‘Almas en pena de Inisherin’: Puerta roja, puerta verde.

Catorce años después de compartir cartel en Escondidos en Brujas (In Bruges), los irlandeses Martin McDonagh (guionista y director), Colin Farrell y Brendan Gleeson repitieron tragicomedia negra y violenta en esta otra colaboración que los acerca más a casa. Estamos en 1923, y mientras en Irlanda se libra una guerra civil, en una pequeña isla de su costa occidental dos amigos y vecinos de toda la vida pasan por traumas y rupturas que a menudo parecen réplicas a pequeña escala de lo que se está viviendo a solo unas millas náuticas de distancia, y que traerán consecuencias de largo alcance. La fotografía y la música acompañan de manera perfecta a esta conmovedora y cruel historia que se interpreta mejor como una fábula que como hechos verosímiles.

[Aviso de destripes con podaderas en todo el texto]

La trama de la película es bastante simple: tras toda una vida de vecindad, amistad y visitas al pub cada día a las dos de la tarde, Colm (Brendan Gleeson) decide que ya no quiere pasar más tiempo en compañía de su amigo y vecino Pádraic (pronunciado Pórric) (Colin Farrell), porque encuentra aburrida, mundana, trivial y poco útil la conversación que mantienen. Pádraic al principio reacciona más dolido que otra cosa (y las cejas de Farrell actúan por sí solas expresándolo), pero debido al pequeño tamaño de la isla y a que solo hay un pub en las cercanías, los dos siguen encontrándose. Colm, harto de que Pádraic siga intentando acercarse por una razón u otra, amenaza con cortarse un dedo si le vuelve a hablar, cosa que acaba cumpliendo, ante el horror de todos los parroquianos. A partir de ahí la situación continúa escalando, hasta que Pádraic acaba con su mula muerta y su hermana emigrando y Colm termina sin dedos en una mano y con su casa ardiendo. Si se prescinde del contexto, el espectador se puede quedar con una de dos sensaciones principalmente: o esta es una de esas historias verdaderas que son más increíbles que cualquier ficción imaginable, o realmente estamos hablando de otra cosa más allá de los meros hechos. Y este es el caso aquí.

La elección del lugar y el momento no son casuales. Durante once meses entre 1922 y 1923 ocurrió la llamada Guerra Civil Irlandesa, que siguió a otra guerra por la cual Irlanda se independizó del Reino Unido. Básicamente, fue el hecho que dejó a la isla dividida entre pro y anti británicos y cuyas consecuencias colean hoy todavía, a través de terrorismo, odio, violencia y división. En el momento en el que empieza la película, 1 de abril de 1923, ya van nueve meses y medio de conflicto, y aun así Pádraic no parece saber muy bien lo que pasa, a pesar de que a veces se pueden oír disparos y detonaciones de una isla a otra. La isla, por cierto, es ficticia, y su nombre también. «Inis» es «isla» en irlandés y «Erin» es uno de los nombres que ha recibido Irlanda durante su historia, así que Inisherin significa, lisa y llanamente, «la isla de Irlanda». Además, «la isla de Irlanda» («the island or Ireland») es una circunlocución, entre aliterativa y trabalenguas, que se usa sobre todo en política y negociaciones internacionales, a la hora de distinguir la isla geográfica de Irlanda en su totalidad, por una parte, del país de Irlanda (la República de Irlanda, the Republic of Ireland) por otra, que no incluye Irlanda del Norte, parte aún del Reino Unido. Así, pues, si ya Irlanda (la isla) es un lugar pequeño en comparación con el resto del mundo, esta Isla-de-Irlanda (Inisherin) es una réplica, a nivel aún más microcósmico, del mismo fenómeno, y en concreto, de la imposibilidad de dejar de encontrarse a todas horas con gente que no te cae bien o con la que estás enemistada.

Este síndrome del pueblo pequeño puede resultar muy familiar por todo el mundo, seas de donde seas, así que los sentimientos que puede provocar son fácilmente reconocibles de un país a otro, pero no se vayan todavía, que aún hay más. A nivel personal, una vez que conocemos un poco a Colm y Pádraic podemos entender por qué Colm quiere recortar el tiempo que pasan juntos: Colm es veinte años mayor, va camino de los 70, es músico amateur con ciertas aspiraciones y va sintiendo que cada minuto del tiempo que le queda de vida es precioso. Que ya no puede pasar dos horas de reloj oyendo hablar de lo que ha cagado la mula de Pádraic («pues no era mi mula quien había cagado, sino mi pony, así que ya se ve cuánto me escuchabas»). Quiere dedicarse a escribir canciones y tocar su violín y, si le es posible, dejar para la posteridad al menos un tema que la gente recuerde, que es el que da título a la película, «The Banshees of Inisherin». Cuando esta decisión se convierte en la comidilla del pub, hasta los propios parroquianos reconocen que Colm y Pádraic nunca habían pegado mucho juntos, ya que Colm es alguien que «piensa» más, mientras que Pádraic es mucho más sencillo, y a pesar de que todos le dicen que no es ni un simple ni un aburrido, las continuas salidas de tiesto de Pádraic durante toda la película lo pintan exactamente así: como alguien sencillo y agradable (aunque «nice» no tiene el mismo significado exactamente en inglés, que de tan nice que puede ser alguien se convierta en algo negativo) pero con las luces justas y gran aversión a lo introspectivo. Cuando la hermana de Pádraic, Siobhán (pronunciado Shivon) (Kerry Condon), lectora y con dos dedos de frente, le pregunta si alguna vez se siente solo, él reacciona en plan «¿pero qué le pasa a todo el mundo?». Está incluso hecho a propósito que el lugar de Inisherin donde está la casa de cada uno tenga un aspecto tan diferente una de otra que se rodaron en dos islas reales distintas: la casa de Pádraic, llana, plana y sin muchas ondulaciones, reflejando su carácter, está filmada en Inishmore, mientras que el hogar de Colm, más rugoso, rocoso y dramático, reflejando su conflicto interior, se rodó en la isla de Achill. Y en lo visual, hay un símbolo que los distancia todavía más: las puertas y ventanas de la casa de Colm están pintadas de rojo y las de Pádraic y Siobhán de verde. Rojo imperial británico y verde irlandés.

Este detalle está hecho aposta, pero aunque sea importante no hay que llevarlo demasiado lejos tampoco. No es que Colm sea probritánico ni Pádraic anti. De hecho, ninguno de los dos habla de política en absoluto. Se da a entender que Pádraic ni siquiera comprendería estas cuestiones, y Colm está demasiado a lo suyo como para que sepamos qué piensa de ello: su reacción ante la visita del policía local, Peadar (Gary Lydon), a la isla grande para ayudar a supervisar una ejecución es más bien de asombro ante lo desalmado de su actitud que otra cosa. También podría añadirse que Colm tiene un apellido, Doherty, que no necesita conversión al inglés, mientras que Pádraic Súilleabháin usa la versión irlandesa de lo que en Inglaterra sería traducido como «Patrick Sullivan». Pero llevar esto más allá sería llevarlo demasiado lejos, creo. Ni uno es abertzale ni el otro txakurra: ese símbolo del color está ahí más bien para indicar de manera visual que hay cosas de las que no se vuelve, líneas rojas (o verdes) que son para siempre, sea en lo político, como está pasando y pasará en la isla grande, o en lo personal, como está pasando en la isla pequeña. Que aunque desde fuera deseemos que se arregle todo, no va a ser posible fácilmente. Otra muestra de que lo del color es importante es que cuando vemos a Siobhán echar la carta por la que acepta irse de bibliotecaria, la dueña de la tienda, la señora O’Riordan, está pintando de verde el clasiquisimo buzón rojo británico del que está a cargo, reflejo real del cambio político de entonces.

Y así, una vez que se le añade este contexto, la historia cobra más sentido y profundidad: la decisión de Colm de que «ya no te ajunto» simboliza las divisiones que se dieron a nivel nacional entre vecinos, amigos, parientes y hermanos, en principio por una razón que no debería ir más allá de una diferencia de opinión pero que luego se envenena. Cuando Pádraic se da cuenta de que es uno de abril, el equivalente del día de los inocentes en las islas británicas, llega a pensar que todo era un broma de Colm, y esa es una de las razones por las que intenta retomar su contacto, pero Colm resulta no estar para inocentadas. Lo de que uno piensa más y es músico, mientras que el otro está a sus vacas y poco más, refleja cómo una nadería puede convertirse en motivo de irritación cotidiana, luego fastidio, luego deseo de alejarse y luego rencor y odio. La reacción de Colm de automutilarse es meridianamente clara como símbolo político y social. En inglés tienen la expresión «to cut your nose no spite your face», que significa literalmente «cortarse la nariz para que se fastidie tu cara», sin darse cuenta de que quien se va a fastidiar eres tú al completo. En español se acercaría un poco lo de «que se joda el sargento, que no como el rancho» (pues adivina quién va a pasar hambre), o lo de «quedarse tuerto a cambio de que el otro se quede ciego». Colm prefiere verse imposibilitado para tocar el violín, que es precisamente lo que desea hacer con el resto de su tiempo, antes que dejar que Pádraic le vuelva a hablar (Gleeson, por cierto, sabe tocar el violín, con esas manazas que tiene, y en la película es él quien interpreta de verdad todo lo que toca su personaje). Hay un momento incluso en el que Colm, en la cama, se observa la mano con un dedo ya amputado, y entre el pijama de rayas que lleva y la sombra de la ventana sobre la pared, parece un preso condenado a larga pena por su propia culpa. Y al ir a confesarse en la iglesia, Colm menciona, como cosas ya sabidas de sobra por el cura, que sus pecados son, aparte de beber y algún pensamiento impuro, «la soberbia y la desesperanza». Llevado a nivel nacional, eso es lo que le hace una guerra civil (y sus consecuencias) a un país: desmembrarlo, mutilarlo, ensoberbecerlo y desesperanzarlo. Y sobre todo, lo peor es la transición de pasar de ser (y creerse) una persona nice a alguien que acaba justificando el uso de la violencia hasta la muerte: no solo Colm contra sí mismo, sino luego el manso Pádraic, cuya penúltima frase de la película es: «Algunas cosas es imposible superarlas… y yo creo que eso es bueno». Ya antes Pádraic le había gritado a Dominic (Barry Keoghan), el chaval con el que se disputa el título oficioso de tonto del pueblo, que «quizá este soy el nuevo yo». Ese nuevo yo es el que antes había llevado a Pádraic a enfrentarse en público al temido poli local, tras unos whiskies de más, y a que Colm llegara a decir tras presenciarlo: «Esto es lo más interesante que Pádraic ha hecho en su vida. Creo que hasta me vuelve a caer bien y todo». Lo cual provoca otro nuevo malentendido que a su vez lleva a que la podadora de Colm trabaje otra vez, en esta ocasión por partida cuádruple. ¿No te caía bien alguien cuando era manso y apacible, y sí ahora que se va volviendo un borrachuzo encanallado? Pues por ahí es como se llega adonde se llega. El propio Colin Farrell ha dicho que el tema principal de la película es «la desintegración de la alegría», especialmente notable en un pueblo tan reputadamente fiestero y vividor como es el irlandés.

