Por qué debemos leer a Hannah Arendt ahora.

Cuando Los orígenes del totalitarismo se publicó por primera vez, el pesimismo de Arendt parecía exagerado para aquel momento de prosperidad.

Setenta años más tarde, sus preocupaciones han cobrado una inquietante vigencia.

Gran parte de lo que imaginamos que es nuevo es viejo; muchas de las enfermedades aparentemente nuevas que afligen a las sociedades modernas son cánceres que resurgen, diagnosticados y descritos hace mucho. 

Ha habido autócratas antes; han utilizado antes la violencia de masas; han violado las leyes antes. En 1950, en el prefacio que escribió a la primera edición de Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt, consciente de que lo que acababa de pasar podía repetirse, describió la media década escasa que había transcurrido desde el final de la Segunda Guerra Mundial como una era de gran inquietud: “Jamás ha sido tan imprevisible nuestro futuro, jamás ha dependido tanto de las fuerzas políticas, fuerzas que parecen pura insania y en las que no puede confiarse si uno se atiene al sentido común y el propio interés.”

El nacionalismo tóxico y el racismo abierto de la Alemania nazi, que solo había sido derrotada recientemente; los ataques continuados y cínicos de la Unión Soviética a los valores liberales y a lo que llamaba “democracia burguesa”; la división del mundo en campos de guerra; el gran influjo de refugiados; el ascenso de nuevos medios de difusión capaces de extender desinformación y propaganda a una escala masiva; el surgimiento de una mayoría apática, desprovista de interés, fácilmente aplacada con trivialidades y mentiras evidentes; y sobre todo el fenómeno del totalitarismo, que ella describía como “una forma de gobierno totalmente nueva”: todas esas cosas llevaban a Arendt a creer que una era más oscura estaba a punto de empezar.

Estaba equivocada, al menos parcialmente. 

Aunque buena parte del mundo permanecería, durante el resto del siglo XX, sometida a dictaduras violentas y agresivas, en 1950 Norteamérica y Europa occidental se encontraban al comienzo de una era de crecimiento y prosperidad que las llevaría a nuevas cumbres de riqueza y poder. 

Los franceses recordarían esa era como les trente glorieuses; los italianos hablarían del boom economico, los alemanes del Wirtschaftswunder. En la misma era, la democracia liberal, un sistema político que había fracasado espectacularmente en la Europa de los años treinta, finalmente floreció.

También lo hizo la integración internacional. El Consejo de Europa, la OTAN, lo que acabaría convirtiéndose en la Unión Europea: todas estas instituciones no solo apoyaban las democracias liberales sino que las unían de forma más estrecha que nunca. 

El resultado no era en modo alguno una utopía –en los años setenta, el crecimiento se había ralentizado, el desempleo y la inflación estaban por las nubes–, sin embargo parecía, al menos a aquellos que vivían dentro de la segura burbuja de Occidente, que las fuerzas de lo que Arendt había llamado “pura insania” estaban bajo control.

Ahora vivimos en una época diferente, en la que el crecimiento a esos niveles de los años cincuenta resulta imposible de imaginar. 

La desigualdad ha aumentado exponencialmente, creando enormes divisiones entre una minúscula clase de billonarios y todos los demás. 

La integración internacional está fracasando: las menguantes tasas de natalidad, combinadas con una oleada de inmigración de Oriente Medio y África del Norte, han creado un airado ascenso de nostalgia y xenofobia.

Resulta todavía peor que algunos de los elementos que hicieron que el mundo occidental de posguerra fuera tan próspero –algunos de ellos hicieron que el pesimista análisis de Arendt errara– se desvanecen. 

La garantía de seguridad de Estados Unidos que subyace a la estabilidad de Europa y América del Norte es más incierta que nunca. 

La propia democracia estadounidense, que sirvió como modelo durante tantos años, sufre ahora un desafío desconocido en decenios, entre otros por aquellos que no aceptan los resultados de las elecciones estadounidenses. 

Al mismo tiempo, las autocracias del mundo han acumulado suficiente riqueza e influencia como para retar a las democracias liberales, tanto ideológica como económicamente. 

Los líderes de China, Rusia, Irán, Bielorrusia y Cuba trabajan a menudo juntos, se apoyan entre sí, esgrimen recursos cleptócratas –dinero, propiedad, influencia empresarial– a un nivel que Hitler o Stalin no podrían haber imaginado nunca. Rusia ha desafiado todo el orden europeo de posguerra al invadir Ucrania.

