María Huertas: “Muchas mujeres internas en el psiquiátrico solo habían transgredido los patrones de género”

La psiquiatra recupera en ‘Nueve nombres’ la biografía de nueve mujeres encerradas en el Manicomio de Jesús (València), que, lejos de estar enfermas, fueron víctimas de la violencia machista de sus maridos, de violaciones, del desprecio de una sociedad que las señaló por ser madres solteras, del poder de la Iglesia católica o de la pobreza. Nueve relatos que reescriben, en realidad, cientos de historias.

Sin vestidos ni calzado propio. Sin hábitos ni útiles de aseo ni de arreglo personal. Sin autonomía para la alimentación. Sin objetos personales. Sin recuerdos. Sin historia. Sin familia. Sin la casa en la que habían nacido, vivido, crecido. Sin capacidad de administrar bienes y sin capacidad de gestión ni decisión. Sin amigas. Sin relaciones. Sin sexualidad. Sin emociones. Sin criterio ni juicio. Sin libertad. Sin palabra. Sin derechos ciudadanos y hasta sin derechos humanos.

Sin. Sin. Sin. Sin nada. “Nada de nada”.

Era marzo de 1974, cuando más de 200 mujeres llegaron en varios autobuses al Hospital Psiquiátrico de Bétera. Provenían del “obsoleto y vetusto” Manicomio de Jesús, desde donde se las trasladó “de un día para otro, sin ser informadas de adónde iban ni por qué, cuándo o cómo”. 

Abandonaron aquel espacio cuya “terrible” realidad ya había sido recogida años atrás en el diario Sábado Gráfico y sobre la que Eduardo Bort denunciaba en Jornada la presencia de “ratas que asustaban a las enfermas”, la existencia de “celdas oscuras y nauseabundas” o “el caso del joven atado a una reja con una cuerda”.

En Bétera, fueron recibidas por un equipo de profesionales, entre las que se encontraba María Huertas, una médica psiquiatra recién licenciada que formaba parte de una “minoría ruidosa” de profesionales dispuesta a despatologizar a aquellas mujeres; liberarlas de las “camisas químicas que las mantenían mudas y quietas, enajenadas”, presas de un “circuito cerrado” en el que se convirtieron en víctimas de los métodos científicos de la psiquiatría de la época; y, ante todo, devolverles los derechos que les habían sido negados. 

Entre ellos, “la validación de su palabra” y “la libertad de decidir, de hacer, de expresar, de ir y venir, de relacionarse. De todo”, tal y como se explica en el libro.

Los esfuerzos de aquellos años en los que María Huertas estuvo trabajando en el Hospital Psiquiátrico de Bétera culminaron durante el confinamiento con la recuperación de Nueve nombres (Temporal, 2021). 

Compuesto por la recomposición de nueve historias y un epílogo, este libro es la prolongación de un ejercicio de justicia que ya había comenzado en 1974: “La sociedad que no había entendido sus problemas y les había respondido con la exclusión y el encierro tenía una deuda impagable con ellas, y nuestra función era saldarla en lo posible”.

Huertas atiende a El Salto en una céntrica cafetería de València. 

Aunque apenas se retrasa unos minutos, se disculpa: “Crees que cuando te jubiles tendrás más tiempo libre, pero no es verdad. Sigo sin llegar a todo”. 

No obstante, reconoce que precisamente el tiempo regalado por la cuarentena y el fin de su etapa laboral fue uno de los motivos por los que decidió rescatar de su memoria estas nueve vidas. “De un día para otro encontré un vacío tremendo y me puse a hacer un repaso; pero, en vez de escribir sobre mi última etapa, no sé muy bien por qué volví a los inicios, a esas mujeres que fueron las primeras personas con las que me encontré y que marcaron el resto de mi vida profesional”, admite.

Entre las razones que la impulsaron a reconstruir aquellas biografías, destaca también su lucha por “visibilizar” a las centenares de mujeres a las que el Manicomio de Jesús convirtió en “personas inexistentes”. 

Denuncia que, como consecuencia de la opacidad a la que fueron relegadas, “el maltrato que sufrieron también se tornó inexistente a ojos de la sociedad”; y asegura que para evitar que en la actualidad “se siga maltratando a las mujeres (y a las personas en general) desde la salud mental” es “importantísimo” continuar con la labor de divulgación e incidencia.

María Huertas asegura que para evitar que en la actualidad “se siga maltratando a las mujeres (y a las personas en general) desde la salud mental” es “importantísimo” continuar con la labor de divulgación e incidencia.

Más de cuatro décadas después, decidió trasladar a las páginas su compromiso con aquellas mujeres a las que incluso se les despojó de su propio nombre. 

Su “objetualización” fue tal que, privadas de cualquier signo identitario, algunas ni siquiera atendían cuando se las llamaba por el nombre que aparecía en su historial. Huertas y sus compañeras tardaron en descubrir que, “durante años, muchas habían sido llamadas por nombres que no les pertenecían”.

Cuando el nuevo equipo psiquiátrico intentó encontrar alguna pista de la biografía de aquellas mujeres se dieron de bruces con unos expedientes desiertos, formados por “dos hojas de escuetas anotaciones”. 

Ni rastro de los 20 o 30 (¡30!) años que muchas permanecieron confinadas en el Manicomio de Jesús, presas de un “régimen carcelario” que imponía una “disciplina férrea” y un “encierro sin expectativas”, “aisladas en una colectividad muda para la comunicación, chillona para las protestas y embotada por tratamientos abusivos”. “Años vacíos” en los que su única opción fue intentar “sobrevivir en la exclusión”.

Dormían hacinadas en habitaciones de 80 camas distribuidas en tres filas, casi pegadas las unas a las otras. Sin armarios ni mesillas. Sin un espacio personal. Comían sin cubiertos en una larga mesa, en una sala que hacía las veces de comedor y espacio en el que coser. Pasaban su ‘tiempo libre’ (si es que se le puede llamar así) en un rincón del patio o rezando, compartiendo “con desconocidas su soledad colectivizada”.

Las lobotomías “se aplicaban habitualmente —más como castigo que por presunto efecto terapéutico— a las personas que se mostraban más rebeldes, y dejaban lesiones irreversibles en el cerebro, en el comportamiento y en sus vidas.

Atrapadas en una “pasividad obligada”, fueron sometidas a una continua violencia psíquica que las atiborraba a base de medicación farmacológica. 

Se sucedieron los tratamientos físicos, eléctricos y quirúrgicos: inyecciones de insulina, trementina o cardiazol; tandas de electroshocks; argollas; lobotomías que “se aplicaban habitualmente —más como castigo que por presunto efecto terapéutico— a las personas que se mostraban más rebeldes, y que dejaban lesiones irreversibles en el cerebro, en el comportamiento y, en definitiva, en la vida de muchas de sus compañeras internadas”. 

Celdas de castigo, o ‘jaulas’, cubiertas de paja y excrementos de internas. “Tratos humillantes y vejatorios, degradación y miseria”.

Algunos de los profesionales con los que se encontraron el nuevo Hospital Psiquiátrico de Bétera se creían, escribe Huertas, “capaces de cambiar la estructura social opresora, el régimen tardofranquista, el paradigma patriarcal y mísero capitalista, la vida cotidiana, las relaciones, el consumo, los horarios, el espacio y el tiempo”.

Comenzaron por cambiar las abusivas prácticas psiquiátricas. Devolvieron a las mujeres internadas su autonomía personal: decoraron a su gusto sus propias habitaciones, se les facilitaron útiles de aseo y pudieron elegir su ropa (interior y exterior). 

Preparaban ellas mismas la comida, entraban y salían del hospital, asistían a reuniones, asambleas, charlas y talleres. Hablaban y hablaban y hablaban. Habían pasado muchos años sin hacerlo. Para Huertas, lo “transformador y movilizador” de aquel proceso fue reconocer la capacidad de las internas: “Nos dedicamos a convivir con ellas, escucharlas, acompañarlas y conocernos unas a otras, en lugar de ‘tratarlas’”.

“A tratarlas como personas, que es lo que eran y son ellas”, proclama la autora. El equipo médico se empeñó, en definitiva, por “convivir” con las internas recién llegadas al Hospital Psiquiátrico de Bétera. “Hablábamos de nuestros problemas y de los suyos, de cómo podían participar. Ellas eran las protagonistas en realidad y nosotras estábamos allí para apoyarlas, ver qué era lo que querían e intentar que cada una de ellas siguiera el camino que escogiera”, explica.

El silencio impuesto a la fuerza a base de “tratamientos biológicos, físicos o químicos” era empleado para conseguir que “en los manicomios, además de ser privadas de su libertad, perdieran la palabra”

Huertas reconoce que no fue sencillo conseguir que expresaran su voluntad, pues “al principio aquellas mujeres no podían ni hablar, estaban en unas condiciones que no tenían palabra”. 

El silencio impuesto a la fuerza a base de “tratamientos biológicos, físicos o químicos” era empleado con la eficacia de la más útil de las herramientas para conseguir que “en los manicomios, además de ser privadas de su libertad, perdieran la palabra”. “Las tenían calladas porque la palabra es subversiva y expresa lo que se siente y desea”, sostiene Huertas.

“Es curioso, porque la palabra es aquello que se nos ha negado a las mujeres a lo largo de toda la historia. Nos han definido desde el mundo masculino y nunca se nos ha escuchado”, reflexiona, y se indigna: “Se nos oye, pero no se nos escucha; y además se nos califica de repetitivas, habladoras, quejosas y, por supuesto, de locas, histéricas, neurasténicas”.

Por rebelarse contra aquel mutismo forzoso e iniciar un proceso de escucha de las internas, María Huertas y sus compañeras fueron objeto de numerosas murmuraciones por parte del resto de personal del hospital, que las acusó de “dar excesiva libertad a ‘las locas’”, por no medicarlas ni someterlas a una estrecha vigilancia, “como era su obligación”. 

Aunque Huertas fue (y sigue siendo) muy crítica con la “ideología y formación más tradicional” de aquellos médicos, no tarda en poner el foco sobre la psiquiatría actual, pues asegura que antaño “no se contaba con el arsenal farmacológico del que se dispone hoy y, por tanto, las multinacionales de medicamentos tenían poco interés en la psiquiatría”.

“En estos momentos, se están realizando contenciones y se están dando electroshocks en todos los hospitales, justificándolo bajo el argumento de que la sofisticación actual ha conseguido eliminar a la brutalidad de los tratamientos de décadas atrás”, alerta Huertas.

“En estos momentos, se están realizando contenciones y se están dando electroshocks en todos los hospitales, justificándolo bajo el argumento de que la sofisticación actual ha conseguido eliminar a la brutalidad de los tratamientos de décadas atrás”, alerta Huertas, que se cabrea al afirmar que “las camisas químicas que impone la farmacoterapia son tremendas”. 

“Se piensa que la medicación es la solución a todo y únicamente se intentan tratar los síntomas, pero no se escucha lo verdaderamente importante: qué es lo que le pasa a esa persona, cuál es su manera de pensar, cuál es su contexto, cuáles son sus proyectos vitales, qué cargas familiares tiene, qué le está pasando con su pareja, sus hijos o sus vecinos”, censura.

Junto al “medicar por medicar” de la psiquiatría actual, alarma de un marcado “sesgo de género tanto en salud mental como en atención primaria, donde se tratan gran cantidad de problemas de salud mental de las mujeres”. 

Los “patrones absolutamente distintos a nivel fisiológico y emocional” de las mujeres son ignorados y, consiguientemente, “se las psicologiza y medicaliza inmediatamente, en lugar de escucharlas o pedirles pruebas diagnósticas, algo que sí que ocurre en el caso de los hombres”.