Quizá es simplemente que Colm, como músico y por lo tanto artista, tiene un temperamento que se ve atraído por lo conflictivo, como motor de la creatividad, y por eso le aburre lo nice (la verdad es que podría escribirse una disertación entera solamente sobre el uso del concepto de «nice» y «niceness» en esta película). Él mismo pone el ejemplo de que nadie recuerda quién fue una persona nice en el siglo XVII, pero sí quién compuso una música que se recuerda generaciones después. Tirando de ese hilo se puede continuar con disquisiciones sobre cómo de aceptable resulta que un creador sea, en lo personal, desde un poco capullo hasta un verdadero monstruo, a cambio de que legue a la humanidad entera creaciones imperecederas para disfrute de sucesivas generaciones. Pádraic, desde luego, en este momento prefiere recordar lo nice que era su ma, antes de evolucionar él también.

Hablando de Dominic, Barry Keoghan ha sido otra de las razones para ensalzar la película. Su interpretación de joven con alguna posible combinación de TDAH, Tourette, autismo y estrés postraumático, producto de los abusos físicos y sexuales del padre policía local (y por tanto dictadorzuelo de pueblo) es perfecta, y a pesar de que parece que vive en su propio mundo, resulta ser un observador bastante agudo… que luego no sabe callarse sus atinadas observaciones. Le dice a Pádraic que Colm nunca había estado más aliviado que cuando decidió dejar de hablar con él, y luego es quien le dice a la cara que parecía que Pádraic era nice de verdad, pero que en el fondo era como los demás, tras su rabieta con la mentira con contó para ahuyentar de la isla al aprendiz de violinista de Colm (cruel pero descacharrante al mismo tiempo, con sentimiento de culpa incluido por parte del espectador). También habla con Siobhán, a la que obviamente intenta entrarle, usando el lema de «faint heart and all that» (que se refiere el dicho «a faint heart never won a fair lady», «un corazón débil nunca conquistó a una dama hermosa», o sea, a las chicas les gustan los atrevidos) y es quien acaba por contribuir también a que ella decida irse finalmente de aquel microcosmos tan perjudicial. Entre las lecturas de Siobhán, por cierto, están Northanger Abbey, de Jane Austen, Waverley, de Walter Scott, The Golden Dream, de R. M. Ballantyne, y Irish Idylls, de Jane Barlow.

Siobhán se queja en algún momento de que su hermano puede llegar a convertirse en «otro hombre silencioso, pues qué bien» en una isla llena de ellos. Y uno de los comentarios que más se ha hecho sobre esta película es que es una meditación sobre la amistad masculina, lo cual me parece un poco topicazo. Sí, el director-guionista y los actores principales son hombres, pero hay varios elementos de la trama que podrían ser perfectamente aplicables a lo que, también de manera cliché, podría decirse de las típicas amistades femeninas: lo de arrinconar a alguien a base de simplemente dejar de hablar o de quedar con ella, por algún motivo más o menos significativo (esa temida espalda silenciosa), y el daño físico autoinfligido son ocurrencias con las que muchas mujeres seguro que se sienten familiarizadas, sea o no en carne propia, así que no veo por qué hay que añadir lo de «masculina» específicamente a esta historia de amistades rotas. Quizá sea el tono violento, o el nexo con la vecina guerra, algo siempre visto como masculino. Hay además quien ha añadido a lo de amistad «masculina» el adjetivo de «platónica», como si se quisiera insinuar que entre Colm y Pádraic podría haber algo homosexual (los dos son bastante talluditos y están solteros, de ahí que Siobhán pregunte por lo de la soledad). ¿Qué hay de malo con «amistad» a secas? Es algo que puede ser sólido sin necesidad de más adjetivos y también romperse de manera dolorosa sin necesitar de más definiciones.

Así pues, la mejor forma de ver la película es teniendo todo esto en cuenta y, aún más, apreciando las gotas que contiene de lo que podríamos llamar «realismo mágico gaélico», con las impactantes automutilaciones de Colm, con su propia pinta de pistolero de western (ese sombrero y gabán) silencioso y solitario, hacia el final de la película, y con la turbadora presencia de la señora McCormack, que parece una bruja (y se comporta como tal, prediciendo que habrá una muerte, o dos, pronto) y que hasta se asemeja a una de las banshees del título de la película y de la canción que estaba componiendo Colm, por mucho que Pádraic diga que en Inisherin haberlas no haylas. En el folklore irlandés, una banshee es un espíritu femenino que anuncia la muerte de un pariente, normalmente entre sonoros gritos o chillidos («screaming like a banshee» es otra frase hecha en inglés). Aquí es más bien al contrario, con la señora McCormack bastante taciturna normalmente (aunque tirando con bala rasa cuando habla) y observando desde lejos, a menudo sin ser vista, como en la última imagen de la película, que ella preside. Colm ya había dicho antes que hoy en día las banshees más bien observarían en vez de chillar, y esa escena en principio deja el final abierto, con una especie de último rayo de esperanza cuando Colm y Pádraic, a pesar de las ya citadas palabras de este último sobre que es bueno que algunas cosas no puedan superarse nunca, coinciden en su muy anglo-irlandesa preocupación por los animales, en concreto por el border collie de Colm. Colm, por cierto, en toda la película parece arrepentirse solo de una cosa: de haber causado indirectamente la muerte de la mula de Pádraic, al atragantarse con uno de sus dedos amputados. El simbolismo es también evidente: todas las muertes inocentes que el conflicto ha causado. Pero aunque este final parezca abierto, los siguientes cien años de historia irlandesa dan la respuesta de lo que pasó después, independientemente de lo que ocurra con Colm y Pádraic en los años siguientes: dos pasos para adelante y uno para atrás, con especial virulencia durante las décadas de los Troubles y el IRA. McDonagh, por cierto, no escribió el final de la película hasta que estuvo rodado todo lo anterior, pensando que sería el propio rodaje quien daría la respuesta sobre con qué nota acabarla. Y es que es así como actúa nuestra vida real: creemos que sabemos lo que puede pasar después… pero a veces la banshee se puede equivocar.

(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)

Imagen de portada: Fotograma de ‘Almas en pena de Inisherin’

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Rogorn Moradan. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 3 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Cine/Reseña

Los gozos del mutante.

En mayo de 1961, el poeta Agustí Bartra le escribía una carta a su hijo. Roger Bartra vivía los momentos más intensos de su pasión política y llamaba a organizar la lucha armada para derrocar al gobierno. 

El poeta entendía el impulso revolucionario de su hijo, admiraba la vocación redentora, pero no veía en Roger la simpleza que exige la devoción guerrillera. Si en realidad ese fuera tu camino sufriría, pero te animaría a continuar el viaje, le decía. El poeta conocía profundamente a su hijo y sabía que su vida no podía comprimirse en una causa política por resplandeciente que pareciera. 

En su coqueteo revolucionario el padre veía un capricho momentáneo. La guerrilla no brota de tu esencialidad, le decía. “Tú sabes que no eres ni serás nunca un hombre político. Para serlo te faltan, fundamentalmente, empuje brutal y combativo, te sobran sensibilidad moral y espíritu estético.”

La carta sabia, conmovedora del padre identifica ese espíritu: que la rebeldía del hijo no podía someterse al régimen de una militancia heroica. Sabía que esa sensibilidad moral y artística lo convertiría en rebelde de sus propias rebeldías.

Mutaciones, el ensayo autobiográfico de Roger Bartra, es una de las piezas más admirables de historia intelectual mexicana. Un paisaje que bien retrata las polémicas centrales de las últimas décadas en México, pero, sobre todo, el autorretrato de un inconformista incansable que ha explorado las máscaras de la identidad, las fantasías del poder, el espíritu melancólico y los laberintos del cerebro. 

Casi imposible imaginar los cables que conectan estos fanales. La reinvención ha sido el estímulo de su inteligencia. Esta es una riquísima bitácora de metamorfosis. El antropólogo hace trabajo de campo en su propia vida para descifrar los misterios de sus sinapsis.

Bartra admite un impulso de vanidad en su ejercicio, pero, si es que eso está presente en el ensayo, lo que resalta en su relato es la fascinación del curioso que trata de descifrar los enigmas de su propia conciencia. Bartra se ríe de sus andanzas, toma distancia de sus etapas dogmáticas, se burla de sus tropiezos con la ingenuidad. 

El intelectual trata de identificar el hilo que conecta cada una de sus estaciones vitales. Al final del recorrido, no encuentra una fibra esencial sino un nudo con tres cuerdas. El primer flujo es una obsesión por la verdad. El segundo es la sensación de extranjería. El tercero, un impulso de rebelión.

Verdad, extranjería y rebeldía. El nudo de esas cuerdas late: se aprieta y se suelta a lo largo de la vida de Bartra. La luz de la verdad llega a deslumbrarlo. Bartra relata el tiempo de su fe y el desgarro de la apostasía. 

Cuenta de sus apuestas profesionales e ideológicas que terminan circundando con definiciones opresivas. Identifica la secuencia de sus emancipaciones políticas y académicas. Ir rompiendo lazos. Biografía de una inteligencia que no se anexa a ninguna otra, que no se subordina a causa o a método.

En algún momento, Edgar Morin pensaba nombrar sus memorias con el título de No soy uno de ustedes. Quería subrayar desde el principio que su vida había sido un proceso constante de deslinde, una terca disposición de desmarcarse de algún Nosotros. Los recuerdos de Bartra son resistencia a la propensión sectaria que reside en la política, en la academia, en la intelectualidad. Una burla de la cerrazón de las capillas que no toleran a los escépticos ni aceptan intrusos.

Tiene razón Rafael Rojas cuando advierte que Bartra es uno de los pocos intelectuales mexicanos que ha logrado dialogar fructíferamente consigo mismo. Bartra, en efecto, es autor y crítico de su obra. Mutaciones es la obra de un escritor que se lee y se examina con honestidad, lucidez y humor. 

Bartra da voz a sus edades. Regresa a sus cartas, a sus artículos, a sus entrevistas y a sus cuadernos personales. Es severo y, al mismo tiempo, generoso con los hombres que ha sido. No aplasta la riqueza de sus tiempos con la perspectiva del presente. Da la palabra al joven impetuoso y dogmático, recoge textos del académico de disciplina y del filoso polemista. 

El crítico de sí mismo no escribe estas memorias para proclamar: ¡Se los dije! No regresa a sus archivos para insistir, sino muchas veces para corregirse. Detecta sus puntos ciegos, repara en las afectaciones de su viejo estilo, se ríe de su ingenuidad.

El lector de estas memorias celebrará, sobre todo, su disposición a la aventura. Cambiar de aire, disponerse a caminar solo, atreverse a explorar nuevos territorios. La galería que se despliega en el mapa de sus curiosidades es asombrosa. El ajolote de la trampa nacionalista, las despobladas ciudades de De Chirico, las mallas de la imaginación política, los salvajes de Swift, el hombre lobo, los robots. En cada figura, una estampa que registra su búsqueda de verdad y su disposición por cambiar de rumbo.

Cuando Bartra descubrió el universo de las neurociencias y decidió zambullirse en esas aguas, no dejó de pensar que era un intruso invadiendo tarde y sin los instrumentos apropiados un mundo de expertos. Temía que, en ese campo de científicos de la máxima especialidad, sus contribuciones pudieran resultar irrelevantes. Si Bartra, que ha sido reconocido ya mundialmente por sus imaginativas aportaciones a lo que ha llamado “antropología del cerebro”, se atrevió a inmiscuirse en lo desconocido es porque sigue obedeciendo su impulso vital: el placer. 

