Pocos cineastas tienen el talento de Quentin Tarantinopara tejer historias tan socarronas, disruptivas, violentas y cínicas como las que él consigue hilvanar con su estilo natural, cadencioso, nada forzado. Y en buena medida esto se debe a su vasto y profundo conocimiento cinematográfico, basado fundamentalmente en el (re)visionado constante y continuo de miles, centenares de miles, de películas.
Su formación cinéfila, lejos de la académica y de las escuelas de cine, se construye a partir de ver cine sin parar. Seguramente, junto a Martin Scorsese, Tarantino sea el cineasta vivo con más películas vistas y guardadas en su memoria de toda la industria.
Y es precisamente esta erudición la que le permite introducir referencias, guiños, homenajes, reivindicaciones de sus películas de culto, en cada una de las historias que escribe y dirige. Godard, Siegel, Boorman, Fulci, Peckinpah, Leone, Corbucci, Miike, Craven, Hooper y tantos y tantos autores que se deslizan de una manera más o menos subrepticiamente a lo largo su obra cinematográfica.
Sin embargo, Tarantino está en una etapa de su vida en la que desea abrir otros horizontes más allá del de la dirección o escritura de guiones. Mientras valora y acaba por decantarse sobresu siguiente película (la décima, con la que teóricamente se retirará definitivamente del campo de la dirección), Quentin Tarantino está penetrando en el mundo literario, primero con la publicación de la novela Érase una vez en Hollywood, que es una suerte de ahondamiento y desarrollo en las peripecias de algunos de los personajes del largometraje con el mismo título, y ahora se lanza con el ensayo en su última obra, titulada Meditaciones de cine.
En él ofrece una extensa y pasional reflexión sobre las películas que le marcaron profundamente en sus primeras andanzas por los cines de Los Ángeles, en su infancia y primera adolescencia.
Una de las peculiaridades del libro es que todo el análisis que estructura se conjuga con el aspecto biográfico.
Es decir, sus reflexiones sobre el guion, puesta en escena, dirección, etc. partirán no tanto de un conocimiento teórico depurado y más o menos solvente, sino que se ejecutarán en términos histórico-subjetivos. Con ello, por un lado, se arrinconan cualesquiera tentativas de pedantería y, por el otro, consigue transmitir de una manera más directa la emoción ligada a cada uno de los análisis. Ahora bien, esto no significa que se deba desacreditar sus análisis calificándolos de faltos de rigor. Más bien sucede todo lo contrario. Su amplísima formación cinéfila, gestada en repetitivos visionados, en análisis minuciosos y diacríticos (es decir, a través de la comparación de las obras entre sí), es mucho más potente y rigurosa que la de muchísimos académicos del mundo del cine.
Por todo ello, no nos debe extrañar que cuando Quentin Tarantino acomete el análisis preciso, elocuente y contraintuitivo de obras como Bullit (Peter Yates, 1968), Harry el sucio (Don Siegel, 1971), Deliverance (John Boorman, 1972), La casa de los horrores (Tobe Hooper, 1981) o Teléfono (Don Siegel, 1977), su entusiasmo se hibride con la erudición de una manera indisoluble e inigualable.
No se trata tanto de analizar los contenidos siguiendo teorías clave y dominantes, sino de hacer dialogar los diferentes elementos del guion, puesta en escena, pormenores de la creación… y así ver lo que resulta de ese choque de relaciones.
Por ello, las lecturas que realiza de los elementos implícitos, velados, o poco ponderados de los guiones o la preproducción de La huida (Sam Peckinpah, 1972), Taxi Driver (Martin Scoresese, 1976), Hardcore, un mundo oculto (Paul Schrader, 1977) o Rolling Thunder (John Flyn, 1977) deben ser considerados como brillantes sin discusión, tanto por lo que exhuman de impensado en todas ellas como por los elementos críticos, relacionales y contrafácticos que es capaz de plantear.