Huertas sitúa estas prácticas en torno a “una serie de estereotipos sobre las mujeres que perjudican su salud física y mental” y que se remontan, como mínimo, “a principios del siglo pasado, cuando se publicaron libros y libros dedicados a demostrar que los cerebros de las mujeres son similares a los de un niño, un delincuente o un hombre loco, y, en definitiva, inferiores a los de los hombres”: “Siempre se ha atribuido a las mujeres una mente más frágil, únicamente preparada para la costura y las labores que tienen que ver con la crianza de los hijos. 

Y todas sus enfermedades mentales se han atribuido a su supuesta inferioridad; desde la filosofía, la ciencia y la religión se ha considerado que tienen (tenemos) una mente enfermiza porque tienen un aparato reproductivo que, curiosamente, permite que la humanidad subsista”.

Opuestas a estos planteamientos, María Huertas y su equipo hicieron caso omiso del ruido reprobatorio procedente de aquel sector para el que resultaban sumamente incómodas. Cuando los efectos enajenantes de la medicación empezaron a diluirse, descubrieron que muchas de las mujeres internadas no padecían ninguna enfermedad mental. 

Recuperaron la capacidad de razonar y emocionarse; la palabra negada; la oportunidad de (re)iniciar su proyecto vital alejadas de la exclusión. Descubrieron que habían sufrido una injusticia que se había prolongado durante décadas y que, de no haber sido por el cierre del Manicomio de Jesús, las habría “condenado de por vida”

“Casi la mitad de las mujeres volvieron a sus familias. Se montaron dos pisos de compañeras: uno en el 75 y otro en el 81. Algunas fueron a residencias de su pueblo, y otras, muy mayores, a familias de acogida en Bétera con personas que conocían y que las integraron como la abuelita de la casa”, recompone Huertas en Nueve nombres.

No estaban enfermas. En su mayoría, habían sido víctimas de la violencia machista de sus maridos, de violaciones, del desprecio de una sociedad (y un régimen) que las señaló por ser madres solteras, del poder de la Iglesia católica, de la pobreza. 

No estaban enfermas, habían sido “alienadas, presas en una férrea estructura de sinrazón que las calificaba de irrazonables a ellas; maltratadas y sometidas a un régimen de violencia que las acusaba de peligrosas”.

“Ningún hombre podría estar dentro de un manicomio por tener un hijo soltero, salir demasiado de casa, pintarse o ser demasiado sociable”, contrapone Huertas.

En este sentido, la enfermedad —el pecado— de gran parte de las mujeres internas en el Manicomio de Jesús había consistido en la “transgresión de los patrones de género que se les habían impuesto”. 

“Eran víctimas de la familia; de la estructura patriarcal que lo engloba absolutamente todo (la Iglesia, el ejército, el Estado, lo social, lo filosófico) y que se refleja en la familia y el interior de las casas como espacio de convivencia primordial”.

Nueve nombres es la confirmación de que aquellas mujeres consiguieron recuperar sus nombres, esos que “les habían perdido en el manicomio, algunos equivocados, otros sustituidos por el apellido. 

Y pasaron a llamarse como a ellas les gustaba, con los diminutivos que utilizaban su madre o su abuela”. Ana, Amparo, María Jesús, Felipa, Dolores, Aurora, Blanquita, Margarita, María. 

Memoria de nueve historias que son, en realidad, decenas y decenas de mujeres.

Imagen de portada: Archivo. Muchas de las mujeres internas en el psiquiátrico no estaban enfermas, habían transgredido los patrones de género que se les habían impuesto.

FUENTE RESPONSABLE: País Valencia. El Salto.España. Por María Palau. 5 de febrero 2023.

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Forzada por el padre y el hermano.

Al final, Emily Dickinson no era como nos habían asegurado, la extrañísima dama de Nueva Inglaterra que escribía poemas vehementes y sincopados después de cocer el pan y de doblar la colada, ni el mito, como la llamaban algunos vecinos para burlarse de ella en la parroquia, ni tampoco el cadáver exquisito que Marià Manent fue libando a cuentagotas y después cocinó y cocinó en almíbar hasta ofrecernos el prodigioso volumen Poemas deEmily Dickinson (1979), una de las más diestras apropiaciones de la historia universal de la traducción engañosa. 

También es verdad que todo se explica porque Dickinson, por sistema, rechazaba explicarse demasiado.

Escribe para sí misma y no para el público. 

Se había recluido en casa para siempre y no se dejaba ver casi por nadie, imagen fundida, tan inmóvil y silenciosa como podía, un fantasma, una intrusa. Al fin y al cabo, qué sabía Manent de lo que podían esconder esos poemas enigmáticos y contradictorios, tan intensos como desconcertantes, tan domésticos como generales. Tuvo que admitir que esa poesía incomprendida era la de una “extraña vida de mujer”, como quien habla de la criatura de otro planeta, de otra naturaleza, impenetrable.

Emily Dickinson no era como nos habían asegurado, la extrañísima dama de Nueva Inglaterra que escribía poemas vehementes y sincopados después de cocer el pan y de doblar la colada.

Luego vino Harold Bloom y nos advirtió de que tuviéramos cuidado con Emily Dickinson, porque era uno de los grandes escritores de todos los tiempos, tan grande como Dante o como cualquier otro escritor bueno de verdad. 

Y que lo que no podíamos seguir haciendo era tenerla guardada en un cajón, cuando teníamos que mirarla más, más atentamente, debíamos lucirla en el escaparate. En todo el mundo se la está volviendo a editar, a repensar, a valorarla que es tratar de entenderla. A traducirla. 

Y en Valencia, tierra de salud, publicaron antes del verano la primera edición completa en catalán de toda la poesía de Dickinson, en una buena editorial universitaria, pero sin que esto trascendiera demasiado. 

Como si cualquier persona culta y catalanohablante pueda seguir leyendo lo que ahora quiera leer, sin más, sin disponer en casa de ese auténtico prodigio literario, de ese gigante del romanticismo más tardío, del que ya no se desgrava en expresión exaltada ni en el descubrimiento del horror, como Byron, como Mary Shelley y Percy Bysshe Shelley, como John William Polidori. 

Es la poesía de una náufraga de la historia, de una prisionera desengañada del mundo y al mismo tiempo impregnada de amor y entusiasmo vital, algo parecido a nuestro Verdaguer, también atrapado en su casa, también disidente contra el poder e igualmente fascinado por la verdad del mal.

Es la poesía de una náufraga de la historia, de una prisionera desengañada del mundo y al mismo tiempo impregnada de amor y entusiasmo vital

Y es que el mal nos despierta de repente, nos espabila para siempre. Quizás ésta es la gran aportación de los románticos. 

Y es que junto a los poetas malditos podemos encontrar a esta Emily Dickinson, recluida en casa, abandonando para siempre la iglesia, desafiando al padre y a la familia, a la comunidad puritana de provincias donde le tocó vivir. 

Cosida en la escritura cotidiana para combatir el nihilismo se alza Emily Dickinson. El mal es verdad, es la pedagogía suprema, cuando no es una máscara en un baile de máscaras en un baile de sociedad. 

El respetable padre, al que ama y reverencia, juez y después miembro de la Cámara de Representantes en Washington, cometió incesto con ella, de noche, descalzo y ridículo, en camisón, bajo el techo cotidiano. Lo mismo puede decirse de su hermano William Austin Dickinson, quien es señalado por su hermana a través de muchas imágenes y de muchos poemas. 

Austin, marido, por si fuera poco, de Susan Huntington Gilbert, la mejor amiga y, probablemente, como asegura casi toda la crítica, amante de Emily Dickinson, el gran amor de su vida. Quizás hay que añadir que la iniciativa erótica no fue escasa en la vida de Austin. 

Fue abiertamente amante de una señora ya casada, Mabel Loomis Todd, quien fue una de las primeras editoras y promotoras de la poesía de Emily Dickinson. 

Y es que los grandes dramas humanos se esconden a menudo dentro de las familias más respetables y son crudas tragedias familiares, cotidianas. Con todo, Emily Dickinson no es una escritora víctima, sino una escritora mucho más grande que su herida.

Imagen: Cubierta de portada de “Forzada por su padre y su hermano” por Jordí Galves.

FUENTE RESPONSABLE: N Revers.El Nacional Cat. Por Jordi Galves.31 de enero 2023.

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¿Por qué no ha estallado el #MeToo en el cine español?

La detención del productor Javier Pérez Santana, en libertad con cargos como presunto agresor sexual, ha reabierto el debate sobre los abusos de los que nuestra industria no habla y menos en vísperas de los Goya.

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Es el miura al que jamás le pusimos capote alguno delante. Baboso y enajenado, nos sigue mirando, desde toriles, henchido de orgullo y estrenando allá donde puede, ganándose hasta las plazas de las que antes huía. En uno de los pitones enarbola su poder económico, silenciador de los acuerdos extrajudiciales que haga falta; en el otro, un peso mediático construido gracias a años de cebo, amigos y membretes de buena conducta. 

Pero ahora, gracias eso sí a unos hechos desgraciados, hay quien ha comenzado a preguntarse por qué, en el cartel del #MeToo español, al contrario que en el estadounidense, el asiático o el latinoamericano, no hay apenas grandes nombres. Figuras, de esas capaces de reventar la taquilla.

Pactos tácitos

La detención y posterior puesta en libertad del productor Javier Pérez Santana como presunto agresor sexual, tras la fiesta de los Premios Feroz en Zaragoza, ha reabierto un debate que, en nuestro país y nuestro cine, realmente, jamás se llegó a cerrar

¿Para cuándo el «ubi sunt», con exclamaciones enrabietadas? ¿Cómo es posible que el mercado del cine mundial se pusiera patas arriba buscando entre sus popes y el cine español no haya dado con apenas migajas? Algo parecido se preguntaba la reciente serie «Autodefensa», de Filmin, en un capítulo en el que numerosas mujeres narraban testimonios en primera o tercera persona de los abusos cometidos en nuestro país, desde aspirantes a actrices hasta productoras, pasando por maquilladoras y responsables de vestuario.

Esa especie de ley del silencio, pacto tácito de nuestro cine consigo mismo y sus cimientos, se puede explicar de varias maneras. La más obvia viene por el uso y costumbre. En la mañana de ayer, en una intervención radiofónica, el escritor Bob Pop, presente en la ceremonia, reconocía haber sido molestado varias veces por el sujeto detenido. 

«Yo no consideré, por mi generación, por cómo me han criado, (…) siquiera que la denuncia fuera una posibilidad». Y es que los discursos, como señalaba el también presentador, han cambiado radicalmente. Fueron varias las ocasiones en las que Yvonne Blake (luego presidenta de la Academia de Cine) o María Jiménez relataron episodios dantescos, a los que no se dio mayor importancia «por el contexto».

Actrices como Aitana Sánchez Gijón, Clara Lago, Marián Álvarez, Leticia Dolera o, más recientemente, Bárbara Rey, han relatado abusos en primera persona desde 2017, con detalles, pero siempre sin nombres. 

La carga de culpa, por supuesto, no está en las víctimas, sino tal vez en una legislación que no protege tanto a las denunciantes como fuera de nuestras fronteras. 

Paz de la Huerta, intérprete española que acusó a Harvey Weinstein de dos violaciones, encontró en la ley americana mucho más respaldo que en la local. Pueden mutar las dinámicas, pero no los códigos de prescripción.

Más allá del trauma psicológico que puede significar volver a un episodio de este calibre para poner nombre y apellidos a una agresión, la ley española marca el «olvido» del crimen en apenas cinco años. ¿Qué sentido tiene, para las víctimas, hablar de lo que ocurrió, por ejemplo, durante «El destape»? ¿Cuántos consentimientos reales hubo en aquella explosión de desnudos posterior a la Dictadura? 

Es, de nuevo, un juego de suma cero en el que siempre ganan los mismos, esos «intocables» de los que se vuelve a hablar ahora.

