Dialéctica filosófica en las obras de Borges.

Todo cuanto escribió Borges estuvo sometido a una lógica filosófica.

Los personajes imaginarios en las obras de Jorge Luis Borges forman un viaducto metafísico y filosófico que se alterna con las controversias de lo psicológico y lo intemporal de la memoria. Lo estático o efímero no existen en sus cuentos y poesías, dada la tridimensionalidad narrativa de los mismos, debido a las obsesiones psíquicas que se adueñan de lo imprevisto, de lo absurdo y de lo cabalístico que generan una obsesión que superpone a la realidad como tal.

También se trata de un amasijo de hipótesis históricas que el autor elabora a partir del imaginario para hacer que sus personajes operen desde la dialéctica del azar, equivalente, a la herencia humana. Por ello la crisis que se genera en sus personajes adquiere la noción del tiempo, que adquiere categoría del paraíso perdido del que nos habla Milton.

Borges sopesa que más allá de estas consideraciones está la mitología, la cual juega en sus personajes un destacado papel. A fin de comprender sus visiones con respecto a la eficacia mágica, fantástica o irreal que ocupan sus personajes en sus obras, como los sucesos sobrenaturales que el subconsciente produce en éstos, Borges, los envuelve en el misticismo  profundo, para que avancen en un destino insospechado, por tratarse de la tragedia existencial que padecen desde que nacen hasta que mueren. Los que se salvan de tales acontecimientos disfrutan de un paraíso atávico que no queda fuera de las controversiales vicisitudes de la vida.

Es por esa razón que en las obras de Borges los personajes están dominados por fuerzas extrañas que solo el azar puede resolver y de esa manera el autor argentino y universal desentraña o, mejor dicho, fragua una metafísica muy particular para llegar al fondo de sus personajes y salvarlos de lo evanescente o de la percepción fugaz o escenográfica que prefigura toda existencia humana.

Borges, tematiza las diversas concepciones de Nietzsche, Kant, Heidegger y Hegel

En sus personajes se aguza un mecanismo complicado con relación a los prototipos de enfoques que articulan en cuanto a la imaginería fantástica y misteriosa, porque las situaciones psicológicas que experimentan se caracterizan al explicar los diferentes estados de ánimo. A esto se agrega, el hilo conductor de la manera con que narran sus experiencias y sucesos y a partir de ese clima o ambiente el lector descubre el sello distintivo de su personalidad. Y, desde el lenguaje filosófico, meticuloso y elegante, Borges eterniza su existencia al inferir la causalidad del drama, rasgos que se instalan en el subconsciente sin que el personaje pueda definirlo o solucionarlo a menos que no sea a través de instintos metafísicos.

Aquí se da la paradoja situacional que se convierte en reflexión, paradigma y finitud, tres elementos fundamentales en su cuentística y en la que Borges se vale de los estados patológicos para penetrar a sus personajes de una dialéctica histórica, filosófica y metafísica que revela al mismo tiempo la crisis atemporal por la que atraviesan algunos de sus personajes en los cuentos de su libro El Aleph.

En Borges, el modo de plasmar sus cuentos tiene varias autopistas cuyo recorrido es de largo kilometraje al desmitificar los confines del alma de sus personajes, obligándoles a formar columnas de reflexiones que van más allá de estructuras y lenguajes estéticos porque en ese contexto, el autor enrosca la imaginación creativa en corpus de contradicciones filosóficas que abra de asumir sus personajes para explicar la raíz histórica del mundo y de la realidad.

En efecto, teniendo en cuenta estas hipótesis filosóficas hay que reconocer en las obras de este singular maestro del lenguaje universal, lo que tiene mucha resonancia desde el punto de vista de bosquejar irrealidades donde lo inverosímil determina en que parámetros psíquicos desenvuelve el personaje o sujeto su vida e inmortalidad. Borges, tematiza las diversas concepciones de Nietzsche, Kant, Heidegger y Hegel, entre otros filósofos que dejaron traducidas en sus teorías y metodologías el drama del alma y constelación del subconsciente, las que están presente en su reflexión creativa de apariencias y temores, pero, también, encuadradas en ficciones suprasensibles.

Uno de los filósofos hoy más de moda, Byung-Chul Han, dice: “En vista de la muerte uno se cerciora de sí mismo, del “yo soy”. La muerte humana, es decir, la muerte que es exclusiva del hombre y que lo distingue, es para Heidegger “mi morir exclusivamente mío”. La muerte, que en realidad sería el final definitivo del yo, acarrea un énfasis del yo. La heroica “libertad para morir”, que “se cree capaz de soportar la angustia” o que “está dispuesta a pasar miedo”, se manifiesta como “libertad de escogerse y emprenderse a sí mismo”. Por así decirlo, el yo crece a base de angustia. La existencia “que está dispuesta a pasar miedo”, hace temblar la “autonomía” o el “tener consistencia por sí mismo”. Poder morir en cuanto que poder ser sí mismo significa que la existencia “se escoge su héroe”. (Han, Byung-Chul, Muertey alteridad, traducción de Alberto Ciria, Herder Editorial S. L., Barcelona, pp. 15-16, 2020)

Estas modalidades también se advierten en la mayoría de sus cuentos, poesías y ensayos  donde, todo está determinado por el tiempo. Por ello esa temporalidad no hace más que situarse entre el subconsciente y lo secular del pensamiento filosófico donde pone de manifiesto el extravío ontológico de algunos de sus personajes. De esa manera explora su existencialismo sin fisuras porque los mismos desbordan lo emocional para situarse en una historicidad que los trasciende de modo absorbente.

Por lo que existen en los géneros que este genio de la palabra elaboraba con la materia más pura del pensamiento, rasgos acentuadamente definidos como objetivo puntual de su complejo sistema escritural que constituye la base de su imaginería psíquica, la cual adjudica a sus personajes funciones de carácter escenográficas irrepetibles por el complejo sistema de símbolos y referencias al estar dentro de la antropología histórica y filosófica que les otorga categorías culturales universales.

Por ello es necesario puntualizar que todo cuanto escribió Borges estuvo sometido a una lógica filosófica. Es por esa razón que sus escritos en cualquier género están estructurados sobre la base del pensamiento filosófico y sometido a un estado de vibraciones metafísicas donde el lenguaje en su contexto consigna un ajuste exacto y una dramatización que conlleva, según sostiene Santiago Kovadloff, al estudiar la obra poética de Cecilia Meireles, “cierto tipo de equilibrio entre cierto concepto de forma y cierto concepto de expresión”. (Kovadloff, Santiago, Cecilia Maireles, Mapa falso y otros poemas, traducción del portugués de Estela dos Santos, Calicanto Editorial, S. R. L., Montevideo, 1979, p. 14).

En Borges, la necesidad de explorar lo laberíntico del Ser desde una perspectiva de elementos específicos de la elucubración de la atemporalidad y desde una particular concepción filosófica cuando aborda la pureza discursiva y la historicidad, contiene su actividad mental. Llamemos a esta consecuencia donde están implícitos los fulgores del tiempo, las visiones, los estados de vivencias psíquicas y la conciencia estética, eclética, por demás, por la que discurre una preceptiva que impregna el enigma de sus personajes de transfiguraciones cósmicas egocéntricas y cosmogónicas.

Imagen de portada: Jorge Luis Borges

FUENTE RESPONSABLE: Acento. Por Cándido Gerón. 3 de marzo 2023

Sociedad y Cultura/Literatura/Filosofía/Reflexiones/Opinión

Filósofos feministas varones rescatados del olvido por una mujer.

Después de su libro Ellas lo pensaron antes. Filósofas feministas excluidas de la memoria, el último de la filósofa María Luisa Femenías se titula Los disidentes. Filósofos feministas excluidos de la memoria. Es un trabajo meticuloso que recupera a pensadores varones que en sus respectivas épocas fueron voces diferentes. Desde el andalusí Averroes, filósofo musulmán nacido hace casi mil años, hasta pensadores vivos como el Premio Nobel indio Amartya Sen, el recorrido refuta una de las justificaciones más comunes de las calamidades pensadas a lo largo de los tiempos: “Hay que ubicarse en la época”.

El macho es por naturaleza superior y la hembra inferior; uno gobierna y la otra es gobernada; este principio de necesidad se extiende a toda la humanidad. 

La definición pertenece a Aristóteles, está incluida en su célebre tratado Política (1254b 13-15) y es, apenas, una muestra de las numerosas (y naturalizadas) expresiones que dieron por sentada la inferioridad de la mujer desde los inicios mismos de la filosofía. 

La reflexión de Aristóteles inaugura un largo recorrido de asertos que hoy sorprenden, impactan, enardecen. 

Y es habitual que cuando se recuerda este tipo de definiciones se apele a una explicación comprensiva: “Hay que ubicarse en la época, ese era el consenso de aquella sociedad, no hay que analizar el pasado con criterios de la actualidad, es un anacronismo tachar esas expresiones de misoginia o de androcentrismo, porque en aquella época nadie sostenía algo distinto”, etcétera.

Sin embargo, “hay dos elementos fuertes que ponen en cuestión esa justificación. El primero es que siempre hubo voces disidentes. 

En la época de Aristóteles, su propio maestro, Platón, defendió en La República la posibilidad de que varones y mujeres compartieran las mismas tareas en una sociedad ideal, y aunque creía que en todas las formas de la vida las hembras son más débiles que los machos”, advertía que entre los seres humanos hay muchas mujeres que son mejores que muchos hombres, y sostenía que “hay mujeres dotadas para la medicina, o para la música, la gimnasia, la filosofía, la guerra”. 

El segundo elemento es que si se traza una línea de tiempo de las expresiones misóginas de parte de referencias mayúsculas del pensamiento, se corrobora que entre Aristóteles y, por poner un par de ejemplos, Hegel o Schopenhauer (dos de los conspicuos filósofos con profusión de frases de ese tipo), prácticamente se recorre toda la historia de la filosofía. 

En esos veintitrés siglos que los separan hubo avances extraordinarios en la relación entre varones y mujeres. 

Tanto Hegel como Schopenhauer vivían en 1838, cuando se aprobó el primer sufragio femenino en las islas Pitcairn, territorio británico de ultramar, y cuando Mary Wollstonecraft publicó su Vindicación de los derechos de la mujer, Hegel tenía 19 años. ¿Entonces? Cuando se alude a ubicarse en la época, ¿en cuál es la que hay que ubicarse? ¿La de Mary o la de Hegel?

Una sola esclavitud. Otro aspecto muy interesante reside en la ligazón que existe entre la idea de la inferioridad de la mujer y la naturalización de la esclavitud. Para Aristóteles, “algunos seres, desde el momento en que nacen, están destinados, unos a obedecer, otros a mandar”, al punto de creer que “la naturaleza misma lo quiere así”, ya que hace los cuerpos de los hombres libres “diferentes de los de los esclavos, dando a estos el vigor necesario para las obras penosas”. 

Y a continuación completa: “La relación de los sexos es análoga; el uno es superior al otro; este está hecho para mandar, aquel para obedecer”.

Por eso quizás a lo largo de los tiempos, muchas de las voces que cuestionaron una de esas consolidadas instituciones también impugnaron la dominación patriarcal. 

Tal es el caso de la célebre Olympia de Gouges, la filósofa francesa, masona y revolucionaria, que en plena Revolución reclamó no solo los derechos para las mujeres, sino también la abolición de la esclavitud y la liberación de las colonias francesas. Tres temas que la Revolución francesa no tenía en agenda. Claro: no se le podía pedir a la Revolución que fuera tan revolucionaria. Olympia fue detenida por su defensa de los girondinos, juzgada sumariamente y guillotinada en 1793. 

Dos mil años antes, un ilustre antecedente de Olympia, el filósofo Alcidamas (o Alcidamante en otras traducciones) había defendido filosóficamente que la esclavitud (de varones o de mujeres) no tenía nada de natural. “La divinidad ha dejado que seamos todos libres; a nadie hizo esclavo la naturaleza”, cuenta el mismísimo Aristóteles que sostenía Alcidamas. 

De nuevo: ¿en cuál época hay que ubicarse? ¿La de Alcidamas, la de Olympia, separadas por más de veinte siglos?

Necesaria. Los disidentes. Filósofos feministas excluidos de la historia es un trabajo meticuloso de recuperación de una serie de pensadores de diferentes tiempos que ilustran precisamente que en cada una de sus épocas existieron esas voces diferentes. 

El texto va desde Averroes, filósofo y médico andalusí musulmán, también matemático y astrónomo, nacido hace casi mil años, hasta gente que está viva, como Amartya Sen, economista y filósofo indio que en 1998 recibió el Premio Nobel en Economía, uno de los primeros concedidos a alguien que no forma parte del esquema ortodoxo en la materia, sino que, por el contrario, lo cuestiona.

