cómo una nadería puede convertirse en motivo de irritación cotidiana, luego fastidio, luego deseo de alejarse y luego rencor y odio. La reacción de Colm de automutilarse es meridianamente clara como símbolo político y social. En inglés tienen la expresión «to cut your nose no spite your face», que significa literalmente «cortarse la nariz para que se fastidie tu cara», sin darse cuenta de que quien se va a fastidiar eres tú al completo. En español se acercaría un poco lo de «que se joda el sargento, que no como el rancho» (pues adivina quién va a pasar hambre), o lo de «quedarse tuerto a cambio de que el otro se quede ciego». Colm prefiere verse imposibilitado para tocar el violín, que es precisamente lo que desea hacer con el resto de su tiempo, antes que dejar que Pádraic le vuelva a hablar (Gleeson, por cierto, sabe tocar el violín, con esas manazas que tiene, y en la película es él quien interpreta de verdad todo lo que toca su personaje). Hay un momento incluso en el que Colm, en la cama, se observa la mano con un dedo ya amputado, y entre el pijama de rayas que lleva y la sombra de la ventana sobre la pared, parece un preso condenado a larga pena por su propia culpa. Y al ir a confesarse en la iglesia, Colm menciona, como cosas ya sabidas de sobra por el cura, que sus pecados son, aparte de beber y algún pensamiento impuro, «la soberbia y la desesperanza». Llevado a nivel nacional, eso es lo que le hace una guerra civil (y sus consecuencias) a un país: desmembrarlo, mutilarlo, ensoberbecerlo y desesperanzarlo. Y sobre todo, lo peor es la transición de pasar de ser (y creerse) una persona nice a alguien que acaba justificando el uso de la violencia hasta la muerte: no solo Colm contra sí mismo, sino luego el manso Pádraic, cuya penúltima frase de la película es: «Algunas cosas es imposible superarlas… y yo creo que eso es bueno». Ya antes Pádraic le había gritado a Dominic (Barry Keoghan), el chaval con el que se disputa el título oficioso de tonto del pueblo, que «quizá este soy el nuevo yo». Ese nuevo yo es el que antes había llevado a Pádraic a enfrentarse en público al temido poli local, tras unos whiskies de más, y a que Colm llegara a decir tras presenciarlo: «Esto es lo más interesante que Pádraic ha hecho en su vida. Creo que hasta me vuelve a caer bien y todo». Lo cual provoca otro nuevo malentendido que a su vez lleva a que la podadora de Colm trabaje otra vez, en esta ocasión por partida cuádruple. ¿No te caía bien alguien cuando era manso y apacible, y sí ahora que se va volviendo un borrachuzo encanallado? Pues por ahí es como se llega adonde se llega. El propio Colin Farrell ha dicho que el tema principal de la película es «la desintegración de la alegría», especialmente notable en un pueblo tan reputadamente fiestero y vividor como es el irlandés.

Quizá es simplemente que Colm, como músico y por lo tanto artista, tiene un temperamento que se ve atraído por lo conflictivo, como motor de la creatividad, y por eso le aburre lo nice (la verdad es que podría escribirse una disertación entera solamente sobre el uso del concepto de «nice» y «niceness» en esta película). Él mismo pone el ejemplo de que nadie recuerda quién fue una persona nice en el siglo XVII, pero sí quién compuso una música que se recuerda generaciones después. Tirando de ese hilo se puede continuar con disquisiciones sobre cómo de aceptable resulta que un creador sea, en lo personal, desde un poco capullo hasta un verdadero monstruo, a cambio de que legue a la humanidad entera creaciones imperecederas para disfrute de sucesivas generaciones. Pádraic, desde luego, en este momento prefiere recordar lo nice que era su ma, antes de evolucionar él también.

Hablando de Dominic, Barry Keoghan ha sido otra de las razones para ensalzar la película. Su interpretación de joven con alguna posible combinación de TDAH, Tourette, autismo y estrés postraumático, producto de los abusos físicos y sexuales del padre policía local (y por tanto dictadorzuelo de pueblo) es perfecta, y a pesar de que parece que vive en su propio mundo, resulta ser un observador bastante agudo… que luego no sabe callarse sus atinadas observaciones. Le dice a Pádraic que Colm nunca había estado más aliviado que cuando decidió dejar de hablar con él, y luego es quien le dice a la cara que parecía que Pádraic era nice de verdad, pero que en el fondo era como los demás, tras su rabieta con la mentira con contó para ahuyentar de la isla al aprendiz de violinista de Colm (cruel pero descacharrante al mismo tiempo, con sentimiento de culpa incluido por parte del espectador). También habla con Siobhán, a la que obviamente intenta entrarle, usando el lema de «faint heart and all that» (que se refiere el dicho «a faint heart never won a fair lady», «un corazón débil nunca conquistó a una dama hermosa», o sea, a las chicas les gustan los atrevidos) y es quien acaba por contribuir también a que ella decida irse finalmente de aquel microcosmos tan perjudicial. Entre las lecturas de Siobhán, por cierto, están Northanger Abbey, de Jane Austen, Waverley, de Walter Scott, The Golden Dream, de R. M. Ballantyne, y Irish Idylls, de Jane Barlow.

Siobhán se queja en algún momento de que su hermano puede llegar a convertirse en «otro hombre silencioso, pues qué bien» en una isla llena de ellos. Y uno de los comentarios que más se ha hecho sobre esta película es que es una meditación sobre la amistad masculina, lo cual me parece un poco topicazo. Sí, el director-guionista y los actores principales son hombres, pero hay varios elementos de la trama que podrían ser perfectamente aplicables a lo que, también de manera cliché, podría decirse de las típicas amistades femeninas: lo de arrinconar a alguien a base de simplemente dejar de hablar o de quedar con ella, por algún motivo más o menos significativo (esa temida espalda silenciosa), y el daño físico autoinfligido son ocurrencias con las que muchas mujeres seguro que se sienten familiarizadas, sea o no en carne propia, así que no veo por qué hay que añadir lo de «masculina» específicamente a esta historia de amistades rotas. Quizá sea el tono violento, o el nexo con la vecina guerra, algo siempre visto como masculino. Hay además quien ha añadido a lo de amistad «masculina» el adjetivo de «platónica», como si se quisiera insinuar que entre Colm y Pádraic podría haber algo homosexual (los dos son bastante talluditos y están solteros, de ahí que Siobhán pregunte por lo de la soledad). ¿Qué hay de malo con «amistad» a secas? Es algo que puede ser sólido sin necesidad de más adjetivos y también romperse de manera dolorosa sin necesitar de más definiciones.

Así pues, la mejor forma de ver la película es teniendo todo esto en cuenta y, aún más, apreciando las gotas que contiene de lo que podríamos llamar «realismo mágico gaélico», con las impactantes automutilaciones de Colm, con su propia pinta de pistolero de western (ese sombrero y gabán) silencioso y solitario, hacia el final de la película, y con la turbadora presencia de la señora McCormack, que parece una bruja (y se comporta como tal, prediciendo que habrá una muerte, o dos, pronto) y que hasta se asemeja a una de las banshees del título de la película y de la canción que estaba componiendo Colm, por mucho que Pádraic diga que en Inisherin haberlas no haylas. En el folklore irlandés, una banshee es un espíritu femenino que anuncia la muerte de un pariente, normalmente entre sonoros gritos o chillidos («screaming like a banshee» es otra frase hecha en inglés). Aquí es más bien al contrario, con la señora McCormack bastante taciturna normalmente (aunque tirando con bala rasa cuando habla) y observando desde lejos, a menudo sin ser vista, como en la última imagen de la película, que ella preside. Colm ya había dicho antes que hoy en día las banshees más bien observarían en vez de chillar, y esa escena en principio deja el final abierto, con una especie de último rayo de esperanza cuando Colm y Pádraic, a pesar de las ya citadas palabras de este último sobre que es bueno que algunas cosas no puedan superarse nunca, coinciden en su muy anglo-irlandesa preocupación por los animales, en concreto por el border collie de Colm. Colm, por cierto, en toda la película parece arrepentirse solo de una cosa: de haber causado indirectamente la muerte de la mula de Pádraic, al atragantarse con uno de sus dedos amputados. El simbolismo es también evidente: todas las muertes inocentes que el conflicto ha causado. Pero aunque este final parezca abierto, los siguientes cien años de historia irlandesa dan la respuesta de lo que pasó después, independientemente de lo que ocurra con Colm y Pádraic en los años siguientes: dos pasos para adelante y uno para atrás, con especial virulencia durante las décadas de los Troubles y el IRA. McDonagh, por cierto, no escribió el final de la película hasta que estuvo rodado todo lo anterior, pensando que sería el propio rodaje quien daría la respuesta sobre con qué nota acabarla. Y es que es así como actúa nuestra vida real: creemos que sabemos lo que puede pasar después… pero a veces la banshee se puede equivocar.