Y ahí, en la conversación social misma, radica otro de los impedimentos para que el cine español se revise como es debido. Antes de que trascendiera a los medios de comunicación la identidad de Pérez Santana como el detenido, las redes sociales se convirtieron en un lodazal de menciones malintencionadas

Señalando, por ejemplo, a directores o actrices que ni siquiera estuvieron presentes en la gala o la fiesta y que se han significado políticamente. ¿De verdad quiere España un #MeToo o realmente quiere una excusa más para que una lucha política contra la lacra de la violencia machista se convierta en caldo de bancada sectaria?

Sin medios, sin luz

El tercer factor determinante para que, en España, nuestros monstruos sigan nadando en interrogaciones pasa por la libertad de prensa

No fue hasta el verano de 2020, a casi un cuarto de siglo desde la aplicación del Código Penal, que no se generó jurisprudencia a la hora de publicar nombres de acusados e investigados por la Fiscalía. 

Hasta entonces, publicar testimonios que implicaran a sujetos en comportamientos delictivos, sin una prueba física -no suele haberlas, siquiera, en casos de abuso de poder– era una batalla legal perdida para cualquier medio, en una campaña de acoso que las personalidades públicas han sabido explotar históricamente en España, gracias al conveniente formato de la querella.

Por esa misma razón, cuando se han derivado nombres españoles del #MeToo, como el de Plácido Domingo o el del profesor Francisco J. Ayala, las investigaciones han dado inicio, siempre, fuera de nuestras fronteras. 

En el caso del tenor, por un reportaje de «Associated Press» firmado en varias capitales del mundo y, respecto a Ayala, por una investigación interna de la propia Universidad de California y que finalmente se cerró sin denuncia, pero se definió como «comportamiento inadecuado y condescendiente». 

Sin protocolos y sin censura, dentro de las propias empresas productoras o gestoras, es imposible conseguir resultados y, de verdad, dar la estocada a quienes se han sentido impunes durante años.

La extraña necesidad de pasar página

Antes de que acabara el año, coincidiendo casi con su estreno estadounidense, llegó a nuestras carteleras el filme «Al descubierto». La película, protagonizada por Zoe Kazan y Carey Mulligan adaptaba «She Said», el libro en el que las periodistas Jodi Kantor y Megan Twohey narraban la investigación periodística que dio con el productor Harvey Weinstein en la cárcel. 

Más allá de los resultados en taquilla, decentes para un estreno de este calibre, lo que llama la atención es la escasa atención que ha prestado la Academia de Hollywood al filme.

Dirigida por María Schrader, y con todos los tintes de un drama periodístico al más puro estilo «Spotlight», «Al descubierto» no ha obtenido una sola nominación de cara a los Premios Oscar, que celebrarán su 95ª. Edición el próximo 12 de marzo. 

Y es curioso, porque hasta los Globos de Oro, tan metidos de lleno en el lodazal de abusos y comportamientos tóxicos, tuvieron en cuenta el filme. ¿Se trata de una cuestión de «calidad»? 

Complicado, atendiendo año tras año a las decisiones de la Academia. ¿Se trata de una necesidad de pasar página, de seguir operando como si el problema hubiera sido una manzana podrida y no un sistema, todavía vigente, en el que quien más tiene es quien más manda? Chinonye Chukwu, directora de otra de esas películas obviadas por la Academia como «Till» hablaba esta semana de «misoginia» y de, precisamente, esa sensación de que defenestrado Weinstein todo es respeto, paz y alegría, algo muy alejado de la realidad.

Imagen de portada: EFE

FUENTE RESPONSABLE: La Razón. España. Por Matías G. Rebolledo. 31 de enero 2023.

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La historia del Código Hays: luces y muchas sombras en los primeros años de Hollywood.

LA ACCIÓN DETRÁS DE LAS CÁMARAS

Piernas femeninas al aire, chicas que devolvían la violencia con la que eran tratadas, mujeres que mordían y atracaban, mujeres que se besaban… ¿Cómo? Los grupos moralistas empezaron a pedir explicaciones.

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En la noche estrellada del cine de Hollywood, los discursos de agradecimiento de quienes vuelven al hotel con una estatuilla bajo el brazo se trazan en el camino de la réplica, de la insistencia por una realidad que los estudios donde nace la ficción se siguen negando a dejar pasar. Las mujeres no son enemigas, como decía hace días la actriz australiana Cate Blanchett. 

La gente racializada puede representar cualquier papel, como decía la actriz estadounidense Viola Davis. La gente LGTBIQ+ no es un peligro, ni está exento de la felicidad con la que un día la gran pantalla nos hizo soñar para siempre. 

Mientras las tramas afloran y se retuercen como nunca, aún existen márgenes que solo parecen valer para las galas de una noche. Cuando cae el telón del escenario del Teatro Dolby en Los Ángeles, y toda la sala queda vacía, toca esperar otro año de cartelera para comprobar si tantos discursos construyen algo más que palabras. 

«No se puede dudar de que las imágenes en movimiento son un medio importante para la comunicación de ideas. Su importancia como órgano de opinión pública no se ve disminuida por el hecho de que estén diseñados tanto para entretener como para informar», decía ya hace un siglo la Corte Suprema de Estados Unidos. Allá por los famosos años veinte, cuando al cine le faltaba color y sonido, su voz ya era un potente mecanismo de educación.

La gente habla del Hollywood «más inocente» de antaño, imagina a montones de gente haciendo montones de filigranas, como un ensayo eterno, para descubrir las posibilidades de la pantalla. 

Pocos saben que, en realidad, se refieren a una era en la que el concepto de industria ya lo impregnaba todo, y el cine, como tal, tuvo que vigilarse a sí mismo. Esa inocencia que desde la distancia de los años se le atribuye fue más bien una daga que dividió su historia en dos eras: el cine «pre-Code» y el «post-Code». ¿Qué significó cada uno de estos tiempos?

Desafiando ideas y creencias

Desde los albores de la imagen en movimiento, su manejo no era otra cosa que un empuje constante a los límites de la narración. Desde la narrativa de un relato en sí mismo hasta la vida de las personas que se situaron delante y detrás de las cámaras para hacerlo posible, el cine como medio nació se utilizó para entretener desafiando ideas, creencias y estereotipos: una pareja de actores afroamericanos se besaban en Something Good – Negro Kiss mientras una mujer, Alice Guy-Blaché se grababa a sí misma dirigiendo. 

Aquello parecía el glorioso camino hacia una sociedad moderna.

Fotograma de Something good – Kiss your negro, de 1898. (Wikimedia)

Piernas femeninas al aire, chicas que devolvían la violencia con la que eran tratadas, mujeres que mordían y atracaban, mujeres que se besaban… Los grupos moralistas empezaron a pedir explicaciones. 

No les gustaba la desaliñada despreocupación de Mae West en I’m No Angel, tampoco la promiscuidad de Barbara Stanwyck en Baby Face (¿cómo puede una joven defenderse del proxenetismo al que la exponía su propio padre decidiendo escapar de él?), mucho menos con la epopeya bíblica de Sign of the Cross de Cecil B. DeMille. Decidieron que ya habían visto bastante.

Mae West en No soy ningún ángel, de 1933. (Wikimedia)

Evidentemente, no es que dejaran de acudir a las salas, los asombrados por «tanta» libertad hicieron uso de la jurisprudencia para bloquearla. Y así, nació en 1930 el Código de producción de películas, más conocido como el Código Hays. Su fin no era otro que el de controlar mejor lo que la gente vería en la pantalla, por lo que también el de restringir quién podría contar esas historias.

Un mero «negocio»

Hasta ese momento, habían sido los organismos gubernamentales los que habían sido responsables de asegurarse de que las películas fueran «apropiadas para el público». Existía una enmienda particular para ellas desde que en 1915 la Corte Suprema decidiera que los filmes eran tan poderosos que debían ser regulados. Es decir, las películas eran un mero «negocio», sin ápice de arte, capaces de hacer el bien y el mal.

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Como explica en Jstor la investigadora especializada en historia y cultura pop Kristin Hunt, se conformaron juntas de censuras locales aupadas por líderes religiosos: «Varias ciudades y estados buscaron frenar la influencia moral de las películas a través de leyes de censura. Chicago aprobó la primera ordenanza de este tipo en 1907, mientras que Pensilvania se convirtió en el primer estado en promulgar la censura cinematográfica en 1911. 

Estas leyes ganaron popularidad después de la decisión de la Corte Suprema en un caso de la Mutual Film Corporation. En el mismo, la Corte dictaminó que las películas ‘no debían ser consideradas como parte de la prensa del país ni como órganos de opinión pública’. 

Los tribunales estatales y federales inferiores mantuvieron esta postura consistentemente y, al hacerlo, empoderaron a las juntas de censura». 

Mientras tanto, se sucedían cada vez más acontecimientos en paralelo al negocio que desprendían las películas para el periodismo sensacionalista de la época, consumido masivamente como el trabajo de las estrellas de cine sobre las que se escribía. La fama comenzaba a tener el sentido de hacer públicos a sus personajes, así que todo lo que hacían fuera de los estudios de grabación todos estos actores y actrices también era interesante.

La guerra del cine entre las guerras

Si la primera gran censura de la industria cinematográfica ocurrió, efectivamente, enmarcada por la Primera Guerra Mundial, el siguiente nivel de la misma llegaría durante la Gran Depresión. 

«La industria se vio sacudida entonces por escándalos realmente grandes: la muerte de la actriz Olive Thomas, el asesinato de William Desmond Taylor y la violación de Virginia Rappe por el popular actor Roscoe ‘Graso’ Arbuckle», señala la curadora Maria Lewis en una entrevista para la revista ACMI.

Portada de una copia en papel del Código Hays. / Una foto de 1940 de Whitey Schafer que subvierte deliberadamente las restricciones del Código. (Wikimedia)

Era 1922 cuando el mecanismo de censura empezó a pasar a manos de organizaciones privadas. En aquel año se formó la Asociación de Productores y Distribuidores de Películas (MPAA, o MPPDA en sus siglas en inglés) y William Hays, un político republicano y ex director general de Correos del país norteamericano, fue elegido su presidente. Para la década de 1930, Hays se convertía en dueño y señor del negocio contra el negocio. Tanto es así que a la reglamentación, ampliada y reforzada, la apodaron con su propio nombre. 

Coescrito por un sacerdote católico y el editor católico de Motion Picture Herald, un periódico comercial de la industria cinematográfica de la época, el Código Hays determinaba un molde del que las productoras no debían salirse si querían mostrar su película. Un auténtico “documento moral”, como escribió el productor de cine y censor Geoffrey Shurlock en The Annals of the American Academy of Political and Social Science.

Un cambio liberal en la cultura

Es cierto que, el primer objetivo principal de la MPPDA bajo el liderazgo de Hays fue hacer cumplir las regulaciones federales que ya existían sobre películas, pero no tardó en volverse de lo más absolutista. No, no fueron más que unos pocos años en la historia del cine: fue un cambio liberal en la cultura.

the big sleep

Según explica el profesor emérito de Comunicación en la Universidad de Missouri Gregory D. Black en su libro Hollywood Censored de 1996, el Código «fue una combinación fascinante de teología católica, política conservadora y psicología popular, una amalgama que controlaría el contenido de las películas de Hollywood durante tres décadas». 

Estas pautas dieron forma a gran parte de lo que hoy consideramos la Edad de Oro de Hollywood, un halo de luces (pero también muchas sombras) que aún envuelve la alfombra roja de los Oscar. Se prohibió toda referencia que resultara una blasfemia, también la desnudez sugerente, la violencia gráfica o realista, las persuasiones y, por supuesto, las escenas sexuales. 