La autora de este trabajo, María Luisa Femenías, es una filósofa argentina y una de las referencias ineludibles en filosofía y feminismo en habla hispana. 

Doctora en filosofía, es pionera en los estudios de género en la Argentina y sobre violencia contra las mujeres en América Latina. Cofundadora de instituciones de investigaciones en género en la UNLP y en la UBA. En 2016 recibió el premio nacional Fundación Konex.​ Entre sus publicaciones se destaca Perfiles del feminismo iberoamericano, en tres volúmenes.

En Los disidentes pasa revista en cuatro partes ordenadas cronológica y temáticamente por un seleccionado de pensadores, algunos muy reconocidos en la historia de la filosofía mientras otros prácticamente ignotos. 

Pero incluso los más renombrados que María Luisa selecciona no son habitualmente destacados por haber impulsado en su labor de filósofos un cambio de miradas respecto de la situación de la mujer. 

Eso hace atrapante el trabajo: permite redescubrir a pensadores como Agrippa, Condorcet o John Dewey. 

También es importante el hecho de que la autora no se limita a citar un par de frases o a mostrar con quién discutieron: en el capítulo que le dedica a cada uno, se mete en su época, indaga las influencias que lo marcaron, rastrea y detalla los coetáneos con que dialoga o discute, los presenta en diálogo (a veces tenso) con sus propios maestros, reconstruye sus argumentos tratando de hacerlos accesibles a cualquier público curioso, destaca de qué manera actuaron en su tiempo en los debates públicos e incluso cómo influyeron (o intentaron influir) en la legislación de sus sociedades, y trazando las líneas que ellos abrieron, como quienes abren surcos, caminos nuevos, sabedores de que otras personas los recorrerían. 

Rescates esenciales. Así, por ejemplo, rescata del olvido a un pensador como Theodor Gottlieb von Hippel, discípulo y amigo de Kant, de quien toma distancia para defender la igualdad de los sexos, publicando en 1792 Sobre el mejoramiento civil de las mujeres. 

Allí analiza la condición de la mujer, su biología y su psicología, su degradación a través de la historia y reconstruye especulativamente el origen prehistórico de los prejuicios en su contra, examinado su estatus legal contemporáneo y los argumentos que se esgrimían como si se tratara de una situación “eterna” y no de una condición histórica y social modificable.

O a Françóis Poullain de la Barre, francés, sacerdote y filósofo, cartesiano, fallecido en 1725, autor de De l’égalité des deux sexes, donde demuestra que el trato desigual que sufren las mujeres no tiene un fundamento natural, sino que procede de un prejuicio cultural. 

O al también sacerdote Benito Feijoó, fallecido en 1764, benedictino español, autor del discurso Defensa de mujeres, que comienza diciendo: “A tanto se ha extendido la opinión común en vilipendio de las mujeres que apenas admiten en ellas cosa buena. En lo moral las llena de defectos, y en lo físico de imperfecciones. Pero donde más fuerza hace es en la limitación de los entendimientos. Por esta razón, después de defenderlas con alguna brevedad sobre estos capítulos discurriré más largamente sobre su aptitud para todo género de Ciencias y conocimientos sublimes”. 

O al prolífico marqués de Condorcet, filósofo, científico, matemático, economista, historiador, recordado (entre otras cosas) por ser el principal impulsor de lo que hoy conocemos como el sistema métrico. 

Condorcet fue un defensor de los derechos de las mujeres y de los negros esclavizados, con obras como su discurso Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadano o sus Réflexions sur l’esclavage des nègres. Falleció en 1794.

Lógica viva. 

Por supuesto que no están todos. Sería imposible meterlos en las 446 páginas del libro. Pero la selección no es arbitraria. 

Y otro mérito del trabajo de María Luisa es el de haber incluido, en un campo tan eurocentrado como lo es el de la filosofía académica, a dos destacadas referencias de nuestras latitudes, pero (lamentablemente) ignoradas casi por completo en la discusión filosófica, siempre más pendiente de la última novedad proveniente del Norte. 

Me refiero al uruguayo Carlos Vaz Ferreira y al legislador socialista tucumano Mario Bravo, ambos en la parte dedicada al siglo XX y en compañía ilustre, con John Dewey y Amartya Sen. “De Vaz Ferreira la autora toma una cita que tiene más de un siglo en la que, si reemplazamos la palabra ‘divorcio’ por la palabra ‘aborto’”, parece escrita en ocasión de los debates de años recientes cuando el Congreso encaró esa temática: “Los adversarios del divorcio suelen cometer a menudo un error curioso, que veo muy generalizado, y es el de razonar como si los partidarios del divorcio quisieran hacerlo obligatorio. Naturalmente, nadie supone esto de una manera expresa, pero se razona como si así fuera, pues lo que se presenta como especialmente temible son los inconvenientes de una universalización que no llegaría a producirse. Idéntico paralogismo cometen en la práctica, muy a menudo, los adversarios del feminismo, en una de las acepciones de este término, o sea aquella que consiste en abrir los empleos y las carreras para las mujeres. Razonan, sin darse cuenta de ello, como si se aspirara a algo así como a hacer obligatorio que las mujeres ocuparan empleos y siguieran carreras o, en todo caso, como si fuera de temer la universalización del fenómeno”. 

La cita es de Lógica viva, publicado en 1910. 

A contrapelo. Con piezas de esta contundencia, María Luisa muestra que prácticamente en todas las épocas hubo filósofos que pusieron en cuestión la condición de subordinación a la que estaban destinadas las mujeres. 

Este cuidado y detallado estudio de los aportes de teóricos varones que, a contrapelo del discurso preponderante en su tiempo, se propusieron desarticular los argumentos (en su mayoría de base teológica o naturalista) que daban por sentada la inferioridad de la mujer. 

Estos varones, desde hace dos mil años, fueron precursores de la igualdad de sexos. Muestra, en suma, cuánto les debemos y cuán importante es encontrar en el pasado esas voces pioneras que nos inspiran para seguir abriendo nuevos caminos de libertad.

María Luisa explica que uno de sus objetivos fue precisamente desactivar aquel argumento tramposo que hace un mal uso del circunstancialismo histórico (ese que bien entendido es imprescindible para comprender cada momento y cada acción humana): mostrar que en cada etapa “otras cosas podían pensarse además de la consabida misoginia achacada a una miopía de época; excusa esta que como bien se sabe aparece siempre en primer lugar para exculpar a cuanto teórico o filósofo rechazó la capacidad y, en consecuencia, los derechos de las mujeres”. 

Claroscuros. En diálogo con PERFIL, María Luisa comenta que en su opinión “la concepción ilustrada de progreso, actualmente en crisis, oscureció disidencias en tanto proyectó una suerte de tiempo lineal futuro siempre mejor, que no permite ver los altibajos y los claroscuros de cada época”. Y cita a Celia Amorós, quien apeló al feminismo “como conciencia crítica de la Ilustración”. 

Por eso entiende que tanto su libro anterior (Ellas lo pensaron antes, filósofas excluidas de la memoria) como el que comentamos “se complementan solidariamente: muestran a ‘perdedores’ de su época, cuyas contribuciones diluidas y tamizadas por necesidades de cada presente, fueron socavando hegemonías hasta contribuir a consolidar narraciones y situaciones ‘nuevas’. 

Claramente los discursos contrahegemónicos fueron permeando la sociedad/cultura de su tiempo hasta hacer posibles muchos cambios. Pero no se puede descuidar el estar atentos tanto a los logros como a las resistencias (por lo general en sordina), a esos mismos cambios”.   

El libro de María Luisa no solo es una contribución novedosa a la filosofía y al feminismo sino que ayuda a construir una visión más compleja y matizada del pasado humano en una temática que, hasta donde conozco, casi no había sido abordada con el conocimiento y la profundidad que merece, y que este texto nos proporciona. 

Altamente recomendable, no solo para disfrutarlo como lectura erudita, aparece como muy valioso material de consulta en el estudio de la filosofía, del derecho, de las ciencias sociales y de la historia, especialmente en la formación de formadores en cada uno de esos campos. Sin ironía: un libro necesario para ubicarse en la época.

Imagen de portada: Filósofos feministas. | CEDOC.

FUENTE RESPONSABLE: Perfil. Argentina. Por Américo Schvartzman. *Filósofo y periodista. Integra la cooperativa de periodistas El Miércoles, de Concepción del Uruguay, y el grupo de ética ambiental de la Sadaf, la Sociedad Argentina de Análisis Filosóficos.

4 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Filosofía/Mujeres/Igualdad de género/Derechos de la Mujer.

«Vivimos en una sociedad que se hace cada vez más narcisista», por Byung Chul Han.

El ombliguismo crónico al que nos hemos visto conducidos y conducidas es causa directa de un sistema capitalista que entiende el éxito como un conjunto de metas que se alcanzan desde la individualidad y desde una desorbitada idea de productividad.

«La depresión es una enfermedad narcisista. Conduce a ella una relación consigo mismo exagerada y patológicamente recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro». Byung Chul Han.  

En tiempos recientes, se ha proclamado con frecuencia el final del amor. Se piensa que hoy el amor perece por la ilimitada libertad de elección, por las numerosas opciones y la coacción de lo óptimo y que, en un mundo de posibilidades ilimitadas, no es posible el amor.

También se denuncia el enfriamiento de la pasión. Eva Illouz, en su obra ¿Por qué duele el amor?, atribuye este enfriamiento a la racionalización del amor y a la ampliación de la tecnología de la elección. Pero estas teorías sociológicas desconocen que hoy está en marcha algo que ataca al amor más que la libertad sin fin o las posibilidades ilimitadas.

No solo el exceso de oferta de otros conduce a la crisis del amor, sino también la erosión del otro, que tiene lugar en todos los ámbitos de la vida y va unida a un excesivo narcisismo de la propia mismidad. En realidad, el hecho de que el otro desaparezca es un proceso dramático, pero se trata de un proceso que progresa sin que, por desgracia, muchos lo adviertan. 

El Eros se dirige al otro en sentido enfático, que no puede alcanzarse bajo el régimen del yo. Por eso, en el infierno de lo igual, al que la sociedad actual se asemeja cada vez más, no hay ninguna experiencia erótica. Esta presupone la asimetría y exterioridad del otro.

No es casual que Sócrates, como amado, se llame atopos. El otro, que yo deseo y que me fascina, carece de lugar. La cultura actual del constante igualar no permite ninguna negatividad del atopos. Comparamos de manera continua todo con todo, y así lo nivelamos para hacerlo igual, puesto que hemos perdido precisamente la atopía del otro.

La negatividad del otro atópico se sustrae al consumo. Así, la sociedad del consumo aspira a eliminar la alteridad atópica a favor de diferencias consumibles, heterotópicas. La diferencia es una positividad, en contraposición a la alteridad. Hoy la negatividad desaparece por todas partes. Todo es aplanado para convertirse en objeto de consumo. 

Vivimos en una sociedad que se hace cada vez más narcisista. La libido se invierte sobre todo en la propia subjetividad. El narcisismo no es ningún amor propio. El sujeto del amor propio emprende una delimitación negativa frente al otro, a favor de sí mismo.

Fotograma de Melancholia.

En cambio, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites. De esta forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta solo como proyecciones de sí mismo. No es capaz de conocer al otro en su alteridad y de reconocerlo en esta alteridad. Solo hay significaciones allí donde él se reconoce a sí mismo de algún modo. Deambula por todas partes como una sombra de sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo. 

La depresión es una enfermedad narcisista. Conduce a ella una relación consigo mismo exagerada y patológicamente recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro. Eros y depresión son opuestos entre sí.

El Eros arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro. En cambio, la depresión hace que se derrumbe en sí mismo. El actual sujeto narcisista del rendimiento está abocado, sobre todo, al éxito.

Los éxitos llevan consigo una confirmación del uno por el otro. Ahora bien, el otro, despojado de su alteridad, queda degradado a la condición de espejo del uno, al que confirma en su ego. Esta lógica del reconocimiento atrapa en su ego, aún más profundamente, al sujeto narcisista del rendimiento. Con ello se desarrolla una depresión del éxito.

El sujeto depresivo del rendimiento se hunde y ahoga en sí mismo. En cambio, el Eros hace posible una experiencia del otro en su alteridad, que saca al uno de su infierno narcisista. El Eros pone en marcha un voluntario desconocimiento de sí mismo, un voluntario vaciamiento de sí mismo. Una especial debilidad se apodera del sujeto del amor, acompañada, a la vez, por un sentimiento de fortaleza que de todos modos no es la realización propia del uno, sino el don del otro.

En el infierno de lo igual, la llegada del otro atópico puede asumir una forma apocalíptica. Formulado de otro modo: hoy solo un apocalipsis puede liberarnos, es más, redimirnos, del infierno de lo igual hacia el otro.