De nuevo, vivimos en un mundo que Arendt reconocería, un mundo en el que parece “como si la humanidad se hubiera dividido entre los que creen en la omnipotencia humana (que piensan que todo es posible si saben cómo organizar a las masas para ello) y aquellos para quienes la falta de poder se ha convertido en la experiencia más importante de su vida”: una descripción que podría aplicarse de manera casi perfecta a Vladímir Putin por un lado y a la Rusia de Putin por otro. 

Los orígenes del totalitarismo nos obliga a preguntarnos no solo por qué Arendt era demasiado pesimista en 1950, sino también si parte de ese pesimismo debería estar justificado ahora. Y, por centrarnos más en el asunto, nos ofrece una especie de metodología dual, dos diferentes formas de pensar sobre el fenómeno de la autocracia.

Precisamente porque Arendt temía por el futuro, gran parte de Los orígenes del totalitarismo era una excavación del pasado. 

Aunque no toda la investigación que está en el corazón del libro se sostiene frente a los estudios modernos, el principio que la conducía en su camino sigue siendo importante: para entender una tendencia social amplia, mira su historia, intenta encontrar sus orígenes, intenta comprender lo que ocurrió cuando apareció por última vez, en otro país o en otro siglo. 

Para explicar el antisemitismo nazi, Arendt se remontó no solo hasta la historia de los judíos alemanes sino también a la historia del racismo y el imperialismo europeos, y a la evolución de la idea de los “derechos del hombre”, que ahora normalmente llamamos “derechos humanos”. 

Para tener esos derechos, observaba, no solo debes vivir en un Estado que los garantice: también debes estar en condiciones de ser uno de los ciudadanos de ese Estado. Los apátridas y los que son clasificados como no ciudadanos, como no personas, no tienen garantía de nada. La única forma de ayudarlos o de garantizar su seguridad es a través de la existencia del Estado, del orden público y del imperio de la ley.

La última sección de Los orígenes del totalitarismo está dedicada sobre todo a un proyecto algo distinto: es un atento examen de los Estados totalitarios de su tiempo, tanto la Alemania nazi como la Unión Soviética, y en particular un intento de entender las fuerzas de su poder. 

Aquí su forma de pensar es igualmente útil, aunque de nuevo no porque todo lo que escribió encaje con las circunstancias actuales. 

Muchas técnicas de vigilancia y control son mucho más sutiles de lo que eran antes, con programas de reconocimiento facial y espionaje informático, no solo violencia cruda o patrullas de paramilitares por las calles. 

La mayoría de las autocracias actuales no tienen una “política exterior abiertamente dirigida a la dominación mundial”, o al menos no por ahora. La propaganda también ha cambiado. 

El liderazgo ruso moderno no siente necesidad de promover constantemente sus propios éxitos por el mundo; a menudo le basta con despreciar y socavar los logros de los demás. 

Y, sin embargo, las preguntas que se planteaba Arendt siguen siendo totalmente relevantes hoy. Le fascinaban la pasividad de tanta gente frente a la dictadura, la extendida disposición, o incluso el afán, de creer mentiras y propaganda: pensemos en la mayoría de los rusos actuales, que ignoran que hay una guerra en el país vecino y que tienen prohibido por ley llamarla así.

Las masas “lo creen todo y no creen nada, creen que todo era posible y que nada era cierto”. 

Para explicar este fenómeno, Arendt recurre a la psicología humana, especialmente la intersección entre terror y soledad. 

Al destruir las instituciones cívicas, sean clubes deportivos o pequeñas empresas, los regímenes totalitarios mantenían a la gente alejada entre sí, y les impedían compartir proyectos creativos o productivos. 

Al inundar la esfera pública de propaganda, hacían que la gente tuviera miedo de hablar entre sí. Y cuando cada persona se sentía aislada de los demás, la resistencia se volvía imposible. La política en el sentido más amplio del término también se volvía imposible: “El terror solo puede gobernar de forma absoluta a hombres que están aislados […] El aislamiento puede ser el principio del terror; sin duda es su terreno más fértil; siempre es el resultado.”

Al leer esa descripción ahora, es imposible no preguntarse si la naturaleza del trabajo moderno y la información, el paso de la “vida real” a la virtual y la dominación del debate público que ejercen los algoritmos no han generado algunos de los mismos resultados. 