Después de hacer la denuncia más profunda de las raíces simbólicas del autoritarismo, después de adentrarse en las expresiones de la melancolía y el invento cultural del salvaje, Bartra se dispuso a empezar de nuevo. Un poema de Baudelaire (y el eco, supongo, de las palabras de su padre invitándolo a abrazar su vena artística) lo llamaba a entender la mente.

Apretado, hormigueando, como un millón de helmintos,

en nuestros cerebros se embriaga un pueblo de demonios.

Y cuando respiramos, la muerte en nuestros pulmones

desciende, río invisible con sordos lamentos.

En clave de Baudelaire, Bartra imagina el cráneo repleto de neuronas demoniacas que se mueven como lombrices devorando dopamina. El mutante es ante todo una criatura que goza en la mudanza de sus pieles. Una persona que se deleita en el cosquilleo de la búsqueda y el sabor del hallazgo; en la felicidad de la independencia y la auto subversión. ~

Imagen de portada:Gentileza de Letra Libres.

FUENTE RESPONSABLE:  Letras Libres; México. Por Jesús Silva-Herzog Márquez. 1 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Mutaciones/Ensayo/Reseña/Autobiografía intelectual/Roger Bartra.

Reseña de «La dependienta», de Sayaka Murata.

Si estás al día de las últimas publicaciones en la literatura japonesa, probablemente hayas oído hablar de «La dependienta», de Sayaka Murata, una novela de carácter feminista cuya protagonista no encaja en la sociedad actual.

Si quieres saber más, no te pierdas esta reseña de «La dependienta», de Sayaka Murata que en Librismiquis hemos preparado para ti.

Ficha técnica de «La dependienta»

libro la dependienta de suyaka murata
  • Título original: Konbini Ningen (コンビニ人間)
  • Autora: Sayaka Murata
  • Editorial: Duomo Ediciones
  • Género: ficción
  • Fecha de publicación: 2019
  • Páginas: 176

Premios literarios de «La dependienta»

El mismo año que se publicó la versión original de «La dependienta» (su décima novela), la autora ganó el Premio Akutagawa 2016, el premio literario más prestigioso de Japón, lo cual la ayudó a abrirse al mercado internacional.

Además, su obra apareció en la revista literaria Granta y, según la revista Vogue, Sayaka Murata fue Mujer del año en 2016.

Sinopsis de «La dependienta»

Keiko Furukura está soltera, nunca ha tenido pareja y tiene 36 años. Desde que se independizó, trabaja como dependienta a tiempo parcial en una konbini, un supermercado japonés abierto las 24 horas del día. Pese a que siempre sentía que no encajaba en la sociedad, en la tienda ha encontrado su pequeño oasis: un mundo predecible, gobernado por un manual que dicta a sus trabajadores cómo deben actuar y qué deben decir. Gracias a esas normas, Keiko ha logrado conseguir esa normalidad que la sociedad le reclama: seguir un camino convencional que la convierta, a ojos de los demás, en una adulta, y formar un hogar.

Opinión de «La dependienta»

«La dependienta» es un libro rápido y fresco de leer. Sin embargo, es una novela que no presenta mucha acción. «La dependienta» se centra en la vida de Keiko y su peculiar visión del mundo. A través de ella, podemos conocer algunos estereotipos, expectativas vitales y normas de la sociedad japonesa actual.

Con un ligero tono feminista, la novela explora también la represión social japonesa, en la cual no solo prima el rol por género, sino que se espera que la mujer, llegada a cierta edad, se case, deje de trabajar y se dedique a criar y cuidar a sus hijos.

Sin embargo, Keiko no es el único personaje peculiar: Shiraha juega un papel similar al suyo, pero en la versión masculina. Con Shiraha nos adentramos en cómo esa misma represión social afecta a los hombres, de los cuales se espera que trabajen constantemente, se casen, y mantengan a su familia. En este sentido, «La dependienta» nos presenta a dos personajes «fuera de lo común» que deben sobrevivir en un mundo de «normales».

En resumen, «La dependienta», pese a lo poco que cuenta, es capaz de contar muchas cosas, además de plantearnos muchas preguntas: ¿qué es «ser una persona normal»? ¿Qué es la felicidad? ¿Podemos ser felices si seguimos las normas que nos dicta la sociedad? Y si no lo hacemos, ¿tenemos derecho a serlo? Sayaka Murata, lejos de proporcionarnos las respuestas, deja que sea el lector el que saque sus propias conclusiones.

Con sus toques de humor y sus claroscuros, «La dependienta» de Sayaka Murata es un libro que nos invita a reflexionar sobre nuestra propia felicidad y sobre las reglas que nos impone la sociedad.

¡Alerta spoilers!

Pese a que Sayaka Murata no lo especifica en ningún momento, Keiko parece tener algún tipo de espectro autista, psicopatía o síndrome de Asperger, ya que carece bastante de emociones y se ve forzada a imitar el comportamiento de los demás para encajar dentro de un patrón de «normalidad». Por este motivo, Keiko se siente muy cómoda trabajando en el konbini: allí para ser «normal», solo tiene que seguir a rajatabla el manual de comportamiento impuesto por la tienda.

En el caso del personaje de Shiraha, llega a tratar bastante mal a Keiko. No obstante, puesto que Keiko no siento a penas emociones y dado que ella también lo considera en ocasiones una mascota (lo vemos, por ejemplo, en los momentos en los que dice «darle el pienso» para referirse a prepararle la comida), la situación en sí, lejos de ser horrible, se vuelve hasta cómica.

El final de «La dependienta» deja con un buen sabor de boca, ya que Keiko, en vez de seguir el camino «normal» que establece la sociedad, elige seguir haciendo lo que más le hace feliz: trabajar en una konbini.

Puntuación de «La dependienta»

Por todo ello, puntúo el libro «La dependienta» de Sayaka Murata con un…

¿Para quién está recomendado «La dependienta»?

El libro «La dependienta» está recomendado si…

  • Quieres conocer en mejor profundidad qué son y cómo funcionan los konbini.
  • Buscas un libro para adentrarte en la literatura japonesa moderna.
  • Te gustan los personajes poco convencionales.
  • Quieres leer algo tranquilo (por ejemplo, para leer antes de irte a dormir).

Por otro lado, no te recomendamos «La dependienta» de Sayaka Murata si…

  • No sabes absolutamente nada de la cultura japonesa (puedes no entender muchas cosas del libro).
  • Aborreces las novelas donde suceden pocas cosas.

Imagen: Cubierta de portada de “La dependiente”

FUENTE RESPONSABLE: Por Librimisquis. Náyade Quero Rocamora. 9 de enero 2023.

Sociedad y Cultura/Literatura/Reseña/Crítica

El último libro de Hobsbawm

El 1º de octubre de 2012, hace diez años, fallecía el historiador marxista Eric Hobsbawm. En Cómo cambiar el mundo Hobsbawm escribe para nosotros, la generación que vino después de la Guerra Fría y que sintió atracción hacia el marxismo sin ningún tipo de compromiso con la URSS.

Apenas una pequeña luz al final del penúltimo capítulo, el más oscuro de todos, de la historia del marxismo de Hobsbawm: acaso el lastre del «socialismo realmente existente» deje de pesar en las espaldas de la última generación y esto nos permita volver a Marx. «Hoy solo aquellos que tienen más de treinta años conservan algún recuerdo directo de los años de la Guerra Fría».

La idea de que Marx fue el «inspirador del terror y del gulag, y los comunistas […] esencialmente defensores, cuando no protagonistas, del terror y de la KGB» no tiene más validez que «la tesis de que todo cristianismo debe conducir lógica y necesariamente al absolutismo papal, o todo darvinismo a la glorificación de la libre competencia capitalista». La mayoría de los «comunistas realmente existentes» en Occidente fueron críticos del estalinismo desde 1956 (sí, lo dice Hobsbawm, quien permaneció en el Partido Comunista Británico hasta los años 1980, «implícitamente» alineado con los partidos que defendían la orientación de Moscú). Pero los anticomunistas siempre encontraron en la idea de que el socialismo significa Stalin y Mao una estrategia retórica efectiva. Es un modo de cambiar el eje cada vez que los socialistas empiezan una conversación. Pero está claro que a medida que la Unión Soviética y el Gran Salto Adelante retroceden en la historia, las sombras que proyectan en la idea de una sociedad poscapitalista seguirán adelgazando.

Hobsbawm no tiene la misma fortuna. El Guardian decidió lanzar a Nick Cohen, apologista de la guerra de Irak, contra Cómo cambiar el mundo y terminó con un cuarto de reseña y tres cuartos de líneas recalentadas como: «Si Hobsbawm hubiera seguido la lógica de sus convicciones y hubiera abandonado la Alemania nazi para pedir asilo en la Unión Soviética en vez de en Gran Bretaña, sus chances de sobrevivir habrían sido escasas». En una «reseña» del Monthly de Australia, John Keane menciona el libro de Hobsbawm tres veces, dos para quejarse de cosas que no escribió, como «la fijación anticuada de Marx en la conquista de la naturaleza por medio del trabajo, su fracaso para comprender el rol constitutivo del lenguaje en los asuntos humanos y su reivindicación equivocada de que el materialismo histórico era una ciencia como la de Darwin», además del «hecho de que Iósif Stalin solo mató más comunistas que todos los dictadores del siglo veinte juntos, o de que el marxismo condujo países enteros a la miseria».

Estos ataques son hirientes en el caso de Hobsbawm. Probablemente las personas que leen con interés una historia del marxismo tienen cierto compromiso y comparten hasta cierto punto su política. Pero como destacó Perry Anderson a propósito de la autobiografía de Hobsbawm, desde La era de los extremos que el inglés tendió a escribir como si estuviera explicando o disculpándose por su política ante una audiencia de liberales del establishment. Hobsbawm sentía cierto orgullo cada vez que la prensa repetía su discurso sobre «la vuelta de Marx», sobre que Marx predijo la «globalización», o la crisis financiera mundial, o la caída del comunismo. De hecho, el primer capítulo de Cómo cambiar el mundo está basado en un discurso de Hobsbawm registrado en el New Statesman en 2006 bajo el título «The New Globalisation Guru?». Termina el ensayo final (originalmente una conferencia pronunciada en 1999) diciendo que tanto los socialistas como los neoliberales «tienen interés en volver a un pensador fundamental cuya esencia es la crítica tanto del capitalismo como de los economistas que no lograron reconocer adónde conduciría la globalización capitalista…». Pero los liberales son una audiencia desagradecida y piensan que las esperanzas políticas que definieron la vida de Hobsbawm son en el mejor de los casos una estupidez, y es una vergüenza arrodillarse ante ellos.

