Sueño

Volví a soñar que entro con Jorge Luis Borges a un laberinto. Borges, aunque usa bastón, está bastante entero. Le sirvo de lazarillo debido a que está más ciego que un topo. Caminamos en silencio por uno de los corredores hasta que Borges dice:

—Un dicho árabe postula que “no hables si lo que vas a decir no es más hermoso que el silencio”.

—A mí me gusta ese otro proverbio, también árabe, que dice: “Los perros ladran, pero la caravana avanza”.

—Los lectores hacen que don Quijote la pronuncie acomodada, pensando quizás en ese otro falso autor árabe llamado Cide Hamete Benengeli. La frase no aparece en el libro.

—Eso pasa con algunos personajes, que el lector real (y de oído) se lo apropian ya que éstos saltan de las páginas del libro a la realidad. Al escritor Arthur Conan Doyle le preguntaba la gente en la calle cómo estaba su amigo Sherlock Holmes. Usted lo dijo mejor en una conferencia: “Cuando nos encontramos con un verdadero personaje en la ficción, sabemos que ese personaje existe más allá del mundo que lo creó. Sabemos que hay cientos de cosas que no conocemos, y que sin embargo existen. De hecho, hay personajes de la ficción que cobran vida en una sola frase. Y tal vez no sepamos demasiadas cosas sobre ellos, pero, esencialmente, lo sabemos todo de ellos. Por ejemplo, ese personaje creado por el gran contemporáneo de Cervantes, Shakespeare: Yorick, el pobre Yorick es creado, diría, en unas pocas líneas. Cobra vida. No volvemos a saber nada de él, y sin embargo sentimos que lo conocemos”.

—Elemental, estimado amigo (Borges esbozó una sonrisa traviesa).

—Siempre me ha fascinado su breve ensayo “Magias parciales del Quijote”. ¿Es verdad que leyó el Quijote en inglés?

—Sí. Pero en mi defensa le digo que leí a Shakespeare en rústicas traducciones al español. Sin embargo Shakespeare es tan poderoso que mejora cualquier chapucera traducción.

—Sabe, me gusta esa dualidad que posee. Hay un Borges exquisito que escribe cuentos memorables y está ese otro Borges pesado que dice cada boutade. Como esa que asevera que “Lorca era sólo un gitano profesional”, o aquella: “Yo no bebo, no fumo, no escucho la radio, no me drogo, como poco. Yo diría que mis únicos vicios son el Quijote, La divina comedia y no incurrir en la lectura de Enrique Larreta ni de Benavente”.

—A veces digo cosas sólo por maldad ingeniosa. Cuestión en la que Oscar Wilde fue un maestro supremo.

—¿Es verdad que fue inspector de gallinas?

—Aves de corral. Sí. Usted sabe, la vida de un hombre se compone de pequeñas humillaciones y grandes triunfos, o viceversa.

—¿Sabe?, me gusta más como cuentista y ensayista que como poeta.

—La poesía en mí… es otro malentendido.

—No obstante es demasiado hermoso eso:

Nadie rebaje a lágrima o reproche

esta declaración de la maestría

de Dios, que con magnífica ironía

me dio a la vez los libros y la noche.

—Todo poeta tiene sus momentos. La inspiración es el mejor invento de la literatura.

Seguimos caminando un buen trecho en silencio hasta que Borges habló otra vez:

—En la antigüedad los laberintos estaban provistos de pequeñas antorchas.

—No se preocupe, Borges, cargo una linterna, y como dice una canción popular: “Yo soy como las linternas que tienen la luz por dentro”.

—Eso me recuerda un antiguo poema escandinavo: “Un sol se quema / dentro de mí / por eso mis frutos son de luz / en cualquier oscuridad”.

—Recuerdo que usted, Borges, vino con María Kodama a nuestro país e insistió en que le llevaran a “ver” los toros coleados.

—Sí. María Kodama es mi mejor boutade, ¿no? Es que la fascinación por el toro está ligada de alguna manera con el laberinto. Además esos frescos minoicos de jóvenes saltando por encima del toro son una publicidad impresionante de esa fascinación.

—Otro colega suyo, un tal Julio Cortázar, escribió una pequeña obra teatral donde invierte el famoso mito del Minotauro.

