Viajes científicos con Julio Verne en la memoria. (3)

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Gotinga y Berlín

Aunque este viaje mío es de turismo «imaginario y cultural», también pienso en él como para cumplir con algunas cuestiones profesionales. Así, en lugar de ir directamente a Inglaterra y Escocia, como he planeado, me dirijo antes a Berlín, y de camino me detengo en Gotinga. Además de recordar vivencias pasadas, es también un modo de celebrar a Julio Verne. 

Allí, en la Geismar Landstrasse 11, se encuentra uno de los observatorios astronómicos más importantes del siglo XIX. Construido entre 1803 y 1816, el gran Carl Friedrich Gauss fue, a partir de 1807, su primer director. Como en tantos observatorios erigidos en ciudades, en el de Gotinga ya no se realizan observaciones, pero todavía se conservan en él viejos instrumentos. Recomiendo intentar visitar el gabinete de Gauss —la Gauss-Zimmer—, en el que se pueden admirar varios telescopios, un astrolabio, así como reliquias de los experimentos telegráficos llevados a cabo en 1833 por Gauss y Wilhelm Weber (un trozo del cable que emplearon, transcripciones de los mensajes originales, una réplica del instrumento para enviar las señales electromagnéticas). La transmisión la realizaron entre el viejo Instituto de Física (situado cerca de la Pauliner Kirche) y el Observatorio, separados por un kilómetro. De hecho, no lejos del Observatorio hay una magnífica escultura, erigida para conmemorar aquella transmisión. Inaugurada en 1899, en ella aparecen Gauss y Weber. Astronomía y telegrafía, dos mundos científicos y tecnológicos especialmente apreciados por Verne, se ven así hermanados.

Cumplidas estas visitas, y tras asomarme un momento al célebre Instituto de Matemáticas, en el que trabajaron luminarias como David Hilbert, Felix Klein, Hermann Minkowski, Hermann Weyl y Emmy Noether, abandono Gotinga camino de Berlín, una ciudad esta también generosa con el recuerdo de científicos: en la zona central se pueden encontrar placas conmemorativas de, por ejemplo, Albert Einstein (Unter den Linden 8), Leonhard Euler (Behrenstrasse 21), James Frank (Wilhelmstrasse 66), Otto Hahn y Lise Meitner (Hessische Strasse 1-2), Max Planck (Unter den Linden 6 y Wilhelmstrasse 66) y Alfred Wegener (Wallstrasse 43).

Como apunté, en Berlín tengo algún asunto profesional del que ocuparme. Es en el Max-Planck-Institut für Wissenschaftsgeschichte (Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia), situado en una calle cuyo nombre alegra el corazón de un físico: Boltzmannstrasse 22. El lugar en el que se encuentra, Dahlem, permite, no obstante, tener a Verne en la memoria. Dahlem es ahora lo que podríamos denominar un barrio residencial de Berlín, pero uno en el que además de residencias particulares (espléndidos y señoriales chalets) se halla la Freie Universität (Universidad Libre) de Berlín (fundada en 1948) y un buen número de institutos de la Max-Planck-Gesellschaft (Sociedad Max Planck), una institución pública dedicada al fomento de la investigación en ciencias y humanidades.

En realidad, la Max-Planck-Gesellschaft es heredera de una institución creada mucho antes, en 1911: la Kaiser-Wilhelm-Gesellschaft zur Förderung der Wissenschaften (Sociedad Káiser Guillermo para el Avance de la Ciencia). En uno de los institutos creados y mantenidos por aquella Sociedad, en el Instituto de Química (situado en Thielallee 63, muy cerca del Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia) Otto Hahn y Fritz Strassmann descubrieron en diciembre de 1938 la fisión nuclear, utilizando uranio. Afortunadamente, el edificio sobrevivió a la destrucción de la Segunda Guerra Mundial. En una placa se lee: In diesem Hause dem damaligen Kaiser-Wilhelm-Institut für Chemie entdeckten 1938 Otto Hahn und Fritz Strassmann die Uran-Spaltung («En esta casa, en el por entonces Instituto de Química Káiser Guillermo, en 1938 Otto Hahn y Fritz Strassmann descubrieron la fisión del uranio»). Aquel descubrimiento, que tanto ha influido en la historia mundial, llegó después del tiempo de Verne, pero está unido a su nombre a través del primer submarino propulsado por energía nuclear, el Nautilus, de la Marina de Estados Unidos, que comenzó de manera oficial su vida el 21 de enero de 1954.

Terminados mis asuntos en Dahlem, tomo el S-Bahn en la estación Lichterfelde West hasta Brandenburger Tor, la parada de la Puerta de Brandenburgo. Salgo directamente a la famosa y maravillosa avenida Unter den Linden (Bajo los tilos). Dejo tras de mí la famosa Puerta y camino hacia mi destino verniano: la Humboldt-Universität (Unter den Linden 6), muy próxima a la «Isla de los Museos», con el extraordinario Museo Pergamon. Fundada en 1810 como Universität zu Berlin por Wilhelm von Humboldt, en 1828 recibió el nombre de Friedrich-Wilhelm-Universität, que cambió en 1949 por el actual de Humboldt-Universität.