Por suerte, en la mayoría de los ensayos de este libro Hobsbawm tiene en mente a los marxistas y a sus compañeros del pasado y del futuro. Hasta cabe pensar que Hobsbawm escribió en parte para nosotros, la generación que vino después de la Guerra Fría y que sintió la atracción de Marx y de los distintos tipos de marxismo sin ningún tipo de compromiso con la Unión Soviética, y que en ningún caso podría ser acusada de tener una conciencia culpable en relación con Stalin o con Mao. Así como Hobsbawm, nacido en 1917, recuerda con sorpresa haberse encontrado con Gorbachov en una publicidad de Pizza Hut, nosotros vivimos con bastante extrañeza el hecho de recibir esta transmisión de alguien que hizo su experiencia política en 1936 con el Frente Popular en las calles de París. Una generación más viejo que los estudiantes radicalizados de los años 1960, Hobsbawm mantuvo mucha más distancia de la Nueva Izquierda que sus casi contemporáneos del marxismo británico, E. P. Thompson y Raymond Williams, a quienes sobrevivió muchos años. Su mensaje viene más de la vieja izquierda, del clasismo de 1936, pero también, paradójicamente o no, de la camada de los años 1980 de Marxism Today, que criticaba por derecha el laborismo de Tony Benn.

Terry Eagleton destacó en la London Review of Books que Hobsbawm escribe sobre la historia del marxismo tan desapasionadamente que sería difícil descubrir por medio de la lectura que fue un partidario de su política. Es una ventaja: lejos de la celebración, Cómo cambiar el mundo es un intento honesto de evaluar las debilidades y las conquistas del marxismo. En este sentido, concluye sin rodeos:

Los textos «clásicos» no se dejan usar fácilmente como manuales de acción política, porque los movimientos marxistas de hoy —y probablemente los del futuro— están en situaciones que tienen poco en común (salvo accidentes históricos temporarios y ocasionales) con aquellos en los que Marx, Engels y los movimientos socialistas y comunistas de la primera mitad de este siglo elaboraron sus tácticas y estrategias.

La primera mitad del libro trata sobre estos textos clásicos y recopila muchos de los ensayos que Hobsbawm escribió entre los años 1960 y los 2000 sobre las obras de Marx y Engels. Son textos con mucha exégesis, pero la del tipo infértil que trata a los textos como un universo en sí mismo, completo y autocontenido. 

El objetivo es siempre historizar y contextualizar, y, en la medida en que es posible en el campo saturado de la marxología, el análisis arroja ideas nuevas. Por ejemplo, en un estudio sobre la influencia de los socialistas utópicos, Hobsbawm argumenta que tuvieron una influencia duradera en Marx y Engelos, que no los abandonaron después de la crítica del Manifiesto…, sino que en cierto sentido profundizaron su estudio en los escritos de madurez. Fourier es un elemento importante en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Engels, y «está claro que el joven Engels […] está menos impresionado por los saintsimonianos que el Engels maduro».

En uno de los capítulos más importantes de esta parte, «Marx, Engels y la política» (publicado originalmente en italiano en 1982), Hobswbawm enfatiza los cambios en las ideas de Marx y Engels a lo largo del tiempo y los cambios que produjeron en sus estrategias políticas: desde el optimismo de las revoluciones y contrarrevoluciones de 1848, pasando por el pesimismo sobre las perspectivas inmediatas de la revolución en los años restantes de la vida de Marx, especialmente después de comprobar que la crisis de 1857 no había detonado otra oleada de revueltas, hasta el rol de Engels como personaje ilustre en la socialdemocracia alemana. 

Hobsbawm vuelve a hechos pasados bien conocidos, pero que vale la pena repetir: la ausencia de un dilema entre reforma y revolución en la perspectiva de Marx; la insistencia desde el Manifiesto… hasta los años 1870 de que los comunistas no debían formar sectas políticas que los aislaran del movimiento real de la clase obrera; y la anticipación del largo proceso de transformación socialista que precedería o seguiría a cualquier revolución proletaria exitosa, dada la profunda distinción entre un Estado transformado y una sociedad transformada.

Es obvio que Hobsbawm pretende sacar conclusiones que sirvan a las estrategias actuales, aunque también hace un gran esfuerzo para destacar la distancia que nos separa de la situación política de la última mitad del siglo diecinueve, y consecuentemente lo estúpido que sería intentar recrear las estrategias de Marx y Engels. Más importante todavía es el hecho de que Marx y Engels no tenían  la experiencia del sufragio universal y no pudieron prever cómo haría evolucionar la estructura del conflicto y del compromiso políticos. (Esto también revela el anacronismo del ataque de John Keane en el Monthly, su acusación absurda de que el apasionado defensor de los cartistas veía la democracia parlamentaria como una «cursilería burguesa», y que el veterano de 1848, exiliado a causa de la reacción continental, era ciego a los «potenciales males y abusos» del «poder concentrado»). 

Si hay una idea básica que separa la estrategia marxista de la liberal utópica, sugiere Hobsbawm, es precisamente el reconocimiento de la importancia del contexto histórico y el rechazo del voluntarismo, la creencia de que la sociedad puede ser cambiada simplemente por la moral o por la fuerza de la voluntad.

Los capítulos siguientes abordan la recepción de Marx y Engels: uno trata sobre las reacciones victorianas (más medidas y calmas en una época de confianza burguesa) y otro sobre la historia de la publicación de sus obras. Todo el mundo sabe Marx no terminó El capital, que los últimos libros fueron elaborados por Engels y por Kautsky a partir de borradores y que los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 y los Grundrisse fueron objetos del siglo veinte, accesibles a muy poca gente antes del fin de la Segunda Guerra Mundial. 

Pero Hobsbawm hace un trabajo excelente de indagación en el significado que tuvo este cuerpo cambiante de «clásicos» en el movimiento, tanto como causa y efecto de los cambios y rupturas que atravesó el «marxismo»: textos reprimidos, textos olvidados, textos redescubiertos y utilizados como armas retóricas.

Estos capítulos funcionan como un puente a la segunda parte del libro que trata sobre la historia del marxismo desde el año 1880 hasta el año 2000. Salvo por un hueco desafortunado —los años críticos de 1914 a 1929— es una historia relativamente unificada. Tres de estos ensayos fueron escritos en el marco del mismo proyecto italiano treinta años atrás, y otros completaron la historia hasta abarcar el milenio. Sin embargo, es importante destacar lo que el texto no es: una historia completa del marxismo como movimiento. Más bien, es una historia de la influencia intelectual del marxismo, en la que el movimiento aparece principalmente como un medio a través del cual se difunden las ideas (aun cuando la suerte y los problemas del movimiento también cambiaron el curso de estas ideas). 

En esta parte del libro, Hobsbawm no concentra sus estudios en el «comunismo oficial» de tipo chino o soviético, especialmente después de 1945, probablemente porque considera que es estéril, una especie de tumba del pensamiento marxista. Por eso estamos sobre todo ante una historia del marxismo en Occidente, aunque Hobsbawm no analiza exclusivamente Europa ni el campo del «marxismo occidental» de los filósofos y de los críticos literarios. El espectro histórico y geográfico que cubren estos breves ensayos cobra amplitud a expensas de la profundidad de contenido: son bocetos descriptivos más que genealogías detalladas, aunque ciertas formas revelan más claramente sus contornos miradas desde lejos.

Más importante es la amplia brecha que Hobsbawm establece entre el marxismo antes de la Segunda Guerra Mundial y el marxismo de los años 1950 y 1960. En los años 1930, el marxismo tendía a fundarse en un pequeño canon de textos clásicos: Marx, Engels, Lenin y una selección de la Segunda Internacional. Estaba casi totalmente excluido de la universidad y se desarrollaba principalmente en el marco de partidos comunistas intelectualmente autosuficientes. 

Muchos intelectuales occidentales se unieron a los grupos marxistas disidentes, especialmente a los trotskistas, «pero estos grupos eran tan pequeños en términos numéricos comparados con los partidos comunistas que eran cuantitativamente insignificantes». En cualquier caso, cuando Hobsbawm estaba consolidando su carrera como historiador después de la guerra, había apenas unas pocas obras «marxistas o casi marxistas» de historia escritas en inglés. En los años 1960, el mundo era muy distinto:

A partir de los años 1960, los marxistas intelectuales se sumergieron en un océano de literatura y debate marxistas. Accedieron a algo así como un supermercado enorme de marxismos y de autores marxistas, y el hecho de que en cada caso la elección de la mayoría en un país pudiera estar determinada por la historia, por la situación política y por la moda no evitaba que fueran conscientes del enorme rango de opciones que tenían. Este creció todavía más desde que el marxismo, otra vez a partir de los años 1960, empezó a integrarse cada vez más en el contenido de la educación superior formal, al menos en las humanidades y en las ciencias sociales.

Por supuesto, Hobsbawm estuvo a la vanguardia de esta entrada en las instituciones y fue uno de los historiadores que más contribuyó al florecimiento de los enfoques marxistas en su disciplina. Pero , como cabe esperar de alguien que permaneció en el partido después de 1956, cuando la mayoría de sus compañeros abandonaban el barco, es muy ambivalente sobre esta evolución del movimiento. 

Su capítulo sobre 1945-1983 retrata el período como un gran florecimiento y como la maduración del marxismo como fuerza intelectual (aunque reconoce también que marcó el punto de inicio de su decadencia política). Los años 1960 multiplicaron tanto a los consumidores como a los productores de literatura marxista a un ritmo «espectacular», y en los años 1970 el marxismo emergió como una fuerza en el interior de la mayoría de las ciencias sociales académicas. Hobsbawm compara este crecimiento radical con 1848: surgió de la nada y desapareció casi instantáneamente, pero dejó tras de sí mucho más de lo que parecía en un primer momento. La base social del marxismo en Occidente no era sobre todo intelectual, y la base obrera, donde había existido, estaba desapareciendo.

Nos topamos con una caricatura muchas veces injusta de las víctimas de la moda teórica de los años 1970 de la Nueva Izquierda, y Hobsbawm cita las frases más indignantes de algunos althusserianos —i. e., «el estudio de la historia no solo carece de valor científico, sino también político»— mientras decide ignorar a sus pares E. P. Thompson, Raymond Williams y Perry Anderson, que combinaron la investigación seria con la apuesta de abrir espacios políticos fuera de los partidos comunista y laborista. Como sea, no deja ningún lugar a duda cuando afirma que el marxismo oficial estaba intelectualmente atrofiado y no había vuelta atrás:

Tendía a reducirse a unos pocos elementos simples, casi consignas: la importancia fundamental e la lucha de clases, la explotación de los trabajadores, los campesinos del tercer mundo, el rechazo del capitalismo o del imperialismo, la necesidad de la revolución y de la lucha revolucionaria (incluida la lucha armada), la condena del «reformismo» y del «revisionismo», la indispensabilidad de una «vanguardia» y cosas por el estilo. 

Estas simplificaciones hicieron posible liberar el marxismo de todo contacto con las complejidades del mundo real, dado que el análisis estaba diseñado para demostrar las verdades anunciadas en su forma pura. Por lo tanto, estas verdades podían combinarse con estrategias de voluntarismo puro o cualquier otra que prefirieran los militantes.

En última instancia, el destino del marxismo dependía menos, sugiere Hobsbawm, de los elementos intrínsecos de su pensamiento que de la decadencia del movimiento obrero: condiciones que no dependían de las decisiones de los marxistas. El último capítulo retoma el balance de la historia intelectual para discutir la relación entre el marxismo y el movimiento obrero a lo largo del siglo veinte. Marx y Engels nunca anticiparon que el movimiento podía integrarse en el marco político capitalista de manera estable, pero esto tiene mucho sentido en una perspectiva materialista.

