Postales de una Europa en el Poniente.

Un catálogo editorial (y con ello me refiero al catálogo concebido como una obra duradera, a la manera en que entendieron su tarea un Kurt Wolff o un Peter Suhrkamp, y no a las listas arbitrarias subordinadas a los títulos con fecha de caducidad o sometidas a las modas) supone algo similar a la preparación de un camino. 

Sobre él se disponen fuentes, ríos, domicilios estables, bosques encantados en los que perderse, ermitas e iglesias —a dioses muchas veces desconocidos, otras veces irreconocibles— en las que buscamos detenernos para sentirnos más cerca de nuestra propia trascendencia, como ante monumentos rescatados de la catástrofe y a los que sólo el tiempo ha hecho merecedores de un culto. 

Catálogos que, aludiendo de nuevo a Kurt Wolff, se construyen no pensando en lo que el lector quiere leer, sino en lo que debe leer. (Sin Wolff, por cierto, un joven aristócrata educado como Beckford, en mansiones abigarradas de obras pictóricas y desde niño continuamente abrazado por el arte, hoy posiblemente lo tendríamos muy difícil para leer a Trakl, quizá también a Kafka). 

A veces una editorial tiene la suerte o la grandeza, o una mezcla de ambas cosas, de mantener en su catálogo a lo largo de toda una existencia creativa a un mismo autor, como fue el caso de Byron con Murray —con un par de salvedades posteriormente reparadas— o como lo es, actualmente, el de Handke con Surhkamp. 

Allí quedan sus obras como grandes catedrales en el borde de los pueblos, extrañas como un cuento de Lord Dunsany, o en la suspendida lejanía del camino. También es posible reconstruir esas catedrales en otros confines, más allá de las tierras que las vieron crecer. Grandes catedrales son, qué duda cabe, Edgar Allan Poe, Marcel Schwob, James Joyce, Gustave Flaubert, D. H. Lawrence. A todos ellos Páginas de Espuma les ha concedido un lugar en sus caminos, en sus bosques encantados, en las conurbaciones donde la niebla se teje como un aviso a navegantes o un bonito juego de la luz. 

Ahora acaba de levantar otra catedral, una más de las que no podían faltar en su catálogo: una obra de más de mil páginas que parece esculpida en un solo bloque, de sobriedad clásica pero revestida aquí y allá (especialmente cuando nos acercamos al final de su construcción) de retorcidas y apesadumbradas gárgolas: Stefan Zweig.

Stefan Zweig nació en Viena en 1881, murió, de todos los lugares posibles, en Petrópolis, la “ciudad imperial” de Brasil —que tiene su propia catedral, construida entre 1884 y 1925, de estilo neogótico y levantada entre palmeras—, en 1942, y durante toda su vida como escritor se mantuvo obstinadamente fiel (quizá limitadamente fiel) a un tipo de literatura para la que nunca parecía haber existido ni el final del siglo XIX, con la mirada mística que se proyectaba desde Londres, Dublín y París, ni una prolija pero también muchas veces visionaria vanguardia. 

Su manera de escribir —curiosa, por lo demás, en un declarado pacifista— era la de avanzar a toda costa. No creía en la morosidad, ni en la labor de orfebrería sobre el detalle secundario, sino en una especie de galope napoleónico lanzado perpendicularmente hacia la conquista del lector. 

Dos autores tan radicalmente contrarios a esa manera de entender la literatura como Nabokov y Borges lo despreciaron o básicamente lo ignoraron. Para Nabokov era el ejemplo perfecto de aquello que le hacía rechinar los dientes: la literatura del “interés humano”; Borges le encontró un atisbo de salvación en «Los ojos del hermano eterno» (“Cuando sus años estuvieron colmados y Virata murió y lo enterraron en la zanja de los siervos, donde tiraban la basura, nadie se acordaba ya de aquel hombre que el país había honrado una vez con los cuatro nombres de la virtud”), pero poco más le interesaba de un autor que había encontrado su veta haciendo agujeros en el cementerio del psicoanálisis. 

Zweig, por supuesto, es mucho más que el típico escritor vienés encandilado de teorías psíquicas, como Schnitzler, y todavía más que un mero profanador de la tumba de Freud. 

Muchos de los registros por los que fue olvidado —su inclinación por una literatura que no mira hacia la periferia del lenguaje, su impaciencia y su necesidad de ir al grano— fueron también los que le devolvieron poco a poco a un lugar más o menos dominante en la época en que los honores de la gran literatura recaían en las obras de estilo apresurado: libros destinados al “gran público” (una grandeza que en el entorno editorial tiene un nombre sospechoso: “lector medio”) con un revestimiento intelectual más bien modesto. 

De esta recuperación, naturalmente, tampoco es responsable Zweig. Si el rescate de sus escritos biográficos y de sus ensayos vino a coincidir con el momento en que la mala literatura se enseñoreaba de una sociedad embrutecida, algo de lo que el propio Zweig abominó especialmente, más bien habría que responsabilizar a buena parte del mundo editorial de no haber hecho lo correcto —en pocas palabras: obedecer al principio de Kurt Wolff— más que al propio Zweig de la triste circunstancia de verse confundido injustamente con una literatura de mercado. 

Su obra más divulgada, la del ensayo narrativo y la biografía novelada, sigue siendo un “recurso” para ese tipo de “lector medio” que concibe la literatura como una actividad útil, en el sentido más fenicio y filisteo del término, una breve historia de amor entre sus propias endorfinas y la nostalgia del conocimiento, o una especie de inmaculada aventura pedagógica. 

Es verdad que algo de eso hay en las biografías de Fouché, de Balzac, de Dickens, de Verlaine, de Erasmo de Rotterdam y de María Estuardo, y en todo cuanto gira en torno al minuto universal de Waterloo. 

La obsesión de Zweig por clavar el dato, pero también por reducir lo escrito en los primeros borradores poco menos que a la pura transparencia, permite esa confusión, o al menos da lugar a la sensación de que los esfuerzos y las complicaciones se obstina en reducirlos a la altura del lector más boquiabierto posible. 

Pero Zweig tiene muchas páginas, prácticamente toda su obra de ficción, en las que supera su propio modelo estructural (que en los ensayos y las biografías es un poco el modelo de la novela histórica a lo Scott), y sería muy injusto valorarlo únicamente por sus libros de corte divulgativo, aquellos que reunían la trama pedagógica con lo que en su autobiografía (El mundo de ayer) describía como un recorte obsesivo y sistemático de “los pasajes arenosos”.

Zweig era clásico incluso en su manera de explicar el procedimiento que seguía al escribir —“En realidad escribir me resulta fácil y lo hago con fluidez; en la primera redacción de un libro dejo correr la pluma a su aire y fantaseo con todo lo que me dicta el corazón”—, pero lo que no tiene tanto mérito en sus obras divulgativas, que son el resultado de poner ese talento narrativo al servicio de la documentación, sí lo tiene en sus cuentos y novelas cortas. 

Se podría decir que Zweig erigió inconscientemente una segunda comedia humana, de tamaño abreviado, por su confesa admiración a quien, en un viaje a la “un tanto soñolienta” ciudad de Tours —en la que tuvo ocasión de ir al cine para ver “una película cómica” y se encontró con que, ante un compendio de noticias, el público silbaba y atacaba a la figura del emperador Guillermo, hasta el punto de que aquella noche, “asustado hasta los tuétanos”, Zweig ya no pudo dormir—, había “rendido homenaje en su casa natal”. 

Las semejanzas no se extienden al propósito inicial de la “comedia humana”, que pretendió fijar sobre el papel un mundo espejo, completamente interconectado, de la sociedad francesa entre la caída del imperio napoleónico y la Monarquía de Julio, con algunas visitas al París de la Revolución Francesa, pero a pesar de que los personajes ya utilizados por Zweig no vuelven a aparecer en sus narraciones posteriores, la sensación de que el tiempo transcurre, de que una sociedad todavía iluminada, todavía educada, todavía culta, se va despojando de su disfraz humano y avanza lentamente hacia la barbarie (un despojamiento parecido al de los personajes de Balzac, que son tratados, casi zoológicamente, como especies sociales, a partir de las cuales su autor creía posible explicar los fenómenos que sacuden a una cultura), permite pensar en la “comedia” como un modelo teórico flexible para Zweig en el que el psicoanálisis hace las veces de los estudios biológicos a los que recurría Balzac. 

Hay otras semejanzas que trascienden lo puramente formal: por ejemplo, “Los ojos del hermano eterno”, y un pasaje de “La caminata”, tienen algo que recuerda al relato “Jesucristo en Flandes” —que a su vez, dicho sea de paso, parece extraído directamente de un cuadro de Rembrandt—, mientras que “La obra de arte desconocida” parece que se deja oír entre las líneas de “La colección invisible”. 