—A Cortázar le publiqué su primer cuento, “Casa tomada”. Me gustaba esa relación de los hermanos y ese misterio que iba poco a poco adueñándose de la casa. Un gran cuento. Eso de invertir el mito es bastante cortazariano, ¿no? Juego y lucidez le son muy propios. Es como su sello.

—¿Me permite una indiscreción?

—Francis Bacon escribió: “En las cosas que son delicadas y desagradables es conveniente romper el hielo con algunas cuyas palabras sean de menor contundencia”. ¿Pero no es eso lo que hemos hecho hasta ahora?

—¿Y lo de la condecoración de Pinochet?

—Migas de pan para los enemigos de siempre. Muchos escritores se postraron ante Fidel Castro e incluso hubo un poeta chileno que escribió una Oda a Stalin. La literatura me absolverá.

—¿Y el Nobel?

—Un premio que se ha desmejorado mucho. Se lo otorgaron a un tal Aureliano Buendía. ¿Usted me dirá?

—Hay un pequeño libro suyo titulado Libro de sueños que me gusta mucho.

—Sí, recopilé algunos de esos sueños un tanto memorables. Aunque hay un sueño que me fascina y que no está en el libro. Es un sueño de Walter Benjamin: “Visita a la casa de Goethe. No recuerdo haber visto habitaciones individuales en el sueño. Era una fuga de corredores como una especie de escuela. Dos visitantes ancianas inglesas y el portero forman parte de la comparsa en el sueño. El portero nos pide firmar el libro de visitantes, que se encuentra colocado sobre un atril frente a una ventana. Me acerco, lo hojeo y encuentro mi nombre ya escrito con una caligrafía infantil, en letras grandes y torpes”.

Cuando gano la puerta de salida del laberinto el ciego escritor ya no me acompaña, pero veo cómo un viento arrastra un montón de hojas arrancadas de un libro. Abrí los ojos.

Imagen de portada: Hay un Borges exquisito que escribe cuentos memorables y está ese otro Borges pesado que dice cada boutade.

FUENTE RESPONSABLE: Letralia. Tierra de letras. 13 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Literatura/Diálogos/Carlos Yusti –Editor en Arte Literal. Escritor y pintor venezolano (Valencia, 1959). Cofundador del grupo literario Los Animales Krakers y de la revista Zikeh. Dirige en la web la página Arteliteral. Su última exposición conceptual es la revista ensamblada La Tapa del Frasco (2015). Ha publicado los libros Pocaterra y su mundo (1991), Vírgenes necias (1994), De ciertos peces voladores (1997), Dentro de la metáfora: absurdos y paradojas del universo literario (2007), Para evocar el olvido y otros ensayos inoportunos (2007) y Poéticas del ojo (2012).

Borges, el sendero que se bifurca en jardines (y 2)

Viene de «Borges, el sendero que se bifurca en jardines (I)»

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Consigo, por medio de una librera de Mendoza, el ansiado cuaderno Cinco poemas, lo último que publicó Jorge Luis Borges en los días mismos en los que se moría. La historia ha trascendido por un libro emocionante de Héctor Abad Faciolince, cuyo padre fue asesinado el mismo día que en una radio leyó un soneto de Borges que no aparece en su Poesía completa. 

El soneto formaba parte de un cuaderno publicado por unos muchachos en Mendoza; al parecer estuvieron una tarde con Borges y consiguieron copias de esos sonetos últimos, todos espléndidos. Al parecer, los originales se perdieron. 

La historia teje toda una trama que invita a pensar —por la navaja de Ockham— que en realidad son imitaciones, textos apócrifos. De hecho, un poeta colombiano, Alvarado de apellido, bastante buen prosista por las cosas suyas a las que he logrado asomarme, se colgó la medalla de haberlos escrito. 

La cronología es la siguiente:

-En 1986 muere Borges.

-Unos días después, aparece el cuaderno en Mendoza en Ediciones Anónimas, en las que unos jóvenes creyentes en que la poesía no tiene autor iban juntando piezas que le parecían memorables sin pararse a decir quiénes eran los autores: hicieron una excepción con Borges y firmaron esos sonetos últimos.

-Las Obras completas de Borges no admiten en ninguna de sus ediciones los sonetos del cuaderno.

-El padre de Héctor Abad lee uno de los sonetos en la radio, no directamente del cuaderno de Mendoza, sino de un periódico que, al dar noticia del cuaderno de Mendoza, reproduce el último de los sonetos.

-Matan al padre de Héctor Abad, que llevaba en un bolsillo de la chaqueta el soneto que leyó en la radio.

