María Huertas: “Muchas mujeres internas en el psiquiátrico solo habían transgredido los patrones de género”

La psiquiatra recupera en ‘Nueve nombres’ la biografía de nueve mujeres encerradas en el Manicomio de Jesús (València), que, lejos de estar enfermas, fueron víctimas de la violencia machista de sus maridos, de violaciones, del desprecio de una sociedad que las señaló por ser madres solteras, del poder de la Iglesia católica o de la pobreza. Nueve relatos que reescriben, en realidad, cientos de historias.

Sin vestidos ni calzado propio. Sin hábitos ni útiles de aseo ni de arreglo personal. Sin autonomía para la alimentación. Sin objetos personales. Sin recuerdos. Sin historia. Sin familia. Sin la casa en la que habían nacido, vivido, crecido. Sin capacidad de administrar bienes y sin capacidad de gestión ni decisión. Sin amigas. Sin relaciones. Sin sexualidad. Sin emociones. Sin criterio ni juicio. Sin libertad. Sin palabra. Sin derechos ciudadanos y hasta sin derechos humanos.

Sin. Sin. Sin. Sin nada. “Nada de nada”.

Era marzo de 1974, cuando más de 200 mujeres llegaron en varios autobuses al Hospital Psiquiátrico de Bétera. Provenían del “obsoleto y vetusto” Manicomio de Jesús, desde donde se las trasladó “de un día para otro, sin ser informadas de adónde iban ni por qué, cuándo o cómo”. 

Abandonaron aquel espacio cuya “terrible” realidad ya había sido recogida años atrás en el diario Sábado Gráfico y sobre la que Eduardo Bort denunciaba en Jornada la presencia de “ratas que asustaban a las enfermas”, la existencia de “celdas oscuras y nauseabundas” o “el caso del joven atado a una reja con una cuerda”.

En Bétera, fueron recibidas por un equipo de profesionales, entre las que se encontraba María Huertas, una médica psiquiatra recién licenciada que formaba parte de una “minoría ruidosa” de profesionales dispuesta a despatologizar a aquellas mujeres; liberarlas de las “camisas químicas que las mantenían mudas y quietas, enajenadas”, presas de un “circuito cerrado” en el que se convirtieron en víctimas de los métodos científicos de la psiquiatría de la época; y, ante todo, devolverles los derechos que les habían sido negados. 

Entre ellos, “la validación de su palabra” y “la libertad de decidir, de hacer, de expresar, de ir y venir, de relacionarse. De todo”, tal y como se explica en el libro.

Los esfuerzos de aquellos años en los que María Huertas estuvo trabajando en el Hospital Psiquiátrico de Bétera culminaron durante el confinamiento con la recuperación de Nueve nombres (Temporal, 2021). 

Compuesto por la recomposición de nueve historias y un epílogo, este libro es la prolongación de un ejercicio de justicia que ya había comenzado en 1974: “La sociedad que no había entendido sus problemas y les había respondido con la exclusión y el encierro tenía una deuda impagable con ellas, y nuestra función era saldarla en lo posible”.

Huertas atiende a El Salto en una céntrica cafetería de València. 

Aunque apenas se retrasa unos minutos, se disculpa: “Crees que cuando te jubiles tendrás más tiempo libre, pero no es verdad. Sigo sin llegar a todo”. 

No obstante, reconoce que precisamente el tiempo regalado por la cuarentena y el fin de su etapa laboral fue uno de los motivos por los que decidió rescatar de su memoria estas nueve vidas. “De un día para otro encontré un vacío tremendo y me puse a hacer un repaso; pero, en vez de escribir sobre mi última etapa, no sé muy bien por qué volví a los inicios, a esas mujeres que fueron las primeras personas con las que me encontré y que marcaron el resto de mi vida profesional”, admite.

Entre las razones que la impulsaron a reconstruir aquellas biografías, destaca también su lucha por “visibilizar” a las centenares de mujeres a las que el Manicomio de Jesús convirtió en “personas inexistentes”. 