Algunos retratos femeninos de Balzac dan también la impresión de desbordar por el tintero de Zweig, y uno enseguida advierte qué es lo que vincula a las muchachitas de ojos dorados o las damiselas tipo Grandet y a esas pobres enamoradas para nada como son las protagonistas de “El amor de Erika Ewald” y “Carta de una desconocida” no ya por una posible familiaridad de contenidos (el sesgo de una luz mortecina, que proviene de una Europa en pleno poniente), sino por cuanto a todas ellas las separa de espíritus menos taciturnos y crepusculares como Daisy Miller o Isabel Archer. Otros de sus relatos, por ejemplo uno de mis favoritos, “Noche fantástica”, permiten una lectura que no dista mucho de aquello que Borges escribió acerca de Opfergang, una obra de Fritz von Unruh: “Ese grave y breve relato —acaso el más intenso de cuantos ha motivado la guerra— no quiere en línea alguna ser una transcripción de la realidad. Que una experiencia se trasforme inmediatamente en símbolo, he ahí lo singular.” 

Entre los poetas alemanes, Unruh era para Borges el autor, “psicológicamente, más interesante” de cuantos habían “execrado la guerra”, más aún que aquellos que habían sido “civiles arrojados de golpe al infierno perplejo de las trincheras.” 

Sin embargo, las sensaciones premonitorias de los personajes de Unruh que están a punto de perder la vida en el campo de batalla —el soldado que siente un olor a sal llenándole los pulmones (como un residuo psíquico del thalassa de los hoplitas durante el inmortal ascenso a la colina), “aunque todavía no hemos visto el mar”— no dejan de estremecer, como una especie de corriente subterránea, tanto este cuento como las restantes narraciones de Zweig. 

En ese sentido, sus relatos y novelas cortas alcanzan igualmente un potencial simbólico, una dimensión infinitamente mayor que su propio propósito, que concede a personajes y escenarios una atmósfera flotante, y a nosotros una encantadora sensación de suspenso, pero que a veces puede llegar a malograrse por hacerse demasiado consciente (a la manera en que Hawthorne —este reproche es también de Borges— echaba a perder las ideas que anotaba para sus cuentos por su empeño en encontrar la moralina). 

No es algo que alcance a arruinar sus relatos, que en realidad sólo piden ser contados, pero en un hombre que buscaba eliminar de la prosa todo “ruido parasitario” asombra descubrir de vez en cuando esa necesidad de hacer evidente lo que de otro modo habría convertido al lector en una prolongación encandilada de sus propias elipsis.

Sería injusto terminar aquí sin mencionar dos asuntos que trascienden el mero detalle: la excelente traducción de Alberto Gordo y el buen criterio de incluir y organizar todas las narraciones de Zweig sin recurrir a lo que hubiera sido la opción más sencilla para un editor: dejar fuera una parte de las narraciones por no cumplir con alguna prerrogativa previa ordenada por la pereza, la comodidad o la prudencia. 

Disponer de toda la obra narrativa de Stefan Zweig en un solo volumen, con lo que supone de criterio unificador, además, la tarea de un único traductor al frente, es un deseo muchas veces formulado pero hasta ahora nunca concedido a sus numerosos lectores, que disfrutarán sintiéndose maravilladas elipsis en relatos puramente flotantes como “Los milagros de la vida” y “Mendel, el de los libros”, así como en otros —“Miedo” y “Novela de ajedrez” son los primeros que vienen a la cabeza— en los que la flotación se parece más bien, en términos de espanto, a la de los cuerpos que son devueltos por la marea. Zweig como escritor tuvo dos vidas, ambas recorridas por una confianza tal vez imprudente hacia el psicoanálisis: sus personajes sufren o aman infatigablemente bajo los movimientos de un atareado escoplo. El retrato, sin embargo, abarca algo más que el conjunto de todos ellos. 

Lo que vemos es el espejo de una Europa, todavía, misteriosamente reconocible. Para mí nada la encarna como ese ciego coleccionista que, en medio de una pobreza a la que es felizmente ajeno, vive convencido de que unas cartulinas en blanco son sus valiosos grabados.

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Autor: Stefan Zweig. Título: Cuentos completos. Traducción: Alberto Gordo. Editorial: Páginas de Espuma. Venta: Todostuslibros.

Imagen: Cubierta de portada de “Cuentos Completos” de Stefan Zweig

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Lorenzo Luengo. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 19 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Literatura/Cuentos/En memoria.

La Venezia de Joseph Brodsky.

Siruela reedita «Marca de agua», del escritor ruso Joseph Brodsky.

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Venezia era la casa y ciudad de invierno del poeta y Premio Nobel de Literatura (1987) ruso Joseph Brodsky (San Petersburgo, 1940 – Nueva York, 1996) y  desde 1997 descansa en la Isla de los Muertos, San Michele.  

Ahí reside el poeta, con otros poetas, músicos y demás muertos, nativos o no, para hacernos vivas preguntas, también hoy: pues, la muerte no lo acaba todo, Propercio dixit. 

Pues bien, el poeta en este su libro, esta pequeña joya, Marca de agua (Siruela), traducido del inglés por Menchu Gutiérrez, nos muestra su particular y a la vez universal Venezia, pues es en ella donde desconociendo todo descubrió todo, desde el más silencioso de los anonimatos. 

Descubrió la eternidad de esta ciudad cálida y generosa, acogedora: 17 veces estuvo en ella y con ella, siempre en invierno: la luz, su luz es distinta afirmó: “Era como llegar a provincias, a algún lugar insignificante y desconocido –que podría ser nuestro propio lugar de nacimiento- después de años de ausencia. 

Esta sensación se debía no en escasa medida a mi propio anonimato, a la inconsistencia de una figura solitaria sobre los peldaños de la stazione, materia fácil para el olvido. Hay que añadir que era un noche de invierno. (…) De haberme girado, simplemente habría visto la stazione en todo su esplendor rectangular de neón y urbanidad, habría visto las grandes letras en las que se leía VENEZIA. Pero no lo hice”.

Creo que Brodsky en y con Venezia se fundió, encontró esa soledad elegida, buscada, perseguida, que es la gloria, donde nadie sabe quién eres ni saben dónde encontrarte. Y así debió ser, pues, a través de los sentidos: vista, oído, tacto y olfato, encontró o se encontró con su yo anónimo y fue, no cabe duda, golpeado por el sentimiento de felicidad absoluta y tal es así, que quiso que lo enterrasen allí, en Venezia.

No hay que dudarlo: viajar, conocer mundo y leer poesía es medio y fin para encontrarnos a nosotros mismos y o para descubrir esas partes ocultas que tenemos. 

Y en este libro, Marca de agua, el poeta se descubre y nos descubre, en este espejo silencioso que es Venezia y sus canales. Seguramente Venezia pueda decirnos muchas cosas sobre nosotros mismos, queridas personas lectoras. 

Y este libro nos puedo ayudar a descubrir quiénes somos. Venezia te arropa, envuelve: pero, en ella y con ella te recuperas. El poeta fue expulsado de Rusia (1972) y acogido en Estados Unidos. Y se exilió en Venezia, por temporadas invernales: semanas, mes, meses, e ilumina la cincuentena de breves estampas de este libro con la belleza sensorial de llegar, estar y partir de allí: su hogar lejano, de deseada elección. 

Creo que él no llevaba la marca de agua de Venezia, él fue, es y será su marca de agua. Venezia está y posee y el poeta quería estar, simplemente estar, en Venezia. Y hoy está.

El libro, de 104 páginas, contiene muy diversas alusiones autobiográficas, como no podía ser de otra manera; como el encuentro de Susan Sontag y él con la viuda del poeta Ezra Pound, quien también reposa en la isla de San Michele. Este hecho y otros son relatados con suficiente ironía. 

Son encuentros, paseos, visitas, que le sirven o las utiliza para reflexionar sobre la cultura contemporánea (el libro fue escrito en 1989): poetas, narradores, películas: algún título reconocido que a todos nos viene a la cabeza, las corrientes intelectuales decadentes, la tiranía marxista rusa y otras más brillantes ironías que plasma. 

Por este centenar de páginas desfilan muchos nombres propios y es la opinión del poeta; pero, a mí lo que más me ha llamado la atención de esta traducción son las brillantes estampas que describen la ciudad de Venezia: “¡Ah, el antiguo y sugestivo poder del lenguaje! ¡Ah, esa legendaria habilidad de las palabras para comunicar más de lo que realmente dicen!” 

Aquí es el ojo del poeta el que manda: mirada fascinante, sugestiva, conmovedora, con bellas descripciones de lugares, arquitectura, calles, canales con juegos de luz y agua, día y noche de invierno: “Esta ciudad nos maravilla bajo cualquier clima, aunque estas variaciones sean un tanto limitadas”: riqueza de metáforas en arte, de la belleza, de los bípedos que la transitan, del amor, de las intuiciones entre el relativismo y la trascendencia. 

