Las 10 mejores películas de Cate Blanchett.

Comenzó su carrera como actriz por accidente: después de que le revocasen su visa de estancia en el Reino Unido a comienzos de los 90, recaló en El Cairo, donde un huésped del mismo hotel que la alojaba le propuso participar como extra en una película. 

A su regreso a Australia, motivada por esta experiencia, se matriculó en la escuela de arte dramático. De las tablas pasó rápidamente a la gran pantalla: en 1998, gracias a su encarnación de una joven Reina Isabel II, logró su primera nominación al Premio Oscar. 

A partir de entonces, su estadía en el estrellato no ha bajado marchas: participó, interpretando a la elfa Galadriel, en la saga de El señor de los anillos, y trabajó con Martin Scorsese, Wes Anderson, Woody Allen, Todd Haynes, David Fincher o Alejandro González-Iñárritu

Este año, su papel protagonista en Tár, la última película de Todd Field, ha deslumbrado a público y crítica. De hacerse con el Oscar a la mejor actriz al que opta, se convertiría en la quinta intérprete femenina en sumar tres a lo largo de su carrera tras Katherine Hepburn, Ingrid Bergman, Meryl Streep y Frances MacDormand. Este sábado, en Zenda, seleccionamos diez de las mejores películas de Cate Blanchett.

Las 10 mejores películas de Cate Blanchett

1. Carol (Todd Haynes, 2015)

2. El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, David Fincher, 2008)

3. El aviador (The Aviator, Martin Scorsese, 2004)

4. El señor de los anillos: La comunidad del anillo (The Lord of the Rings: The Fellowship of the Ring, Peter Jackson, 2001)

5. Life Aquatic (The Life Aquatic with Steve Zissou, Wes Anderson, 2004)

6. Little Fish (Rowan Woods, 2005)

7. I’m Not There (Todd Haynes, 2007)

8. Tár (Todd Field, 2022)

9. Elizabeth (Shekhar Kapur, 1998)

10. Babel (Alejandro González Iñárritu, 2006)

Imagen de portada: Cate Blachett

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Audrey Soprano. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 28 de enero 2023.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Cate Blanchett.

La historia del Código Hays: luces y muchas sombras en los primeros años de Hollywood.

LA ACCIÓN DETRÁS DE LAS CÁMARAS

Piernas femeninas al aire, chicas que devolvían la violencia con la que eran tratadas, mujeres que mordían y atracaban, mujeres que se besaban… ¿Cómo? Los grupos moralistas empezaron a pedir explicaciones.

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En la noche estrellada del cine de Hollywood, los discursos de agradecimiento de quienes vuelven al hotel con una estatuilla bajo el brazo se trazan en el camino de la réplica, de la insistencia por una realidad que los estudios donde nace la ficción se siguen negando a dejar pasar. Las mujeres no son enemigas, como decía hace días la actriz australiana Cate Blanchett. 

La gente racializada puede representar cualquier papel, como decía la actriz estadounidense Viola Davis. La gente LGTBIQ+ no es un peligro, ni está exento de la felicidad con la que un día la gran pantalla nos hizo soñar para siempre. 

Mientras las tramas afloran y se retuercen como nunca, aún existen márgenes que solo parecen valer para las galas de una noche. Cuando cae el telón del escenario del Teatro Dolby en Los Ángeles, y toda la sala queda vacía, toca esperar otro año de cartelera para comprobar si tantos discursos construyen algo más que palabras. 

«No se puede dudar de que las imágenes en movimiento son un medio importante para la comunicación de ideas. Su importancia como órgano de opinión pública no se ve disminuida por el hecho de que estén diseñados tanto para entretener como para informar», decía ya hace un siglo la Corte Suprema de Estados Unidos. Allá por los famosos años veinte, cuando al cine le faltaba color y sonido, su voz ya era un potente mecanismo de educación.

La gente habla del Hollywood «más inocente» de antaño, imagina a montones de gente haciendo montones de filigranas, como un ensayo eterno, para descubrir las posibilidades de la pantalla. 

Pocos saben que, en realidad, se refieren a una era en la que el concepto de industria ya lo impregnaba todo, y el cine, como tal, tuvo que vigilarse a sí mismo. Esa inocencia que desde la distancia de los años se le atribuye fue más bien una daga que dividió su historia en dos eras: el cine «pre-Code» y el «post-Code». ¿Qué significó cada uno de estos tiempos?

Desafiando ideas y creencias

Desde los albores de la imagen en movimiento, su manejo no era otra cosa que un empuje constante a los límites de la narración. Desde la narrativa de un relato en sí mismo hasta la vida de las personas que se situaron delante y detrás de las cámaras para hacerlo posible, el cine como medio nació se utilizó para entretener desafiando ideas, creencias y estereotipos: una pareja de actores afroamericanos se besaban en Something Good – Negro Kiss mientras una mujer, Alice Guy-Blaché se grababa a sí misma dirigiendo. 

Aquello parecía el glorioso camino hacia una sociedad moderna.

Fotograma de Something good – Kiss your negro, de 1898. (Wikimedia)

Piernas femeninas al aire, chicas que devolvían la violencia con la que eran tratadas, mujeres que mordían y atracaban, mujeres que se besaban… Los grupos moralistas empezaron a pedir explicaciones. 

No les gustaba la desaliñada despreocupación de Mae West en I’m No Angel, tampoco la promiscuidad de Barbara Stanwyck en Baby Face (¿cómo puede una joven defenderse del proxenetismo al que la exponía su propio padre decidiendo escapar de él?), mucho menos con la epopeya bíblica de Sign of the Cross de Cecil B. DeMille. Decidieron que ya habían visto bastante.

Mae West en No soy ningún ángel, de 1933. (Wikimedia)

Evidentemente, no es que dejaran de acudir a las salas, los asombrados por «tanta» libertad hicieron uso de la jurisprudencia para bloquearla. Y así, nació en 1930 el Código de producción de películas, más conocido como el Código Hays. Su fin no era otro que el de controlar mejor lo que la gente vería en la pantalla, por lo que también el de restringir quién podría contar esas historias.

Un mero «negocio»

Hasta ese momento, habían sido los organismos gubernamentales los que habían sido responsables de asegurarse de que las películas fueran «apropiadas para el público». Existía una enmienda particular para ellas desde que en 1915 la Corte Suprema decidiera que los filmes eran tan poderosos que debían ser regulados. Es decir, las películas eran un mero «negocio», sin ápice de arte, capaces de hacer el bien y el mal.

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Como explica en Jstor la investigadora especializada en historia y cultura pop Kristin Hunt, se conformaron juntas de censuras locales aupadas por líderes religiosos: «Varias ciudades y estados buscaron frenar la influencia moral de las películas a través de leyes de censura. Chicago aprobó la primera ordenanza de este tipo en 1907, mientras que Pensilvania se convirtió en el primer estado en promulgar la censura cinematográfica en 1911. 

Estas leyes ganaron popularidad después de la decisión de la Corte Suprema en un caso de la Mutual Film Corporation. En el mismo, la Corte dictaminó que las películas ‘no debían ser consideradas como parte de la prensa del país ni como órganos de opinión pública’. 

Los tribunales estatales y federales inferiores mantuvieron esta postura consistentemente y, al hacerlo, empoderaron a las juntas de censura». 

Mientras tanto, se sucedían cada vez más acontecimientos en paralelo al negocio que desprendían las películas para el periodismo sensacionalista de la época, consumido masivamente como el trabajo de las estrellas de cine sobre las que se escribía. La fama comenzaba a tener el sentido de hacer públicos a sus personajes, así que todo lo que hacían fuera de los estudios de grabación todos estos actores y actrices también era interesante.

La guerra del cine entre las guerras

Si la primera gran censura de la industria cinematográfica ocurrió, efectivamente, enmarcada por la Primera Guerra Mundial, el siguiente nivel de la misma llegaría durante la Gran Depresión. 

«La industria se vio sacudida entonces por escándalos realmente grandes: la muerte de la actriz Olive Thomas, el asesinato de William Desmond Taylor y la violación de Virginia Rappe por el popular actor Roscoe ‘Graso’ Arbuckle», señala la curadora Maria Lewis en una entrevista para la revista ACMI.

Portada de una copia en papel del Código Hays. / Una foto de 1940 de Whitey Schafer que subvierte deliberadamente las restricciones del Código. (Wikimedia)

Era 1922 cuando el mecanismo de censura empezó a pasar a manos de organizaciones privadas. En aquel año se formó la Asociación de Productores y Distribuidores de Películas (MPAA, o MPPDA en sus siglas en inglés) y William Hays, un político republicano y ex director general de Correos del país norteamericano, fue elegido su presidente. Para la década de 1930, Hays se convertía en dueño y señor del negocio contra el negocio. Tanto es así que a la reglamentación, ampliada y reforzada, la apodaron con su propio nombre. 

Coescrito por un sacerdote católico y el editor católico de Motion Picture Herald, un periódico comercial de la industria cinematográfica de la época, el Código Hays determinaba un molde del que las productoras no debían salirse si querían mostrar su película. Un auténtico “documento moral”, como escribió el productor de cine y censor Geoffrey Shurlock en The Annals of the American Academy of Political and Social Science.

Un cambio liberal en la cultura

Es cierto que, el primer objetivo principal de la MPPDA bajo el liderazgo de Hays fue hacer cumplir las regulaciones federales que ya existían sobre películas, pero no tardó en volverse de lo más absolutista. No, no fueron más que unos pocos años en la historia del cine: fue un cambio liberal en la cultura.

the big sleep

Según explica el profesor emérito de Comunicación en la Universidad de Missouri Gregory D. Black en su libro Hollywood Censored de 1996, el Código «fue una combinación fascinante de teología católica, política conservadora y psicología popular, una amalgama que controlaría el contenido de las películas de Hollywood durante tres décadas». 

Estas pautas dieron forma a gran parte de lo que hoy consideramos la Edad de Oro de Hollywood, un halo de luces (pero también muchas sombras) que aún envuelve la alfombra roja de los Oscar. Se prohibió toda referencia que resultara una blasfemia, también la desnudez sugerente, la violencia gráfica o realista, las persuasiones y, por supuesto, las escenas sexuales. 

Además, el texto marcaba los límites sobre el uso del crimen, el vestuario, la música y el baile, el sentimiento nacional y la moralidad. Por si fuera poco, se prohibieron las burlas a la religión y la descripción del uso de drogas ilegales, pero también cualquier tipo de romance interracial, los complots de venganza y la demostración de un método delictivo «con la suficiente claridad como para que pudiera ser imitado».

Desafiando las normas

En definitiva, unas cuantas frases señalaron a los cineastas, y unos cuantos ojos decidieron que, mientras las guerras continuaban y el sistema violentaba derechos básicos a miles y miles de personas dentro y fuera del país, la pantalla no podía ser un cristal sino un tupido velo: solos mujeres y familias «sanas», matrimonios «sanos», criminales «insanos». 

Vamos, no se podían representar la mayor parte de los diálogos de Shakespeare, pero sí se podía colgar una manta en la habitación de un motel en Sucedió una noche e infantilizar a Claudette Colbert mientras Clark Gable la avergüenza en escena con un tutorial improvisado sobre «cómo se desnuda un hombre». Colbert huyó (de hecho, obtuvo un Oscar por huir) y se mantuvo esa decencia angelical que el poder quería imponer.

Claudette Colbert y Clark Gable en Sucedió una noche. (Wikimedia)

Así, varias manos pasaron años cortando fotogramas en unas oficinas que se resistían a aceptar cualquier realidad, incluso la imaginaria. Si una película no llevaba el sello como seña de haber pasado dicho proceso, no llegaría a las grandes pantallas. Sucedió una noche fue una de las primeras películas en seguir este código. Estrenada en 1934, en ellas no hay «escenas de pasión», sino una tímida Claudette Colbert (que ya había protagonizado más de una película en la etapa previa a la censura) que debe proteger su cuerpo de los ojos de Clark Gable tapándose con todo lo que encuentra en la noche.

Las cineastas expulsadas

Sin embargo, subraya Lewis, cineastas como Dorothy Arzner, «que continuaron el legado de mujeres pioneras del cine como Lois Weber, siguieron empujando los límites conservadores del nuevo Hollywood de Hays». 

Como cineasta abiertamente queer y la única directora activa durante la Edad de Oro de Hollywood, realizó películas abiertamente feministas como la primera película sonora dirigida por una mujer, The Wild Party (1929), y Dance, Girl, Dance (1940), esta última un cuento repleto de bailarines burlescos que desafía la mirada masculina (y al público).

Un cartel promocional de la producción de Lois Weber. / La actriz Mary MacLaren en una escena de Shoes, dirigida en 1916 por Weber. (Wikimedia)

De hecho, a medida que las películas sonoras comenzaron a convertirse en el formato preferido entre el público a finales de la década de 1920, las historias progresistas aún se deslizaban por las grietas hasta, al menos, 1935. 