Denuncia que, como consecuencia de la opacidad a la que fueron relegadas, “el maltrato que sufrieron también se tornó inexistente a ojos de la sociedad”; y asegura que para evitar que en la actualidad “se siga maltratando a las mujeres (y a las personas en general) desde la salud mental” es “importantísimo” continuar con la labor de divulgación e incidencia.

María Huertas asegura que para evitar que en la actualidad “se siga maltratando a las mujeres (y a las personas en general) desde la salud mental” es “importantísimo” continuar con la labor de divulgación e incidencia.

Más de cuatro décadas después, decidió trasladar a las páginas su compromiso con aquellas mujeres a las que incluso se les despojó de su propio nombre. 

Su “objetualización” fue tal que, privadas de cualquier signo identitario, algunas ni siquiera atendían cuando se las llamaba por el nombre que aparecía en su historial. Huertas y sus compañeras tardaron en descubrir que, “durante años, muchas habían sido llamadas por nombres que no les pertenecían”.

Cuando el nuevo equipo psiquiátrico intentó encontrar alguna pista de la biografía de aquellas mujeres se dieron de bruces con unos expedientes desiertos, formados por “dos hojas de escuetas anotaciones”. 

Ni rastro de los 20 o 30 (¡30!) años que muchas permanecieron confinadas en el Manicomio de Jesús, presas de un “régimen carcelario” que imponía una “disciplina férrea” y un “encierro sin expectativas”, “aisladas en una colectividad muda para la comunicación, chillona para las protestas y embotada por tratamientos abusivos”. “Años vacíos” en los que su única opción fue intentar “sobrevivir en la exclusión”.

Dormían hacinadas en habitaciones de 80 camas distribuidas en tres filas, casi pegadas las unas a las otras. Sin armarios ni mesillas. Sin un espacio personal. Comían sin cubiertos en una larga mesa, en una sala que hacía las veces de comedor y espacio en el que coser. Pasaban su ‘tiempo libre’ (si es que se le puede llamar así) en un rincón del patio o rezando, compartiendo “con desconocidas su soledad colectivizada”.

Las lobotomías “se aplicaban habitualmente —más como castigo que por presunto efecto terapéutico— a las personas que se mostraban más rebeldes, y dejaban lesiones irreversibles en el cerebro, en el comportamiento y en sus vidas.

Atrapadas en una “pasividad obligada”, fueron sometidas a una continua violencia psíquica que las atiborraba a base de medicación farmacológica. 

Se sucedieron los tratamientos físicos, eléctricos y quirúrgicos: inyecciones de insulina, trementina o cardiazol; tandas de electroshocks; argollas; lobotomías que “se aplicaban habitualmente —más como castigo que por presunto efecto terapéutico— a las personas que se mostraban más rebeldes, y que dejaban lesiones irreversibles en el cerebro, en el comportamiento y, en definitiva, en la vida de muchas de sus compañeras internadas”. 

Celdas de castigo, o ‘jaulas’, cubiertas de paja y excrementos de internas. “Tratos humillantes y vejatorios, degradación y miseria”.

Algunos de los profesionales con los que se encontraron el nuevo Hospital Psiquiátrico de Bétera se creían, escribe Huertas, “capaces de cambiar la estructura social opresora, el régimen tardofranquista, el paradigma patriarcal y mísero capitalista, la vida cotidiana, las relaciones, el consumo, los horarios, el espacio y el tiempo”.

Comenzaron por cambiar las abusivas prácticas psiquiátricas. Devolvieron a las mujeres internadas su autonomía personal: decoraron a su gusto sus propias habitaciones, se les facilitaron útiles de aseo y pudieron elegir su ropa (interior y exterior). 

