Rainer María Rilke, el poeta intransitivo

Rainer Maria Rilke siempre fue, a pesar de los prolijos y prolíferos estudios que se han hecho de su obra, un autor enigmático. En todos ellos, su poesía y prosa se han mostrado refractarias a los modelos convencionales con los que habitualmente buscan un perímetro las aristas creativas de los autores literarios. Rilke está lleno de contrastes y paradojas que, lejos de clarificar su escritura, oscurecen todavía más su compleja personalidad.

Una personalidad forjada en la morbosa relación que en su tierna infancia mantuvo con su madre, a la que acabó detestando. En Los cuadernos de Laurids Brigge, una novela que si bien no puede considerarse autobiográfica sí se la puede considerar netamente autográfica, Rilke cuenta cómo suplantaba a su hermana muerta, vistiéndose con sus ropajes y simulando su voz, con la intención de ganarse el cariño y la atención de su madre, desde un travestismo delirante y perturbador:

«Recordábamos que hubo un tiempo en que mamá deseaba que yo fuera una muchachita y no el chico que en realidad era. De todos modos, yo había adivinado esto, y una vez se me ocurrió llamar por la tarde a la puerta de mamá. Entonces, cuando ella pregunto quién estaba allí, desde fuera contento le dije: «Sofía», haciendo que mi débil voz se volviera tan tierna que me cosquilleaba la garganta. Y una vez que entré con mi pequeño trajecito de entrecasa, como de niña con sus mangas levantadas, yo era sencillamente Sofía, la pequeña Sofía de mamá que se ocupaba del cuidado de la casa y a la que su mamá debía trenzarle el cabello para que no hubiese confusión».

Ya casi en las últimas páginas de Los cuadernos de Laurids Brigge, Rilke vuelve sobre su madre para definirse como un impostor. Su madre, relata, «tuvo el poder de disminuirlo; ella lo elevó a la plenitud de su invención, lo limitó a una imitación fatigosa, lo rebajó a una individualidad que no poseía, hizo de él un impostor».

Valoración coincidente con la que había expresado, con no menos dureza, en una de las cartas que escribió en Roma en 1904 a Lou Andreas-Salomé —tal vez la única persona que realmente amó Rainer Maria Rilke—: «¡Y pensar que soy su hijo, que en esta pared, desvinculada de todo, descolorida, hay, en algún sitio u otro, apenas reconocible, una puerta empapelada que fue por donde entré en el mundo (si es que una entrada así puede llevar al mundo)»

En francés, el passé simple del verbo renaître —renacer, resurgir, revivir, resucitar— es rené, como el nombre original de Rilke. Conviene tenerlo en cuenta, porque la asunción voluntaria de otro nombre representa simbólicamente un segundo nacimiento, que es lo que le viene a suceder al «errante solitario» a partir de su relación con la fascinante Lou Andreas-Salomé. Esta escritora y psicoanalista rusa, casi catorce años mayor que el autor de las Elegías de Duino, ejerció de amante y de madre desiderativa del poeta. De hecho, Rilke no solo cambió el nombre de René por Rainer a sugerencia de Lou Andreas-Salomé, sino también de letra, adoptando unos caracteres caligráficos muy parecidos a los rasgos escriturales de la inteligente discípula de Sigmund Freud.

Este daguerrotipo biográfico del primer Rilke apenas puede darnos tan solo una incipiente aproximación de su compleja personalidad. El autor del Libro de las horas no solo cambió de nombre y de escritura, sino también de ascendencia y de pasado, arrogándose ridículamente un escudo de armas con el que acreditar un falso abolengo. Rilke no descendía, como continuamente testimoniaba en sus cartas, de una familia noble de Carintia, sino de una familia burguesa de Bohemia. Puede que pensase que ese escudo de armas, que llevó como galardón hasta su tumba, pudiese salvaguardar su insobornable vocación literaria. Y que también fuera un acicate para crear su sustantivo orbe poético, donde el fingidor se demostrase a sí mismo: «que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a aquellos que yo desprecio».

En Rainer Maria Rilke todo resulta enigmático y, la mayoría de las veces, paradójico. ¿Cómo un poeta tan antiguo, al que se le puede considerar como el último vestigio del artista de los viejos tiempos, que vivió recorriendo Europa de casona blasonada a casona solariega, epatando con su aura de poeta excelso a las últimas sombras adamascadas de una época periclitada, puede ser al mismo tiempo tan desconcertantemente innovador y moderno?