En un mundo en el que todos estamos supuestamente “conectados”, la soledad y el aislamiento de nuevo ahogan el activismo, el optimismo y el deseo de participar en la vida pública. 

En un mundo en el que la “globalización” supuestamente nos ha hecho parecidos, un dictador narcisista puede lanzar una guerra no provocada contra sus vecinos. El modelo totalitario del siglo XX no ha desaparecido; puede regresar, a cualquier lugar y en cualquier momento.

Arendt no ofrece respuestas sencillas. Los orígenes del totalitarismo no contiene un conjunto de prescripciones de políticas o directrices para arreglar las cosas. Ofrece propuestas, experimentos y distintas formas de pensar sobre el atractivo de la autocracia y el encanto seductor de quienes la defienden mientras lidiamos con ella en nuestra propia época. ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón. Publicado en The Atlantic a partir del prólogo a Los orígenes del totalitarismo (The Folio Society, 2022).

Imagen de portada: Gentileza de Letras Libres.

FUENTE RESPONSABLE: Letras Libres. Edición México. Por Anne Applebaum.es escritora. Entre sus libros están Gulag y El telón de acero, ambos en Debate. En 2017 publicó Red famine: Stalin ‘s war on Ukraine. Mayo 2022

Sociedad/Filosofía/Totalitarismo/Despotismo/Globalización/ Hannah Arendt 

 

La Maldad según Dostoievski.

¿Por qué nos hacemos daño los unos a los otros?

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Para Dostoievski, la maldad era un secreto inconfesable. Decía en Memorias del subsuelo que hay secretos que confesamos a unas pocas personas, otros que no confesamos a nadie y nos atormentan en la clandestinidad, y aquellos que, como la maldad, pueblan las profundidades más recónditas y escondidas del alma.

La humillación y el orgullo

Fotografía de Dostoievski en 1876. Wikimedia Commons / Н. Досса

En gran medida, la maldad y el odio proceden de la ofensa y la humillación, de un orgullo herido. Al escribir sobre Dostoievski, el escritor André Gide apreciaba que “la humildad abre las puertas del paraíso; la humillación las del infierno ”.

El orgullo implica el ansia de superioridad y es el núcleo moral del narcisismo, del que brotan la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno y el menosprecio. La herida en el orgullo desencadena frustraciones y resentimientos que roen la conciencia.

Sufrir vejaciones y ver arrebatada la dignidad pueden ser la antesala para el surgimiento de ignominias y ruindades. Una sociedad que humilla multiplica las maldades entre los humillados. El odio engendra odio y la miseria material puede conducir a la miseria moral, como leemos en Humillados y ofendidos .

Fotografía de Giovanni Papini, 1921. Wikimedia Commons

En El diablo , Giovanni Papini observaba que “quien está más alto también está más sujeto a la soberbia”. Y si Lucifer fue castigado por su orgullo, “sepultado y confinado en las ilimitadas oscuras de la soledad y del odio”, ¿qué pensar del deseo ilimitado de estar cada vez más arriba ?, ¿de fundamentar nuestras vidas en el éxito, la parásita ambición y la envidia, y temer el fracaso más que nada?

El desprecio

En Crimen y castigo , la altivez y el endiosamiento hacían que Raskolnikof no tuviese reparos a la hora de asesinar a una anciana por considerarla un obstáculo en su camino.

Para la maldad, los demás no son sino instrumentos que se oponen a sus fines, cosas que hay que sacrificar para alcanzar el éxito. Se les desprecia porque no se les reconoce como seres humanos, sino como objetos de los que servirnos. Y quien desprecia se siente superior, experimenta un placer voluptuoso al ejercer dominio.

Fotografía de Hannah Arendt en 1933.

Incluso la maldad y el desprecio absoluto de los demás pueden banalizarse y hacerse cotidianos. La maldad puede convertirse en una rutina a cumplir, como explicaba la filósofa Hannah Arendt a propósito del paroxismo del mal que fue el nazismo.

Y ese desprecio desmedido también era lo que, en el cuento Vlas , hacía que dos campesinos pugnaran por la hazaña de cometer la fechoría más vil. Lo que los impulsaba era “la necesidad de llegar al límite, de ansiar sensaciones fuertes que conduzcan al abismo”.