Preparaban ellas mismas la comida, entraban y salían del hospital, asistían a reuniones, asambleas, charlas y talleres. Hablaban y hablaban y hablaban. Habían pasado muchos años sin hacerlo. Para Huertas, lo “transformador y movilizador” de aquel proceso fue reconocer la capacidad de las internas: “Nos dedicamos a convivir con ellas, escucharlas, acompañarlas y conocernos unas a otras, en lugar de ‘tratarlas’”.

“A tratarlas como personas, que es lo que eran y son ellas”, proclama la autora. El equipo médico se empeñó, en definitiva, por “convivir” con las internas recién llegadas al Hospital Psiquiátrico de Bétera. “Hablábamos de nuestros problemas y de los suyos, de cómo podían participar. Ellas eran las protagonistas en realidad y nosotras estábamos allí para apoyarlas, ver qué era lo que querían e intentar que cada una de ellas siguiera el camino que escogiera”, explica.

El silencio impuesto a la fuerza a base de “tratamientos biológicos, físicos o químicos” era empleado para conseguir que “en los manicomios, además de ser privadas de su libertad, perdieran la palabra”

Huertas reconoce que no fue sencillo conseguir que expresaran su voluntad, pues “al principio aquellas mujeres no podían ni hablar, estaban en unas condiciones que no tenían palabra”. 

El silencio impuesto a la fuerza a base de “tratamientos biológicos, físicos o químicos” era empleado con la eficacia de la más útil de las herramientas para conseguir que “en los manicomios, además de ser privadas de su libertad, perdieran la palabra”. “Las tenían calladas porque la palabra es subversiva y expresa lo que se siente y desea”, sostiene Huertas.

“Es curioso, porque la palabra es aquello que se nos ha negado a las mujeres a lo largo de toda la historia. Nos han definido desde el mundo masculino y nunca se nos ha escuchado”, reflexiona, y se indigna: “Se nos oye, pero no se nos escucha; y además se nos califica de repetitivas, habladoras, quejosas y, por supuesto, de locas, histéricas, neurasténicas”.

Por rebelarse contra aquel mutismo forzoso e iniciar un proceso de escucha de las internas, María Huertas y sus compañeras fueron objeto de numerosas murmuraciones por parte del resto de personal del hospital, que las acusó de “dar excesiva libertad a ‘las locas’”, por no medicarlas ni someterlas a una estrecha vigilancia, “como era su obligación”. 

Aunque Huertas fue (y sigue siendo) muy crítica con la “ideología y formación más tradicional” de aquellos médicos, no tarda en poner el foco sobre la psiquiatría actual, pues asegura que antaño “no se contaba con el arsenal farmacológico del que se dispone hoy y, por tanto, las multinacionales de medicamentos tenían poco interés en la psiquiatría”.

“En estos momentos, se están realizando contenciones y se están dando electroshocks en todos los hospitales, justificándolo bajo el argumento de que la sofisticación actual ha conseguido eliminar a la brutalidad de los tratamientos de décadas atrás”, alerta Huertas.

“En estos momentos, se están realizando contenciones y se están dando electroshocks en todos los hospitales, justificándolo bajo el argumento de que la sofisticación actual ha conseguido eliminar a la brutalidad de los tratamientos de décadas atrás”, alerta Huertas, que se cabrea al afirmar que “las camisas químicas que impone la farmacoterapia son tremendas”. 

“Se piensa que la medicación es la solución a todo y únicamente se intentan tratar los síntomas, pero no se escucha lo verdaderamente importante: qué es lo que le pasa a esa persona, cuál es su manera de pensar, cuál es su contexto, cuáles son sus proyectos vitales, qué cargas familiares tiene, qué le está pasando con su pareja, sus hijos o sus vecinos”, censura.

Junto al “medicar por medicar” de la psiquiatría actual, alarma de un marcado “sesgo de género tanto en salud mental como en atención primaria, donde se tratan gran cantidad de problemas de salud mental de las mujeres”. 

