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A mediados del siglo II a.e.c. el astrónomo y matemático Hiparco observaba el cielo desde su observatorio de la isla de Rodas. Medía la posición de las estrellas con una esfera armilarque él mismo había perfeccionado.
Esfera armilar
Su objetivo era elaborar un catálogo de estrellas lo mas preciso y amplio posible.
De cada estrella registraba su posición mediante dos coordenadas (similares a la longitud y la latitud geográficas), y su magnitud (brillo aparente). Así, con la minuciosidad de los sabios, Hiparco creó el primer mapa conocido del cielo nocturno. Aquel mapa de estrellas se perdió, pero no para siempre.
Las estrellas se mueven
Al medir la posición de Spica (Alfa Virginis), la estrella más brillante de la constelación de Virgo, se percató de que se había desplazado unos 2º de latitud respecto a la posición registrada por Timocaresy otros astrónomos hacía casi dos siglos. Quizás pensó que era un error de medida, pero la misma desviación sistemática se daba en otras estrellas, como Regulus (Alfa Leonis)en la constelación de Leo.
Este hecho cuestionaba la idea de que las estrellas eran puntos de luz fijos sobre una esfera (mas tarde conocida como la octava esfera), con la Tierra en el centro.
La explicación que encontró Hiparco es que la esfera de las estrellas no está anclada, sino que se mueve muy lentamente como si fuera una peonza. El eje de la peonza forma un ángulo respecto de la vertical (oblicuidad de la eclíptica) que Hiparco estimó en 23°40’, con un error menor a 3’ del que tenía en esa época, que es de una precisión sorprendente.
Vega será la próxima estrella que señale el Norte
Sin este movimiento, al cabo de un año solar o año trópico las estrellas estarían exactamente en el mismo sitio, pero, como no es así las estrellas se desplazan en un ciclo que dura aproximadamente 26 000 años.
Pensemos en la estrella Polar. Ahora marca (casualmente) aproximadamente el Norte, pero eso no será así siempre. Dentro de unos milenios el Norte lo marcará Vega. Ese movimiento se conoce como precesión de los equinoccios.
Precesion de la Tierra.
Hiparco dedujo que si tenemos la posición de una estrella y queremos saber su posición pasada o futura en un periodo largo de tiempo, hemos de hacer una corrección en longitud de un poco menos de 1⁰ por siglo.
De esta forma Hiparco daba el criterio a seguir para que su catálogo se pudiera utilizar en cualquier momento del pasado y del futuro.
El catálogo desaparecido
El catálogo de Hiparco contenía unas 850 estrellas. El problema es que no se conserva. De hecho, sobre él solo nos han llegado los comentarios a un poema astronómico deArato.
Pero por referencias secundarias sabemos que Hiparco inventó la hora y la trigonometría.
Más de 200 años después de Hiparco, otro gigante de la Astronomía y de las Matemáticas, Claudio Ptolomeo, escribió en Alejandría (norte de Egipto) uno de los libros mas influyentes de la historia, conocido como el Almagesto.
El Almagesto incluye un catálogo de 1 022 estrellas, conocido como catálogo de Ptolomeo. Algunos astrónomos sospecharon que la posición de la mayoría de ellas habían sido copiadas del catalogo de Hiparco, y quizás hoy tengamos una prueba que nos permita responder si es cierto.
Imagen multiespectral por la Early Manuscripts Electronic Library y el Proyecto Lázaro de la Universidad de Rochester procesada por Keith T. Knox: el subtexto griego mejorado aparece en rojo debajo del sobretexto siríaco en negro). Cortesía de la Colección del Museo de la Biblia. Cortesía de la Colección del Museo de la Biblia.
El texto oculto
Las gemelas Agnes Smith Lewis y Margaret Dunlop Gibson, especialistas en estudios bíblicos, habían adquirido en diversas compras, realizadas entre 1895 y 1906, lo que se conoce como Codex Climaci Rescriptus (CCR) que contiene una traducción siriaca de la Κλίμαξ θείας ανόδου (‘Escalera del divino ascenso’ o Scala Paradisi) de Juan Clímacos.
Y el espectacular hallazgo es que se trata de un palimpsesto, es decir, contiene un texto oculto, en este caso textos bíblicos escritos en una variedad del arameo.
Recientemente (octubre 2022) se ha descubierto que bajo ese texto oculto en arameo subyace otro en griego.
Así lo ha revelado una análisis de imágenes multiespectrales (Journal for the History of Astronomy). Y la sorpresa ha sido que corresponde parcialmente al desaparecido catálogo de estrellas de Hiparco.
Los autores del artículo han combinado estos datos con lo poco que se conservaba del catalogo en el Aratos y lo han comparado con el catálogo de Ptolomeo. Para ello han tenido en cuenta que Hiparco utilizaba coordenadas ecuatoriales y Ptolomeo coordenadas eclipticasy que el Catálogo de Hiparco refleja la posición de las estrellas el año 129 a.e.c. y la del de Ptolomeo corresponde al año 138 e.c.
