GUÍA PARA ENTENDER A LACAN.

Para comprender las teorías de Jacques Lacan es requisito indispensable conocer su vida académica, pero también y aún más las figuras clave con las que se codeó durante su trayectoria. Solo así se entiende la raíz de su pensamiento.

La génesis de las atemporales aportaciones de Jacques Lacan no puede ser abordada sin prestar atención al contexto del psiquiatra, y es que ya a finales del siglo XIX, París había iniciado el camino hacia la modernidad. 

Lacan, que nació en el seno de una familia acomodada, se crió en la edad dorada de la capital francesa y eso, sin duda, impactó en su desarrollo intelectual. 

También lo hizo el innegable intelecto de su madre, Émile Baudry, la cual poseía un extraño interés por el misticismo, pero también una fuerte fe cristiana. Ese fue el motivo preciso por el que toda su descendencia estudió en un colegio religioso; irónicamente, Lacan dio un salto al ateísmo al conocer la filosofía de Spinoza.

No todo estaba perdido para la familia Lacan Baudry. 

Marc-François, el vástago más joven de la dinastía, se unió a la abadía de Hautecombe como monje. 

Si bien este dato puede parecer irrelevante, impactó enormemente en Jacques Lacan, que durante décadas se arrepintió de no haberse implicado más en la educación de su hermano para sembrar en él un pensamiento crítico y, con suerte, el ateísmo al que él tanto abrazaba. 

Al no lograrlo y sufrir tensiones por la fe con su familia, el inquieto Lacan decidió alejarse para dedicarse al estudio de la medicina con dieciocho años. 

Sin embargo, su distanciamiento no evitó que dedicase unas palabras a su hermano en la tesis doctoral que publicaría décadas más tarde: «Al reverendo padre Marc-François Lacan, mi hermano en religión». La frase sorprendió a los compañeros del escéptico psicoanalista, lo que pudo influir en su decisión de modificarla eliminando cualquier falsa alusión a su propia religiosidad.

Al margen de la vida familiar de Lacan, lo que verdaderamente cambió el rumbo de su teoría fueron los nexos sociales. Como cualquier joven burgués, más aún si había tenido la fortuna de nacer en la Belle Époque parisina, se codeaba con grandes figuras de la vanguardia literaria y artística, entre ellas André Breton, fundador del surrealismo, y Salvador Dalí, máximo representante del movimiento artístico. Ambos contactos tuvieron un gran peso en sus teorías.

A finales de los años 20, Lacan comenzó a interesarse en las teorías psicoanalíticas de Jean-Martin Charcot, estudioso de la entonces llamada histeria femenina y uno de los primeros médicos en utilizar la hipnosis para tratar a pacientes neuróticos. 

No es casualidad que, poco antes, André Bretón exaltase la belleza convulsiva de las mujeres histéricas que Charcot estudiaba en el hospital de La Salpêtrière. Tampoco es casualidad que Dalí se interesase por la psiquiatría describiendo la paranoia como un reflejo de la autenticidad del hombre.

No solo de arte vive el hombre, pues la política también alimentaba la teoría lacaniana. 

Concretamente, el psicoanalista se interesó en Charles Maurras, escritor contrarrevolucionario y uno de los grandes referentes del fascismo en la Europa del siglo XIX. Su influencia es palpable en las reflexiones de Lacan respecto a la sexualidad o la relación con las mujeres. 

Encontramos el ejemplo perfecto en la idea lacaniana de que el falo no es algo anatómico, sino un símbolo de poder que lleva a todas las mujeres a considerarse castradas y, en muchos casos, a identificarse de forma ilusoria con el pene para adquirir poder –poder que solo podía ser asignado por los verdaderos «dueños» del falo, es decir, por los hombres–. 

Sorprende, sin embargo, la crítica lacaniana al racismo considerándolo una forma de paranoia sustentada en un complejo por sobresalir respecto al resto.

La historia del psicoanalista también estuvo marcada por las críticas de coetáneos y mentores, pues su gran maestro Clérambault le acusó de plagio en 1931. Lacan acababa de publicar uno de sus textos más influyentes, Estructura de las psicosis paranoicas. 

En él, pretendía poner fin al debate acerca de si los trastornos psicóticos eran un problema de carácter –es decir, algo que ya se vaticinaba en la psyché de la persona– o una reacción no previsible, siendo la última hipótesis la sostenida por Lacan. 

El error fue mencionar diversos conceptos aprendidos en sus años de trabajo junto al médico Clérambault, sin citarle más que en una ocasión.

Sin llegar a esos extremos, Jacques Lacan nunca dejó de mamar de otros teóricos, y esa es quizá su seña de identidad tachada de plagio por algunos, pero admirada por otros pues permitió que su teoría se enriqueciese década tras década. 