(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)

Imagen de portada: Fotograma de ‘Almas en pena de Inisherin’

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Rogorn Moradan. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 3 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Cine/Reseña

Pasión por la imagen teñida de sangre

Pocos cineastas tienen el talento de Quentin Tarantino para tejer historias tan socarronas, disruptivas, violentas y cínicas como las que él consigue hilvanar con su estilo natural, cadencioso, nada forzado. Y en buena medida esto se debe a su vasto y profundo conocimiento cinematográfico, basado fundamentalmente en el (re)visionado constante y continuo de miles, centenares de miles, de películas. 

Su formación cinéfila, lejos de la académica y de las escuelas de cine, se construye a partir de ver cine sin parar. Seguramente, junto a Martin Scorsese, Tarantino sea el cineasta vivo con más películas vistas y guardadas en su memoria de toda la industria. 

Y es precisamente esta erudición la que le permite introducir referencias, guiños, homenajes, reivindicaciones de sus películas de culto, en cada una de las historias que escribe y dirige. Godard, Siegel, Boorman, Fulci, Peckinpah, Leone, Corbucci, Miike, Craven, Hooper y tantos y tantos autores que se deslizan de una manera más o menos subrepticiamente a lo largo su obra cinematográfica.

Sin embargo, Tarantino está en una etapa de su vida en la que desea abrir otros horizontes más allá del de la dirección o escritura de guiones. Mientras valora y acaba por decantarse sobre su siguiente película (la décima, con la que teóricamente se retirará definitivamente del campo de la dirección), Quentin Tarantino está penetrando en el mundo literario, primero con la publicación de la novela Érase una vez en Hollywood, que es una suerte de ahondamiento y desarrollo en las peripecias de algunos de los personajes del largometraje con el mismo título, y ahora se lanza con el ensayo en su última obra, titulada Meditaciones de cine. 

En él ofrece una extensa y pasional reflexión sobre las películas que le marcaron profundamente en sus primeras andanzas por los cines de Los Ángeles, en su infancia y primera adolescencia.

Una de las peculiaridades del libro es que todo el análisis que estructura se conjuga con el aspecto biográfico. 

Es decir, sus reflexiones sobre el guion, puesta en escena, dirección, etc. partirán no tanto de un conocimiento teórico depurado y más o menos solvente, sino que se ejecutarán en términos histórico-subjetivos. Con ello, por un lado, se arrinconan cualesquiera tentativas de pedantería y, por el otro, consigue transmitir de una manera más directa la emoción ligada a cada uno de los análisis. Ahora bien, esto no significa que se deba desacreditar sus análisis calificándolos de faltos de rigor. Más bien sucede todo lo contrario. Su amplísima formación cinéfila, gestada en repetitivos visionados, en análisis minuciosos y diacríticos (es decir, a través de la comparación de las obras entre sí), es mucho más potente y rigurosa que la de muchísimos académicos del mundo del cine.

Por todo ello, no nos debe extrañar que cuando Quentin Tarantino acomete el análisis preciso, elocuente y contraintuitivo de obras como Bullit (Peter Yates, 1968), Harry el sucio (Don Siegel, 1971), Deliverance (John Boorman, 1972), La casa de los horrores (Tobe Hooper, 1981) o Teléfono (Don Siegel, 1977), su entusiasmo se hibride con la erudición de una manera indisoluble e inigualable. 

No se trata tanto de analizar los contenidos siguiendo teorías clave y dominantes, sino de hacer dialogar los diferentes elementos del guion, puesta en escena, pormenores de la creación… y así ver lo que resulta de ese choque de relaciones. 

Por ello, las lecturas que realiza de los elementos implícitos, velados, o poco ponderados de los guiones o la preproducción de La huida (Sam Peckinpah, 1972), Taxi Driver (Martin Scoresese, 1976), Hardcore, un mundo oculto (Paul Schrader, 1977) o Rolling Thunder (John Flyn, 1977) deben ser considerados como brillantes sin discusión, tanto por lo que exhuman de impensado en todas ellas como por los elementos críticos, relacionales y contrafácticos que es capaz de plantear.

Su pasión por todas las vertientes del exploitation es absolutamente arrolladora y contagiosa. Tarantino no cesa de reivindicar, sea en su obra cinematográfica como en la literaria y ensayística, aquel cine oculto, minusvalorado, denigrado, categorizado por la élite del gremio de bajo, horrendo o abyecto. 

La penetración en la violencia, la fascinación por lo perturbador y disruptivo (véase, por sólo citar un par de ejemplos, cómo describe y analiza la mítica escena de Deliverance, de John Boorman, o bien cómo se adentra detalladamente en los pormenores de la violencia psicológica y física que sufre el personaje de Charles Rane en Rolling Thunder)… Tarantino destila un entusiasmo encomiable en cada una de las palabras que traza para construir este maravilloso alegato, no sólo en favor del exploitation sino del cine, en general.

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Autor: Quentin Tarantino. Traductor: Carlos Milla Soler. Título: Meditaciones de cine. Editorial: Reservoir Books. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

Imagen de portada: Meditaciones de cine

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Oriol Alonso Cano. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 23 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Cine/Quentin Tarantino.

Major Dundee: Una historia de lealtades y frontera.

El Mayor —comandante entre nosotros— Amos Dundee (Charlton Heston) de la Caballería de los Estados Unidos de América tiene muchas cuentas pendientes. 

Probablemente, aunque él la desconozca —o quiera, o finja desconocerla—, la primera es consigo mismo. Duro, exigente, intransigente, apasionado, colérico, en su mirada puede haber determinación, pero tampoco oculta la turbiedad de una vida llena de agujeros negros. El Sur, por ejemplo. Porque Dundee es uno de esos chicos del Sur que admira, y deseaba, tener una casa patricia, de esas con columnas blancas, como las que frecuentaba su amigo y su némesis el capitán Ben Tyreen (Richard Harris). 

Porque Dundee ha nacido y crecido en pleno Tennessee, en Davidson County. Pero Amos Dundee decidido luchar por el Norte cuando la Guerra Civil desgarró la nación por los cuatro costados. Esa es la primera de las cuentas pendientes entre Dundee y Tyreen, porque éste eligió el Sur, su patria, su lealtad emocional. Ambos se hicieron amigos cuando estudiaban y se graduaban en West Point. Las cosas entre ellos se torcieron poco antes de la Guerra Civil, cuando el voto de Dundee sentenció el apartamiento del servicio para Tyreen como consecuencia de un duelo, un episodio en el que sus diferentes concepciones de la vida, el honor y los reglamentos aparecen para dividir y nunca comprender.

Con la Guerra Civil camino hacia su final, estamos en el comienzo de 1865, tanto Dundee como Tyreen son dos perdedores. 

Dundee ve evaporada su carrera militar como consecuencia de una controvertida decisión táctica en la batalla de Gettysburg. La marcha de la guerra lleva a prisión, junto con sus hombres, a Ben Tyreen. 

El Destino, ese nigromante juguetón, los reúne a ambos en la frontera, ¿dónde si no?, en el territorio de Nuevo Méjico. Dundee se ha convertido en un carcelero, como le gusta apodarle Tyreen, de éste y de sus hombres. Pero Amos Dundee no es un tipo de quedarse quieto y aceptar su Destino, así que cuando Sierra Charriba inicia un raid apache arrasando granjas y ranchos, el Mayor Dundee decide actuar. 

Sin claras órdenes para hacerlo, forma una expedición para perseguir y acabar con Charriba. El problema es que Dundee no tiene suficiente tropa para ello, por lo que necesita la ayuda y participación de Tyreen y sus soldados rebeldes prisioneros. 

El equipaje humano de Dundee, amén de sus deudas pendientes con Tyreen, comprende, entre otros un inexperto Teniente Graham (Jim Hutton), un grupo de soldados de raza negra, no especialmente considerados por los rebeldes sureños, 20 tipos nada recomendables y leales a poco más que su devoción por Tyreen, un ladrón de caballos (Dub Taylor), un mulero borracho (Slim Pickens), un religioso ansioso de venganza (R. G. Armstrong), Sam Potts (James Coburn), un baqueteado explorador, y Tim Ryan (Michael J. Anderson), un joven corneta, único superviviente de una masacre perpetrada por el astuto y elusivo Charriba, y por cuyo diario conocemos lo que ocurrió con la expedición Dundee. 

En un reparto extraordinario cuyo eje es el combate entre un gran Heston y un insuperable Richard Harris, brilla la pandilla de actores facinerosos, pendencieros, bebedores de la pandilla Peckinpah, gente poco recomendable, salvo si te vas a meter en jaleos peligrosos, como Slim Pickens, Ben Johnson, Warren Oates —que mirará desafiante a la incierta luz del sol, maldiciendo a Dundee, vitoreando al General Robert E. Lee, antes de ser sumariamente ejecutado por desertor por Tyreen—, R. G. Armstrong, L. Q. Jones, John Davis Chandler, junto a veteranos como James Coburn, que parece haber vivido 50 años en la piel del scout Samuel Potts.

Tyreen acepta la propuesta de Dundee porque sabe que a él y a sus hombres, que vegetan miserablemente en la prisión, quizás les aguarde la horca, pero sella un pacto de honor con su antiguo amigo: servirán bajo sus órdenes pero solo hasta que detengan a Sierra Charriba o lo destruyan. Luego serán libres. 