Fue con el nombramiento de Joseph Breen por parte de Hays como nuevo administrador lo que provocó que cineastas como Arzner comenzaron a verse expulsadas y expulsados de la industria. 

El tratamiento de los personajes femeninos en aquellos años era, al contrario de lo que suele creer quien no ha visto una película de entonces, más progresistas que la mayoría de las que llegaron décadas después, y el público las adoraba. 

Durante la Gran Depresión, las películas eran una forma de entretenimiento barata y accesible, y un escape necesario de las dificultades de la época. Según las estadísticas, el público llegó a comprar hasta 80 millones de entradas de cine a la semana solo en el año 1930, y actrices como Norma Shearer, Joan Crawford, Claudette Colbert, Katharine Hepburn, Miriam Hopkins, Bette Davis y Marlene Dietrich condujeron la taquilla.

Joan Crawford, Rosalinda Russell, Norma Shearer y Joan Fontaine en una escena de Las mujeres, de 1939. (Wikimedia)

Tras aquel velo de mujeres aceptadas por el nuevo cánon de belleza que el propio cine determinó, al final, fueron ellas las más perjudicadas: La aplicación del código también provocó que el trabajo de directoras como Mabel Normand se perdiera casi en su totalidad en la historia. Conocida por sus actuaciones, Normand atravesó los puestos como la «madre de la comedia». 

Dirigió la primera interpretación de Charlie Chaplin de su famoso personaje The Tramp (El Vagabundo) y es considerada la primera persona en romper la cuarta pared en el cine. Colaboradora frecuente de Buster Keaton, dio forma a varias escenas famosas del actor.

Tuvieron que sucederse unas dos décadas y el desarrollo del cine en Europa para que el asunto fuera mermando. Después de la Segunda Guerra Mundial, los movimientos cinematográficos radicales comenzaron a brotar, y las críticas a las restricciones se hicieron artísticas. 

Pero si alguna película demostró que el Código Hays era absurdo y peligroso esa fue Con faldas y a lo loco de Billy Wilder. Hombres travestidos, asesinos, borrachos y mujeres valientes y sensuales, la película en realidad no fue aprobada por la PCA. Pero, por supuesto, eso no importó porque la película se convirtió en un gran éxito y hoy en día se considera un clásico de la comedia.

El Código Hays fue finalmente reemplazado en 1968 con el sistema de calificación de películas MPAA que todavía se usa en la actualidad. Si bien las calificaciones de la MPAA no llegan tan lejos como el Código Hays original, siguen siendo responsables de evitar que gran parte de Hollywood «cruce la línea». Aparecieron entonces otras formas de psicosis.

Imagen de portada: Norma Shearer en una escena de ‘La divorciada’, de 1930. (Wikimedia)

FUENTE RESPONSABLE: El Confidencial. Por Carmen Macías. 25 de enero 2023

Sociedad y Cultura/Historia/ Cinematografía/Hollywood/El Código Hays/Mujeres/ Censura/Discriminación. 

Pionera; la estrella que denuncio los abusos sexuales en la edad de oro de Hollywood.

Leyendas

Avanzó en silla de ruedas muy decidida a recoger el Oscar honorífico, el único que le otorgaron. En el escenario la esperaban Clint Eastwood y Liam Neeson. 

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Cuando le entregaron la estatuilla dijo: «Espero que sea de plata o de oro, no algo sacado de la cocina». Y luego se enfadó porque se estaba alargando con el discurso de agradecimiento y la interrumpieron. Maureen O’Hara tenía entonces 94 años y conservaba su enorme personalidad, su genio; lucía también su llamativa cabellera rojiza y aquellos ojos verdes que hipnotizaron a Charles Laughton y que le abrieron las puertas como leyenda del cine.

Maureen tenía 17 años, y trabajaba en el Abbey Theatre de Dublín como actriz desde los 14, cuando Laughton la vio en una audición. Esa mirada verde llena de firmeza lo fascinó y la fichó para La posada de Jamaica: menudo debut en el cine, nada menos que bajo la batuta de Alfred Hitchcock.

Laughton fue uno de los hombres decisivos en la vida de Maureen. Curiosamente, sobresalen de entre ellos tres Charles y dos Johns. Charles Laughton fue su padrino en el cine y fue él quien le cambió el nombre.

«Por no permitir que el productor o el director me tocasen, han contado que no soy una mujer, sino una estatua. No hago de puta»

Maureen se apellidaba FitzSimons; a Laughton le pareció difícil de pronunciar y muy largo para figurar en las marquesinas de los cines. A partir de entonces Maureen fue O’Hara. Pero lo que no dejó de ser jamás es irlandesa. «Siempre he sido una muchacha irlandesa y dura», decía.

Tozuda y peleona

No dejó de serlo incluso cuando le concedieron la nacionalidad estadounidense en 1946. Quiso tener ambas nacionalidades. Las autoridades le presentaron un papel en el que no figuraba como irlandesa sino como ‘súbdita británica’. Se negó a firmarlo. Peleó y peleó hasta que consiguió ser reconocida como irlandesa –fue una de las primeras que lo logró–, sin supeditación británica ninguna.

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Apadrinada. Charles Laughton fue su padrino en el cine.FOTO. GETTY IMAGES

Maureen nació en Ranelagh, en un suburbio de Dublín, en 1920. Hace ya más de cien años. Era la segunda de los seis hijos de Charles FitzSimons (su primer Charles), hombre de negocios y copropietario de un equipo de fútbol, y de Marguerita, cantante de ópera. Maureen era atlética y chicote. Trepaba a los árboles y daba patadas al balón, y a la vez era guapísima, tenía un don para la actuación y una voz preciosa, de soprano.

Su porte atlético le permitió rodar escenas impensables para otras actrices del Hollywood de los años 40 y 50. Maureen manejó la espada, dio saltos y puñetazos en pantalla. No quiso que otra rodara las cabriolas por ella.

A Estados Unidos llegó de la mano de Laughton a hacer Esmeralda, la zíngara, considerada una de las mejores adaptaciones de Nuestra señora de París, de Victor Hugo, con Laughton soberbio como Quasimodo.

Debut. Su primer papel fue en  ‘La Posada de Jamaica’, en 1939, dirigida por Hitchcock. Aquí en 1940.FOTO: GETTY IMAGES

Tuvo buena estrella Maureen. Empezó por arriba, con papeles en grandes películas y con galanes de primera. Confesó ella que los primeros besos de su vida los dio actuando. Tuvo la suerte de estrenarse con tipos como Tyrone Power o Errol Flynn. Y la enorme fortuna de participar en filmes míticos como Qué verde era mi valle, Oscar a la mejor película de 1941, un año muy reñido: ganó a Ciudadano Kane y El Halcón Maltés.

Qué verde era mi valle fue su primera película con sus dos Johns: John Ford y John Wayne. El director fue fundamental en su carrera, la fichó para peliculones como Río grande o El hombre tranquilo, protagonizadas junto con John Wayne, su mejor partenaire.

Matrimonio de cine. Maureen y John Wayne se entendían tan bien en pantalla que el púbico creía que estaban casados.FOTO: GETTY IMAGES

Lo conoció un día en el que The Duke (así llamaban a Wayne) llevaba una buena cogorza. Iba dando tumbos, ella lo cogió del brazo y lo acompañó a casa. Nació entre ellos una camaradería preciosa que se traslucía en la pantalla. Rodaron muchas veces como matrimonio y el público estaba convencido de que lo eran.

Para Wayne ella era un miembro de honor en su panda de amigotes. Le gustaba Maureen porque era fuerte. «Prefiero vérmelas con un matón de dos metros antes que con ese huracán devastador llamado Maureen O’Hara», dijo de ella.

Visita de trabajo. En Málaga filmó la película del mismo título, en 1954. Maureen causó sensación en la ciudad andaluza.FOTO: GETTY IMAGES.

Juntos protagonizaron también Escrito bajo el sol, El gran Jack y El gran McLintock. A ella le gustaba de Wayne que era un hombre duro y de gran corazón. Maureen luchó y consiguió para él la medalla de oro del Congreso de los Estados Unidos. Argumentó: «No es solo un buen actor, John Wayne es los Estados Unidos de América». Alabó su profesionalidad y su honestidad. «Es un hombre de verdad», proclamó. «Nunca hubo nada oscuro entre ellos y nunca se mezclaron sentimentalmente», cuenta Juan Tejero, biógrafo de John Wayne.

Tres bodas. Solo tuvo una hija, en 1944, con su segundo marido, Will Price.FOTO: CORDON

Maureen se casó tres veces. Con su segundo marido, Will Price, tuvo a su única hija, Bronwyn, en 1944. Pero con el que fue realmente feliz fue con el tercero, el piloto y héroe de la aviación en la Segunda Guerra Mundial, Charles Blair (su tercer Charles). Con él vivió los diez mejores años. Se instalaron en una isla del Caribe desde la que Blair dirigía sus aerolíneas, Antilles Airboats. 

Viajaban y Maureen también escribía una columna en la revista The Virgin Islander titulada Maureen O’Hara dice. Sus felices años caribeños terminaron con la trágica muerte de Blair, en 1978, en un accidente de aviación. Solo nueve meses después falleció su gran amigo John Wayne.

Ella se repuso con determinación. Tomó las riendas de las aerolíneas y se convirtió en la primera mujer en ser CEO y presidente de una compañía de aviación. Siempre tuvo arrestos. «Por eso la eligió John Ford, porque le gustaban las mujeres bravas», dice Juan Tejero.

Y un funeral. Con Charles Blair, su tercer marido. Al enviudar presidió sus aerolíneas.FOTO: GETTY IMAGES

Fue muy brava, desde luego, cuando denunció en 1945, en una entrevista en The Mirror, el acoso y los favores sexuales que en Hollywood se exigían para lograr papeles. O’Hara se adelantó 70 años al #MeToo. 

Con un par, proclamó: «Por no haber permitido que el productor o el director me besasen o me toqueteasen, han contado que yo no soy una mujer, sino una fría estatua de mármol». También confesó que se negó a pasar por la cama de los gerifaltes de Hollywood y que eso la perjudicó. «Yo no iba a hacer el papel de puta -añadió-. Esa no era yo».

Una auténtica reina

No tenía pelos en la lengua. De John Ford dijo: «Era un hombre amargamente decepcionado (.) De vez en cuando su ira se derramaba y caía sobre quien estuviera más cerca de él». De Sam Peckinpah dijo que era un mal director con buena suerte. Pero no todo fueron pullas. Tuvo buenas amigas, como Ginger Rogers, Anne Baxter o Lucille Ball.

Tenía mucho genio. «Fue una auténtica reina, una mujer con mando en plaza, como los papeles que interpretó», dice el escritor y cinéfilo Luis Alberto de Cuenca. Falleció a los 95 años. Dicen que durante muchos años se dormía escuchando la banda sonora de El hombre tranquilo, interpretada en sus tiempos dorados, cuando la apodaban ‘Reina del Technicolor’.

Días de retiro. Tras unos años fuera de la pantalla, regresaría al cine y la televisión, a finales de los 90.FOTO: GETTY IMAGES

Ella insistía en que su carrera se la debía a su carácter, no a su físico. «Mi cualidad más convincente es mi fuerza interior», dijo. Pero era también un bellezón que fue elegida una de las cinco mujeres más guapas del mundo. «Es una de las pelirrojas más atractivas de Hollywood junto con Rita Hayworth y Susan Hayward. Y tenía, además, mucha personalidad. Como actriz, sin embargo, no fue una Bette Davis, no sostenía una película ella sola», dice Juan Tejero.

Imagen de portada: Maureen O’Hara

FUENTE RESPONSABLE: La Voz de Galicia. XL Semanal. Por Fátima Uribarri. España. 1 de julio 2022.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Mujeres pioneras/Abusos sexuales.

Robert Redford: «Odio que digan que soy una leyenda. ¡Aún no he terminado, amigos!».

Robert Redford dejó de actuar hace unos años y vive alejado de las alfombras rojas, pero eso no significa que esté retirado. A sus 86 años continúa siendo un activista involucrado y se dedica a la pintura en su casa de Utah. Rescatamos una reveladora entrevista, donde repasa los mejores y peores recuerdos de su juventud.

Su cabellera rojiza está despeinada; la sonrisa, brillante. Sus rasgos se le han suavizado con la edad –su piel se ha curtido– pero el magnetismo de Robert Redford aún electrifica. «Cuando envejeces, aprendes ciertas lecciones de vida. Aplicas esa sabiduría y de repente dices: ‘Oye, esto es un nuevo incentivo para vivir. ¡Adelante!’».