En la tabla se muestran algunos resultados. Se comparan la ascensión rectay la codeclinación de Hiparco con el Almagesto (Alm) de Ptolomeo.
Las diferencias son muy pequeñas. Los datos de Hiparco parecen más precisos que los de Ptolomeo, y todos parecen estar dentro de un error menor a 1⁰, que es menos del diámetro de dos lunas llenas.
Para obtener esta precisión, además de medir los ángulos se tiene que estimar la hora. En ese época la forma de medir el tiempo era muy imprecisa y faltaban 1 800 años para la invención del telescopio (1609). La conclusión a la que llegan los autores del artículo es que Ptolomeo compuso su catálogo de estrellas combinando varias fuentes, incluido el catálogo de Hiparco, sus propias observaciones y, probablemente, las de otros autores.
Representación de Leo en ‘El libro de las estrellas fijas’ (s. X) Bodleian Library MS. Marsh 144
Elcatálogo de Ptolomeoformaba parte de su libro Sintaxis matemática (αθηματικὴ Σύνταξις), que se tradujo del original griego al árabe en el siglo IX con el título Al-Majisti (El más grande) o Almagesto.
Fue mejorado en el mundo árabe, fundamentalmente por el astrónomo persa al-Ṣūfī (903–986), o Azophi en forma latinizada.
A él y a otros astrónomos árabes les debemos el nombre de muchas de las estrellas con nombre propio que hoy conocemos. Fue prácticamente desconocido en Europa hasta que Gerardo de Cremona lo traduce del árabe al latín en Toledo (c. 1175).
Imagen de portada: Detalle del f. 53v (imagen multiespectral, por la Early Manuscripts Electronic Library y el Proyecto Lázaro de la Universidad de Rochester procesada por Keith T. Knox: el subtexto griego mejorado aparece en rojo debajo del sobretexto siríaco en negro). Wikimedia Commons.
FUENTE RESPONSABLE: The Conversation. Por J. Guillermo Sánchez León.Modelización matemática. IUFFyM, Universidad de Salamanca. 15 de febrero 2023.
Sociedad y Cultura/Astronomía/Historia de la Ciencia/Constelaciones.
La ciencia y la filosofía son discursos distintos, pero no opuestos, que han estado y deben estar en permanente contacto. Su supuesta rivalidad es reciente y una revisión histórica nos muestra el provechoso diálogo que han mantenido desde los tiempos de la Revolución científica.
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En la época en la que se asegura que ha caído un buen puñado de las viejas dicotomías que sustentaron la modernidad, hay una que, pese a lo que se repita en los discursos protocolarios, sigue bien firme y consolidada. Es la dicotomía ciencias/humanidades, que el novelista y químico inglés Charles P. Snow bautizó como “las dos culturas” en su conocida conferencia de 1959, y que sigue siendo la base de nuestra educación y de nuestra vida cultural.
Algunos piensan que su origen es antiguo: que Sócrates era de letras y Aristarco o Arquímedes eran de ciencias, o que el trivio y el cuadrivio medievales ya consagraban la división. Un juicio así peca, no obstante, de anacronismo, aunque solo sea por el hecho de que es una cuestión controvertida si podemos hablar de ciencia en sentido estricto en época tan temprana.
En el siglo XVII, en la época de la Revolución científica, las distinciones no eran tan nítidas como ahora nos parecen. A veces se olvida que el padre de la filosofía moderna, René Descartes, era también matemático y físico.
De hecho, sus ideas sobre física estuvieron vigentes en Francia hasta que en el siglo XVIII Voltaire divulgó en su país la física de Newton, después de que se la explicara con detalle su compañera y amante Émilie du Châtelet, que es quien realmente entendía las matemáticas de Newton y estaba traduciendo al francés su obra principal, los Principios matemáticos de la filosofía natural.
Se olvida no solo que Descartes fue el creador de la geometría analítica, sino que su famosa obra Discurso del método, publicada en 1637, con la que se dice que comienza la filosofía moderna, era una especie de introducción metodológica a tres breves tratados científicos: “La dióptrica”, “Los meteoros” y “La geometría”, que, como se explica en el título, “son ensayos de este método”. Hoy en día, sin embargo, rara vez se publica junto a esos tratados, dando así la falsa impresión de que era un libro independiente dedicado solo a la filosofía, una crítica de las ideas de la escolástica y una búsqueda de los criterios para un conocimiento cierto.
Tiende a olvidarse igualmente que Leibniz fue un gran matemático y que, además de mantener una conocida polémica epistolar con Samuel Clarke, portavoz de Newton en este caso, sobre los problemas de las nociones de espacio y tiempo absolutos, de la gravedad como misteriosa acción a distancia y de la noción de vacío, sostuvo una agria disputa con el propio Newton acerca de la prioridad en el descubrimiento del cálculo infinitesimal.