Así ocurrió con los psicoanalistas Melanie Klein y Donald Winnicott, gracias a los cuales se aproximó a la psicología infantojuvenil –desarrollando más tarde el concepto de «estadio del espejo»–. Igualmente, admiró y aprendió de lingüísticas de la talla de Claude Lévi-Strauss y Ferdinand de Saussure, llegando a convertirse el lenguaje en un pilar de las teorías lacanianas.

Sin embargo, su mayor influencia fue sin duda la de Sigmund Freud, especialmente en lo que respecta al estudio del concepto del «yo», las pulsiones, el deseo, lo simbólico y el inconsciente, ejes conductores de la teoría de Lacan. 

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Esta admiración hacia la teoría freudiana le llevó a fundar la École Freudienne de Paris en 1964, una institución centrada en instruir y promover las teorías de Freud. 

Durante un par de décadas, la escuela freudiana enriqueció el debate colectivo, pero se disolvió unilateralmente en 1980 a causa del cáncer de colon que quitó la vida de Lacan. Su muerte supuso un punto de inflexión para el psicoanálisis. En parte, era Lacan el que intentaba mantenerlo unido en un momento social y científico en el que las teorías no hacían más que diversificarse.

«Soy obstinado, desaparezco», afirmó el psicoanalista antes de morir. 

Razón no le faltaba en lo primero, pero se equivocaba en lo segundo. El legado que hoy en día permanece se sostiene sobre un interés implacable y casi obsesivo acerca de todo lo que no llegaba a entender, diseccionando obras de ciencia y arte hasta convertirlas en teorías que, siendo honestos, solo él comprendía al cien por cien. 

Al fin y al cabo, unificar la filosofía y la religión, la psicología y la medicina, la lingüística y las matemáticas, y que saliese algo con un mínimo sentido, era una tarea que solo Lacan supo llevar a cabo.

Imagen de portada: Gentileza de Ethic (Ilustración de Jacques Lacan)

FUENTE RESPONSABLE: Ethic. Por Marina Pinilla. 1 de febrero 2023

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La felicidad freudiana

Una indagación sobre la felicidad en la teoría psicoanalítica en una era donde se la exige como deber. La felicidad posible, la que no es posible.

¿Es factible o no la felicidad, según el padre del psicoanálisis?

¿Qué nos dice Freud acerca de la felicidad? ¿Cuál es su respuesta no sólo a la eterna pregunta, sino a otra que va al su unísono y que interpela acerca de si la felicidad es factible o no? Freud cree en una felicidad posible, pero luego de haber localizado la que no es posible. El creador del psicoanálisis es contundente cuando en la cercanía de las postrimerías de su obra, afirma sobre el placer:

“Este principio gobierna la operación del aparato anímico desde el comienzo mismo, sobre su carácter acorde a fines no caben dudas, no obstante lo cual, su programa entra en querella con el mundo entero, con el macrocosmos tanto como con el microcosmos. Es absolutamente irrealizable, las disposiciones del Todo –sin excepción– lo contrarían; se diría que el propósito de que el hombre sea ‘dichoso’ no está contenido en el plan de la ‘Creación’ ”.(1)

Sin embargo, luego de estas afirmaciones, Freud asevera que la felicidad es episódica y parcial, amante de los contrastes y de las diferencias, intempestiva y nunca continua. Y prosigue diciendo:

“Lo que en sentido estricto se llama ‘felicidad’ corresponde a la satisfacción más bien repentina de necesidades retenidas, con alto grado de éxtasis, y por su propia naturaleza sólo es posible como un fenómeno episódico. Si una situación anhelada por el principio de placer perdura, en ningún caso se obtiene más que un sentimiento de ligero bienestar; estamos organizados de tal modo que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado. Ya nuestra constitución, pues, limita nuestras posibilidades de dicha. “(2). Resuena la conocida afirmación de Borges: en todo día hay un momento celestial y otro infernal.

La felicidad como deber

Resulta interesante observar cómo hoy en día nos acechan las exigencias de felicidad, los imperativos de dicha, el deber de ser felices… todo el tiempo. Pero la felicidad freudiana no es contraria al altibajo, ya que más bien lo supone, ella emerge cual ave Fénix, siempre entre cenizas. ¿No se eliminaría ella misma al intentar hacer desaparecer la disparidad de las tonalidades? Paradójicamente, el hombre siempre eufórico sería el hombre infeliz, ya que cuando la felicidad está regida por el deber superyoico como exigencia de perdurabilidad, dejaría ella de ser felicidad.