Sonríe y dice: «¿Qué puedo contarte?». Y empieza. «Cuando entré en el mundo del espectáculo, tenía la inocente idea de que dejaría que mi trabajo hablara por mí. Nunca estuve interesado en hablar de mí mismo», dice Redford. «Sin embargo, estamos en una época diferente, y los famosos están de moda. Yo también podría entrar en ese juego, pero poco a poco».

Comienzos artísticos. Un joven y atractivo Robert Redford, en 1977, a los 40 años, cuando había participado en la serie de televisión Predators. | FOTO: CORDON

Parece que Redford se siente más cómodo al hablar de su vida, aunque le espanta que se refieran a él como una «leyenda viviente». «¡Eso realmente me molesta! –dice–. ¿Significa que me van a hacer una estatua de bronce? ¡Uf! ¡Aún no he terminado, amigos!». Charles Robert Redford, de ascendencia inglesa, escocesa e irlandesa, creció como hijo único en un vecindario hispano en Santa Mónica. Su padre, Charles, trabajaba como repartidor de leche. Uno de sus primeros recuerdos se remonta al colegio, a finales de la Segunda Guerra Mundial.

«Meterme en líos, rozar el límite, robar… era mi válvula de escape. Me estaba pasando de vueltas y temí acabar mal»

«Esta tenebrosa tendencia a cuestionar a los judíos comenzó a sentirse en nuestra escuela», evoca Redford. «Yo no sabía qué era un judío. Pero de pronto la gente susurraba sobre quién lo era y quién no. Un día Lois Levinson, una amiga mía muy inteligente, se levantó durante la clase y dijo: ‘Mi nombre es Lois Levinson. Soy judía y estoy muy orgullosa de serlo’. La clase se quedó boquiabierta». Esa noche, a la hora de cenar, Redford le comentó a su padre lo que había pasado y le preguntó: «¿Qué soy yo? Si ella es judía, ¿yo qué soy?».

«Tú eres judío, y debes estar orgulloso», le dijo. El niño corrió a su cuarto, llorando. «Pensé: ‘Estoy perdido’», se ríe ahora Redford. «Escuché que mi madre le decía: ‘Charlie, haz el favor de ir y explicarle’. Mi padre entró en mi cuarto y me dio una lección. Me mostró lo injusto que era lo que estaba pasando. Dijo: ‘Todos somos iguales’». Esas palabras lo marcaron. «Cada vez que veía gente tratada de forma injusta por cuestiones de raza, credo o cualquier otra razón, me irritaba», afirma Redford.

Un buen deportista. De joven destacó en el deporte escolar, sobre todo jugando al béisbol. Después, ha montado a caballo, esquiado y jugado al tenis toda su vida.

Finalizó la escuela secundaria a trancas y barrancas, y coqueteó con los problemas. «Meterme en líos con amigos, rozar el límite, robar tapacubos por 16 dólares… era mi válvula de escape. Para mi familia y los profesores era un tipo que estaba perdiendo su vida. Tenía problemas con las normas de comportamiento. Me ponían nervioso».

Atleta nato, capitaneó los equipos de fútbol americano y béisbol de su escuela. «Nunca fui un buen alumno. Me tuvieron que arrastrar para que entrara en preescolar. Me era difícil sentarme a atender. Yo quería salir, que me educaran la experiencia y la aventura, pero no sabía cómo expresarlo».

Sin embargo, gracias a su habilidad con los deportes obtuvo una beca de béisbol para la Universidad de Colorado, que perdió, según dicen, debido a la bebida. «En parte fue así», admite. Después de un año, la dirección de la escuela le pidió que no regresara. 

Al mismo tiempo su madre, Martha, fallecía, a los 40 años. «Tuvo una septicemia tras el parto de las dos mellizas, que murieron al nacer. Yo tenía diez años», dice en voz baja. Su propio nacimiento fue difícil, y los médicos le aconsejaron a su madre no tener más hijos. «Ella quería tanto una familia que se volvió a quedar embarazada». Su muerte fue un duro golpe. «Me parecía tan injusto. Pero, extrañamente, su muerte también me liberó, me permitió volar solo, algo que quería hacer desde hacía mucho tiempo».

«Cuando murió mi hijo, me sentí culpable. Es una herida que nunca se acaba de cerrar». El niño tenía cinco meses y su muerte marcó para siempre la vida del actor

Cuando ahorró lo suficiente, Redford viajó a dedo hasta Nueva York y se fue a Francia. Siempre le había gustado dibujar y decidió ser artista. «En Europa dibujaba con tiza sobre las aceras, y la gente le daba dinero», cuenta Duane Byrge, una crítica cinematográfica de Hollywood Reporter que ha seguido la trayectoria de Redford durante décadas. Redford pasó 18 meses en Europa, donde, asegura, «logré madurar». 

Llegó a París en los 50, sin conocer el idioma ni la cultura, y vivió entre un grupo de estudiantes políticamente activos. «Cuestionaban mis ideas políticas, ¡que no existían! Corrían por las calles para protestar, así que me uní a ellos. Eso amplió la visión de mi país. Cuando volví, me cuestioné algunas cosas y empecé cierto activismo».

Con apenas 20 años, Redford volvió a Los Ángeles y conoció a Lola Van Wagenen, una estudiante de 17 años de Utah. Una reina de la belleza de origen mormón con la que se casó a los 21 años de edad. Él estaba pasando una mala racha cuando se conocieron: deprimido por la muerte de su madre, bebía más de la cuenta y lo mismo podía hacer trizas un decorado cinematográfico que ser detenido por allanamiento de morada en Beverly Hills. 

En 1958 se escaparon a Las Vegas, contrajeron matrimonio y se mudaron a Nueva York, donde se inscribieron en una escuela de arte. «Al final comprendí que me estaba pasando muchísimo de vueltas», asegura ahora. «Mi inclinación siempre fue la de pasarme de vueltas. Pero un día me dije que, de seguir así, iba a acabar muy mal. Y decidí cambiar de vida».

La familia, su mayor logro. Redford con Lola, su primera esposa, con la que estuvo casado entre 1959 y 1985, y sus dos hijos mayores, Shauna y James. |FOTO: GETTY IMAGES

Por recomendación de un profesor se cambió a la Academia de Arte Dramático. «Nunca había imaginado ser actor. Mi idea era tener una formación integral en el mundo del arte para volver a Europa y pintar». Pero en aquella academia su vida cambió drásticamente. «Algo me hizo caer en la cuenta –dice–. Comencé a ver todo con claridad».

Empezó a interpretar papeles menores, todo parecía haberse encarrilado cuando, de pronto, se vino abajo. Él y Van Wagener tuvieron un hijo, en 1959, que falleció a los cinco meses del síndrome de muerte súbita. «Fue muy duro –comenta Redford–. Éramos muy jóvenes. Yo tenía mi primer trabajo teatral, en el que no ganaba mucho. No sabíamos nada sobre ese síndrome. Lo único que piensas es que has hecho algo mal. Como padre, tiendes a culparte. Eso produce una herida que nunca se cura por completo».

Él y Van Wagenen tuvieron dos hijos más: Shauna, que hoy tiene 50 años y es artista, y James, de 48, guionista y director. Ocho años más tarde la pareja tuvo a Amy, que se dedica a la actuación.

Hoy, Redford es abuelo de siete nietos y considera que su familia es precisamente su mayor logro. «De pequeño, me consideraban un irresponsable. Yo creo que eso me hizo desarrollar una fuerte necesidad de demostrar que sí era capaz, que tenía la cabeza en su sitio. Tenía arraigado ese anticuado concepto de que debes velar por tu familia». 

La carrera artística de Redford levantó vuelo en 1969 con el estreno de Dos hombres y un destino. Desde entonces hasta 1985 protagonizó unas 15 películas, incluidas El candidato, Todos los hombres del presidente y Memorias de África. A partir de los 80 comenzó a dirigir y producir. Con Gente corriente, su debut como director, ganó un Oscar. En la película exploraba crudamente la dinámica de una familia que está sobrellevando la muerte de un hijo.

En 1985, él y Lola terminaron por separarse. «Y entonces viví ocho años de… de libertad», indica Redford. 

Nuestro hombre vivió dos relaciones consecutivas, con la actriz brasileña de telenovelas Sonia Braga y con la diseñadora de ropas Kathy O’Rear. Los amigos dicen que esta última relación fue importante, pero terminó en lágrimas. Para fomentar la producción cinematográfica independiente y cultivar el talento, el actor fundó el Instituto Sundance en 1981; que se ha hecho mundialmente famoso. 

Le pregunto a Redford cómo cree que ha llevado la fama. «Lo hice de la manera que quise –contesta–. Sentí que si uno era lo suficientemente afortunado para tener éxito, debería atesorarlo, pero nunca creérselo, porque tiene un lado endemoniado».

Su esposa y su boda. Sibylle Szaggars —Bylle, su segunda y actual esposa— es 20 años más joven que él. Se conocieron en Sundance en 1995 y se casaron en 2009. Según explica, «la credibilidad de una mujer en mi país está en función de su estado civil. Empecé a darme cuenta de que, si salíamos juntos, la gente no le prestaba mucha atención ni le hacía mucho caso, lo que era molesto para los dos. Era una cuestión de dignidad personal. Me dije que, si nos casábamos, la gente la miraría con más respeto».

Redford ahora comparte su vida con la pintora alemana Sibylle Szaggars, a quien conoció en Sundance a finales de los 90 y con quien se casó en 2009. «Es una persona muy especial –dice tocándose el anillo de oro–. Es más joven que yo y europea, lo que me agrada y me renueva la vida completamente». «Todavía tengo energía. Cuando se empiece a apagar, puedo comenzar a pensar en la edad».

Cinco claves para entender a Robert Redford

1 | LA FALTA DE PUNTUALIDAD

Tiene fama de absoluto impuntual. Su amigo Paul Newman cierta vez se lo reprochó de forma indirecta regalándole un cojín con la leyenda bordada: «La puntualidad es la más sana de las costumbres», pero Redford no le hizo caso. Y fue una suerte: el 11 de septiembre de 2001, Redford tenía billete reservado en el vuelo 93, pero al final perdió el avión.

2 | EL COLOR DE SU PELO

El tono rojizo de su cabello nada tiene que ver con el rubio de su juventud. Todo el mundo da por sentado que se tiñe, pero él lo niega. «No tengo la culpa de que mi pelo no se vuelva gris», protesta. Sus propios hijos le hacen bromas. «El otro día íbamos en coche y Amy, mi hija menor, va y le suelta a Billy: ‘Billy, ¿por qué no le dices a papá que deje de teñirse ya?’. ‘¿Cómo?’, dije yo. Y ellos: ‘Venga, papá, sabemos que te tiñes…’. ‘Chavales, nada de eso’, contesté. He tenido que convencer hasta a mis hijos».

3 | MEDIOAMBIENTE: UNA OBSESIÓN

En su hogar de Utah hace un frío polar, pero Redford mantiene su casa a unas gélidas temperaturas interiores, y todo por su inquietud por el medioambiente. Redford gusta de llevar una vida dura, como un pionero de la frontera.

4 | LA VIEJA RIVALIDAD

Redford siempre batallaba con sus coprotagonistas femeninas para disfrutar de la mejor iluminación y los mejores ángulos de cámara. Glenn Close, en su momento, se quejó de que durante el rodaje de ‘El mejor’ las maquilladoras y peluqueras empleaban más tiempo en acicalarlo a él que a ella o a Kim Basinger, aunque el ejemplo más conocido es su disputa con Barbra Streisand durante la filmación de ‘Tal como éramos’: según se dice, ambos insistían por

igual en ser fotografiados desde la derecha.

Imagen de portada: Robert Redford (Por Art Streiber).

FUENTE RESPONSABLE: La Voz de Galicia. XL Semanal. Por Meg Grant. 30 de septiembre 2022.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Leyendas de Hollywood

Los fabulosos hermanos Marx.

Malditos, heterodoxos y alucinados.

Hay dos cuestiones que no son ciertas de cuantas suelen apuntarse en las biografías de los hermanos Marx: ni su padre fue el peor sastre de Yorkville (Nueva York) ni su humor era heredero del de Mack Sennett. 

En opinión de Simon Louvish, el biógrafo definitivo de los fabulosos Cuatro Cocos, que podemos llamar a este cuarteto —y posterior trío— en alusión al título de su primer filme: Los cuatro cocos (Robert Florey y Joseph Santley, 1929). Si Samuel Marks —apellido con el que quedó inscrito en el registro civil el padre— hubiese cosido tan mal como apuntan Groucho y Harpo en los textos que le dedican, difícilmente hubiese podido residir su familia en Yorkville, un barrio infinitamente mejor que los guetos en los que se hacinaban los emigrantes alemanes en Nueva York a comienzos del siglo XX. 