-Héctor Abad, muchos años después, escribe su libro sobre su padre.

-Al reseñarlo, el poeta colombiano Alvarado informa de que el soneto no era de Borges, sino suyo.

-Héctor Abad inicia una búsqueda y da con Jaime Flores, que firmaba la nota inicial del cuaderno de Mendoza y, años después, lo contará todo en el libro Los falsificadores de Borges dando por seguro que los sonetos son de Borges. El libro, a fuerza de ser minucioso, acaba siendo sometido por el fárrago: consigue marear y para cuando lo terminamos no sabemos si ha demostrado que los sonetos son de Borges o no. Ha conseguido que nos dé exactamente igual. 

Porque, a pesar del testimonio de Flores y de la convicción de Abad, aún no se han dado por buenos esos sonetos como obra de Borges, a pesar de que si algo son es precisamente buenos. Quiero decir, que no se ha aceptado la autoría de Borges, aunque parezcan de Borges: en realidad, podría decirse sencillamente que son del taller de Borges, los ha escrito alguien —¿quién?— que conoce perfectamente los recursos de Borges, que imitando a Borges ha alcanzado a componer algunas de las mejores piezas de Borges. 

Ni idea de si fue Alvarado; Flores da pruebas convincentes de que no fue él. Ni idea de quién pudo escribirlos, ya que Flores asegura que él no fue (pero está en su derecho de mentirle al tribunal y ello agrandaría su magnificencia): lo que es seguro es que no parece muy convincente que Borges los entregara a unos desconocidos como generosa colaboración con unos muchachos de Mendoza que pretendían encerrarlos en un cuaderno y no guardara copia alguna. No parece nada convincente que en sus archivos —ya para las fechas de las que estamos hablando, bien custodiados por María Kodama— no hubiese rastro de esos poemas.

Hoy, los cinco imponentes sonetos no han conseguido que se encienda la luz verde de las autoridades borgianas para incluirlos en su corpus poético. 

¿Es necesario que se reconozca la autoría borgiana para estremecerse con versos tan memorables? 

Desde luego que no. El milagro Borges está ahí, precisamente, en el hecho de que alguien, imitando, consiga algunas de sus piezas más intensas y sabias. Que alguno de los mejores poemas de Borges no los escribió Borges es cosa sabida. Y que ese alguien permanezca invisible no deja de ser uno de los mejores cuentos de Borges.

*

No se ha medido convenientemente la influencia de Cansinos en Borges. Es verdad que a Cansinos el primero en reclamarlo como un grande es Borges, aunque esa reclamación no tuvo mayor repercusión; de haberla tenido, no hubiéramos esperado hasta la publicación de la inédita y monumental La novela de un literato para rescatar a Cansinos, que solo empezó a balbucear su resurrección cuando Juan Manuel Bonet publicó la reedición de El movimiento V.P. en 1978 y Abelardo Linares su cuaderno sobre Cansinos.

Borges había declarado su condición de discípulo de Cansinos mucho antes, en los años sesenta, en casi todas las entrevistas que le hacían y le invitaban a recorrer su propia trayectoria y ningún editor se dio por aludido ni se puso a asomarse a aquel autor, al que Borges se refería como su maestro cuando hablaba de España, poniéndolo por delante de todos. 

Todo el mundo dio por hecho que era un ardid del Borges ya célebre y celebrado para destacar de la literatura española a un autor olvidado y no tener que rendir alabanzas a ninguno de los que compusieran el canon. Pero basta asomarse al primer capítulo de El movimiento V.P. o a algunas páginas del mejor libro de Cansinos, su defensa estética de la pena de muerte y de la figura del verdugo, para oír una voz que nos suena «borgiana».

El propio Borges estudió a Kafka y sus precursores; no hay mayor prueba de excelencia para un autor que influir no en discípulos venideros, sino en maestros silenciados: conseguir que aquellos de quienes proceden suenen a ti, de manera que se le dé la vuelta al tiempo y que acontezca el espejismo magnífico de que alguien como sir Thomas Browne nos parezca borgiano, no solo en el capítulo admirable que Borges y Bioy tradujeron de Hydriotaphia, Urn Burial. 