Su pasión por todas las vertientes del exploitation es absolutamente arrolladora y contagiosa. Tarantino no cesa de reivindicar, sea en su obra cinematográfica como en la literaria y ensayística, aquel cine oculto, minusvalorado, denigrado, categorizado por la élite del gremio de bajo, horrendo o abyecto.
La penetración en la violencia, la fascinación por lo perturbador y disruptivo (véase, por sólo citar un par de ejemplos, cómo describe y analiza la mítica escena de Deliverance, de John Boorman, o bien cómo se adentra detalladamente en los pormenores de la violencia psicológica y física que sufre el personaje de Charles Rane en Rolling Thunder)… Tarantino destila un entusiasmo encomiable en cada una de las palabras que traza para construir este maravilloso alegato, no sólo en favor del exploitation sino del cine, en general.
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Autor: Quentin Tarantino. Traductor: Carlos Milla Soler. Título: Meditaciones de cine. Editorial: Reservoir Books. Venta:Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Imagen de portada: Meditaciones de cine
FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Oriol Alonso Cano. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 23 de febrero 2023.
El nuevo libro de Tarantino, sobre el cine estadounidense de los setenta, desmenuza una polémica antigua, pero con ecos en las guerras culturales del presente: ¿Es ‘Harry el Sucio’ una película fascista? No exactamente.
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Pss, pss, amigo pureta, ¿problemas en el barrio? La ciudad (San Francisco) es un avispero de hippies, punks, panteras negras, delincuentes y asesinos en serie, la policía está desbordada y atada de pies y manos y los burócratas campan a sus anchas.
Pero no se alarmen: nada que no pueda resolver la Magnum 44 del inspector Harry Callahan (con la ley o sin ella). La frase «alguien tiene que hacer el trabajo sucio» vale para describir Harry el sucio (Don Siegel, 1971), pero también un sinfín de películas estadounidenses de esa época (los setenta y ochenta) que respondían al miedo soterrado del americano común a la contracultura sesentera (recuerden la seminal El justiciero de la ciudad, de Charles Bronson, pero también, a su manera subversiva, Taxi Driver).
Los críticos más prestigiosos de EEUU calificaron el filme de «fascista», pero al público no le impresionó la advertencia: se rindió a las imágenes del thriller brutal propuesto por Siegel y Clint Eastwood.
¿Era Harry el sucio una película facciosa? He aquí una polémica cultural antigua, pero más que vigente (recuerdan la polémica reciente sobre si Joker era una película reaccionaria), y que Quentin Tarantino desmenuza en su nuevo libro, Meditaciones de cine, imperdibleensayo cinéfilo sobre la década en que el joven Tarantino se hizo adicto a las películas.
La controversia sobre Harry el sucio tiene, por tanto, ecos en nuestras actuales guerras culturales: sobre análisis del filme, recepción polarizada, foco en los estilos de vida y batalla campal entre progresistas y conservadores. Una batalla costumbrista fundacional.
No es trigo limpio
No nos hagamos trampas al solitario antes de empezar: calificar Harry el sucio de fascista quizá sea un poco grueso, pero que Harry Callahan no es un santo y la película lleva metralla social malsana lo saben en Pekín, y también su director, Don Siegel, autor de monumentos como La invasión de los ladrones de cuerpos y Código del hampa (homenajeada por Tarantino en varios filmes).
Durante el rodaje de Harry el sucio, Siegel describió así en una entrevista el personaje de Harry: «Un hijo de puta racista que echa la culpa de todo a los negros y a los hispanos». ¿Debate cerrado, pues, sobre el racismo del filme?
No para Tarantino, que piensa que el meollo político de la película es mucho más complejo.
Cinematográficamente hablando, Tarantinocree que «si Harry el sucio fuera un boxeador, sería Mike Tyson en su máxima plenitud», y destaca “la forma en la que el director maneja al héroe y el villano, su atracción por la fotografía de exteriores y su capacidad para impactar al público con la brutalidad y para emocionar mediante escenas de acción destinadas a complacer a los espectadores”.