Los “patrones absolutamente distintos a nivel fisiológico y emocional” de las mujeres son ignorados y, consiguientemente, “se las psicologiza y medicaliza inmediatamente, en lugar de escucharlas o pedirles pruebas diagnósticas, algo que sí que ocurre en el caso de los hombres”.

Huertas sitúa estas prácticas en torno a “una serie de estereotipos sobre las mujeres que perjudican su salud física y mental” y que se remontan, como mínimo, “a principios del siglo pasado, cuando se publicaron libros y libros dedicados a demostrar que los cerebros de las mujeres son similares a los de un niño, un delincuente o un hombre loco, y, en definitiva, inferiores a los de los hombres”: “Siempre se ha atribuido a las mujeres una mente más frágil, únicamente preparada para la costura y las labores que tienen que ver con la crianza de los hijos. 

Y todas sus enfermedades mentales se han atribuido a su supuesta inferioridad; desde la filosofía, la ciencia y la religión se ha considerado que tienen (tenemos) una mente enfermiza porque tienen un aparato reproductivo que, curiosamente, permite que la humanidad subsista”.

Opuestas a estos planteamientos, María Huertas y su equipo hicieron caso omiso del ruido reprobatorio procedente de aquel sector para el que resultaban sumamente incómodas. Cuando los efectos enajenantes de la medicación empezaron a diluirse, descubrieron que muchas de las mujeres internadas no padecían ninguna enfermedad mental. 

Recuperaron la capacidad de razonar y emocionarse; la palabra negada; la oportunidad de (re)iniciar su proyecto vital alejadas de la exclusión. Descubrieron que habían sufrido una injusticia que se había prolongado durante décadas y que, de no haber sido por el cierre del Manicomio de Jesús, las habría “condenado de por vida”

“Casi la mitad de las mujeres volvieron a sus familias. Se montaron dos pisos de compañeras: uno en el 75 y otro en el 81. Algunas fueron a residencias de su pueblo, y otras, muy mayores, a familias de acogida en Bétera con personas que conocían y que las integraron como la abuelita de la casa”, recompone Huertas en Nueve nombres.

No estaban enfermas. En su mayoría, habían sido víctimas de la violencia machista de sus maridos, de violaciones, del desprecio de una sociedad (y un régimen) que las señaló por ser madres solteras, del poder de la Iglesia católica, de la pobreza. 

No estaban enfermas, habían sido “alienadas, presas en una férrea estructura de sinrazón que las calificaba de irrazonables a ellas; maltratadas y sometidas a un régimen de violencia que las acusaba de peligrosas”.

“Ningún hombre podría estar dentro de un manicomio por tener un hijo soltero, salir demasiado de casa, pintarse o ser demasiado sociable”, contrapone Huertas.

En este sentido, la enfermedad —el pecado— de gran parte de las mujeres internas en el Manicomio de Jesús había consistido en la “transgresión de los patrones de género que se les habían impuesto”. 

“Eran víctimas de la familia; de la estructura patriarcal que lo engloba absolutamente todo (la Iglesia, el ejército, el Estado, lo social, lo filosófico) y que se refleja en la familia y el interior de las casas como espacio de convivencia primordial”.

Nueve nombres es la confirmación de que aquellas mujeres consiguieron recuperar sus nombres, esos que “les habían perdido en el manicomio, algunos equivocados, otros sustituidos por el apellido. 

Y pasaron a llamarse como a ellas les gustaba, con los diminutivos que utilizaban su madre o su abuela”. Ana, Amparo, María Jesús, Felipa, Dolores, Aurora, Blanquita, Margarita, María. 

Memoria de nueve historias que son, en realidad, decenas y decenas de mujeres.

Imagen de portada: Archivo. Muchas de las mujeres internas en el psiquiátrico no estaban enfermas, habían transgredido los patrones de género que se les habían impuesto.

FUENTE RESPONSABLE: País Valencia. El Salto.España. Por María Palau. 5 de febrero 2023.