Del mismo modo, la película Melancholia de Lars von Trier, comienza con el anuncio de un suceso apocalíptico, desastroso. Desastre significa, literalmente, no astro (lat. des-astrum). En el cielo nocturno, Justine descubre, en presencia de su hermana, una estrella resplandeciente de color rojo que más tarde se revela como un no astro.

Fotograma de Melancholia.

Melancholia es un desastrum con el que inicia su curso todo el infortunio. Pero allí hay algo negativo de lo que parte un efecto salvador, purificador. En este sentido, Melancholia es un nombre paradójico, en la medida en que produce una cura para la depresión como una forma especial de la melancolía. Se manifiesta como el otro atópico que saca a Justine del pozo narcisista. Así, florece realmente ante el planeta que trae la muerte. 

El Eros vence la depresión. La relación tensa entre amor y depresión domina desde el principio el discurso de la película. El preludio de Tristán e Isolda, que flanquea musicalmente la cinta, conjura la fuerza del amor. La depresión se presenta como la imposibilidad del amor. O bien el amor imposible conduce a la depresión.

Por primera vez, el planeta Melancholia concita en Justine la aspiración erótica. En la escena junto a la roca del río se ve el cuerpo desnudo de una amante envuelto en voluptuosidad. Llena de esperanza, Justine se tumba bajo la luz azul del planeta portador de muerte. En esta escena parece como si Justine anhelara el choque mortal con el atópico cuerpo celeste.

Ella espera la catástrofe que se aproxima como una unión dichosa con el amado. Nos vemos forzados a pensar en la muerte de amor de Isolda. Ante la muerte que se acerca, también Isolda se entrega con sumo placer al «todo que sopla en la respiración del mundo». No es ninguna casualidad que justo en esa única escena erótica de la película resuene de nuevo el preludio de Tristán e Isolda.

Tristán e Isolda de John William.

Este conjura mágicamente la cercanía entre Eros y muerte, apocalipsis y redención. De manera paradójica, la muerte que se aproxima da vida a Justine. La abre para el otro. Justine, liberada de su prisión narcisista, se aboca al cuidado de Claire y su hijo. La magia real de la película es la prodigiosa transformación mediante la cual Justine deja de ser una depresiva y se convierte en una amante.

La atopía del otro se muestra como la utopía del Eros. Lars von Trier intercala con clara intención conocidos cuadros clásicos para dirigir discursivamente la película y dotarla de una semántica especial. Así aparece, en la intro surrealista, el cuadro de Pieter Brueghel Los cazadores en la nieve, que sume al espectador en una profunda melancolía invernal. En el fondo del cuadro, el paisaje linda con el agua, lo mismo que la finca de Claire, insertada delante del cuadro de Brueghel.

Justine, después de una disputa con Claire, cae de nuevo en la desesperación, y su mirada se desplaza con desamparo a través de los cuadros abstractos de Malevic. Luego, en un ataque, arranca del estante los libros abiertos y los reemplaza ostensiblemente por cuadros que refieren, todos ellos, a pasiones abismales del hombre.

En este momento preciso suena de nuevo el preludio de Tristán e Isolda. Por tanto, de nuevo se trata de amor, deseo y muerte. Justine primero centra su mirada en Los cazadores en la nieve de Brueghel. Luego se dirige presurosa a Millais con su Ofelia y enseguida a David con la cabeza de Goliat, de Caravaggio, a El país de Jauja de Brueghel y, finalmente, a un dibujo de Carl Fredrik Hill en el que se representa a un ciervo que ronca en soledad. 

Ofelia de Millais.

La bella Ofelia, flotando en el agua, con su boca medio abierta y la mirada perdida en el espacio, semejante a la de un santo o un amante, sugiere de nuevo la cercanía entre Eros y muerte. Cantando igual a las sirenas, leemos en Shakespeare, muere Ofelia, la amada de Hamlet, rodeada de flores caídas.

Ella tiene una bella muerte, una muerte de amor. En la Ofelia de Millais puede reconocerse una flor que no se menciona en Shakespeare, una amapola, que alude a Eros, al sueño y la embriaguez. También David con la cabeza de Goliat, de Caravaggio, es un cuadro de deseo y de muerte. En cambio, El país de Jauja, de Brueghel, muestra una sobresaturada sociedad de la positividad, un infierno de lo igual.

Los hombres yacen con apatía aquí y allá con sus cuerpos repletos, agotados por la saciedad. Incluso el cactus no tiene ninguna espina. Es de pan. Aquí todo es positivo siempre que pueda comerse y disfrutarse.

Esta sociedad sobresaturada se parece a la mórbida sociedad de la boda de Melancholia. Es interesante que Justine coloque El país de Jauja inmediatamente junto a una ilustración de William Blake que representa a un esclavo colgado vivo por una costilla. El poder invisible de la positividad contrasta aquí con la violencia brutal de la negatividad, que explota y expolia.

Justine abandona la biblioteca justo después de haber extendido en el estante el dibujo Un ciervo que ronca, de Carl Fredrik Hill. El dibujo expresa de nuevo el deseo erótico o la añoranza de un amor, que Justine nota en su interior. También aquí se representa su depresión como la imposibilidad del amor.

El país de Jauja de Brueghel.

Sin duda, Lars von Trier sabía que Carl Fredrik Hill padeció toda su vida psicosis y depresión severa. Esta sucesión de cuadros presenta de manera intuitiva todo el discurso de la película. El Eros, el deseo erótico, vence la depresión. Conduce del infierno de lo igual a la atopía; es más, a la utopía de lo completamente otro.

El cielo apocalíptico de Melancholia se parece a aquel cielo vacío que para Blanchot representa la escena originaria de su niñez. Ese cielo le revela la atopía de lo completamente otro, cuando de pronto interrumpe lo igual:

“Yo era un niño de siete u ocho años de edad, me encontraba en una casa aislada, cerca de la ventana cerrada, miraba hacia fuera, y de pronto, ¡nada podía ser más súbito!, fue como si el cielo se abriera, como si se abriera infinitamente a lo infinito, para invitarme a través de este arrollador momento de apertura a reconocer lo infinito, pero lo infinito infinitamente vacío.

El resultado era extraño. El súbito y absoluto vacío del cielo, no visible, no oscuro —vacío de Dios: esto era explícito, y en ello superaba con mucho la mera referencia a lo divino—, sorprendió al niño con tal encanto y tal alegría, que por un momento se llenó de lágrimas, y —añado preocupado por la verdad— yo creo que fueron sus últimas lágrimas”.

El niño se ve arrebatado por la infinitud del cielo vacío. Es arrancado de sí mismo y des interiorizado hacia un afuera atópico, es des-limitado y des-vaciado. Este acontecimento desastroso, esta irrupción del afuera, de lo totalmente otro, se realiza como un des-propiar (expropiar), como supresión y vaciamiento de lo propio; a saber, como muerte: «Vacío del cielo, muerte diferida: desastre». 

Pero este desastre llena al niño de una alegría devastadora, es más, de una dicha de la ausencia. En eso consiste la dialéctica del desastre, que también estructura la película Melancholia. El infortunio desastroso se trueca de manera inesperada en salvación.

Los cazadores en la nieve de Brueghel.

Imagen de portada: Byung Chul Han

FUENTE RESPONSABLE: Cultura Inquieta. 3 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Filosofía/Redes sociales/Pensamiento/Reflexiones

La Historia: obediencia o rebelión

Cuando leo a José Antonio Marina no pienso en las grandes enseñanzas recogidas en sus libros, sino en la ingente cantidad de ideas que no ha escrito. Inteligencia, creatividad, motivación y felicidad son, desde mi punto de vista, los cuatro pilares en los que este filósofo toledano sustenta sus libros. Los cuatro representan las claves para crear un mundo menos egoísta, más solidario y eficaz.

En este ensayo, dividido en dos partes, la edad de la obediencia y la edad de la rebeldía, nos desglosa la necesidad de entender las acciones humanas para comprender la historia, porque sin motivación no hay aprendizaje ni evolución. Como dice, “la cultura es el conjunto de soluciones que los humanos han ido creando a lo largo de la historia”, pero en la Guerra Civil española se sufrió un enfrentamiento emocional y en la II Guerra Mundial fue la propaganda la que alentó tales despropósitos, lo que induce a una absoluta falta de entendimiento mutuo o no satisfacción de los deseos primarios. El individualismo y la participación social pueden conducir a cometer atrocidades.

Conocer las aspiraciones, los deseos, las motivaciones primarias, el egoísmo genético, como diría R. Dawkins, las pulsiones personales, sociales o ampliar las posibilidades de acción, es la clave para comprender los actos humanos que nos llevan a actuar como primates o motivados hacia la autorrealización.

El antropólogo Clifford Geertz dijo que “los problemas son universales, pero las soluciones son locales”, de ahí que J. A. Marina analice la pulsión sexual, el concepto de felicidad o la inteligencia humana, enseñándonos a comprender los conceptos que nos sirven de ayuda para ponerlos en práctica en nuestra vida.

De poco sirve entenderlo y no vivirlo. La plenitud vital depende en gran parte de la necesidad que tengas de tener, poseer o anhelar algo, porque en la medida en que no seas capaz de colmar tus satisfacciones o anhelos, así vivirás inmerso en la envidia e insatisfacción, que pueden ahogarte en la codicia, que tantas guerras ha provocado.

La tribu guaraní de los mbüás lleva cuatro siglos buscando el paraíso perdido y los indios tupís-guaraníes buscan la Tierra sin Mal; para el autor son el paradigma de la humanidad. Dos tribus que ejemplifican la esencia de la vida, huir del mal y ser felices. “Todos vivimos en la misma realidad, pero en diferentes mundos”.

Marina analiza la capacidad humana de aprender, de autoimponerse logros o postrarse ante las experiencias mágicas para entrar en la servidumbre. Los tres grandes deseos: bienestar, seguridad y sociabilidad, colman las expectativas del ser humano “ciudadano”, porque en la ciudad tenemos la casa, la muralla, el palacio, el templo y la escuela, que nos llevan a vivir en la obediencia o en la dominación, ésta impuesta por el deseo de poseer, la avaricia, la soberbia y el egoísmo que desembocan en el ansia de reconocimiento.

También analiza el honor que tanto daño ha hecho y sigue haciendo, sobre todo, a muchas sociedades árabes y musulmanas y que deriva en la venganza. La justicia, la humillación, la autoridad, la gratitud, la indignación, la esclavitud, la igualdad racial, el odio, se analicen como se analicen deben tener presente la máxima del jurista romano Celso, cuando dice que “el derecho es el arte de lo bueno y lo equitativo”, un derecho del que han hecho acopio “divino” muchos reyes, príncipes, zares, emperadores, presidentes o cualquier forma de gobierno o religión para someter, maltratar o vejar a las poblaciones sobre las que ejercían su poder, pues “la discrepancia es un peligro”.

Un libro que no dejará indiferente al lector por su estructura, rigor y fundamento filosófico, porque cuando la razón llama a tu puerta, la discordia debería bajar los brazos. El antisemitismo, la misoginia o el racismo, son algunas de las vergüenzas más impunes en la historia, fundamentadas en que “la libertad de conciencia hace peligrar los intereses del poder”.

Como dijo Voltaire: “La historia no se repite nunca, los seres humanos, siempre”, pero si parafraseamos a Spengler tendremos que decir: “Para hombres diferentes, hay verdades diferentes”, y es entonces cuando negamos la identidad personal, porque como postuló la Declaración francesa de Derechos del Hombre de 1789: “La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del Hombre son las causas de las desdichas públicas y de la corrupción de los gobiernos”.

“La vida solo va a tener sentido si nosotros se lo damos”, porque el hombre, incomprensiblemente, aún no entiende ni vive de forma unánime la libertad. Busquemos no llegar de nuevo a un colapso ético pero no olvidemos las sarcásticas palabras de John Stuart Mill, “un cerdo quiere una felicidad de cerdo”, pero nunca olvidemos que la felicidad se consigue con la voluntad.

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Autor: José Antonio Marina. Título: El deseo interminable. Editorial: Ariel. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

Imagen: Cubierta de portada de “El deseo interminable”

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Javier Feito Blanco. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 3 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Literatura/Filosofía/No ficción/José Antonio Marina.

El esclavo de hace 2.300 años que hoy arrasa entre los hombre de mediana edad.

EL ERIZO Y EL ZORRO

El filósofo Epicteto practicaba sin complejos lo que hoy se llama ‘autoayuda’, pero queda mejor decir que se lee a los clásicos que un libro de la sección de psicología divulgativa.