Hay que pensar que es una ciudad donde no se oye nada, se descansa, se sueña, no hay vehículos, solo góndolas, vaporettos y lanchas. Venezia es la ciudad del silencio y la esperanza. Y Marca de agua es justo y necesario y hay que leerlo y releerlo mirando el mar, para saborearlo en la quietud de esas y otras olas. O leerlo en la misma Venezia. El libro lo requiere y más en esta excelente y sugestiva traducción de Menchu Gutiérrez.

“Permítanme que repita algo: el agua es igual al tiempo y proporciona un doble a la belleza. Hechos en parte de agua, nosotros servimos a la belleza de la misma forma. Al rozar el agua, esta ciudad mejora la imagen del tiempo, embellece el futuro. Ése es el papel de esta ciudad en el universo. 

Porque, mientras nosotros nos movemos, la ciudad es estática. La lágrima es prueba de ello. Porque nosotros partimos y la belleza permanece. Porque nosotros miramos hacia el futuro y la belleza vive en un eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de quedarse rezagado, de fundirse con la ciudad. Pero eso va contra las reglas. 

La lágrima es una vuelta atrás, un tributo del futuro al pasado. O es el resultado de sustraer lo mayor a lo menor: la belleza al hombre. Lo mismo sucede en el amor, porque nuestro amor es también más grande que nosotros mismos”.

Imagen: Cubierta de portada de “Marca de agua”

FUENTE RESPONSABLE: Librujula. Por Enrique Villagrasa.

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Stefan Zweig pone fin a sus días.

Otro 22 de febrero, el de 1942, hace hoy 81 años, Stefan Zweig está en Petrópolis (Brasil) y tiene la sensación de asistir a algo vivido previamente: cree ser testigo de un mundo a punto de derrumbarse. Es como si estuviera al borde del abismo de la nada por el que la humanidad entera, con todos sus momentos estelares, se dispone a caer. Pero esta vez no hay estímulo para el ánimo del escritor: ¿de qué sirve la literatura cuando el mundo está al borde del Apocalipsis?

El origen del déjà vu del escritor hay que buscarlo en esa Viena que le vio nacer en 1881. La posteridad ha de serle favorable. 

En el futuro se le leerá con toda la admiración que merece su obra, una de las más brillantes del amado siglo XX. Pero los estudiosos no acabarán de ponerse de acuerdo en si perteneció o no perteneció a la Joven Viena, aquella capillita de escritores que, entre 1890 y 1897, comenzaron a reunirse en el Café Griensteidl.

Aquella Viena, en la que abrió por primera vez los ojos Stefan Zweig, aún era la capital del imperio austrohúngaro, cuyo declive se venía prolongando desde 1866, con la derrota frente a Prusia en la guerra austro-prusiana. Pero también era la Viena del desarrollo demográfico y las reformas urbanísticas. La Viena de las grandes avenidas, los teatros y los cafés, que 150 años después siguen siendo la admiración de la ciudad.

Hay constancia de que Hermann Bahr, el crítico y dramaturgo que decidía quién pertenecía y quién no a la tertulia del Café Griensteidl, tuvo trato con Zweig. Pero por edad —el autor de Momentos estelares de la humanidad (1927) sólo tenía 16 años cuando el establecimiento fue demolido— quizás sea más apropiado llamar a Zweig acólito antes que miembro del grupo. Acólito como, en algunos aspectos, también lo fue Robert Musil.

Fuera o no la suya aquella generación, el autor de Carta de una desconocida (1922) pertenece a ese mundo finisecular experto en aplazar los desastres presentidos íntimamente. 

Como en los años de la Joven Viena, Zweig vuelve a sentirse ajeno a la realidad social y al final de un mundo siempre cambiante, siempre fugitivo. 

Siente lo que sintieron Hugo von Hofmannsthal, Paul Wertheimer o Arthur Schnitzler —este último muy admirado por Sigmund Freud, pues aquella también fue su Viena—, por citar sólo a tres de los miembros más destacados de la tertulia del Café Griensteidl. Aquello fue todo un presagio de la Gran Guerra, que los jóvenes vieneses —la modernidad literaria y artística de entonces en la escena germano parlante— ya presentían catorce años antes a la vista del fulgurante ascenso del nacionalismo germanista. Entonces quisieron superarlo mediante el cosmopolitismo y la imaginería del simbolismo francés.

Pero el desmoronamiento anímico que abrumaba a Stefan Zweig, tal día como hoy, no puede salvarse ni con esteticismos ni con ese arte de la despedida, que la capital del imperio austrohúngaro descubrió en esas seis décadas largas que duró su derrumbamiento. 

Dicen las amenidades referidas a esa época, que, cuando el imperio quedó a merced de Prusia tras la derrota en la batalla de Sadowa (1866), los vieneses se consolaron escuchando El Danubio azul, el célebre vals que Johann Strauss (hijo) compuso ese mismo año. Cuando se impuso olvidar las quiebras y la ruina que trajo 1873, se popularizó El murciélago, una opereta bufa que Strauss (hijo) estrenó el año siguiente.

En lo que a Zweig respecta, cuando presintió íntimamente el desastre por primera vez, internacionalista y europeísta como era, se inclinó por el “cosmopolitismo comprometido”, que lo llama alguno de sus biógrafos

Como la práctica totalidad de la elite intelectual de la ciudad, fue hijo de la burguesía hebrea, tan acaudalada como ilustrada. Uno de sus editores, al que además le unió la amistad, fue uno de los impulsores del sionismo político moderno: Teodor Herzl. Pero Zweig siempre miró más allá de los hijos de Sion.

Después de haber viajado por toda Europa y pasado periodos en Inglaterra, Italia, Bélgica y Francia —tras contactar con el simbolismo francés tradujo a Rimbaud, Verlaine y Baudelaire—, ya en 1910 visitó la India, China y África; Norteamérica en 1912. 

Ese mismo año dieron comienzo sus amores con la escritora Friderike Maria von Winternitz, quien acabaría dejando a su marido por el escritor, con quien se casó en 1919. Unos años antes, la que habría de ser su residencia más larga quedó fijada en Salzburgo en 1913. Allí habría de permanecer durante casi veinte años. A excepción del final de la Gran Guerra, que pasó en el exilio suizo.

En efecto, después de ser movilizado y de ser declarado no apto para el combate, sirvió como burócrata en las oficinas de la retaguardia. Finalmente, en 1917 consiguió trasladarse a Zúrich. 

Pero a Stefan Zweig no se le recuerda por pacifista, se le recuerda y se le honra por la calidad y el largo aliento de su obra. Todavía era estudiante de Filosofía en Viena, cuando publicó sus primeros versos, Cuerdas de plata (1901). Demasiados ecos de Rilke para que la crítica fuese a celebrar su publicación. Pero el aliento del autor habría de ser tan prolífico como diverso. A la crítica habría de faltarle elocuencia para alabar su obra.

El verdadero Stefan Zweig, el que ha de leer con avidez la posteridad, es el que se pone en marcha tras el regreso a Salzburgo. 

En 1922 da a la estampa Amok, una de sus ficciones más celebradas, meses más tarde, entre otras muchas, llega La noche fantástica. Veinticuatro horas en la vida de una mujer lo hace en 1927.

Si hubo algo que Stefan Zweig amó más que los viajes, eso fue la vida misma

Especialmente la de aquéllos que admiraba. De este afán nacen sus trípticos: Tres maestros: Balzac, Dickens, Dostoievski (1920); La lucha contra el demonio: Hölderlin, Kleist, Nietzsche (1925); Tres poetas de su vida: Casanova, Stendhal, Tolstoi (1928). 

A veces concebidos de un modo independiente, como el vienés es uno de los autores más leídos del panorama internacional, el mercado editorial le alienta a reunirlos en tomos, resultan así deliciosos tochos escritos con el mismo procedimiento que las miniaturas históricas reunidas en los Momentos estelares de la humanidad.

El 28 también fue el año que Zweig viajó a la Unión Soviética y visitó a Einstein en Princeton (Nueva Jersey). Cautivaba a cuantos le conocían. 

En su casa se daban cita desde Toscanini hasta Thomas Mann. Nunca se olvidó de su Viena natal. Colaboró en el Almanaque del psicoanálisis hasta 1931. Sin embargo, en 1934 decidió abandonar Salzburgo, movido por esa capacidad suya para presentir íntimamente los desastres. También fue en el 34 cuando viajó por primera vez a Sudamérica. En el 36, sus libros fueron prohibidos en Alemania por los nazis; en el 38, los fascistas italianos hicieron otro tanto.

Y la barbarie fue empujando al sabio hacia el abismo de la nada. 

Hasta que tal día como hoy, recién terminada su Novela de ajedrez, de publicación póstuma, Stefan Zweig decidió poner fin a sus días en su residencia brasileña. 