En cuanto a lo de Sennett, sólo hace falta ver lo lejos que queda la comicidad de los Marx de esos chistes de trompazos, policías que se caen y bofetones, es decir el slapstick, para comprender lo ajenos que fueron a él.

Muy por el contrario, el humor de los Marx enraíza en el vodevil y en una tradición familiar teatral que se remonta a los escenarios de la Alemania original de la familia de mediados del siglo XIX. 

Cuenta su leyenda que un incidente, acaecido durante una representación en Texas de una Tab Show —comedia musical—, llevó al público a la calle. Cuando el respetable regresó a sus butacas, los hermanos ridiculizaron e injuriaron su propio número. Su estilo, más cerca de la acracia que de nada serio, acababa de nacer. 

Su triunfo no se hizo esperar: Broadway se rindió a ellos en 1923, Hollywood en 1929, cuando ya llevaban 24 años sobre los escenarios. Una vez en la fábrica de sueños, su estrella sí que fue tan rutilante como lo fuera en su momento la de las grandes luminarias del slapstick.

El Hollywood clásico, en puridad, es el que se extiende desde comienzos de los años 30, cuando las primeras películas sonoras empiezan a serlo de verdad —que no meras cintas parlantes cuyo sonido, prácticamente, se reducía a la lectura de los rótulos que expresaban los diálogos de las silentes y alguna canción estelar—, y la inquisición macarthista, cuyo fomento de la delación y desconfianza entre los miembros de la industria, a la búsqueda de comunistas, finiquita a finales de los 40 esa prodigiosa armonía que hubo entre los técnicos y actores que concibieron el mejor periodo de la pantalla estadounidense. Una gloria que aún se admira con la veneración que merece: tuve un profesor que aseguraba tener un reclinatorio en su casa para arrodillarse y ver todas aquellas cintas.

A fe mía, el alfa de aquel esplendor pretérito sería La amargura del general Yen (1933), un drama de Frank Capra sobre el amor de un señor de la guerra chino incorporado por Nils Asther y una misionera cristiana, Megan, encarnada por Barbara Stanwyck. 

Antes de rodar aquellas comedias optimistas al servicio del New Deal, puesto en marcha por el segundo Roosevelt para acabar con la Gran Depresión —El secreto de vivir (1936), Vive como quieras (1938), Caballero sin espada (1939)—, Capra realizó con La amargura del general Yen una de las primeras películas que se valió de los diálogos como se habría de hacer en los sucesivo. 

La omega de tanto buen cine fue Retorno al pasado (1947), el noir canónico y modélico del gran Jacques Tourneur que, en algunos aspectos, ya presagia las brumas que habrán de ensombrecer la fábrica de sueños.

Tres o cuatro años después del trauma que supuso el fin del mutismo, la pantalla parlante cobró la dignidad que le dio encontrar su propia caligrafía, que no adecuar la del silente. Al punto florecieron géneros como el terror —que en el primer repertorio de la Universal acuñó sus mitos— o el noir de los grandes malotes recreados por Edward G. Robinson —Hampa dorada (Mervin LeRoy, 1931)—, James Cagney —El enemigo público (William A. Wellman, 1931)— o Paul Muni —Scarface, el terror del hampa (Howard Hawks, 1932)—.

Sin embargo, si hubo un género por excelencia de aquellos años, ése fue el musical. Tiene su lógica. Tanto en el prodigio del sonido como por la necesidad que había en las audiencias de elevar los corazones frente a la Gran Depresión.

Las obras maestras, que Mark Sandrich dirigió para la RKO a la mayor gloria de Ginger Rogers y Fred Astaire —La alegre divorciada (1934), Sombrero de copa (1935), Sigamos a la flota (1936)…—; al igual que las coreografías de Busby Bekerley para Lloyd Bacon —La calle 42 (1933), Vampiresas (1937)—, Mervin LeRoy —Vampiresas (1933)— o sus propias realizaciones —Música y mujeres (1934), Vampiresas (1936)— en las que los caleidoscopios de coristas son toda una capsula de optimismo para las horas del desaliento. Sí señor, ese canto a la alegría que es el primer musical estadounidense, destacó desde el arranque del clasicismo.

Pero mi amado slapstick, el género más representativo del silente, entonó su canto del cisne cuando el cine sonoro empezó a serlo de verdad. Harold Lloyd resultó tener la voz demasiado grave para el prototipo al que le asociaba el Respetable, Buster Keaton inició su inexorable decadencia y Chaplin siguió haciendo silente —aunque con un score de José Padilla— en Luces de ciudad (1931), un melodrama sobre la ceguera del amor que suena al Madrid de La violetera. 

El mismo Chaplin fue a poner fin a aquel burlesco del mutismo estadounidense con Tiempos modernos (1936), otra cinta silente con banda sonora en la que presentó por última vez a su vagabundo: el ya manido Charlot, huyendo al cabo de la modernidad hacia la sempiterna dicha bucólica del brazo de la bella Paulette Goddard.

Eso era lo que había cuando llegaron los grandes cómicos de la pantalla estadounidense de los años 30, los fabulosos hermanos Marx, unos ácratas capaces de acabar con cualquier orden establecido —Sopa de ganso (Leo McCarey, 1933) y Los hermanos Marx en el Oeste (Edward Buzzell, 1940), aluden directamente a la anarquía— que, sin embargo, supieron armonizar a la perfección el uso de los diálogos —Groucho— con el dinamismo del slapstick —Harpo—: recuérdese la aglomeración de su famoso camarote de Una noche en la ópera (Sam Wood, 1935), secuencia que, como la chaqueta de Rebeca (Joan Fontaine) en la cinta homónima de Hitchcock ha pasado a formar parte del lenguaje popular.

El amante sarnoso

Con su bigote pintado, su verbo florido y su dialéctica apabullante, Groucho, el amante sarnoso, fue el cerebro del grupo, amén de un príncipe del lenguaje.

Dotado de un poder especial sobre las damas entradas en años y en carnes, a menudo encarnadas por Marguerite Dumont, al conocerlas las pedía en matrimonio en base al capital que pudiesen aportar al vínculo. Era el mediano del quinteto original en la etapa teatral —y el pequeño cuando Gummo y Zeppo se fueron— pero siempre fue el más demoledor de todos ellos. 

Verdadero clásico de la cultura heterodoxa, sin proponérselo incluso formó parte del eterno debate entre marxistas y bakunistas abierto entre la juventud revolucionaria de los años 70 del pasado siglo. 

“Somos marxistas de Groucho”, decían los ácratas para escarnio de los marxistas ortodoxos y su imagen se convirtió en todo un símbolo de los ateneos libertarios —como la “A” aureolada— en su lucha contra “la barbarie institucional”.

En efecto, la reivindicación de la que fue objeto el inconmensurable Groucho tras su muerte en el verano de 1977, posibilitó la de la filmografía de todos sus hermanos. El mismo Woody Allen, su admirador declarado, comenzaba su Annie Hall (1977) con un chiste de Groucho: “Jamás entraría en un club donde admitieran a gente como yo”. Groucho y yo (1959) y Memorias de un amante sarnoso (1963), cuentan entre sus principales libros. Tuvo una filmografía al margen de la de sus hermanos. “Surgiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria” o “El humor es una lucha contra la homogenización” fueron algunas de las grandes frases que el inconmensurable Groucho legó a la posteridad.

Un tipo que no quería hablar

Su constante mudez hizo de Harpo, el arpista que se comunicaba a bocinazos, un hombre de acción. Era el brazo ejecutor de la obra destructora de los Marx: cortaba las corbatas con el mismo ímpetu que los cables telefónicos o metía los pies en el recipiente de la limonada que estaba despachando un vendedor ambulante. Su cara lunar, su peluca Luis XV y el maravilloso bazar que guardaba en sus bolsillos —de donde sacaba toda suerte de sopletes y extensibles— hicieron de Harpo uno de los personajes más singulares de toda la historia del cine. En lugar de la mano, daba una pierna a las damas. Mientras, Groucho hablaba del “erotismo galopante” que se estaba enseñoreando del lugar.

Harpo satirizó sin contemplaciones los grandes dogmas políticos y sociales. Verbigracia: la ridiculización del gobierno de Sopa de ganso. El suyo fue un personaje inquietante e imprevisible, donde la expresión corporal alcanza límites insospechados. Sólo se ponía serio al tañer su arpa, con cuyas melodías llevaba a cabo toda una comunicación gestual. Inspiración de Salvador Dalí, el surrealista escribió un guión pensando en él que nunca llegó a realizarse.

Un cínico en el mundo que se desmoronaba

Chico, el nexo entre sus hermanos, fue el más pragmático. De ahí su afición a las trampas, sobre todo cuando disputa una partida de naipes. Es el único que se desmarca del burlesco de su familia para mostrarse heredero del humor napolitano e incluso de la mismísima Commedia dell’Arte. Esto fue debido a que en sus primeras interpretaciones siempre recreaba a tipos italianos. 

Su equilibro y su sosiego, su gravedad, en definitiva, no le incapacitaron en modo alguno para la sorna. Tal vez sea él la síntesis de su familia, el que aporta esa seguridad casi coreográfica a la gesta destructora. El vendedor de helados de “tutsi-frutsi” fue un puente frecuente entre Harpo y Groucho. Aunque, puesto a tomar partido, siempre se decantaba por aquél. A veces, incluso intentaba traducir sus bocinazos a palabras y, de cara a los ajenos a la obra destructiva de los Marx, pretendía hacer pasar por lo más normal del mundo el caos que provocaban. 

Eso sí, a diferencia de Harpo, que sólo se ponía serio llegado el momento de tocar su arpa, Chico no apeaba la guasa ni puesto a sentarse al piano. Señalaba las teclas con su índice antes de tañerlas. Su canción favorita era La polca de la cerveza. Fue un gran pianista que en la vida real se arruinó varias veces por culpa de su ludopatía. Pero en pantalla causaba sensación acabando con las subastas y exigiendo en los hoteles habitaciones sin baño. El contrato que intenta suscribir con Groucho en Una noche en la ópera, que los dos acaban destruyendo de mutuo acuerdo, dio lugar a otra de esas secuencias que hacen época.

Un ápice de seriedad

Zeppo, el galán serio, sólo aparece en los primeros títulos del grupo —Los cuatro cocos, El conflicto de los hermanos Marx (Victor Heerman, 1930), Pistoleros de agua dulce (Norman Z. McLeod, 1931), Plumas de caballo (Norman Z. McLeod, 1932), Sopa de ganso— y es el menos brillante porque es el único que permanece serio, incluso cuando todo parece venirse abajo merced a la obra de sus hermanos. 

A cambio, Zeppo es el galán que se lleva a esas damas que tanto estiman los otros. Pero es un actor secundario, un comparsa en la compañía familiar. Cuando la abandona, su puesto es ocupado por un extraño. Carente de esa comicidad, que Antonin Artaud fue a calificar de “materialista” en El teatro y su doble (1938), Zeppo es, no obstante, el contrapunto ideal a esa secuencia de El conflicto de los Marx en la que Harpo viene a expresarse a través de los mugidos de un becerro para feliz desconcierto del Respetable.

Además de las ya citadas, los hermanos Marx hicieron historia en Un día en las carreras (Sam Wood, 1937) y Una tarde en el circo (Edward Buzzell, 1939). En esta última, algunos de los gags fueron escritos por Buster Keaton. Ya en los años 40, el tiempo de los hermanos Marx comenzó a tocar a su fin. Amor en conserva, de David Miller, data de 1949. Auténticos emisarios de la acracia mediante su humor absurdo, los fabulosos hermanos Marx fueron merecedores de una reivindicación sin parangón por la sedición juvenil de los años 70.

Imagen de portada: Hermanos Marx.

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Javier Memba. Editor: Arturo Pérez-Reverte.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Groucho Marx/Hermanos Marx.

Acosada, violada, amenazada… La diva que renunció a Hollywood para no perder la cabeza.

KIM NOVAK, UNA VIDA AL BORDE DEL PRECIPICIO.

Depresiva y bipolar, acosada en su infancia, violada en su adolescencia, Kim Novak se comió el mundo con su papel en Vértigo, obra cumbre de Alfred Hitchcock. Amante de Sinatra, Cary Grant o el hijo del dictador Trujillo, acabaría por darse cuenta de que el glamour, la vanidad y la fama que Hollywood le ofrecía no estaban hechos para ella.

Aguantó como estrella de Hollywood poco más de una década. No necesitó más para convertirse en mito. Un papel, en realidad. Vértigo, de Alfred Hitchcock, elegida en 2020 la mejor película de la historia por el British Film Institute, lo es en gran parte gracias al magnetismo de Kim Novak. 

Tenía 25 años, llevaba cuatro en la industria del cine y ya se había codeado con Fred MacMurray, Jack Lemmon, William Holden, Tyrone Power y Frank Sinatra.