Además, el texto marcaba los límites sobre el uso del crimen, el vestuario, la música y el baile, el sentimiento nacional y la moralidad. Por si fuera poco, se prohibieron las burlas a la religión y la descripción del uso de drogas ilegales, pero también cualquier tipo de romance interracial, los complots de venganza y la demostración de un método delictivo «con la suficiente claridad como para que pudiera ser imitado».

Desafiando las normas

En definitiva, unas cuantas frases señalaron a los cineastas, y unos cuantos ojos decidieron que, mientras las guerras continuaban y el sistema violentaba derechos básicos a miles y miles de personas dentro y fuera del país, la pantalla no podía ser un cristal sino un tupido velo: solos mujeres y familias «sanas», matrimonios «sanos», criminales «insanos». 

Vamos, no se podían representar la mayor parte de los diálogos de Shakespeare, pero sí se podía colgar una manta en la habitación de un motel en Sucedió una noche e infantilizar a Claudette Colbert mientras Clark Gable la avergüenza en escena con un tutorial improvisado sobre «cómo se desnuda un hombre». Colbert huyó (de hecho, obtuvo un Oscar por huir) y se mantuvo esa decencia angelical que el poder quería imponer.

Claudette Colbert y Clark Gable en Sucedió una noche. (Wikimedia)

Así, varias manos pasaron años cortando fotogramas en unas oficinas que se resistían a aceptar cualquier realidad, incluso la imaginaria. Si una película no llevaba el sello como seña de haber pasado dicho proceso, no llegaría a las grandes pantallas. Sucedió una noche fue una de las primeras películas en seguir este código. Estrenada en 1934, en ellas no hay «escenas de pasión», sino una tímida Claudette Colbert (que ya había protagonizado más de una película en la etapa previa a la censura) que debe proteger su cuerpo de los ojos de Clark Gable tapándose con todo lo que encuentra en la noche.

Las cineastas expulsadas

Sin embargo, subraya Lewis, cineastas como Dorothy Arzner, «que continuaron el legado de mujeres pioneras del cine como Lois Weber, siguieron empujando los límites conservadores del nuevo Hollywood de Hays». 

Como cineasta abiertamente queer y la única directora activa durante la Edad de Oro de Hollywood, realizó películas abiertamente feministas como la primera película sonora dirigida por una mujer, The Wild Party (1929), y Dance, Girl, Dance (1940), esta última un cuento repleto de bailarines burlescos que desafía la mirada masculina (y al público).

Un cartel promocional de la producción de Lois Weber. / La actriz Mary MacLaren en una escena de Shoes, dirigida en 1916 por Weber. (Wikimedia)

De hecho, a medida que las películas sonoras comenzaron a convertirse en el formato preferido entre el público a finales de la década de 1920, las historias progresistas aún se deslizaban por las grietas hasta, al menos, 1935. 

Fue con el nombramiento de Joseph Breen por parte de Hays como nuevo administrador lo que provocó que cineastas como Arzner comenzaron a verse expulsadas y expulsados de la industria. 

El tratamiento de los personajes femeninos en aquellos años era, al contrario de lo que suele creer quien no ha visto una película de entonces, más progresistas que la mayoría de las que llegaron décadas después, y el público las adoraba. 

Durante la Gran Depresión, las películas eran una forma de entretenimiento barata y accesible, y un escape necesario de las dificultades de la época. Según las estadísticas, el público llegó a comprar hasta 80 millones de entradas de cine a la semana solo en el año 1930, y actrices como Norma Shearer, Joan Crawford, Claudette Colbert, Katharine Hepburn, Miriam Hopkins, Bette Davis y Marlene Dietrich condujeron la taquilla.

Joan Crawford, Rosalinda Russell, Norma Shearer y Joan Fontaine en una escena de Las mujeres, de 1939. (Wikimedia)

Tras aquel velo de mujeres aceptadas por el nuevo cánon de belleza que el propio cine determinó, al final, fueron ellas las más perjudicadas: La aplicación del código también provocó que el trabajo de directoras como Mabel Normand se perdiera casi en su totalidad en la historia. Conocida por sus actuaciones, Normand atravesó los puestos como la «madre de la comedia». 

Dirigió la primera interpretación de Charlie Chaplin de su famoso personaje The Tramp (El Vagabundo) y es considerada la primera persona en romper la cuarta pared en el cine. Colaboradora frecuente de Buster Keaton, dio forma a varias escenas famosas del actor.

Tuvieron que sucederse unas dos décadas y el desarrollo del cine en Europa para que el asunto fuera mermando. Después de la Segunda Guerra Mundial, los movimientos cinematográficos radicales comenzaron a brotar, y las críticas a las restricciones se hicieron artísticas. 

Pero si alguna película demostró que el Código Hays era absurdo y peligroso esa fue Con faldas y a lo loco de Billy Wilder. Hombres travestidos, asesinos, borrachos y mujeres valientes y sensuales, la película en realidad no fue aprobada por la PCA. Pero, por supuesto, eso no importó porque la película se convirtió en un gran éxito y hoy en día se considera un clásico de la comedia.

El Código Hays fue finalmente reemplazado en 1968 con el sistema de calificación de películas MPAA que todavía se usa en la actualidad. Si bien las calificaciones de la MPAA no llegan tan lejos como el Código Hays original, siguen siendo responsables de evitar que gran parte de Hollywood «cruce la línea». Aparecieron entonces otras formas de psicosis.

Imagen de portada: Norma Shearer en una escena de ‘La divorciada’, de 1930. (Wikimedia)

FUENTE RESPONSABLE: El Confidencial. Por Carmen Macías. 25 de enero 2023

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«La empleada doméstica es una figura tremendamente incómoda en la cultura latinoamericana, presente en ciertas clases sociales en regímenes de semiesclavitud»: entrevista con Alia Trabucco

La niña muere y lo sabemos desde el comienzo. Nos lo cuenta Estela, la empleada doméstica, sirvienta, criada, muchacha de la limpieza o nana, según el país donde estemos.

En este caso es Chile, donde es habitual el término nana, especialmente cuando se cuida a niños, aunque después de años de lucha sindical por sus derechos laborales, ellas quieran ser llamadas trabajadoras de casa particular.

Cuando Estela llega a su nuevo trabajo, la señora está embarazada de la niña, y la niña muere cuando tiene 7 años.

Estela es la protagonista de «Limpia», la nueva novela de Alia Trabucco (Santiago, 1983). Ella viene del sur a la capital para trabajar un tiempo corto como interna, es decir, viviendo en la casa de sus jefes o patrones, la señora y el señor, los dueños de casa, para hacer las tareas domésticas y cuidar a la niña.

La autora de la aclamada novela «La resta» y del libro «Las Homicidas», que cuenta historias de mujeres asesinas, entra ahora en la vida de las empleadas domésticas:

«Una figura tremendamente incómoda en la cultura latinoamericana, presente en ciertas clases sociales en regímenes de semiesclavitud como es el caso de las trabajadoras de puertas adentro, como se dice en Chile, o cama adentro, como se dice en Argentina, porque supone la suspensión de la propia vida en favor de la existencia de otro».

Alia Trabucco formará parte de los diálogos del HAY Festival de Cartagena.

¿Por qué anuncias la muerte desde el principio, tienes una visión trágica de la vida?

Hay cosas trágicas, pero no tengo esa visión, porque no creo que sepamos los finales de las historias, salvo el único gran final de que vamos a morir y sin embargo, seguimos viviendo.

Esa contradicción está presente en las tragedias griegas, donde te dicen quién va a morir, a quién le van a sacar los ojos, quién se va a acostar con su madre.

Estela dice «la niña va a morir» y eso produce la suficiente curiosidad, ¿pero qué pasa en las páginas siguientes? Limpia, refriega, corta una cebolla, cocina, piensa, reflexiona y cuenta su propia historia.

«Me entrené como se entrenan los deportistas para aguantar el dolor», dice Estela, y se convierte en la que «preparaba pollo a la cacerola», «limpiaba las costras de caca de la loza del guáter» y «recogía los pelos atorados en la boca abierta del desagüe.» ¿Por qué habla con esa crudeza?

Me sirvió leer «Las criadas», de Jean Genet, una obra donde las empleadas están enojadas y son muy irónicas.

Me parecía valioso que no tuviera los típicos sentimientos que tiene que tener: gratitud, cierta sumisión, tal como está retratada en la literatura latinoamericana. Me preguntaba ¿qué pasa si el personaje tiene otro tipo de voz y otra actitud?

Y así surgió Estela, que tiene un espesor reflexivo y que al mismo tiempo ironiza con las expectativas de cómo tendría que hablar alguien como ella.

Tiene rabia, también siente cariño y siente desesperación. Vive en una gran soledad y tiene una tremenda lucidez a la que también tiene derecho.

FUENTE DE LA IMAGEN – EDITORIAL LUMEN

La señora llega con un vestido nuevo y Estela se lo prueba a escondidas pero su jefa la descubre, y le dice «lávalo». ¿El contacto con su piel lo ha ensuciado?

Hay una violencia en hacer que otro haga la limpieza, pero que no vaya a ensuciarte. El racismo y clasismo que hay detrás de eso me parece brutal.

Hay un momento en que Estela ironiza sobre el hecho de que le moleste a los patrones que ella lave su ropa al mismo tiempo, en la misma carga de la lavadora.

Son cosas que uno ve: comer por separado, otro tipo de comida, microviolencias que están presentes en este tipo de relaciones tan verticales, gestos que hablan de una manera de ser de nuestros países y que todavía no se subvierten, por más que ha habido impulsos democratizadores.

¿Tuviste alguna vez una nana?

Desde que soy independiente y vivo sola o en pareja, no. Pero cuando niña, tanto mi papá como mi mamá trabajaban fuera de la casa, y esa figura estuvo presente en mi infancia.

Es un tipo de trabajo que lentamente ha ido cambiando, al menos en su lógica de puertas adentro, pero sigue existiendo mucha desregulación, donde el adentro y el afuera, el trabajo y el cariño, se mezclan de una manera ambigua, cercana al modelo hacendal.

Al llegar Estela se siente una extraña, pero de pronto eso cambia «cuando comenzó a pedirme que le lavara a mano sus calzones, a decirme Estelita, la niña vomitó, échale cloro al piso, por favor». ¿Es este tipo de relación a la que te refieres?

Ha habido cambios importantes al nombrar el trabajo como lo que es, porque ir a la casa de alguien a limpiar, cocinar y planchar es ir a trabajar con un horario, un contrato, condiciones que han sido conquistadas hace muy poco.

Estuve revisando la historia del sindicato, sus demandas; es impactante la lucha que han dado y terrible la exclusión que han sufrido dentro de las propias clases populares, porque su labor no era vista como trabajo.

Tengo la impresión de que el puertas adentro ha tendido a desaparecer y se ha ido formalizando, porque Estela no tiene horario y ella simplemente no sale nunca de su lugar de trabajo.

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES

¿Estas trabajadoras le facilitan a otras mujeres la posibilidad de desarrollarse fuera de la casa?

¿Por qué lo verbalizamos de ese modo? Es como si la que explota a la trabajadora es la mujer porque sale, ya que la responsabilidad de la casa es suya, pero en realidad es una explotación de la familia como institución profundamente opresora.

Yo misma lo repetí, pero luego me quedé pensando: ¿por qué el marido sale sin culpa? Tiene que ver con una estructura patriarcal que al otorgarle ese rol a la mujer la obliga a ponerse en esa posición.

¿Y cuántas de las filósofas, las grandes académicas, han tenido que recurrir a esto para cumplir el deseo de ser madres y no renunciar a sus vidas intelectuales y profesionales?

Es una contradicción que está sin resolver, muy presente en ciertas clases sociales y en cierto tipo de mujer que ha podido insertarse a este sistema con un costo tremendo para otras, sin pagar correctamente, sin estimar el trabajo.