Dundee no tiene autoridad alguna ni para alistarlos en su empresa ni para permitir su libertad, pero el antiguo militar reglamentista contempla a Charriba como el capitán Ahab a Moby Dick. En Gettysburg fue más allá de las órdenes, y ahora en el remoto territorio de Nuevo Méjico no está para gabelas ordenancistas.

La expedición, tras varias escaramuzas y emboscadas con los apaches, se interna en su persecución en Méjico, y allí se ve involucrada en la lucha entre las tropas francesas de Maximiliano de Austria y las mejicanas de Juárez. 

De esa manera, Major Dundee combina con habilidad y astucia los territorios de películas como Fort Bravo, Veracruz, Más allá de Río Grande, preludiando tanto a Grupo salvaje como a La venganza de Ulzana. Méjico y la Revolución, con permiso de Arturo Pérez-Reverte, es territorio Peckinpah, un territorio que funge en sangre y fuego, en amores interrumpidos, en alcohol con el que enjugar los negros abismos de la conciencia, como le ocurre a Dundee tras conocer a Teresa Santiago (inolvidable Senta Berger), la viuda austríaca de un médico ejecutado por los franceses por apoyar a la gente de Juárez y perderse luego, herido y humillado en los arrabales. 

La expedición está a punto de irse al garete, y si Dundee y Tyreen deciden volver a cruzar el Río Grande —los americanos, los héroes, cansados, derrotados, decepcionados, como Ulises siempre regresan a casa, a un hogar que quizás ya no exista sino en sus recuerdos más borrosos—, es porque es hora de confesar lo vacío de sus vidas. 

En ese frágil itinerario de regreso encontrarán a Sierra Charriba y a las crueles y vengativas tropas francesas. Es ahí, en el cruce de Río Grande, en el que la grandeza de Benjamin Tyreen, el caballero fracturado del Sur, brilla fordianamente en un final deslumbrante por su sabor shakespeariano, homérico, banderas recobradas, grandeza en el corazón, vida en la muerte, amistad tras la traición.

La historia de Charriba, Dundee y Tyreen se cuenta en Major Dundee (1965), una hermosa e inolvidable película de Sam Peckinpah, que pocos años antes había filmado el testamento crepuscular del western con Duelo en la alta sierra (1962), con Randolph Scott y Joel McCrea. 

Major Dundee fue masacrada en la mesa de montaje de la Columbia tras un tempestuoso rodaje en Méjico, continuando la turbulenta historia de Sam Peckinpah, siempre en lucha consigo mismo y el mundo, especialmente con cualquier productor que se cruzara en su camino. 

Peckinpah sobrepasó en tiempo de rodaje y dinero un generoso presupuesto de casi cuatro millones de dólares puesto a su disposición por Jerry Bresler, el capo de la Columbia Pictures. 

El rodaje era siempre un campo de batalla para Peckinpah, que bebía sin tasa. Heston llegó a rodar algún día en el que el cineasta se declaraba enfermo. Despedía, con frecuencia, sin muchas razones a personal técnico y enfurecía a Heston, que llegó a cargar a caballo, sable de Caballería en mano, contra Sam. 

Sin embargo, cuando Columbia canceló el rodaje, Heston, que reconocía el talento del cineasta y sentía que estaban rodando una trágica y hermosa parábola sobre al Guerra Civil, en un gesto inusual en Hollywood, renunció a su elevado salario para que Peckinpah pudiera finalizar su película. 

Su generoso sacrificio apenas lo pudo aprovechar el director, que tras algunos días de rodaje vio como Columbia cancelaba definitivamente el rodaje. En la mesa de montaje había material para una película de 4 horas y 38 minutos, reducida finalmente a una versión de 156 minutos. 

Nada raro, porque inicialmente Bresler y la Columbia habían previsto la película como una producción aún más larga, pero una preview, según el estudio desastrosa, llevó a reducir el metraje a 123 minutos, que fue como se estrenó, añadiendo una banda sonora que Peckinpah detestaba. 

Este clamó contra el montaje, porque a su juicio distorsionaba su idea de película y especialmente la compleja personalidad de Dundee y el sentido de su expedición contra Sierra Charriba. En 2005, y con referencias a las notas del director, se presentó una nueva versión de 136 minutos que actualmente puede verse en DVD.

Como en tantas ocasiones —La saga de Anathan, de Von Sternberg, La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder o Blade Runner, de Ridley Scott—, lo que ha quedado de Major Dundee es una obra maestra plena de vigor desesperado y romántico, compleja, apasionada, brillante visualmente, audaz narrativamente, un poema rodado a sangre y fuego en las que las pasiones, los vicios, los pecados y las virtudes humanas arrasan las vidas de unos personajes atrapados en la permanente frontera de la vida. 

Desde que vi Major Dundee en una deteriorada copia en el cine Quevedo de Madrid, nunca he dejado de emocionarme y recordar las imágenes de esta película tan llena de fuego y vida.

***

Major Dundee (Mayor Dundee, 1965). Producida por Jerry Bresler para Columbia Pictures. Dirigida por Sam Peckinpah. Guion de Harry Julian Fink, Oscar Saul y Sam Peckinpah, sobre un argumento de Harry Julian Fink. Fotografía de Sam Leavitt, en Eastmancolor-Pathécolor-Technicolor y Panavisión. Montaje de Howard Kunin, William L. Lyon y Donald W. Starling. Música de Daniel Amfitheatrof y una Marcha, Sing A-Long Gang, de Mitch Miller. Dirección de arte, Alfred Ybarra. Vestuario, Tom Dawson. Interpretada por Charlton Heston, Richard Harris, Jim Hutton, James Coburn, Michael J. Anderson jr., Mario Adorf, Brock Peters, Senta Berger, Ben Johnson, Warren Oates, Slim Pickens, R. G. Armstrong, L. Q. Jones, Dub Taylor, John Davis Chandler, Karl Swenson, Albert Carrier, Michael Pate, José Carlos Ruiz, Begoña Palacios, Aurora Clavel, Enrique Lucero, Francisco Reiguera. Duración: 123 minutos; 136 en la versión de 2005.

Imagen de portada: Mayor Dundee (Charlton Heston)

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Eduardo Torres-Dulce. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 1 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Cine/Sam Peckinpah

Mia Farrow y las tres veces que el mundo se le vino abajo.

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Dado el epígrafe bajo el que se reúnen estos artículos y dada la imagen pública de Mia Farrow —embajadora de buena voluntad de UNICEF, protectora de la infancia desdichada, sólo superada en adopciones por Josephine Baker, precursora en la denuncia de los abusos sexuales en el cine…—, pocos notables pueden parecer tan alejados del espíritu de estas piezas como ella. 

A simple vista, la ex de Frank Sinatra, André Previn y Woody Allen es mucho más bendita que maldita. Pero a poco que se vaya más allá de esa primera apreciación, superficial inevitablemente, rara es la trayectoria carente de recovecos, raro es el pedestal de los sobresalientes que no tiene fisuras.

Hasta que su hija adoptiva Soon-Yi Previn resultó tener una relación con Woody Allen, en aquellos días novio de Mia, nadie hubiera imaginado aquel escándalo. Probablemente, ella menos que nadie. 

Según confiesa en sus memorias —Hojas vivas (Ediciones B, 1997)—, descubrió que su destino era dar un hogar a las criaturas desamparadas tras adoptar a Soon-Yi precisamente. No debió de resultarle nada agradable que su hija le quitase el novio para casarse con él en 1997. Nicholas Ray comenzó a deslizarse por la cuesta abajo, que acabaría por llevarle al hoyo, con un asunto semejante.

Aquella no fue la primera vez que las cosas se le torcían a la actriz que ha incorporado a la mejor Daisy Buchanan de todas las que se han visto, la que protagoniza la más destacada de las distintas adaptaciones de El gran Gatsby: la estrenada en 1974 por Jack Clayton. 

Vista la fidelidad con la que el cineasta plasma en sus imágenes el espíritu de la novela y la época en la que está enmarcada, seguro que al propio Scott Fitzgerald le hubiera satisfecho. La inolvidable Daisy, la flapper más fascinante de toda la historia de la literatura, por ser la más indolente y la más frívola, jamás hubiera acusado ese asesinato de Gatsby en la piscina como acusó Mia Farrow el amor de Allen y su hija.

Choca el modo en que sus grandes personajes son radicalmente opuestos a la imagen pública de la actriz. 

Sin ir más lejos, la Rosemary Woodhouse de La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968) era, ahí es nada, la elegida por el Maligno para engendrar a su hijo. Toda una fantasía, cierto. Pero con apuntes tan verosímiles como el arribismo: era Guy Woodhouse (John Cassavetes), el marido de Rosemary, quien ofrecía su esposa al Príncipe de las Tinieblas a cambio de medro en su actividad actoral. 

Como nos cuenta el gran Sheridan Le Fanu en Un extraño suceso en la vida de Schalken el pintor (1872), uno de los mejores cuentos de miedo que jamás se hayan escrito, la ambición siempre ha sido un aliciente mayor que el amor en la carrera de un artista.

Rodada La semilla del diablo en el Edificio Dakota, un inmueble maldito en la mitología neoyorquina, podría decirse que el estigma de los amores de Mia Farrow tiene su origen en el tiempo que pasó allí mientras trabajaba en dicha cinta. 