Cansinos era demasiado verborreico, es verdad, pero, en algunos textos, en un capítulo dedicado a la superioridad del relato corto sobre la novela que está en Los temas literarios y su interpretación, por ejemplo, es imposible no sentir que se está leyendo a Borges; aunque, para cuando se publicó ese texto, Borges apenas había empezado a escribir artículos.

A pesar de sus aventuras en el torbellino de las vanguardias —y episodios a los que tampoco hay que darle mucha mecha, como el apedreamiento de la casa del sevillano Luis Montoto junto a otros hooligans ultraístas—, Borges era poco vanguardista. 

Sí, impulsó una revista mural, pero cada vez que, más adelante, se le presenta la oportunidad de juzgar juguetes de vanguardia, no desaprovecha la ocasión. 

Por ejemplo, en la reseña de un curioso artefacto editorial, una novedosa novela negra que, en vez de contar una historia presentándonos el crimen y la investigación, lo que hace es presentarnos dentro de un sobre todas las pruebas que recopila la policía para que el lector se convierta en detective y resuelva él mismo el caso. Borges se ríe de la idea e inventa algunas disparatadas evoluciones de la idea (basta imaginar qué inventarán los editores cuando hagan lo mismo con la novela erótica). 

A Borges, que la literatura escape de la forma libro le parece un chiste de pésimo gusto. Poemas impresos en carteles, como los de Descripción del cielo, de Hidalgo, o en una sábana de cinco metros, como los de Oquendo de Amat, no le arrancan más que una sonrisa aviesa, le sirven para afilar su ironía: «Los poemas son incómodos de leer, y no sé si es por el formato», dirá sobre alguno de ellos. 

Ni siquiera tenía la piedad de recordar que el primer libro de uno de sus autores favoritos, Rudyard Kipling, se adelantó a los riesgos editoriales de la vanguardia, pues sus «Departmental Ditties» salieron en un libro que era un sobre lacrado, el nombre del autor iba en el remite, y los poemas estaban impresos en papel timbrado, como si fuesen documentos administrativos. 

Solo hay que ver el tratamiento que hace de las insensateces de la vanguardia en su glorioso libro en colaboración con Bioy Casares, Crónicas de Bustos Domecq. Ahí se ríe de arquitectos, de pintores, de poetas, representando toda una época por sus números circenses, concediéndole genialidad a un enjambre de payasos, llevando la paradoja del artista a su extremo: nuestra época ha aceptado que importa más la pose del artista, sus ocurrencias irrelevantes, que sus obras, y se ha encontrado con que los artistas más notables no son más que meros productores de boutades. No es de extrañar que sea el libro más divertido de la literatura en español del siglo XX.

Tampoco le gustaba la ostentación a Borges, y tuvo que padecerla cuando el editor italiano Ricci hizo una edición lujosa de El congreso del mundo. Sabemos por el testimonio de alguien que lo visitaba que cuando lo recibió Borges no pudo reprimirse un: «Pero esto no es un libro, esto es una caja de bombones». Los libros de Borges por lo general —sobre todo los de la fase final— son bastante feos. Se salvan desde luego los primeros, tanto Fervor de Buenos Aires como Luna de enfrente como Cuaderno San Martín. 

También, claro, los elegantes tomos publicados por Sur; cuando en los años sesenta publica su primera Antología, Victoria Ocampo decide aprovechar la creciente fama de Borges y le coloca al libro una sobrecubierta con el rostro del autor. La salva de libros de poemas publicados por Emecé en los sesenta y setenta, desde El otro, el mismo a La rosa secreta, pasando por las reediciones de sus primeros tres libros, y de obras tan notables como La moneda de hierro o Historia de la noche, quedan bonitos todos juntos por la variedad de colores, pero es mejor abrirlos sin prestar atención a las ilustraciones que, queriendo enriquecerlos, los empobrecen: son ilustraciones espantosas que te sacan del mundo de Borges para incrustarse en el del mal gusto de la época en que los libros aparecieron. 

Quién sabe: a lo mejor las grandes novelas y los grandes libros de poemas y relatos se escriben solo para que los lectores sientan algún interés por quienes los escribieron y encuentren una justificación radiante para llegar a lo que verdaderamente tasa sus grandezas: sus papeles íntimos, sus diarios, su correspondencia. 

Confieso haber sido incapaz de releer Salambó, de Flaubert, ni siquiera he llegado a terminar Madame Bovary, y me divierten mucho los primeros capítulos de Bouvard y Pécuchet, pero no lo acabo nunca, y sin embargo no me canso de visitar la correspondencia de Flaubert, tanta página admirable que escribió sin pensar jamás en que serían reveladas a gente distinta a la que estaba destinada. 