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En una de sus retransmisiones en Twitch durante el mundial de fútbol, Luis Enrique afirmó que “estoy completamente obsesionado con leer a los clásicos estoicos y todo lo que tiene que ver con el estoicismo”. 

Tim Ferriss, un célebre gurú del estilo de vida y teórico de la productividad, dice que el estoicismo es algo así como su “sistema operativo”. Libros como Lecciones de estoicismo y Cómo ser un estoico , varias adaptaciones del pensamiento estoico para el management y el emprendimiento, e incluso sus fuentes originales, las Meditaciones de Marco Aurelio y las obras de Séneca se han convertido en bestsellers en varias lenguas. ¿Qué demonios pasa con el estoicismo 2.300 años después de su invención? 

Ahora, la editorial Alianza acaba de publicar un pequeño y elegante volumen con el pensamiento de otro de los grandes pensadores estoicos, Epicteto, titulado El arte de vivir en tiempos difíciles . Aunque uno no sea gurú, coach, dealer, broker, emprendedor ni seleccionador de fútbol, el libro vale mucho la pena. Y, en cierta medida, desmonta la idea de que el estoicismo es un pensamiento para ricos y poderosos con tendencias intelectuales.

Portada de 'El arte de vivir', de Epicteto, que ahora edita Alianza.

Portada de ‘El arte de vivir’, de Epicteto, que ahora edita Alianza.

Sí, el fundador del estoicismo fue Zenón de Citio, un rico mercader fenicio. Marco Aurelio fue emperador y Séneca ostentó los más altos cargos políticos durante el Imperio romano del siglo I. Pero Epicteto, nacido seguramente en el año 55 de nuestra era, fue un esclavo —su nombre significa “adquirido”—, propiedad de un rico liberto que trabajaba para el emperador Nerón. 

Tras la muerte de este, fue liberado, pero más tarde el emperador Domiciano expulsó de Roma a todos los filósofos y Epicteto acabó en Nicópolis, en el noroeste de Grecia. Y ahí, tras una vida como esclavo, tuvo su propia escuela, en la que educó a patricios romanos en la filosofía estoica, adquirió fama y vivió pacíficamente.

Es probable, sin embargo, que todo su pensamiento estuviera vinculado al recuerdo de la esclavitud. Porque uno de sus principios básicos, que repite de manera constante, es que antes de pensar en ser felices o simplemente en vivir tranquilos, debemos hacer una distinción clave: “De las cosas que existen, unas dependen de nosotros, mientras que otras no”, dice en la primera anotación de su Manual. 

En consecuencia, debemos preocuparnos por aquello que depende de nosotros y nuestra racionalidad —las decisiones que tomamos, las acciones que emprendemos—, pero no angustiarnos lo más mínimo por lo que no está en nuestras manos —como la clase social en la que nacemos o qué piensan los demás de nosotros—. 

O, como dice un poco más adelante: “No pretendas que lo que ocurre ocurra como quieres, sino quiere lo que ocurre tal como ocurre, y te irá bien”. Es decir: no podemos escoger las cosas que nos pasan, pero sí podemos decidir qué hacer con ellas, cómo abordarlas, qué acciones emprender en consecuencia.

Grabado representando a Epicteto.

Como todos los estoicos Epicteto intenta enseñarnos a sobrellevar las desgracias lo mejor posible, a ver la parte ridícula y estéril de las convenciones sociales. 

“Puedes ser invencible siempre y cuando no entables ninguna batalla en la que la victoria no dependa de ti”, dice respecto a lo primero. Y acerca de lo segundo: “Si alguien te cuenta que alguno habla mal de ti, en vez de defenderte contra lo que haya dicho, contesta: ‘Pues no conoce los demás defectos que tengo, porque si no no habría dicho solo eso’”.Hay que tener un cierto carácter para creer realmente en algo así —y no estoy seguro que los de un emprendedor o una celebrity del deporte sean los más adecuados—, aunque no está mal aspirar a ello.

Por qué tanta gente se considera estoica hoy

Pero, ¿por qué sigue vigente este pensamiento? Ignacio Pajón Leyra, el editor del librito de Epicteto, sostiene en un prólogo muy didáctico que la época helenística, en la que se desarrolló el estoicismo, y la nuestra se parecen mucho: fueron tiempos, dice, de inestabilidad y de grandes cambios políticos, en los que el ciudadano de una pequeña ciudad-Estado de repente formaba parte de un Imperio. 

Un momento en el que la religión tradicional entró en decadencia, se establecieron intensos contactos culturales en un Mediterráneo “globalizado”, hubo nuevas guerras que adoptaron una forma nueva, se produjo una crisis de las instituciones, un auge del individualismo… “Casi parecería la descripción de nuestro presente”, dice Pajón. 

En este contexto, entonces y ahora, el estoicismo ofrecería una relativa serenidad ante las muchas cosas que no entendemos. Los estoicos, y este librito de Epicteto, siguen siendo herramientas simples y asombrosas para vivir un poco mejor Pero más allá de esta posible semejanza histórica, creo que hay otra explicación del éxito actual de los estoicos. 

Estos practicaron, de manera abierta y desprejuiciada, lo que hoy llamamos “autoayuda”. Querían que su filosofía fuera práctica, sirviera para los problemas cotidianos que enfrenta cualquiera. 

No estaban tan interesados en filosofar sobre el mundo exterior —la física, las leyes naturales, los dioses, etcétera, aunque por supuesto también hablan de eso—, como en hacerlo sobre nuestras decisiones y el arte de vivir con cierta tranquilidad y, si es posible, felicidad. 

Y sospecho que a muchos hombres de mediana edad actuales les da vergüenza reconocer que recurren a la autoayuda y prefieren decir que leen a los clásicos, que a fin de cuentas llevaban toga, escribían en griego y latín y dan un cierto estatus intelectual. Estos libros no parecen lo mismo que los que encontramos en las secciones de psicología divulgativa o de consejos para el bienestar. 

Pero son lo mismo: filosofía práctica para gente bastante común, que sirve para tratar de entender cuál es la manera más razonable de vivir. “Cuando veas a alguien recibir más honores que tú, o tener más poder, o estar bien considerado de cualquier otro modo, no lo tomes por un hombre feliz […] Pues si la entidad del bien reside en las cosas que dependen de nosotros, no hay lugar allí para la envidia o para los celos. Y tú mismo no desearás ser un pretor, o un senador, o un cónsul, sino ser libre. Y para serlo solo hay un camino: el desprecio de las cosas que no dependen de nosotros”. 

Como todo en la filosofía estoica, esto es más fácil de decir que de cumplir. 

Pero sea porque, como Epicteto, vivimos en tiempos complejos, sea porque todos, y también los hombres de mediana edad, necesitamos consejos sobre cómo vivir, o porque para esas dos cosas muchos no creemos necesario acudir a la religión o la espiritualidad, los estoicos, y este librito de Epícteto, siguen siendo herramientas simples y asombrosas para vivir un poco mejor. Incluso si usted no es gurú, coach, dealer, broker, emprendedor ni seleccionador de fútbol.

Imagen de portada: Dibujo del filósofo Epicteto.

FUENTE RESPONSABLE: El Confidencial. Por Ramón González Férriz. 21 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Filosofía/Estoicismo/Epicteto/Actualidad.

La historia de Boecio, el último filósofo romano.

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Además de un asteroide, dos cráteres -uno en la Luna y otro en Mercurio- han sido bautizados con el nombre de Boecio. 

Memoria estelar, pues, para un filósofo y poeta que vivió a caballo entre los siglos V y VI d.C., y que es venerado como santo por las Iglesias Católica y Ortodoxa. ¿Por qué? 

Porque su denuncia de la corrupción existente en la corte de Teodorico el Grande le llevó a acabar torturado y ejecutado, habiendo sido antes capaz de armonizar las enseñanzas de clásicos como Platón y Aristóteles con la teología cristiana. De él dijo algún historiador que fue el «último de los filósofos romanos y el primero de los teólogos escolásticos».

Esto último puede desconcertar un poco al lector avezado, que sabrá que la escolástica, escuela teológico-filosófica medieval que trata de aunar razón y fe, no nació hasta el siglo XI de la mano del benedictino San Anselmo de Canterbury. 

Pero tuvo precedentes doscientos años antes en los pre-escolásticos carolingios y, retrocediendo más aún en el tiempo, en Boecio, que pese a ser lo que Julián Marías definía como un pensador de transición, como todos los que hubo entre los siglos V y IX (Casiodoro, San Isidoro, Beda el Venerable, Alcuino de York, Rhaban Maur, Marciano Capella), destacó sobre los demás.

Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio nació en Roma hacia el 480 d.C., en el seno de una importante familia patricia originalmente plebeya: la gens Anicia, de la que hay noticias desde el siglo IV a.C. y de la que salieron dos emperadores (Petronio Máximo y Olibrio) y muchos cónsules (incluyendo a su propio padre, Manlius Boethius). 

Sin embargo, en el siglo V d.C. ya había perdido mucha de su influencia, en parte porque el abuelo de Boecio estuvo implicado en un complot contra Flavio Aecio. Como quedó huérfano muy joven, fue adoptado por un acaudalado y culto senador, Quinto Aurelio Memio Símaco, gracias al cual entró en los círculos del poder.

Díptico con la imagen de Manlius Boethius, el padre biológico de Boecio/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

También fue Símaco quien proporcionó a su ahijado una exquisita educación que le llevó a estudiar filosofía y retórica, posiblemente en Atenas y Alejandría (hay controversia al respecto), recibiendo una considerable influencia del neoplatonismo a través del maestro Amonio. 

Consecuentemente Boecio dominaba perfectamente el griego antiguo, lo que le sirvió para centrar su carrera temprana en la traducción al latín de Aristóteles y Platón. De hecho, la obra de estos y otros autores pudo recuperarse en el Renacimiento gracias en parte a esas traducciones, pese a que algunas quedaron incompletas a causa de su muerte prematura.

También se interesó por otros autores, caso de Porfirio (de quien tradujo la Isagoge, una introducción a las Categorías aristotélicas que fue el manual de lógica del autor griego en las universidades medievales) o Cicerón (al que analiza desde una perspectiva aristotélica en In Ciceronis Topica y De topicis differentiis) y campos diversos, como la música (De institutione musica), las matemáticas (De artithmetica), la astrología y, sobre todo, la teología (que bajo el título genérico Opuscula sacra reúne tratados como De trinitate, De duabus naturis in Christo, entre otras). Sobre su obra cumbre, De consolatione philosophae, hablaremos más adelante. Gibbon resumía así sus méritos:

«En beneficio de sus lectores latinos, se dedicó a enseñar los primeros elementos de las artes y las ciencias de Grecia. La pluma incansable del senador tradujo e ilustró la geometría de Euclides, la música de Pitágoras, la aritmética de Nicómaco, la mecánica de Arquímedes, la astronomía de Ptolomeo, la teología de Platón y la lógica de Aristóteles con el comentario de Porfirio. Sólo él era considerado capaz de describir la grandeza de las artes, un reloj de sol o de agua, o una esfera que representaba los movimientos de los planetas (…) Su generosidad aliviaba al menesteroso, y su elocuencia, cuyos aduladores comparaban con la de Demóstenes o Cicerón, se empleaba invariablemente a favor de la inocencia y la humanidad».

Los dominios de Teodorico, directos (en naranja) y vasallos (en amarillo)/Imagen: Howard Wiseman en Wikimedia Commons

La lectura de La república de Platón empujó a Boecio a apartar un poco su actividad académica para entrar en política al servicio de Teodorico el Grande. 

El monarca de los ostrogodos reinaba también sobre Italia tras haber eliminado a Odoacro (el caudillo hérulo que había depuesto al último emperador romano, Rómulo Augústulo), apoderarse de Rávena y desde allí quedar al frente de la mitad de lo que había sido el Imperio Romano de Occidente (incluyendo la zona meridional de la Galia, dos tercios de Hispania y la influencia directa sobre los reinos burgundio y vándalo), razón por la que se le consideraba el gobernante más poderoso de su época y hasta se le daba extraoficialmente el tratamiento de Augusto.

Teodorico conoció a Boecio durante un viaje a Roma y le incorporó a su gabinete, nombrándolo senador cuando todavía tenía veinticinco años de edad. Fue ascendiendo, pasando a ser consul ordinarius en el 510 y magister officiorum en el 522. 

No obstante, él siempre consideró que su mayor éxito en la administración llegó ese último año, cuando Teodorico, demostrando el aprecio que le tenía, designó cónsules a sus dos vástagos, Flavio Símaco y Flavio Boecio; los había tenido con su esposa Rusticiana, que fue otra de las mercedes que obtuvo de su padrastro, ya que ella era su hija.

El magister officiorum era una especie de canciller, un superintendente general de los servicios del Palacio Imperial cuyas competencias iban desde organizar las audiencias a gestionar los asuntos internos, pasando por controlar y equipar a la guardia, etc. 