De hecho, estaba en aquel inmueble cuando Sinatra —quien la quiso retirar, como los maridos de antaño hacían con sus esposas— le remitió los papeles del divorcio.

Antes de aquella filmación ya se registran datos harto elocuentes en la biografía de la actriz. “Tendrás una vida fantástica, pero difícil”, le auguró Charles Boyer cuando sólo era una niña a la que John Wayne le parecía el “hombre más alto del mundo” cuando la alzaba para subirla a una silla. Cerraba la boca en los estudios al visitar a su padre en los rodajes, tal y como le había indicado la institutriz mientras el servicio la vestía en su casa.

Hija de Hollywood, Mia Farrow nació en Los Ángeles en 1945. 

Fueron sus progenitores la actriz Maureen O’Sullivan —la Jane más sensual de toda la historia de Tarzán de los monos— y el realizador John Farrow, un clásico del filme noir de la RKO. 

Católicos practicantes uno y otro —parece ser que el padre era converso por amor a Maureen, pero la misma Mia en realidad se llama Lourdes, María de Lourdes—, todo fue dicha en sus primeros años, esa dicha de los retoños de los desahogados de Hollywood criados en Beverly Hills, Brentwood o Bel Air. Pero más tarde o más temprano, eso también, igual que todo, siempre se acaba.

La propia actriz cifra el final de su feliz niñez cuando, recién cumplidos los nueve años, se le diagnosticó una poliomielitis. Fue una de las quinientas personas afectadas por un brote de esta parálisis infantil que, por aquel entonces, se declaró en Los Ángeles. La enfermedad la mantuvo confinada en una sala de aislamiento durante tres semanas. 

Después llegaron las discusiones de sus padres por las infidelidades del cineasta. 

Supo que su madre había dispuesto su cuarto para que no se enterase de que su padre llegaba a casa tarde, tras haber estado en los brazos de Ava Gardner, durante la historia que mantuvieron mientras rodaban Una vida por otra (1952). 

Y tras las broncas que precedieron a la separación de sus padres, se vinieron abajo los rezos del rosario, los estudios del catecismo y de los siete pecados capitales, las enseñanzas de las monjas irlandesas que la educaron y también las de las de Madrid, a uno de cuyos colegios asistió cuando John Farrow fue el primero de los cineastas estadounidenses que trajo Samuel Bronston a mi amada ciudad, para trabajar en sus estudios. 

Hasta no hace mucho, aún había aquí hermanitas que recordaban a la pequeña Mia Farrow.

Lo peor aún estaba por llegar. Y eso fue en 1963 cuando, por primera vez, el mundo se le vino abajo, tras la muerte de su padre. Su familia empezó a verse agobiada por problemas económicos. La joven Mia tuvo que empezar a trabajar con 18 años para contribuir a la economía de su casa. Afortunadamente, ya desde niña venía dando muestras de su vocación actoral. 

Sus hermanos la recuerdan muy pequeña jugando a interpretar piezas con dagas de juguete y sangre falsa. Incluso en ciernes, siendo tan solo una niña que quería ser actriz, aquellos primeros personajes, con los que sólo jugaba, ya se apartaban de esa personificación del buen rollo que viene siendo Mia Farrow desde antes de que la UNICEF le confiase su embajada.

Lo malo habrían de ser sus maridos y sus novios. Dados sus orígenes, el trabajo no le planteó ningún problema. Hizo teatro en Broadway y televisión. Fue la Allison Makenzie de Peyton Place, uno de los grandes éxitos de la historia catódica estadounidense. Dejó la serie en 1966 a instancias de Sinatra, con quien contrajo matrimonio aquel mismo año. 

Ella tenía 21 primaveras, él 51 otoños. “Tengo un whisky con más años”, bromeó Dean Martin, refiriéndose a la juventud de la novia. “Siempre supe que Frankie acabaría casándose con un chico”, apostilló Ava Gardner, en alusión al corte de pelo de Mia. Ciertamente, la joven señora de Sinatra se hizo notar en mayo de 1967, cuando apareció con el pelo cortado a lo garçon en la portada de la revista Life. Aquello la convirtió en una de las chicas de moda.

No hay que discurrir mucho para concluir que esa tendencia de la actriz hacia los hombres mayores —Previn la sacaba 16 años y Allen 10— obedeció a la ausencia del padre, siempre ocupado en rodajes durante su infancia. Aunque con Frankie apenas duró un par de años, su hija Nancy todavía sigue siendo una de las mejores amigas de Mia.

Ya separada de La Voz, el mundo se le vino por segunda vez abajo. Pero Dalí la invitaba a sus fiestas, frecuentaba la Factory de Warhol en compañía de Liza Minnelli y Steve McQueen… Total, que era una de las chicas de moda en los felices 60… Fue entonces cuando se dio a la ebriedad y otros placeres con largueza.

Si se exceptúa su dramática experiencia sentimental, puede costar ver en Mia Farrow a una mujer maldita. Ahora bien, alucinada lo fue de forma inequívoca. Es más, puede decirse que formó parte de la experiencia alucinógena mediante la que, en buena medida, el rock entró en la psicodelia. 

Agobiada por el fracaso de su primer matrimonio, la primavera de 1968 se le fue aprendiendo meditación transcendental en el ashram del Maharishi Mahesh Yogi, el gurú que dio a conocer el yoga hindú internacionalmente por haber iniciado en dicha disciplina a The Beatles. 

Fue allí, en medio de aquella experiencia en la ciudad del Rishikesh, al norte del país, donde las hermanas Farrow, junto al cuarteto de Liverpool, Donovan, Pattie Boyd, Mike Love —vocalista de The Beach Boys— y otros notables del cotarro juvenil de la época, se iniciaron en la meditación transcendental, donde Mia se convirtió en una hippie auténtica. Prudence, su hermana, inspiró a John Lennon «Dear Prudence», la segunda canción del White álbum (1968) de The Beatles.

Siempre muy recordada en su creación de Rosemary, la elegida por el diablo para engendrar a su hijo, de vuelta a Occidente protagonizó algunas de las mejores películas de miedo de la época —Ceremonia secreta (Joseph Losey, 1968), Terror ciego (Richard Fleischer, 1971)— y una cinta muy representativa de la revolución sexual, que entonces empezaba a ser un hecho. John y Mary (Peter Yates, 1969) era su título, y presentaba el conocimiento carnal entre un chico y una chica que se conocen en un bar hablando de Godard —la impronta del heraldo de la Nouvelle Vague llegaba hasta el nuevo Hollywood— y esa misma noche —y tras evocar en una serie de flashbacks sus relaciones anteriores— “se acuestan”. 

Aún se decía así, con un decoro semejante a aquel pudor del que nos habla la propia Mia, que, siendo una niña, le hacía apretarse la falda contra los muslos para que el aire no se la levantase.

Sentimentalmente, encontró cierto equilibrio junto a su segundo marido, el músico André Previn, con quien concibió tres hijos y adoptó otros tantos. En 1979, cuando aquel segundo matrimonio también fracasó, se vio sola y con seis hijos. Por tercera vez, el mundo se le vino abajo. Fue poco después cuando su vida y la de Woody Allen se cruzaron. Al separarse doce años después, a Mia se le rompieron todos los esquemas. Ya no tenía ni mundo que se le viniera abajo.

Imagen de portada: Mia Farrow

FUENTE RESPONSABLE. Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Javier Memba. 26 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Cine/Mia Farrow/Historia de vida.

MUJERIEGO Y SALVAJE; los excesos del actor insolente. 

Marlon Brando, un actor llamado deseo.

Fue un dios rudo y silvestre que imantaba la pantalla con una mirada arisca. Un tipo raro, huidizo, mujeriego hasta el exceso que conoció la gloria y el infierno. Apasionado; atormentado; convulso; difícil; antipático; apolíneo de joven y después abandonado y ajado, misántropo. Único: todos sus imitadores –que son muchos– han fracasado al intentar emularlo.

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En sus últimos años Marlon Brando fue un viejo encastillado en sus rarezas, huidizo de la luz, aprisionado en un corpachón de muchas arrobas en el que ya resultaba imposible rastrear los vestigios de aquel joven que incendió de lujuria y veneración las plateas. 

Pero, bajo la coraza de galápago que lo protegía de la curiosidad del mundo, anidaba aún la criatura sagrada. Quienes lo hayan visto transitar como una esfinge por alguna de las películas prescindibles que jalonan el último tramo de su carrera saben a lo que me refiero: no importa que su papel sea ridículo o inverosímil, no importa que lo interprete con desgana o hastío, su mera presencia provoca en la sala un cuchicheo sordo, apabullado, devoto. 

Y es que Brando sigue siendo –pese a sí mismo, pese a su empeño por convertirse en un remedo o parodia de lo que fue– la encarnación de una leyenda. Nunca otro antes que él hizo de la interpretación un escaparate de humanidad convulsa; nunca llegará otro -y sus imitadores se cuentan por millares- que recoja su herencia.

Escapar de casa.Su padre fue un hombre arisco y su madre –que no logró ser actriz– estaba destrozada por el alcohol. Brando se fue de casa a los 19 años. Aquí, con sus padres en 1950.