En síntesis, los países (constitucionales) del capitalismo desarrollado, en los que las revoluciones no estaban en la agenda […] contaban con la presencia de revolucionarios dentro o fuera de los movimientos obreros, pero la mayoría de los trabajadores organizados, incluso los más conscientes, no eran normalmente revolucionarios aun cuando sus propios partidos estaban comprometidos con el socialismo […]. Por lo tanto, a comienzos del siglo veinte, nada en los Estados más importantes del capitalismo desarrollado parecía obstaculizar la simbiosis entre el trabajo y un sistema económico próspero.

Los comunistas siempre fueron más bien críticos internos que dirigentes del movimiento obrero. 1917 pareció hacer entrar la revolución en el reino de lo posible (y sorprendió incluso a los Webb fabianos), pero de un modo que tuvo consecuencias dramáticas en el marxismo occidental: el comunismo quedó para siempre asociado con la Unión Soviética. Antes de que el viejo marinero lo bajara con su ballesta, el albatros era una señal de buena suerte, y «el socialismo realmente existente» llegó primero como una revelación. 

Pero de repente el comunismo se convirtió en una sociedad extranjera, con problemas evidentes, y dejó de ser solo una promesa de desarrollo penoso pero orgánico a partir de un capitalismo herido de muerte. Los comunistas empezaron a preocuparse tanto por la geopolítica como por las perspectivas nacionales de sus movimientos obreros, y estas preocupaciones muchas veces entraban en contradicción. La Gran Depresión llegó con la época heroica del Frente Popular, pero su gloria mermó con el pacto Ribbentrop-Mólotov. Después de la guerra, toda la secuencia desde 1917 terminó siendo una divergencia temporaria de una tendencia de largo plazo: la transformación del laborismo en un elemento funcional de la sociedad capitalista y de los socialistas —aliados o no con la URSS— en críticos que funcionan en los márgenes, o incluso fuera del movimiento.

Desde esta perspectiva, la decadencia del laborismo desde los años 1970 fue un golpe mucho más decisivo para el marxismo en Occidente que la caída de la Unión Soviética, porque la mayoría de las ilusiones del «socialismo realmente existente» habían quedado atrás hacía décadas. Hobsbawm no tiene una explicación muy elaborada de este desplazamiento hacia el «neoliberalismo», pero sus consecuencias están claras: cuando hasta las reformas más modestas del capitalismo se convierten en una propuesta marginal, el socialismo se convierte en el margen del margen y pierde oxígeno.

¿Piensa Hobsbawm que el marxismo tiene un futuro? En un sentido, su supervivencia está garantizada como elementos sustantivo de la tradición clásica de las ciencias sociales académicas. La ciencia social específicamente «marxista» disolvió en gran medida sus límites con otras corrientes, que probaron ser a la vez receptivas de las ideas marxistas y capaces de hacerlas más productivas. No habrá, y de hecho no debería haber, una vuelta al marxismo «clásico», que los buenos materialistas históricos tendrían que analizar como un producto de su época:

Aun si resurgiera un consenso sobre lo que constituye la corriente principal (o las corrientes principales) del marxismo, es probable que opere a mucha más distancia de los textos originales de «los clásicos» que en el pasado. 

Es poco probable que se vuelva a hacer referencia a estos textos, como se hacía en el pasado, a la manera de un corpus coherente de teoría y doctrina intrínsecamente consistente, como una descripción utilizable de las economías y de las sociedades actuales, o como una guía directa a la acción corriente de los marxistas. Es probable que la ruptura en la continuidad de la tradición marxista no sea completamente reparable.

Está claro que la supervivencia académica no sirve de consuelo. ¿Tiene el marxismo un futuro político? Definitivamente, Hobsbawm no es optimista. Pero al mismo tiempo deja la impresión de que por más difícil que sea imaginar la superación del capitalismo en el corto plazo, es difícil no pensar que el socialismo no estará a la orden del día en el largo plazo. 

Hobsbawm sigue pensando que Marx estaba básicamente en lo cierto en cuanto a la lógica del capitalismo: una centralización y hasta socialización crecientes en la organización de la producción combinadas con crisis recurrentes. Solo piensa que Marx se equivocó cuando afirmó que el proletariado era el sepulturero del capitalismo, y deja esa posición vacante.

Es inevitable que los que llegamos tarde al partido, por decirlo de alguna forma, tengamos una perspectiva diferente. Descubrimos a Marx mucho después de que los fracasos del marxismo y del «socialismo realmente existente» se hicieran evidentes, en un período de retroceso prolongado del movimiento obrero. Y, sin embargo, todavía encontramos algo valioso. 

Muchos, acaso la mayoría de nosotros, aprendimos mucho de nuestro Marx en la universidad, profundamente trastocada por el florecimiento intelectual de los años 1970 que Hobsbawm define como el punto más álgido del movimiento. El curso de su vida pasó por un crecimiento épico y por una caída que naturalmente definieron sus conclusiones. Nosotros tenemos mucho más futuro. Hobsbawm tiene razón en que el marxismo es académico sin un movimiento obrero con márgenes a los que perseguir. Pero es difícil convencerse de que el movimiento obrero está muerto, incluso en los países ricos de Occidente. Es sorprendente notar que en este libro el sintagma «clase obrera» casi siempre está acompañado del adjetivo «industrial», y de hecho es poco probable que los movimientos obreros del futuro estén dominados por los trabajadores fabriles. Pero en un sentido amplio, en el sentido marxista, el proletariado incluye a cualquiera que tenga que trabajar para vivir. Estos proletarios siguen caminando entre nosotros y muchos incluso asisten a la universidad.

Tendrán que renacer las reformas antes de que haya gente a la que podamos volver a hablarle la revolución. Pero el punto que Hobsbawm considera como el núcleo del enfoque marxista de la política nunca perderá relevancia: la estrategia política trabaja en un marco de fuerzas sociales que ningún impulso moral voluntarista puede superar. Esta tesis admite múltiples lecturas, y en el pasado Hobsbawm optó por tan errada como la de los comunistas de derecha de los años 1980 que intentaron salvar al laborismo británico de un inelegible Tony Benn (como si el laborismo necesitara marxistas que cuidaran sus intereses electorales). 

Pero esto no quita que podamos leerla de manera adecuada. Los utopistas ingenuos de nuestros días están ocupados publicando prensas de posiciones no partidarias que proponen reformas racionales o regulaciones financieras y defienden la reducción de las desigualdades porque atentan contra el tejido social y contra la salud y la seguridad. Pero no existe ningún camino adelante genuino que no conlleve la polarización de los intereses de clase y el estallido de un movimiento, y si tenemos algo que aprender de la política de las últimas décadas es que no habrá conquistas duraderas que no atenten en términos fundamentales contra los ricos y contra su poder.

Imagen de portada: El británico Eric Hobsbawm fue uno de los historiadores que más contribuyó al florecimiento de los enfoques marxistas en su disciplina.

FUENTE RESPONSABLE: Jacobin. Por Mike Beggs. Traducción: Valentín Huarte. 1 de octubre 2022.

Sociedad y Cultura/Historia/Marxismo/Literatura/Reseña/ Eric Hobsbawn

‘Hititas’, la historia de los guerreros de Anatolia.

La guerra, sin duda, ha servido para consolidar el poder entre los hombres a lo largo de la historia. Y, como tal hecho principal, ha contribuido a forjar la historia y su narración a lo largo del tiempo

En lo que hace relación a la cultura Hitita, su significación ha sido alta como pueblo y civilización, situando su influencia hacia el segundo milenio a.C. en adelante, y su área de influencia el medio  Oriente en sentido genérico. A tenor de lo que leemos en el libro (muy preciso en sus fuentes y narrado con rigor y amenidad) su territorio de influencia podríamos resumirlo así: “Un terreno enmarcado dentro de la cuenca del Marassantiya al que hemos llamado patria hitita; ahí se encuentra la capital, Hattusa, y muchos de los centros religiosos y administrativos más importantes (…) Cierta cantidad de estados vasallos repartidos por muchas partes de Anatolia y el norte de Siria (…) A partir de la 2ª mitad del siglo XIV a.C. conocemos dos virreinatos, uno en Carquemis y otro en Alepo (ciudad donde las referencias a este pueblo continúan siempre visibles en el nomenclátor) A mediados del s. XIII a.C. se estableció un tercer virreinato en el sudeste de Anatolia”

Considerando no solamente su gran área de influencia geográfica sobre el terreno, sino la durabilidad de su poder, parece procedente lo que nos resalta el autor, este prestigioso profesor australiano, que ha estado vinculado a la Universidad de Queensland: “Uno de los rasgos más notables del Reino hitita fue que, a lo largo de sus 500 años de existencia, una sola dinastía real fundada a principios del siglo XVII a.C. ejerció el poder supremo de un modo casi ininterrumpido (…) La circunstancia que hace de la longevidad dinástica un hecho notable es que procede de un grupo étnico minoritario en el reino, hablantes de una lengua indoeuropea llamada nesita”

En sentido estricto hemos conocido que la persona del rey era sagrada. Ejercía el poder por derecho divino, pues era el representante de los dioses en la tierra (veamos que esta idea no se aleja mucho de la percepción religiosa de la figura del rey en la España Moderna e Imperial) e intermediario entre ellos y sus adoradores humanos. “El rey ideal debía ser un gran guerrero y demostrar con regularidad sus habilidades en el campo de batalla (lugar donde la crueldad podría adquirir tintes alarmantes como actitud)” La otra gran responsabilidad del soberano consistía en inspeccionar la administración de justicia en su territorio.

Habiendo dos clases bien distinguidas, la clase alta y la plebe, los intereses de ésta estaban cuidadosamente regulados, “pues las leyes se preocupan sobre todo por las actividades y disputas entre la plebe del mundo hitita” De hecho, la colección de leyes hititas es uno de los documentos sociales más valiosos referentes a este período, sobre todo por la luz que derraman sobre la vida y la sociedad en su nivel más modesto, sobre las actividades cotidianas de las gentes que poblaban  el imperio. Cabe  hacer notar que “el incesto se tenía como una práctica especialmente aberrante” En otros casos, la relación sexual era más laxa: “si un hombre tiene una esposa, y él muere, su hermano será el primero para tomarla como esposa; entonces, si el hermano muere, su padre la tomará…” Estaban prohibidos la poligamia y el concubinato, si bien “el rey podía tener varias, o muchas, concubinas aparte de una esposa principal”

Podemos conocer también, gracias a la minuciosa información que el profesor Bryce aporta en su dilatado estudio, que Hattsusili llegaría a ser el gran rey de Hatti, y no a través del proceso habitual de sucesión, sino tomando por la fuerza el trono (Pequeñas flaquezas humanas, diría el irónico) Un rasgo distintivo curioso, y a señalar por lo distintivo en este pueblo, es la posición ocupada por la primera dama. La función principal de la tawananna era oficiar como suma sacerdotisa del reino de Hatti. Eso ya de por sí le otorgaba un poder y una autoridad considerable, pues hablamos de un Estado donde la autoridad secular y la eclesiástica estaban íntimamente entrelazadas.