Una chica de anuncio. Huyendo de una terrible infancia en Chicago, Kim llegó a California y pronto se hizo un hueco haciendo campañas de publicidad.

Ocho años después de pasar a la historia al servicio de Hitchcock, Novak se alejó de Hollywood y se retiró del oficio, aunque aceptara papeles alimenticios de vez en cuando, para televisión mayormente. 

Así hasta que, en los años 80, aceptó una oferta para salir en 19 episodios del célebre culebrón Falcon Crest, interpretando a un reservado personaje llamado Kit Marlowe, un guiño de la propia Novak al nombre artístico que el gran capo de Columbia, Harry Cohn, quiso imponerle en los inicios de su carrera. «El estudio me cambió el nombre porque Marilyn sólo podía haber una», señaló. Aquello sucedió en 1955, cuando Cohn descubrió a una brillante rubia de turbadora mirada que hacía de extra en El hijo de Simbad.

Hija de severos profesores católicos de origen checo, Marilyn Pauline Novak se crio en un barrio judío de Chicago y acababa de mudarse a California en busca de un hueco en la industria del entretenimiento. De niña soñaba con ello, aunque fuera tan tímida que se escondía tras las cortinas cuando la familia recibía visitas. Su barrio era de los más peligrosos de la ciudad, con alta incidencia de violaciones y asesinatos.

Los niños de su barrio se metían constantemente con ella. Al iniciar la adolescencia fue aún peor. «Fui violada por varios chicos en el asiento trasero de un automóvil»

Para asegurarse de no llamar la atención su madre la obligó a llevar coletas toda su infancia y le prohibió usar maquillaje. Estrategia insuficiente para ahorrarla sufrimientos. Primero, en la niñez, cuando los chicos la acosaban sin piedad. «Me derribaban, me enterraban en la nieve y me llenaban de pasteles con moho –rememoró en su última entrevista, en 2020 al diario británico The Guardian–. 

Eran niños judíos que pagaban conmigo por lo que que les habían hecho a sus parientes. Y no ayudaba que mi abuelo se llamara Adolf». La cosa, sin embargo, pasó a mayores al iniciar su adolescencia. «Fui violada por varios niños en el asiento trasero del automóvil de un extraño». Una experiencia traumática que nunca compartió con nadie, mucho menos con sus padres.

No es de extrañar que sintiera la imperiosa necesidad de escapar de aquel lugar. Antes de triunfar en Hollywood, eso sí, fue ascensorista, dependienta y ayudante de un dentista, aunque nada comparable a lo que sentía ante el fogonazo de un flash, maquillada para la cámara en los decorados donde protagonizaba campañas publicitarias. La más celebrada la coronó como la Señora Deepfreeze, anunciando frigoríficos, momento en que su rostro y su figura pasaron a formar parte del paisaje americano.

Amor en público. Sus apariciones junto a Sinatra en El hombre del brazo de oro y en Pal Joey dispararon su popularidad antes de su papel en Vértigo. Sobre todo por el eco en la crónica rosa de su romance con La Voz. Sinatra, entonces, también se acostaba con Lauren Bacall, esposa de su amigo Humphrey Bogart, gravemente enfermo.FOTO: GETTY IMAGES

Fue entonces cuando, acompañada por dos compañeras modelos con idénticas ambiciones cinematográficas, se fue a Los Ángeles y se apuntó allí a una audición de la RKO en busca de extras para La línea francesa, una comedia de 1954 al servicio de la despampanante Jane Russell. Novak apareció en pantalla el tiempo suficiente como para conseguir otra fulgurante aparición como extra y a la segunda, ahí ya sí, Harry Cohn se fijó en ella. «La sucesora de Rita Hayworth», fue su pensamiento; diva con la cual, por cierto, acabaría trabajando años después en Pal Joey.

Sintiendo que poseía un filón, Cohn procedió a asociar su nombre a los grandes de la época: ¡Jack Lemmon en Phffft!; Brian Keith en 5 contra la banca; William Holden en Picnic; y Frank Sinatra en El hombre del brazo de oro y Pal Joey. En apenas cuatro años en Hollywood ya tenía dos Globos de Oro y se había convertido en el sueño de seducción de millones de hombres. Cohn lo intuía y por eso él mismo le eligió su vivienda y le impuso un toque de queda con el fin de asegurarse el cumplimiento de los horarios de rodaje y, de paso, controlar sus amistades y alejarla de los hombres.

Novak tenía 20 años cuando firmó su primer contrato cinematográfico por un periodo de seis meses. Además del cambio de nombre, el compromiso le exigió mejorar sus dotes interpretativas con unas clases intensivas y también su apariencia. Aunque los ejecutivos del estudio adoraban su rostro de marcadas facciones le exigieron más brillo a su rubia cabellera –se la tiñeron tres veces–, y la obligaron a adelgazar siete kilos, sometiéndola a una rigurosa dieta.

Las mujeres empoderadas de Falcon Crest. Dejó Hollywood en los años 60, pero de vez en cuando aceptaba papeles alimenticios para televisión. En los 80, reapareció en 19 episodios del célebre culebrón Falcon Crest. Ella misma escogió el nombre de su personaje, Kit Marlowe, el mismo que Columbia quiso imponerle al comenzar su carrera.

Alcanzado el objetivo, se convertiría poco después en el explosivo reclamo de La casa número 322, junto a Fred MacMurray, 25 años mayor que ella. 

Diferencia que, de modo no intencionado, propició lo que ella considera su primera metedura de pata en Hollywood. «Él llevaba puesta una gabardina, cuando se la quitó vi la fecha de fabricación y, sin pensarlo, solté un: ‘¡Dios mío, esa gabardina es del año en que nací!’. Rápidamente pensé: ¡Serás estúpida!». Nada, en todo caso, que interfiriera en su ascensión.

Con tanto galán al acecho, sin embargo, Cohn no consiguió evitar que Novak se acostara con Sinatra. Lo hizo mientras éste se veía también con Lauren Bacall, en momentos en que su esposo, Humphrey Bogart, gran amigo de La Voz, estaba gravemente enfermo. «Frank era un tipo muy sexi. Tuvimos una relación, sí, aunque a veces, él podía ser… difícil», admite Novak. Y añade que, de haber trabajado juntos solo en El hombre del brazo de oro, en la que Sinatra hizo de yonki, «hablaría de lo maravilloso, amable y gentil que era». 

Las cosas, sin embargo, no debieron seguir esa línea en Pal Joey, metido en la piel de un mujeriego encantador. «El Sinatra real era una persona muy sensible. Tenía un lado simple y hermoso –revela Novak–. Pero le afectaba que la gente lo pusiera en un pedestal; podía llegar a ser muy engreído, sin escuchar a nadie más que a sí mismo».

La relación con Sinatra le proporcionó publicidad a la actriz y Cohn no tuvo más remedio que tragar con ello, pero cuando vio a su protegida del brazo de Sammy Davis Jr., amigo de Sinatra, el ejecutivo de Columbia decidió tomar cartas en el asunto. Davis era un tipo encantador, todos en el show bussines lo apreciaban, pero, a ojos de Cohn, un negro, tuerto (perdió el ojo izquierdo en un accidente) y músico no era digno de su blanca, rubia y prístina protegida.

Se lió con Sammy Davis Jr., pero el estudio se opuso a que saliera con un «negro, tuerto y músico» y acudieron a la mafia: «Te romperemos las piernas, te sacaremos el otro ojo y te enterraremos», le amenazaron

En 1957, además, el matrimonio interracial era ilegal en más de la mitad de los Estados Unidos y el 96 por ciento de sus ciudadanos lo rechazaban. Aquella relación, por consiguiente, no era buena para el negocio. «No me dejaban acercarme a la casa de Sammy», recuerda Novak. «Nos convertimos en conspiradores, unidos por lo único que teníamos en común: el desafío», admitió Davis, fallecido en 1990.

Cohn, al final, se salió con la suya, recurriendo, eso sí, a métodos drásticos. Tras escuchar rumores de matrimonio alrededor de la pareja, contactó con el temido mafioso Mickey Cohen, amigo suyo, para deshacerse de «ese puto negro cabrón». Cohen no tardó en transmitir al padre de Davis una ‘recomendación’: «Dile a tu hijo que se olvide de Kim Novak y se busque a una negra para casarse. De lo contrario, le romperemos las dos piernas, le sacaremos el otro ojo y lo enterraremos en un agujero».

Un amigo de Davis contó más tarde que al día siguiente, agenda y teléfono en mano, el cantante se puso a buscar alguien con quien casarse». Loray White sería su primera esposa a cambio de 25.000 dólares y la condición de disolver su matrimonio antes de un año. «Yo nunca estuve enamorada de él. Pero él sí. Era un niño grande, vulnerable… Y no quería lastimarlo», cuenta Kovak.

Padecer a Hitchcock. Fascinado con las rubias, Hitchcock la tiñó de pelirroja en Vértigo, el papel que la convirtió en leyenda. Después del rodaje, ninguneó su trabajo de forma hiriente: «La mayoría de los actores son como niños estúpidos. Piensen en Kim Novak, logré incluso que actuara; pero sólo la contraté fue porque Vera Miles estaba embarazada».FOTO: GETTY IMAGES

La actriz siguió así su carrera –también sus amoríos con gente como Cary Grant o Ramfis Trujillo, hijo del dictador dominicano– y, al año siguiente, alcanzó la cumbre con Vértigo y el papel que terminaría por incluirla entre las leyendas del cine. Se encontró, sin embargo, con el eterno desdén de Alfred Hitchcock, célebre por su querencia a torturar a sus actrices rubias, comportamiento que alcanzaría su cumbre con Tippi Hedren en Pájaros.

A Kim Novak, el maestro del suspenso le guardó un eterno y nunca explicado resentimiento, dedicándole años después hirientes declaraciones del tipo: «La mayoría de los actores son como niños estúpidos. Piensen en Kim Novak, logré incluso que actuara, pero solo la contraté porque Vera Miles estaba embarazada». Comentarios sobre los que Novak se limita a replicar: «En Hollywood todos creen que te quieren, pero solo quieren que seas lo que ellos quieren».

Su doble interpretación de la gélida femme fatale Madeleine y de la dependienta Judy, sin embargo, quedaría para la historia y acabaría definiendo su carrera y su vida entera al proporcionarle el estatus de diva.

También le proporcionó un amigo, James Stewart, con quien hizo una película más: Me enamoré de una bruja. «Él nunca fue ensuciado por la vanidad y el glamur de Hollywood –agradece Novak–. Muchas veces al terminar una escena nos sentábamos juntos, nos quitábamos los zapatos y poníamos los pies sobre la mesa. Me costaba creer que alguien como él pudiera vivir en Beverly Hills y seguir siendo real».

Es el tipo de pensamientos que terminaron por alejarla de Hollywood. «No quería perderme. Necesitaba irme para salvarme. Me gusta quien soy», explica Novak. Antes de alejarse, sin embargo, vivió un turbulento y acelerado romance con el actor Richard Johnson. Se conocieron a finales de 1964, en el rodaje de Las aventuras amorosas de Moll Flanders, se casaron en marzo de 1965 y se divorciaron en la primavera de 1966. 

Fue la gota que colmó el vaso. «Es excitante vestir esa ropa tan hermosa y sentirse tan sexi, pero es una trampa. En la vida eso no es suficiente. Mucha gente envejece y al perder la belleza se derrumba». No quería que eso le sucediera a ella.

La felicidad estaba en Oregón. Retirada del cine, Novak acabó yéndose a vivir a Oregón. Allí conoció a Robert Malloy, un veterinario equino con el que se casó en 1976. Vivieron juntos 45 años hasta su muerte en 2020. «Los años más felices de mi vida», dice Novak.FOTO: GETTY IMAGES

Harry Cohn, además, había muerto en 1958 y los papeles que le ofrecían apelaban más a sus atributos físicos que a su talento. Y Novak ya no estaba interesada. «Yo era una buena actriz y quería expresarme, que me apreciaran por lo que era y lo que tenía para ofrecer. Pero mi trabajo no significaba nada. Ansiaba interpretar a alguien con una enfermedad mental, porque conocía esos sentimientos».

Recibió, además, otras señales que la empujaron al cambio. Perdió primero la mayoría de sus objetos de valor en un incendio y, más tarde, un deslizamiento de tierra arrastró su casa. Alquiló una camioneta, cogió lo que le quedaba y acabó en Oregón, donde conoció, muchos años después, a Robert Malloy, un veterinario con el que se casó en 1976 e inició una nueva vida. De vez en cuando, sin embargo, aceptaba algún trabajo para el cine o la televisión, sólo para recordarse que las servidumbres de los rodajes y el trato con los ejecutivos figuraban entre las razones por las que había renunciado a su carrera en el cine.