O sea, alguien con poder suficiente como para hacer frente a la corrupción existente en la corte, frenar la desmedida ambición del mayordomo Triguilla, enfrentarse al ministro godo Cunigasto y detener una requisa de alimentos en Campania que hubiera llevado a la región a la hambruna. Todo ello, obviamente, le hizo ganarse enemigos.

Escultura del artista Ivan Korzhev mostrando a Boecio cautivo/Imagen: Коржев Иван en Wikimedia Commons

El partido filogótico se convirtió en un acerado enemigo político y fue uno de sus miembros, Cipriano, quien se encargó de emprender acciones contra Boecio. 

Cipriano era el referendarius, es decir, un tipo de funcionario cuyo cometido consistía en mantener un canal de comunicación entre el emperador y los magistrados, firmando despachos en nombre del primero. En tal desempeño, durante el Consejo Real ante Teodorico, celebrado en Verona en el año 523, acusó al ex-cónsul Cecina Decio Fausto Albino de traición por mantener correspondencia con el emperador de Oriente, Justino I, que era un fervoroso cristiano, contra el gobierno de Teodorico, arriano, invitando al primero a intervenir en Italia para librarla del dominio ostrogodo.

Hijo y hermano de cónsules, Albino había ayudado a Boecio, como éste mismo recordó («…innumerables veces interpuso mi autoridad para proteger a los desdichados del peligro cuando eran acosados ​​por las interminables acusaciones falsas de los bárbaros [godos], en su continua e impune codicia por la riqueza») y ahora era el turno de devolverle el favor. 

El magister intervino en su defensa con unas emotivas aunque imprudentes palabras que se iban a volver en su contra: «La acusación de Cipriano es falsa. Si Albino es criminal, también el Senado y yo mismo, todos, lo somos; pero si somos inocentes, Albino se merece por igual la protección de las leyes».

En efecto, con artera habilidad, Cipriano también le acusó a él e incluso presentó tres testigos llamados Venancio Opilio, Basilio y Gaudencio. 

Según cuenta en sus cartas el erudito Casiodoro (que sustituiría a Boecio como magister officiorum, para después ser prefecto del pretorio y amigo íntimo de Teodorico), el primero era cuñado del segundo y hermano de Cipriano, mientras que Basilio había sido acusado alguna vez de practicar magia negra y fue expulsado del servicio real por deudas. Boecio añade que Opilio y Gaudencio estaban desterrados por fraude, aunque otras fuentes no reseñan nada que les confiriese mala reputación y el propio Casiodoro les describe elogiosamente junto a su hermano Cipriano: «Absolutamente escrupulosos, justos y leales».

El adiós de Boecio a su familia, obra del pintor decimonónico Victor Schnetz/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En cualquier caso el testimonio resultaba dudoso como mínimo, pero la firma de Boecio apareció, quizá falsificada, en una de las cartas incriminatorias y bastó para que él y Albino fueran detenidos y encerrados en el Ager Calventianus, una finca rural situada al norte de Pavía, mientras sus propiedades eran confiscadas. 

Es posible que en otras circunstancias Teodorico no hubiera llegado al extremo, pero se hallaba inmerso en una compleja situación político-religiosa. Los ostrogodos eran cristianos arrianos, aunque al ser minoría en Italia el rey nunca impuso esa versión de la fe a la población romana y alcanzó un equilibrio con el catolicismo en lo que se suele conocer como compromiso ostrogodo. Pero eso no quiere decir que no hubiera cuestiones difíciles.

Por ejemplo, el rey de los vándalos, Hilderico, había dado muerte a Amalafrida, hermana de Teodorico, después de que ésta se rebelase contra él porque favoreció el regreso de los católicos al norte de África. 

La sucesión del reino ostrogodo estaba entremezclada con ese asunto: el hijo de Amalafrida, Teodato, se postuló candidato, pero el rey designó finalmente a su yerno Eurico (casado con su hija Amalasunta), que era visigodo. Su suegro aspiraba así a unificar ambos reinos para afrontar con fuerza el creciente poder de los francos, pero se vio frustrado por la prematura muerte de Eurico. Boecio había apoyado a Teodato, lo que quizá le alejó del monarca.

Por otra parte, los arrianos estaban siendo perseguidos en el Imperio Romano de Oriente, donde también se habían empezado a producir discordancias entre la Santa Sede romana y la Sede de Constantinopla, que por entonces aún formaban una misma Iglesia (cinco siglos más tarde se separarían definitivamente), habiéndose solucionado en el 519 a duras penas el cisma acaciano, el primero entre ambas, debido a la deriva oriental hacia el miafisismo (una variante del monofisismo en la que la naturaleza de Jesucristo es única, humana y divina juntas). Boecio llevaba tres años trabajando para conseguir un acercamiento entre ambas sedes.

El sepulcro de Boecio en la cripta de la iglesia de San Pietro (Pavía)/Imagen: G.dallorto en Wikimedia Commons

Todas ésas fueron las circunstancias que rodearon e influyeron en el proceso contra él, que concluyó con una condena a muerte. 

No se sabe exactamente cómo se le ejecutó, sí parece que antes sufrió la tortura de que le sacaran los ojos apretándole el cuello con una soga y le rompieran el cráneo a golpes de garrote, lo que habría supuesto una terrible agonía que motivaría aún más a la Iglesia a otorgarle la condición de mártir y proceder a su canonización en 1883. La fecha resulta tardía porque durante mucho tiempo hubo ciertas dudas sobre la firmeza de su fe, especialmente en el último año de vida, mientras esperaba encerrado juicio y sentencia.

Él mismo reflejó su estado de ánimo en su libro De consolatione philosophae, escrito en prosimetrum (alternancia de prosa y verso), en forma de un diálogo con la alegórica Dama Filosofía, durante su reclusión y considerado la última gran obra de la filosofía clásica. 

En ella no hace referencia directa a Jesucristo ni al cristianismo, lo que algunos interpretaron, decíamos, como una renuncia a sus creencias. No obstante, fue uno de los textos más copiados y difundidos desde el Renacimiento Carolingio hasta el final de la Edad Media y tuvo una enorme repercusión al sentar las bases de la escolástica y dar a conocer el pensamiento clásico, especialmente Séneca y el neoplatonismo, conciliándolos con la ética cristiana.

Boecio murió pues en el 524, a la edad de cuarenta y cuatro años. 

Fue enterrado en la iglesia de San Pietro in Ciel d’Oro, en Pavía, que también acoge los restos mortales de San Agustín. Según cuenta Procopio, la implacable justicia de Teodorico alcanzó también a su suegro y padre adoptivo, el ya anciano Símaco, que le había intentado defender y terminó acusado dos años más tarde de conspirar junto a él. 

Como se confiscaron todas las propiedades familiares, Rusticiana quedó en la miseria, si bien posteriormente, al fallecer Teodorico, le fueron restituidos y pasó a gozar del favor del papa Gregorio Magno, siendo reconocida como patrona de la Iglesia Católica.

Sus hijos Flavio Símaco y Flavio Boecio también recuperaron su posición y el segundo incluso llegó a ser prefecto pretoriano en el África Proconsular bizantina. No se sabe qué fue de Cecina Decio Fausto Albino. Y dicen que años después Teodorico, gravemente enfermo de disentería y a punto de morir, confesó a su médico Elpidio que se arrepentía de haber condenado a Boecio.


Fuentes: Boecio, La consolación de la filosofía | Julián Marías, Historia de la filosofía | Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano | Luis Suárez Fernández, Manual de Historia Universal. Edad Media | Helen M. Barrett, Boethius. Some aspects of his works and times | John Marenbon, Anicius Manlius Severinus Boethius (en Stanford Encyclipedia of Philosophy) | Wikipedia

Imagen de portada: Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio

FUENTE RESPONSABLE: La Brújula Verde. Magazine Cultural Independiente. Por Jorge Álvarez. 21 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Antigua Roma/Filosofía/Historia.

ASÍ BAILÓ ZARATUSTRA

Bailar forma parte de la experiencia humana: el ritmo ha seducido a las personas desde los comienzos de su conciencia. La danza ha sido –y continúa siéndolo– una forma de entretenimiento, una vía para liberar endorfinas y disfrutar del momento. Pero, además, tiene usos mucho más decisivos: cada paso de baile ha ayudado a establecer comunidades e identidades colectivas y ha servido incluso para hablar directamente a los dioses.

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Los hombres y las mujeres nómadas, con la piel curtida por el sol, el aire y las heridas, tenían pocas certezas. No sabían qué hacían allí, ni por qué estaban obligados a respirar, cazar y sufrir. Tan pocas eran, en realidad, como las que tiene el ser humano actual. La mayoría de estas preguntas aún continúan sin respuesta, si bien se antojan algo distintas. Algunos intentan resolverlas enco­mendándose a algún tipo de espiritualidad colec­tiva; otros, en cambio, abrazan el nihilismo des­garbado que ocasionalmente resulta tan atractivo. Pero en todos los casos se mantiene en común esa angustia de carecer de certidumbres.

No es casual que entre los bípedos primitivos la danza constituyera una de las principales ex­presiones que ayudaban a descifrar –o al menos a tolerar– los enigmas de un mundo con aún más sombras que el actual. 

Algunos de los instrumen­tos musicales más antiguos –como flautas he­chas a partir de huesos– datan de hace al menos 40.000 años, lo que según los antropólogos indica la importancia que la música tenía para estos gru­pos humanos que no concebían el ocio como las sociedades modernas. Esta clase de instrumentos –encontrados en cuevas– se vinculan hoy estre­chamente con distintos tipos de bailes y rituales. Y más allá de sus múltiples dimensiones trascen­dentales, la danza también era una forma a través de la cual obtener endorfinas y otros componentes químicos relacionados con el bienestar.

«Tenemos constancia de su existencia desde nuestros orígenes. El ser humano, al igual que ha pintado o hablado, siempre ha bailado», explica Ibis Albizu, doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid e investigadora en Danza del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). «No es casual que muchos pensadores desde la Antigüedad, como Luciano de Samósata, consideren que todo en el universo danza, en el sentido de que está en movimiento», añade. «Este escritor sirio decía que, al igual que las estrellas ce­lestes tienen movimiento, los seres humanos nos movemos porque nuestro cuerpo es un reflejo de la armonía universal», apunta.

Como expresión, al igual que como arte, la danza es difícil de asir –y, por tanto, de definir–. En El indiscreto encanto de la danza, Delfín Colo­mé señala que es un fenómeno difícil de analizar, ya que posee no solo una «fugacidad esencial» –como si los movimientos, al igual que las pala­bras, fueran arrasados por el viento–, sino tam­bién una fuerte complejidad derivada de su simul­taneidad. 

Se trata, al fin y al cabo, de un arte «que se desarrolla a la vez en el espacio y en el tiempo». Complejidad que se multiplica con la misma facili­dad con que lo hacen sus ramas: pocas semejanzas guardan entre sí el ballet y el jazz, al que el bailarín y coreógrafo Matt Mattox, por ejemplo, definía como una danza con la que tener «la mayor libertad en los movimientos sin que el espíritu deje de tener presente la mejor relación posible con la música».

Pero a pesar de huir de las definiciones, la danza no es un conjunto de movimientos descontrolados. «Siempre ha estado vinculada a las corrientes históricas y artísticas de su época», explica Albizu, lo que puede quedar eclipsado por el ballet, «un tipo de danza que, debido a la configuración histórica, ha tenido una mayor influencia a lo largo y ancho del mundo». 

No obstante, el número de bailes se equipara siempre al de las distintas culturas y sus variadas corrientes, como es el caso de la danza barroca, renacentista o romántica. O lo que es lo mismo: hay tantas formas de bailar como cabe imaginar.

¿Bailar para Dios o para nosotros?

De este a oeste, quienes bailaban solían hacerlo con la mirada puesta en el cielo. 

Y no solo en las formas primitivas. En la India existen danzas tradicionales como el mohiniyattam, entre cuyos movimientos gráciles se esconde la devoción a Dios. «El baile está presente en innumerables rituales religiosos», indica Albizu. «Decía Platón que la danza es eso que le pasa al cuerpo cuando oye música y no puede evitar moverse, por eso ante el sonido y los gemidos de ritos dionisíacos era imposible no bailar. 

El movimiento ha sido considerado a menudo como un catalizador entre el más acá –el cuerpo– y el más allá –la divinidad–», apunta la investigadora, que traza una sencilla comparación al añadir que «nosotros, que vivimos en el siglo XXI, seguimos bailando en fiestas, rituales o protestas».