Delante de la puerta principal de esta Universidad hay tres estatuas. En la central aparece el médico (especializado en fisiología), físico y matemático Hermann von Helmhotz, uno de los gigantes de la ciencia del siglo XIX: a él se debe la formulación más general del principio de conservación de la energía (1847) y el descubrimiento del oftalmoscopio. A los dos lados están las de los hermanos Humboldt. A la izquierda, según se mira a la fachada, Wilhelm, y a la derecha Alexander, el gran explorador. «Al segundo descubridor de Cuba, la Universidad de La Habana, 1959», se lee, escrito en español, en el pedestal de la estatua de Alexander. Verne, otro gran explorador, pero con la imaginación, mencionó a Alexander von Humboldt en alguna de sus novelas. En, por ejemplo, el capítulo 30 de Viaje al centro de la Tierra, se refirió a uno de los viajes de Humboldt por Colombia. Me imagino, pues, contemplando la fachada de la Universidad en compañía de Verne.

Aunque queda fuera de mis propósitos vernianos, entro en la Universidad. Y me encuentro con la gran escalinata en la que se lee la famosa frase de Karl Marx (la Universidad perteneció a la República Democrática Alemana hasta la reunificación de 1989-1990), la tesis número 11 de Tesis sobre Feuerbach (1845): Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kömmt darauf an, sie zu verändern («Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo»). Aprovecho para subir al primer piso, un ejercicio interesante pero a la vez deprimente, porque pienso en las universidades de mi país, España. En ese primer piso se encuentran las fotografías de aquellos que enseñaron allí y que obtuvieron un Premio Nobel: 29. Entre ellos figuran nombres señeros de la física, la química y las ciencias biomédicas como Wilhelm Wien, Max Planck, Albert Einstein, Max Born, James Franck, Max von Laue, Werner Heisenberg, Erwin Schrödinger, Emil Fischer, Jacobus van’t Hoff, Fritz Haber, Richard Willstätter, Walther Nernst, Peter Debye, Otto Hahn, Robert Koch, Otto Warburg, Paul Ehrlich, Hans Krebs, y también dos premios nobel de literatura, Paul Heyse y Theodor Mommsen.

Esta vez no tengo tiempo, pero recomiendo acercarse al Astrophysikalisches Observatorium de Postdam. Además de ver los espléndidos domos astronómicos con los restos (solo las carcasas y pilares, no las lentes), memorias fantasmales de épocas ya pasadas, de los en su tiempo poderosos telescopios, allí se encuentra la futurista Torre Einstein, del arquitecto Erich Mendelsohn. Construida a comienzos de la década de 1920 para intentar comprobar una de las predicciones de la teoría de la relatividad general (1915) de Einstein, la del desplazamiento gravitacional hacia el rojo de las líneas espectrales, estoy seguro que la vista de esta torre habría hecho saltar de gozo a Verne, despertando en él alguna idea futurista.

Imagen de portada: Thierry Ehrmann.

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down Contemporary Culture Magazine. Por José Manuel Sánchez Ron.

Ciencia/Historia/Julio Verne/Tecnología/Viajes.

Viajes científicos con Julio Verne en la memoria. (2)

Viene de la primera parte…

París, la «capital del mundo»

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Tratándose de Julio Verne y de la ciencia, no hay mejor lugar por el que empezar que por París, en tiempos «la capital del mundo», o una de sus capitales (del mundo y de la ciencia), la ciudad en la que Verne, que nació en Nantes, se instaló por primera vez en 1847 y en la que vivió la mayor parte del tiempo hasta que en 1872 se marchó a Amiens, donde había nacido su esposa. París, la ciudad que le ha honrado dando su nombre a una calle, la rue Jules Verne, la ciudad en la que todavía se pueden visitar algunas librerías especializadas en primeras ediciones de sus libros (mi favorita es la Librairie Monte Cristo, en el 5, rue de l’Odéon). París, la ciudad en la que trabajaron algunos de mis científicos más queridos: Lavoisier, Laplace, Claude Bernard, Louis Pasteur —cuyo Instituto y maravillosa tumba en uno de los sótanos no visitaré esta vez—, Henri Poincaré o los Curie.

No hay, por supuesto, imagen más asociada a París que la Torre Eiffel. Es su símbolo. En mi viaje imaginario con Verne en la memoria, la visitó una vez más. En esta ocasión hago lo que antes no hice: subir al segundo piso, donde he reservado una mesa para comer en el restaurante «Jules Verne». Mientras como, pienso si Verne viajaría de Amiens a París para estar presente el día, el 31 de marzo de 1889, que se inauguró aquel mastodonte de 330 metros, construido para la Exposición Universal que se celebró aquel año, una exposición planeada para celebrar el centenario de la Revolución francesa. ¿Sería, al menos, uno de los 32 millones de personas que la visitaron? ¿Conocería al ingeniero Gustave Eiffel que ideó la torre? De lo que estoy seguro es de que, si la visitó alguna vez, se debió emocionar cuando descubriera, grabados en los pretiles de la primera línea de balcones, justo encima del primer arco, 72 nombres de científicos (18 por fachada), entre los que figuran algunos a los que, supongo, respetó especialmente: Lavoisier, Laplace, Lagrange, Cauchy, Coulomb, Coriolis, Arago, Le Verrier, Foucault o Gay-Lussac.