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Electrocución y palizas: los horrorosos castigos impuestos a ucranianos en las ciudades capturadas por Rusia.

Andriy observó con ansiedad cómo los soldados rusos conectaban su móvil a su computadora, tratando de restaurar algunos archivos. Andriy, un director de marketing de 28 años, intentaba irse de Mariupol.

Había borrado todo lo que pensaba que un soldado ruso podría usar en su contra, como mensajes de texto sobre la invasión rusa de Ucrania o fotos de la devastación en su ciudad causada por semanas de bombardeos incesantes.

Pero en Mariupol, un puerto alguna vez bullicioso en el sur de Ucrania, el internet fue cortado como parte del asedio impuesto por Rusia, y Andriy no pudo eliminar algunas de sus publicaciones en las redes sociales.

Recordó los primeros días de la guerra, cuando compartió algunos mensajes y discursos anti rusos del presidente ucraniano, Volodymyr Zelensky. «Estoy jodido», pensó.

Los soldados, dijo Andriy, ya habían puesto en él su atención.

La «filtración»

Ese día, a principios de mayo, cuando se unió por primera vez a las colas para lo que se conoce como «filtración», el proceso de escrutinio de civiles que desean abandonar el territorio ocupado por Rusia, uno de los soldados notó su barba.

Inmediatamente supuso que era una señal de que Andriy era un combatiente del regimiento Azov de la ciudad, una antigua milicia que tenía vínculos con la extrema derecha.

«¿Son usted y su brigada los que están matando a nuestros muchachos?», le preguntaron a Andriy. Él respondió que nunca había servido en el ejército, comenzó a trabajar directamente después de graduarse, pero «no querían escucharlo».

Cuando los soldados revisaron su teléfono, recurrieron a sus puntos de vista políticos y le preguntaron su opinión sobre Zelensky.

Andriy, con cautela, dijo que Zelensky estaba «bien», y uno de los soldados quiso saber qué quería decir con eso. Andriy le dijo que Zelensky era un presidente más, no muy diferente a los que le habían precedido, y que en realidad no le interesaba mucho la política.

«Bueno», respondió el soldado, «deberías decir que no te interesa la política».

Se quedaron con el teléfono de Andriy y le dijeron que esperara afuera. Se encontró con su abuela, madre y tía, que habían llegado con él para el proceso en Bezi Menne, un pequeño pueblo al este de Mariupol.

Ya les habían dado un documento que les permitía salir. Unos minutos más tarde, dijo Andriy, se le ordenó ir a una tienda de campaña donde los miembros del servicio de seguridad de Rusia, el FSB, estaban realizando más controles.

Cinco oficiales estaban sentados detrás de un escritorio, tres con pasamontañas. Le mostraron a Andriy un video que había compartido en Instagram de un discurso que había dado Zelensky el 1 de marzo.

Con este había una leyenda escrita por Andriy: «Un presidente del que podemos estar orgullosos. ¡Váyanse a su casa con sus buques de guerra!»

Uno de los oficiales habló primero. «Nos dijiste que eres neutral en política, pero apoyas al gobierno nazi», recuerda Andriy que le dijeron. «Me golpeó en la garganta. Básicamente, comenzó la golpiza».

Andriy mirando su teléfono

Los soldados descubrieron que Andriy había compartido discursos del presidente Zelensky después de conectar su teléfono a su computadora.

Igual que a Andriy, a Dmytro le confiscaron el teléfono en un puesto de control cuando intentaba salir de Mariupol a finales de marzo.

Dmytro, un profesor de historia de 34 años, dijo que los soldados encontraron la palabra «ruscista», un juego de palabras entre «Rusia» y «fascista», en un mensaje a un amigo. Los soldados, me dijo Dmytro, lo abofetearon y patearon, y «todo porque usé esa palabra».

Dmytro dijo que lo llevaron, con otras cuatro personas, a una estación de policía en el pueblo de Nikolsky, también un punto de filtración.