El maestro y su segunda esposa, su antigua secretaria, la joven Lotte Altman, resuelven marcharse mediante la ingestión de barbitúricos, lo que los llevará a la muerte sin sentirla. Todo es literatura. 

Y es tan largo el aliento de escritor del viejo joven vienés que, entre las cartas que han de leer quienes encuentren sus cadáveres, hay una que da instrucciones para los cuidados del perro. El otro de los grandes textos finalizados unas horas antes de su suicidio lleva un título harto elocuente: El mundo de ayer

Será publicado en Estocolmo por la editorial Bermann-Fischer Verlag AB unos meses después. Así se escribe la historia.

Imagen de portada: Stefan Zweig

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Javier Memba. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 22 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Literatura/En memoria/Stefan Zweig.

Un homenaje a Orwell en Huesca por el café que nunca pudo tomar.

  • La Asociación Colectivo Ciudadano y la Orwell Society han iniciado una campaña de recogida de fondos para instalar una escultura pública en la ciudad de Huesca.

“Si alguna vez vuelvo a España, prometo firmemente tomarme un café en Huesca”, esto dejó escrito George Orwell en su obra Homenaje a Cataluña, en la que relataba su experiencia en la Guerra Civil Española donde estuvo como combatiente en el Frente de Huesca. Nunca pudo llegar a cumplir ese deseo, que ahora podría realizarse, de forma simbólica, al instalar una escultura del escritor en Huesca.

Por ello, la Asociación Colectivo Ciudadano junto con la Orwell Society, afincada en Londres, ha iniciado una campaña de recogida de fondos para instalar una escultura pública en la ciudad de Huesca, “como recuerdo de la presencia en el Alto Aragón de uno de los escritores e intelectuales más importantes e influyentes en la Historia de la Literatura del siglo XX y también en cumplimiento simbólico del deseo que no pudo alcanzar”, explican en la página donde se pueden realizar las donaciones.

El proyecto está valorado en más de 25.000 euros y cuenta con campañas de suscripción popular para colaborar, tanto comprando bonos de apoyo como a través de donaciones directas.

La escultura se llamaría Orwell toma café en Huesca, en referencia a una exposición que tuvo lugar en 2017 en el Museo de la ciudad en la que se conmemoraba el aniversario de la llegada del escritor británico a la provincia durante la Guerra Civil.

Al pie de la escultura se colocaría una cápsula del tiempo con los nombres de todas las personas y entidades que hayan colaborado, así como el acta de donación a la ciudad, la prensa del día y monedas de curso legal “que sirvan de testimonio histórico de reconocimiento a todos los que hayan hecho posible el empeño artístico”.

Imagen de portada: Orwell en su apartamento de Canonbury Road octubre noviembre de 1945.

FUENTE RESPONSABLE: elDiario.es Aragón; España. 20 de febrero 2023

Sociedad y Cultura/Literatura/Guerra Civil Española/George Orwell/Huesca; España.

Nace el padre de Fu-Manchú

Nuevos momentos estelares de la humanidad.

Otro quince de febrero, el de 1883, hace hoy justo 140 años, viene al mundo en Birmingham un niño que ha de pasar a la historia del relato policial.

De padres irlandeses, aunque inglés de nacimiento, se le bautiza con el nombre de Arthur Henry Sarsfield Ward. Pero en las crónicas de la ficción criminal se le conocerá por su seudónimo: Sax Rohmer.

Frederick Dannay y Manfred Bennington —quienes podían jactarse de saber de falsos nombres en la ficción detectivesca: ellos mismos firmaban las novelas que escribían en colaboración con el de Ellery Queen— sostenían que el sobrenombre de Arthur Henry Sarsfield Ward obedecía al deseo de su colega de abrirse paso como un cuchillo afilado en el muy noble y siempre improductivo oficio de las letras.

A decir de esos dos autores, eternamente escondidos tras un nombre de mujer, en una de sus acepciones, la voz “sax”, en inglés, significa “cortante”.

«Cuando sus obligaciones se lo permitan, leerá a Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle con la avidez de quien quiere aprender»

En lo que sí parecen estar de acuerdo todos los comentaristas es en la gloria de Rohmer: sintetizó en un solo personaje la antigua percepción occidental de que Asia oriental y el sudeste asiático, liderados por China, Japón o una alianza entre ambas naciones, acabarían por dominar a la Vieja Europa.

Una ansiedad antigua, olvidada en nuestro siglo XXI, que a comienzos del XX Rohmer supo sublimar en todo un archienemigo: el doctor Fu-Manchú.

Imaginemos “una figura clásica de mandarín chino: un hombre de alta estatura, delgado, de miembros recios, felino en sus actitudes y movimientos, con un entrecejo como el de Shakespeare y un rostro de expresión verdaderamente satánica —escribirá Rohmer en El demonio amarillo (1935)—. De su cráneo afeitado pende la coleta tradicional de los hijos del Imperio Celeste. Sus ojos tienen el fulgor magnético de los ojos de la pantera”.

Toda una síntesis de un miedo tan antiguo que, ya en 1994, con un Occidente avergonzado de sus antiguas fobias y ambiciones coloniales, la escritora Gina Marchetti remontó a “los temores medievales, a Gengis Khan y las invasiones mongolas de Europa”.

Antes de concentrar en un supervillano los miedos atávicos de este lado del mundo hace más de cien años, el neonato de hoy tendrá que crecer.

Lo hará imbuido por ese afán de superación de los que quieren escapar de la clase social que los ha visto nacer.

Demasiado ambicioso para ser toda su vida un funcionario público, el futuro escritor se empleará como tal hasta encontrar ocupaciones de mayor relevancia en la City.

Cuando sus obligaciones se lo permitan, leerá a Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle con la avidez de quien quiere aprender.

«Como sostiene la erudición occidental de nuestros días, fueron muchos los autores de novelas de aventuras y de ciencia ficción que escribieron sobre el Peligro Amarillo»

Ward publicará su primer cuento con veinte años.

Será en 1903, llevará por título La momia misteriosa y verá la luz en la revista semanal Pearson’s Weekly. 

Ya escritor profesional, cultivará todos los géneros, incluida la poesía y la prosa mercenaria. Sí señor, en 1911 escribirá para Harry Relph Little Tich título tomado del nombre artístico del comediante, quien además firmará la obra como suya.

En efecto, Sax Rohmer, antes de ser Sax Rohmer, se verá obligado a escribir textos que firman otros. Precisamente por eso serán los que le paguen más.

Fue un sociólogo ruso, Jacques Novikow, quien, en el fin de siglo decimonónico, acuñó, en ese francés que era la lengua hablada entre las élites de la Rusia zarista —cuando querían que la plebe no se enterase de lo que estaban diciendo—, la expresión Le Péril Jaune (el peligro amarillo) al titular así su ensayo de 1897.

Un año después, el káiser Guillermo se basaba en las teorías de Novikow para animar a los europeos a la invasión y colonización de China.

Dicho y hecho, en junio de ese mismo año el levantamiento de los bóxers contra las potencias occidentales, que estaban interviniendo en su país, no tardó en proporcionar nuevos argumentos a las viejas fobias de este lado del mundo.

Ward, ya Sax Rohmer, tomará buena nota de aquellos recelos. No es el único, pues, que explota esos temores.Como sostiene la erudición occidental de nuestros días, fueron muchos los autores de novelas de aventuras y de ciencia ficción que escribieron sobre el Peligro Amarillo. De hecho, esa antigua angustia llegó a convertirse en un tópico literario.

Pero, cuando en 1913 se ponga a la venta El misterio de Fu-Manchú, la primera de las 18 novelas que Sax Rohmer le dedicará, Fu-Manchú —miembro de la familia imperial china, de la que se separó tras la rebelión de los bóxers— se convertirá en el archienemigo de la civilización occidental y todo lo que ella significa. Afortunadamente, el detective Nayland Smith y el doctor Petrie —claramente en la estela de Holmes y Watson— siempre estarán dispuestos a poner coto a los crímenes del villano.

A raíz de los libros que ha de vender Sax Rohmer, uno de los autores más leídos en los años 20 y 30, sí que habrá de ser grande el miedo al Peligro Amarillo. Con todo, puede que su gran éxito le llegue tras la guerra, cuando la percepción de Oriente en Occidente comience a cambiar hasta llegar a ser diametralmente opuesta.

Aun así, sin las connotaciones, sin el telón de fondo, sin el temor al Peligro Amarillo detrás, Rohmer será un autor entrañable para miles de lectores. 

Sirva de ejemplo Éric Rohmer, el prestigioso cineasta francés. Bautizado con el nombre de Maurice Henri Joseph Schérer, el Rohmer del nombre que adoptó para firmar sus películas fue un homenaje a nuestro escritor, uno de sus favoritos.