Cuenta Tarantino que Siegel tenía querencia por el «agente de la ley y el orden descarriado, enfrentado a sus superiores y que actúa por su cuenta»; pero no solo por las posibilidades dramáticas y políticas de este tipo de personajes, también por las metafóricas: Siegel veía su tirante relación con los grandes estudios de Hollywood en esos mismos términos: «Yo soy ese mismo personaje. ¡En los estudios desde luego que lo soy!», contó Siegel a Peter Bogdanovich en una entrevista.
Escribe Tarantino: «Puede que hiciera las tareas que le pedían sus jefes, pero no las hacía como sus jefes querían. Al igual que sus personajes policías, Siegel las hacía a su manera”.
«Si bien ‘Harry el sucio’ no es una película racista, ni la película fascista que denunciaban sus detractores, sí es agresivamente reaccionaria»
Pero vamos al lío. ¿Qué tara tenía el inspector Harry Callahan en la cabeza?
Digamos que no eran solo tiranteces con algún vecino concreto de otra raza, su problema era muchísimo mayor y difícil de solucionar, su trauma era con LA ÉPOCA QUE LE HABÍA TOCADO VIVIR.
Habla Tarantino: «Las reglas, según Callahan, han sido reescritas en favor de la escoria. La sociedad protesta airadamente contra la brutalidad policial. El público se pone del lado de los maleantes. Y los mandamases, pusilánimes todos ellos, se someten a un orden social cada vez más permisivo que favorece a los infractores de la ley…
Naturalmente, ese punto de vista no lo compartiría un chico encarcelado tres años por llevar encima una bolsa de hierba.
Pero ese es el punto de vista de Harry”. Un cineasta poco sospechoso de remilgos progresistas como Sam Peckinpah, además de amigo de Siegel, dijo tras ver el filme: “Harry el sucio me encantó, pese a que me horrorizó. Una bazofia espantosa a la que Don Siegel le sacó verdadero partido. Detestaba lo que la película estaba diciendo, pero el día que la vi el público la ovacionaba”.
Los críticos Pauline Kael y Roger Ebert, con enorme prestigio e influencia entonces, coincidieron en que el filme adoptaba una «postura moral fascista», algo que enfadó aEastwooddurante años, y que Siegel recibió encogiéndose de hombros: aunque después del estreno admitió que le preocupaba que “sus amigos progresistas renegaran de él”, en el fondo tenía la satisfacción del deber genérico cumplido: “Don, como viejo realizador de género, era apolítico.
Su trabajo consistía en emocionar al público por cualquier medio necesario”.
El problema político del filme era más perverso que sus devaneos filofascistas. El tomate era, según Tarantino, la forma en que Siegel «confeccionó la película a medida del público al que iba dirigida: estadounidenses frustrados de cierta edad que en 1971 —cuando leían los diarios— ya no reconocían a su país» (otra vez Harry el sucio como laboratorio del futuro, ahora que los grandes tertulianos puretas se quejan de que ya no reconocen la cultura de su país por el presunto secuestro woke).
Sigue Tarantino: «Lo que Nixon llamó la mayoría silenciosa estaba asustada. Asustada de una América que no reconocía y de una sociedad que no entendía.
La cultura juvenil estaba relevando a la cultura popular. Si uno tenía menos de 35 años, eso estaba bien. Pero si uno era mayor, quizá no. Por aquel entonces mucha gente veía las noticias horrorizada. Hippies, panteras negras, sectas homicidas que lavaban el cerebro a los chicos de las zonas residenciales para que consumieran ácidos y se sublevaran y mataran a sus padres, jóvenes (hijos de veteranos) que quemaban sus cartillas de reclutamiento o huían a Canadá, tus propios hijos llamando «cerdos» a los policías, delincuencia callejera violenta, la aparición del fenómeno de los asesinos en serie, la cultura de las drogas, el amor libre, el destape y la violencia y la irreverencia en el cine del Nuevo Hollywood, Woodstock, Altamond, Stonewall, Cielo Drive.