«El oficial de más alto rango me golpeó cuatro veces en la cara», señaló. «Parecía ser parte del procedimiento».

Sus interrogadores dijeron que maestros como él estaban difundiendo propaganda pro ucraniana. También le preguntaron qué pensaba sobre «los eventos de 2014», el año en que Rusia anexó la península de Crimea y comenzó a apoyar a los separatistas prorrusos en Donetsk y Luhansk.

Él respondió que el conflicto se conocía como la guerra ruso-ucraniana. «Dijeron que Rusia no estaba involucrada y me preguntaron si estaba de acuerdo en que era, de hecho, una guerra civil en Ucrania», cuenta.

Los oficiales revisaron su teléfono nuevamente y esta vez encontraron una foto de un libro que tenía la letra H en su título. «¡Te atrapamos!», le dijeron los soldados a Dmytro.

El presidente de Rusia, Vladimir Putin, afirma que su guerra en Ucrania es un esfuerzo por «desnazificar» el país, y los soldados, afirmó Dmytro, creían que estaba leyendo libros sobre Hitler.

A la mañana siguiente, Dmytro fue trasladado con dos mujeres a una prisión en Starobeshevo, un pueblo controlado por los separatistas en Donetsk.

Contó 24 personas en la celda de cuatro literas. Después de cuatro días y otro interrogatorio detallado, finalmente fue liberado y llegó al territorio controlado por Ucrania. Semanas después, aún no sabe qué pasó con sus compañeras de celda.

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De vuelta al interior de la tienda en Bezi Menne, Andriy se fijó en otras dos personas con las manos atadas a la espalda, que habían quedado en un rincón mientras los agentes se enfocaban en él.

«Empezaron a golpearme mucho más fuerte», me dijo Andriy, «en todas partes». En un momento, después de un golpe en el estómago, sintió que estaba a punto de desmayarse. Consiguió sentarse en una silla.

«Me preguntaba qué sería mejor», contó, «perder el conocimiento y caer o tolerar más el dolor».

Al menos, pensó Andriy, no lo habían enviado a otro lugar, lejos de su familia. Funcionarios ucranianos señalan que se cree que miles de personas han sido enviadas a centros de detención y campamentos establecidos en áreas controladas por Rusia durante la filtración.

En casi todos los casos, sus familiares no saben dónde están detenidos ni por qué. «Estaba muy enojado por todo», afirmó Andriy, «pero, al mismo tiempo, sé que podría haber sido mucho peor».

Su madre trató de entrar a la tienda, pero los oficiales la detuvieron. «Estaba muy nerviosa. Más tarde dijo que le habían dicho que mi ‘reeducación’ había comenzado», dijo Andriy, «y que no debería preocuparse».

Su calvario, me contó, continuó durante dos horas y media. Incluso lo obligaron a hacer un video que decía «¡Gloria al ejército ruso!», una burla a «¡Slava Ukraini!», el eslogan ucraniano.

La pregunta final, señaló Andriy, era si había «comprendido sus errores» y «obviamente respondí que sí».

Mientras lo liberaban, los oficiales trajeron a otro hombre, que anteriormente había servido en el ejército de Ucrania y tenía varios tatuajes.

«Inmediatamente lo empujaron al suelo y comenzaron a golpearlo», dijo Andriy. «Ni siquiera hablaron con él».

Andryi

«Incluso trato de justificar el proceso de alguna manera. Trato de convencerme de que hay algo de lógica», dijo Andriy sobre la filtración.

Las autoridades ucranianas dicen que las fuerzas rusas y los separatistas respaldados por Rusia han llevado a cabo filtraciones en los territorios ocupados como un intento de establecer los posibles vínculos de los residentes con el ejército, las fuerzas del orden e incluso el gobierno local, mientras las fuerzas invasoras intentan restaurar los servicios y la infraestructura.

Los hombres en edad de pelear son un objetivo particular, los revisan en busca de signos en el cuerpo que puedan sugerir el uso reciente de armas, como en los dedos y los hombros.