Mientras permanezco en el Campo de Marte, la zona donde está ubicada la Torre Eiffel, recuerdo un acontecimiento al que sin duda Verne, el autor de Cinco semanas en globo, habría deseado asistir, uno que tuvo lugar el 27 de agosto de 1783. Aquel día, imitando pruebas anteriores realizadas por los hermanos Joseph-Michel y Jacques-Étienne Montgolfier, un profesor de Física, Jacques Césare Charles, soltó un globo relleno de hidrógeno, sin ningún pasajero. Entre los espectadores que asistieron a aquella demostración se encontraba nada más y nada menos que uno de los cinco hombres que, en 1776, habían redactado la Declaración de Independencia, de la que nació Estados Unidos: Benjamin Franklin.

Una vez preparada la Declaración de Independencia, el polifacético Franklin (fue impresor, editor, político, diplomático, inventor y muy notable científico) se trasladó a París —donde permaneció hasta 1785— como una especie de embajador de la nueva nación en ciernes; de lo que se trataba era de obtener el apoyo francés, sin el cual era difícil pensar que pudieran prosperar los deseos revolucionarios de las colonias inglesas norteamericanas. Unos meses después de haber presenciado la prueba de Charles, el 6 de noviembre, Franklin escribió una carta al presidente de la Royal Society de Londres el botánico sir Joseph Banks, dándole cuenta de lo que había visto:

El miércoles 27, el Sr. Charles, profesor de Filosofía Experimental en París, repitió el nuevo experimento aerostático, inventado por los Sres. Montgolfier de Annonay.

Con lo que en Inglaterra se llama seda aceitosa, y aquí Tafetán gommée, se formó un globo hueco de 12 de pies de diámetro, habiendo sido impregnada la seda con una solución de goma elástica en, como se dice, aceite de linaza. Las partes se pegaron con la goma mientras estaban húmedas, y parte de esta se pasó después por las junturas, para hacer que fuese lo más hermético posible.

Después se lo rellenó con gas inflamable que se produjo echando aceite de vitriolo sobre limaduras de hierro, hasta que se vio que tenía una tendencia a ascender tan fuerte como para poder levantar un peso de 39 libras, además de su propio peso, que era de 25 libras y del peso del aire que contenía.

Se le llevó temprano por la mañana al Campo de Marte, un lugar en el que a veces se realizan revistas militares, en la parte que se halla entre la Escuela Militar y el río. Allí se le mantuvo abajo sujetándolo con una cuerda, hasta las 4 de la tarde, cuando se dejó que se elevase, pero manteniéndolo aún atado a tierra. Antes de esa hora, se tuvo cuidado de reemplazar la parte de gas inflamable, o de su fuerza, que se había perdido, inyectando más.

Se supone que se reunieron no menos de 50.000 personas para ver el experimento. El Campo de Marte estaba rodeado de multitudes y había un gran número de personas en el lado opuesto del río.

A las 5 en punto se avisó a los espectadores disparando dos cañones, y se cortó la cuerda. Y se vio al globo elevarse. Hacía un poco de viento, pero no era muy fuerte. Lo había mojado algo de lluvia, de manera que relucía, dándole una apariencia agradable. Disminuyó en su tamaño aparente según iba elevándose, hasta que penetró en las nubes, cuando me pareció apenas mayor que una naranja, y pronto se hizo invisible, al ocultarlo las nubes.

La multitud de disgregó, todos muy satisfechos y muy felices con el éxito del experimento, y entreteniéndose con conversaciones sobre las posibles aplicaciones que se le puede dar, algunas de las cuales eran muy extravagantes. Pero posiblemente abra el camino a algunos descubrimientos en filosofía natural que ahora no imaginamos.

Abandono el Campo de Marte y me dirijo a uno de mis lugares favoritos en París, aunque, después de la profunda remodelación que sufrió en la década de 1990, ya no lo es tanto, no importa que ahora sea más «didáctico» y esté más ordenado: el viejo Conservatoire des Arts et Métiers (Conservatorio de Artes y Oficios), hoy Musée des Arts et Métiers. Fundado a iniciativa del abad constitucional Henri Grégoire, que logró que la Convención decidiera el 10 de octubre de 1794 crear un «depósito público de maquinas, modelos, utensilios, diseños, descripciones y libros de todas las clases de artes y oficios», se escogió como sede el antiguo priorato benedictino de Saint-Martin-des-Champs. No me extrañaría que Verne hubiera pasado muchas horas y días en este Conservatoire, deteniéndose, por supuesto, en su famoso péndulo de Foucault, que cuelga de la bóveda y sirve para demostrar la rotación de la Tierra, pero dedicándose sobre todo a estudiar la maravillosa y apelotonada colección de instrumentos y aparatos científicos y tecnológicos (en torno a 80.000), con la idea de que alimentasen su imaginación. El laboratorio de Lavoisier, el gabinete del abad Nollet, el aparato fotográfico de Daguerre, los relojes marinos de Ferdinand Berthoud, astrolabios, máquinas de vapor, autómatas y mil artilugios más, coparían la atención y el tiempo de Verne.