A muchos estadounidenses ese mosaico les metía el miedo en el cuerpo. Ese era el público al que iba dirigida Harry el sucio. Para los estadounidenses frustrados, Harry Callahan representaba una solución a la traumática violencia a la que de pronto se veían obligados a adaptarse».
Reaccionaria a secas
¿La conclusión de Tarantino sobre el supuesto fascismo del filme?
“Si bien Harry el sucio no es una película racista, ni la película fascista que en su día denunciaban sus detractores, sí es reaccionaria. Agresivamente reaccionaria. Y promueve un punto de vista reaccionario, a veces como subtexto y otras como texto. Porque los espectadores a los que la película pretendía entusiasmar tenían una visión de la sociedad, en rápido cambio, que los rodeaba rayana en el ‘shock del futuro’. Harry el sucio dio voz a sus miedos, les dijo que tenían razón al pensar de ese modo y les ofrece un héroe de calibre 44 que luchara por ellos”.
«Se necesita un cineasta magnífico para corromper totalmente a un público»
La zona cero reaccionaria del filme es la célebre escena en la que Harry fulmina a unos atracadores de bancos negros mientras come un perrito caliente y suelta una perorata sobre el poder de la Magnum 44 como nuevo orden moral. Tarantino describe así el subtexto de la secuencia: 1) “La escena es política por la asignación a tres actores negros de los papeles de los atracadores. Si estos hubiesen sido interpretados por tres actores blancos, la escena habría carecido de contexto político. Harry sería solo un poli que se ha tropezado con un atraco en un banco y lo ha impedido.
Tal como hace Superman una y mil veces en el cómic. Si los actores hubiesen sido blancos, se los habría visto (más o menos) como delincuentes profesionales. Puesto que existen bancos, nada en la escena hubiera indicado un cambio social”. 2) “Pero la verdad es que los atracos a bancos tampoco se asocian a estadounidenses negros. A excepción -en esa época en particular- de una subsección de la América negra: los activistas revolucionarios negros que atracaban bancos para comprar armas. Y basta con echar un vistazo a los atracadores de Harry el sucio para darse cuenta de que su ropa procede de la sección del departamento de Vestuario de la Warner Bros dedicada a los Black Panthers”.
3) “A muchos estadounidenses blancos de cierta edad les daban más miedo los activistas negros coléricos que la Familia Manson, el Asesino del Zodiaco y el Estrangulador de Boston juntos.
Los hippies los indignaban. Porque los hippies eran hijos suyos, y sus hijos los indignaban. Ver a los hippies quemar la bandera de EEUU en protesta por la guerra de Vietnam los sacaba de sus casillas.
Sin embargo, con los activistas negros se cagaban de miedo. La ira, la retórica, el programa, el uniforme, las fotos posando con sus armas automáticas, el odio a la policía, el rechazo hacia la América blanca (los blancos son incapaces de comprender una situación en la que no se los pueden perdonar por transgresiones pasadas).
Pero ahí estaba Harry Callahan. Él no tenía miedo. Mientras se acercaba a un sucedáneo de Black Panther que iba armado con una escopeta, no solo no tenía miedo, sino que ni siquiera se molestó en dejar de masticar su perrito caliente”.
El asunto peliagudo es que ese Harry sobrado nos encantaba, en parte porque la trama del filme nos forzaba a ello. “La genialidad de la película reside en que toma a ese personaje transgresor y lo enfrenta a un asesino en serie», explica Tarantino. Es decir, como espectador, uno no solo se ve obligado a empatizar con los asilvestrados métodos de Harry, sino a jalearlos para parar los pies al monstruo.
“Esos elementos confieren a la película una moralidad dudosa y un trasfondo levemente inquietante”, zanja Tarantino, pero no para amonestar a Siegel, sino para resaltar su desafío al apostar por un “protagonista al que es difícil apoyar, pero apoyamos de todos modos. Eso viene a demostrar algo en lo que siempre he creído: se necesita un cineasta magnífico para corromper totalmente a un público”.