Y se omite que la Crítica de la razón pura de Kant, una de las cumbres del pensamiento filosófico, tenía como propósito central indagar sobre las condiciones de posibilidad de un logro tan sólido en el conocimiento humano como fue la mecánica de Newton, teniendo en cuenta que Hume había argumentado que ningún conocimiento basado en la experiencia podría aspirar a tal grado de firmeza epistémica.
Kant mismo hizo en su juventud algunas aportaciones significativas a la ciencia, como que el sistema solar se formó a partir de una nube de gas y que este tipo de proceso tenía lugar en todo el universo. Sostuvo que la Vía Láctea era un disco en rotación de estrellas cuyo origen pudo ser también una nube de polvo y que otras nebulosas distantes, como Andrómeda, eran sistemas de estrellas (Humboldt los llamó universos islas y hoy los llamamos galaxias) similares a nuestra Vía Láctea.
En inglés, el término “ciencia” (science) fue tomado del francés en la Edad Media con el significado de conocimiento riguroso, sistemático y demostrado deductivamente a partir de primeros principios, como en la geometría de Euclides. 1 Con la excepción de Roberto Grosseteste en el siglo XIII, que sugiere que el experimento controlado puede tener un cierto papel en la investigación como método demostrativo, este fue el concepto de ciencia que se aceptó hasta que Bacon defendió la inducción frente a los métodos deductivos de la escolástica en su Novum organum, publicado en 1620.
El ideal demostrativo siguió vigente durante un tiempo (por ejemplo, en Galileo, aunque con empleo de las matemáticas), pero fue cediendo el paso lentamente en los dos siglos posteriores a una visión de la observación y la experimentación que reconocía el carácter hipotético de sus resultados. En cuanto al término “científico”, existía en latín como adjetivo. Lo utiliza Boecio en su traducción de Aristóteles.
Sin embargo, como sustantivo para nombrar a lo que hasta entonces venía denominándose “filósofo natural”, “filósofo experimental” u “hombre de ciencia”, lo introdujo en la lengua inglesa el historiador de la ciencia y filósofo William Whewell en 1834, en la breve descripción que hizo de un debate en la British Association for the Advancement of Science que tuvo lugar un año antes.
La idea era tener un vocablo preciso y con una terminación que siguiera la pauta de “artista”, “economista” o “ateo” (el término inglés scientist tiene, en efecto, la misma terminación que artist, economist o atheist). La propuesta, sin embargo, no fue bien recibida en absoluto. Como cuentala historiadora Melinda Baldwin, 2 muchos siguieron prefiriendo durante bastante tiempo la expresión “hombre de ciencia” (man of science) en oposición a “hombre de letras” (man of letters). Aquí encontramos, pues, aceptada de forma expresa esa dicotomía de la que hablamos.
El término “científico” no se impuso sino hasta la década de 1870, y principalmente fue en Estados Unidos. Entre los ingleses se consideró erróneamente que el término era un americanismo “innoble”, como lo calificó el Daily News en septiembre de 1890. Todavía en 1924 la revista Nature, que seguía evitando su uso, hubo de consultar entre lingüistas e investigadores si debía aceptarlo en adelante, y la decisión del editor fue no hacerlo, aunque no prohibiría que los autores que enviaran artículos lo emplearan. En este rechazo, Nature no estaba sola; otras instituciones, como la Royal Society, tampoco lo admitían. Puede parecer sorprendente, pero su uso no se generalizó como correcto hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
Todo esto nos indica que la oposición entre las ciencias y las letras (o humanidades) no empezó a adquirir los tintes dicotómicos tan marcados que ahora tiene hasta bien entrado el siglo XIX. Tuvo mucho que ver en ese distanciamiento la creciente especialización de las ciencias, debido a la imposibilidad de abarcar todos los avances que comenzaban a producirse en los distintos campos, y su institucionalización en diferentes departamentos, administrativa y localmente separados, en las reformadas universidades que iban creándose por toda Europa, sobre todo en Alemania, Francia y Gran Bretaña.
Un factor fundamental fue la profesionalización de la ciencia, cuyos inicios hay que situar también en ese momento y que hizo de la formación científica una exigencia que reclamaba una exclusividad casi total debido a su rigor.
Pero ¿cuál es la situación actual? ¿Hay realmente visos de debilitamiento de esta dicotomía, como a veces se dice? Para responder a esto, me centraré en el caso de la filosofía, que es el que mejor conozco.