Los registros al desnudo son comunes, dicen los testigos, incluso para las mujeres. Oleksandra Matviychuk, directora del Centro para las Libertades Civiles, un grupo de derechos humanos con sede en Kiev, afirmó que el proceso, incluso cuando no es violento, es «inhumano».

«No hay necesidad militar para esto… Están tratando de ocupar el país con una herramienta que yo llamo ‘inmenso dolor de la gente civil’. Te preguntas: ‘¿Por qué tanta crueldad? ¿Para qué?'»

La «jaula»

Maksym, un trabajador siderúrgico de 48 años, contó que lo obligaron a desnudarse mientras los oficiales en Bezi Menne revisaban incluso las costuras de su ropa.

Le preguntaron si pertenecía al regimiento de Azov o si era simpatizante de los nazis -él negó serlo- y por qué quería dejar Mariupol.

«Contesté: ‘En realidad, eres tú quien está en suelo ucraniano'». Uno de los oficiales, que dijo que eran todos rusos, reaccionó golpeando a Maksym con la culata del arma en el pecho. Se cayó.

«Apoyé la cabeza en el suelo, agarrándome las costillas. No podía levantarme», señaló. «Fue muy doloroso respirar».

Lo llevaron a lo que describió como una «jaula», donde estaban recluidos otros.

Notó que un hombre, un levantador de pesas, tenía un tatuaje de Poseidón, el dios griego, con un tridente.

Los soldados, dijo Maksym, pensaron que era el escudo de armas de Ucrania. «Él les explicó, pero no entendieron».

A los detenidos en la «jaula» no se les dio agua ni comida, y tuvieron que orinar en un rincón frente a todos, me dijo Maksym.

En un momento, exhausto, trató de dormir en el suelo. Un oficial entró y lo pateó en la espalda, obligándolo a ponerse de pie.

Llevaban a las personas para interrogarlas y, cuando regresaban, «ves que la persona había sido golpeada», indicó Maksym. Vio a una mujer de unos 40 años acostada con dolor, aparentemente después de recibir un golpe en el estómago.

Un hombre, que parecía tener alrededor de 50 años, tenía un labio sangrante y moretones rojos en el cuello. Maksym creía que había sido estrangulado. Nadie en la «jaula» preguntó o dijo nada entre sí. Tenían miedo de que los oficiales del FSB pudieran disfrazarse de prisioneros.

Después de unas cuatro o cinco horas, Maksym fue liberado y se le permitió salir de Mariupol. Días después, llegó a un lugar seguro en territorio controlado por Ucrania y fue a un hospital para tratar el dolor persistente en su pecho. El diagnóstico: cuatro costillas rotas.

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Yuriy Belousov, quien dirige el Departamento de Guerra en la oficina del fiscal general de Ucrania, afirmó que su equipo había recibido denuncias de tortura e incluso asesinatos durante la filtración.

«[Parece ser] una política rusa diseñada de antemano y bastante bien preparada», me dijo. «Definitivamente no es un solo caso o [algo] hecho por un militar local».

Reconoció que era difícil verificar los casos o estimar la escala de la violencia. Las autoridades ucranianas no pueden llevar a cabo investigaciones en los territorios ocupados y la mayoría de las víctimas se muestran reacias a compartir sus historias, preocupadas de que sus familiares en Mariupol puedan ser atacados si se revela su identidad.

«Usaron electricidad. Casi muero»

Vadym, de 43 años, quien solía trabajar en una empresa estatal en Mariupol, dijo que fue torturado en Bezi Menne en marzo.

Los soldados separatistas habían interrogado a su esposa después de descubrir que había puesto «me gusta» a la página del ejército ucraniano en Facebook y de haber restaurado un recibo en su teléfono de una donación que les había hecho.

«Traté de defenderla», señaló, «pero fui derribado». Se levantó, pero fue golpeado una vez más. Un patrón, dijo, que sucedió una y otra vez.