Imagen de portada: Inspector Harry Callahan, un mal día lo tiene cualquiera.
FUENTE RESPONSABLE: El Confidencial. Por Carlos Prieto. 7 de febrero 2023.
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Si Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1963) mantiene lo dicho en numerosas ocasiones acerca de abandonar la realización cinematográfica al cumplir los 60 años o incluso antes, una vez que las proyecciones digitales se hubiesen generalizado, no debe de quedarle mucho tiempo para el retiro.
Los 60 inviernos los cumple la primavera que viene y, desde que en 2010 empezó a imponerse la digitalización en todo el mundo, deben de ser muy pocas las salas comerciales donde aún se proyecta en el ya legendario 35 mm. En España, salvo error u omisión, no queda ninguna. Ahora, las películas, en puridad, ya no lo son. Aunque conservan el nombre, ahora los filmes, como casi todo, son un archivo de datos.
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Recuerdo haber escrito en términos muy semejantes hace 40 años. Entonces era el gran François Truffaut quien iba a dejar el cine cuando el vídeo desplazase al celuloide —acetato de celulosa para ser exactos— como soporte de las filmaciones. Al final fue La Parca la que le retiró en 1984, llevándose prematuramente al autor de La noche americana (1973) al cementerio de Montmartre. Sólo contaba 52 otoños.
Fue algo repentino y la cinefilia internacional, que tuvo en el gran Truffaut a uno de sus primeros mentores, de un día para otro, quedó sumida en el estupor. Luis Eduardo Aute, en memoria de François Truffaut, escribió Cine, cine, una de sus canciones más célebres de los años 80.
Los editores de Meditaciones de cine(Reservoir Books), el segundo libro de Tarantino, llegado en estos días a las librerías, comparan al cineasta estadounidense con el maestro francés. Publicado tras Once Upon a Time in Hollywood: A Novel(2021), la versión literaria de su última cinta, bien es cierto que se verifican varias analogías entre ambos realizadores. Aún sin haberla leído, por lo que sé a través de sus noticias y lo que su propio título indica, esta nueva entrega del Tarantino escritor equivaldría a Las películas de mi vida (1975), el libro en el que Truffaut reunió los artículos publicados, no sólo en Cahiers du Cinéma, donde fue el crítico más combativo, también en Le Parisienne, Arts, Radio, Cinéma y Le Bulletin de Paris… Las películas de mi vida hoy es todo uno de los textos canónicos de la literatura cinéfila.
Esa supuesta proximidad del fin de su filmografía, suposición que también parece sugerir su nuevo libro —son harto sabidas sus declaraciones acerca de dedicarse a la literatura tras estrenar su décima película— señala la oportunidad de volver ahora sobre la obra de este antiguo empleado de un videoclub de Manhattan Beach (Los Ángeles), que habría de merecer un par de Oscars, una Palma de Oro en Cannes, tres premios Bafta y toda una lista de prestigiosas distinciones.
Cinéfilos antes que cineastas, Truffaut y Tarantino fueron dos heterodoxos —el estadounidense además alucinado— ante quienes se rindió la ortodoxia.
A Truffaut se le premió en Cannes, un año después de haberle prohibido la asistencia al festival por la virulencia desplegada en sus artículos contra las cintas presentadas a concurso; a Tarantino, se le llevó del cine independiente estadounidense, en el que rodó Reservoir Dogs(1992), para elevarle a la cima de Hollywood.
Ahora bien y sin que ello signifique menoscabo alguno para la obra del francés —al que particularmente admiro mucho más, infinitamente más, que a Tarantino—, cumple reconocer que el estadounidense nunca se ha plegado a los cánones de la ortodoxia, en tanto que el afán rupturista —la heterodoxia siempre es rompedora—, con el que la Nouvelle Vague irrumpió en la cartelera internacional, en el gran Truffaut se extingue en Jules et Jim (1962).