Es innegable que algunas corrientes filosóficas marcaron claras distancias con la ciencia a lo largo de los siglos XIX y XX, en especial en los países de habla no inglesa; no obstante, la filosofía ha mantenido siempre corrientes de pensamiento que se consideraban ligadas a la ciencia, que buscaban recibir su influjo y que incluso, en ocasiones, pretendían hacer aportaciones que fueran útiles a la propia ciencia. En la actualidad designamos a esas corrientes bajo el apelativo de “naturalistas” y tienen una notable fuerza en el ámbito cultural anglosajón.
Es posible que la mencionada pretensión de hacer aportaciones útiles a la ciencia desde la filosofía suene a algunos a aspiración desmedida. Sin embargo, por modestas que sean, estas aportaciones han existido. La lógica matemática, que tiene como pioneros a los filósofos Gottlob Frege, Bertrand Russell y Alfred North Whitehead, fue pieza fundamental en el desarrollo de la teoría de la computación y de la inteligencia artificial. En este campo de la inteligencia artificial, las críticas de Hubert Dreyfus a las ideas vigentes en los años sesenta y setenta –la IA simbólica–, basadas en la filosofía de Heidegger y de Merleau-Ponty y en la importancia que ambos otorgaron a la interacción corpórea con el mundo, contribuyeron de forma indirecta a allanar el camino de la robótica situada.
En el desarrollo de la psicología cognitiva fue muy importante el funcionalismo, apadrinado por los filósofos Hilary Putnam y Jerry Fodor. A este último debemos también la influyente teoría de la modularidad de la mente. Y, entre otras cosas, la psicología le debe a Daniel Dennett la idea de que la capacidad para atribuir creencias falsas a otro sea un criterio clave para considerar que una persona (o animal) posee una Teoría de la Mente (ToM).
Por su parte, la filosofía de la biología, que desde hace ya cuatro décadas se ha convertido en una de las ramas más activas de la filosofía de la ciencia, ha contribuido a clarificar bastantes cuestiones biológicas, como los diversos significados que encierran los conceptos de “especie”, “aptitud o eficacia biológica” (fitness) o “gen”, o el papel que la selección de grupo ha podido jugar en el surgimiento de la conducta altruista, o la plausibilidad del determinismo genético. En ocasiones, estas contribuciones han sido el resultado de una colaboración explícita entre profesionales de la filosofía y de la biología.
Añadamos a esto que los problemas éticos y sociales suscitados por el desarrollo de campos tecnocientíficos, como la ingeniería genética, la biología sintética o la inteligencia artificial han hecho que vuelva a estimarse como necesario un acercamiento entre las ciencias y las humanidades.
La tesis central del naturalismo filosófico es que no hay una discontinuidad esencial entre ciencia y filosofía, sino que más bien hay una continuidad de fines y métodos entre ellas (aunque no identidad). La ciencia no solo no sería lo contrario de la filosofía, ni, como pensaba Stephen Hawking, habría acabado con la filosofía, sino que cuanto más y mejores teorías científicas tenemos, más problemas filosóficos surgen en torno a los supuestos que esas teorías asumen o a las características que atribuyen a la realidad.
¿Es esto realmente defendible?
¿Existe esa continuidad de objetivos y de métodos entre ciencia y filosofía?
Vayamos a la cuestión de los objetivos. ¿Cuáles son los de la ciencia? No es fácil determinarlos con exactitud, pero espero que se me acepte que en la ciencia actual estos serían algunos de los más importantes: 1) explicar, comprender y predecir fenómenos; 2) determinar qué tipo de entidades y procesos explican el funcionamiento del universo; 3) crear conceptos y herramientas matemáticas de utilidad en dichas explicaciones; 4) encontrar regularidades en los fenómenos (de ser posible, en forma de leyes matemáticas); 5) buscar teorías crecientemente comprehensivas y coherentes; 6) servir de base al desarrollo tecnológico. No niego que habría muchos más que añadir si vamos a los detalles de las diferentes ciencias, pero estos son comunes a muchas de ellas, aunque con excepciones.
No más fácil resulta dilucidar qué fines pueden atribuirse en la actualidad a la filosofía, pero ya puestos me atrevo a sugerir que habría que distinguir dos tipos fundamentales: los fines interpretativos, que tienen que ver con el conocimiento de la realidad, y los fines normativos, que tienen que ver con la defensa de lo que se considera valioso y las razones que se dan para ello.
Entre los fines interpretativos me parecen destacables los siguientes: a) crear, aclarar y mejorar conceptos e ideas; b) formular nuevas preguntas sobre diversos aspectos desatendidos de la realidad; c) analizar críticamente los presupuestos filosóficos (premisas ocultas) en todo tipo de creencias; d) ayudar a construir una visión coherente de la realidad (“hacernos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida”, que decía Unamuno); e) indagar sobre la condición humana y sobre “el puesto del hombre en el cosmos”; f) indagar sobre la naturaleza y los límites del conocimiento y sobre las implicaciones que deben extraerse de conocimientos aceptados; g) imaginar formas alternativas en que podrían ser las cosas (utopías sociales, mundos posibles, formas alternativas de arte, formas alternativas de ser humano, etc.).