¿Los padres delegan parte de la crianza y cuidado de sus hijos a las nanas, porque hacerlo todo es insostenible?

No emito juicio respecto de que la crianza sea algo hecho en colectivo. Me parece una locura que la sociedad esté en una vuelta conservadora de exigirle a las familias y a las madres ser unas súper madres, que estén en la crianza mañana, tarde y noche. Es un retroceso gigantesco para las mujeres.

Aparece como algo liberador y deseado, pero no están las estructuras para apoyar a las mujeres ni a las familias. Se les impone una exigencia brutal de ser no solo esposas y madres, sino trabajadoras excepcionales, ganar sus propios sueldos y ser exitosas profesionalmente mientras crían al 100% del tiempo.

Es necesario que la sociedad se haga cargo de la crianza también, establecer lazos comunitarios con la familia y fuera de ella a través de las instituciones, devolverles la confianza.

La demanda me parece irrealizable y profundamente machista, y se le está dando una vuelta de tuerca como si fuera feminista, con cosas que son armas de doble filo.

Siento que, en los años 80, las madres llevaban a sus hijas e hijos a salas cunas y a jardines infantiles con menos culpa que ahora.

Es tramposo y recomiendo la lectura del libro de Lina Meruane «Contra los hijos», sobre las exigencias neoliberales respecto de la maternidad.

FUENTE DE LA IMAGEN,©LORENA PALAVECINO PENGUIN RANDOM HOUSE

La niña también está muy exigida: debe tocar el piano, ser un as en matemáticas, valiente en la piscina… ¿El hijo como trofeo o manifestación de éxito de sus padres?

Es una niña totalmente atrapada, como sus padres, en exigencias de perfección y de éxito que ya caen sobre ella desde antes de nacer; es una especie de producto neoliberal también.

Sufre tremendamente y está angustiada, desesperada, y eso se manifiesta en cuestiones físicas como comerse las uñas, los padrastros y las cutículas y otros actos de violencia hacia su propio cuerpo que yo quise trabajar porque lo veo.

¿Dónde lo ves?

Veo, veo ansiedad, veo a padres angustiados y a hijos angustiados. He visto a niños que se sacan el pelo y que se dejan pelones en la cabeza. ¿Qué es esa ansiedad? Son seres vulnerables.

La niña por un lado es completamente insoportable y a la vez produce una gran angustia y una gran ternura, porque es frágil, pero sigue siendo el producto de sus padres y de esta sociedad, y es una especie de protopatrona desde la primera infancia, pero con toda esa autoagresión.

Me parecía interesante tratar una infancia más gris, porque suele ser abordada desde la pura inocencia.

La niña no come. ¿Es la manera que tiene de rebelarse?

Es desesperación, porque la rebelión requiere un poco más de conciencia. Son maneras de llamar la atención y mandar señales de alerta, de expresar una desesperación que está no vista, porque esa niña no es vista por sus padres.

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«Una niña infeliz, una mujer que aparenta y un hombre que calcula», observa Estela. ¿Es la única que ve a la niña?

Efectivamente, la está mirando y es consciente de su soledad, algo que era bonito de explorar.

Está la idea de que una trabajadora doméstica está ahí, en la casa, y es tratada como si no tuviera ojos, como si no tuviera voz.

Me parecía desafiante que mirara con atención y lucidez, porque lo que se ve debe ser muchísimo. Es el tras las cámaras de una familia, el tras las cámaras de la sociedad: el sexo, la suciedad, la violencia, la exigencia, las pastillas de la patrona, las ratas.

Todo lo ve, ve la podredumbre.

También ve a la niña y empatiza, la quiere y sin embargo, no la quiere, me interesaba ese vaivén y explorar la posibilidad de un sí y un no verdadero.

Entonces, la que se rebela es Estela…

Su voz exuda rebelión, porque ella sí está consciente, y creo que es algo que resulta especialmente aterrador para algunas personas: la posibilidad de una trabajadora doméstica con este nivel de conciencia social, aterrador.

Como es habitual, ella tiene un dormitorio al lado de la cocina -«ahí viví yo durante siete años, aunque nunca, ni una vez, la llamé ‘mi pieza'»-. ¿Por qué se queda tanto tiempo en una casa que no es la suya?

Leí varios testimonios y trabajos académicos sobre trabajadoras puertas adentro en Chile y me llamó la atención este irse quedando.

Podría ser un trabajo temporal, pero está mal pagado, no es posible ahorrar, entonces dejarlo es difícil y para mujeres que no son de la ciudad implica pagar un arriendo.

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES

Para la protagonista, el trabajo se va volviendo una trampa.

Estela se va quedando porque como le dice su madre es una trampa, no es por voluntad, ni porque esté contenta, es un camino para ayudar a su familia; lo vemos en los migrantes ahora, son caminos para ganarse la vida, pero ¿qué pasa con la propia? La pregunta es desoladora.

¿Y cómo son las bambalinas de la sociedad que observa a través de esa familia?

Ve una parte de la sociedad, porque es una familia burguesa contemporánea, no está en la familia popular ni en las familias de clase media.

Son profesionales jóvenes, exitosos, con dinero. Pero lo que está entrando por la ventana o por la televisión es un descontento hondisimo, que termina explotando, y que en Chile tuvo la posibilidad de canalizarse en un proceso constitucional y fracasó.

Entonces sigue ahí y es una bomba de tiempo.

Está muy tensa la sociedad chilena y no solo la chilena, estamos viviendo en un modelo insostenible que nos conduce colectivamente a la muerte. El descontento está en América Latina, está en Europa, en Estados Unidos, en todas partes, el modelo bajo el cual vivimos no da más.

«Limpia» es una palabra de muchas lecturas, ¿por qué la eliges?

Está el rol de limpieza de la mugre de otros; está la exigencia de ser pulcra, pero también es una orden: «¡Limpia!».

Incluso está la idea de un ser humano limpio, una exigencia que se le impone a la trabajadora, pero también a su patrona, el tener vidas sin impurezas, sin tropiezos.

Limpia contiene otra palabra: impía, que es la idea de pecar y transgredir.

Tiene algo misterioso, bonito, potente y algo violento también si se usa en otros sentidos: cuando se habla de limpieza étnica, que es un eufemismo del asesinato de quienes no pertenecen al mismo grupo; cuando se habla, como ocurre en Chile, de limpiar las calles, expulsar a vendedores ambulantes, personas sin casa o migrantes; aquellos que la sociedad califica como prescindibles o indeseables, y en ese sentido, como «sucios».

En la idea de limpieza hay una violencia radical, oculta un deseo de pureza que niega lo mezclado y lo impuro o sucio en la propia identidad.

Y a pesar de que todos conocemos el final de la vida, ¿cómo logramos seguir viviendo?

Nos hacemos las locas y los locos. Si no, sería invivible. Nos hemos negado a la muerte y tal vez si nos negáramos menos, tendríamos una relación más sana con la vida.

Antes las personas sabían que iban a morir, morían en sus casas; ahora, ¿quién muere en su casa? Se muere más en el hospital, entubado.

Si la muerte formara parte de la vida como una cuestión menos terrible, me pregunto si no incidiría positivamente en nuestro vínculo con el cuidado, con la naturaleza y en nuestros vínculos con los demás también.

BBC Mundo habló con Alia Trabucco en el marco del Hay Festival Cartagena de Indias, que se celebra del 26 al 29 de enero.

Imagen de portada:©LORENA PALAVECINO PENGUIN RANDOM HOUSE

Este es el tercer libro de Alia Trabucco.

FUENTE RESPONSABLE: Diana Massis 

HayFestivalCartagena@BBCMundo 24 enero 2023

Sociedad y Cultura/América Latina/Chile/Colombia/Empleo/ Explotación laboral.

Claudia Piñeiro: «Quería que hubiera voces de mujeres pensando distinto»

Publicó la novela «El tiempo de las moscas»

La escritora vuelve al personaje que protagonizó Tuya para enfrentarla a un nuevo abismo: una mujer, atravesada por el odio, busca ejecutar una venganza. En la novela aparece un coro, que funciona como caja de resonancia de los debates del presente. 

Vida nueva, nombre nuevo. Después de quince años de haber estado presa por matar a la amante de su exmarido, Inés Experey –antes de apellido Pereyra- queda en libertad. Ahora lleva el cabello blanco, en el mundo entero se liberaron las canas, y tiene con la Manca, la única amiga que hizo dentro de la cárcel, una empresa doble: ella se encarga de fumigar, “control inofensivo de plagas”; su amiga y socia es una detective privada. El mundo ha cambiado y ella percibe que “muchas batallas se libran en la palabra que cada una elige” y que mucha gente no busca el exterminio a diestra y siniestra de insectos sino que le solucionen la contradicción: “matame la cucaracha, pero salvemos al mundo”. Una de las clientas de Inés le propone algo que puede desplazarla al borde de la ilegalidad. En El tiempo de las moscas (Alfaguara), Claudia Piñeiro retoma al personaje que protagonizó Tuya para enfrentarla a un nuevo abismo en que una mujer, atravesada por el odio, busca ejecutar una venganza.

Piñeiro intercala la historia de Inés y la Manca, una especie de Thelma y Louise del conurbano, con un coro de mujeres donde se debaten temas como los avances del feminismo, el lenguaje inclusivo y el aborto, entre otras cuestiones. La narradora, dramaturga y guionista de TV, autora de las novelas Las viudas de los jueves, Elena sabe, Las grietas de Jara, Betibú, Un comunista en calzoncillos, Una suerte pequeña, Las maldiciones y Catedrales recuerda en la entrevista con Página/12 cómo surgió su última novela. El escritor Guillermo Martínez dio unos cursos en Estados Unidos y llevó tres novelas latinoamericanas para compartir con sus alumnos. Entre esas novelas estaba Tuya. Cuando volvió del viaje, él le dijo: “tenés que hacer una continuación de Tuya”. ¿Pero cómo, si la protagonista termina en la cárcel porque mató a la amante del marido? “Guillermo me dice como Patricia Highsmith en El talento de Mr. Ripley que mató, pero uno quiere seguir viendo qué pasó y cómo zafa de todas esas circunstancias. En la pandemia, cuando estábamos encerrados, me empezó a dar vueltas la idea y empecé a hacer los cálculos de cuánto tiempo había pasado para que ella saliera de la cárcel porque no me atrevía hacer una novela con ella en la cárcel, que es un mundo que no conozco”, aclara la escritora que ganó el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, el Premio Pepe Carvalho del Festival Barcelona Negra, el Premio Dashiell Hammett de la Semana Negra de Gijón y fue finalista del International Booker Prize en 2022.

Mirada incluyente

-El coro en la novela es como una caja de resonancia de los debates del presente. ¿Cómo surgió?

-Tuya es una novela que básicamente transcurre en la cabeza de Inés. Cuando pensé en traer a Inés al presente, uno de los problemas que tenía para contar esta historia era que no podía transcurrir solamente en la cabeza de Inés. La cabeza de Inés, que en aquel momento causaba gracia porque era muy machista, hoy sería patética más que graciosa. Entonces tenía que modificarse algo y recibir influjos del afuera. Inés se adaptó y no puede decir todo lo que piensa. Dice algunas cosas, otras las pone entre paréntesis, otras las calla. Yo quería que hubiera voces de mujeres pensando distinto. El coro de mi novela surge como el coro de la tragedia griega, que es la comunidad que viene a hablar sobre lo que está sucediendo en escena.

-¿Qué debate propone la novela, desde el coro, respecto del movimiento de mujeres y los feminismos?