Sus biógrafos han querido rastrear en ese fondo de tormento que caracteriza sus mejores composiciones una infancia traumatizada por el amor a una madre alcohólica y el odio a un padre chulesco que nunca se tomó en serio su vocación. Marlon Brando nació en Omaha, Nebraska (EE.UU.), el 3 de abril de 1924; a los seis años se trasladó con su familia a Illinois, donde su padre compraría una granja que nunca iba a rendir beneficios. 

Fue un niño inhóspito, un adolescente tenebroso e insociable. Quería ser actor o no ser nada; en este propósito seguramente lo alentaba el deseo de desagraviar a la madre destrozada por el alcohol, que había pretendido sin suerte triunfar en la escena. En la primavera de 1943 se fugó a Nueva York, dispuesto a comerse el mundo a dentelladas. Era por entonces un joven reconcentrado en su mutismo, con algo de kamikaze o coleccionista desaprensivo de amantes; era, también, bello como un pecado mortal.

Era un joven reconcentrado en su mutismo y bello como un pecado mortal. Incendió de lujuria y veneración las plateas

Empieza a recibir clases de interpretación. Su profesora, Stella Adler, una mujer ya cuarentona con la que mantendrá una relación ambigua y edípica, descubrirá en él posibilidades incalculables. El atribulado Brando guarda dentro de sí la furia y la vulnerabilidad que caracterizan a los elegidos; cuando se mete en el pellejo de sus personajes, penetra en pasadizos que le están vedados al común de los actores. 

Y es que Brando no actúa; más bien se devora a sí mismo, en un ejercicio de feroz autofagia. Pronto empezará a conseguir papeles de cierto relieve, casi siempre asociados a un prototipo de brusca masculinidad, que él subvierte incorporándoles un trasfondo de melancolía. Formará parte de la primera promoción de alumnos del Actors Studio, junto a Montgomery Clift, Elli Wallach, o Shelley Winters; durante años, rechazará todas las ofertas que le llegan de Hollywood, labrándose una leyenda de actor huraño, esquivo, refractario a la fama.

Esquivo y huraño. Formó parte de la primera promoción de alumnos del Actor´s Studio, junto a Montgomery Clift, Elli Wallach, o Shelley Winters. Tardó años en decirle sí a Hollywood y se ganó fama de esquivo y huraño. En la foto en Salvaje, película de 1953.

En 1947 consigue el papel de Stanley Kowalski en la obra de Tennesse Williams Un tranvía llamado deseo, arrebatándoselo a actores consagrados como Burt Lancaster o John Garfield; Elia Kazan, el director, no vacila en concedérselo cuando Brando acude a las pruebas enfundado en una camiseta resudada y en unos pantalones vaqueros que esculpen cada centímetro de su piel. 

El éxito de la obra pone a Broadway de rodillas; el Kowalski de Brando, bestial y ególatra, irradia un magnetismo sexual que nunca antes se había visto. Es la época en que Brando se aficiona a las mujeres de otras razas, negras y asiáticas, indias y gitanas, pisoteando las convenciones timoratas de la época. El escándalo lo aureola, el mito empieza a crecer sobre el hombre. En cada representación, Brando aprovecha un intervalo de veinte minutos en que su personaje no comparece en escena para follar desesperadamente con mujeres siempre distintas, siempre anónimas, siempre borrosas, que acuden a su camerino para participar de su divinidad, o siquiera de sus migajas.

Brando ha empezado a sufrir ataques de ansiedad y jaquecas que añaden trastorno a sus actuaciones. En 1949 accede por fin al reclamo de Hollywood; en su primera película, Hombres, de Fred Zinemann, interpretará a un mutilado de guerra en una silla de ruedas. Luego vendrán la versión cinematográfica de Un tranvía llamado deseo y ¡Viva Zapata!, ambas a las órdenes de Elia Kazan. Hollywood y el estrellato le repugnan; la misantropía será su cárcel y su refugio. 

Ha empezado a desarrollar un carácter masoquista y atrabiliario; en las películas, sus personajes soportan palizas rituales que tienen algo de penitencias consentidas. En La ley del silencio (1954) vuelve a trabajar con Kazan, ya estigmatizado por sus delaciones ante el Comité de Actividades Antiamericanas, pero en la plenitud de sus dotes artísticas: su composición de Terry Malloy, un boxeador con alma de cristal que denuncia a las mafias de Nueva York, empuja el arte interpretativo hacia finisterres nunca explorados. Ganará su primer Oscar, y la veneración del mundo. Pero le importa una mierda el reconocimiento de sus contemporáneos; su afán es inmolarse y redimirse cada vez que se pone ante la cámara.

El meollo del mito

Las vicisitudes de su biografía facilitan este designio. En 1954 muere su madre, a quien asistirá en el lecho de la agonía; cuando expire, cortará un mechón de sus cabellos, que guardará como amuleto. 

En 1955 se casa con Ana Kashfi, una muchacha nacida en Calcuta, de piel olivácea y ojos de gacela, en la que germina la semilla de la locura; juntos se despedazarán durante años, en una ceremonia de mutua depredación de la que sacará jugo la prensa. En noviembre de 1957, Truman Capote publicará en The New Yorker una entrevista con Brando que titula El duque de sus dominios; en ella, el actor se muestra sin caretas, desvalido y acosado por innumerables fantasmas; se trata de una soberbia pieza literaria que penetra en el meollo del mito, hasta pulsar la cuerda fragilissima de una humanidad que se pasea por el filo de la navaja.

Pasión en una choza. Se enamoró de Tarita Teriipaia durante el rodaje de Rebelión a bordo. Desataban su pasión encerrados en una choza para desesperación del director Carol Reed. Su matrimonio posterior fue tormentoso.

Brando se arroja con entusiasmo a las fauces de la autodestrucción. Dilapida un presupuesto de seis millones de dólares dirigiendo El rostro impenetrable, un western desquiciado y lírico que los gerifaltes de la Paramount destrozan en la sala de montaje. 

En 1960, ya divorciado de Ana Kashfi, se casa con Movita, una mexicana a la que ya había incorporado al sufrido elenco de sus amantes años atrás. En ese mismo año, durante el accidentado rodaje de Rebelión a bordo, se enamorará de una polinesia, Tarita, con la que vivirá un idilio caótico, encerrados en una choza, mientras un desesperado Carol Reed renuncia a la dirección de la película. En los diez años siguientes, insertará una sucesión de fracasos en la taquilla.

Obeso y desahuciado

A comienzos de los 70, Brando es un actor desahuciado que entretiene su decadencia participando en aventuras de activismo político. 

El cabello le ha comenzado a ralear; su cuerpo se rinde a la obesidad; de su rostro ha emigrado aquella belleza que conmovió al mundo. Un joven Francis Ford Coppola logra que los productores de El padrino le permitan realizar una prueba al ídolo caído. Entonces acontece el milagro: Brando recibe al cineasta en su mansión, ataviado con un ridículo kimono, panzudo y torpón, con una melena grimosa y entrecana que se desagua sobre los hombros. 

Cuando Coppola enciende la cámara, Brando recoge la melena en un moño y la tiñe con betún, se rellena los carrillos con kleenex, imposta una voz afónica y lastimada (ha decidido que su personaje convalece de un tiro en la garganta): Vito Corleone, el patriarca gangsteril, se hace carne ante los pasmados ojos de Coppola. Brando resurge de sus cenizas y escupe su genialidad. Cuando le concedan el segundo Oscar, no se molestará en recogerlo: enviará a la india Sacheen Littlefeather para denunciar el genocidio de su pueblo.

Un renacer de Oscar. Francis Ford Coppola se empeñó en hacer una prueba a Brando cuando era un ídolo caído. Lo visitó y el actor lo dejó boquiabierto al inventar él mismo a Vito Corleone, protagonista de El Padrino. Ganó el Oscar, pero no fue a recogerlo.

Bernardo Bertolucci completará la resurrección del ave fénix. En El último tango en París, Brando hará suyo un personaje nihilista que elige el sexo salvaje como metáfora de un suicidio interior. Ni siquiera se molestará en aprenderse los diálogos del guión: le bastará con levantar la tapadera que esconde sus demonios, ese amasijo de serpientes que anida en los sótanos de su memoria. La secuencia en la que evoca su pasado, fundiendo vida y personaje, y revive sus traumas infantiles, constituye uno de los instantes más sobrecogedores del cine.

Desde entonces, Brando ha guiado sus apariciones ante la cámara por razones estrictamente pecuniarias; de ahí que su filmografía de las últimas décadas –salvo excepciones como Apocalypse Now– la compongan películas sólo redimidas por su presencia. 

Este criterio errático no ha perjudicado, sin embargo, su leyenda, aderezada de episodios excéntricos, megalómanos y escabrosos. Recluido en su mansión de Mulholland Drive, Brando se convirtió  en un Minotauro que pasea por los laberintos de su soledad. Dormía en una cama gigantesca, bajo cuyo colchón guardaba una pistola cargada. A su prole, repartida entre muchas mujeres,  incorporó al parecer tres hijos más, fruto de una relación con su ama de llaves.