Del Conservatoire-Musée, atravesando el Sena por la isla de la Cité y contemplando una vez más la impresionante fachada de la catedral de Notre Dame, mientras subo por el boulevard Saint-Michel, paso delante de la Sorbona. Pero no es ese mi destino, sino el Panthéon. En otro tiempo iglesia de Sainte-Geneviève, en 1791 la Asamblea Constituyente la convirtió en un monumento destinado a «recibir a los grandes hombres de la libertad francesa», destino que inauguró aquel mismo año Honoré Gabriel Riquetti, conde de Mirabeau, quien no obstante su condición aristócrata fue un revolucionario, aunque no tan puro como parecía: en 1794 su cuerpo fue retirado del Panthéon cuando se descubrieron los papeles del armario de hierro de Luis XVI, que probaban la familiaridad de Mirabeau con los reyes y que había percibido una pensión del soberano.

En cualquier caso, no le duró mucho al Panthéon el estatus que planearon los revolucionarios, ya que en 1806 Napoleón, el gran traidor de la Revolución francesa, lo devolvió al culto católico. Finalmente, en 1885, con ocasión del funeral de Victor Hugo el antiguo templo recuperó la función que le había sido asignada en 1793, ahora enunciada como aux grandes hommes la Patrie reconnaissante («la patria en reconocimiento a los grandes hombres»). Supongo que Verne visitaría este templo civil y laico, y que se detendría ante las tumba de Lagrange, el único científico que en su tiempo reposaba allí. Le habría agradado saber que ahora hay más, que la ciencia que él amó está representada por Marcellin Berthelot, Paul Painlevé, Paul Langevin, Jean Perrin, Gaspar Monge, Condorcet y el matrimonio Pierre y Marie Curie. Debió saber, asimismo, que aprovechando la altura del domo del edificio, en 1851 Leon Foucault hizo una demostración con su péndulo (un cable de 67 metros de longitud, del que colgaba una bola de hierro de 28 kilogramos).

Animado tras contemplar la tumba de Marie Curie, la única mujer enterrada entre «los grandes hombres de la patria», me dirijo al Institut Curie, situado muy cerca, en el 26 de la rue d’Ulm. Establecido en 1970, a partir de la fusión de dos organismos creados en vida de Marie Curie, el Instituto del Radio y la Fundación Curie, en él aún es posible visitar las salas en las que vivió y trabajó Marie. No recuerdo que Verne hablase de la radiactividad en alguna de sus novelas, y sin embargo, debió saber que Henri Becquerel la había descubierto en 1896, en París, y también que dos años después Marie y Pierre Curie encontraron dos nuevos elementos radiactivos a sumar al uranio, el polonio y el radio. Cuando en 1903, Becquerel y los Curie recibieron el Premio Nobel de Física, la radiactividad llegó a los periódicos: «No conocemos a nuestros científicos», se escribía en La Liberté del 15 de noviembre, «son los extranjeros los que nos los descubren».

Seguramente fue entonces cuando Verne descubrió la radiactividad y a los Curie, pero ya era un hombre mayor: falleció pronto, el 24 de marzo de 1904, con 76 años. Es una pena que no pudiese incorporar el hallazgo de la radiactividad a sus historias, que no la utilizase, por ejemplo, como medio de propulsión para el Nautilus de Veinte mil leguas de viaje submarino (1871) y de La isla misteriosa (1875), donde, por cierto, el submarino terminó sus días, en una cueva de la isla Lincoln, enterrado junto al capitán Nemo como consecuencia de la tremenda explosión volcánica que destruyó la isla.

Por cierto, aquellos que deseen profundizar en la historia de la radiactividad, visitando al mismo tiempo centros científicos parisinos, pueden ir al magnífico Muséum National d’Histoire Naturelle, ubicado en el Jardin des Plantes (Jardín Botánico), 36 rue Geoffroy Saint-Hilaire. Becquerel, como su padre y su abuelo, ocupaba una de las cátedras del Muséum y allí, en la dependencia que en el pasado había ocupado el gran naturalista Georges Cuvier, a la que se accede por la rue Cuvier, descubrió la radiactividad.

Debería, lo sé, continuar visitando otros lugares de París: por ejemplo, el Palais de la Découverte, creado para popularizar la ciencia por Jean Perrin, entonces secretario de Estado para la Investigación, que abrió sus puertas para la Exposición Universal de 1937, y también, claro, el Observatoire (entre la avenida Denfert-Rochereau, el bulevar Arago y los calles Cassini y Faubourg Saint-Jacques), el hogar parisino de la astronomía, la ciencia que tanto amó y utilizó Verne. Al menos, debería pasear por algunas de las innumerables calles dedicadas a científicos (no hay en el mundo ciudad más generosa con la ciencia que París); por las calles Descartes, Galileo, Newton, Huygens, Bernoulli, Euler, Fermat, d’Alembert, Lavoisier, Saint-Hilaire, Laplace, Lagrange, Buffon, Cuvier, Volta, Ampère, Gay-Lussac, Faraday, Darwin, Cauchy, Poincaré o Maurice y Louis de Broglie, por los bulevares Arago o Pasteur, por la avenida Edison, por la plaza Jean Perrin. Son tantos los lugares que avivan la memoria y el corazón del amante de la ciencia, que es imposible cumplir con siquiera una mínima parte. No hay tiempo para tanto.