-La cuestión más álgida hoy tiene que ver con el movimiento trans dentro del feminismo, que para mí por supuesto está dentro del feminismo, pero que en otros países como España la mitad del feminismo está a favor y la mitad en contra con discursos bastante violentos, desde mi punto de vista. Me parece que en Latinoamérica tenemos una mirada mucho más incluyente, sabemos que las peleas son comunes y que tenemos que salir todas juntas porque somos discriminadas. Casi no se escuchan voces tratando de excluir a una parte del movimiento feminista. Me parecía que era un poco cobarde no meterse con ese tema en la novela. En el 8M de España este año hubo dos marchas: una del feminismo trans-incluyente y otra del trans-excluyente. No puede ser que nos estemos peleando cuando todavía no hemos resuelto cosas muy importantes.

-El vínculo de Inés con la hija pareciera que no se modifica en la novela; con la maternidad ella hizo lo que pudo. En cambio con la nieta quizá pueda construir un vínculo diferente, ¿no?

-Ella, claramente, nunca se sintió madre. Como el vínculo con su hija está roto, Inés se permite decir lo que sea. Me gusta que en la curva dramática de los personajes se puedan dar modificaciones, como esta que señalas, pero que esas modificaciones no sean poco naturales para el personaje. Inés puede hacer una pequeña modificación, pero no puede no ser Inés. Si yo hubiera hecho que al final ella dijera que es lindo ser madre, no hubiera sido Inés; era un final no era pertinente para el personaje. Si me dijeras qué me imagino de un vínculo de Inés con su hija, a posteriori de la novela, quizá puedan conversar, pero nunca va a ser un vínculo madre e hija. La maternidad está muerta en esa relación.

Murmullo de género

-Otra cuestión que aparece en un momento de la novela es la transición de género en un adolescente. ¿Por qué te interesa indagar en este tema?

-Me resulta difícil contestar porque nunca pienso en el tema sino en el personaje. Primero apareció la señora Bonar, que hace todo el planteo que desencadena la novela, una madre absolutamente rígida. En uno de los coros de la novela una mujer se pregunta: “¿Quién te dio derecho a pensar cómo tiene que ser tu hijo?”. Hay en la maternidad una cosa de pensar cómo deberían ser tus hijos y muchas veces te imaginás que van a ser a tu imagen y semejanza y después cada hijo es lo que va a ser. En el tema de la transición hay padres que saben acompañar y padres que no. Imagino que no debe ser nada fácil. Nadie se embarca en una cosa tan dolorosa desde muchos aspectos si el dolor que te produce permanecer con un sexo asignado, que no es el que sentís que sos, no te lleva a modificarlo. Siempre me gusta llevar a los personajes al abismo y la transición de género debe descolocar a muchos padres que tienen que tomar decisiones muy difíciles con respecto a qué hacer con sus hijos. La novela no está planteada tanto desde el que transiciona sino de lo que pasa a los otros alrededor del que transiciona. Entonces al ponerlos en el abismo de la transición aparece la pregunta “qué hago si”… En todas mis novelas hay adolescentes que están muy en el límite de lo aceptado socialmente y que son los más libres. En Las viudas de los jueves, los jóvenes que eran outsiders dentro del barrio cerrado eran los que veían con más claridad; en Las grietas de Jara la hija ve con más claridad lo que le pasa al padre y a la madre; en muchas de mis novelas los adolescentes aparecen vistos como raros y sin embargo son los que ven mejor lo que está pasando. En esta novela la nieta de Inés es la que mejor ve.

-¿Compartís la fascinación de Inés con las moscas?

-Ahora sí, antes no. En otras sociedades las moscas no son algo malo. ¿Por qué la mariposa sí y la mosca no? Porque tenés en la cabeza que las moscas van a la basura. En la novela, las moscas funcionan como las mujeres que están haciendo ese sonido, ese murmullo que molesta: “basta, no me hablan más de estos temas; ya te dimos la Ley del Aborto, no sigas hinchando con este murmullo de género”. Hay siempre una cosa despectiva con respecto a los planteamientos de las mujeres, que son oídos como una queja que ya no hace falta, como si ya nos hubieran dado todo lo que requeríamos; entonces para qué se siguen quejando.

-Hay mucho más para seguir luchando, ¿no?

-Si, en muchos sentidos. La Ley de Cuidado es algo que hasta que no la tengamos no va a haber igualdad entre los hombres y las mujeres, como dice la novela con respecto al trabajo y las mujeres. El problema de las mujeres en los trabajos es la maternidad, porque como está la sospecha de que van a ser madres y van a tener que retirarse a atender a sus hijos porque nacieron o porque se enfermaron siempre se las ve a las mujeres como trabajadoras con una falla. Entonces tienen más problemas para llegar a determinados puestos. En todo lo que tiene que ver con la Ley de Cuidado y con el trabajo seguimos siendo muy discriminadas.

-Todavía hay diferencias entre el salario de una trabajadora y un trabajador

-Dicen que no digamos eso porque ya no es más así, pero me acuerdo que cuando trabajaba en empresas y discutía con el dueño sobre los sueldos de los empleados me decía: “este es varón, tiene que mantener a su familia”, cuando está lleno de hogares monoparentales y además el salario no remunera una situación, remunera un trabajo. Si lo hace una mujer o lo hace un hombre debería ser lo mismo. Pero te dicen que cuando hay que calificar califican mejor los varones. Por ejemplo, en el Consejo de la Magistratura suman puntos para determinar quién tiene que ser. Como a la mujer no la dejaste publicar en revistas técnicas o profesionales, no accede a puestos antes, entonces no tiene el mismo puntaje porque a las mujeres no las dejaban entrar a esos lugares donde les dan puntajes. De a poco se va modificando, pero todavía falta mucho más. Entonces es cuando te dicen: “basta, estamos cansados de escucharlas”. Nosotras, en siglos y siglos de ser ciudadanas de segunda, ¿te parece que no estamos cansadas?

El avance de la ultraderecha

-¿Qué es lo que más molesta de las voces de las mujeres en la escena pública?

-Yo creo que corre del centro a los hombres que estaban acostumbrados a ser el centro. Muchos te dicen genial, las apoyamos, pero ahora hablemos del avance de la ultraderecha en el mundo. Ajá, muy bien, ¿hace cuántos años las mujeres venimos denunciando el avance de la ultraderecha, que nos agredía en las redes y hacía videos con nosotras para evitar la Ley del Aborto, con fotos mías y de Actrices Argentinas? La ultraderecha ha sido desde hace años un lugar desde donde fuimos maltratadas. Y lo hemos denunciado, pero nadie nos escuchaba. Cuánto tiempo hace que desde el movimiento de mujeres venimos advirtiendo sobre la gravedad de los discursos de odio. Nos dicen: “son cuatro trolls”. Nadie nos tomaba en cuenta hasta que pasó el atentado a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, donde se dieron cuenta de que los discursos de odio pasan al acto muchas veces. Es muy impactante que la ultraderecha ahora se queja no solo del lenguaje inclusivo, de todo lo que tiene que ver con los derechos de las distintas minorías, también agregaron los temas ecológicos de la agenda feminista. También está mal que hablemos de los incendios de Rosario o de la economía extractivista. Nosotras vemos que ahí hay un grave problema no solo para las mujeres sino para el mundo. En la última convención de Vox en España llevaron este tema: los discursos ecologistas de los movimientos feministas. ¿La agenda ecologista está mal también? Es increíble, ¿no?

-En los concursos y premios literarios como el Nobel (que lo obtuvo la escritora francesa Annie Ernaux), la diferencia entre varones que lo ganaron respecto de las mujeres es abrumadora: 17 escritoras en 121 años de historia.

-Y va a pasar mucho tiempo hasta que pueda haber igualdad. Por supuesto salieron voces a decir que no correspondía porque era una “literatura del yo”, porque hablaba de los temas de las mujeres, porque tiene un libro sobre su aborto, otro sobre su iniciación sexual, otro es de la relación de su padre con su madre. Como lo dije un montón de veces, a los hombres no les enseñaron como a nosotras a armar el masculino a partir del otro género. Nosotras leemos la Carta al padre de Kafka, La invención de la soledad de Paul Auster y tantos libros sobre padres e hijos y no decimos que es una literatura menor porque está hablando de una relación entre padre e hijos. En cambio la literatura que escribe alguien sobre la relación madre e hija parece literatura menor. (Gilles) Deleuze en su ensayo “Kafka. Por una literatura menor” habla del valor que tienen las literaturas escritas desde los márgenes, desde ser una mujer o ser una persona que pertenece geográficamente a una parte del mundo relegada. Deleuze dice que hay que cavar en la tierra como si fueras un perro para que te escuchen. Cuando era chica, en mi casa no había plata que sobrara para comprar libros. Había una biblioteca, se le daba valor a los libros, pero era un estante pequeño. Entonces yo esperaba con mucha ansia cuando en el colegio me daban un libro porque ese libro me lo iban a comprar porque lo tenía que leer. Un año me dieron Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez, y me dije: un libro de un marinero que se pierde en alta mar, ¿qué me puede interesar? Empecé a leer la historia y a los dos páginas yo era ese marinero; hay un entrenamiento en todas nosotras de armar ese universal. Pero al hombre, lamentablemente, no solamente no le enseñaron a armar ese universal con las mujeres, sino que le hicieron sentir que si leía la historia de una mujer que se hace un aborto eso menoscaba su masculinidad.

-Hay un lindo debate que se desprende de la novela. Inés, por haber matado a Charo, ¿fue una femicida?

-Si es un crimen de odio por ser mujer, bien sabemos que hay mujeres que odian a las mujeres y hay mujeres tremendamente machistas. Inés no considera que haya sido un crimen de odio, dice que es un dolor, ella tiene sus explicaciones. La novela abre preguntas y me interesaba que el personaje malo de esta novela también sea una mujer, ¿qué pasa si la que mata es una mujer? ¿es femicidio o no es femicidio? Es un tema para pensar.

Imagen de portada: «En Latinoamérica tenemos una mirada mucho más incluyente», dice Claudia Piñeiro. . Imagen: Bernardino Avila

FUENTE RESPONSABLE: Página 12. Por Silvina Friera. 14 de noviembre 2022.

Sociedad y Cultura/Literatura/Mujeres/Nuestros escritores.

Piedad Bonnett: “Si me pusieran a elegir, prefiero una vejez llena de amigas, de gente feliz, riéndose, sin la carga de un marido poco empático».

Una vieja cocina va a ser remodelada en casa de Emilia. No porque ella quiera, es una idea de su marido, que tomó la decisión sin consultarle. Él planea una cocina moderna y ella, antes que entrar en una batalla, acepta resignada la demolición.

Así comienza «Qué hacer con esos pedazos», la nueva novela de la colombiana Piedad Bonnett (Amalfi, 1951), en la que examina los trozos de vida propios y ajenos que arman la existencia: personas, decisiones, violencias, quiebres, culpas, pérdidas, éxitos, escondites, silencios, anhelos, dolores.

Piedad Bonnett sabe de todo eso.

Su extensa obra poética ha sido ampliamente reconocida, así como sus ensayos, novelas y textos autobiográficos, como «Lo que no tiene nombre», en el que narra con delicadeza, honestidad y amor profundo el suicidio a los 28 años de su hijo Daniel, quien padecía esquizofrenia.

La autora, que participará en el HAY Festival de Arequipa, cuenta que en este nuevo libro, quiso hablar de «un maltrato que me ha interesado siempre, el mini maltrato que las mujeres aceptamos con una pasividad aterradora, sin armas para enfrentarlo. Porque si un hombre te pega o te grita puta tienes cómo reaccionar».

Así van apareciendo los fragmentos de Emilia, una escritora que ronda los 60 y que nos revela, mientras la cocina se cae a pedazos, a un marido ensimismado, un exnovio violador, un padre que castiga, una hermana controladora y una hija distante.

Línea

¿Qué se hace con esos pedazos?