La montaña mágica es para mí un libro imposible de escalar, pero los diarios de Thomas Mann no me decepcionan nunca, sé que si abro alguno de sus tomos por cualquier página echaré la tarde en él (y será una tarde muy grata). Así, conforme pasa el tiempo, a menudo deja uno sin terminar la lectura de las piezas que dieron fama mundial a Borges, pero no se cansa de indagar o curiosear en sus notas de lectura, en sus declaraciones —Borges terminó siendo más un autor oral que escrito—, todas llenas de pistas, de ideas que no necesitaban desarrollarse para relampaguear en tus adentros.

Imagen de portada: Jorge Luis Borges, 1980. Fotografía: François Lochon / Getty.

FUENTE RESPONSABLE: JOT DOWN. Por Juan Bonilla.

Sociedad y Cultura/Literatura/Adolfo Bioy Casares/Diálogos/Jorge Luis Borges/

Borges, el sendero que se bifurca en jardines (1).

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El Borges de Adolfo Bioy Casares, tan monumental, atrae y repugna por igual: es un espectáculo morboso. Utilizando una palabra que, en este libro de más de mil páginas, hecho con las anotaciones que Bioy hacía en su diario referidas a sus encuentros con Jorge Luis Borges, se adjudica a cualquier libro que les desagrada —todo libro que contenga escenas eróticas entra dentro de tan severa consideración—: es una inmundicia. Hasta en poemas a los que dan su aprobado encuentran momentos que consideran baratos o lastimosos: del retrato de Antonio Machado, por ejemplo, Borges desaprueba por vanidoso lo de «torpe desaliño involuntario»; por blando, «las flechas que me asignó Cupido»; y también el «casi» de «casi desnudo como los hijos de la mar». Pero lo más desagradable sea acaso ver a Borges en la intimidad reduciendo a la nada a autores a los que uno leyó —en aquella época en la que confundió a Borges con la literatura— por expresa alabanza de Borges. No hay apenas autor que se salve…, ni siquiera los que él reivindicó de manera infatigable. 

Yo no sé si Bioy, al hacer esas anotaciones que se compilaron a su muerte, tenía en mente el Eckermann de las Conversaciones con Goethe o el Boswell que levantó un monumento a Samuel Johnson: quizá, quién sabe, estaba convencido de que, por póstumo que saliera, alguien recogería esa siembra espigando en sus diarios todo lo referido a Borges —que iba a cenar a su casa casi cada día durante años— y de algún modo se vengaría de él, de su maestro, sabedor de que, cuando ha pasado el tiempo suficiente, y ante una gran figura, ya se lee mucho más sobre esa gran figura que las producciones que elaborara; hoy se lee mucho más el libro de Eckermann sobre Goethe o el de Boswell sobre Johnson que a Goethe y a Johnson: parece claro que los clásicos no son aquellos autores a los que todas las generaciones leen, sino los autores acerca de cuyas vidas no cesa el interés y producen un imponente número de páginas que suman más lectores que las obras que escribieran. Sería una venganza sonriente, desde luego, con ese punto de mala uva que se permitía Bioy. Un antológico modo de matar al maestro, porque de los muchos retratos que se han hecho de Borges no creo que haya ninguno en el que este salga peor parado que en el tocho descomunal de Bioy.