Es algo que también destaca Timothy Clack, profesor de Antropología en la Universidad de Oxford: «El baile rítmico ha sido un aspecto esencial de muchas religiones, entre cuyos ejemplos se encuentran la orden musulmana de los derviches –donde los danzantes giran sobre sí mismos con los brazos extendidos– o las danzas que los chamanes usaban para entrar en trance».

Sin embargo, las distintas etapas históricas han marcado la evolución de una expresión marcada por su valor intangible. «Uno de los mayores cambios ha sido la pérdida del sentido de trascendencia. La danza se bailaba antiguamente en sociedad, como ocurría en los rituales religiosos, pero no era un arte profesionalizado, con un discurso artístico propio y separado de otras artes como la música, el teatro o la ópera», señala Albizu. «Hoy, en cambio, establecemos una diferencia categorial entre bailarines amateurs y profesionales», añade.

Esta pérdida de trascendencia se refleja, en parte, en uno de sus sentidos primarios: el de la cohesión comunitaria. 

La palabra griega chorein –de la que deriva el término coro– lleva implícito el propio sentido de la danza, lo que deja entrever su esencia colectiva. Es, de hecho, «el movimiento del grupo». No es sorprendente que, al igual que la religión, el baile sea también una expresión profundamente identitaria. Así lo defiende Clack, que no duda en señalar el hecho de que «muchas comunidades étnicas, nacionales y religiosas alrededor del mundo tienen danzas representativas que forman parte de un patrimonio inmaterial a través del cual pueden construirse», y llegan a elaborar «significados culturales y sociales que las convierten en una experiencia única». Tal como explica el profesor, «la gente raramente baila cuando se encuentra sola: solemos hacerlo mucho más en situaciones sociales, especialmente cuando los demás también están participando».

Se trata de una forja comunitaria que cuenta con ventajas, aunque hoy la apariencia habitual la haya despojado de un sentido más profundo. 

«Tiene un valor claramente adaptativo. En términos darwinianos, funciona de forma positiva bajo las presiones naturales», afirma Clack. «Las comunidades que bailaban juntas estaban más unidas y, por tanto, mejor situadas para hacer frente a los retos del entorno. De forma similar, en términos de selección, también jugaba un importante rol en el desarrollo sexual», indica. Hoy, no obstante, el sentido ha cambiado. «En Occidente, el baile es más a menudo una forma de entretenimiento, mientras que en otras partes del mundo continúa ligado íntimamente a la religión, la tradición y la identidad», recuerda el experto. Mientras, se siguen dando pasos en una u otra dirección, pero, probablemente y por una razón o por otra, se continuará bailando hasta el fin del mundo.

Imagen de portada: Gentileza de Ethic

FUENTE RESPONSABLE: Ethic. Por Pelayo de las Heras. 14 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Filosofía/Certidumbres/Danza/Bienestar/ Comunidad

Ubuntu: la filosofía sudafricana que todos deberíamos aprender.

SOY PORQUE TÚ ERES

No es ni un dogma político ni una religión, se trata de una regla ética mundial que se enfoca en la lealtad de las personas y las relaciones entre estas.

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Un hombre miraba continuamente al pasado, sentado en el porche de su casa, sumido continuamente en los recuerdos e hilvanando la memoria que ya se había extinguido tiempo atrás. 

Su hija le observaba continuamente, hasta que un día se atrevió a preguntarle: «Papá, ¿por qué siempre estás recordando el pasado?». Entonces, el padre la miró y contestó: «Porque en el pasado se encuentran todas las respuestas del futuro». 

Pues eso es Ubuntu, una filosofía antigua que, sin embargo, como tantas otras cosas en este mundo post pandémico y desquiciado, ha vuelto a saltar a la palestra. 

Según cuenta el profesor James Ogude, de la Universidad de Pretoria, en ‘BBC: «La palabra Ubuntu viene a significar algo así como ‘soy porque tú eres. Eres porque somos » ‘. 

Es decir, por citar a aquel, nadie es en completo una isla, sino que todos formamos parte del continente. Pero Ubuntu no es ni un dogma político ni una religión, se trata de una regla ética mundial que se originó en Sudáfrica y se enfoca en la lealtad de las personas y las relaciones entre estas. La palabra proviene de las lenguas zulú y xhosa. Ubuntu es visto como un concepto africano tradicional. 

La palabra Ubuntu viene a significar algo así como «soy porque tú eres. Eres porque somos»

Es la conciencia de que tenemos responsabilidad sobre los demás, especialmente sobre los vulnerables, y también sobre el medioambiente. 

«Si destruyes a las abejas tienes que entender que en última instancia te estás destruyendo a ti mismo», indica el profesor. 

Los preceptos más comunes de la filosofía Ubuntu vienen a decir que hay que tener humanidad hacia los demás, que si todos ganan tú también ganas, y que la humildad y la empatía son fundamentales para conseguir el bien común que al final también es el bien propio. 

Una persona se hace humana a través de las otras personas. Y basándose en este apoyo mutuo, Nelson Mandela en 1990, tras 27 años de cautiverio, decidió comenzar una nueva era presidida por la filosofía Ubuntu. Su intención era poner en valor la capacidad de perdonar, tan necesaria en la sociedad sudafricana, así como la empatía para poder cohesionar a un grupo que antes eran individuos o clanes enfrentados por el odio o el resentimiento, algo fundamental no solo en aquel país sino en muchas otras zonas de África que requieren en la actualidad una reconciliación. 

Nelson Mandela en 1990, tras 27 años de cautiverio, decidió comenzar una nueva era presidida por la filosofía Ubuntu 

Lo cierto es que esta idea de apoyo mutuo no solo viene de África, sino que tiene paralelismos en otros pueblos que buscan la ayuda comunitaria. 

El concepto de Rohayhu, guaraní, se traduciría como «la vida de la tribu y su voluntad de vivir, la solidaridad entre iguales». 

De la misma manera, el Ayni es un principio precolombino de los pueblos andinos que se basa en la solidaridad económica y social entre las comunidades. 

Todo ello puede resultar confuso en las sociedades occidentales, tan centradas en el individualismo. 

Como explica el profesor Ogude: «Siempre me gusta hacer una distinción entre individualidad, que se basaría en la libertad y la independencia, e individualismo, que se basa en el egoísmo puro. Perteneces a una familia y a una comunidad, así como al mundo, y, por lo tanto, tienes una responsabilidad con él». 

Insiste en que para reimaginar una sociedad del futuro uno puede basarse en preceptos y enseñanzas, como en el caso de Ubuntu, que al final no se debe centrar solo en la cooperación entre humanos sino también con las otras criaturas que pueblan el mundo. 

El concepto puede extrapolarse a otros ámbitos como el deporte o incluso la empresa.

En el marco de las sociedades africanas y su pasado de represión, Ubuntu parece una filosofía necesaria. 

Pero es algo que no solo se queda ahí, sino del que podemos aprender nosotros como sociedad occidental. El concepto puede extrapolarse a otros ámbitos como el deporte o incluso la empresa, pues al final lo que se busca es remar en una dirección mediante la cooperación para conseguir, en definitiva, el bien común.

Imagen de portada: Istock

FUENTE RESPONSABLE: El Confidencial. Alma, Corazón y Vida. 15 de febrero 2023.

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Filosofía y comedia: la risa os hará libres.

El cómico, como el filósofo, se pregunta por qué las cosas tienen que ser como son. 

Ignatius Farray, cómico, es autor del libro Meditaciones, donde trata temas tan serios y duros como la angustia o la ansiedad en relación a la comedia. Dialogamos con él y reflexionamos acerca de la estrecha relación que existe entre la comedia y la disciplina filosófica.

«Había deportaciones, pero también había que reírse un poco», afirmó Jetty Cantor, superviviente del campo de concentración de Westerbork (Países Bajos). 

Leo, no sin estupefacción, que durante su estancia en ese campo Cantor actuó en múltiples ocasiones para las SS y para los internos. 

Quedo a tomar un café con Juan Ignacio Delgado Alemany, el hombre al que, según sus propias palabras, Ignatius Farray está dando una paliza. Le pregunto por la risa, por la comedia y, también, claro, por la filosofía. Aprovecho la ocasión para contarle las palabras de Cantor, para que me explique, como alguien que se dedica a la comedia, si cree que la risa puede liberarnos.

La comedia, me cuenta, tiene que ver con la libertad; tiene que ver, sobre todo, con la posibilidad de quebrantar, con la connivencia del público, los límites socialmente aceptados. 

Me habla del heyoka, un personaje del pueblo Lakota (comunidad indígena de Estados Unidos). El heyoka es un hombre al que se le permite que haga todo al revés: que camine hacia atrás y monte a caballo de espaldas.

El heyoka es un «proto-cómico», una suerte de payaso sagrado que provoca la risa de aquellos con los que se cruza. 

Un bufón al que se le reconoce el privilegio de poder transgredir las normas sociales, de cuestionar, o incluso violar, los tabúes que operan en una comunidad. Por eso, el heyoka, como el cómico que actúa en Lavapiés, es, sobre todo, un «terrorista». 

Alguien que, si cumple con el cometido que le ha sido asignado, desestabiliza el orden dado y respetado en una comunidad. El cómico, como el filósofo, pregunta por qué las cosas tienen que ser como son.

La risa que provoca la comedia no es un reflejo ni una descarga atemporal. 

Esa risa burlona no debe confundirse con la respuesta instintiva que los neurobiólogos identifican con la risa de un bebé. La carcajada irónica que arrancan los payasos sagrados surge en el cruce entre miedo y libertad. 

Durante el tiempo que dura el espectáculo, ese bufón puede ridiculizar las normas sociales, nuestras creencias más profundas. Estoy bastante convencida de que Platón fue de los primeros en hacerse cargo del potencial transformador de la risa irónica, y por eso se empeñó en desterrar a los poetas de su ciudad ideal.

Antes de que nosotras discutiéramos en Twitter sobre los límites del humor, Platón ya había sentenciado que la única risa aceptable era aquella que era inofensiva, la que no generaba controversia, la que no ridiculizaba la tradición. 

Pero, como insiste Juan Ignacio, a la comedia no se la puede controlar, la comedia es un mono con dos pistolas.

Imagen de portada: La comedia —eso lo sabían también los griegos— debe mantener un cierto contacto con la realidad, es decir, debe permitir que el objeto de sus risas –lo risible– sea reconocible. Imagen de Pixabay (CC).

FUENTE RESPONSABLE: Filosofia & Cía. Por Irene Ortiz Gala. 9 de febrero 2023.

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Norbert Bilbeny: «El siglo XVII fue un tiempo de ortodoxias imperiales y el nuestro vuelve a serlo».

Se habrán percatado en alguna ocasión de que, al contrario de lo que sucede en otras disciplinas, uno puede haber terminado sus estudios reglados en filosofía y no por ello ser filósofo. No hay vía administrativa que certifique tal condición, como el jurista, que pasa a ser abogado al colegiarse. No hay residencias, ni siquiera prácticas… Claro que, de haberlas, tampoco asegurarían nuestro puesto entre los filósofos. Si acaso, se podría pertenecer al grupo de los que Unamuno llamó «profesionales del pensamiento».

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Ser filósofo es una forma de estar en el mundo, de contemplarlo buscando entenderlo, esperando, luego, encontrar las palabras justas para compartir esa mirada, para devolver el reflejo que se nos había dado en préstamo. 

Norbert Bilbeny (Barcelona, 1953) es filósofo, además de catedrático de Ética en la Universidad de Barcelona y autor de una cantidad encomiable de ensayos y artículos de opinión. Basta con echar un vistazo a un párrafo de algo escrito por él para darse cuenta de lo amplia que es su mirada, y lo fuerte que es su voluntad de hacerse (y hacernos) entender. Y eso es una virtud filosófica y ética.

El pasado mes de diciembre hablamos con el filósofo durante las Conversaciones 50 Anagrama, uno de los espacios dedicados al encuentro con autores en la quinta edición del Bookstock. Nos adentramos en su publicación más reciente, Moral Barroca (Anagrama, 2022), pero también, empapados por el ambiente del festival y la calidez del auditorio que nos acogía, hablamos de música y otros libros. Pero sobre todo de filosofía, claro.

¿En qué momento, o a consecuencia de qué similitud, encuentras esta relación clara entre Barroco y contemporaneidad? 

Porque estamos en un tiempo de ortodoxias, de lo correcto, lo que hay que pensar, lo que es oportuno decir. En los años 60, 70, en el Partido Comunista y otros grupos de izquierda marxista se decía que había que estar en la línea correcta, no apartarse de esa línea… Pues eso de estar en «lo correcto» parece que vuelve, que ya ha vuelto, no sé si para quedarse. La corrección. Yo soy muy favorable al lenguaje de lo políticamente correcto, para no despreciar ni marginar a minorías, a condiciones de género, de grupos raciales, de etnia o cultura… En principio, soy partidario de la corrección política a la hora de hablar para no herir ni discriminar, para no ser injusto o falto de equidad, pero hay algunas formas de corrección que ya nos saturan, que hasta te impiden hablar de algún modo. Tienes que ir con mucho tiento. 