Antes de abandonar esta vieja y maravillosa capital del mundo y de la ciencia, me paro a pensar —lo hago siempre que vengo aquí— cuántos medallones Arago he visto en esta visita. Los «medallones Arago», de bronce y 12 centímetros de diámetro, se extienden por el suelo de París siguiendo la traza del meridiano que pasa por el centro del Observatorio  y que determina el eje de simetría del edificio, atravesando toda Francia, desde Dunkerque a Perpignan. Hasta que en 1884 fue destronado por el de Greenwich (Londres), para marinos, geógrafos y viajeros el meridiano de París constituyó el origen para establecer las longitudes. Su determinación, obra de los astrónomos Jean Picard y de los Cassini, padre (Jean-Dominique) e hijo (Jacques), comenzó en 1669 y terminó en 1718, siendo ampliada, por orden de la Convención, a partir de 1792 por Jean Baptiste Joseph Delambre y Pierre Méchain, con nuevas medidas entre Dunkerque y Barcelona, y posteriormente, 1806, por François Arago y Jean Baptiste Biot, encargados de prolongar el meridiano hasta las islas Baleares. Lo que la Convención quería era establecer, como medio de evitar abusos, un sistema universal de medidas, definir, en particular, el metro.

A iniciativa de la Asociación Arago, y con el apoyo del Estado y de la Villa de París, se decidió honrar la memoria de François Arago (1786-1853). Fue el artista neerlandés Jan Dibbets quien concibió un «monumento imaginario realizado sobre la traza de una línea imaginaria». La idea de este «monumento imaginario» se concretó en 1994 con una serie de medallones que se fijarían en diversos lugares del suelo de París a lo largo de la línea de su meridiano, cada uno con el nombre «ARAGO», una «N» señalando el norte y una «S» marcando el sur. Existen 120 de estos medallones. Es entretenido, e instructivo, buscarlos. En el Jardín de Luxemburgo, por ejemplo, entre la rue Auguste Comte y el Senado, hay diez; en diversos lugares de la avenida del Observatoire (en el número 4 está la Facultad de Farmacia) se hallan tres; en el Boulevard Saint Germain, delante de los números 125-127 y 152, se pueden encontrar dos; apropiadamente, en el pedestal de la estatua de Arago, en la esquina del Boulevard Arago y la plaza de l’Île.de-Sein, hay seis; y en la Cité Universitaire (donde está el colegio de España) se instalaron diez. Desgraciadamente, como he dicho la idea y su materialización son posteriores a Verne. Si hubieran existido en su tiempo, tal vez habría disfrutado paseando por París en su búsqueda. Entre otras razones porque alguna relación tuvo Julio con la familia Arago: Jacques Arago, explorador y hermano de François, le ayudó en sus estudios de astronomía, física, química y transportes.

(Continua)

Imagen de portada: Thierry Ehrmann.

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down Contemporary Culture Magazine. Por José Manuel Sánchez Ron.

Ciencia/Historia/Julio Verne/Tecnología/Viajes.

Viajes científicos con Julio Verne en la memoria. (1)

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Viajamos con el cuerpo pero también, acaso las más de las veces, con el pensamiento. Y cuando imaginamos viajar, podemos elegir con quién nos gustaría hacerlo, con personas de hoy o de ayer. La ciencia, sobre todo su historia, esto es, su pasado, aunque sin olvidar su presente, ha dominado una parte importante de mi vida. No es sorprendente, por tanto, que en mis viajes haya procurado buscar rastros del pasado científico. Sucede —es una señal inequívoca de que envejezco— que en los últimos tiempos a veces me paro a pensar cómo será el futuro científico, cuáles las novedades, las posibles revoluciones futuras. Y cuando me sumerjo en semejantes elucubraciones, no tarda en venirme a la mente el gran «imaginador» del futuro científico: Jules Verne (1828-1905), o mejor, como siempre me referí a él, Julio Verne.

Pienso en él con admiración, no importa que hoy, cuando vuelvo a leer algunas de sus novelas —por ejemplo, De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna—, las emociones que me producen ahora no sean las de antaño. Fue Verne, sin duda, un visionario científico, pero un visionario que no creaba sus ideas de la nada, sino de la posesión de buenos conocimientos de la ciencia de su época; suplió la falta de una educación científica (estudió Derecho), frecuentando la Bibliothèque Nationale de París donde leyó obras de matemáticas, física y geología. Así que ¿por qué no elegirle a él como compañero de viaje cuando se visitan ciudades que ocupan un lugar destacado en la historia de la ciencia? ¿Puede existir mejor compañero de viaje que el autor de la serie Voyages extraordinaires?