En cuanto a los fines normativos, cabe citar estos: h) proponer metas culturales, éticas, sociales y políticas; i) criticar las instituciones sociales vigentes (crítica social y cultural); j) establecer las formas del razonamiento correcto, así como los criterios para el conocimiento garantizado y para la crítica racional; k) prescribir nuevas relaciones con la naturaleza, con los demás seres vivos y con las cosas.
¿Hay entonces continuidad entre estos fines y los de la ciencia?
Una diferencia que podemos apreciar es que la ciencia carece de fines normativos, es decir, no pretende establecer lo que debe ser la realidad, sino solo cómo es de hecho y por qué es así, aunque eso no quita que el conocimiento de ciertos hechos pueda ser relevante a la hora de sustentar o modificar nuestras normas epistémicas, sociales, morales o de otro tipo. Y tampoco quiere decir que en la investigación científica no estén implicadas cuestiones axiológicas. Pero ese es otro tema que nos llevaría muy lejos.
Además de este carácter no normativo, pueden señalarse otras diferencias claras entre la ciencia y la filosofía. Por ejemplo, la mayor radicalidad (de raíz) de la filosofía. Esto último no debe entenderse como si la ciencia no se hiciera preguntas fundamentales, sí que las hace, como cuando trata de averiguar el origen del universo o el origen de la vida, sino únicamente en el sentido de que la ciencia no cuestiona en principio sus presupuestos, mientras que la filosofía lo hace hasta llegar a los cimientos de sus propias pretensiones de validez.
También es bastante evidente que en la metodología hay diferencias importantes. En la ciencia solemos encontrar, aunque no en todos los casos, un alto grado de matematización y de experimentación, cosa que es extraña en filosofía.
No se trata, sin embargo, de una diferencia absoluta. Algunas partes de la filosofía recurren al lenguaje formal de la lógica y la matemática y, de forma mucho más indirecta y pausada que en la ciencia, también las ideas filosóficas se confrontan con la realidad a través de la experiencia y con los resultados establecidos por la investigación científica.
Así, algunas tesis metafísicas, como el mecanicismo, el dualismo mente/cuerpo, o la negación del pensamiento animal, terminaron siendo abandonadas porque se habían tornado insostenibles ante lo que mostraba el desarrollo de las ciencias. No obstante, hay que admitir que la contrastabilidad empírica no es un requisito exigible en la filosofía, mientras que sí suele serlo en la ciencia.
En resumen, la ciencia y la filosofía son discursos distintos, pero no opuestos, que han estado y deben estar en permanente contacto. Las ciencias incluyen supuestos filosóficos que no tematizan ellas mismas y pueden recibir un análisis filosófico fructífero y la filosofía necesita de conocimientos empíricos bien establecidos para no pensar sobre el vacío o para no hacer propuestas que ya se han mostrado como inviables. Entre sus fines hay similitud y complementariedad y entre sus métodos hay diferencias, pero no absolutas. ~
Imagen de portada: Gentileza de Letras Libres.
FUENTE RESPONSABLE: Letras Libres. Por Antonio Diéguez. 1 de febrero 2023.
Sociedad y Cultura/Ciencia/Filosofía/Historia de la Ciencia/Historia de las ideas.
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Este año se cumplen 200 años del nacimiento de Gregor Johan Mendel en Heinzendorf (antiguo Imperio Austriaco, hoy República Checa). Este fraile agustino ha pasado a la historia como fundador de la genética, gracias a la publicación en 1866 de sus experimentos de cruzamientos con guisantes. Poco antes, en 1859, Darwin había publicado El origen de las especies, en el que proponía la teoría de la selección natural para explicar la evolución de los seres vivos. En un lapso de apenas ocho años se publicaron los dos trabajos fundacionales de la biología moderna.
Las trayectorias de ambos trabajos y de sus autores, lejos de converger y complementarse tal y como conocemos ahora, fueron muy distintas. La teoría de la evolución por selección natural rápidamente generó un terremoto de opiniones y controversias, sacudiendo los cimientos del pensamiento social y religioso del último tercio del siglo XIX. En términos modernos diríamos que fue trending topic. Vitoreado o vilipendiado, Charles Darwin se convirtió en un personaje eminente de su época.
Por el contrario, los cruzamientos de guisantes durmieron el sueño de los justos hasta su redescubrimiento en 1900. Después de su publicación, que pasó prácticamente inadvertida excepto para algunos estudiosos, Mendel se centró en sus obligaciones religiosas y dirigió el monasterio agustino de Bruno hasta su muerte en 1884.
Portada de los Anales de la Sociedad de Historia Natural de Bruno correspondiente al número en el cual se publicó el trabajo de Mendel (izquierda) y la primera página del trabajo de Mendel (derecha). Author provided
¿Se conocieron Mendel y Darwin?