Lo más seguro es que ese romanticismo ortodoxo, al que tiende el cine de Truffaut desde comienzos de los años 60, sea la causa de que el autor de Los cuatrocientos golpes(1959) nunca aparezca en las diversas listas de “mejores películas”, y otros actos de exaltación cinéfila, que el autor de Malditos bastardos (2009) viene dando a conocer desde que se le recuerda. Desde Peter Bogdanovich y Martin Scorsese, Tarantino ha sido el más cinéfilo de los realizadores estadounidenses.
Es el gran Godard, el otro heraldo de la Nouvelle Vague, rupturista hasta que se quitó la vida hace unos meses, aquel a quien Quentin admira con todo ese entusiasmo que le caracteriza. El mismo día que vio El soldadito(1963), el alegato de Godard contra la guerra de Argelia, después de haber recelado de su autor como el noventa por ciento de los espectadores, quedó tan fascinado con el heterodoxo por excelencia de la gran pantalla, que por la noche asistió a la proyección de Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960). Tarantino es tan godardiano que hasta su productora se llama Banda aparte, todo un tributo a la cinta homónima, una de las más bellas del Godard mítico. Aquella de 1964 en la que Anna Karina bailaba el Madison y atravesaba el Louvre a la carrera, flanqueada por Arthur (Claude Brasseur) y Franz (Sami Frey) en ambos casos.
Cifro la heterodoxia de Quentin Tarantino en torno a dos cuestiones: hacer cine de géneros desde la perspectiva inequívoca del cine de autor y buscar la risa del espectador donde, antes que él, pocos habían osado provocarla.
Si leyésemos una sinopsis literal de Reservoir Dogs, sin interpretación ni paráfrasis alguna de su argumento, en el primer filme de Tarantino —la crónica de un atraco que ha salido mal, narrada a través de los diálogos de quienes lo han perpetrado mientras permanecen escondidos en un almacén y torturan a un policía para saber quién es el agente infiltrado entre ellos que ha desbaratado sus planes— no habría nada que provocase la hilaridad de nadie.
Sin embargo, una de las principales características de Reservoir Dogs es su singular buen humor, una manera alucinada de hacer gracioso algo tan serio como una violencia que, retratada por cualquier otro realizador menos dotado para conducir a su antojo la mirada del respetable, podría haber resultado tan hiriente como lo es, para tantos espectadores, ver una tortura mostrada sin paliativo alguno.
Sí señor, Tarantino fue todo un pionero en la hilaridad de las cosas que, en principio, son graves. Cuando el éxito de Reservoir Dogs transcendió la cartelera de su tiempo para convertirse en un verdadero hito de la cultura finisecular —hasta la editorial española de Meditaciones de cine, Reservoir Books, parece tomar su nombre del primer largometraje de su autor—, le surgieron muchos imitadores. Pero lo cierto es que el realizador estadounidense fue el primero.
Y antes de él, Godard. Es en ese derribo de Godard, de las fronteras que separan el drama de la comedia, donde debemos buscar el origen de la hilaridad de la tragedia que nos propone Tarantino. En el Ferdinand (Jean-Paul Belmondo) que se vuela la cabeza con cartuchos de dinamita en Pierrot, le fou (1965) y la audiencia se ríe.
En el mejor de los casos, el de Tennessee hubiera seguido vendiendo esporádicamente guiones muy violentos —como John Milius por poner un ejemplo— si el actor Harvey Keitel no hubiese creído firmemente en Reservoir Dogs.
Eso sí, una vez estrenado su primer largometraje, Tarantino, con la gran industria rendida a sus pies empezó a poner en marcha esa revisión de su mitología, una auténtica liturgia que ha sido el principal argumento de su filmografía.