Julian Symons, en su Historia del relato policial (1972), recuerda a Sax Rohmer en White Plains, un barrio de Nueva York, con el inglés ya al final de sus días, redimiendo a Fu-Manchú confiriéndole un notable anticomunismo.

Por aquel entonces, los chinos de Limehouse, el popular barrio londinense, tampoco eran tan perversos. Ya enemigo de la China roja, Fu-Manchú llegará a convertirse en ese villano entrañable que es ahora para los lectores de Sax Rohmer. Así se escribe la historia.

Imagen de portada: Fu-Manchú, personaje icónico.

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Javier Memba. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 13 de febrero 2023.

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Roberto Calasso: perder las formas.

Roberto Calasso murió el 28 de julio de 2021 y pocas horas después apenas quedaban palabras disponibles, de las suyas o de las del diccionario, para contarlo. Al ritmo en que hoy se confunden la muerte y la posteridad, los obituarios se apresuraron a cubrirse de lugares comunes e impecables semblanzas sobre el magnífico editor y autor que había sido. 

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Casi dos años más tarde (casi una vida, aunque tampoco haya pasado gran cosa para la literatura), nos preguntamos en cambio qué dirían de esta pérdida sus detractores y sus enemigos, que los tuvo. Hablarían seguramente de su propensión al pasado y de su recelo hacia la modernidad, su tendencia a lo reaccionario. De su esnobismo y su ensimismamiento, la megalomanía de su empresa vestida de obra de arte viva. De la arrogancia de un catálogo que presumía de inutilidad y de su inquebrantable fe en la forma: dirían que le perdían las formas.

En la introducción de su libro Letteratura assoluta (Feltrinelli, 2021), Elena Sbrojavacca rememora la polémica que en 1991, a raíz de la publicación de una colección de ensayos de Calasso, fue alimentándose durante varias semanas en el suplemento literario de La Stampa. El escritor Angelo Guglielmi, muerto en el mes de julio de 2022 y por aquel entonces director de Rai 3 —además de exintegrante del neovanguardista Gruppo 63—, la calificaba de «decepcionante» por su escasa atención a las especificidades del presente y dibujaba a Calasso como una figura trasnochada, alejada de la realidad por su atrincheramiento en una torre de afectación. 

Tras cinco números en que unas y otras firmas tomaron partido a su favor o en su contra, Calasso responde que «la literatura no tiene función, sino que se contenta con comprender lo que es, revelando lo que es en una forma». La forma. Para él, donde se pongan un Balzac o un Dostoyevski, no hay actualidad que valga. 

Eran tiempos en que se libraban encarnizadas luchas dialécticas en torno a la literatura. El académico Cesare Cases convirtió a Calasso en blanco frecuente de sus comentarios satíricos y lo colmaba de «aduladores improperios». El poeta Giovanni Raboni solía bromear sobre su elitismo y su «aura de intransigencia esnob». 

El semiólogo Paolo Fabbri le achacaba falta de humor y cifraba su virtuosismo en «persuadir al lector de que, si no compra un libro de Adelphi, está dando un paso en falso muy serio». El filólogo Cesare Segre y, más tarde, el crítico Pier Vincenzo Mengaldo le afearon que publicara al loco de Dios y antisemita Léon Bloy. El ensayista Alfonso Berardinelli lo acusaba, en fin, de adoptar el rol de intelectual metafísico, reduciéndolo todo al «absoluto formal». Aunque la mayoría de ellos también están muertos, son solo algunas voces de un coro anti-Calasso al que convendría haber oído en su despedida, por lo mucho que en realidad pueden decir de él esas palabras, bien miradas.

En una larga entrevista publicada hace ahora diez años en The Paris Review, la escritora Lila Azam Zanganeh le preguntaba por qué algunas personas no soportaban la impronta que había dejado en Adelphi. «Porque aquí hemos ido en contra de muchas cosas», decía Calasso, y explicaba que, si en una primera etapa se los tachó de aristocráticos, luego se los consideraría demasiado comerciales, aun publicando en parte a los mismos autores. 

El editor florentino alardeaba de haber cabreado igual al Opus Dei que a las Brigadas Rojas, que llegaron a publicar un elaborado artículo en el que señalaban a Adelphi como cabeza de una organización internacional que pretendía sabotear la revolución proletaria; y todo, contaba Calasso, por haber publicado a Pessoa

Ese era, de alguna forma, el peligro y al mismo tiempo el milagro de Calasso: durante décadas fue capaz de crear la ilusión de que la literatura importaba. Que podía crear controversia y ser algo que defender o atacar con ardor. 

Todos esos enfrentamientos también han contribuido al mito calassiano. Él, con su inagotable vocación mitóloga, se convirtió en un relato que servía para explicarnos. Editor legendario y pensador irremplazable, era consciente de la narración a la que estaba contribuyendo con su trayectoria, sus gestos y sus palabras; una conciencia de ser parte de una historia, que para él era decisiva: «Hagamos lo que hagamos, estamos en medio de una fábula. Y las fábulas son por definición aquello que nos encanta. La única cuestión es si nos damos cuenta o no».

Los libros que nos gustan

Adelphi es un vocablo de origen griego (ἀδελφοί) que se traduciría como «hermanos» y que trataba de expresar el vínculo entre sus fundadores, Luciano Foà y Roberto Bazlen

A este último, que otorgó a la editorial sus primeras esencias, le rindió Calasso tributo en Bobi, libro que habría de publicarse en Italia el mismo día de su muerte en 2021. «Bobi fue la persona más veloz que yo haya conocido, capaz de ver el detalle luminoso», recuerda en esas páginas acerca de su mentor, del que en su breve coincidencia en el mundo terrenal adoptó algunos de sus singulares conceptos: la primavoltità, cualidad de lo que sucede por «primera vez» y que convierte a la literatura en una experiencia transformadora; o su famosa noción de libros únicos, aquellos que nacen de algo que le ocurrió a su autor y que han corrido el riesgo de no llegar a publicarse. Es decir, casi cualquiera, en rigor, aunque al mismo tiempo no. 

Todo aquel discurso empezó a absorberlo Calasso el día de 1962 en que cumplía veintiún años, cuando se encontraron en la villa del psicoanalista junguiano Ernst Bernhard y Bazlen le habló por primera vez de aquel proyecto editorial.   

«Finalmente haremos los libros que nos gustan. Nada más y nada menos», le dijo el Roberto de sesentitantos al Roberto de veintipico por todo plan de negocio, adelantándole también el temerario punto de partida de la iniciativa: editar las obras completas de Nietzsche preparadas por Colli y Montinari que antes había rechazado Einaudi. 

La Adelphi que hereda Calasso crecerá en buena medida por oposición a la editorial hegemónica en la Italia de aquellos años, más pedagógica, antifascista y comprometida socialmente. En cambio, la visión calassiana de la literatura consiste en desligarla de cualquier función y centrarse en la naturaleza íntima, reflexiva y sagrada de la relación autor-lector. 

Bajo esos parámetros, Adelphi se convertiría pronto en un signo de prestigio y exclusividad, de estatus intelectual, con una verdadera marca distintiva que alcanzaría a su imagen y diseño (anticipándose a las tendencias de la mercadotecnia que Calasso siempre dijo haber ignorado). En realidad, la obsesión por los detalles tenía que ver con la certeza de que la forma está en todo.

La literatura absoluta como la pensaba Calasso, en su pureza alejada de lo vulgar cotidiano, busca reafirmar su condición sublime y eterna sin reconocer otra cosa que no sea ella misma. Frente a la incertidumbre o el utilitarismo político, moral o educativo, lo literario reclama su propio espacio no supeditado a otros sino insurrecto, que no obedece ni pertenece a nadie más que a quien escribe y a su pacto con quienes leen, y por eso representa el único modo legítimo de interpretar el mundo. 

Esa iluminación, que también era una vía de supervivencia, la empezó a alcanzar cuando conoció a Bobi: «Con él, por primera vez, tuve la impresión de alguien que había logrado liberarse de todas las ideas corrientes […] Lo que más me importaba eran los libros. Quería descubrir en qué pensaba Bazlen para haberse alejado tanto de lo que nos rodeaba». Lo demás es historia de la literatura, la que hizo Calasso como director editorial desde 1971. 

Convertido en rey Midas de las letras europeas, emprendió el rescate de obras olvidadas y autores tenidos por menores, haciendo de ellas lecturas de cabecera. Dio cobijo a firmas de prestigio y nuevas oportunidades a quienes, aun siendo innegable el valor de su escritura, habían sido relegados a los estantes más bajos, los menos advertidos, con el paso de las décadas. Supo también descubrir el talento potencial de no pocos autores en lenguas diversas, que manejaba con soltura y que le sirvieron para encontrarles acomodo en el escaparate internacional. 

Con su exquisito paladar literario, hizo del hallazgo brusco una sana costumbre que consagró a Adelphi como territorio de lo insólito, hasta el punto de que el resto de editores se seguían preguntando cómo lo había vuelto a conseguir.