El conocimiento que Mendel y Darwin pudieran tener de los descubrimientos del otro es objeto de debate histórico, centrado en la hipótesis de que un intercambio de ideas entre ambos podría haber acelerado el desarrollo de la biología moderna.
No hay datos históricos que permitan concluir si Darwin leyó o no el trabajo de Mendel, pero sí podemos afirmar con rotundidad que Mendel conocía a fondo el trabajo de Darwin. Obtuvo una copia de El Origen de las Especies en 1863, año en el cual concluyó los cruzamientos. Y, más importante, los análisis comparativos indican que Mendel utilizó en la redacción de su trabajo palabras y expresiones de clara influencia darwiniana.
Lápida conmemorativa de los cruzamientos con guisantes que está en el jardín del monasterio donde Mendel realizó sus experimentos. Boyes et al.
Mendel no era ajeno al hecho evolutivo. Uno de sus maestros en la Universidad de Viena, Franz Unger, ya preconizaba en 1851 la teoría del ancestro común, según la cual todas las especies proceden de otras anteriores. Es creencia popular que Darwin propuso la teoría de la evolución, pero no es cierto. El hecho evolutivo ya era objeto de estudio con anterioridad a Darwin. El mérito de éste consistió en proponer una explicación de cómo ocurre la evolución: mediante selección natural, según la cual los individuos mejor adaptados son los triunfadores en la generación de descendencia.
Mendel no solo analizó en profundidad El Origen de las Especies, también estudió otras obras de Darwin, especialmente La variación de los animales y plantas domesticados, por la relación directa con su propio trabajo.
Dos factores sorprenden en el análisis realizado por Mendel de la obra de Darwin.
La perspicaz y acertada crítica sobre aquellos temas en los cuales las hipótesis o explicaciones darwinianas –que no resultados– diferían de las conclusiones obtenidas en los cruzamientos con guisantes. Allí donde Darwin muestra un carácter más teórico, Mendel se revela como un científico experimental puro.
Sabemos que Mendel envió hasta 40 copias de su publicación a destacados científicos contemporáneos y diversas sociedades científicas. Parece extraño que no enviara una copia a Darwin (así lo afirma la antigua directora del Museo de Mendel en Brno).
Darwin entendía algo de alemán, o hubiera podido conseguir una traducción. A priori, el trabajo de Mendel tendría que haber llamado su atención, pues el propio Darwin realizó hibridaciones entre múltiples especies de plantas y en palomas. ¿Por qué nunca lo discutió o mencionó? Darwin creía firmemente que los caracteres sometidos a evolución por selección natural eran aquellos que presentaban variaciones graduales entre individuos. Hoy los llamamos caracteres cuantitativos. Más aún, Darwin defendía la teoría de la pangénesis y la herencia mezclada, diametralmente opuesta a las conclusiones de Mendel. En buena lógica darwiniana, lo que Mendel había descubierto no tenía nada que ver con la evolución.
La síntesis evolutiva
Aun cuando la pangénesis fue rápidamente desechada tras el redescubrimiento del trabajo de Mendel en 1900, se mantuvo la creencia de que la genética mendeliana no podía explicar los cambios evolutivos. Fue necesario esperar hasta 1937 y la publicación de Genética y el origen de las especies por Theodosius Dobzhansky para que el abismo que separaba a genéticos de evolucionistas comenzara a cerrarse y surgiera la síntesis evolutiva.
El trabajo de Dobzahnsky permitió demostrar que la microevolución (la variación dentro de una especie) y la macroevolución (la variación entre especies) tienen la misma base: los genes mendelianos.
¡Qué no hubieran dado Gregor Mendel y Charles Darwin por compartir en el monasterio de Brno, ante unas jarras de la cerveza allí elaborada, las ideas de T. Dobzhansky! Este les hubiera explicado cómo los factores hereditarios descubiertos en los jardines colindantes fundamentan el origen y diversificación de todas las especies, pasadas, presentes y futuras de nuestro planeta.
Imagen de portada: Mendel y Darwin (Archivo)
FUENTE RESPONSABLE: The Conversation.
Evolución/Genética/Historia de la Ciencia/Charles Darwin
Philipp Eduard Anton von Lénárd ganó el premio Nobel de física de 1905 por sus trabajos con los rayos catódicos, pero hoy día se le recuerda más por su actividad política que por su ciencia. Se afilió al Partido Nazi en 1924 y se convirtió en un rabioso portavoz contra la “ciencia judía” en general y contra Einstein en particular. Llegó a ser asesor de Hitler y cabeza visible de la “física aria”.