Se sabe de la influencia de Schopenhauer, tanto en Freud como en Borges y no solo en ellos, sino también en Nietzsche, en Popper y en Cioran, entre otros. Siguiendo a las doctrinas orientales, el filósofo alemán considera que el hombre es esclavo de su deseo, de una voluntad ciega que lo conduce a un apetito irrefrenable con el que se consume en vías de una felicidad imposible, por el desasosiego resultante de tales cadenas. El pesimismo de Schopenhauer se funda en que las pretensiones de los hombres son ilimitadas, sus anhelos inagotables, sus sueños satisfechos engendran, una y otra vez, una nueva aspiración y, nada harta su codicia, nada pone término a sus exigencias, nada colma “el abismo sin fondo del corazón” (3).

Es el tiempo quien revela la vanidad y la nada de todos los objetos de la voluntad, bajo la forma temporal, la vanidad de las cosas se nos muestra en lo fugaces que son. Por virtud del tiempo, todos nuestros goces y todas nuestras alegrías se nos evaporan entre las manos, haciendo que nos preguntemos a dónde han ido a parar. Esta nada, esta inanidad misma, es lo que forma cuanto hay de objetivo y de real en el tiempo, es decir, lo que corresponde en la esencia íntima de las cosas; por consiguiente, esto es lo que realmente expresa el tiempo:

“La vida para cada individuo tiene una enseñanza, y es que los objetos de su querer son engañosos, desconocidos y decrépitos y causan más dolores que alegrías hasta el instante en que la vida se derrumba en el mismo terreno en que se alzaban estos deseos. Y en ese momento viene la muerte, como último argumento, a acabar de convencer al hombre de que todas sus aspiraciones y toda su volición no son más que error y locura.” (4)

El pesimismo de Schopenhauer y el de Freud

Sin embargo, el pesimismo de Schopenhauer no es equivalente al de Freud, ya que para éste el carácter episódico de la felicidad, no la torna menos valiosa, ni la hace por ello desdichada. Es que lo perecedero no queda identificado con lo fútil como tan bien queda expresado en un breve texto llamado “La transitoriedad ” (5), que si bien está escrito sobre el placer estético, importa considerarlo aquí, ya que alude al valor de lo episódico. Se trata de un sencillo y traslúcido homenaje a Goethe, a la vez que un canto a la vida, en medio de los horrores de la primera guerra mundial que se hallaba entonces en su segundo año. Freud se limita a contar una anécdota. Paseando con dos amigos, uno de ellos un joven pero ya célebre poeta, los caminantes se sienten de pronto embargados por el hermoso marco que los rodea. Pese a admirar la belleza de la naturaleza circundante el poeta no puede gozar en plenitud pues le preocupa la idea de que todo ese esplendor esté condenado a perecer. Todo, en suma, le parecía carente de valor por la transitoriedad a la que estaba condenado y que, seguramente por la despiadada guerra se hacía aún más presente.

Freud reacciona frente a la desestimación del carácter perecedero de lo bello, indicando primeramente que tal posición puede originar dos tendencias psíquicas distintas: el amargado hastío del mundo (caso del poeta) o la rebelión contra la fatalidad, en otros términos, la negación de la muerte o de la aniquilación. Sin embargo y sin negar la índole transitoria de lo bello, sostiene con implacable coherencia que, al revés de lo que cree el poeta, la brevedad de lo bello, lejos con llevar su desvalorización, incrementa su valor debido a su rareza en el tiempo. Y lo expresa diciendo que el valor de cuanto bello y perfecto existe reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de su perduración en el tiempo. El joven poeta desvaloriza lo bello, se priva de su goce, se sustrae al placer que la contemplación de lo estético entraña, para evitar el previsible penar por su desaparición. Rehúye la experiencia del placer, con tal de no exponerse al dolor y al sufrimiento, no puede entonces experimentar tal goce ya que lo apreciado no acredita duración en el tiempo.

Entonces, nosotros podemos concluir –y ya no solo en el plano del placer estético–  que el anhelo de una felicidad perdurable es aquello mismo que impide experimentar una felicidad posible. ¿Qué sería una felicidad perdurable si ella misma jamás pudo ser experimentada? Pronto caemos en la cuenta de que ella no sería otra cosa que una felicidad supuesta, soñada, esperanzada, que obstaculiza vivenciar la felicidad episódica, transitoria… como la vida misma.

Silvia Ons es psicoanalista.

Notas:

(1) Freud, S., (1985) “El Malestar en la Cultura”. Obras Completas, Bs. As., Amorrortu editores, T. XXI, pág. 76 ( trad. cast.: José L. Etcheverry)

(2) Ibíd.

(3) Schopenhauer, A (2008), El mundo como voluntad y representación, T II, Bs. As., Losada, pág. 728( trad. :Eduardo Ovejero y Maury)

(4) Ibíd. pág. 730.

(5) Freud, S., “La transitoriedad, ob.cit., T XIV, págs. 309-11.

Imagen de portada: Gentileza de Página 12. (Archivo)

FUENTE RESPONSABLE: Página 12. Por Silvia Ons. Mayo 2022

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