Tragedia. Christian Brando (hijo de Marlosn) mató de un disparo al novio de su medio hermana Cheyenne. El actor se arruinó en pagar su defensa. Su hijo acabó en prisión y su hija se suicidó.

En 1990, su primogénito Christian le descerrajó un tiro al amante de su hermanastra Cheyenne. Brando pagó una fianza de diez millones de dólares para dilatar el ingreso en prisión de su hijo; y compareció en silla de ruedas, estragado por la amargura y la obesidad, en el juicio que acabaría dictaminando su culpabilidad. Cinco años después, Cheyenne remataría la tragedia ahorcándose.

Un único momento de felicidad

En su autobiografía, que escribió para sufragar la fianza de su hijo, asegura que sólo ha saboreado una vez la felicidad. 

Fue una impresión efímera, apenas un espejismo de los sentidos. Había viajado a Europa, para reponerse de las 500 representaciones de Un tranvía llamado deseo. A las afueras de Nápoles, se tumbó en un prado y se quedó dormido; al despertar, un cielo sin nubes, de un azul rabioso, se abalanzó sobre sus ojos, lo tomó en volandas, lo hizo sentirse ingrávido y sin edad.

Quizá años después, mientras se derrumbaba cada noche sobre la cama que acogía su insomnio y escrutaba el techo de su mansión, mientras la oscuridad se ahondaba de recovecos y el silencio sellaba su voluntario ostracismo, Brando alcanzó a imaginar ese cielo que sólo existe en las mitologías; un cielo por el que navegaría, lento como un catafalco, rumbo a la inmortalidad.

Imagen de portada: Marlon Brando

FUENTE RESPONSABLE: ABC XL Semanal. Por Juan Manuel de Prada. 23 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Cine/Hollywood/Leyendas.

Medio siglo de ‘El padrino’ (1)

Primavera de 1972. En aquel momento, por esas circunstancias de la vida, estaba yo en los Estados Unidos. Justo en aquel momento. Y en Nueva York, cómo no; la metrópolis donde tarde o temprano va a parar todo el mundo. 

Estaba a punto de enfrentarme a una de las vivencias más trascendentales de mi existencia como ciudadano consumidor de cultura, aunque poco podía sospecharlo mientras me acicalaba en la ocre soledad de mi habitación —aquel hotelucho barato, tétrico y sucio, como sucia era por entonces aquella ciudad—; no tenía gran cosa que hacer aquella noche, así que pensé en ir al cine para ver aquella nueva película de la que todo el mundo estaba empezando a hablar. 

Supongo que me afeité ante el espejo, probablemente mientras silbaba una cancioncilla con despreocupación, sin ser consciente de la experiencia casi mística que iba a apoderarse de mí en tan solo unas pocas horas. Ingenuo de mí, estaba convencido de que aquella iba a ser una noche como otra cualquiera. Pero hablamos de los años setenta: las probabilidades de que una noche cualquiera se transformase en una velada mágica por efecto de ese alimento del alma que llamamos «cultura» eran altas, pero entonces aún no nos habíamos dado cuenta de ello. 

Si deseas profundizar en esta entrada; por favor cliquea adonde se encuentre escrito en “azul”. Muchas gracias.

Solo ahora, con los años, he podido ponderar en su justa medida lo que aquella jornada significó. Si el cine es parte de la cultura y la cultura es parte de la vida, entonces podemos decir que aquella misma noche mi vida estaba a punto de cambiar. Porque tenía una entrada para ver El padrino.

Salí a la calle, pero apenas pensaba en la película, ensimismado como estaba en mis propios asuntos. No recuerdo ya qué asuntos eran aquellos, pero nada relacionado con el cine, supongo. 

Por lo que a mí respecta, no estaba dirigiéndome a la proyección de un hito imperecedero. Para mí solo se trataba de la nueva película de Marlon Brando, el film que lo había devuelto a la palestra comercial. Y poco más. 

Decían que el veterano actor había hecho una interpretación soberbia, pero ¿cuántas interpretaciones soberbias no llevaría ya a esas alturas de su carrera? Brando era por entonces un grande del cine, aunque hasta apenas unas semanas antes del estreno de su nueva película se lo hubiese considerado demodé (por entonces aún utilizábamos esa palabra) e incapaz de generar una buena recaudación taquillera. 

En cuanto a la calidad del film, la gente que ya había asistido a alguna proyección de El padrino se mostraba entusiasmada, pero el entusiasmo ajeno no basta para transmitir toda la significación de una obra maestra, eso es algo que uno ha de absorber con sus propios ojos. 

También había leído alguna crítica igualmente elogiosa, pero la prensa —y más en los Estados Unidos— es siempre propensa a dejarse llevar por las modas de la temporada. Seguro que exageran. Sí, será una buena película, pero hemos visto varias buenas películas en tiempos recientes… no olvidemos que estamos en 1972, aún no resulta difícil encontrar muy buen cine entre los estrenos. 

Resumiendo, no esperaba grandes revelaciones. Solo esperaba una buena película de gánsteres, una especie de versión actualizada de aquellos clásicos con James Cagney y George Raft, películas que siempre me gustaron. Pero… qué equivocación.

Llegué caminando al cine y sin contagiarme de la sorda efervescencia del público que ya rondaba por allí, un público que probablemente —cosas de estar más imbuidos en la actualidad cultural estadounidense que yo, un extranjero con aire distraído— eran más conscientes de estar asistiendo a un acontecimiento especial. Es posible que algunos de ellos ya hubiesen visto la película y repitieran sesión, contagiando su fervor a los primerizos. Es posible. 

Pero yo entré en la sala de cine sin enterarme de nada. Ocupé mi butaca como tantas otras veces había hecho antes y tantas otras veces he hecho después. Esto es: con la guardia baja. Uno nunca está preparado para algo como aquello. La sala quedó a oscuras. Sobre una pantalla todavía completamente negra comenzó a sonar una triste melodía de trompeta, que me trajo al instante recuerdos de mi Mediterráneo natal… allá, tan lejos, junto al inhóspito Atlántico. 

Apareció el logo que ya había visto en los carteles: Mario Puzo’s El padrino, con la mano de un titiritero manejando unos hilos. La pantalla seguía a oscuras cuando se escucharon las primeras palabras de la película: I believe in America..

Una de las mayores obras de arte del siglo XX, quizá una de las grandes obras de ficción de toda la historia, está empezando a desgranar su magia ante mis ojos. No podría encontrar adjetivos para describir aquel cúmulo de sensaciones, aquellas tres horas en que yo —como tantos individuos anónimos sentados en la misma platea— estaba siendo testigo de un momento de cambio, de algo que no se parecía a nada que hubiera visto antes. El tiempo se detuvo, literalmente. No había horas, ni minutos: solo estaba la historia de los Corleone. Al terminar la película, me sentía completamente atónito. Aturdido. Las luces de la sala se volvieron a encender. Entre el público reinaba un casi completo silencio, lo que por entonces constituía una reacción habitual entre la gente que veía el film por primera vez. No me moví de mi butaca durante algunos minutos. Todos habíamos sido golpeados por algo inesperado. Al volver a pisar la calle —aún como flotando en una nube de irrealidad— nuestra visión del arte cinematográfico ya no era la misma. Uno no piensa estas cosas con estas mismas palabras en ese mismo instante, desde luego, pero aquello no solamente era una película distinta; la cultura contemporánea acababa de sufrir una sacudida estremecedora. Y nosotros, los espectadores que —casi a tientas, aún cegados por el asombro— abandonábamos el cine aquella noche, acabábamos de ser partícipes de excepción. 

Es una gran anécdota, ¿verdad? Haber visto El padrino en New York en el mismo año de su estreno. Da una buena idea de lo mucho que han cambiado los tiempos en el séptimo arte, de lo que suponía visitar un cine por entonces, de lo que podía uno llegar a encontrarse uno en pantalla durante los años setenta. Sí, es una gran anécdota. Lástima que esta anécdota nunca sucedió así. Al menos, no protagonizada por mí. 

He de confesarlo: yo ni siquiera había nacido cuando se estrenó El padrino. Pero, ¿no resulta perfectamente creíble lo descrito en la narración? Porque todos lo hemos sentido. Quizá no vimos la película allí ni entonces, pero tuvimos nuestra propia revelación en otro lugar y en otro tiempo, cada cual según sus circunstancias. 

Cualquiera que haya visto esta película puede entender lo que significó para los cinéfilos de su tiempo tener la oportunidad de gozar esa experiencia. No he dejado de imaginar lo que debió de suponer entrar en una sala de cine pensando que se iba a proyectar una película «normal» y toparse de bruces con una de las más grandes tragedias de todos los tiempos, algo a la altura de Shakespeare, Cervantes, Dostoievski… 

Mirar hacia la pantalla y ser absorbido por aquella historia de familia, honor, sangre, codicia, tradiciones y prejuicios. Ser apabullado por el inmenso talento de Francis Ford Coppola. Descubrir de una sola tacada a Al Pacino, Robert Duvall, Diane Keaton, John Cazale, James Caan… todos ellos en lo mejor de sus carreras, interpretando a sus más legendarios personajes, destilando lo más exquisito de su esencia. Y todos reunidos en un mismo largometraje. Aun sin haber conocido de primera mano aquella época, uno solo puede exclamar: ¡qué tiempos!