Mantenida su área de influencia de una manera desigual según las circunstancias, y a sabiendas de que todo protagonismo humano es pasajero, avanzado ya el segundo milenio que fijó su mayor poderío, aparecen en la historia los llamados ‘pueblos del mar’, que habían de debilitar y sustituir el poder dominante: “a principios del siglo XII (donde se data el próximo final del poder hitita) grandes grupos humanos llegaron del mar y barrieron buena parte de Próximo Oriente, desde Anatolia a Chipre y grandes extensiones de Siria y Palestina, dejando a su paso un rastro de destrucción”

Nuevas gentes, pues, nuevas culturas –una vez más- sustituirán a las precedentes para conformarse como nuevos protagonistas de la historia. “Tempus fugit”

Decir, en fin, que, a día de hoy, quien vaya de viaje por la Capadocia, podrá conocer la figura triste, ‘yacente’ en el tiempo pero erguida, del conocido como ‘el castillo de ORTAHISAR’, una auténtica montaña horadada de antiguas viviendas que ha resistido con dificultad el paso (el peso) del tiempo. Allí, en un paisaje lento, hermoso, subyugante, pacen todavía, libres, algunos ejemplares de los afamados caballos hititas, tan cantados en las viejas batallas.

La herencia dejada por este civilización fue notoria y prolongada en el tiempo tanto en el terreno del arte como en el de la escritura. ¿Su lengua tuvo relación con algunas inscripciones de carácter jeroglífico? Sí, desde luego, con la escritura cuneiforme que conocemos en la tablillas. Hoy, al referirnos a dicha cultura, hemos de aludir a vestigios gloriosos, a sabiendas de que las capas de la cultura de un pueblo –sobre todo guerrero- son el precedente de aquellas que las hayan de sustituir y tapar.

El libro, ya queda dicho, es rico en documentación minuciosa y está narrado con verosimilitud y eficacia.

Imagen: Cubierta de portada de “Hititas” Historia de los guerreros de la Anatolia.

FUENTE RESPONSABLE: Culturamas. Por Ricardo Martínez. 25 de septiembre 2022.

Sociedad y Cultura/Literatura/Novela/Reseña.

En memoria de la memoria, de Maria Stepánova.

Tras la muerte de su tía, la narradora afronta la penosa (y sin embargo evocadora) tarea de vaciar un apartamento repleto de fotografías descoloridas, de viejas postales, cartas, diarios íntimos e infinidad de recuerdos: el rastro de una vida, el repositorio de un siglo de existencia en Rusia. Estos fragmentos de historia personal, recopilados con absoluto esmero, relatan las vicisitudes de una familia judía de origen humilde que logró sobrevivir a la persecución implacable de su pueblo durante el pasado siglo. Stepánova firma un texto de extraordinario valor literario, en el que, entrelazando géneros, plantea una audaz reflexión sobre la historia y los mecanismos de la memoria, y donde también tienen cabida las impresiones, las remembranzas y los personajes más variopintos. Un libro sutil, inteligente y bello, impregnado de la delicadeza de la buena poesía.

Zenda adelanta un fragmento de La memoria de la memoria, de Maria Stepánova (Acantilado).

***

PRIMERA PARTE

1. UN DIARIO AJENO

Murió mi tía Galia, hermana de mi padre. Tenía poco más de ochenta años. No estábamos muy apegados y una larga lista de divergencias de opinión y agravios que acumulaba la familia era responsable de ello. Mamá y papá mantenían con ella unas relaciones, digamos, complejas, no nos veíamos a menudo y entre nosotros no se había forjado ningún vínculo que tuviéramos como propio. Nos telefoneamos muy de vez en cuando, nos veíamos todavía menos, y con los años, después de que desconectara el teléfono («¡No quiero saber de nadie!»), la tía se hundió todavía más hondo en el marco que había construido con sus propias manos: la masa de cosas y cosillas que constituía su pequeño apartamento.

La tía Galia vivía presa del ansia de la belleza. Su sueño era alcanzar la decisiva, definitiva, colocación de los objetos que poseía, pintar las paredes y colgar las cortinas de manera óptima. En una ocasión, hace unos años, se embarcó en una limpieza general que fue apoderándose de toda la casa poco a poco. Se la pasaba sacudiéndolo todo y eligiendo lo imprescindible. Se impuso estudiar y catalogar el contenido del apartamento: cada taza requirió un pensamiento, los libros y los papeles perdieron su condición primigenia para convertirse en meros usurpadores del espacio, y ahora, apilados y amontonados, segmentaban el apartamento levantando barricadas. 

La vivienda tenía dos habitaciones y a medida que los objetos se fueron apoderando del espacio, Galia pasó de una a otra llevándose consigo todo lo necesario. Pero pronto en la segunda habitación comenzó el proceso de selección y estimación. La casa había sacado a la luz sus entrañas y no sabía cómo devolverlas a su sitio. Se había perdido la distinción entre lo importante y lo superfluo; ahora todo tenía alguna significación, especialmente los periódicos amarillentos reunidos a lo largo de décadas y las altas columnas de recortes que cubrían las paredes y la cama. 

En un momento dado, la dueña de la casa sólo podía acomodarse en un pequeño sofá desfondado, donde en una ocasión de la que guardo un recuerdo especial permanecimos sentadas un buen rato las dos en medio de un enfurecido mar de tarjetas postales y revistas de variedades. Ella intentaba que me comiera unos calabacines que había preparado siguiendo cierta receta y atiborrarme con unas chocolatinas especialmente caras y reservadas a las visitas, mientras yo rehusaba avergonzada. El titular en el recorte de periódico colocado en lo alto del montón que quedaba más cercano a nosotras decía: «¿Qué santo rige tu signo del zodíaco?». El nombre de la publicación y la fecha aparecían cuidadosamente escritos en lo alto del papel muerto, con su espléndida caligrafía y tinta azul.

Llegamos una hora después de haber recibido la llamada de la enfermera. La escalera estaba en penumbras; se oía un pertinaz zumbido. En los peldaños y el rellano esperaban desconocidos que se habían enterado de la muerte y habían llegado a la carrera antes que nosotros para ofrecer los servicios que son de rigor en estos casos. Básicamente, ayudar con el papeleo: llevar los documentos a sellar, ponerlo todo en marcha. ¿Quién les habría avisado? ¿Acaso la policía? ¿Los médicos? Uno de ellos pasó con nosotros a la habitación y permaneció allí de pie, sin quitarse la chaqueta.

La tía Galia murió la noche del 8 de marzo, el día de la fiesta soviética de las mimosas y las tarjetas postales con imágenes de patitos, uno de los días en que nuestra familia solía reunirse en torno a la mesa desplegada, apropiada para recibir visitas. En esas ocasiones se servía gaseosa en copas oscuras de color rubí y hacían acto de presencia las cuatro ensaladas ineludibles: la de zanahoria con nueces, la de remolacha con ajos, la ensalada de queso y la gran conciliadora: la Olivier, la ensaladilla rusa. Pero hacía ya treinta años que esas reuniones no se convocaban. Cesaron incluso antes de que mis padres se marcharan a vivir a Alemania, la tía Galia se quedara en Rusia y los diarios comenzaran a ocuparse de asuntos inquietantes, como los horóscopos, las recetas y los remedios familiares.

Lo que la tía no quería en modo alguno era ir a parar a un hospital, y argumentos para ello no le faltaban. En un hospital habían muerto sus padres, mis abuelos, y Galia tenía su propia experiencia con la sanidad pública. No obstante, las cosas llegaron al punto en que se requería llamar a una ambulancia, y así se habría hecho de no ser porque era festivo y se decidió esperar al lunes, día laborable, circunstancia que le concedió a Galia la posibilidad de tumbarse de lado y morir dormida. 

En la habitación contigua, la ocupada por la enfermera, numerosas fotografías y dibujos de mi padre, Misha, ocupaban todo el ancho de la pared en orden escaqueado. La más próxima a la puerta era una instantánea en blanco y negro que pertenecía a la serie que tomó en una clínica veterinaria en la década de 1960, mi preferida. Es una fotografía espléndida. Un perro y su amo esperan su turno. El amo es un sombrío muchacho de unos catorce años y apoya el hombro sobre su perro, un boxer.

Ahora el apartamento de la tía Galia tenía un aire de pasmo, de encogimiento, atiborrado como estaba de objetos súbitamente devaluados. Las secas armazones de varios televisores callaban en los rincones de la habitación principal. Un frigorífico nuevo y enorme estaba completamente lleno de col congelada y hogazas de pan («A Misha le gusta mucho el pan. Tú compra bastante»). En los estantes estaban todos los libros que uno solía saludar cuando venía de visita, como quien da los buenos días a un familiar: Matar a un ruiseñor, el libro de Salinger con las tapas de color negro y un niño en la cubierta, los lomos azules de la Biblioteca de poesía, los volúmenes grises de Chéjov, los verdes de Dickens. Había otros viejos conocidos en las baldas: un perro de madera y otro, amarillo, de plástico, y la talla de un oso con un banderín sujeto de un hilo. Todos parecían dispuestos a emprender un viaje; todos de repente abocados a dudar de su propia utilidad.

Cuando me puse a ordenar los papeles unos días más tarde, no encontré casi nada escrito entre las fotografías y las tarjetas postales. Había montones de ropa interior de invierno y calzoncillos de uniforme, y también faldas y americanas nuevas y bonitas, ropa para grandes ocasiones y, por lo tanto, apenas estrenada y todavía con el olor de las tiendas soviéticas. Había una camisa bordada de antes de la guerra y pequeños broches de hueso, broches delicados, de señorita: una rosa, otra rosa, una cigüeña. Estos últimos pertenecieron a la madre de Galia, mi abuela Dora, y nadie los llevó en cuarenta años. Entre todos esos objetos que ahora se hacían polvo ante mis ojos existía un nexo directo e incuestionable, que sólo adquiría un sentido si se los concebía como un todo, se los ubicaba en el marco general de la duración de la vida. En un libro que trataba sobre la naturaleza del cerebro leí que para conseguir ver un rostro en una cara, para concebirla como un rostro, no se precisa tanto captar la totalidad de los rasgos como tener consciencia del óvalo. Sin el óvalo es imposible, porque es éste el que dota de un límite a la historia, el que reúne todos los elementos en un todo inteligible. La propia vida, mientras dura, puede servir como un óvalo de este tipo. También, ya post mortem, la línea que enhebra el relato de lo que ocurrió en el pasado hace las veces de óvalo. De golpe y sin oponer resistencia, todo el contenido de aquella casa se supo reducido a la condición de basura, perdió cualquier dimensión humana y dejó de recordar o significar algo.

Confrontada con todo aquello y entregada a la labor que me había llevado allí, me sorprendió que en una casa donde se leía tanto se escribiera tan poco e intenté encontrar, con vacilante ternura, las teclas que podía pulsar: ciertas frases del pasado remoto o más próximo, historias que ella me había contado, preguntas de cómo le iba a mi enano, es decir, a mi hijo, que estaba creciendo, el relato de una marcha en los años treinta a través de los campos, la irrecuperable tela de las palabras que se desvanecía deprisa. «Nunca diría fastuoso, sino sólo lujoso», me dijo una vez la tía Galia en tono severo. Y también otras cosas que ya no alcanzo a recordar, algo sobre un padre al que llamó padrecito, cotilleos de las amigas, novedades de las vecinas, noticias de una vida muy solitaria que se bastaba a sí misma.