Al fin y al cabo, Novak llevaba luchando contra la depresión desde la adolescencia y empezaba a temer por su salud mental si seguía en Hollywood. «Cuando eres feliz, estás en una nube. Pero, de repente, la nube se vuelve gris, sientes la presión y, sin darte cuenta, vuelves al fondo del pozo». Y eso es lo que quiso evitar.

Toda una vida. Kim Novak durante un acto de homenaje a toda su carrera en 2010.

Novak vivió con Malloy hasta la muerte de este en 2019 y nunca tuvieron hijos, ya que ella siempre temió que sufrieran problemas mentales. «Yo los heredé de mi padre y no quería que pasaran por lo mismo». A sus tendencias depresivas se sumó, a principios de siglo, un diagnóstico de trastorno bipolar. Desde entonces, ha dedicado mucho tiempo a explicarle a la gente que los trastornos de salud mental se pueden tratar y no se deben estigmatizar. Como terapia, eso sí, prefiere pintar al litio, que la hace engordar. «Todas esas rabias y sentimientos de depresión te abandonan cuando los dejas fluir. Y de eso trata la pintura», explica.

Su salud mental se puso a prueba en 2014, nada menos que por Donald Trump cuando la ridiculizó en Twitter tras una aparición en los Oscar para presentar un premio: «¡Kim debería demandar a su cirujano plástico!», escribió Trump mucho antes de convertirse en tuitero en jefe. Alusión que despertó en Novak abominables ecos de su infancia. Por eso desde entonces hace campaña contra el bullying. «Hay chavales que se han quitado la vida por lo que se ha dicho de ellos –explica–. Quiero ayudar a ser un modelo a seguir».

Novak dice que sus 45 años con Malloy fueron los más felices de su vida y que las cosas han sido difíciles desde su fallecimiento. «Hubo momentos en los que no quería seguir sin él –admite–, pero ahora enciendo un fuego todas las noches y preparo cosas que le encantaban, como mis albóndigas de pollo». Eso y la pintura son ahora sus mejores compañeros.

Imagen de portada: Kim Novak

FUENTE RESPONSABLE: La Voz de Galicia. España. Por Fernando Goitia. XL Semanal. 16 de diciembre 2022.

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Leyendas del cine. Cómo sobrevivir a la tragedia y el escándalo sin perder un ápice de estilo. Charlotte Rampling.

Musa del cine europeo, mito erótico, belleza adictiva… los calificativos que la acompañan desde los 18 años siguen valiendo muchas décadas después. La diva inglesa ha disfrutado del éxito y el reconocimiento profesional, pero también ha tenido que sobreponerse a terribles experiencias personales y más de un escándalo. Y nunca ha dejado de ser fiel a sí misma. A los 76 años no tiene intención, dice, de parar.

Nos recibe en la puerta de su apartamento en París. No es muy alta (1,67), pero Charlotte Rampling camina muy erguida mientras nos conduce a un salón cubierto de alfombras orientales donde suena música clásica. Desde la muerte de su última pareja, en 2015, vive sola con dos gatos.

La leyenda del cine, icono del estilo y musa de grandes cineastas y fotógrafos, la célebre actriz británica ha aparecido en más películas de las que puedo recordar y, a una edad en la que muchas de sus contemporáneas están muertas o llevan tiempo jubiladas, sigue acumulando créditos con el mismo rompedor desparpajo con que abordó algunos de sus mejores papeles. Uno de los más osados, en 1974, fue el de una superviviente a un campo de concentración que establece una relación sadomasoquista con un antiguo oficial de las SS, interpretado por Dirk Bogarde: El portero de noche, de Liliana Cavani.

Su padre le pidió que ocultase a su madre el suicidio de su hermana. La actriz calló durante décadas. Pero solo tras la muerte de su madre pudo volver a trabajar.

Ganó en 2017 el premio a la mejor actriz de la 74.º edición de la Mostra de Venecia por su interpretación en Hannah. y ese mismo año estrenó El sentido de un final, filme basado en la novela de Julian Barnes, y al año siguiente Red Sparrow, que rodó con Jennifer Lawrence. Charlotte siente gran admiración por la actriz mejor pagada de Hollywood, a quien conoció en los Oscar del año pasado. «Jennifer pertenece a esa generación de chicas que son cool, que saben lo que quieren y viven firmemente ancladas en la realidad», afirma.

La que tuvo…Charlotte fue descubierta para el mundo del espectáculo por un agente publicitario que un día se acercó a la sala de mecanografía donde estudiaba.Tenía 17 años.Debutó en un anuncio de los chocolates Cadbury. Lo que la convirtió en estrella del cine y en ‘sex symbol’ fue la película Portero de noche de Liliana Cavani, que protagonizó a los 26 años.FOTO: GETTY IMAGES

La descripción bien pudiera ser la de la propia Rampling, si bien es cierto que Charlotte ha pasado por unos cuantos baches de importancia. En los noventa abandonó su carrera profesional y poco menos que desapareció, presa de sus propios demonios interiores. Era víctima de una profunda depresión. «Estamos hablando de una enfermedad terrible, terrible de veras -dice-. O sales de ella o no sales. Yo salí, pero necesité mucho tiempo».

De ello habla en detalle en su libro Who I am (‘La persona que soy’), aunque el libro no es una autobiografía convencional. Para empezar, no hay mención a su carrera profesional durante cinco decenios, sino que se centra en una tragedia que hundió a su familia. Cuando Charlotte tenía 20 años, su hermana, Sarah, de 23, se suicidó. Nunca ha podido superar la pérdida.

Hija de Anne Gurteen -pintora y heredera de una importante compañía textil británica- y de Godfrey Rampling -ganador de una medalla de oro en relevos de 4 por 400 metros durante los Juegos Olímpicos de 1936 y coronel del Ejército-, la actriz nació en Sturmer, Essex, en 1946. Sarah, 3 años mayor, era ‘frágil’ y siempre estaba enferma.

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Su primer marido. El agente Bryan Southcombe fue su primer marido. Tuvieron un hijo, ahora director de cine. Rampling tuvo otro hijo con Jarre, que ahora es actor y mago.FOTO: GETTY IMAGES

«En su momento la operaron -cuenta Rampling-. Me dijeron que se trataba de algo relacionado con el sistema endocrino, pero nunca llegué a saberlo de verdad. Tampoco pregunté. Por entonces no era más que una cría. Y me molestaba que Sarah estuviera enferma, porque mi madre tan solo tenía ojos para ella».

«La más estable de las dos» trató de cuidar de su hermana, pero Sarah se casó con un rico hacendado argentino y se marchó a vivir con él. Charlotte no volvió a verla: Sarah se mató de un disparo poco después de tener un hijo, Carlos, y está enterrada en Buenos Aires. Algo más tarde, la madre de Rampling sufrió una embolia y perdió la voz. El padre, quien por entonces era un alto mando en la OTAN, dijo a su esposa que Sarah había fallecido por una hemorragia cerebral. Hizo que Charlotte le jurase no contarle la verdad a su mujer, carga que la actriz sobrellevó durante décadas, hasta la muerte de la madre, en 2001.

«Es fácil decir: ‘Claro, su hermana se suicidó, su marido la dejó, por eso tiene depresión’. Es más complicado»

No lo menciona en el libro, pero Rampling nunca ha estado en Argentina o en el cementerio donde yace Sarah. «Sencillamente, no quiero ir -cuenta-. Tampoco me pregunto por qué. Bueno, una en el fondo lo sabe, pero el hecho es que no me siento preparada, no sé cómo decirlo…».

En el libro tampoco menciona a Carlos, su sobrino: Rampling me explica que hoy está casado, que tiene tres hijos y está al frente de la hacienda familiar. También revela que sus padres estuvieron en contacto con él cuando era niño. El padre «hizo que la niñera viniera con él unas cuantas veces. Lo conocimos siendo un bebé todavía, y mis padres viajaron a Argentina y volvieron a verlo cuando tenía unos 10 años. Pero yo no los acompañé».

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Infidelidades en cadena. En 1978, Rampling se casó con el compositor francés Jean-Michel Jarre. Ella dejó a su primer marido por él. Él la dejaría a ella por otra en 1997. FOTO: GETTY IMAGES

Luego, cuando Carlos tenía 18 años, se vieron de nuevo, y David, el hijo que la actriz tuvo con el músico Jean-Michel Jarre en 1977, visitó incluso Buenos Aires y aún tiene trato con su primo. La actriz se estremece cuando le pregunto otra vez por la depresión y me intereso por sus causas. La primera vez que la trataron de la enfermedad fue en 1984; más tarde sufrió un colapso nervioso. En 1997 se separó de Jarre, después de que este fuera visto entrando en un hotel con otra mujer. «Todo influye, y no puedes manejarte con tantas cosas a la vez -explica-. Lo más fácil es decir: ‘Está claro, su hermana se suicidó, su marido la abandonó, por eso tuvo la depresión…’». Durante los siguientes 5 años aceptó muy pocos papeles. «Entre los 40 y los 50 años tuve que vérmelas con todo eso (la depresión). No podía hacer casi nada más».

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El último amor. Desde 1998 a 2015 Rampling vivió con Jean-Noël Tassez, periodista y hombre de negocios francés, con quien no llegó a casarse. Él murió de cáncer. Ella sigue viviendo en la casa que compartían en París.FOTO: GETTY IMAGES

Tan solo después de la muerte de su madre retomó su carrera cinematográfica. «Comencé a ser yo misma otra vez, a trabajar en películas de nuevo. Incluso empecé a hacer teatro… Antes nunca había estado interesada».

‘Ménage à trois’

Charlotte Rampling fue una de las máximas bellezas de su tiempo, un icono del Londres enfebrecido de los años sesenta, antes incluso de causar sensación en las pantallas. Su padre la envió a una escuela para secretarias cuando tenía 17 años, pero si lo que pretendía era salvarla de la tendencia al exhibicionismo, no fue eso lo que consiguió. Descubierta por un cazatalentos que un día se acercó a la sala de mecanografía, Charlotte pronto apareció en un anuncio publicitario de los chocolates Cadbury’s.

«Siempre he nadado contra corriente. Lo llevo en mi ADN. Es la forma que tengo de conocerme a mí misma»

Conocida como ‘Charley’, empezó a moverse por el glamuroso barrio de Chelsea. Se acuerda con claridad de cierta sesión en la que el fotógrafo le indicó que posara sentada en un orinal, desnuda. La foto apareció en un libro ilustrado titulado Birds of Britain. «La foto era extraordinaria -dice Rampling- y me mortificaba pensar que mis padres pudieran verla». Sin embargo, no parece que eso haya sucedido.

La ‘minifaldera’ que estaba en todas las fiestas era la comidilla de los periódicos sensacionalistas ingleses. Durante un tiempo, Rampling vivió una especie de ménage à trois con su agente, Bryan Southcombe, quien más tarde se convirtió en su primer marido, y con Randall Laurence, un modelo neozelandés. Rampling insistía en que tan solo compartía piso con estos dos hombres.

Charlotte reconoce que siempre ha sido proclive a llevar la contraria, a obedecer a una voz interior que le insta -afirma- a hacer las cosas «a mi manera». «Lo llevo en mi ADN. Siempre he nadado contra corriente. Es mi forma de conocerme a mí misma».

alternative textEl salvaje Sean. ¡La actriz en Zardoz, una enloquecida película de ciencia ficción con Sean Connery en calzoncillos casi toda la cinta. Rampling ríe al acordarse. «Sean tenía mucho peligro, estaba hecho un salvaje». ¿Es cierto que la perseguía durante el rodaje? «¡No solo a mí, ojo! A Sean le gustaba toda la carne fresca».FOTO: AGE

Rampling tuvo un hijo con Southcombe, Barnaby, y se fueron a vivir a Francia a comienzos de los setenta. En 1976, Charlotte conoció a Jarre en una cena en Saint-Tropez y, en otro arrebato inconformista, pocos días después dejó a su marido y a su hijo para estar con el francés. Estuvo con él hasta 1997.

Después, tras Jarre, ha tenido otra gran pareja, Jean-Nöel Tassez, el consultor empresarial con quien estuvo viviendo 18 años. Murió en 2015 tras perder la batalla contra el cáncer.

¿La agenda llena?

Rampling ha aparecido en más de cien películas y ha trabajado con todos los grandes, incluyendo a Woody Allen, quien la describió como «la mujer ideal». ¿Me pregunto si alguna vez se cansa de la vida en el candelero? «No sé a qué otra cosa podría dedicarme -contesta-. Soy más bien inútil en todo lo demás». Por esa razón, espera -confiesa- que le sigan llegando ofertas del cine. «A muchos actores los jubilan anticipadamente. Pero si eres como yo y estás acostumbrada a luchar, haces lo posible para que aún no te arrinconen».