«Una película sobre esa gente que a usted le gusta tanto»

Como ha sucedido con varios de los grandes hitos de la historia del cine, El padrino nació de un parto largo y complicado. Su gestación estuvo repleta de sucesos rocambolescos, siempre a medio camino entre la realidad y la leyenda. La peculiaridad de su gestación comienza desde el mismo momento en que nació como idea para una novela, momento por cierto muy apropiadamente ligado a los casinos y a la trastienda del propio Hollywood. Viajemos una vez más en el tiempo —un poco más atrás, hasta finales de los años sesenta— y situémonos en el despacho de Robert Evans, jefe de producción de uno de los más grandes estudios cinematográficos, la Paramount Pictures. Un buen día se presentó en aquel despacho un amigo suyo, Mario Puzo, escritor neoyorquino por entonces prácticamente desconocido. Al pobre Puzo se lo veía visiblemente desesperado. Casado y padre de cinco hijos, el novelista estaba con el agua al cuello a causa de su afición al juego: se había dejado unos cuantos miles de dólares en los casinos y debía dinero a toda clase de prestamistas… incluyendo a algunos no demasiado recomendables. Estaba metido en serios problemas. El novelista, asfixiado, pidió a Evans un dinero con el que satisfacer a sus acreedores. Recibiría ese dinero en concepto de anticipo de una todavía inexistente novela llamada Mafia, cuyos derechos de adaptación cinematográfica cedería a la Paramount. El escritor insistía en que el tema podía resultar interesante para una película. Evans no se sintió especialmente fascinado por la temática, pero como favor personal le anticipó veinticinco mil dólares a Mario Puzo a cambio de los derechos de adaptación de aquel libro todavía por escribir. Se despidió del novelista y después, probablemente pensando que la novela no llegaría a existir siquiera, sencillamente olvidó el asunto. 

Pero Mario Puzo sí estaba dispuesto a escribirla. Desapareció durante unos meses, tras los cuales —para sorpresa de Evans— volvió a presentarse en el despacho ya con el manuscrito terminado. Aunque había cambiado el título inicial de Mafia por el de El padrino, la novela prometida estaba allí. 

Pese a que Evans no se había molestado en preguntarle sobre ello y probablemente no lo hubiera mencionado nunca más, el escritor se había tomado el encargo muy en serio. Puzo no sabía nada sobre el mundillo mafioso, pero se había puesto a indagar en el tema, especialmente leyendo toneladas de prensa e incluso inspirándose en apariciones de algunos capos de la Cosa Nostra ante comisiones parlamentarias que a veces eran retransmitidas por televisión. Según se dice, otra parte de la investigación de Puzo consistió en conversar con el personal de los casinos entre apuesta y apuesta ante una mesa de ruleta. 

Sea como fuere, la novela había sido terminada y estaba allí, en la mesa de Evans. Mezclaba hechos reales de la mafia con leyendas, rumores y habladurías varias, todo ello aderezado con las conexiones mafiosas, amoríos y peripecias vitales de un cantante imaginario llamado Johnny Fontane, que era un descarado alter ego de Frank Sinatra —las amistades de Sinatra con jefes criminales eran un secreto a voces—, que ocupaban una parte sustancial de libro. 

Así que cuando Robert Evans tuvo finalmente el manuscrito en sus manos… no sabía qué hacer con él. Lo último en lo que estaban pensando los directivos de la Paramount era en financiar una película de mafiosos. El estudio acababa de pegarse un sonoro batacazo con The Brotherhood, un film sobre la mafia protagonizado por Kirk Douglas, que había sido un fiasco de taquilla y había ayudado a contribuir a la idea de que el género no resultaba comercialmente rentable. Así que el improbable proyecto de llevar El padrino al cine quedó relegado en un cajón. 

Sin embargo, cuando la novela fue publicada en formato de papel, se convirtió en un inesperado éxito editorial. En aquella época la sociedad estadounidense estaba empezando a ser consciente del enorme poder que la mafia acumulaba en su país, y el público se estaba interesando por el asunto; el libro de Puzo, pues, encontró un enorme nicho de mercado y empezó a vender miles de ejemplares. 

No resulta sorprendente. Eran los tiempos del invisible Carlo Gambino, el tranquilo capo de la «familia Gambino»: un hombre de apariencia inofensiva que solía hablar casi entre susurros, vestía de forma anticuada, llevaba una tranquila vida familiar… pero cuyo nombre inspiraba terror en los bajos fondos e incluso en algunos ámbitos del poder, especialmente en Nueva York. 

Gambino controlaba el mundillo criminal de la ciudad, además de diversos servicios públicos y sindicatos. Eran también los tiempos de Sam Giancana, el capo de Chicago cuyas conexiones llegaban incluso hasta la CIA y la Casa Blanca, de quien incluso se rumorea que pudo haberse encargado de liquidar a Marilyn Monroe para que no causara problemas a Robert Kennedy

Aunque los propios mafiosos negaban públicamente la existencia de ninguna organización, la mafia estaba despertando una enorme curiosidad y fascinación entre la gente de a pie. 

El éxito de la versión escrita de El padrino animó finalmente a la Paramount a planear la adaptación cinematográfica, aunque en principio pensaron en una película más bien modesta. Situarían la acción de la novela en el presente (1970) para ahorrar costes, ya que hacer una película de época para llevar la acción a los años cuarenta y cincuenta, tal y como se narraba en el libro, supondría un auténtico dineral en decorados, ambientación, etc. El estudio dio luz verde al proyecto y el propio Robert Evans decidió supervisarlo personalmente ejerciendo como productor ejecutivo. 

Evans comenzó a buscar un productor y un director para la nueva película. Además, el máximo jefazo de la Paramount, Charlie Bluhdorn, quería aprobar personalmente la elección de esos dos puestos fundamentales. 

Bluhdorn era presidente de la Gulf & Western (compañía dueña del estudio Paramount) y uno de aquellos magnates de Hollywood que a veces se parodia en las propias películas. De origen austriaco, hablaba siempre a voces, profería gran cantidad de exabruptos malsonantes y se decía que cultivaba estrechas amistades en la mafia. 

El proyecto, pues, iba a estar fuertemente supervisado desde arriba. Evans ofreció el puesto de productor a Al Ruddy, quien tenía reputación de saber trabajar con eficacia, rapidez y economía de recursos. Resultaba vital no exceder el presupuesto fijado y Evans telefoneó a Ruddy para decirle que lo quería como productor, pero que primero tendría que presentarse ante Bluhdorn y, cara a cara, convencer al pez gordo de que era el hombre indicado para el trabajo. 

Justo tras colgar el teléfono, Ruddy se compró la novela de Mario Puzo y la leyó en una sola tarde. Al día siguiente ya estaba en el despacho de Bluhdorn, vendiéndole su visión del proyecto al mandamás de Paramount. Conociendo los contactos mafiosos del magnate, Ruddy no se anduvo por las ramas y espetó: «Si me da el trabajo haré una película increíblemente realista sobre esa gente que a usted le agrada tanto». 

Se hizo el silencio. El magnate levantó las cejas y abrió los ojos sorprendido. 

¿Realmente acababa de decirle a la cara aquel tipo que sabía que era amigo de los mafiosos? ¿Alguien tenía los santos redaños de hacer algo así? 

En aquellos momentos de tenso mutismo, Ruddy no tuvo muy claro lo que ocurriría a continuación y se arrepintió de haber soltado semejante indiscreción. Quizá el dueño del estudio se pondría en pie y comenzaría a soltar sus característicos alaridos y torrentes de blasfemias… probablemente nunca conseguiría el trabajo. 

Pero no sucedió nada de eso. Bluhdorn se limitó a dibujar una sonrisa sarcástica en su rostro. El jefazo le respondió a Ruddy: «El trabajo es tuyo», se levantó de la mesa y se marchó del despacho sin soltar una palabra más. 

Imagen de portada: El padrino. Imagen: Paramount Pictures.

FUENTE RESPONSABLE: JOT DOWN. Por E.J. Rodríguez.

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Breve diccionario mitológico (e histórico) de ‘Irati’.

Antes de su estreno comercial el próximo viernes, 24 de febrero, Irati, el segundo largometraje del cineasta alavés Paul Urkijo, tendrá un pase especial mañana por la tarde en los cines Príncipe de Donostia, de la mano de NOTICIAS DE GIPUZKOA y con la presencia del director y de los actores principales, Edurne Azkarate y Eneko Sagardoy.

Irati es un compendio de la mitología vasca, supone un repaso a muchas de sus figuras principales, centrándose en la “regente” de todas las criaturas, la diosa Mari, encarnada en la película por la actriz Itziar Ituño. El cineasta confiesa que en largometraje salen “muchas más” criaturas de las que uno es capaz de percibir, no en vano ha “jugado” a difuminar las líneas entre unos seres mitológicos y otros y a que “se mezclen”. 