No obstante, el apartamento era también un lugar de escritura y lo descubrí muy pronto. Entre los objetos de los que la tía Galia no se separó hasta el último instante, posesiones que pedía le alcanzaran y solía acariciar, había volúmenes y volúmenes de diarios llenos de anotaciones, apuntes de una crónica escrita día a día, que llevó durante años, nulla dies sine linea, con carácter obligatorio, como lo era levantarse por la mañana y lavarse. Todavía estaban en una caja de madera junto a la cabecera de su cama, y eran muchos: alcanzaron a llenar las dos bolsas grandes en las que me los llevé a casa, al pasaje Bannii, donde emprendí inmediatamente su lectura en busca de un relato, de explicaciones, del óvalo. Y los leí enteros. ¡Vaya si eran extraños aquellos diarios!

—————————————

Autora: Maria Stepánova. Traductor: Jorge Ferrer Díaz. Título: La memoria de la memoria. Editorial: Acantilado. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

Imagen: Cubierta de “En memoria de la memoria”

FUENTE RESPONSABLE: ZENDALIBROS.COM 12 de septiembre 2022. Maria Stepánova. 

Sociedad y Cultura/Literatura/Reseña/Adelantos editoriales.

 

Una costumbre escandinava

Mario Vargas Llosa que es, a estas alturas, el único superviviente del glorioso ‘Boom’ hispanoamericano, le ha rendido honores a nuestro novelista más grande, después de Cervantes: Pérez Galdós. En los prolegómenos de su obra recién publicada, La mirada quieta (de Pérez Galdós), se sorprende el narrador peruano de la extremada hostilidad que despertó Galdós entre sus propios paisanos. Se decía, por ejemplo, que sus libros apestaban a cocido —imagina uno que a cocido madrileño—, y que don Benito escribía con vulgaridad y escasa elegancia. Vargas Llosa aprovecha la ocasión para recordarnos el juicio, tan poco afortunado como injusto, de otro de los más relevantes de la literatura universal, don Ramón María del Valle-Inclán, cuando en Luces de bohemia se refiere a Galdós con el mote de ‘Garbancero’. Gajes del oficio.

Pero, acaso, lo que más le dolió al escritor canario, no fue tanto el modo tan desabrido y hosco como lo trataron aquellos que bien pudieron ser sus propios discípulos, como Baroja, Unamuno, Azorín y el resto de noventayochistas, sino el hecho de que medio país se pusiera en contra de que la Academia sueca le concediera el Nobel de Literatura cuando, prácticamente, ya tenía en sus manos el galardón, y no había nadie en Europa que le hiciera la menor sombra.

Sucedió, por vez primera, en 1912. Por entonces, los intelectuales españoles, así como las instituciones, se dividieron a la hora de apoyar, por un lado, a un sabio de la Filología como Menéndez Pelayo, que nada tenía de creador, y el propio Galdós, representante de la España liberal y progresista. Los sectores ultraconservadores supieron moverse y armar el ruido necesario para que los nórdicos se espantaran. Enviaron miles de telegramas a la Academia sueca poniendo a parir al autor de Fortunata y Jacinta, como si éste fuera un vulgar robaperas, un sádico que se comía crudos a los niños. La Real Academia de la Lengua, de la que eran miembros ambos contendientes, apoyó a don Marcelino. La de Medicina, a la que no pertenecía ninguno de los dos personajes, a don Benito, que dejó así de ganar las doscientas mil pesetas del premio que, a buen seguro, le hubieran salvado de sus penosos últimos años, en los que vivió ciego y arruinado.

Volvió a intentarlo en 1915, pero las heridas no habían cicatrizado del todo, y los argumentos que esgrimían sus enconados enemigos seguían siendo los mismos: Galdós era un tipo peligroso, anticatólico y republicano, que, en más de una ocasión, dejó patente su manía hacia los jesuitas y las órdenes religiosas por apropiarse del campo de la enseñanza en un país en el que casi el ochenta por ciento de sus habitantes eran analfabetos.

Vargas Llosa, que, además de excelente novelista, siempre ha sido un fino catador de la mejor literatura, durante estos años de pandemia, ha revisado, de arriba abajo, la obra completa de Pérez Galdós (sus novelas, su teatro, sus ensayos, sus discursos, sus cartas), y no ha hallado mácula alguna, hasta el punto de llegar a compararlo con autores de la talla de Balzac, Dickens y Zola, dejando claro que, pese a lo que expresaron algunos de sus contemporáneos con el ánimo de denigrar su memoria, era un tipo de muy buena entraña, con un enorme talento enriquecido por un espíritu de equidad .

Pero se quedó sin su Nobel, como años después le sucediera a Jorge Luis Borges, quien, tras ser candidato en unas cuantas ocasiones y sonar su nombre como indiscutible ganador, en una rueda de prensa manifestó, ante un ejército de periodistas, que no encontraba explicación alguna para este asunto tan misterioso, excepto que se tratara de una vieja costumbre escandinava.

—————————————

Autor: Mario Vargas Llosa. Título: La mirada quieta (de Pérez Galdós). Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

Imagen: Portada de “La mirada quieta”

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por José Belmonte Serrano. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 10 de septiembre 2022.

Sociedad y Cultura/Literatura/Novela/Reseña/Mario Vargas Llosa

El poder de las palabras. Como cambiar tu cerebro (y tu vida) conversando. De Mariano Sigman.

Reseña del libro El Poder de las Palabras

Nuestra mente es mucho más maleable de lo que creemos y, a pesar de que conservamos toda la vida la misma capacidad de aprender que tenemos de chicos, con el tiempo vamos perdiendo la necesidad y la motivación para hacerlo. Así, empezamos a convencernos de lo que no podemos: o somos malos para la matemática, o no nacimos para la música, o no podemos manejar nuestra ira, o nos es imposible superar el miedo. Este libro sostiene y demuestra que, independientemente del momento de nuestra existencia que atravesemos, podemos demoler esas creencias y cambiar ideas y sentimientos, aun aquellos más profundamente arraigados, aprendiendo a conversar. En efecto, la conversación -con otros y con nosotros- es la herramienta más extraordinaria para transformar nuestra vida. Después del éxito mundial de La vida secreta de la mente, Mariano Sigman reúne los avances más recientes de la neurociencia y los combina con historias de vida y una dosis importante de humor para explicar cómo y por qué las buenas conversaciones mejoran nuestras decisiones, ideas, memoria y emociones. He aquí un poder que está a nuestro alcance y podemos emplear para cambiar nuestra mente y tener una vida mejor: el poder de las palabras.

Detalles de El Poder de las Palabras

  • Número de páginas:352
  • Peso:400
  • Formato:Rústica
  • Edición:2022
  • Idioma:Castellano

Imagen: Portada de “El poder de las palabras”

FUENTE RESPONSABLE: Cúspide. 5 de septiembre 2022.

Sociedad y Cultura/Literatura/Reseña/Mente, cuerpo y espíritu.

Hilar la memoria.

La portada deja un sentimiento extraño. 

Es táctil al ojo, ataca el formato usual de las antologías poéticas de Galaxia Gutenberg al mostrarse con una cubierta desgajada, que revela su tapa interna tras unas rasgaduras que, precariamente, se pliegan al cartón. 

Pero una vez que el libro se desenvuelve, resulta evidente que este desprendimiento (enunciado ya desde la portada) es más bien una analogía: nuestros dedos comprueban que las rasgaduras no están presentes, y no son más que una impresión digital sobre cartón mate. De ahí en más, El desprendimiento se convierte en un libro alrededor de la obra (más que una simple antología) de David Huerta, al reunir varios poemas emparedados por una serie de apéndices que le dan un interés muy particular, tanto para el público mexicano que, acaso, está familiarizado con el poeta, como para el público español y más ampliamente iberoamericano al que la antología aspira a comunicar la obra –y más que eso, se infiere, la figura– de uno de los escritores fundamentales del México actual.

La presentación, escrita por el co antologador Jordi Doce, informa puntualmente el motivo del libro: celebrar y mostrar a otros públicos la obra que mereció a Huerta el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2019, así como generar una especie de narrativa general de todas las posibilidades que conjura su práctica. 

En ese mismo trabajo, Doce señala el valor del poeta como tallerista, docente y divulgador de la cultura; estos medios, de acuerdo con el ensayo, se perciben como fundamentales para entenderlo, ya que “la vitalidad de Huerta está ligada a un sentimiento de gratitud y a la noción de poesía como arte colectivo, apoyado en una tradición que a su vez genera una comunidad de espíritus afines”. Más allá de las construcciones mitológicas, sociales y estéticas que existen alrededor de la figura del poeta, quien escribe es, antes que nada, un comunicador: alguien que entrega perspectivas a la vista de otros, y en este sentido la poesía puede ser vista como un trabajo postulado fundamentalmente desde un horizonte ético.

Ahora bien, es importante no confundir una visión ética de la poesía con una labor ideologizante o con un deber ser de la escritura, la vida o el lenguaje, como algunos círculos y congregaciones de poetas quisieran. 

En Huerta, la poesía funciona desde el ímpetu que W. H. Auden nos brindó en su elegía a William Butler Yeats: como una forma de acontecer, como una boca, y la cristalización que ejerce sobre su vida personal, sobre la circunstancia política de México, sobre la historia y los sentires humanos, antepone todo discurso frontal y específico a un disgregarse de lo sensible.

Huerta nunca hace un esfuerzo por mostrar el mundo tal cual “es”, ni de pensar cómo “debería ser”, sino que comprende la realidad a partir de lo liminal de su propia experiencia: la percepción de la luz, del calor, del agua, del frío, del sentimiento amoroso, son cosas que suceden desde el cuerpo, experiencias comunes en las que se va formando un sentido de existencia que es, al mismo tiempo, sumamente material y de una espiritualidad casi panteísta: “Ver el dibujo viviente / Es ver la materia ardiente / Y el espacio desasido / Es contemplar el sentido / Del mundo siempre naciente.” En esta búsqueda se encuentra con Tomás Segovia, su maestro indudable, con la “inmensidad íntima” que proclamaba Eliseo Diego, y con poetas de su generación como José Carlos Becerra y Coral Bracho.

Huerta, como confiesa en la semblanza autobiográfica que precede a la colección de poemas, no es un poeta de origen académico tanto como un producto del ambiente cultural mexicano del siglo XX: confiesa que su escuela poética fueron “las salas de redacción de los suplementos literarios y las revistas en las que he trabajado”. 

Parecido a su apuesta por la percepción más allá de los constructos líricos, este libro no apuesta del todo a un trabajo crítico-académico que muestre todas las facetas del poeta (si bien Doce hace algo de ese trabajo en la introducción, presentándonos diferentes épocas creativas en modos muy claros), sino que se percibe más como un ejercicio autobiográfico, donde los poemas escogidos son momentos de vida, cosas que se creyeron en un momento y ya no se conciben igual, o principios que se mantienen firmes. 

A través de ellos, vemos cómo ha pasado la vida de Huerta, y llegamos a un entendimiento más o menos claro de los cambios en su escritura. Iniciado por una semblanza cálida y terminado en el discurso que el poeta dio al recibir el premio fil en Lenguas Romances, este trasunto por una vida literaria también conlleva cierta pérdida, al preferir la cohesión temática a la variedad de una obra tan amplia: el Huerta que tenemos aquí repite ciertos temas y preocupaciones, tiene imágenes coherentes entre sí y mantiene, aunque no del todo la forma, cierto ánimo contemplativo que no es la única voz del autor.