Cuando los soldados rusos se dieron cuenta de dónde trabajaba, llevaron a Vadym a otro edificio. Allí, Vadym dijo que los soldados separatistas le preguntaron «cosas estúpidas» y comenzaron a golpearlo.

«Usaron electricidad. Casi muero. Me caí y me atraganté con los empastes dentales que se habían salido de mis dientes», indicó Vadym.

Vomitó y se desmayó. «Estaban furiosos. Cuando recuperé el conocimiento, me dijeron que limpiara todo y continuaron dándome descargas eléctricas».

La tortura, dijo Vadym, solo se detuvo después de que intervinieron los oficiales rusos. Llevaron a cabo otra ronda de interrogatorios antes de finalmente liberarlo.

Cuando Vadym salió del edificio, vio que se llevaban a una mujer joven, que había sido identificada durante el proceso como secretaria judicial.

«Le pusieron una bolsa de plástico en la cabeza y le ataron las manos», indicó Vadym. «Su madre estaba de rodillas, rogando que no se llevaran a su hija».

Traslados a Rusia

La liberación de Vadym vino con una condición: tendría que ir a Rusia. Aproximadamente 1,2 millones de personas en Ucrania, incluidos miles de residentes de Mariupol, han sido enviadas a Rusia en contra de su voluntad desde que comenzó la invasión en febrero, según funcionarios ucranianos.

Rusia niega que esté llevando a cabo una deportación masiva, lo que constituiría un crimen de guerra según el derecho internacional humanitario, y dice que simplemente está ayudando a quienes quieren irse. Ucrania rechaza esta afirmación.

Algunos de los enviados a Rusia han logrado escapar a otros países e incluso regresar a Ucrania. Cuántos, no está claro.

Vadym, con la ayuda de sus amigos, se mudó a otro país europeo; no quería revelar la ubicación exacta. Había perdido parte de su visión, me dijo, y los médicos dijeron que era el resultado de heridas en la cabeza por la golpiza.

«Me siento mejor ahora, pero la rehabilitación llevará mucho tiempo». Le pregunté qué pensaba sobre la filtración. «Separan a las familias. Están desapareciendo personas», dijo. «Es puro terror».

El Ministerio de Defensa de Rusia no respondió a varias solicitudes de comentarios sobre las acusaciones. El gobierno ruso ha negado previamente que esté cometiendo crímenes de guerra en Ucrania.

Andriy

Andriy cuenta que un soldado ruso le dijo a su madre que estaba pasando por una «reeducación».

Andriy y su familia se establecieron en Alemania, después de haber sido obligados también a ir a Rusia. Mirando al pasado, cree que las fuerzas de ocupación parecían estar usando la filtración para mostrar su «poder absoluto».

Los soldados, afirmó, actuaban como si fuera un «tipo de entretenimiento», algo para «satisfacer su propio ego».

Le hablé de otra ucraniana que había conocido, una ingeniera jubilada de 60 años llamada Viktoriia. Me contó que un soldado se enteró de que había agregado una bandera ucraniana a su foto de perfil en Facebook, y el mensaje «Ucrania por encima de todo».

Señaló que él la apuntó con su arma y la amenazó: «¡Te pondré en el sótano hasta que te pudras!» Luego la pateó, dijo. Viktoriia no podía entender por qué había actuado así. «¿Qué hice? ¿Qué derecho tenían ellos?»

Andriy afirmó que no podía explicar tal comportamiento. «Incluso trato de justificar el proceso de alguna manera. Trato de convencerme de que hay algo de lógica».

Pero, agregó, «no hay lógica».

Algunos nombres fueron cambiados para proteger identidades.

Con información adicional de Illia Tolstov; fotografías de Janne Kern.

Imagen de portada:

FUENTE RESPONSABLE: BBC News, Zaporiyia. Por Hugo Bachega. 21 de junio 2022.

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