El poeta de los Sonetos a Orfeo escribió la mayoría de su obra en alemán —un alemán muy peculiar, en el que se denota cierta inseguridad lingüística—, pero que no da pie a que se le pueda considerar estrictamente como un poeta alemán, nación por la que nunca ocultó cierto recelo. Nació en Praga, pero tampoco puede considerarse un escritor praguense, al menos con la misma rotundidad con que puede considerarse a Franz Kafka. Incluso si se compara a estos dos autores plenamente coetáneos —el autor de las Elegías de Duino es ocho años y medio mayor que el de la Metamorfosis—, el insondable Franz Kafka se nos muestra mucho más diáfano que el nebuloso Rilke, con muchos más puntos de apoyo para abordar su urdimbre escritural. El escritor de El proceso no deja de ser un hipocondríaco que, al escuchar obsesivamente sus vísceras, los burocráticos males de su cuerpo, llega a auscultar las claves de nuestro tiempo; por eso sus alegorías resultan tan somáticas, tan orgánicas.

A Rainer Maria Rilke tampoco se le pueden aplicar los moldes con los que se analiza a Juan Ramón Jiménez, por muchos paralelismos que se quieran establecer entre estos dos autores letra heridos. Juan Ramón Jiménez era mucho más transitivo que Rilke: escribía para una «inmensa minoría», amaba y dependía de Zenobia, y acabó haciendo de la poesía su religión.

Rainer Maria Rilke considera de una manera más extrema que Juan Ramón, tal como le escribió a Kappus, que «el creador debe ser un mundo para sí mismo». Esa es la raíz nutricia de su poesía, su extrema soledad, su intransividad, bien reflejada en la parábola del hijo pródigo, cuya «leyenda del que no quiso ser amado» recrea en las páginas finales de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Desde esa soledad extrema Rilke recrea una nueva teología, no para reubicar a los dioses, sino al ser humano. Rilke, siguiendo al Miguel Ángel de la Capilla Sixtina, considera a Dios como una invención del ser humano. Al contrario de lo que ocurre en la religión cristiana, como señala Eustaquio Barjau, «el hombre no es aquí la obra de Dios, sino que es este quién es la obra del hombre». Dios se transforma en la poesía de Rilke en el heredero de los esfuerzos y de los logros humanos: «Tú eres el heredero», afirma con rotundidad en un verso de El libro de la peregrinación.

No es extraño que la obra de un autor tan complejo haya merecido la atención de numerosos filósofos y poetas. Heidegger consideraba que su filosofía era un despliegue lógico de cuanto Rilke había expresado de manera emocional en sus poemas. Del mismo modo que también pueden encontrarse, sin forzar demasiado, ciertas conexiones entre el Rilke de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge —«Estoy sentado aquí y no soy nada. Y sin embargo esta nada se pone a pensar»— y La náusea de Jean Paul Sartre; por lo tanto, con el existencialismo. Pero también existen otras relaciones menos conocidas; por ejemplo, considero que no es muy descabellado pensar que la metáfora del constructo sociológico de “La jaula de hierro” de Max Weber haya podido surgir del conocido poema de La pantera. El sociólogo alemán no era muy dado a las metáforas, y una imagen de esa potencia parece que lleva la inequívoca firma rilkiana, solo hay que leer su poema. Pero la influencia de Rilke no solo se encuentra entre los pensadores, sino sobre todo en los poetas. Vayamos con un ejemplo relativamente reciente. Uno de los poemas más difundidos de Miguel D’Ors es «Pequeño testamento», poema al que buena parte de la crítica ha considerado como un himno borgiano, aunque en realidad sea un himno rilkiano. Casi podría decirse, utilizando el tono irónico de alguno de los poemas de Miguel D’Ors, que el autor del Curso superior de ignorancia, «Aunque no lo parezca», ha «plancha[do]» uno de los mejores poemas de El libro de las horas de Rainer Maria Rilke: «Heredas los otoños que en fastuosos trajes / guardan los poetas en el recuerdo; / y los inviernos todos, como tierras huérfanas, / parecen estrecharte suavemente. / Tú heredas Venecia, Kazán y Roma, / Florencia será tuya, la catedral de Pisa, / la Troitzka lavra y el Monasterio, / que bajo los jardines de Kiev forma / un caos de senderos, oscuros y enlazados».