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Lénárd comenzó su carrera estudiando losrayos catódicos, haces de electrones que viajan por un tubo de vacío en el que hay dos electrodos metálicos entre los que hay una diferencia de potencial (se llaman catódicos porque son emitidos por el electrodo negativo, el cátodo). El electrón había sido descubierto experimentalmente en 1897 por J.J. Thomson, y mucha de la investigación de Lénárd se centraba en intentar comprender la naturaleza de la electricidad.
En 1899 Lénárd probó que los rayos catódicos se creaban también cuando la luz incidía sobre superficies metálicas, y pudo comprobar que la presencia de campos eléctricos y magnéticos afectaba a los rayos. No estaba nada claro cómo la luz y el metal podían producir electrones, o por qué se ralentizaban o cambiaban de dirección por la acción de distintos campos.
Los mecanismos no se comprendieron hasta 1905, cuando Einstein publicó su artículo sobre elefecto fotoeléctrico: el concepto de que los cuantos de luz arrancaban electrones individuales del metal. Por tanto, los primeros trabajos de Lénárd están indisolublemente asociados al nombre de Einstein.
Al principio esto unió a los dos científicos. Einstein y Lénárd se escribieron cartas para seguir sus respectivas investigaciones en las que mostraban gran admiración el uno por el otro.
En una carta Einstein llamaba a Lénárd “gran maestro” y un “genio”. Lénárd, a su vez, hizo campaña para nombrar a Einstein profesor en Heidelberg y lo describió una vez como un “pensador profundo y trascendental”. Pero su relación cambió radicalmente en cinco años.
La creciente aversión (puede que odio) hacia Einstein parece que surgió de una combinación de factores. Por un lado, Lénárd despreciaba la teoría de la relatividad de Einstein.
Se aferraba a la teoría del éter, la idea de que había una sustancia física que llenaba el vacío del espacio. Einstein pensaba que la teoría del éter había sido desacreditada hacía ya bastante tiempo. De hecho la teoría de la relatividad parte de la base de que no hay éter. Einstein, además, no era tímido a la hora de expresar sus opiniones: en 1919 Lénárd dio una conferencia defendiendo el éter que Einstein describió como “infantil”.
Lénárd antiEinstein
En 1917, Lénárd afirmó que aceptaba la teoría especial de la relatividad, pero solo una parte de la teoría general (en poco tiempo cambiaría de nuevo de opinión con respecto a la especial).
Ambos físicos se enfrentaron en una serie de publicaciones: Lénárd atacando la relatividad general y Einstein defendiéndola. Estas publicaciones se volvieron cada vez más personales debido, muy probablemente, a dos razones: simples celos (Einstein se había hecho un nombre, entre otras cosas, mejorando de forma notable un trabajo comenzado por Lénárd) y antisemitismo.
Lénárd obtuvo oficialmente su carné del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (popularmente Partido Nazi) en 1924, mucho antes de que fuese políticamente necesario o popular, pero desde muchos años antes ya se identificaba con las posiciones antisemitas que defendía. Empezó a hablar en contra de los científicos judíos en general, y de Einstein y Max Born en particular.
Sus afirmaciones eran del siguiente tenor: “el judío carece notablemente de comprensión de la verdad, a diferencia del investigador ario con su seria y cuidadosa voluntad de verdad”. Lénárd fundó un grupo llamado la Liga Antirrelatividad, que daba conferencias sobre el “fraude judío” que, según ellos, suponía la teoría de la relatividad [*].
A la conferencia impartida el 24 de agosto de 1919 por este grupo asistió el propio Einstein y se le vio riendo silenciosamente en su asiento, a pesar de los calificativos iracundos que se le lanzaban.
La aparente indiferencia era solo eso, apariencia: Einstein respondió al grupo en una carta abierta publicada en el periódico Berliner Tageblatt. La carta no fue precisamente el mejor texto de Einstein. De hecho, la carta da de él una imagen vulgar y de estar a la defensiva no solo cuando habla de su teoría, sino también cuando recurre alad hominemal acusar a Lénárd de ser un físico teórico de segunda categoría y, por añadidura, superficial.
Que Einstein merecía el premio Nobel estaba claro, por lo menos, desde 1910. Lénárd tiene el dudoso honor de haber sido el que movió los hilos, a base de influencias, tergiversaciones, restando importancia y reclamando la falta de pruebas, para crear tal confusión que el comité Nobel no se decidió a conceder el premio hasta que las posiciones quedaron claramente definidas. Y aun así, no se atrevió a concederlo por la relatividad, sino por el efecto fotoeléctrico.
Nota:
[*] Cien años después no faltan seguidores de esta corriente que buscan errores continuamente en las ideas de Eisntein de forma anticientífica: poniendo primero el resultado, el prejuicio ideológico, y buscando formas de sostenerlo. De hecho, la inmensa mayoría de comentarios en este Cuaderno (no publicados, obviamente) a esta seriey a Teoría de la invariancia, en la que se explican los conceptos básicos de la relatividad, son de este tipo de comentaristas.