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Sin complejos. Rampling dice que ella no elige los papeles que interpreta para entretener a la gente. «Los elijo porque suponen un desafío, porque me obligan a superar mis propias barreras». En 2009 posó en un polémico desnudo enfrente de la Mona Lisa para el fotógrafo Juergen Teller y en 2016 lo hizo para el calendario Pirelli.FOTO: GETTY IMAGES

De hecho, en 2016 estuvo nominada a los Oscar por su trabajo en 45 años. «No gané porque no hice lo que debía para ganarlo. No estoy diciendo que fueran a concedérmelo, pero… Estás obligada a venderte como loca, los productores deben poner un montón de dinero para asegurar el galardón, el actor debe dedicar dos meses al autobombo sin poder hacer otra cosa… Y no, no tenía ninguna gana de pasar por el tubo. Eso sí, me encantó que me nominaran».

Según reconoce, si no tuviera trabajo, «tendría miedo de lo que pudiera ser de mí». Así que Rampling siempre anda muy ocupada —sus nietos la llaman ‘go-go’, porque no para quieta—, pero, con su modestia característica, finge que no es el caso. «No sé por qué todos piensan que siempre estoy ocupada. Quizá porque me hago la lista y les digo: ‘Lo siento, pero no puedo aceptar. Tengo la agenda llena…». Baja la voz y agrega con media sonrisa: «Y la verdad es que no tengo la agenda llena en absoluto».


© The Sunday Times

Imagen de portada: Charlotte Rampling (Foto Yu Tsai Y Age)

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. ABC XL Semanal. Por Matthew Campbell. 18 de noviembre 2022.

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Leyendas del cine. Gary Cooper, las travesuras del hombre ideal.

Irradiaba elegancia, con su deje indolente, sus extraños andares y su encanto campesino. Aquel chico de Montana que creció entre caballos encarnó al héroe honesto y cabal que han adorado generaciones de espectadores. Era el hombre ideal. Y, sin embargo, cometió sus travesuras. Se las contamos.

Le pagaban cinco dólares al día como extra y diez si doblaba a los actores montando a caballo, peleando o disparando en películas mudas del oeste. Hasta que llegó su día de suerte. Era 1926. Se rodaba Flor del desierto. Falló el actor Garold Goodwin y entonces dieron paso a un jovencito Cooper. El papel era muy corto, pero la escena en la que agonizaba en los brazos de Ronald Colman impactó. Así entró Gary Cooper en el mundo del cine.

Las maneras de cowboy las traía de casa. Se había criado en un rancho de Montana, cabalgó, cazó, laceó y arreó ganado desde niño. Es más, sus andares ladeados y su peculiar forma de montar a caballo procedían de una caída a caballo mal curada cuando tenía 15 años.

Un vaquero de verdad.En una imagen de El tejano, de 1930. Gary Cooper debutó en el cine en una película del Oeste e interpretó muchas. Se había criado en un rancho en Montana y aprendió de niño a montar caballo, cazar y lacear ganado. |FOTO: GETTY IMAGES

La elegancia, el porte y una sensación de naturalidad cautivadora no eran impostadas. Gary Cooper era así. Y por eso gustaba tanto. El Oeste le abrió las puertas de los estudios y pronto ascendió hasta el Olimpo de Hollywood. Pero antes de eso tuvo que bregar mucho.

Frank James Cooper nació en Helena Montana, el 7 de mayo de 1901. Su padre era un inglés que emigró a Estados Unidos y llegó a ser juez. Su madre era una sencilla ama de casa americana de la que heredó el magnífico porte. Gary tuvo una infancia feliz. Se crió triscando al aire libre. Y esa afición la mantuvo siempre; a menudo compartió días de pesca con su buen amigo Ernest Hemingway, otro aficionado a las actividades campestres.

Su estela es diferente a la de otros monstruos del cine porque Cooper no tenía áurea de canalla.

De jovencito lo enviaron a Inglaterra a instruirse. Después, cuando le llegó la hora de la Universidad, se decantó por el dibujo. Tenía buena mano, logró publicar caricaturas y cómics en algunos diarios. Intentó vivir de su arte, pero no lo consiguió. Fue vendedor de aparatos eléctricos pero no vendió ni uno. Cuesta creerlo, pero así fue. Se mudó entonces a Los Ángeles donde unos amigos de Montana lo animaron a hacer de extra… y así arrancó la trayectoria de un actor que estuvo 36 años en las pantallas y protagonizó 92 películas.

El mejor pagado del mundo.Lo fue durante 1939 y 1940. En 1939 (año de esta fotografía publicitaria de la Paramount), ganó el equivalente a casi diez millones de euros de hoy. |FOTO: GETTY IMAGES

El gran salto lo dio con El virginiano, en 1929. A diferencia de otros actores que venían del cine mudo, a él la sonoridad le favoreció porque su voz era profunda y clara. Su aspecto también ayudó: encajaba con el prototipo de vaquero –alto (medía 1,91 metros), guapo, reservado, con un serio sentido del honor, valiente y amante de la libertad– que tanto gustaba en Hollywood.

Su estela es diferente a la de otros monstruos del cine porque Cooper no tenía áurea de canalla. «Cada expresión de su cara deletrea honestidad», dijo Frank Capra. A Gary Cooper lo encumbró lo que la revista Time definió como «indestructible naturalidad». No era un actor de métodos ni de estudios, sencillamente se dejaba llevar sin teatralidad.

Natural y elegante.Actuaba como sin querer, sin método alguno. Howard Hawks, dijo de él: «Era un actor extraño porque lo mirabas durante una escena y pensabas… esto no va a funcionar. Pero cuando veías las primeras pruebas en la sala de proyección al día siguiente podías leer en su cara todo lo que había estado pensando». |FOTO: GETTY IMAGES

Tenía Gary Cooper una elegancia innata e indolente, una cualidad fabulosa para ser una estrella de cine. Estaba dotado de una «maravillosa limpieza de espíritu campesina»; en palabras de Terenci Moix. Y eso hacía que la gente se identificara con él.

Además, encarnaba el espíritu de la heroicidad sin estridencias. A ello le ayudaron varios de los papeles que interpretó: legionario (Beau Geste); militar de honor (Los lanceros bengalíes); hombre íntegro (Solo ante el peligro). Y héroe de guerra (El sargento York). De esta película (por la que ganó su primer Oscar) su director, Howard Hawks, destacó: «Gary Cooper trabajó muy duro y sin embargo no parecía estar trabajando. Era un actor extraño porque lo mirabas durante una escena y pensabas… esto no va a funcionar. Pero cuando veías las primeras pruebas en la sala de proyección al día siguiente podías leer en su cara todo lo que había estado pensando». Actuaba como sin querer.

El sargento York era la película preferida de Cooper porque Alvin Culum York, el personaje real en el que se basa el filme, fue un hombre sencillo que sobresalió por su coraje en las dos guerras mundiales, y además había nacido en Montana, como él. Cooper era conservador y patriota. Durante la Segunda Guerra mundial recorrió 37.000 kilómetros por el Sudeste del Pacífico en una gira de apoyo a los soldados.

Conservador y patriota. Aquí, junto con su hija Maria en una gala en su honor por su ayuda a las tropas durante la Segunda Guerra Mundial. El actor recorrió 37.000 kilómetros porel sudeste asiático para darles apoyo. |FOTO: GETTY IMAGES

También tenía Gary lo que Jorge Berlanga llamó «traviesa timidez». Sin ser un ligón irredento como Clint Eastwood o Warren Beatty, tuvo sus devaneos amorosos. Vivió varios affaires con compañeras de reparto; se dice que con Marlene Dietrich, con la que coincidió en Morocco; con Ingrid Bergman (su partenaire en Por quien doblan las campanas) o con Grace Kelly (su mujer en Solo ante el peligro). Antes había vivido romances con Lupe Vélez, Carole Lombard y Clara Bow, pero la que le robó el corazón fue Patricia Neal, con la que interpretó El manantial.

El drama estaba servido, Cooper estaba casado con Veronica Balfe, una niña bien, católica de Nueva York. Ese romance prohibido apedreó su hasta entonces intachable imagen de hombre familiar (los Cooper tuvieron una hija, Maria) y feliz.

Vivió Cooper una crisis personal entre 1951 y 1953 (se separó de su mujer, luego regresó y estuvieron juntos hasta el final), pero fue entonces cuando de nuevo la suerte llamó a su puerta: Gregory Peck rechazó ponerse en la piel del sheriff Will Kane para protagonizar Solo ante el peligro.

Los rumores apedreaban su hasta entonces intachable imagen de hombre familiar y feliz.

Fue el personaje de su vida. Si Orson Welles es Ciudadano Kane o Charlton Heston es Ben Hur, Gary Cooper es el sheriff Kane, el sumo representante del cumplimiento del deber. Solo ante el peligro, que consiguió cuatro Óscar de 1952, entre ellos uno para Cooper, no es un western convencional sino que es uno de los títulos que inaugura un nuevo subgénero, el del western psicológico. En esta película mítica es fundamental la gesticulación del actor. La tensión la transmiten sobre todo los relojes, las sombras y el rostro de Cooper con abundantes primeros planos en los que sus ojos, sus arrugas o sus muecas lo dicen todo.

Amor prohibido. Con Patricia Neal en una escena de El manantial. Su affaire fue un escándalo. Gary Cooper nunca se divorció de su mujer, pero tuvo romances con algunas compañeras de reparto. |FOTO: GETTY IMAGES.

A Cooper le gustaron las películas del Oeste. También participó en Buffalo Bill; El Forastero; El caballero del oeste; Veracruz, donde coincidió con nuestra Sara Montiel, o El árbol del ahorcado. Hubo también patinazos en su carrera, como Las aventuras de Marco Polo, que perdió mucho dinero.

Y errores: Gary Cooper rechazó ser Rhett Butler en Lo que el viento se llevó. Pero el balance de su carrera es excelente: llegó a ser el actor mejor pagado del mundo; en 1939 sus ingresos (equivalente a casi diez millones de euros de hoy) lo convirtieron en el mayor asalariado del país, según un informe del Departamento del Tesoro de Estados Unidos.

El héroe supremo. Ganó su segundo Oscar por su interpretación del sheriff Will Kane en Solo ante el peligro, la personificación del deber. El papel lo había rechazado Gregory Peck.FOTO: GETTY IMAGES

De joven emanaba madurez y, de mayor, «a cada nueva arruga, añadía un grado de veteranía», explicó Terenci Moix. Lo caracterizó lo que Moix llama «un excepcional sentido de la sobriedad».

Murió en 1961, poco después de haber recogido su tercer Oscar, esta vez honorífico. Sus compañeros lo elogiaron. Barbara Stanwyck dijo de él que era el arquetipo ideal del amigo que todos quisiéramos tener.

Imagen de portada: Gary Cooper

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. ABC XL Semanal. Por Fátima Uribarri

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Las palabras perdidas de Hitchcock y Truffaut.

Aunque nos parezca mentira, Alfred Hitchcock fue considerado durante mucho tiempo como un habilidoso entertainer capaz de facturar productos hollywoodenses de primera calidad sin mayor intención ni mérito artístico. El responsable de 39 escalones o Rebeca era una pieza más del engranaje industrial del cine de masas: un sistema sin conciencia social que retrasaba la emancipación del sujeto alienado en el capitalismo occidental. 

O, incluso, una figura prometedora que sucumbe a la tentación californiana: el cineasta inglés Lindsay Anderson escribió en 1949, cuando ejercía de crítico, que la promesa representada por las películas británicas de Hitchcock había sido defraudada tras su llegada a Hollywood. Nótese que Notorious se había estrenado en 1946: ojalá todas las decepciones alcanzasen semejante altura.

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Como es sabido, la suerte crítica de Hitchcock empieza a cambiar gracias al puñado de escritores franceses que enarbola la célebre política de los autores desde las páginas de la revista Cahiers du Cinéma: estos jóvenes turcos sostenían que el responsable de la puesta en escena —el director— había de ser considerado genuino «autor» de una película. 

Incluso en el marco del sistema de estudios, con su férrea división del trabajo y esa permanente supervisión del productor que tanto importuna a emigrados como Fritz Lang o Douglas Sirk, el realizador podía dejar su sello personal en un filme. 

De repente, era legítimo apreciar las decisiones estéticas o temáticas de Hawks, Ford, Fuller, Öphuls y, desde luego, el propio Hitchcock. De hecho, Claude Chabrol y Éric Rohmer fueron más lejos cuando publicaron en 1957 la primera monografía dedicada al orondo londinense, justamente considerado en ella como «uno de los más grandes inventores de formas de toda la historia del cine». 

Por las mismas fechas, V. F. Perkins y el resto de los críticos de la revista británica Movie llamaron asimismo la atención sobre el cine de Hitchcock, enfatizando la riqueza de sus soluciones narrativas. El terreno estaba preparado para la aparición en 1965 de Hitchcock’s Films, el libro de Robin Wood que empieza por formular una pregunta que ya lo dice todo: «¿Por qué habríamos de tomarnos a Hitchcock en serio?».