Periódicamente uno hace evaluaciones de la vida, del pasado, de la transformación de ese pasado en el presente; piensas en cuántos amigos has perdido, cuántos distanciamientos hubo en la familia.

Durante la pandemia estaba muy afectada por la situación de mis padres que son muy viejitos y podían contagiarse; pensé en la soledad de la vejez, en lo que no sabía de mi propio padre ni de mi madre; y en mi propio envejecimiento, porque envejecimos mucho, pero además estoy en una edad donde se da una curva hacia abajo y lo irremediable de eso.

Se me fue imponiendo el tema de la familia, que me ha interesado profundamente: el padre, la madre, los hijos, porque también haces un balance de la relación con tus hijos, un tema del que no se habla, porque muchas madres que tienen relaciones malas con sus hijos, lo ocultan o se lo niegan, no quieren aceptarlo.

Como la relación áspera de Emilia con su hija Pilar, como si cada una habitara mundos muy diferentes…

Los hijos juzgamos extremadamente duro a los padres y no entendemos quiénes fueron, sino cuando estamos muy viejos. Eso puede llevarnos a ser crueles, o indiferentes y a ni siquiera indagar por sus vidas.

También es un gran tabú; las madres minimizan las indiferencias, incomprensiones y hasta las agresiones que pueden recibir de sus hijos.

Pero las agresiones también vienen de los padres. A Emilia su padre la castigaba y ella piensa que «los lazos familiares también son grilletes». ¿Lo compartes?

Mucha gente no se atreve a ponerle cara a esos problemas y los elude, porque son los más irresolubles. Hundes el dedo en alguna parte y empiezan a aparecer.

El vínculo familiar viene acompañado de un imperativo social y casi divino: con tu madre no te peleas, con tu padre, con tus hermanos y tus hijos no te peleas.

Con los amigos puede que te quede un dolor, pero no esa culpa tremenda. Por lo menos en América Latina, y lo veo en Colombia, hay una idealización de las relaciones familiares. Lo que sí es distinto es la relación con el padre, hay muchas novelas acusatorias del padre.

¿De qué se los acusa?

Los padres hacen mucho daño por la masculinidad mal manejada. Mi padre me castigaba de pequeña; no fue demasiado ni maltrato, pero se aceptaba un papá que te daba unos correazos o un coscorrón y eso me afectó profundamente.

Empecé a odiar la autoridad masculina, a odiar a Dios que me exigía tantas cosas. Hacia todo tipo de autoritarismo. Hacia las monjas también.

Portada de "Qué hacer con esos pedazos"

FUENTE DE LA IMAGEN – GENTILEZA PILAR BONNETT. No es solo lo masculino, sino un orden que te subyuga, te aprisiona.

Luego entendí algo que me salvó: que mi padre era una persona con miedo de la vida, porque quedó huérfano chiquito. A los 14 años se fue a vivir a un hotel en estado de desamparo, porque su papá se casó con otra señora.

Él tenía miedo de no ejercer la función de padre y mi madre le endilgaba toda la responsabilidad: ya viene su papá.

Desempeñaba un papel que la sociedad le impuso, que incluía lo que le habían hecho: darle unos golpes, unas nalgadas, un grito o un puño sobre la mesa, cosas que para mí eran aterrorizantes. Cuando entendí, empecé a perdonar, pero eso queda ahí, como una cicatriz.

El marido de Emilia, un hombre poco empático, parece estar en un segundo plano, pues ella se refugia en su escritura. Y se pregunta: ¿qué es querer cuando se lleva tanto tiempo juntos?

Quise hablar del cuarto propio de Virginia Woolf, que para ella es el trabajo y literalmente un cuartito del apartamento que la refugia. También de un momento en los matrimonios… Porque a los 35 te vas, pero si tienes 60, dices, para qué me voy a ir. Hay mucho miedo a la soledad en la vejez.

El marido es un personaje que perturba, pero yo puedo concentrarme y no ver, como si tuvieras un zancudito que va silbando todo el tiempo, y tú misma lo espantas, pero no te decides.

A un matrimonio de 30 años, los unen muchas cosas, solidaridades, conocimientos; si no hay una violencia verdadera, o una infidelidad, resulta difícil tirar las cosas por la borda, quería mostrar esa complejidad.

Es típico que cuando alguien tiene un matrimonio aburrido, la amiga viene y te dice, bah sepárate, pero no es así.

En las mujeres latinoamericanas existe además el miedo de que los hombres aman a las que tienen 30, no a las que tienen 65. Está la idea de que nadie te va a volver a elegir ni te va a volver a querer. Vas a tener una vejez con amigas pero no con hombres.

Últimamente me ha interesado también la época de la jubilación: el señor que salía todos los días y llegaba a las 6 de la tarde, solo te dejaba ver unos aspectos de su vida, pero cuando lo tienes ahí y va envejeciendo, va claudicando, te anuncia un futuro tremendo.

¿Son necesarios los hombres o basta una vejez con amigas?

Si me pusieran a elegir yo prefiero una vejez llena de amigas, de gente feliz, riéndose, sin la carga de un marido como ése.

Más allá de las violencias cotidianas que describes, hubo otras mayores, como las del novio de juventud del que estaba embarazada. Una noche ella se negó a tener sexo, pero «él la montó bruscamente, le abrió las piernas con una de sus rodillas, y la penetró sin ningún preámbulo». ¿Cómo se ponen los límites ante los que abusan?

Me interesó el episodio con ese novio para mostrar que ella no es una estúpida, porque toma una decisión y aborta. Lo deja y empieza un matrimonio rehaciendo una vida. Pero después está la muerte de su hijo y hay unos silencios, por las cosas que no se han dicho.

Es la muerte de un bebé, una muerte súbita. Pero tú viviste la experiencia de perder a tu hijo Daniel y en el libro se dice que «la muerte no es algo natural, con lo que podamos pactar», ¿cómo lo ligas a esta historia?

La muerte de un hijo fractura una vida para siempre, aunque que no es lo mismo un hijo de 28 que un bebé.

Esa experiencia me la robé de una amiga a quien le pasó exactamente eso.

Pero fíjate que luego está el episodio de las cositas que ella conserva del bebé y que el marido tira al piso con unos manotazos, porque odia que esa herida siga viva en ella.

Él lo ha querido clausurar, porque es un hombre con una sensibilidad limitada. En cambio, ella es una persona… Yo sé que hay lectoras a las que les da rabia Emilia.

¿Ah sí? ¿Por qué?

Ella es de mi generación, mujeres que creímos que habíamos roto con todo porque nos tocó la píldora, el divorcio, fuimos a la universidad, criamos hijos mientras trabajamos.

Sin embargo, la educación que nos dieron hizo que quedáramos con unos males atávicos. Unos aferramientos.

Tengo amigas que son personas importantísimas y que dicen: me voy porque ya va a llegar mi marido.

Los cambios en las mentalidades se dan muy lento, la literatura tiene el deber de develar esas mentiras que nos decimos.

Por eso me gustó mucho el libro «Apegos feroces» de Vivian Gorkick, porque es el apego, esa palabra tan tremenda.

Pilar Bonnett

FUENTE DE LA IMAGEN – GENTILEZA PILAR BONNETT

«Cuántos años le tomó dejar de sentirse esclava de la culpa. Culpa por odiar a la madre, que la mandaba callar con los ojos en las visitas familiares; al padre, que la cercaba con sus prohibiciones y la humillaba con sus castigos; a la pacata de su hermana, que la juzgaba…» ¿cómo es el proceso de liberarse de la culpa?

Es muy difícil desarraigarse, porque nos dieron esa educación religiosa que tiene todos los énfasis en la culpa.

Pero yo soy una mujer que casi no tiene culpas. Con la muerte de Daniel casi no las tengo. Quizás la que más prevalece es la de no alcanzar a ir a ver a mis papás las veces que debería.

¿Te salió de forma natural o hiciste un trabajo?

He hecho un trabajo, naturalmente no llegas a desprenderte de las culpas.

Pero también hay un epígrafe en la novela, de Susan Sontag, que dice mírate a ti misma en las relaciones con los demás, y pregúntate ¿será que yo también contribuyo?

Hay gente que no es capaz de hacerse esa pregunta. Somos ciegos de nosotros mismos, nos cuesta entender hasta qué punto somos culpables.

Emilia parece una persona sin culpas, no tiene culpas con el niño, aunque a veces dice que tal vez lo dejó en la posición que no tocaba, no lo tapó, no lo llevó al médico, en fin. Pero es una reflexión externa, no está atormentada.

«El cuerpo no responde, la maquina se está apagando… esto no dura mucho» le dice su padre a Emilia y ella piensa «¿Qué responder a eso, qué banalidades, qué falsos consuelos?» ¿Cómo es mirar de frente a la vejez?

La vejez tiene dos etapas: cuando entras y empiezas a ver tus propios cambios y a hacer tus renuncias, pero todavía la vida está llena de opciones. 

Esa primera vejez, entre los 60 y 75, es un momento de gran productividad para los intelectuales.

Hay más comprensión, más bondad, hay liberación del tiempo, de tareas.

Pero la que he vivido con mis padres, la segunda vejez, es dolorosa, porque implica algo horrible que es la parálisis a la espera de la muerte.

Son días idénticos, no pasa nada, no hay sentido del futuro. Por eso tantos ancianos tienen la idea del suicidio. Las cifras son altas en la juventud y en la vejez.

«El que envejece se vuelve feo» piensa ella y «lo feo es aquello que se odia». «Cómo no sentir cierto asco cuando ve las estrías del bajo vientre, las rodillas rollizas, la flacidez que ya hace estragos»… ¿Cómo se lleva el deterioro físico?

Unas personas lo llevan mejor que otras.

Algunas se dedican a una guerra contra el tiempo. Son mujeres que viven en función de no envejecer y que dan esa batalla a diario. Y hay otras, entre las que me incluyo, que vamos registrando los cambios y buscando compensación, pero los cambios duelen.

Cuando ya no puedes subir y bajar escaleras al mismo ritmo, cuando estás de turismo y te cuesta llegar a la cumbre donde verás algo hermoso. Son renuncias duras.

Hace un tiempo leí sobre una escritora argentina que se suicidó porque no soportaba verse físicamente. Uno tiene que ir acumulando sabiduría para no llegar a esos momentos de desesperación y desconsuelo.

¿Cómo compensas los cambios físicos?

Oigo mucha música, leo libros, voy a una playa y no al Himalaya. Como mucho, es lo que hacen los viejos, comer, tomo buen vino.

Lo ideal sería que todo pudiera encajar, pero no encaja nunca del todo. Hay algo que falta.

¿A qué te refieres?

A la añoranza del sexo, por ejemplo. La renuncia a la sexualidad, la renuncia ¡al amor!. Ni siquiera pienses en la sexualidad, piensa en el amor, esa cosa agitada que existe hasta los 50 y algo o incluso en los 60 hay mujeres que se enamoran. Los hombres se enamoran hasta que tienen 80.

¿Y por qué las mujeres no?

Hablaba con Chantal Maillard, una escritora belga que vive en Málaga, y me decía que los hombres tienen una carga que no tenemos, que es la líbido. Las mujeres la perdemos más rápido; esa pulsión brutal que los lleva a ver pornografía todo el tiempo, o a convertirse en unos viejos horrorosos que tratan de tocar a las muchachas. Esas cosas patéticas no las tenemos.

Uno no es una vieja tratando de ponerle la mano en la nalga a un joven de 20, ¿no?

¿Perdemos la líbido por nuestra naturaleza o porque la hemos tenido que reprimir y controlar culturalmente?

También hemos estado educadas para reprimir y eso nos va reformateando el cerebro.

Es sobre lo que voy a escribir ahora, la relación con mi cuerpo, que es una relación generacional, social. Como que te hacían creer que eras puta si te besabas con un niño cuando tenías 14 años.