Habían pasado tres años desde que comenzara aquella aventura cuando Roberto Bazlen murió, el 27 de julio de 1965. Solo pudo ver terminado el primer número de la neonata Biblioteca Adelphi, la novela fantástica y «químicamente pura» La otra parte, de Alfred Kubin; un libro que, según cuenta Calasso, a Bobi «le importaba mucho no solo porque era el Kafka más bello antes de Kafka, sino porque la otra parte era el lugar donde justamente se ubicaría Adelphi». La otra parte, el más allá. 

El logotipo de Adelphi, otra de sus señas de identidad, es un antiguo ideograma chino de la luna nueva, que simboliza la muerte y el renacimiento. Dio con él Luciano Foà en un libro del sinólogo alemán Carl Hentze, y supo que esa debía ser la metáfora que los impulsara a cumplir el objetivo que Calasso cifra en La marca del editor: «Hacer bien lo que antes se había hecho menos bien, y hacer por primera vez lo que antes había sido ignorado». Volver a la vida, a los libros. Una vez Bazlen le había dicho a Calasso que entre los diversos caminos vitales posibles estaba aquel que, partiendo de los libros, requería volver a ellos.

El camino del editor 

Para Calasso, la senda de la edición comienza en Aldo Manuzio (1449-1515), al que se considera el padre del libro moderno. A principios del siglo XVI, publicó a Sófocles en un formato que definió como parva forma, precedente del libro de bolsillo a cuyo ahorro de espacio contribuyó su uso pionero de la tipografía itálica —la bastardilla o cursiva de hoy—. 

Lo cuenta Calasso en La marca del editor, un libro que se suma a una larga tradición de estudios y memorias sobre el oficio. En Autores, libros, aventuras, dice Kurt Wolff que un atractivo especial de la profesión es que no puede aprenderse. Mario Muchnik, en Oficio editor, cita a Elio Vittorini cuando dijo que se debía decidir si se harían libros de consolación o de provocación. Hacer libros que tengan consecuencias es el propósito expresado por Siegfried Unseld en El autor y su editor; que sean, como los definió Kafka, «el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros». 

En Shakespeare and Company, Sylvia Beach dice que elegir libros para la gente es tan difícil como buscarles zapatos. Walter Hines Page define la suya como la profesión menos rentable exceptuando la predicación y la enseñanza, de las que tiene algo, en Confesiones de un editor. Jason Epstein cuenta en La industria del libro que en sus comienzos se veía como un misionero queriendo contagiar al mundo su euforia por la literatura. 

Jorge Herralde también ha dicho lo suyo en varios libros durante los últimos años: desde Opiniones mohicanas (2001) a Un día en la vida de un editor (2019) y el reciente Para Roberto Calasso (2022), que él mismo ha coordinado además de escribir tres textos. Herralde, que tuvo una amistad de medio siglo con Calasso y que ha publicado en Anagrama toda su obra como autor, destaca de su labor como director de Adelphi «la renuncia a lo actual, a lo visible estentóreamente, a los títulos que pregonan los scouts y los agentes literarios». 

Recuerda el editor barcelonés que junto con Roger Straus trataba de explicarse por qué su trabajo les resultaba divertido, pese a todo, y su colega italiano les dio la clave: «Si nuestra vida de editores no nos ofrece suficientes ocasiones para reír, eso significa solo que no es suficientemente seria», dejó escrito. Calassísimo, como dice Herralde que lo llamaban con «zumbona admiración», iba tan en serio que muy pronto recibió el mayor de los cumplidos para un editor, cuando Theodor Adorno dijo, tras conocerlo: «Este Roberto no solo ha leído todos los libros que he escrito sino también los que todavía no he escrito». La virtud de la anticipación, el olfato visionario.

Pero Herralde invoca también a voces vivas en su laudatorio de Calasso. 

El venezolano Gustavo Guerrero, consejero de Gallimard, aplaude su espíritu de mediador cultural y que hiciera de la edición un arte tan exigente como el de la escritura. 

El argentino Edgardo Dobry, su traductor habitual, habla sobre la relación del italiano con lo divino y nos hace pensar que la confianza en algo más allá de lo humano —lo trascendente: el misterio— es crucial para entender de lo que es capaz un libro. 

La francesa Yasmina Reza, otra adelphiana, cuenta que a Calasso la unía su primer amor literario, la Emily Brontë de Cumbres borrascosas, junto con «una risa inefable, de complicidad íntima». Su colega y compatriota Carlo Feltrinelli, además de atribuirle un canon alternativo en la edición internacional, destaca de él su «maniática» forma de entender la profesión y su «simbiótica» relación con el catálogo editorial. 

Basilio Baltasar, que en 2021 lo había incluido en el comité de honor de la Fundación Formentor, encumbra a Calasso como «arqueólogo de las imágenes perdidas» y «el intérprete que cada generación necesita» de la memoria cultural. 

Justamente se incluye también en este librito encomiástico la transcripción de su discurso de recepción del Premio Formentor de las Letras en 2016, en el que Calasso habla de la conquista del precepto «todo puede ser considerado literatura», cuya maestría atribuye a Borges, primer premiado de este certamen —junto con Beckett— en 1961. 

Diagnostica desde entonces una «fase de latencia» en la literatura, y cita a Sainte-Beuve para advertir sobre el daño de la entrada de la publicidad en las letras. No era para nada catastrofista el editor florentino, pero sin duda asistió, con cierta impotencia, a la declinación de una época, aquella en la que los libros tenían tanto que decir. 

La periodista y escritora Guia Soncini dice que la muerte de Calasso es la tragedia cultural que archiva definitivamente el Novecento, el siglo XX. 

Puestos a elucubrar sobre quiénes se pudieran alegrar o no les pudiera importar menos su deceso, creo que solo será gente que detesta la literatura o que en realidad no la ama tanto. 

Nos referimos al hecho literario en sí mismo, al margen de otras consideraciones. 

Aquello que nos queda si le quitamos a una editorial su agenda o su discurso: la célebre forma calassiana. Ella fue, según dijo, su único compromiso y lo que perdimos aquel 28 de julio que parece ya un pariente lejano. Otro mundo, anterior a este año I d. C. 

Imagen de portada: Roberto Calasso (Ilustración: Tau)

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down. Por Bruno Padilla del Valle.

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La extraordinaria, artística, familiar y mundana vida de Joaquín Sorolla.

El gran pintor valenciano, del que este año se cumple el centenario de su muerte, fue rico, famoso y feliz al lado de su mujer, Clotilde, hasta su prematuro y triste final.

Otros genios como Charles Chaplin, Edgar Allan Poe, Louis Armstrong o Coco Chanel fueron huérfanos igual que Joaquín Sorolla. El cólera se llevó a los padres del pintor valenciano, quien, como sus afines de orfandad, pareció iniciar una búsqueda incesante, como la de John Wayne y Jeffrey Hunter en Centauros del Desierto (algo menos angustiosa), y paralela: la búsqueda de los padres perdidos representada en el destino de la vida. 

Una suerte de metáfora parental.

Fotografía de Sorolla (1908), por Gertrude Käsebier

La vida, el arte, la belleza y la luz como antídoto y olvido y tierra de la desgracia: «El arte no tiene relación con la fealdad o la tristeza. La luz es la vida de todo lo que toca; así que cuanta más luz haya en la pintura, más vida, más verdad, más belleza tendrá». Sus más de tres mil pinturas (también se dice que fueron más de cinco mil, incluyendo sus bocetos) contrastan con las menos de cincuenta que realizó otro genio como Vermeer. La necesidad de expresión artística constante (pintaba todos los días y solo paraba para comer y dormir la siesta hasta que llegaba la noche), también en constante evolución que, a pesar de ser conocido universalmente por sus obras del mar, le hizo inclasificable.

‘Marina’ (1880)

Sorolla fue y es un pintor famosísimo y paradójicamente desconocido por su magnitud artística y numérica. El artista niño de las marinas valencianas impresionantes o el adolescente impresionado por los impresionistas que siguió siendo en su vida adulta. 

La impresión perenne, entre tanta repetición, también en la vida y con Clotilde, la hija del fotógrafo a cuyo servicio entró a trabajar y con la que acabó casándose y a la que escribía una carta todos los días cuando estaban separados (y ella a él) y le enviaba un ramo de flores. 

Sorolla quería volar de Valencia y la oportunidad surgió cuando la Diputación Provincial convocó un concurso para conceder una beca de estudios en Roma.

‘Quinta Avenida de Nueva York’ (1911)

Tenía 21 años, presentó su obra El Grito del Palleter (El Palleter fue el sobrenombre de Vicente Doménech, que según la leyenda fue el primer español en levantarse contra Napoleón) y aceptó el premio que ganó con ironía, confesándole a un amigo: «Para darse a conocer y ganar medallas, hay que hacer muertos». 