En realidad, Hitchcock même habría podido responder a esa pregunta si el resultado de su largo diálogo con François Truffaut no hubiera tardado tanto en llegar hasta los lectores. 

Hablamos, claro, de uno de los más conocidos libros que ha dado el cine o que se han dedicado al cine: Le Cinéma selon Hitchcock, que aparece en francés en 1966 y en inglés —con el más expeditivo título de Hitchcock— un año más tarde. 

Los españoles, como suele pasar, hubimos de esperar un poco: hasta 1974 no aparece una primera traducción en Alianza Editorial. Pero tampoco está mal; otros nunca han llegado. ¿Y por qué tantos retrasos? Si bien los encuentros entre ambos se celebraron en agosto de 1962, la edición del material resultante presentó tantas complicaciones que los dos realizadores hubieron de verse otra vez antes de la publicación con objeto de discutir Marnie, la ladrona y Cortina rasgada, concluidas entretanto —la segunda aún sin estrenar— por el prolífico Hitchcock. 

Y no cabe duda de que la espera mereció la pena: el libro no ha dejado de reeditarse —hay una edición inglesa revisada de 2017— ni de leerse, habiendo contribuido como pocos a la debida consideración del cine como una forma artística que plantea sus propios dilemas expresivos y merece la mayor atención intelectual.

El origen del diálogo está en la devoción militante con que los críticos de Cahiers defendían el valor de la obra del director londinense. Ya en 1957, Truffaut había publicado una elogiosa reseña del monográfico de Rohmer y Chabrol, señalando que lo distintivo en el cine hithcockiano es que la forma no embellece el contenido, sino que lo crea mientras se despliega. 

¡Así es! Cinco años después y convertido él mismo en realizador, Truffaut escribe a Hitchcock —tenía sesenta y tres años entonces— en los términos más elogiosos, proponiendo una semana de conversaciones —serían cuatro— en compañía de la traductora Helen Scott. 

Se trata de un detalle importante: esta conversación capital contó con la mediación de una tercera persona, debido al hecho escandaloso de que Truffaut no dominaba el inglés. Pero Scott no era una simple traductora profesional: neoyorquina judía criada en París, cuyo padre ejercía de periodista para Associated Press, se vio obligada a dejar la capital francesa en 1943 a fin de salvar la vida, recalando en el Congo —donde retransmite para la emisora Francia Libre— antes de asistir al juez Robert Jackson en los juicios de Núremberg, trabajar como editora en Naciones Unidas y dirigir las relaciones públicas de la Oficina de Cine Francés en Estados Unidos. 

Scott ejerce de impecable traductora simultánea durante la charla y ayudará a Truffaut con el largo proceso de transcripción de las cintas de cara a la publicación de las ediciones francesa e inglesa del libro. El tercer hombre era, esta vez, una mujer.

Su tarea no fue sencilla. Pese a que las sucesivas conversaciones entre los dos directores no presentaron especial dificultad para la intérprete, cómoda en su papel de puente entre el cinéfilo aplicado y el director consagrado, la transcripción de las cintas resultó ardua y condujo a un manuscrito inicial de ochocientas páginas que ningún editor se habría atrevido a publicar. 

Truffaut se esforzó por reducir la extensión del texto y hasta el verano de 1963 no tuvo lista la edición francesa, que aún demoraría su aparición; fue entonces cuando pasó el testigo a Scott, encargada de trabajar en la versión inglesa. Sin embargo, esta última no conocía el cine de Hitchcock con el mismo grado de detalle que Truffaut, lo que ralentizó el proceso; para colmo, Hitchcock expresó reservas sobre una traducción que juzgaba poco coloquial. Por su parte, a los editores les preocupaba que el lector medio encontrase el libro demasiado técnico; y Truffaut, con buen criterio, quería hacer sitio para incluir una abundante selección de fotografías. Hecha la segunda entrevista, aún hubo que esperar seis meses a que el francés —distraído por sus propios proyectos— escribiese la introducción. Pero hay final feliz: ambas ediciones ven la luz entre 1966 y 1967, obteniendo un éxito inmediato y un duradero prestigio crítico.

Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. O mejor dicho: no todo lo que hablaron Hitchcock y Truffaut está en el libro, ni lo que está en el libro es siempre una trasposición fiel o precisa de lo que se dijeron. Lo sabemos gracias a la publicación parcial de los audios por parte de la emisora francesa «France Culture», doce horas de conversación que pueden escucharse online con el libro delante, así como por la indagación realizada personalmente por la académica Janet Bergstrom —publicada en forma de capítulo en el Companion to Alfred Hitchcock editado en 2011 por Thomas Leitch y Leland A. Poague— en la Margaret Herrick Library en Beverly Hills. Recomiendo vivamente al aficionado angloparlante que pulse el play y se solace con las inolvidables tonalidades de la voz de Hitchcock, ocasionalmente enfático y siempre inteligente a la hora de comentar su obra ante un colega que apenas tenía treinta años y en quien puede apreciarse una mezcla de entusiasmo romántico e ingenuidad juvenil. 

Pero acaso estas sean las cualidades indispensables para plantarse con una grabadora delante de un gigante del cine, que había agradecido con lágrimas en los ojos la propuesta del prometedor realizador de Los 400 golpes y —todo hay que decirlo— la lamentable Disparen sobre el pianista.

Cuando descendemos al detalle, nos encontramos con omisiones y divergencias de distinto tipo. Mientras que Hitchcock discutió con fruición la fase de preproducción de Los pájaros, en la que estaba inmerso cuando empezaron las conversaciones, el libro las resitúa cronológicamente y las reduce en exceso por el camino; la revolucionaria decisión de reemplazar la música por sonidos electrónicos, en particular, pasa tristemente a un segundo plano. Del mismo modo, Hitchcock pone mucho énfasis en el aspecto semidocumental de Falso culpable —basada en un caso real y rodada con el propósito de reproducir los escenarios de la pesadilla que sufre el músico de jazz Manny Balestrero— y el libro apenas destaca que el filme tiene su origen en una historia auténtica. 

Es divertido escuchar el silencio de Hitchcock cuando Truffaut explica por qué no le gusta esta película, a pesar de que disfruta con las escenas aisladamente consideradas: el material no era adecuado para usted, alega, a lo que Hitchcock responde sencillamente que no hizo la película para darse satisfacción a sí mismo, sino que la hizo gratis para Warner Brothers por razones contractuales. Truffaut se equivocaba: la película es excelente, y si fracasó en taquilla fue porque no era lo que el público esperaba de su realizador; poner el suspense al servicio del más oscuro pesimismo atrajo a pocos norteamericanos a las salas.

En otras ocasiones, el fraseo se pervierte de tal manera que el lector acaba viéndose perjudicado. Al comentar el intento de asesinato del personaje interpretado por Ingrid Bergman en Notorious (Encadenados), Hitchcock dice: «Es como matar a alguien con arsénico; se trata del método convencional del marido para acabar con la esposa». Y en la edición inglesa, de largo la más influyente, leemos: «Claude Rains y su madre tratan de matar a Ingrid Bergman con arsénico muy lentamente. 

¿Acaso no es el método convencional de hacer desaparecer a alguien sin ser atrapado?». En cambio, la española es más fiel y expansiva: «El personaje de Claude Rains y su madre van a asesinar a Ingrid Bergman envenenándola lentamente con arsénico, de la misma manera que un hombre hace para matar a su esposa, de una manera que me atrevería a calificar de auténtica, como cuando se quiere disponer de la vida de alguien sin dejar huellas y sin que nadie se dé cuenta».

Resulta asimismo decepcionante cuánto se ha cortado en el libro el debate sobre el significado simbólico y psicológico de las esposas policiales que encadenan a los protagonistas en 39 escalones; del mismo modo, apenas se mencionan en el libro los dos cortometrajes propagandísticos realizados por Hitchcock durante la guerra, pese a que él mismo los discute con detalle. También hay distorsiones innecesarias: Hitchcock habla de «nasty Nazi» en relación con Náufragos, pero Scott traduce «bad German»; de nuevo en Notorious, el primero se refiere a los «villanos» y nosotros leemos «espías». 

Más traicioneramente, el director dice que en The Lodger (El enemigo de las rubias) trata de poner en práctica por vez primera algún estilo visual, y en el libro leemos que es allí donde empieza a llevar a la práctica su estilo. ¡No es lo mismo! 

En el intercambio sobre Vértigo, el fervor del discípulo topa con el cinismo del veterano: Truffaut empieza por elogiar la cualidad poética del filme, pero Hitchcock replica que la actriz era terrible. Es injusto con Novak, dicho sea de paso; el juicio se matiza un poco más tarde. Truffaut pone mucho empeño en que Hitchcock discuta la cualidad onírica de la película e incluso sus propios sueños, pero este no tiene demasiado interés en el asunto; a cambio, le regala un titular que sirve para resumir toda su obra: «I am never satisfied with the ordinary». 

Hay pasajes intraducibles: cuando Hitchcock habla del miedo de Judy a ser convertida en Madeleine por Scottie una vez que ambos se han encontrado por la calle, Hitchcock subraya la diferencia entre being changed over (transformar a una desconocida en Madeleine) y being changed back (transformar en Madeleine a quien ya era Madeleine), ya que en este último caso surge la posibilidad del desenmascaramiento. Y hay pudor: Hitchcock habla de la «erección» de Scottie, que no aparece en el libro. Pero cuando señala que este último quiere «acostarse con una muerta», subraya el adverbio metafóricamente, y ni la edición inglesa ni la española introducen este importante matiz; importante, sobre todo, ahora que hemos entrado en una época marcada por la interpretación literal de las palabras.

No debería extraerse la conclusión equivocada: el libro funciona. Y por eso ha desempeñado un papel tan importante a la hora de mostrar al público que detrás de una obra cinematográfica hay un artista: alguien que reflexiona sobre el medio de expresión que tiene en sus manos y toma las decisiones necesarias para crear formas capaces de transmitir significados mientras producen emociones. Truffaut, seguramente, peca de superficialidad; el aspecto psicológico del cine de Hitchcock merecía mayor atención. 

Pero, sobre todo, es un desperdicio que tantas palabras se perdieran por el camino; el texto pierde matices, detalles, rigor. Dado que las grabaciones están a buen recaudo, podrían ponerse a disposición del público por medio de una página web: que los aficionados del mundo tengan la oportunidad de completar el diálogo más importante de la historia del cine. Aunque no se trate en modo alguno de un testamento traicionado, la herencia bien puede mejorarse con lo que hemos encontrado en el desván.

Imagen de portada: Hitchcock y Truffaut, 1962. Fotografía: Philippe Halsman. Imagen cortesía de Cohen Media Group.

FUENTE RESPONSABLE: JOT DOWN. Por Manuel Arias Maldonado.

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Las 10 mejores películas de Tom Hanks.

Se hizo popular protagonizando comedias a lo largo de los años 80, pero el salto definitivo al estrellato lo dio de la mano de una de sus grandes valedoras, la cineasta Penny Marshall, quien le otorgó el papel protagonista de la memorable Big. En la década siguiente conquistó a Hollywood, convirtiéndose en uno de los intérpretes más exitosos del planeta y haciéndose con dos premios Oscar consecutivos, por Philadelphia y Forrest Gump. Junto a Nora Ephron y Meg Ryan estampó su sello en la historia de las grandes comedias románticas, y de la mano de cineastas como Robert Zemeckis o, sobre todo, Steven Spielberg, se consolidó como un impecable actor de estudio, destacando por su desbordante bonhomía. Pese a ello, su registro ha sido tremendamente amplio a lo largo de su ya vastísima trayectoria, y este mismo año hemos vuelto a comprobarlo con su escalofriante encarnación del Coronel Parker en la Elvis de Baz Luhrmann. Este sábado, en Zenda, seleccionamos diez de las mejores películas de Tom Hanks.

Las 10 mejores películas de Tom Hanks

1. Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, Steven Spielberg, 1998)

2. Algo para recordar (Sleepless in Seattle, Nora Ephron, 1993)

3. Atrápame si puedes (Catch Me If You Can, Steven Spielberg, 2002)

4. Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994)

5. Camino a la perdición (Road to Perdition, Sam Mendes, 2002)

6. Big (Penny Marshall, 1988)

7. Philadelphia (Jonathan Demme, 1993)

8. Elvis (Baz Luhrmann, 2022)

9. Tienes un e-mail (You’ve Got Mail, Nora Ephron, 1998)

10. No matarás… al vecino (The ‘Burbs, Joe Dante, 1989)

Imagen de portada: Tom Hanks

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Audrey Soprano. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 12 de noviembre 2022.

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