Ver la vida como un todo que se despedaza, ¿es ilusorio?

Es una manera metafórica de decir algo: mi vida está hecha pedazos, dice la gente, o mi vida se destrozó. Pero hay muchos otros tejidos que están ahí. Lo que pasa es que de pronto en los balances hay una percepción de lo trágico.

Cuando todo se despedaza, ¿qué ocurre?

Dos cosas posibles, o que te hundas, mi vida es un fracaso, y eso te derrumbe; o que renazcas como Emilia, que tiene el ímpetu de un segundo nacimiento.

¿Cuál sería tu propio balance?

A mí me salvó la literatura, ese es mi balance. Me enseñó a madurar y me ha servido de agarre cuando murió Daniel.

Por supuesto que mi vida también tiene agujeros, como un queso gruyere, porque siempre estás descontenta con algo tuyo o de la realidad y por eso sientes la pulsión de seguir escribiendo.

La literatura es un gran apoyo, en mi caso, también el haber sido maestra y transmitir a otros el ver el arte como un camino de trascendencia. Esas dos cosas. Y el amor de los pocos que lo han querido a uno.

Ahora tengo tres nietas y por eso no quiero morirme todavía, quiero que ellas tengan una idea de la abuela, de quién era yo, qué fui y que no me les desvanezca.

Imagen de portada: Piedad Bonnett (Por Andres Bo)

FUENTE RESPONSABLE: Diana Massis. HayFestivalArequipa@BBCMundo. 7 de noviembre 2022.

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“Botanicals”, la belleza de la naturaleza a través de una colección de monocromos de flora y plantas.

“Botanicals” o “Botánicas” busca canonizar la belleza del entorno natural a través de una colección de monocromos de flora y plantas.

Griselda Duch es una fotógrafa de 30 años actualmente viviendo y trabajando en Barcelona. Después de completar el diploma de Turismo en la Universidad de Barcelona, cuyo le permitió centrarse en la fotografía y el viaje, empieza a trabajar en los ámbitos de Arte y Cultura.

 Buscando constantemente la experiencia de lo nuevo y capturarlo en un instante, su trabajo, parte de un diario personal, está compuesto de paisajes, y fotografía arquitectónica dando una extremada importancia en la luz y el color, motriz fundamental de su creatividad.

De pequeña soñaba con dar la vuelta al mundo y vivir viajando, así que decidió graduarse en Turismo. Después de trabajar en el sector del turismo se vio sumergida en el mundo de las artes y la cultura. Fue entonces, sin darse cuenta, cuando descubrió lo que realmente le apasionaba, la fotografía.

Desde un punto de vista poético, mi trabajo fotográfico documenta imágenes narrativas cinematográficas que abordan el paisaje, el retrato y la arquitectura.

Griselda Duch: Web

Imagen de portada: Por Griselda Duch

FUENTE RESPONSABLE: Cultura Inquieta. Por Silvia García

Sociedad y Cultura/Botánica/Monocromo/Arte Fotográfico/Mujeres.

Quién fue Irene Bernasconi, la bióloga argentina a la que Google rinde homenaje.

Una figurita de una mujer canosa, con lentes, que sostiene una tabla para hacer anotaciones y rodeada de lo que parecen ser estrellas de mar.

Con eso se encontraron los internautas que este 7 de noviembre ingresaron a Google para buscar alguna información en internet.

La tecnológica homenajea así a la bióloga argentina Irene Bernasconi, fallecida en 1989 y quien, tal día como hoy hace 54 años atrás, se convirtió en la primera mujer en liderar una expedición científica a la Antártida.

Inmersión en la historia

Nacida en La Plata, el 29 de septiembre de 1896, la investigadora se formó como profesora de Ciencias Naturales, título que obtuvo en 1918.

Estrellas de mar

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES. La argentina Bernasconi dedicó su vida a investigar las estrellas de mar e identificó varias especies nuevas.

Y aunque inició su andadura profesional como docente de secundaria y en universidades, a principios de los años 20 se unió al Museo Argentino de Ciencias Naturales (MACN), donde empezó a investigar a los moluscos e invertebrados marinos, a los que dedicó el primero de los cerca de 70 trabajos y publicaciones que realizó a lo largo de su carrera.

Durante 55 años recorrió las costas argentinas y dio a conocer numerosas especies. Aunque para hacer esto debió costearse ella misma las expediciones o recaudar los fondos, porque durante la primera mitad del siglo XX las mujeres no participaban en estas labores, recordó el diario argentino La Nación en el artículo que le dedicó en 2021.

A lo largo de su carrera, Bernasconi describió varios géneros y especies nuevas, y también revisó la taxonomía de varias familias de estrellas de mar, incluidas Pterasteridae, Luidiidae, Odontoceridae, Gonisasteridae, Ganeriidae, Asterinidae y Echinasteridae.

La oportunidad de oro

En 1968, con 72 años, a Bernasconi le llegó el momento que había esperado toda su vida: la oferta de liderar una expedición a la Antártida.

Vista de los glaciares de la Antártida.

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES. Bernasconi lideró un equipo, integrado por otras tres mujeres, que pasó semanas recorriendo la Antártida en busca de nuevas especies animales y vegetales.

Pero la bióloga no fue la única mujer. A ella se le sumaron la bacterióloga María Adela Caría, la también bióloga marina Elena Martínez Fontes y la especialista en algas Carmen Pujals. Con el paso del tiempo fueron bautizadas como «Las cuatro de Melchior», debido a la base donde estuvieron trabajando en condiciones extremas.

La misión tenía por propósito recolectar flora y fauna la zona. Así tras recorrer casi 1.000 kilómetros en bote recabaron unos 2.000 especímenes de equinodermos (estrellas de mar), algunos jamás vistos hasta ese momento. También recolectaron cientos de muestras de vida vegetal y animal.

Antes de ponerse a explorar, Bernasconi, sus colegas y los 12 hombres que las acompañaron debieron dedicar algo de su tiempo a adecuar la Base Melchior, donde estarían estacionadas. ¿La razón? Las instalaciones, ubicadas en la isla Observatorio, fueron inauguradas por la Armada argentina en 1947 habían sido clausuradas en 1962 y se encontraban en muy mal estado para el momento en que arribaron.

Pese a los riesgos que suponía el viaje, las mujeres aseguraron en su momento a la prensa que anhelaban ponerse en marcha cuánto antes. «Lo hemos deseado toda la vida», declararon en su momento las expedicionarias.

Bernasconi, última a la izquierda, y dos colegas.

FUENTE DE LA IMAGEN – CORTESÍA MINISTERIO ARGENTINO DE EXTERIORES. Bernasconi (última a la izquierda), junto a dos de las colegas durante la expedición de 1968.

El equipo de buceo realizó 47 inmersiones, algunas de hasta 73 metros de profundidad, en busca de los organismos que habitan en el lecho marino. Estos números supusieron un récord para la época, recordó el Ministerio argentino de Relaciones Exteriores en un comunicado publicado en 2018.

La proeza jamás pasó desapercibida. Y en 2018, al cumplirse los 50 años de la excursión, el Servicio de Hidrografía Naval decidió rebautizar cuatro puntos de la zona argentina de la Antártica como Ensenada Pujals, Cabo Caría, Cabo Fontes y Ensenada Bernasconi, en homenaje a las pioneras.

Imagen de portada: GOOGLE.

FUENTE RESPONSABLE: Redacción BBC News Mundo. Hace 9 horas.

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Así era el rostro de una mujer de la Edad de Bronce.

Logran reconstruir el rostro de una acaudalada mujer que vivió en Europa central hace casi 4000 años. Era uno de los residentes más ricos de la Bohemia de la Edad de Bronce. Fue enterrada con cinco brazaletes de bronce, dos pendientes de oro y un collar de tres vueltas fabricado con más de 400 cuentas de ámbar.

Si deseas profundizar en esta entrada; cliquea por favor adonde se encuentre escrito en “azul”. Muchas gracias.

Un equipo de investigadores ha logrado reconstruir el rostro de una mujer que se cree vivió entre 1880 a.C. y 1750 a.C. en Europa central. La mujer habría sido uno de los residentes más ricos de la Bohemia de la Edad de Bronce y fue enterrada con cinco brazaletes de bronce, dos pendientes de oro y un collar de tres vueltas fabricado con más de 400 cuentas de ámbar. También se localizaron junto a ella tres agujas de coser de bronce.

La mujer, menuda y con el pelo y los ojos oscuros, perteneció a la cultura de Únětice, un grupo de pueblos de principios de la Edad de Bronce de Europa central que fue conocido por sus artefactos metálicos, como cabezas de hacha, dagas, brazaletes y las torques, los característicos collares redondos y rígidos con una abertura para meter el cuello. No se sabe quién fue la mujer, pero sí que era acaudalada.

Un pueblo comerciante

La datación por radiocarbono del cementerio donde se encontraron sus huesos indica que esta mujer vivió entre 1880 a.C. y 1750 a.C. El cementerio se encuentra cerca del pueblo de Mikulovice, en el norte de la República Checa, cerca de la frontera con Polonia. Esta zona y las regiones circundantes se conocen como Bohemia porque formaban un reino con ese nombre antes de la Primera Guerra Mundial. 

Las 27 tumbas del cementerio resultaron ser un notable tesoro de artefactos, entre ellos unos 900 objetos de ámbar. «Tenemos ámbar en el 40 % de las tumbas femeninas», dijo el arqueólogo Michal Ernée, del Instituto de Arqueología de la Academia de Ciencias de la República ChecaErnée a Live Science. “Hay más ámbar en este único cementerio que en todas las tumbas de Únětic en Alemania”.

Los investigadores creen que todo este ámbar procedía del Báltico, por lo que el pueblo de Únětice debió de formar parte de una red comercial de gran alcance en la Europa de la época. Los objetos de bronce fabricados por los europeos de la época también muestran la sofisticación del comercio de la Edad de Bronce.

Una mujer acaudalada

De los restos de huesos que se encontraron en el cementerio de Mikulovice, la mujer del collar de ámbar era la que tenía el cráneo mejor conservado. “Fue una afortunada coincidencia que la tumba más rica también tuviera restos óseos que pudieran servir de base para una reconstrucción”, dijo Ernée.

También los huesos de la mujer estaban lo suficientemente bien conservados como para contener fragmentos de ADN. Estas secuencias genéticas permitieron a los investigadores descubrir que sus ojos y su pelo eran marrones y su piel blanca. La antropóloga Eva Vaníčková, del Museo Moravo de Brno, y el escultor Ondřej Bílek colaboraron en la elaboración del modelo de torso de la mujer.

La ropa y los accesorios que visten a la mujer y que fueron recreados se basaron en la ciencia. Ludmila Barčáková, del Instituto de Arqueología de la Academia de Ciencias, hizo el collar de ámbar y los pendientes de oro, el metalista Radek Lukůvka recreó los brazaletes y las agujas de coser bronce, y Kristýna Urbanová, arqueóloga especializada en textiles, confeccionó la ropa.

Los investigadores han podido recuperar ADN antiguo de otros huesos del cementerio y están trabajando en averiguar el parentesco entre las personas que estaban allí enterradas. El propio cementerio también podría dar pistas de las diferencias que había entre las distintas regiones de Europa central en la Edad de Bronce. 

Según Ernée, en regiones vecinas de Bohemia las tumbas más ricas pertenecían a hombres y las mujeres fueron enterradas mayormente sin adornos. Podría ser que las mujeres de Mikulovice controlaran de manera individual más riqueza que las mujeres vecinas, pero también es posible que fueran enterradas con riquezas y adornos como forma de mostrar el poderío de sus parientes hombres.

Imagen de portada: Archiv MZM

FUENTE RESPONSABLE: MUY Historia. Por Mar Aguilar. 14 de junio 2022.

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