Rilke siempre defendió en su vida y en su poesía el amor intransitivo, el amor sin objeto; de ahí, y vuelvo otra vez a Barjau, que siempre sintiera «una gran fascinación por las grandes amantes de la historia —que son siempre aquellas cuyo sentimiento no encontró correspondencia—: Safo, Magdalena, Eloísa, Gaspara Stampa, Mariana Alcoforado». De esta última, Rilke se encontraba sorprendido de no haber sido él el autor de sus Cartas portuguesas.

Rainer Maria Rilke encontró en la poesía el reflejo y la proyección de su intransitividad, del único camino capaz de llevarle a la muerte propia y a los dominios del ángel al que pudo interpelar directamente sobre la torre de Duino: «¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los órdenes angélicos?».

Han pasado cien años desde la redacción definitiva de las Elegías de Duino y de los Sonetos a Orfeo: «Un árbol se alzó. ¡Oh sucesión pura! / Canta Orfeo. ¡Alto árbol en el oído!». Muy pronto también se conmemorará el centenario de la muerte de este poeta único, por intransitivo. En su epitafio, que muchos encuentran tan enigmático como su vida, puede leerse: «Rosa, oh pura contradicción, / delicia de no ser el sueño de nadie / bajo tantos párpados». Tal vez porque se lea como un hermético epitafio en lugar de leerse como un incitador prefacio, al que debe sustituirse el símbolo de la rosa por la plena literalidad de la palabra poesía. Así quiso Rainer Maria Rilke que quedase cincelada su lápida, quizá con el secreto anhelo de que a partir de esta inscripción pudiéramos empezar a deshojar el enigma de su escritura, de su intransitividad.

Imagen de portada: Rainer Maria Rilke

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Ricardo Labra. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 5 de septiembre 2022.

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La última disidencia de Adam Zagajewski

Hace cinco años —en octubre del 2017 para ser más precisos—, y con motivo de la concesión del Premio Princesa de Asturias de las Letras, un relevante periódico asturiano me encargó con urgencia una reseña sobre la obra poética de Adam Zagajewski.

—«¿Lo conoces?», me dijo el periodista. «Al parecer es un poeta polaco que suena para Premio Nobel».

En realidad, y gracias a la editorial Acantilado, que venía publicando con regularidad su obra desde 1994, Adam Zagajewski no era para mí, como tampoco para la mayoría de los poetas españoles, un autor desconocido

Además de los títulos publicados por la editorial Acantilado, que apostaron decididamente por el repatriado polaco —Tierra de fuego (1994), En defensa del fervor (2002), Deseo (2005), Retorno (2003), Antenas (2007), Mano invisible (2012), Releer a Rilke (2017), Asimetría (2017) y Una leve exageración (2019)—, también contábamos con las ediciones de Pretextos, En la belleza ajena (1998) y, la más reciente ante el éxito del autor polaco, Poemas escogidos (2017).

El jurado de los Premios Princesa de Asturias atinó aquel año en la nota con la que justificó su decisión: «La poesía de Zagajewski —así como sus reflexiones sobre la creación y su intenso trabajo memorialístico— confirma el sentido ético de la literatura y hace que la tradición occidental se sienta una y diversa en su acento nativo polaco, a la vez que refleja los quebrantos del exilio. El cuidado por la imagen lírica, la vivencia íntima del tiempo y el convencimiento de que tras una obra artística alienta el fulgor inspiran una de las experiencias poéticas más emocionantes de la Europa heredera de Rilke, Miłosz y Antonio Machado».

Zagajewski es un poeta reflexivo, que promueve la contemplación para recorrer las dimensiones ocultas de los trasuntos cotidianos, siempre colindantes, aunque de manera asimétrica, con la belleza. El poeta polaco despliega en sus poemas un pentagrama con el que transcribe su percepción de la realidad, siempre en tono menor, y desde una serie invariable de signos clave: palabra, música, amor, belleza.

Recuerdo a Zagajewski, contenido, educado y un tanto perplejo, hablando sobre Europa y sus sentimientos encontrados, sobre su idea de la poesía y del arte en general, así como de sus numerosas dudas creativas y de sus búsquedas incesantes. 