Ciudadano de un nuevo mundo científico

Antes de emprender ese viaje imaginario, es conveniente recordar que Verne vivió en una época en la que abundaron las grandes novedades científicas y tecnológicas. Así, tres años después de su nacimiento, Charles Darwin se embarcaba en el Beagle, en el que viajaría durante cinco años por todo el mundo, experiencia que le resultaría vital para el libro que publicó en 1859, The Origin of Species (El origen de las especies), del que sin duda Verne supo, si es que no lo leyó (la primera traducción al francés de este libro de Darwin apareció en 1862).

Asistió, asimismo, al desarrollo de la telegrafía que cambió el mundo. Especialmente una vez que, en 1866, se consiguió unir telegráficamente Europa y Norteamérica (volveré a esta cuestión más adelante), el planeta se pobló de todo tipo de redes telegráficas, terrestres y submarinas. Y también llegarían, en aquel siglo extraordinario para el electromagnetismo, el siglo de Michael Faraday y de James Clerk Maxwell (que unificó en su teoría del campo electromagnético electricidad, magnetismo y óptica), el teléfono (Graham Bell, 1876), que al parecer Verne utilizó por primera vez en 1894, la bombilla de Thomas Alva Edison (1879) —y muchas otras que iluminarían como nunca antes se había podido hacer hogares y calles—, o la «telegrafía sin hilos» de Guglielmo Marconi. En aquel mundo de maravillas eléctricas no era extraño que alguien —en este caso, William Edward Ayrton, un catedrático de Física de Londres— pronunciase palabras como las siguientes (1897):

No hay duda de que llegará el día en el que probablemente tanto yo como Vds. habremos sido olvidados, en el que los cables de cobre, el hierro y la gutapercha que los recubre serán relegados al museo de antigüedades. Entonces cuando una persona quiera telegrafiar a un amigo, incluso sin saber dónde pueda estar, llamará con una voz electromagnética que será escuchada por aquel que tenga el oído electromagnético, pero que permanecerá silenciosa para todos los demás. Dirá «¿dónde estás?», y la respuesta llegará audible a la persona con el oído electromagnético: «Estoy en el fondo de una mina de carbón, o cruzando los Andes, o en el medio del Pacífico».

En una época como la presente, poblada de teléfonos móviles (o celulares) suena familiar, ¿no?

Y en matemáticas, su centuria fue la de las geometrías no euclidianas de los Bolyai, Lobatschewski y Riemann, y la de los conjuntos transfinitos de Cantor.

Vivió también Verne en el siglo en el que comenzaron aquellas espectaculares ferias de, sobre todo, la ciencia y la tecnología que fueron las Exposiciones Universales. La primera, la famosa de 1851 en Londres, a la que siguieron las de Dublín (1853) y Nueva York (1853-1854), que precedieron a la de París (1855), ciudad que volvería a acoger una en 1878 y una tercera en 1889, que enseguida volveré a mencionar.

El siglo XIX fue, asimismo, la centuria de Louis Pasteur y de Robert Koch, con la teoría microbiana de la enfermedad, de Joseph Lister y los primeros procedimientos para combatir las infecciones, de los que más que probablemente se benefició el propio Verne cuando fue intervenido quirúrgicamente después de que su sobrino favorito, Gastón, sufriese un ataque de locura y le disparase, el 9 de marzo de 1886, dos tiros que le convertirían en un inválido. Fue también el ochocientos el siglo en el que Kirchhoff y Bunsen fundaron (1860) la astrofísica, frente a la mera astronomía, que nada podía decir de la composición de los cuerpos celestes; el de la tabla periódica de los elementos (Mendeleiev, 1869), del descubrimiento de los rayos X (Röntgen, 1895), la radiactividad (Becquerel, 1896) y los cuantos (Planck, 1900). ¿Sorprenderá que en una entrevista Verne manifestase que «una de las cosas con las que más disfruto es la lectura de cualquier reseña sobre un nuevo descubrimiento o experimento en los mundos de la ciencia, la astronomía, la meteorología o la fisiología», y que su obra dependa tanto de la ciencia?

La astronomía fue uno de sus grandes temas. Observatorios astronómicos, telescopios, astrónomos, fuerzas gravitacionales y de escape (la necesaria para vencer la atracción de la Tierra y marchar hacia el cosmos) aparecen constantemente en De la Tierra a la Luna (1865) y en su secuela, Alrededor de la Luna (1870). Incluso podemos encontrar alguna expresión matemática, como sucede en Alrededor de la Luna, en donde aparecen (en el capítulo IV) dos complicadas fórmulas que Impey Barbicane (el presidente del Gun-Club, el círculo de artilleros que había tenido la idea de viajar a la Luna utilizando una bala de cañón) expone a sus compañeros: una, explicaba, es la integral de la ecuación de las fuerzas vivas, que sirve para calcular la velocidad del cohete en cualquier momento, y otra la que muestra la velocidad del proyectil al salir de la atmósfera. 