Ya conocía a Velázquez, se rebelaba como estudiante frente al corsé de la escuela y ahondaba en el realismo que terminó aderezando, alimentándolo (incluso con el fauvismo o el guache de sus posteriores impresiones neoyorquinas) hasta hacerlo propio.

'Alfonso XIII con uniforme de húsares' (1907)

‘Alfonso XIII con uniforme de húsares’ (1907)

Después de casarse, de vivir en Italia, de algunos reveses de los críticos y de quedar definitivamente atrapado por el impresionismo, se instaló con su familia en Madrid, donde a los pocos años alcanzó una fama casi heroica. 

A partir de ahí fue la luz su guía, como una estrella en su Mediterráneo. 

Viajó por toda Europa y realizó retratos, que le hicieron millonario, a los más relevantes personajes de su época (desde el rey Alfonso XIII, hasta Galdós o Louis Comfort Tiffany, fundador de la famosa casa) que también fueron sus amigos. 

Los veranos en Jávea, sin embargo, produjeron las pinturas que él mismo consideró como las mejores de su carrera, con la luz ya como absoluta protagonista, como El Sol de la Tarde o El Bote Blanco.

'El bote blanco'

‘El bote blanco’ (1905)

La obra de su vida, según confesión propia, fueron los paneles que le encargó para su biblioteca la Hispanic Society de Nueva York en los últimos años, la encomienda final o una suerte de techo de una Capilla Sixtina sorollista. 

Fueron los años en que compró el solar y construyó su casa en la calle del General Martínez Campos de Madrid con el dinero que recibió de la institución estadounidense y con la intención de que a su muerte fuera el museo que actualmente es, y cuando ya hacía décadas que era considerado una estrella absoluta en toda Europa y Estados Unidos. 

Poco después de terminar los paneles sufrió un derrame cerebral que le impidió volver a pintar hasta su muerte (se le paralizó la mano izquierda y era zurdo), tres años después. 

Un hecho que describió de forma cruda y exacta su amigo Ramón Pérez de Ayala, como triste epílogo de una vida extraordinaria, artística, familiar y mundana:

«Una fina y templada mañana madrileña del mes de julio, en su jardín, Sorolla pintaba el retrato de mi mujer, observándole yo, a su lado. Éramos los tres solos, bajo una pérgola enramada. Levantóse una vez y se encaminó hacia su estudio. Subiendo los escalones, cayó. Acudimos mi mujer y yo en su ayuda, juzgando que había tropezado. Le pusimos en pie, pero no podía sostenerse. La mitad izquierda del rostro se le contenía en un gesto inmóvil, un gesto aniñado y compungido, que inspiraba dolor, piedad, ternura. Comprendimos la dramática verdad; la cuerda, extremadamente tirante, se había quebrado …».

Imagen de portada: Autorretrato (1909)

FUENTE RESPONSABLE: El Debate. España. Por Mario de Las Heras. 13 de febrero 2023.

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Julio Cortázar: las obras más importantes de uno de los mayores autores del siglo XX.

Fue un autor multifacético que escribió cuentos, novelas, ensayos, obras de teatro, poesías y correspondencia, entre otras cosas.

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Julio Cortázar fue uno de los mayores escritores de la Argentina y un referente indiscutido del “Boom Latinoamericano”. Escribió obras como Rayuela, Bestiario y Final del juego, y murió en París, Francia, un día como hoy, pero de 1984.

Rayuela, Bestiario, Final del juegoy más: las obras más importantes de Cortázar

Julio Florencio Cortázar nació el 26 de agosto de 1914 en Bruselas, Bélgica, ciudad en la que se encontraba su familia debido a que el padre trabajaba como funcionario en la embajada argentina.

Finalizada la Primera Guerra Mundial, los Cortázar volvieron a la Argentina y el pequeño Julio creció en la localidad bonaerense de Banfield. Luego, se formó como maestro y llegó a cursar estudios de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires (UBA).

Julio Cortázar nació en Bruselas

Julio Cortázar nació en Bruselas. EFE – Archivo

Sin embargo, la situación económica de su familia lo llevó a dedicarse de lleno a su trabajo como docente. Cortázar vivió y dio clases en varias ciudades, tales como Bolívar, Saladillo, Chivilcoy y Mendoza. En paralelo, se graduó como traductor público de inglés y francés, y también comenzó a escribir las primeras páginas de lo que se convertiría en una extensa y fascinante obra literaria.

Los dos grandes géneros en los que se destacó fueron el cuento y la novela. Dentro de ese primer universo, publicó libros como Bestiario (1951), Final del juego (1956-1964), Las armas secretas (1959), Historias de cronopios y de famas (1962) y Todos los fuegos el fuego (1966).

Cortázar lee a Cortázar: Rayuela (fragmento) – Audiovideoteca de Escritores

En cuanto a las novelas, Los Premios (1960) fue la primera que editó en vida y, también, el resultado de la prueba que se autoimpuso para ver si podía abordar este género. Con el desafío superado, siguió adelante y así fue como escribió una de las mayores obras del siglo XX: Rayuela (1963).

Los libros póstumos de Cortázar y algunas joyas de sus obras completas.

El autor siguió escribiendo prácticamente hasta el final de sus días. Hacia los años 70, su obra se vio atravesada por su creciente interés político, cuestión que se observa con facilidad en novelas como Libro de Manuel (1973) y en libros de cuentos como Octaedro (1974) y Alguien que anda por ahí (1977).

Sus últimos años estuvieron marcados por la salida al mercado de los cuentos de Deshoras (1982); la prosa de viajes Los autonautas de la cosmopista, que escribió con Carol Dunlop (1983); y Salvo el crepúsculo (1984), su único libro de poesía.

Julio Cortázar falleció en 1984

El hecho de que era un autor prolífico llevó a que su muerte, ocurrida el 12 de febrero de 1984 en París, no significara el final de su obra. Aurora Bernárdez, su primera esposa y albacea literaria, dedicó buena parte de su vida a dar a conocer material inédito del autor.

Así fue como vieron la luz novelas como Divertimento (escrita en 1949 y publicada en 1986) y El examen (1950/1986); el libro de cuentos La otra orilla (1945/1994); y la recopilación de textos Papeles inesperados (2009).

El escritor Julio Cortázar posa en su casa en Paris, el 27 de noviembre de 1978

El escritor Julio Cortázar posa en su casa en Paris, el 27 de noviembre de 1978. Ulf Andersen – Getty Images Europe

Bernárdez, quien murió en 2014, también se encargó de recopilar toda la correspondencia que Cortázar envió durante buena parte de su vida. La edición más actual de las Cartas se editó en 2012 y está compuesta por cinco tomos que abarcan el período que va de 1937 a 1984.

“Odio las cartas literarias, cuidadosamente preparadas, copiadas y vueltas a copiar; yo me siento a la máquina y dejo correr el vasto río de los pensamientos y los afectos”, escribió Julio en 1942.

Además de funcionar como una de las mayores biografías de Cortázar, esta correspondencia reunida permite ser testigo de algunas de sus tantas pasiones y apreciar cómo este autor fue construyendo uno de los estilos más singulares de la literatura del siglo XX.

Imagen de portada: Julio Cortázar

FUENTE RESPONSABLE: La Nación. LifeStyle.  12 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Literatura/En memoria/Julio Cortázar.

La pintura esotérica de Leonora Carrington.

La Fundación Mapfre reúne 188 piezas en la primera retrospectiva que se dedica en España a una pintora que inició sus andaduras en el surrealismo y terminó desarrollando una obra simbólica e impregnada de feminismo.

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Estas vivencias supusieron un antes y un después en una creadora que había apostado por el desarraigo familiar (renunció incluso a los lazos con sus tres hermanos) y que despertaron en ella una serie de complejas identidades que reflejó en un óleo de atmósfera misteriosa y luz inquietante: «Down Below» (1940). Un cuadro de fuerte ritmo personal que podría definirse, casi de manera paradójica, como «Autorretrato de grupo» y en él aparece dibujado un conjunto de cinco figuras. Cada una corresponde a los caracteres que, según aseguraba la creadora, anidaban en su interior.

«Artes», uno de los óleos de Leonora Carrington Fundación Mapfre

Esta es una de las 125 telas que nunca se han visto con anterioridad en nuestro país y que a partir de ahora pueden contemplarse en la exposición que la Fundación Mapfre dedica a la pintora. Esta retrospectiva, comisariada por Carlos Martín, Tere Arcq y Stefan van Raay, es la primera dedicada a Leonora Carrington en España y también una de las más completas que se han organizado a nivel internacional. Un ambicioso recorrido que supone un amplio retrato de una mujer que permaneció activa hasta su fallecimiento en 2011 en México, pero que todavía continúa siendo una desconocida por la mayor parte del público, poco familiarizado con su obra.