En un ejercicio de síntesis de la tradición oral, a la que estudiosos como el sacerdote y antropólogo Joxe Miel Barandiaran dedicaron gran parte de su trabajo, y con la voluntad de contextualizar el espíritu de Irati y de los mitos que a través de ella cobran nueva vida, les ofrecemos un pequeño glosario de criaturas, hombres y hechos.

Aker: El macho cabrío es uno de los seres que no es exclusivo de la mitología vasca, sino que se adscribe también a otras tradiciones y religiones. Se le asocia a la diosa Mari debido a sus habilidades curativas, pero también se le relaciona con la brujería. No en vano, el término akelarre se refiere al culto en el que se veneraba a akerbeltz, un animal que, según recuerda Barandiaran, se criaba en los hogares para impedir que el ganado enfermase. De hecho, Barandiaran se refiere a él como una divinidad protectora. En distintas tradiciones orales del País Vasco este vive en una caverna junto a una serpiente y es custodio de un tesoro. No obstante, la caza de brujas, que en el caso de Euskal Herria impulsó Pierre de Lancre en el siglo XVII, provocó que el culto al macho cabrío se relacionase con el diablo.

Basajaun es una de las criaturas mitológicas que aparecen en 'Irati'.

Basajaun es una de las criaturas mitológicas que aparecen en ‘Irati’.

Basajaun: Ser gigante de forma humanoide y cubierto de pelo que vive en lo más profundo del bosque o de las cuevas. Se relaciona a este numen con los oficios tradicionales, con la ganadería, la agricultura y la herrería. Así, Basajaun es el encargado de asustar a los lobos para evitar que ataquen a las ovejas, que anuncian la presencia de este con el repicar unísono de sus cencerros. El hecho de que sea considerado el origen de varios oficios remite al mito de Prometeo, el titán que robó el fuego a los dioses para dárselo a los humanos, acto por el que fue severamente castigado. Según recogió Barandiaran, Basajaun fue el primer agricultor de quien los hombres, mediante engaños, lograron la primera semilla. El sacerdote y antropólogo guipuzcoano también resaltó que es considerado el primer herrero y el primer molinero y, al igual que lo ocurrido con la primera semilla, el ser humano también le robó los secretos para la fabricación de la sierra, del eje del molino y de la soldadura de metales. Por sus características es también considerado un jentil.

Eneko Sagardoy interpreta a Eneko Aritza en 'Irati'.

Eneko Sagardoy interpreta a Eneko Aritza en ‘Irati’.

Eneko Aritza:Eneko Enekoitz, apodado Aritza (el roble o el fuerte), fue el primer rey de Pamplona. Las fuentes latinas lo nombran como Enneco Ennecones, mientras que las musulmanas le llaman Wannaqo ibn Wannaqo. En este segundo largometraje de Urkijo es interpretado por Eneko Sagardoy y, junto al personaje que interpreta Edurne Azkarate (Irati), es uno de los protagonistas de la película. El cineasta alavés presenta a un Eneko antes de ser coronado –reinó entre el año 824 y el 852–. Su padre, también llamado Eneko (en la película lo encarna Iñigo Aranbarri), fue uno de los dirigentes de la Vasconia peninsular que emboscaron al rey Carlos en Errozabal, en una contienda que desde la Vasconia continental encabezó Otsoa Lupus II.

Gentil o jentil: Gigantes salvajes de inmensa fuerza que vivían en las montañas o en las cavernas y que eran capaces de levantar y de lanzar grandes piedras. El nombre jentil se haya en multitud de topónimos vascos a lo largo y ancho de la orografía del país. Los cromlech y los dólmenes son, según la tradición oral, vestigios de estos constructores paganos que llegaron a vivir en armonía tras la expansión del Cristianismo.

Lamia: Mujer bella que peina sus cabellos con un peine de oro. Aunque tiene forma antropomórfica, sus pies pueden ser de pato, gallina o cabra. Puede encontrarse en las lindes de los ríos y suele requerir ofrendas, generalmente alimentos (trigo, pan de maíz, sidra, cuajada o leche). Suele recompensar de forma diversas a aquellos que le entregan ofrendas. El filósofo Andrés Ortiz-Osés, en su obra La diosa madre, en la que reflexiona sobre la figura de la diosa Mari y su cohorte, habla de las lamias como mitad ninfas y mitad sirenas, aludiendo a las mitos griegos y latinos. En este sentido, Barandiaran recogió de forma prolija las distintas perspectivas desde las que se ha descrito a estos seres, ya sea como númenes que ayudan en la labranza hasta seres que secuestran a hombres por capricho. La llegada de los arados tirados por bueyes (es decir, la tecnología) y la proliferación de ermitas cristianas trajo la desaparición de las lamias.

Mari: Diosa principal del panteón vasco y una de las figuras centrales de la película Irati. Urkijo resalta el carácter telúrico de la deidad y la representa como la misma Madre Tierra. Al igual que en las religiones paleolíticas, las cavidades representan el útero de la vida y ella vive allí, en lo más profundo de una caverna, aunque haciendo caso a Barandiaran, tiende a cambiar periódicamente de hogar saltando de una montaña a otra. Ella es la madre del resto de las criaturas que conforman nuestra mitología y, según explica Ortíz Osés, la diosa Mari es “omnipariente”, es decir, es el origen de todo y, al mismo tiempo, todo lo enlaza. Suele aparecer peinando sus cabellos, cocinando o hilando. En ella convergen los cuatro elementos y puede ser origen de tempestades y sequías. Se la suele consultar como a un oráculo y también recompensa a quien cree en ella. Se la puede conjurar lanzando o apilando guijarros.

Roldán hace sonar el olifante mientras llueven piedras en la batalla de Errozabal.

Roldán hace sonar el olifante mientras llueven piedras en la batalla de Errozabal.

Orreaga o Errozabal: En los últimos años, sobre todo a raíz de las investigaciones llevadas a cabo por Xabier Irujo, la batalla de Orreaga (el investigador reivindica el topónimo Errozabal) que tuvo lugar en el año 778 ha adquirido un nuevo interés. 

El director del Center for Basque Studies de la Universidad de Nevada, Reno (EEUU), después de casi una década de estudios recurriendo a las fuentes originarias en latín, desmintió muchas de las leyendas que han llegado a nuestros días, la mayoría de origen franco y que fueron escritas 50 años después del fallecimiento de Carlomagno (en el año 814) y también las devenidas del Cantar de Roldán.

Antes de convertirse en emperador, Carlos, rey de los francos, emprendió una campaña para desarrollar la Marca Hispánica, una cruzada que tenía como objetivo la consolidación un reino en los Pirineos que ejerciese de barrera para evitar el avance de los reinos musulmanes, tras el inicio de su invasión en el 711. Con este objetivo conquistó el Pirineo peninsular, es decir, Navarra, incluyendo Pamplona.

Después de fallar en el intento de la conquista de Zaragoza, Carlos, acompañado por 20.000 hombres, se retiró a Iruñea y, tras destruirla, emprendió el viaje de vuelta por Errozabal, siguiendo un camino boscoso que conectaba Auritz con Luzaide. 

Debido a lo angosto de la vía, los hombres tuvieron que marchar en línea conformando una hilera de entre once y catorce kilómetros. Fue entonces cuando la unión entre vascones continentales y peninsulares atacó al cuello del ejército, detrás de donde marchaba el tesoro, produciéndose lo que se conoce como la batalla de Orreaga o Errozabal y que trajo la derrota del ejército de Carlos, que huyó de la contienda y se refugió en Herstal, Bélgica.

Irati busca ser fiel a las últimas investigaciones pero, al adscribirse al género de espada y brujería al estilo de Legend o Willow, Urkijo no ha querido desaprovechar las opciones fantásticas que permite el Cantar.

Sugaar: Una serpiente macho. En algunas de las zonas del país, como en Ataun, Sugaar es un ser que atraviesa el cielo conformando una figura de hoz de fuego. Su presencia anuncia la proximidad de una gran tempestad. En otros lugares, como en Azkoitia o Zarautz, en cambio, la serpiente es hijo y además amante de la diosa Mari, además de ser quien le peina sus cabellos. Cuando ambos se juntan rugen los cielos.

Tartalo: Criatura antropófaga de un solo ojo. Se relaciona con su contraparte griega, Polifemo, hijo de Poseidón al que Ulises dejó ciego en la Odisea. Tartalo, según Barandiaran, puede ser una versión corrupta de Basajaun. Muy presente en la tradición oral de municipios de Goierri, Tartalo secuestra a seres humanos para devorarlos en la cueva que usa como hogar y en la que vive con sus ovejas.

Zezengorri: En la mitología vasca existen varios númenes de forma animal que comparten una característica piel roja. Además de Zezengorri (toro rojo), podemos encontrar otros como Beigorri (vaca roja) o Zaldigorri (caballo rojo). En cualquier caso, se trata de espíritus del subsuelo que tienen como objetivo la defensa de dichas cavidades.

Imagen de portada: Paul Urkijo ha aunado en ‘Irati’ fantasía y hechos históricos para contar una historia de espadas y brujería. N.G.

FUENTE RESPONSABLE: Noticias de Navarra.Donostia. Por Harri X. Fernández. 19 de febrero 2023.

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