Y si hablamos de cálculos y expresiones matemáticas, hay que decir que Verne apenas dio cabida a la ciencia de Euclides. Fue precisamente uno de los personajes que aparecían en De la Tierra a la Luna, un matemático norteamericano llamado J. T. Maston el que subsanó algo tal limitación. En Sans dessus dessous (1889), un novela menor de los Voyages extraordinarios, vertida al español con el título de El secreto de Maston, volvió a aparecer este miembro del Gun-Club, ahora un hombre maduro de 58 años. La trama de la novela gira en torno a la idea del Club de explotar los recursos naturales que encierra el Polo Norte. El problema al que se enfrentan es cómo librarse de la profunda capa de hielo que cubre la superficie de las tierras polares. La solución a la que llegan los miembros del Gun-Club es la de modificar el eje de rotación de la Tierra, y por tanto el clima terrestre, mediante una detonación producida por un cañón gigante. Y ahí entraba Maston, que debía resolver tremendos problemas matemáticos, ante los que no se arredraba ya que dominaba los cálculos diferencial, integral y de variaciones, de tal manera que era capaz de «elevarse hasta los últimos escalones de las altas matemáticas».

En otra de sus novelas más célebres, Cinco semanas en globo (1863), Verne mostraba también el papel que la ciencia —la real, no la que podía imaginar llegaría en el futuro— desempeñó en su obra. Se detenía en sencillas y atractivas explicaciones acerca de la física y la química que permitían elevarse y mantenerse en el aire a los globos aerostáticos, que tanto interés atrajeron durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, y que culminaron con aquellos gigantes del aire y prodigios de la técnica llamados zepelines. Mientras navegaban en el Audaz, camino de la isla de Kumbeni, en donde el doctor Fergusson, su criado, Joe, y Dick Kennedy, el cazador que les acompañaba, subirían al globo, el Victoria, con el que pretendían atravesar África, Joe explicaba a miembros de la tripulación del barco los planes últimos que albergaban, transmitiéndoles todo su entusiasmo, el entusiasmo, la inocencia, de un tiempo, ahora ya perdido, en el que la fe en la ciencia y el interés que suscitaban sus conquistas no tenía límites:

—Entonces iréis a la Luna —exclamó uno de sus oyentes, maravillado.

—¿A la Luna? —replicó Joe—. No, eso es demasiado vulgar; a la Luna va todo el mundo; además, allí no hay agua y tiene uno que llevar una enorme cantidad de víveres y hasta aire en ampollas para poder respirar… no; nada de Luna; pero nos pasearemos por las bellas estrellas, por los encantadores planetas de los que mi amo me ha hablado tantas veces. De modo que empezaremos por visitar Saturno…

—¿Y después de Saturno? —preguntó uno de los más impacientes del auditorio.

—¿Después de Saturno? Pues bien, visitaremos Júpiter, que es un lugar bien raro, donde los días son solo de nueve horas y media, cosa muy cómoda para los perezosos y donde los años, por ejemplo, duran doce años, lo cual es ventajoso para las personas a las que solo quedan seis meses de vida; esto prolonga un poco su existencia…

Y todos se reían, pero le creían a medias; les hablaba de Neptuno, donde los marineros son muy bien recibidos; de Marte, donde a los militares les ponen por las nubes, lo que acaba por ser molesto…

Esta era la visión optimista del humilde Joe, el criado, del que, por cierto, en la novela se dice que «poseía algún barniz de ciencia a su modo (…) Entre otras cualidades poseía un golpe de vista extraordinario; compartía con Maestlin, el profesor de Kepler, la rara facultad de distinguir sin anteojos los satélites de Júpiter y de contar en el grupo de las Pléyades las catorce estrellas, de las cuales las últimas son de la novena dimensión». Y los Joe de entonces, al igual que los de ahora son, es preciso recordarlo una y otra vez, los verdaderos objetivos de la difusión de la ciencia, quienes más necesitados están de comprender que la ciencia y la tecnología, la tecnociencia, que les rodea y de la que se sirven, acaso sin que se den cuenta, no es su enemigo, sino un maravilloso instrumento de conocimiento y de liberación. Los que deben comprender que si la ciencia y la tecnología se convierten en sus enemigos, no es por su culpa sino debido al uso que de ellas hacen muchos de sus hermanos de especie, homo sapiens como ellos.

Pero se acerca el momento de comenzar mi viaje imaginario con Julio Verne en la memoria.

(Continúa)

Imagen de portada: Thierry Ehrmann.

FUENTE RESPONSABLE: Jot Down Contemporary Culture Magazine. Por José Manuel Sánchez Ron.

Ciencia/Historia/Julio Verne/Tecnología/Viajes.

El viaje de Nietzsche a la superficie de la tierra.

Entre mis decimonónicos están Stendhal, Baudelaire, Flaubert, Maupassant, Poe, Melville, Stevenson, Leopardi, Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche.

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 Julio Verne también, aunque de un modo específico, porque se ha mantenido a resguardo de mis lecturas. He sido un no lector de Julio Verne, en cuya vida Julio Verne ha tenido presencia. En realidad, asistí a sus historias: en las películas, en las series de televisión y, sobre todo, en aquellos maravillosos álbumes en tebeo de Joyas Literarias Juveniles. 

Savater me provocó una emoción verniana de segunda mano en su monólogo de Phileas Fogg de Criaturas del aire: ahí se presentaba esa cosa estirada, la puntualidad, como una trepidante aventura. Y Eric Rohmer, en El rayo verde, me dejó enternecido con la ciencia que se dirige al corazón. 