Y estamos en una época de ortodoxias, como en el siglo XVII: el golpe que representó en el XVI y en el XVII el protestantismo de Lutero, el golpe que representa contra la Iglesia, contra el cristianismo, y esa reacción llamada la Contrarreforma, la reacción de Roma y de los países católicos contra la lectura directa de la Biblia y la importancia de la conciencia, etcétera. Entonces, ¿qué ocurría? ¿Qué ocurría con la Virgen María? ¿Qué ocurría con la comunión? ¿Qué ocurría con los santos? Todo eso desaparecía, es decir, fue un golpe terrible, como a raíz del 11 de septiembre del 2001 la caída de las Torres Gemelas y el terrorismo islamista, un golpe tremendo. Fue un mazazo en la mentalidad europea que provocó esa vuelta a una ortodoxia desaforada que hasta impidió que estudiantes españoles fueran a estudiar a universidades fuera de España. Hasta este punto había llegado la ortodoxia católica. Era una ortodoxia imperial, la del imperio y el papado, el rey y los obispos, los cardenales… Formaban, digamos, un mismo paquete ideológico e institucional que hacía muy difícil separar un poder de otro. 

El siglo XVII fue un tiempo de ortodoxias imperiales y vuelve a ser el nuestro otro también de lo mismo, de ortodoxias imperiales. Nuevos autoritarismos, nuevos imperios, nueva ortodoxia… estar en la línea correcta. 

También es un tiempo de nuevas soledades, como aparece en el subtítulo de Moral barroca: pasado y presente de una gran soledad. Me pregunto si es posible escapar de los condicionantes propios de la época, porque, tal y como explicas en el libro, estamos de algún modo forzados a estar solos, a ser solitarios. Todo ese ideal del self-made man, de la autosuficiencia… 

Hablando contigo, antes de la entrevista, nos hemos descubierto como admiradores de los Beatles. Me gusta la música clásica, pero no puedo dejar de recordar y de admirar el álbum del Sgt. Pepper’s… Con el tiempo he visto que es una portada muy barroca. Y la música también, muy barroca. En ese álbum, los Fabulosos Cuatro se autodenominan como la «banda de los corazones solitarios». Pues bien, estamos en un tiempo Beatles, de corazones solitarios, de soledad.

Yo soy profesor y, una parte por lo que adivino, y otra por lo que me cuentan algunos estudiantes, viven muchos en un tiempo de soledad. Como dice Góngora: «de mis soledades vengo, a mis soledades voy». Vamos directos a esa banda de corazones solitarios de los internautas y red-dependientes de hoy.

Entonces, ¿ya estábamos dentro del modelo de moral barroca en el siglo pasado?  Era algo que venía sospechando desde que leí el ensayo que te hizo ganador del Premio de Ensayo Anagrama en 1997, La revolución en la ética, el cual me pareció sorprendentemente actual porque muchas de las situaciones que posteriormente se han ido asentando ya estaban perfiladas ahí.

El libro se subtitula (disculpen, no quiero hacer propaganda, pero ya que lo has mencionado, por alusiones) Hábitos y creencias en la sociedad digital. Yo creo que eso está cambiando nuestra mentalidad moral y política. Que hábitos y creencias están cambiando porque cada vez nos comunicamos más de manera distal, a distancia, y menos de manera presencial. Esta distancia que fue característica también de una época de calamidades y soledades, como fue el siglo XVII.

Pues en aquel año 97, cuando lo publiqué, ya con la sociedad y la tecnología digital de hoy, se iba apuntando, y claramente, hacia esta sociedad de individuos solitarios que conectan mucho, pero contactan poco. 

Ese libro, La revolución en la ética, lo escribí a raíz de una experiencia con mi hijo, cuando era un niño. Acababa de dormirse en su camita, me acerqué y le tomé la mano, esa manita del niño que duerme tranquilo, la mano suave, calentita… y caí en la importancia del tacto. 

El tacto es el sentido corporal que tenemos más desarrollado. No tendremos los instintos que tienen el resto de especies animales, no tendremos su capacidad de visión, de olfato, de oído, pero el tacto lo tenemos muy desarrollado. Ahora sobre todo lo tenemos desarrollado con las máquinas digitales, porque la digitalización es tacto también. 

Entonces, al tomarle la mano, reflexioné sobre la importancia del tacto, pero también pensé ¿qué nos está sucediendo en nuestra sociedad que hay cada vez menos tacto?

Se va perdiendo el tacto, el contacto, y la mirada también se pierde. 

Antes, los alumnos venían a visitarnos en las horas de despacho, para consultarnos sobre los exámenes, los horarios, las notas… Y cada semana recibíamos media docena de visitas aproximadamente. Ahora ya no te viene nadie al despacho. Te escriben, eso sí, en pleno fin de semana y casi esperando una respuesta rápida, y te piden una tutoría, como se dice ahora. Académicamente la palabra es acertada: es una tutoría, pero ya no es esa relación presencial, viva, vivificante. Porque la enseñanza, la pedagogía, son vivificantes o casi no son nada. Eso se va perdiendo. 

En el tacto y la mirada hay una doble relación, la de espacialidad y temporalidad, y creo que eso, el contacto, en definitiva, se va perdiendo. El siglo XVII también era un siglo de vacíos de tacto y de mirada. 

Norbert Bilbeny para Jot Down

En el siglo XVII, por lo menos, tenían una certeza —que nosotros deberíamos haber aprendido después de la pandemia; que se supone que habíamos aprendido— que es la de la muerte. Tenían muy claro que lo único cierto en la vida era que te ibas a morir. Me llama la atención esa relación con la portada, esa calavera recubierta de diamantes realizada por Damien Hirst, como si ahora nos relacionásemos con la muerte de manera más despreocupada. ¿Hemos llegado a perder la certeza del Barroco?

Pues yo creo que hay un paralelismo muy claro y hasta una coincidencia. Quizá sea una concomitancia, solamente, pero yo creo que hay una coincidencia en ese rehuir la muerte. El miedo a la muerte, el rehuirla, ignorarla, tratar de ahuyentarla como sea. Eso lo vemos en el teatro del Barroco, en los sonetos, en las pinturas, en la importancia, por ejemplo, de la calavera y la «vanitas»… En todas partes estaba el miedo a la muerte, porque el siglo XVII fue un siglo de calamidades, en toda Europa, pero sobre todo en España, que iba perdiendo fuelle por todas partes, con una tremenda inflación, con la persecución de los moriscos, con las pestes, con la decadencia de la monarquía, del imperio. Era un siglo de absolutismo. El rey era el representante de Dios en la tierra. Y un siglo de inquisición, terrible. Y a pesar de ello, de ser un siglo tan malo en este sentido humano, fue un siglo brillante en su producción literaria, artística, filosófica y científica. Portentoso. De los mejores siglos (por lo menos de la cultura occidental) que ha tenido la historia, por otra parte, un siglo tan macabro en ciertos aspectos.

Y esta portada, a la que te refieres… A mí la editorial me pasó varias opciones para ver qué me parecían. Me pasaron como cuatro o cinco opciones. La mayoría eran muy coloreadas, rococó. Y cuando vi esta, al final, dije «esto, esto es el Barroco, es el miedo a la muerte». Pero esa muerte que a la vez es objeto: objeto artístico, objeto literario para el siglo XVII, y que lo es también para nosotros, pero de otros modos.

Esa atracción de la muerte… Desgraciadamente, yo sé que en clase no puedo hablar como profesor de ética del suicidio, porque en cuanto lo hago, paran rápidamente la atención y los ojos se ponen como platos, prestan oídos. Otras cosas que les digo no les interesa, pero si sale a colación la cuestión de la muerte y del suicidio, todos están atentos, y algunos me piden a la salida de clase si puedo darles más información o más nombres de autores. Yo les digo que, bueno, con cuidado. Esa atracción por el suicidio, por la muerte, por herirse… Es decir, vuelve a cabalgar ese aspecto de la muerte, y de una forma metafórica, no tanto como muerte física. La muerte como metáfora, porque en este siglo XXI hay una muerte muy destacable y es la muerte de la idea de progreso.

Una de las víctimas, yo creo que la principal víctima intelectual de nuestra época, es la muerte de la idea del progreso. No creer que progresamos, que todo está ahí estático; vivimos en la precariedad, y el futuro… ya se verá. Eso también ocurrió en el siglo XVII, que fue un siglo como una especie de puente colgante, entre el XVI, el del Renacimiento, riquísimo también en España, y el XVIII, igualmente tan rico en España y en el resto de Europa. En cambio, el XVII es un siglo pesimista, en que no hay futuro, en que no se piensa en el futuro. Sin idea de progreso, ni tampoco utopías. Hay lamentos, hay nostalgias: tenemos al mismo Cervantes, con la nostalgia de la época de las caballerías, de la honradez. Es una ética renacentista todavía la de Cervantes, un espíritu liberal, irónico, mundano, pero eso desaparece en el siglo XVII. Todo se queda encogido y encerrado en esta concha de caracol que es la inteligencia del XVII. Y era una época sin idea del progreso, como la nuestra, al contrario que en el siglo XX.

Hoy en día alguien se presenta como progresista y uno se pregunta ¿en qué cree usted? A veces digo, bueno, pero sí hay progreso en tecnología, porque en tecnología sin duda hay progreso si lo entendemos como una suma de ventajas mayor que la de desventajas en la comunicación, en la vida a través de medios técnicos. A veces digo que hay progreso también en ciencia, y mis colegas científicos me dicen que no hay tanto progreso como en tecnología, que están más bien estancados, que ya no es como en el siglo pasado, con la física cuántica, con la genética, la biotecnología, etcétera. 

Es como una época de estancamiento, por eso creo que la primera víctima intelectual de nuestro tiempo es la idea de progreso. Que ocurrió también, queda claro, en el siglo XVII, que es un siglo distópico.

Parece que estamos suspensos entre un pasado que no nos interesa y un futuro en el que no creemos y que, desde ahí, las posibilidades de acción parecen reducirse a: o bien, que caigamos en la deconstrucción al estilo Ferrán Adrià, o que estemos siempre creándonos y recreándonos, sin poder llegar a donde queremos.

Pues sí, además parece que no hay nostalgia de nada, no tenemos una voluntad de regreso al pasado, de resucitar ideologías, maneras de hacer, de ver el mundo del pasado. Estamos en un mundo desencantado y desencantador, y no hay nostalgia del pasado, como ya ocurrió en el siglo XVII. Cervantes tenía nostalgia del Renacimiento, porque es medio barroco y medio renacentista, pero ya en pleno siglo XVII no hay nostalgia del pasado, ni deseo de futuro, ni premonición. 

Yo creo que estamos en una época muy parecida a entonces, porque no tenemos nostalgia de lo que pudo haber ocurrido en el XIX y en el XX. Se habla hoy del fascismo, que vuelven los fascistas… Bueno, es otra cosa. Hay ciertas concomitancias o correlatos con actitudes del llamado fascismo, pero no vamos a quitarle importancia a los fascismos del siglo XX diciendo que conductas autoritarias, muy impropias e indeseables, son fascistas. La verdad es que no nos cuesta mucho acusarlas de fascismo, pero no son como las del siglo XX, que eran totalitarias, con unas categorías y unas formas de hacer que no son las actuales. Hoy el fascismo se puede presentar de manera democrática también, defendiendo el parlamento. Aunque no sé lo que duraría eso…

Norbert Bilbeny para Jot Down

¿Cuánto más se puede permanecer en este estado en el que estamos ahora? Me refiero, antes de que se busquen las certezas en los lugares que las imponen, como —justamente— los movimientos totalitarios o en la exaltación religiosa.

Cuando Carrero Blanco fue asesinado, Franco dijo a la viuda de Carrero: «Consuélate, que no hay mal que por bien no venga». Y todavía nos preguntamos qué quiso decir Franco con eso. 

Pues, bueno, estamos en una época en que quizás no hay mal que por bien no venga. Si no tenemos ni nostalgia del pasado ni nostalgia o ilusión de futuro, ¡pues puede que no esté tan mal! Puede que nos encontremos en una especie de punto cero para evitar caer en los errores y los ilusionismos del pasado, evitando también las ilusiones que nos podrían llevar a la desesperación en el futuro. Quizás no está mal que sea esta una época parecida a un emparedado, entre dos tiempos que no importan, y ahora en el presentismo absoluto, permíteme la exageración. 

Quizá esto sea bueno para empezar a pensar más en serio y radicalmente las posibilidades del futuro. Y que no esté mal que se pueda escapar tanto de las nostalgias como de las utopías.