*

En Textos recobrados —volumen que, como indica el título, compila artículos, conferencias, intervenciones que no se recogieron antes— está la transcripción de una charla sobre Mastronardi en la que Borges está a punto de ceder a las lágrimas cuando comenta algunos versos del poeta recién desaparecido, rememora algunas circunstancias que compartieron, alaba su escrupulosidad en la composición de poemas y parece sincero cuando exalta la intensidad de algunas imágenes encendidas en sus versos. Si comparamos la fecha de la charla con los apuntes de Bioy, no hay pruebas de que estuviera actuando, de que esa tristeza y esa emoción no fueran auténticas, porque para las fechas en que da la conferencia, las anotaciones de Bioy prescinden por completo de Mastronardi. Lo cierto es que cada vez que Mastronardi sale en el libro es para ser minuciosamente censurado. En algún momento, tanto Bioy como Borges acuerdan que solo deberían tenerse en cuenta, para enjuiciar a cualquier escritor, sus momentos felices. Los momentos desdichados no debían ensuciar a los mejores. Y, sin embargo, no hay página en las mil seiscientas del tomo en que no se utilice precisamente ese recurso de medir la valía de un poeta o un escritor por sus desdichas. Bioy y Borges gozan repitiendo desdichas de todo el mundo: uno no puede sino envidiar la capacidad de memoria de ambos para retener las debilidades ajenas. Es evidente que una cosa es la conversación privada, los comentarios de sobremesa, el chismorreo en el que con descendemos a la pulla o el chiste, y muy otra cosa lo que uno escribe para el público y firma, o incluso recita en público. En eso estamos de acuerdo. Pero aun así, cuesta creer que, cuando muere Cansinos, Borges sea capaz de dedicarle dos artículos en la prensa reconociéndolo como maestro y espléndido artífice y recomendando que se le comience a leer por Los temas literarios y su interpretación o El divino fracaso, y luego acudiera a cenar con Bioy y, al comentar la muerte de Cansinos, le dijera que el hombre no produjo una sola página que valiera algo o recordara el chistecito de su madre, para quien El divino fracaso podría haberse titulado sencillamente «El fracaso».

*

La madre de Borges: Leonor Acevedo. He aquí un detalle emocionante. Poco antes de morir, cuando ya hace una década que Borges es universalmente celebrado, una gran editorial le propone que escoja cien libros para hacer una «Biblioteca Personal»: su trabajo consistiría en decir los títulos y escribir un prefacio para cada obra (algunos títulos, como los Evangelios apócrifos, constaban de varios volúmenes). Solo alcanzó a escribir setenta y pico prólogos, circularon luego de su muerte tres o cuatro títulos más sin prólogo suyo, pero perteneciendo a la «Biblioteca Personal»: dado que sin los prólogos de Borges los libros no se vendían, la editorial interrumpió la publicación de la colección y se recogieron en un tomo todos los prólogos que Borges escribió. Al final de ese tomo comparecen como «Libros que fueron preseleccionados por Borges y eliminados de la selección definitiva» una treintena de títulos entre los que están Dante y El islam de Asín Palacios, un estudio de los años treinta que demuestra que muchos círculos dantescos estaban en la tradición árabe, una novela de ciencia ficción como Hacedor de estrellas, una antología de cuentos de Horacio Quiroga —sobre el que tampoco hay frase amable en el Borges de Bioy—, un estudio sobre los presocráticos… Llama la atención ahí un libro: Cuentos para ser leídos antes de medianoche, de un tal S. V. Bennett. Hará mal el curioso en indagar el rastro de ese nombre, porque está mal escrito: es Benét. Stephen Vincent Benét, todoterreno típico de las letras estadounidenses del siglo XX, capaz de escribir novelas históricas, ensayos divulgativos —en español solo se tradujo un libro suyo: Historia sucinta de los Estados Unidos— y relatos de fantasía. ¿Tan buen cuentista era como para que Borges le hiciera sitio en los cien libros de su «Biblioteca Personal» y lo colocara al lado de Chesterton? Lo cierto es que era un gran cuentista, sí, o al menos a mí me lo parece. Sus mejores relatos se recopilan en varias antologías de las que destacan Thirteen O’Clock y Tales Before Midnight, la que Borges destinaba a su «Biblioteca Personal». En el Borges de Bioy hay una mención al escritor estadounidense. Borges vuelve de uno de sus cursos en Austin y pone al día a Bioy de novedades en la valoración de los escritores de allá. Le dice, por ejemplo: O. Henry ha caído en la bolsa de valores y prefieren a Ring Lardner. Bioy le contesta: pues en eso llevan razón. Ahí le dice Borges: S. V. Benét tiene cuentos ingeniosos, ¿te acordás de él? Y la nota se interrumpe sin que Bioy conteste. 

Debía de acordarse, porque la revista Sur publicó un cuento de Benét, un cuento del que lo más destacable es que lo tradujo Leonor Acevedo, y a la hora de componer su «Biblioteca Personal» decidió hacerle sitio a un cuentista del que lo mejor era que su madre había traducido la única pieza narrativa que podía leerse en español.