Recuerdo también unas vacaciones en que mi amada de entonces iba leyendo 20 000 leguas de viaje submarino, y me leyó en voz alta algún fragmento, que era como mirar por la escotilla.

Pero pienso en Verne —y en el siglo XIX— y quien me viene es Nietzsche. 

Fue este quien cumplió en mí la función de hacerme imaginar nuevos mundos.

En concreto, este en el que estamos. Sus martillazos filosóficos espantaban las sombras y las brumas, y dejaba la tierra despejada para el sol: como está siempre el espacio que hay por encima de las nubes. 

La gran metáfora de Nietzsche es la del mediodía: la del momento en que el sol está justo en lo alto. Mediodía que es a la vez el crepúsculo de los ídolos, de las ilusiones: el «instante de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad». 

Nietzsche corta las sujeciones de esa especie de toldo que envuelve la tierra y que ha solido llamarse «mundo verdadero». El cepo metafísico que ha constreñido, y falseado, la realidad. Pero tras su operación es esta, en su esplendor, la que queda: «Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?… ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!». 

En este sentido, Nietzsche es un genuino personaje de Verne, cuyo viaje es a la superficie de la Tierra. Aplicando a la superficie el brillante dicho de Valéry: «Lo más profundo es la piel». Que es como el reverso de este aforismo de Nietzsche: «Todo lo que es profundo ama la máscara».

Nietzsche es también un viajero del tiempo. Su intempestividad, su inactualidad, le ha permitido mantenerse fresco durante todo el siglo XX. 

Y fresco sigue en estos principios del XXI. Desde el otro punto de vista, era un viajero de nuestra época (y de la que la seguirá) en la suya: una cabeza del futuro viviendo en el siglo XIX. Pero las críticas a su siglo también alcanzan a los nuestros. 

Es un viajero incómodo, un viajero en colisión. Aunque sus explosiones son más bien implosiones. Los retratos hablan de su extremada cortesía. Siempre fue más fino de como lo han querido mostrar quienes hacen una lectura ceporra de su obra. 

Es curioso, por ejemplo, que lo tachen de belicista, cuando en la única guerra en la que participó, la franco-prusiana de 1870, lo hizo de enfermero (y deploró las pretensiones de que el triunfo de su país sobre Francia era también cultural). 

Y lo tachan de machista, cuando la única mujer de la que se enamoró fue justo la más libre de su época. En cuanto a su supuesto prenazismo, basta leer el desprecio de Nietzsche por los antisemitas y los nacionalistas; por el gregarismo de los wagnerianos en Bayreuth. 

Nietzsche es el gran antigregario que escribió: «El valor de un hombre se mide por la cantidad de soledad que es capaz de soportar». 

Pero su soledad fue ambulante. Le gustaba tener pensamientos caminados.

Su filosofía es también un efecto de los lugares que escogió para moverse: los Alpes y el Mediterráneo; Suiza e Italia; Sils-Maria y Génova. 

De entre todas sus ideas —la del eterno retorno, la de la muerte de Dios, la de la transvaloración de todos los valores, la de la voluntad de poder, la del superhombre—, aquella en la que yo pondría el acento sería justo la que habla del transcurso: la de la inocencia del devenir. 

En esta corriente habría que encontrar las aguas bautismales de las otras: para limpiarlas, no de la culpa —que, por definición, no tienen—, sino de la pomposidad; del riesgo de la pomposidad. Esa pomposidad en la que se han enroscado nietzscheanos como Heidegger. El acento hay que ponerlo en la inocencia del devenir y en la fuerza creadora. En ideas como: «Muchas pequeñas muertes debe haber en vuestra vida, creadores; así sois defensores de todo lo perecedero». O: «El hombre superior no quiere la felicidad: ¡quiere obras!». O: «Los dolores de la parturienta santifican el dolor en general; todo devenir y crecer, todo lo que garantiza el porvenir, va unido al dolor».

Nietzsche: el más dulce de los filósofos. Y digo bien: dulce. 

Pero una dulzura diáfana y cortante, ya casi sin sabor. La desnuda dulzura que deja en el paladar la degustación hasta el fondo de lo amargo. Esa pureza diáfana del límite: la dulzura de lo sorprendente que resulta su habitabilidad; la dulzura del descubrimiento de ese regalo. La aceptación del sufrimiento por exuberancia vital. 

No se trata, claro está, de provocarlo; ni de ser insensible a él (como en las tergiversaciones nazis, tan ramplonas, tan nihilistas, tan cristianas, del pensamiento nietzscheano). Al contrario: se trata de sentirlo hondamente y, con piedad pagana, reintegrarlo en la vida completa. Ese sufrimiento que nos expulsa de la existencia; y aun así nos quedamos. El triunfo del asentimiento, de la afirmación. No el desapego (budista o cristiano), sino el apego radical; el apego a lo que fluye: el apego que fluye.

Solo así haremos un viaje digno de Julio Verne: el viaje adonde estamos.

Imagen de portada: Nietzsche en 1885. Cordon Press.

FUENTE RESPONSABLE: JOT DOWN Literatura Filosofía. Por José Antonio Montano.

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