Por esta cohesión temática, que prefiere al poeta de los momentos más contemplativos de Incurable y de El ovillo y la brisa, alcanzamos a perder cierto ánimo más apasionado que sobresaldría en otros momentos de su opus magnum, o en poemas omitidos de Historia, Versión y Los cuadernos de la mierda. Este último destaca como un momento extraño y experimental, que bien está latente en la obra anterior, pero eso no se percibe tanto en la antología. 

Uno se pregunta si esta decisión está hecha para apelar a las maneras del público ibérico, bastante más tradicional en sus tendencias líricas que el latinoamericano, y que es el que determina a fin de cuentas el destino de esta antología. El sentir nostálgico, sobrio, de la mayoría de los poemas, también nos comunica que estamos frente a un libro que mira hacia atrás, a los espacios de la memoria, e intenta dibujar la imagen de una vida como se ve desde el presente, en lugar de colocarse en los zapatos de un pasado que ya no se puede recuperar. 

Esto también se conecta con el ethos poético del autor, quien observa siempre desde las condiciones determinadas por el cuerpo: acento en lo físico que me hizo, en un principio, creer que la portada estaba en realidad desgajada (gesto que hubiera celebrado si no requiriera de un suaje ridículo).

Si, entonces, El desprendimiento es un libro-invitación, una forma de conocer la obra de David Huerta a partir de un gesto simultáneamente íntimo y contemplativo (pocas antologías hacen sentir que el autor te habla como esta) que se dirige, principalmente, al publico ibérico, cabe preguntarse cómo lo leeremos en México y América Latina. 

Teniendo disponible la edición del fce de su poesía completa más o menos al mismo precio que este libro, el mayor valor que encontraremos consiste en la introducción de Doce y sus apéndices: poemas inéditos, el discurso de aceptación y el poema “Ayotzinapa: México”, que cierra el libro y sirve como una conjura desde el pasado que mira la situación actual de nuestro país, aún respetando el ethos del autor. Con este poema, Huerta se revela a sí mismo como lo más cercano que tenemos a un Seamus Heaney o a un Eugenio Montale: poetas que abordaron el acontecer de sus pueblos durante toda su carrera, y ahora, desde la posición de la madurez, conjuran las posibilidades que están cerca de presentarse en un mundo anárquico.

Que El desprendimiento aparezca en la colección de poesía reunida de Galaxia Gutenberg, junto a poetas como Olvido García Valdés, Joan Brossa o Yves Bonnefoy, reafirma la vocación de la casa editorial por realizar volúmenes que recuperen lo más relevante de la poesía contemporánea y da seguimiento a una serie de contenidos que se perciben, cada vez más, de diversas latitudes y operaciones críticas. 

Huerta es el segundo autor latinoamericano, después de Gonzalo Rojas, en ser incluido individualmente en esta colección, y como el chileno antes que él, a partir de su obra se puede dar cuenta de un momento histórico de la poesía de nuestra región que trasluce en la de sus alumnos y lectores: el horizonte que abre es, al menos, el de la poesía mexicana que se enuncia desde los centros urbanos-culturales. En su poesía, como en sus prácticas pedagógicas y editoriales, David Huerta es una de las principales entradas a la poesía mexicana, por lo que es altamente posible que esta antología permita mayor interés y curiosidad ante la obra de otros escritores anteriores, contemporáneos o alumnos suyos. 

Con los ojos puestos en nuestro país, cerremos esta breve lectura reconociendo la actualidad de sus poemas tan personales como políticos: en 2022, la memoria de los vivos sigue quebrantada, la desaparición y la barbarie están en cada esquina, y nuestros cuerpos quizás están tan resentidos, tan cansados, que nos es difícil recuperar la voz. Una voz como la de David Huerta, que abraza y comprende sin buscar adoctrinamiento alguno, sigue siendo tan vital como necesaria. ~

Imagen de portada: Katakrak

FUENTE RESPONSABLE: Letras Libres.España.Por Cruz Flores. 1° de julio de 2022.

Sociedad y Cultura/Literatura/Poesía/México/David Huerta/Reseña

Bukowski on the rocks.

Si deseas profundizar sobre esta entrada; cliquea por favor adonde se encuentre escrito en azul. Muchas gracias.

Se publica La enfermedad de escribir, las encendidas cartas que el narrador estadounidense les envió a colegas, editores y amigos, entre ellos Henry Miller, Lawrence Ferlinghetti y su héroe literario John Fante.

Charles Bukowski no fue, a pesar de lo que consideran algunos, un escritor o un poeta improvisado. Lector hambriento y radical, como Arthur Rimbaud, compartía con éste, además, un programa poético que incluía fuertes dosis de alcohol y desarreglo, y cuyo propósito no era otro que golpear y desfigurar como un perro las instituciones y tradiciones literarias.

 

Esta edición y selección de su correspondencia, llena de fuerza, verdad y comprensión, enciende al igual que sus mejores obras la llama interna del bulldog con corazón de infierno.

Para Bukowski, antes que todo, existe un problema muy esencial: siempre ha habido un abismo demasiado grande entre la literatura y la vida, y quienes han creado literatura no han escrito sobre la vida y los que han vivido la vida han sido excluidos de la literatura.

Algunos avances habrían existido, claro, pero desde los tiempos de Shakespeare “la poesía era falsa y aburría a un muerto”. Enterado y nutrido de lo que sucedió y sucedía en el campo (desde el New Criticism y emergencias como la escuela Black Mountain o la Beat Generation), Bukowski sólo reconocía de su lado a aquellos que habrían pateado para el mismo lado de su llama: Louis-Ferdinand Céline, John Fante, el primer Hemingway, Knut Hamsun, y poetas como Ezra Pound, W. H. Auden y Stephen Spender.

Sin embargo, incluso de muchos ellos reclamaba distancia: “Corrington dice que Corso y Ferlinghetti tienen talento. No leo tanto como debería, pero creo que el poeta moderno tendría que reflejar las corrientes de la vida moderna, no hay que seguir escribiendo como Frost, Pound, Cummings o Auden, es como si se hubieran desviado de la meta dando traspiés, se han quedado antiguos. Siempre he pensado que Frost daba traspiés y que se salió con la suya a base de sandeces”.

En muchas de estas cartas, dirigidas a editores como John Martin, Jon Webb, Lawrence Ferlinghetti y Whit Burnett, así como a escritores como Harold Norse, Henry Miller y Jack Micheline, Bukowski rememora algunos hechos repetitivos de su biografía literaria: tras haber publicado varios relatos en la emblemática Story (revista que por primera vez publicó a autores como J. D. Salinger) y Portfolio, dejó de escribir por mucho tiempo.

Un día el futuro autor de Música de cañerías llegó al hospital general de Los Ángeles desangrándose vivo tras una borrachera que duró diez años: “Una vez acabé en el ala para pobres del hospital. Me salía sangre a chorros por la boca y el culo (…) me dejaron tirado dos días en una cama antes de hacerme caso, luego se les ocurrió la absurda idea de que tenía contactos en los bajos fondos y me metieron sin parar casi tres litros y medio de sangre y cuatro de glucosa. Me dijeron que si volvía a beber la palmaria. Al cabo de 13 días conducía un camión, levantaba paquetes de más de 20 kilos y bebía vino barato lleno de azufre. No se enteraban de nada: quería palmarla. Pero, como bien saben algunos suicidas, la estructura humana puede ser dura como el acero”.

Al salir del hospital, y con sólo 35 años, consiguió una máquina de escribir y empezó a teclear de nuevo, aunque esta vez poesía. Y ese fue el género en que incursionó hasta el último de sus días, pese a que hablamos de un autor que se consagró por medio de su columna Notes of A Dirty Man para el periódico independiente Open City de Los Ángeles y sus novelas (Mujeres, Cartero y Factótum), escritas entre los años 70 y los 80.

Esto es algo que se comprueba en una de sus cartas a Jon Webb, fechada en agosto de 1960: “Varias personas me han pedido que escriba una novela. Que les den. No escribiría una novela ni aunque me lo suplicara Jruschov. Mandé todo a la mierda durante 10 o 15 años, no escribí nada”.

Fue su amigo y editor de Black Sparrow Press, John Martin, quien le ofreció una remuneración mensual a fines de los años 60 para que el autor dejara de trabajar en la oficina de correos y pudiera dedicarse a la escritura a tiempo completo.

Amante de los hipódromos, lugar donde salía a buscar inspiración cuando se secaba, lo que más detestaba Bukowski era la sociabilidad y el egocentrismo de grupos populares como los Beats, quienes creían, según él, que estar en el mainstream literario era más importante que la propia creación literaria (“dependen de Timothy Leary y de Bob Dylan, quienes acaparan las noticias de portada”).

Bukowski se mantuvo alejado de los focos y se entregó en cuerpo y alma a la escritura. Para él, básicamente, la creación era una válvula de escape para lo que de otra forma terminaría en suicidio o en el encierro en un manicomio. Creía, por otro lado, que los poemas tenían que salir de la misma forma que sale un vómito a la mañana luego de una borrachera.

Por eso detestaba a poetas que consideraba rebuscados y complejos, como T. S. Eliot, Robert Lowell y Robert Creeley: “Fracasamos cuando comenzamos a mentirnos en los poemas solo porque queremos crear un poema. Por eso nunca reviso nada, y dejo todo tal cual lo escribo; si he mentido en un principio, no sirve de nada revisar los poemas, y si no he mentido no tengo nada de lo que preocuparme. A veces leo poemas en revistas como Poetry de Chicago y noto que los han cepillado y pulido. Paso las páginas y nada, solo mariposas, mariposas casi sin vida”, disparaba.

Todo este epistolario reunido se caracteriza por su espontaneidad y sinceridad. De hecho, parecen poemas y huelen a vida. Contienen, además, pasajes muy felices de misivas que le envió a muchos escritores que admiraba, como Hilda Doolittle y John Fante, su Dios literario.

A pesar de ser un caballo de mal carácter, difícil de montar y que no aparentaba ser un ganador, muchos de sus editores (especialmente Jon Webb, Marvin Malone y John Martin) siempre creyeron que Bukowski era un diamante en bruto.

Estos escritos, que incluyen momentos que van desde su juventud hasta sus últimos días, demuestran claramente cómo Bukowski se valió por sus propios medios: sin formación académica, sin contactos en el campo literario. Y sin embargo logró lo que todos escritores anhelan: ser leído por todo tipo de público y vivir, aunque de forma tardía, de su escritura.

En una de las últimas cartas, escrita dos años antes de su muerte, Charles Bukowski precisó: “No hay mayor recompensa que escribir. Lo que viene después es secundario. No entiendo que los escritores dejen de crear. Es como arrancarse el corazón y tirarlo al inodoro junto con la mierda. Escribiré hasta mi último aliento, me da igual que guste o no. El final será como el comienzo. Ese es mi destino”.

La enfermedad de escribir, Charles Bukowski. Trad. Abel Debritto. Anagrama, 248 págs.

Imagen de portada: Gentileza de Pinterest

FUENTE RESPONSABLE: BY PIPA PASSES ON MAY 8, 2022. De Clarín.com Revista Ñ.Argentina.

Sociedad y Cultura/Literatura/Reseña