En su visita al Museo del Prado quedó vivamente impresionado por las pinturas negras de Goya, lo que le llevó a buscar infructuosamente una palabra que aprehendiese las profundas sensaciones que le habían desencadenado su contemplación: «Cuando solemos decir que algo es bello es una palabra que transmite un sentimiento y una sensación positiva. Sin embargo, no tenemos un término para referirnos a esta categoría sobre algo negro, cruel, fatal».

Generacionalmente, si fuese un poeta español, Adam Zagajewski pertenecería a los Novísimos, aunque quizá su poesía, tal vez por su peripecia vital, se corresponda más con la desarrollada por los poetas del 50, cuya evolución y supuestos poéticos anteceden precursora mente los pasos seguidos por el poeta polaco. 

La última disidencia de un escritor disidente —nos dice el autor de Asimetrías— se encuentra en su compromiso creativo, conclusión a la que también llega el poeta polaco cuando afirma que «cada poema tiene que hablar de la totalidad del mundo». Puede que debido a estos planteamientos su poesía nos resulte tan cercana y familiar, al recordarnos su poética la preconizada por Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma y Ángel González. Zagajewski, como ellos, también se mueve entre la pretensión instrumental y comunicativa de la palabra poética y su dimensión como forma de conocimiento y de interpretación de la realidad. 

No es por lo tanto un poeta simbolista que busque trazar con su poesía nebulosas interrogaciones, sino que en todo momento pretende acercarse con humildad a las diáfanas respuestas. Sus procedimientos son narrativos, por lo que muchos de sus poemas —como autor que profesa el realismo poético— tienen la estructura y el desarrollo de un cuento.

Adam Zagajewski busca en la poesía las respuestas que le plantea la vida, como él mismo precisa en otro de sus poemas: «Valoramos el arte porque quisiéramos saber qué es nuestra vida». Esa es, para el autor polaco, la última función de la poesía, la de esclarecer los significados de la propia existencia. 

Significados que —como señalaron Antonio Machado y Ángel González— son a la vez esenciales y temporales, por lo que pueden transcender los límites del tiempo. Zagajewski vuelve a reformular este planteamiento en otro de sus poemas: «Sabemos qué puede ser la gran poesía, un poema escrito hace tres mil años o ayer mismo», diacronía con la que reafirma la trascendente capacidad de la palabra poética no solo en su ámbito esencial sino en su vinculación temporal con la realidad, porque el arte es un reflejo de esta, en el que también hay «odios, disputas fanáticas, condenas dignas de las épocas religiosas.

El arte no es solo forma, sino también contenido. Por ello los poemas de Zagajewski están llenos de aforismos, de sintagmas sapienciales que contribuyen a expandir sus emociones y a reforzar la verosimilitud de sus fabulaciones. 

El poeta —dice en otra de sus sentencias— tiene que ser «un filósofo, es decir una persona invisible, alguien que escucha atentamente» en contraposición a los «seres» que viven «sin memoria».

Todo un proceso de depuración, no solo de su lenguaje, sino de su compromiso creativo, desde el que ha descrito la contradictoria etopeya de nuestro tiempo. 

Radical evolución que ha llevado a Zagajewski a cuestionar tanto su planteamiento vital como su compromiso poético: «Fuiste un revolucionario precavido: ¿puede un oxímoron salvar el mundo?». La gran pregunta que este honesto poeta polaco nos traslada a todos. 

Un mundo que todavía estamos a tiempo de transformar desde nuestras más profundas contradicciones, porque en «cada día cabe toda la vida». Según Adam Zagajewski nos legó en sus poemas: siempre estamos a tiempo.

Era cierto, tenía razón el periodista que me encargó precipitadamente la reseña sobre Adam Zagajewski, el poeta polaco hacía tiempo que sonaba para Premio Nobel, como Borges, como Proust, como Joyce, como tantos otros escritores verdaderos, y no es Una leve exageración. Lo que no sabíamos entonces era que le quedase tan poco tiempo en su eternidad.

Imagen de portada: Adam Zagajewski

FUENTE RESPONSABLE: ZENDA. Apuntes, Libros y Cía.Por Ricardo Labra. Editor: Arturo Pérez Reverte. 10 de julio 2022.

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