El primero de estos tributos se lo dirigió a la revista Black Mask, un mito en la ficción criminal que inspiró Pulp Fiction (1994): tres historias entrelazadas en una cronología fragmentada que dieron lugar a un filme comercial que a la vez es un título de culto. Quienes ya intuyeron en Reservoir Dogs que la nostalgia musical —pop,soul, rock & roll— iba a ser otro de los pilares de su cine, se ratificaron en esa misma idea en Pulp Fiction.
Hubo dos canciones, que en la voz de B.J. Thomas pasaron a integrar el repertorio de esa música de fondo que se escuchaba en los vestíbulos de los hoteles de los años 70 —el lounge internacional—, que, además, tocaron tangencialmente al spaghetti western. La más conocida, que no la primera, fue Raindrops Keep Fallin’ on My Head. Original del gran Burt Bacharach y Hal David, era la pieza que musicalizaba la secuencia de la bicicleta de Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969).
Suprimido en 1967 el Código Hays, que desde 1930 venía imponiendo la moral en Hollywood y tenía entre sus primeras reglas impedir que las películas suscitasen en los espectadores simpatía alguna por el crimen, se rodaron las primeras aventuras cínicas, por así llamar aquellas cintas en las que los villanos tradicionales eran presentados como héroes.
La primera de estas producciones fue Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967). La segunda, Dos hombres y un destinoque, además, fue la respuesta de Hollywood al spaghetti western. Los americanos, que se habían inventado el género, no querían dejar que fuera capitalizado por los italianos y sus grandes malotes galopando por el desierto de Almería. De modo que recuperaron la figura de dos de sus últimos forajidos, Butch Cassidy y Sundance Kidd, e hicieron de ellos dos personajes tan románticos como los que recrean Paul Newman (Cassidy) y Robert Redford (Sundance).
Para añadirle comercialidad al asunto, allí donde Sergio Leone sublimaba los duelos con primerísimos planos —close up— y el score de Ennio Morricone, en Hollywood añadieron una secuencia plena de poesía para todos los públicos: la de Buch con la bella Etta Place (Katherine Ross) en el manillar de su bicicleta y B. J. Thomas entonando Raindrops Keep Fallin’ on My Head.
Por ese insospechado derrotero de las cosas, hubo un éxito anterior de Thomas —Hooked on a feeling, de 1968 más concretamente—, que en una versión de Blue Swede de 1974, habría de ganarse al mayor apologeta del spaghetti western que ha conocido Hollywood, Quentin Tarantino.
Recuerdo cómo en el verano de 1992, los vecinos de Madrid que tenían una terraza en la acera de su casa, se quejaban de tener que escuchar Hooked on a feeling noche tras noche. A raíz del inusitado éxito que conoció Reservoir Dogs, el tema se convirtió en la canción de la temporada.
Desde Pulp Fiction, esa revisión sublimada —a menudo hasta la alucinación— de los géneros que integran su mitología personal, ha sido el objetivo del trabajo de nuestro cineasta.
En Jackie Brown (1997) fue el blaxploitation; en las dos entregas de Kill Bill (2003, 2004), el cine de artes marciales; enDeath Proof, los programas dobles; en Malditos Bastardos, el cine bélico; y finalmente, en Django desencadenado (2008) y Los odiosos ocho (2015), el spaghetti western.
Y todo ello desde unas perspectivas mucho más próximas al cine de autor que al Hollywood de las coproducciones en el que Tarantino ha desarrollado su filmografía.
Ya he tenido oportunidad de decir en estas mismas páginas que yo me rendí ante él, como este heterodoxo rindió a sus pies a la pantalla comercial estadounidense, cuando le vi valerse de la función suprema de la ficción: la enmienda de la realidad, al salvar la vida a Sharon Tate en Érase una vez en Hollywood (2019). Sólo le queda una película, si mantiene lo dicho durante todos estos años.
Imagen de portada: Quentin Tarantino
FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Javier Memba. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 5 de febrero 2023.
Sociedad y Cultura/Cinematografía/Quentin Tarantino.