El aburrimiento y la libertad

Si no tuviésemos libertad para decidir cómo somos, no existiría la maldad, tampoco la virtud. En los personajes de Dostoievski se libra la cruenta lucha interior que nace de la capacidad de elegir nuestro destino.

Y en ocasiones se elige la infamia, aunque sea para salir de la rutina. Tal vez sea esa necesidad de romper con la monotonía lo que nos lleve a la lucha con los demás. Tal vez así se justifique esa tendencia nuestra al rechazo del reposo y la tranquilidad. Tal vez porque gran parte de las maldades nacen del aburrimiento, porque prefiramos la ocasión de hacer el mal a la de no hacer nada. Y tal vez por eso decía Blaise Pascal:

“Todo el mal humano proviene de una sola causa, la incapacidad del hombre para quedarse quieto en una habitación”.

Elegimos lo abyecto seducidos por la fascinación de la transgresión, de lo que contraviene la norma y la ley. Leemos en Los hermanos Karamazov :

“No hay nada más seductor para el hombre que el libre albedrío, pero también nada más doloroso”.

En este sentido, los personajes de Dostoievski se emparentan con la filosofía existencialista de Jean Paul Sartre :

“Estamos condenados a ser libres”.

Amor y odio

Los personajes de Dostoievski nunca son planos ni superficiales. Atisbamos en ellos la profunda y paradójica dualidad del ser humano, su compleja contradicción, porque confluyen en una sola persona dos caracteres opuestos e indisolubles: el bien y el mal.

Así es como, en Los demonios , el personaje de Stavroguin señala que siente igual satisfacción al desear hacer una buena acción que al desear el mal. Los extremos se tocan y la belleza acaba por fundirse con lo grotesco.

Ilustración de El Doctor Jekyll y Mr. Hyde , de Robert Louis Stevenson, por Charles Raymond Macauley (1871 – 1934). Wikimedia Commons

En Dostoievski, la virtud y la maldad son simultáneas. Así lo leíamos en Doctor Jekyll y Mr. Hyde , de Robert Louis Stevenson: en una sola persona hallamos la contradicción del cielo y el infierno, la luz y la sombra de los claroscuros de Rembrandt.

Se trata de la oposición entre una inclinación a la unión y el ansia de destrucción. Es lo que Sigmund Freud llamaba Eros y Thanatos : pulsión de vida y de muerte.

Antes que nada, Dostoievski buscaba la plenitud, la vida infinita. Por ello mismo le resultaba insoportable dejar de lado su dimensión perversa y envilecida. Habría sido algo así como despojarlo de una de sus partes fundamentales. Sus personajes se arrojan al precipicio moral, a la crueldad y al libertinaje de la maldad. Y así lo advertía el escritor Stefan Zweig :

“Vivir correctamente significa para él vivir intensamente y vivirlo todo, lo bueno y lo malo a la vez, y en sus formas más intensas y embriagadoras”.

Fotografía de Franz Kafka. Wikimedia Commons

Dostoievski exploró esos abismos de la perversidad en toda su crudeza. 

Revelaba la verdad secreta de la maldad, ese lado que nadie quiere mirar cara a cara. Su lectura no resulta fácil ni cómoda, exige el compromiso afectivo del lector. 

Puede ser que lo que nos descubra no sea en efecto de nuestro agrado, que incluso nos repugne. Pero, como observaba Kafka, “un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. Y, sin duda, Dostoievski provoca una turbación interior en quienes se atrevan a leerlo.

Un sueño

Fotografía de Dostoievski en su lecho de muerte. Iván Kramskoi / Wikimedia Commons.

Leemos en su novela El idiota que hemos nacido para hacernos sufrir los unos a los otros. No obstante, en El sueño de un hombre ridículo , quizás el más bello de sus cuentos, un hombre al borde del suicidio sueña un mundo de armonía desprovisto de inhumanas bajezas. 

Y aunque sea una ilusión utópica, un paraíso inalcanzable dada nuestra naturaleza, ese “hombre ridículo” al que no le importaba nada ni nadie acaba por decir:

“No quiero ni puedo creer que el mal sea una condición normal en las personas”.

Imagen de Portada: Fiódor Dostoyevski retratado por Vasili Perov en 1872. Wikimedia Commons.

FUENTE RESPONSABLE: The Conversation – Director Beth Daley

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