Pero si predomina un desinterés por conocer la realidad (como le pasaba también al individuo del seiscientos), ¿podemos llegar a pensarla con vistas a una transformación en el futuro o simplemente se mutila?

El metaverso, ¿no? Y vivir a través de las pantallas, vivir ya en la pantalla, aparecer en la pantalla, hacer de nuestra vida una aparición constante en una u otra pantalla, pequeña o grande, la vida escénica. Entonces no existían las pantallas, pero existía el teatro, que venía a ser el escenario, la gran pantalla, un escenario de ingenio y de sueño. El teatro permitía el ingenio, por una parte, y la ensoñación por otra. El público se entregaba a la obra de teatro. Pero hay esa similitud, esa posibilidad de compararnos entre el XVII y la época actual en cuanto a lo escénico, en cuanto a vivir fuera de la realidad, en cuanto a que no nos gusta la realidad… Incluso una llamada telefónica, la realidad de una llamada telefónica, para muchos eso es algo muy incómodo. Se prefiere el WhatsApp o dejar el mensaje… pero hablar por teléfono, que te oigan directamente la voz y tener que improvisar y que se creen silencios… Eso puede ser tremendo. Yo sé que eso existe, pero para mí es poco comprensible.

Creo que hay un miedo a la realidad. Quizá la situación actual lo propicia. Ese miedo a la realidad y esa huida, esa huida hacia un mundo irreal, con la ensoñación… El siglo XVII es un siglo de sueños, con Quevedo, y acaba en un sueño, en el mismo Calderón con La vida es sueño. Calderón vive en ese tiempo de calamidades, y dice: la vida es un engaño, todo nos engaña, las apariencias, las formas, las imágenes que nos seducen, pero que están vacías…

¡La cueva de la nada, que decía Gracián! Todos los personajes en esta cueva son nada. Aquí, que han sido célebres, han sido ricos, han sido poderosos, son nada, es la cueva de la nada.

A veces enchufamos, ponemos el televisor, los programas, y hay quien dice que se ve algo, pero yo no veo nada. Digo, ¿qué ves ahí? «Están haciendo, no sé qué, una tertulia, chafardeando, el cotilleo…Estoy mirando este programa, es divertido». Digo, pero si no hacen nada. ¡Claro! Pero es que es la nada.

La vida es sueño, Calderón. El mundo es engañoso, hay que desengañarse. ¿Y cómo se desengaña Calderón? Pues viendo que la vida es sueño. El desengaño es darse cuenta después del engaño de la realidad, de lo que se vive, sufre, observa. Hay que desengañarse reconociendo que todo eso es un sueño, pero Calderón no quiere permanecer en este desengaño. Ni en el engaño ni en el desengaño. Prosigue. Da un paso más adelante. Quiere desengañarse. Quiere entrar en una vida más real, menos engañosa y menos desengañada. Y busca también la bondad, por lo menos vivamos lo bueno; por lo menos que triunfe la bondad, que triunfe la moral, la virtud. Y así lo dice.

Es una forma de despertar, porque lo que busca Calderón con eso es el despertar del desengaño. Despertar de ese desengaño que es otra forma de sueño también. La primera fase de este despertar es darle importancia a la moral. Darle importancia a la virtud, a la libertad, a la honradez, a la honra, algo tan barroco. ¡La honra!

Pero no tiene suficiente con ese primer tiempo del despertar y busca otro tiempo: el despertar religioso. La comunión cristiana, Cristo, Dios, la vida religiosa. Hay que recordar que Calderón era clérigo. Y ese es ya el último y coronado tiempo del despertar. ¿Cómo acaba pues ese despertar del desengaño para Calderón? Pues acaba que sigue huyendo de la realidad. Desconectando de la realidad. Porque le lleva a la comunión con Cristo. Le lleva hacia la experiencia del sacramento, la contemplación de Dios. Le lleva hacia un estadio místico de la experiencia humana.

Lo que nos permite alejar el sueño, la ensoñación, el teatro, la imaginaría de nuestra realidad cotidiana y de nuestra experiencia personal, es al final, dice Calderón, la religión. Pero eso es una huida también de la realidad, dicho con todos mis respetos. Eso es una huida también. El final de Calderón en La vida es sueño es un final místico. O sea, tampoco hay realidad ahí.

Norbert Bilbeny para Jot Down

Si no hay una realidad tampoco habría una libertad. Dices en el libro que «a un individuo más preocupado por su seguridad que por su libertad, ¿qué margen de individualidad le queda?». Y lo que me pregunto es si esos miedos que nos conducen a una preocupación absoluta por nuestra seguridad se deben a una ensoñación, a una ilusión, como la del Barroco, de un exceso de libertad, que quizá pueda ser extraída de la experiencia virtual, que aparentemente es ilimitada; o, por el contrario, es un acto de resignación, porque, de todos modos, si esa libertad no está a nuestro alcance, ¿para qué preocuparnos por ella?

Bueno, todo eso que me dices es muy profundo. La libertad, nada menos que la libertad, que es nuestra condición humana. Si no eres libre, ¿qué eres? ¿Eres una planta, un mineral, un esclavo, un siervo? 

Estamos en un tiempo de esclavitud voluntaria, de servidumbre voluntaria, como el libro de Montaigne, y también de su amigo La Boétie, del siglo XVI, El discurso sobre la servidumbre voluntaria. Estamos en una época de servidumbre voluntaria.  Somos siervos de la tecnología y de esos útiles que, desde la tecnología, nos transmiten la manera en que hay que vivir, en que tenemos que comunicarnos, en que hay que sentir y pensar de nosotros mismos… 

Pero el siglo XVII es muy importante, pienso yo, también para la idea y el sentimiento de libertad. Porque esos autores (iba a decir autoras, pero hay muy pocas… bueno, sor Juana Inés de la Cruz, que era mexicana, no estaba en España, pero era barroca), esos autores que sirven al Estado, sirven al rey, sirven al obispo, al cardenal… Están en esa relación de servicio, de dependencia, en buena medida de sumisión. Ellos sirven, pero no tienen una actitud servil, no son serviles. Tienen un espíritu libre, aunque no vivieron de forma libre. ¿Era libre Velázquez? Velázquez como aposentador, viviendo siempre tras los pasos de Felipe IV, ¿era libre a la hora de pintar? Siempre tenía que pintar por encargo, y pintar al monarca y a su familia. Pero su espíritu era libre, tan libre que, en Las Meninas, ¿cómo aparecen los reyes? Es el primer cuadro en que se retrata a los reyes al fondo de la tela, borrosos, insignificantes, en un espejito, allí… Casi se podría tomar como una burla ya en su momento. Velázquez era el aposentador, pertenecía a la burocracia y a la alta servidumbre del rey, pero era un espíritu libre, como Calderón, como Quevedo, como Gracián. 

Gracián es un preludio de los librepensadores del XVIII, nada menos. Tengo mucho respeto intelectual y filosófico por Baltasar Gracián y su independencia, tanto de la corte, a la que rehuía, como incluso de la autoridad eclesiástica. Vivía en Calatayud y prefería continuar allí y no ir a la corte, ni a Madrid, ni a Valencia, ni a Barcelona. Se quedó en su Calatayud escribiendo.

Hay una idea y un sentimiento de libertad muy importante en el Barroco en el siglo XVII. No sé si existe tal sentimiento hoy. Supongo que sí, supongo. Ya la misma literatura, la filosofía, son expresión de libertad. Este mismo encuentro de hoy, aquí, lo es. Pero hay cosas que se están comiendo nuestra libertad y nuestras libertades.  

Me referiré a la libertad en general, como la pérdida de la intimidad, la pérdida de la privacidad. Para mí eso es fundamental. Y no voy de liberal, ni mucho menos de neoliberal. Pero esta pérdida de la intimidad y de la privacidad está siendo un perjuicio —corrígeme si me equivoco— grande contra la idea y el sentimiento de libertad. Si dependemos cada vez más de las redes, de los aparatos, iba a decir de comunicación, pero a veces son de incomunicación; si nuestra vida está siendo constantemente vigilada, ¿dónde está nuestra libertad? Si hasta en familia o cuando nos reunimos con los amigos, el teléfono móvil está ahí presente y suena y lo responden y te interrumpen la conversación… Esa pérdida de intimidad, de privacidad, que interfiere y perjudica relaciones de pareja, de familia, de amistad, creo que está vulnerando también un sentimiento franco de libertad en el individuo. 

Norbert Bilbeny para Jot Down

¿Esa exposición constante puede conducirnos a la falta de reflexividad y, en último término, a rechazar el conocimiento? Ya pasó en el Barroco…

Sí, nosotros, como en el Barroco, nos preocupamos por el reconocimiento, queremos ser reconocidos, queremos que se nos valore, que se tenga en cuenta nuestra imagen. Si publicamos tantas fotos, tantas imágenes, si reivindicamos (y me parece muy bien) nuestra identidad, nuestros derechos, nuestra manera de hacer, hay ahí un apego noble y muy aceptable —déjamelo decir así— a lo que es el valor de cada uno de nosotros. Seguimos preocupados porque se nos reconozca. 

En la ética actual ya se trata (Axel Honneth, entre otros) de la importancia del reconocimiento. Minorías, individuos, géneros, reconocer al otro. No solo hay que respetarle, y menos simplemente tolerarle. Además de tolerar al otro, además de respetarle, no basta con eso. Y no es poco, tolerar y respetar no es poco… Pero es que además de eso hay que reconocerle. Es decir, hay que ponerse en su mundo, en su situación, comprender de qué habla, quién habla, por qué habla. Y lo mismo con su acción, no solo con su discurso. 

Una época, pues, la nuestra, de reconocimiento, por lo menos en teoría y, en cierta medida, también en la praxis política, en la participación política, en la vida social. Queremos que se nos reconozca lo que ha hecho cada uno, grande o pequeño, bueno o malo. Bueno, si es malo ya no lo queremos. Pero que se nos reconozca, como personas, lo que hacemos, lo que pretendemos.

Y el siglo XVII está hasta el borde de ansia de reconocimiento. Los mismos intelectuales queriendo pertenecer a las órdenes religiosas, la orden de Santiago, por ejemplo, de Calatrava, etcétera… El mismo Velázquez aparece en Las Meninas pintado con la cruz de Santiago. Esa importancia de ser reconocido, no solo de ser famoso —cosa muy actual, que ha venido para quedarse—; no solo de ser famoso, sino de ser reconocido como autor, como artista ¡y a la firma! La firma era muy importante en el siglo XVII, cómo no.

Yo creo que eso, por fortuna, eso sí lo tenemos en nuestro tiempo, querer ser reconocidos. Y somos nosotros mismos quienes hacemos lo máximo para este reconocimiento anunciando nuestra imagen, lo que hacemos… no dejamos a la gente en paz. Hay casi un hartazgo de reconocimiento, digamos, cotidiano y superficial, del otro.

En Moral barroca mencionas a Francis Bacon y su teoría sobre las trabas del conocimiento, los ídolos y los prejuicios. Adviertes que todavía estamos rodeados de falsos ídolos, tanto en internet, como en el campo de la cultura, la política e incluso la ciencia. Pero ¿hay ídolos verdaderos?

Nuestra cultura está llena de ídolos: universales, como el Mercado, el Estado, la Tecnología, la Identidad… Particulares, como deportistas, cantantes, líderes religiosos, influencers… No hay menos idolatría hoy que en tiempos pasados. No son ídolos verdaderos, como todo ídolo, que es un fruto de la ilusión, pero sí son verdaderos ídolos

Para terminar, ¿por dónde recomendarías empezar a pensar las posibilidades del futuro, sin nostalgias ni utopías, como mencionabas antes?

Leer a Freud, El malestar de la cultura, a Marx, Manuscritos de economía y filosofía, y a Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos. En su lugar, o además, mejor, leer, meditándolo, El Quijote. Libros contra hiperventilados y siervos de la nada… Preguntarse cada día «¿qué es lo verdadero para mí?».  

Y, ahora sí, la última pregunta: ¿puedes contarnos algo de tus próximos proyectos?

Tengo varios. Ahora llevo centenares de páginas escritas sobre la idea y el valor del sentido, centrándome —valga la expresión, un tanto ridícula— en el sentido del cosmos mismo… Al mismo tiempo estoy pensando en un estudio sobre el amor y los valores que relacionamos con él. Son casi postrimerías, como obras-testamento, pero creo que a estas alturas —o «bajuras»—de la vida, puedo permitírmelo, ¿no?

Norbert Bilbeny para Jot Down

Imagen de portada: Norbert Bilbeny (Por Ángel L. Fernández)

FUENTE RESPONSABLE: JOT DOWN. Por Ana Rosa Gómez Rosal.

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