A Julius Robert Oppenheimer se le recuerda como al padre de la bomba atómica. Un físico brillante a la par que excelente tecnócrata, Oppenheimer organizó la parte científico-técnica del Proyecto Manhattan. Antes de eso, ya era conocido por sus trabajos en mecánica cuántica y astrofísica, aplicando las ecuaciones de Einstein a la evolución de las estrellas. Su última etapa profesional la pasó en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, en un despacho justo encima del de Einstein.
Einstein y Oppenheimer se cruzaron en multitud de ocasiones a lo largo de sus vidas, encontrándose en varias conferencias científicas, pero Oppenheimer era de una generación más joven de físicos (era 25 años menor que Einstein), una que ya fue educada después de la revolución de las teorías de la relatividad y la mecánica cuántica.
Oppenheimer usó como si tal cosa ambas en su estudio del interior de las estrellas. No fue parte de los esfuerzos para descubrir las matemáticas tras las ideas como lo fue Einstein, por lo que, desde el punto de vista de Oppenheimer, Einstein era más una persona digna del mayor respeto, reconocimiento y consideración que alguien que pudiese contribuir activamente a la ciencia.
Oppenheimer nació en los Estados Unidos pero, tras estudiar en Harvard, se decidió por marcharse a Europa a completar su formación, primero a Cambridge y después a Gotinga, donde consiguió su doctorado bajo la dirección de Max Born.
Regresó a Estados Unidos para ser profesor en la Universidad de California en Berkeley. Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial fue reclutado para dirigir el desarrollo de la bomba atómica, convirtiéndose en el director del Proyecto Manhattan. Después de la guerra, aterrizó en Princeton como director del Instituto de Estudios Avanzados, donde una guardia militar vigilaba permanentemente la caja fuerte de su despacho.
Cuando llegó de visita a Princeton en 1935, Oppenheimer, al igual que Einstein en su momento, se burló de la estirada ciudad universitaria y sus “lumbreras solipsistas brillando en una desolación separada e impotente”. Einstein, en el Instituto desde 1933, no escapó a las críticas: “Einstein está completamente chiflado”. En esa época, la comunidad de físicos se mostraba abiertamente desdeñosa con la obsesión de Einstein por encontrar una alternativa a la teoría cuántica, y Oppenheimer estaba de acuerdo. Einstein, por su parte, encontró que Oppenheimer era un “hombre de inusual capacidad con una educación amplísima”.
Oppenheimer, comunista
Durante la Segunda Guerra Mundial los dos físicos no habían tenido contacto entre sí, ya que Einstein no había formado parte del proyecto de construcción de la bomba; el F.B.I. había decidido que era un riesgo para la seguridad por sus posibles vínculos comunistas.
Einstein nunca fue miembro del Partido Comunista, pero, irónicamente, Oppenheimer sí. En 2002, 35 años después de la muerte de Oppenheimer, se tuvo acceso a cartas que muestran que perteneció al Partido Comunista Americano a finales de los años 30 y hasta principios de los 40.
Su mujer también había sido abiertamente miembro del Partido Comunista y había suficientes dudas sobre Oppenheimer durante la Guerra Fría como para hacerle sujeto de los infames juicios de la caza de brujas.
El senador McCarthy convocó al físico ante el comité del senado en 1954.
Cuando Einstein oyó la noticia, se rió diciendo que lo único que Oppenheimer tenía que hacer era llegar a Washington, decirles a todos que eran idiotas y volverse. Obviamente, este era un consejo que no se podía seguir, y Einstein fue de los que unió su voz a la de otros científicos relevantes defendiendo la honorabilidad de Oppenheimer. A pesar del apoyo recibido, Oppenheimer perdió su autorización de seguridad de máximo nivel. De repente, no tenía permitido leer documentos sobre la bomba atómica que él mismo había redactado.
Su paso por el comité de McCarthy no afectó a su trabajo y continuó siendo director del Instituto donde, a pesar de sus continuas desavenencias en cuestiones de física moderna, Einstein y Oppenheimer mostraban el uno por el otro un profundo respeto. Diez años después de la muerte de Einstein, Oppenheimer escribió un texto en recuerdo suyo que publicaría la UNESCO en una colección de ensayos titulada “Ciencia y síntesis”.
En este ensayo Oppenheimer destacaba tanto la contribución de Einstein a la ciencia como al desarrollo de la bomba y a su lucha contra ella:
“Su papel fue el de crear una revolución intelectual y descubrir más que cualquier otro científico de nuestro tiempo […] la suya fue una voz alzada con gran peso en contra de la violencia y la crueldad dondequiera que las viese y, tras la guerra, habló con profunda emoción, y yo creo que con gran influencia, acerca de la suprema violencia de estas armas atómicas”.
Imagen de portada: US Govt. Defense Threat Reduction Agency