El punto de arranque es la huella que dejaron en su imaginación las lecturas de su biblioteca juvenil (que se encontraba perdida y que gracias a esta exhibición se ha podido recuperar). 

Estaba compuesta por libros de variados, tanto de los Hermanos Grimm como los de «Alicia en el País de las Maravillas», de Lewis Carroll, y «La isla del tesoro», de Robert Louis Stevenson, entre otros.

La afición a las historias de hadas y seres fantástico no tardó demasiado en poblar su mirada de extraños seres que, junto al deslumbramiento que más tarde le produjo la pintura de Patinir y El Bosco en el Museo del Prado, alentaron en su ánimo un universo de figuras que más adelante protagonizarían gran parte de sus composiciones pictóricas. 

La diferencia, y este es quizá uno de los detalles que mejor pueden apreciarse en el recorrido, es cómo varía con el curso de los inviernos su manera de tratar estos elementos y cómo, también, sin alterar apenas las figuras, evolucionan y pasan de formar parte de los por entonces transitados meandros del surrealismo hasta convertirse en algo puramente simbólico.

Leonora Carrington, que disfrutó de una enriquecedora estancia en Florencia cuando apenas contaba 15 años, quedó enseguida prendida de la obra y la figura del pintor Max Ernst. 

Con él, de hecho, vivió un floreciente romance que empujó a la joven artista a abandonar su hogar paterno y mudarse con él a la localidad francesa de Saint Martin-d’Ardèche. 

Allí, juntos, decoraron su hogar (la exposición muestra las puertas que ella pintó como si fueran telas). Su relación, en la que la edad jugó sin duda un papel clave (los separaban 21 años), solo se vio interrumpida por el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la detención de Max Ernst por su procedencia alemana. Este es el momento en que huye a España y afronta uno de los momentos más trascendentales de su trayectoria.

«green Tea», de Leonora Carrington Fundación Mapfre

Durante este tiempo desarrolló una iconografía personal a través de la cual se representaba ella misma en sus obras. 

El caballo, el árbol, las hienas o las diferentes diosas que vemos en sus lienzos (sobre todo, a partir de la lectura que hace de «La diosa blanca», de Robert Graves) son elementos distinguibles de sus composiciones. 

Pero solamente fue a partir de los hechos trágicos que viviría en España cuando su obra da un enorme salto y adquiere una extraordinaria madurez. Sería justo después de abandonar Europa y dejar atrás Nueva York. 

Cuando se refugió en dos baluartes que resultaron proverbiales para su porvenir: México y el resguardo que le ofrecía su matrimonio con Emerico Weisz, «Chiki», la mano derecha del fotógrafo Robert Capa.

Influencia italiana

A partir de este instante afloraría lo que había permanecido latente en ella, pero a lo que no había dado salida aún. Se acercó a Roberto Matta, se reencontró de nuevo con Max Ernst –nunca más volvieron a estar juntos, sin embargo–, como puede verse en «Green Tea», de 1942, y asomó la influencia clarísima que dejaron en ella los genios italianos que cruzaron las décadas del Trecento y el Quattrocento. Un rastro que se puede reconocer sin dificultad en «The Kitchen Garden on the Eyot», de 1946, y en su manera que tiene de disponer las escenas interiores, donde la cuarta pared nunca existe, una de las características comunes de la pintura italiana durante todo ese largo periodo.

Pero según evoluciona en su arte irán emergiendo otras inquietudes que hasta ese momento no se habían revelado, como su inclinación hacia el esoterismo, que estaba de moda entre las familias acaudaladas de Gran Bretaña, algo que se puede apreciar en el cuadro «Molly Malone’s Chariot», de 1975; el feminismo, del que fue una de sus grandes precursoras, como refleja «Mujeres conciencia», una pintura hecha en 1972, y una preocupación nueva por algo tan insólito como es la transmisión de la sabiduría, que quedó reflejada, entre otros lienzos, en «Are you Really Syrious?», de 1953. 

Estos símbolos se entretejieron a lo largo de su obra posterior y desembocaron en una particular manera de entender el arte que encontró a uno de sus grandes epítomes en el mural que realizó para el Museo Nacional de Antropología de México: «El mundo mágico de los mayas» (1963-1964), que, de manera excepcional, cierra la muestra.

Imagen de portada: Retrato de Leonora Carrington en la National Portrait Gallery. National Portrait Gallery

FUENTE RESPONSABLE: La Razón. España. Por Javier Ors. 9 de febrero 2023.

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La Uña rota pública el poemario póstumo de Guadalupe Grande.

Leer Jarrón y tempestad (La uÑa RoTa), poemario póstumo de la antropóloga, poeta, ensayista, crítica literaria e ilustradora Guadalupe Grande (Madrid, 1965-2021), es como contemplar toda la intimidad creadora de la poeta, pues ese quehacer demiurgo está al descubierto: verdad y belleza, calidad a raudales. 

Ahí están las ganas de preguntar y preguntarse en su honestidad: por la vida, la familia, el amor y el dolor: en el encuentro y en la despedida, a través de ese regurgitar del lenguaje. Y esta su poesía no es tanto esa metáfora de la vida cuanto una realidad, paisaje y paisanaje, en movimiento. 

O una imagen sucesiva de un tema recurrente, la vida, de desarrollo y ámbito transgeneracional y cuyo límite infinito es, y sin ir más lejos, el mundo actual, su ser contemporánea; dado que es desde el que la poeta imbricada, con él y en él, habla, escribe y vive, a través del lenguaje que maneja a su antojo y de qué manera: haciendo las más de las veces comprensible el verso para todas las personas lectoras de poesía: “como la madre que sonríe y cruza las manos para atravesar el día” o “son las doce y media de la mañana las sábanas que guían la órbita de los planetas acaban de llegar de la lavandería mi padre cumple 77 años”.

Jarrón y tempestad, que es y será un libro muy importante en la literatura española, cuenta con cinco de sus collages, el de la portada y los cuatro interiores, en un volumen admirablemente editado, en el que los poemas están hilvanado sin signos puntuación, sin esos trazos ni artilugios de formalidad, todo minúsculas, que dan cuenta de su franqueza léxica y de su extraordinaria veracidad en esa su inteligencia emocional bárbara: todo experimentación creativa. 

Versos que nos hablan de esas diversas caras del amor y de la muerte, y del rostro de la soledad. Por lo que podemos decir que es un libro perturbador en sus temas a la vez que potente en esas exploraciones de la memoria colectiva y también familiar. 

A la vez que demuestra lo exigente de esta poeta en la radicalidad y en la enjundia verbal de sus expresivas propuestas. Jarrón y tempestad trae a la memoria la Comedia de Dante. Pues, hay descenso a los infiernos y un recorrido ascensional tras la dignidad y la conciencia a través del lenguaje: con la palabra de esta poeta irrepetible, que acertadamente logra en este poemario su más alta cima creativa, su profundidad más visionaria y extrema: “en la gran confusión del gran ruido del gran despilfarro de la gran miseria de la omnívora publicidad de la trastienda infinita”.

En este poemario utiliza o juega con varios idiomas y con notas musicales, y ella y su poesía se vislumbran hasta en las notas en el margen; además, se lee, se entiende, se manifiesta, como revelación de la conciencia propia y social y como (de)construcción activa de la identidad, en un ejercicio que pergeña la escritura como signo de salvación frente a la incertidumbre de esta tragicomedia: sanación poética vital sin laicos exorcismos que valgan: temor y temblor, azar y necesidad. 

Así, pues, la poesía de Guadalupe Grande trata de la vida, de todos nosotros, de las personas lectoras. Fue es y será una persona creativa, honesta, que nos interpela cara a cara, de frente, sin impostura ni cinismo, y nos descubre sin concesiones ese lado oscuro en el que nos cuesta reconocernos: no es posible leer estos poemas sin un latigazo cerebral y/o una punzada enorme en el estómago: “algunas cosas sé pero nada importa cuanto pueda saber// nada sé de los abismos de la desigualdad en los que se/ dan forma mutua el agua y la piedra”.

un caballo es un caballo no es un caballo

(…)

a las nuevas generaciones les diría memorizad algún

verso que exprese verdad o belleza os puede ser útil en

la vida mi marido no tuvo nada que ver con la quie-

bra del banco solo era el cajero fue el presidente

thomas rod y de la falta de escrúpulos del sirvengüen-

za de su hijo pero al que metieron en la cárcel fue a mi

marido y yo me quedé sola con dos hijos que alimen-

tar vestir y llevar al colegio lo hice los dejé en el mundo

limpios y fuertes siempre siguiendo la enseñanza del

poeta pope cumple bien con tu papel en ello reside

todo el honor

(última estrofa del poema)

Imagen: Ilustración de “jarrón y tempestad”

FUENTE RESPONSABLE: Librújula. Por Enrique Villagrasa.

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