Borges defiende, en alguna página del tomo de Bioy y ante el escritor Manuel Peyrou, al escritor francés Henri Barbusse. Opina que, como testimonio de la Gran Guerra, El fuego es una novela muy superior a Sin novedad en el frente, de Remarque, y añade que, en cualquier caso, Barbusse es autor de una obra maestra titulada El infierno. Peyrou muestra curiosidad por ese libro que no conoce y Borges lo resume: cualquiera que lea ese resumen pensará inmediatamente en que lo que Borges le está contando a Peyrou es El Aleph. En el libro de Barbusse, el inquilino de un cuarto de pensión puede mirar gracias a un agujerito lo que acontece en el cuarto vecino. Durante la sucesión de capítulos describirá escenas amorosas, peleas sentimentales, horas somnolientas de un solitario, en fin, la vida de los otros compilada en esa cabalgata de jornadas en las que en el cuarto vecino se va cediendo la presencia de muy distintos personajes: el cuarto vecino es el mundo, lo contiene todo en su reducido espacio: tristezas, alegrías, pasiones, llantos de soledad, violencias esporádicas, confesiones intempestivas, bebés que no pueden dormir y no dejan dormir, soldados que hacen noche antes de volver a la guerra. Y como fuera del mundo, el ojo del protagonista, alguien de quien no sabemos nada, solo que tiene la sensación de haber sido condecorado con la posibilidad de asomarse al infierno, esas vidas de los otros que se iluminan durante una sola jornada y luego se apagan para siempre.

Sin duda, años más tarde de leer la novela de Barbusse, Borges supo sintetizarla en un punto mágico que englobaba todo lo que existió, lo que existe y lo que existirá, logrando uno de sus cuentos más celebrados; aunque confieso que no creo que sea de los mejores suyos, pues necesita muchas páginas para alcanzar el instante decisivo, casi diría que El Aleph estaba llamado a ser uno de los micros que componen El hacedor, pero por una vez Borges se permitió el lujo de agrandar una ocurrencia que mejora, y cuánto, la fatiga con la que uno acaba terminando El infierno de Barbusse. Igualmente, a pesar de que dijera que era el peor libro de Unamuno, porque no tenía sentido reescribir El Quijote de manera menos encantadora que como lo escribió Cervantes, ¿no está en esa reseña de Vida de Don Quijote y Sancho de Unamuno el germen evidente de Pierre Menard?

Hoy voy a ser Borges, me dije. Tiene un apunte, defendiendo la María de Jorge Isaacs, en el que escrupulosamente detalla la hora de inicio de lectura de la novela, que leyó seguida durante una tarde-noche, y la hora de terminación. Su veredicto es tajante: no es una obra maestra, pero los que la atacan como ejemplo de cursilería, de sentimentalismo trasnochado, los que le discuten su calidad, acaso no reparan en que ese sentimentalismo es idéntico al de tantas películas de Hollywood que arrancan aplausos de las plateas. O sea, acusar a Isaacs de «romántico» desde el romanticismo evidente que perjudica o engrandece a las principales producciones que se consumen en la hora en que Borges escribe, le parece, con toda razón, una insensatez. Pero es que, además, si por romántico se entiende a Byron o a Heine, si el romanticismo es la exaltación del borde y el abismo lo que cuenta, Isaacs ni siquiera es demasiado romántico.

Expone Borges un ejemplo simple cuando, ante una cacería en la que cualquier romántico hubiera aprovechado para llenar de colores exóticos y grandilocuentes la situación narrada, Isaacs pasa como de puntillas, como quitándole toda importancia a lo narrado. También valora lo que pesa, durante la lectura, el hecho de que el narrador se enfrente a la narración dando por sabido que la protagonista del relato ya está muerta: no va a morir durante la narración, es un flashback que no comete la trampa de que el lector tenga la menor esperanza de que la protagonista sobreviva.

Cuando alcanzo el final de la novela, poco antes de las nueve, como Borges cuando la leyó, reconozco que las pinceladas con que el argentino vindicó la novela del romántico —un best seller al que naturalmente no se le perdonó haber vendido durante décadas tantos miles de ejemplares— han influido en mi lectura, y que he insistido en terminarla solo por ver si el reloj de Borges y el mío coincidían. No me parece, como a él, ninguna obra maestra, pero tampoco me parece un pestiño: es de muy grata lectura, tiene escenas de viva melancolía y medida emoción. Y es otro libro que le debo a Borges.

Imagen de portada: Jorge Luis Borges y Leonor Acevedo Suarez, 1963. Fotografía: Getty.

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por Juan Bonilla. 

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